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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.23 Bogotá jan./abr. 2006

 

La historia global: ¿encrucijada de la contemporaneidad?

Hugo Fazio*

* Profesor Titular del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia y del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes.


Resumen

El artículo plantea la metáfora del mundo como categoría histórica, lo que sugiere que el planeta ha dejado de ser un escenario en el que se desenvuelven un conjunto de historias para convertirse él mismo en una historia. Con el objetivo de convertir dicha imagen en un concepto de la teoría social, el autor profundiza en el tema de la intensificación de la globalización y el tránsito, ocasionado por la misma, de una historia mundial a una naciente historia global.

Palabras clave: Historia global, globalización, resonancia, tiempo global, teoría social.


Abstract

The article presents a metaphor of the world as a historic category, suggesting that the planet is no longer the scenery where a group of histories take place, but rather a history on its own. With the purpose of turning such image into a concept of social theory, the author digs into the issue of the strengthening of the globalization and transit (caused by the same) of a universal history into an emerging global history of its own.

Keywords: Global history, globalization, impact, global time, social theory.


Cuando el Viejo Continente acometía la inmensa tarea de la reconstrucción posbélica, en un escenario que además ya no tenía a Europa como columna vertebral, Fernand Braudel se preguntaba si “la historia es hija de su tiempo (…), si estamos en un nuevo mundo, ¿por qué no en una nueva historia?” (Braudel, 2002, pp. 19 y 22). En este polémico escrito de 1950, el historiador galo no sólo constataba que un viejo mundo había quedado atrás, sino que los anteriores conceptos intelectuales se habían “encorvado o simplemente roto”, los científicos sociales se adentraban en otra “aventura del espíritu”, razón por la cual invitaba a emprender nuevas aventuras académicas e intelectuales.

No es atrevido sostener que, en los albores del siglo XXI, el mundo transita por una coyuntura incluso más radical que la que le correspondió vivir al historiador francés. Que el mundo en este cambio de siglo se ha tornado cada vez más complejo podrá parecer una verdad de Perogrullo. Pero lo cierto es que cada vez resulta más difícil encontrar comunes denominadores mínimos para explicar los dilemas de nuestra contemporaneidad.

Por ello, somos de la opinión de que en nuestro presente urge emprender una renovación similar a la que tuvo lugar en los años cincuenta. Y al igual que en los inicios de la segunda mitad del siglo XX, esta regeneración debe involucrar directamente a la historia, sobre todo por las competencias que esta disciplina ha ido desarrollando para dotar de sentido al presente. Con esta doble idea en mente me permitiré proponer, como punto de partida para este ensayo, una metáfora, sugerida por el sociólogo brasileño Octavio Ianni, la cual involucra a la historia en su doble dimensión, como marco de explicación y de verificación: en nuestro presente, el mundo ha adquirido plenamente una dimensión histórica (Ianni, 1996, p. 3)1.

Evidentemente las metáforas no son conceptos, y se recurre, por lo general, a ellas para tratar de evocar una sensación cuando no se logra precisar el sentido de un evento. Se debe reconocer igualmente que no todas las metáforas, incluso las que alcanzan mayores cotas de popularidad, son acertadas. La “aldea global”, por ejemplo, propone una imagen engañosa, porque insinúa interconexión, mayor unión y solidaridad, una intensificación de la proximidad y de reciprocidad en las relaciones, cuando en realidad, el mundo parece evolucionar en un sentido diferente (Ulf Hannerz, 1998). La imagen del mundo como categoría histórica tiene, sin embargo, varias virtudes: de una parte, sugiere que el planeta ha dejado de ser un escenario donde se desenvuelve un conjunto de distintas historias para convertirse él mismo en una historia. El mundo ya no puede contemplarse como un simple escenario o una suerte de macro estructura, sino como una necesaria historización, cuya unicidad ya no viene determinada metahistóricamente por la naturaleza y/o la geografía. El mundo se ha convertido en un entramado social, económico, político y cultural, cuyos agentes, a través de sus actividades complementarias y/o contrapuestas, plasman de sentido al proceso de planetarización. La imagen nos pone asimismo frente al hecho de que cuando el mundo se convierte en una categoría histórica, el espacio y el tiempo se reproducen dentro del cambio histórico, y, en esta historización, el tiempo prevalece sobre el espacio y que, para desenredar el sentido de sus significados inmanentes, se deben ecualizar el cambio, las novedades, las modificaciones con las permanencias e invariabilidades.

De esta metáfora se infiere igualmente que las variadas fronteras se encuentran en un proceso de permanente reacomodo. De las múltiples variaciones que se presentan en este plano, cabe destacar dos: la primera consiste en el hecho de que los distintos colectivos humanos han entrado por vez primera a compartir un mismo horizonte espacio temporal (el mundo) y, la segunda se expresa en que los niveles de interpenetración en algunos campos se encuentran en un nivel tan elevado que muchos procesos contemporáneos sólo pueden concebirse en su dimensión planetarizada. De esta imagen se puede derivar una perspectiva adecuada para hacer inteligible la realidad contemporánea: la anterior representación de las relaciones internacionales, cuyo eje nodal reposaba en aquellas instancias que se concebían como entidades autorreguladas (los Estados) y donde el conjunto (el sistema internacional) se entendía simplemente como el resultado de los vínculos que se establecían entre las partes (las relaciones internacionales), puede y debe renovarse por la de una política interior mundial o de unas relaciones internas al mundo.

Pero también la metáfora sugiere un procedimiento metodológico para aprehender el mundo en su conjunto. Cual zoom, el mundo en su significación histórica permite destacar las particularidades que se presentan en las diferentes escalas de análisis, tanto en las espaciales como en las temporales: el mundo y el presente histórico en la larga duración, las regiones, las naciones y el tiempo presente en la mediana duración y lo local y lo contingente en la corta duración. Se debe cuidar, eso sí, de no caer en el equívoco tan corriente en ciertas tradiciones de la disciplina histórica de observar estas escalas de análisis como acumulación de duraciones superpuestas, cuando en cada uno de estos niveles, complejamente compenetrados, los encadenamientos son diferentes en cuanto a su configuración y causalidad (Ricœur, 2000, p. 275).

Sobre todo es pertinente recordar esta advertencia en lo que se refiere a las escalas de análisis temporales. Cuando se observa a la distancia, las grandes pericias de la historia parecen impuestas por la necesidad de los tiempos, por los hilos de la Fortuna, el Destino o la Providencia. Pero cuando se contemplan desde cerca “parecen el resultado de muchos episodios contingentes, de ocasiones en parte aprovechadas en parte perdidas, de sucesos totalmente casuales (…) En cada momento, el río de la historia parece poder adquirir una u otra dirección” (Viroli, 2000, p. 145). Cuando se reconocen el sentido de estas disímiles escalas temporales se entiende de manera más cabal la lógica y la importancia de los desarrollos globales, muchos de los cuales, en nuestro presente, se representan en clave local.

Un adecuado ejemplo de situaciones que se desarrollan en clave local podemos encontrarlo en los episodios de violencia que salpicaron a varias ciudades francesas a finales de 2005. Cuando estallaron los hechos de violencia en los suburbios de París, la primera reacción de las autoridades galas fue interpretar los hechos como simples acciones vandálicas, a lo cual debía responderse con medidas coercitivas. A medida que se fueron ampliando e intensificando las acciones de rebeldía de los jóvenes, fue ganando consenso entre los analistas la tesis de que estas manifestaciones eran el producto de una frágil situación socioeconómica de los habitantes de los suburbios.

Ambos razonamientos contienen sin duda elementos de verdad, pero ninguno de ellos basta para explicar el problema. En este evento, al igual que en otros, participan las transformaciones que ha experimentado el mundo en las últimas décadas. Como recientemente señalaba el sociólogo Ulrich Beck (El País, 27 de noviembre de 2005), los ricos dejaron de necesitar a los pobres para convertirse en ricos. En efecto, estos jóvenes constituyen una población “superflua”, que se encuentrapor fuera del sistema, representan el África metafórica que se reproduce por doquier. Pero también son el resultado del impacto que ha ejercido el globalismo del mercado, el cual ha entrañado una reducción de las actividades asistenciales de los Estados.

Estas manifestaciones de violencia igualmente reflejan las dificultades por las que atraviesa el republicanismo francés, emblema histórico de la Francia contemporánea, que oculta el carácter multicultural que ha asumido la sociedad gala como resultado de la inmigración. Intervienen asimismo las nuevas prácticas que se han consolidado con posterioridad al 11 de septiembre. La proclividad de los gobiernos de los países desarrollados por los temas de seguridad, a costa incluso del sacrificio de importantes derechos civiles, ha llevado a que los Estados privilegien su función penal en detrimento de su carácter social. Cuando prevalece el horizonte de la seguridad, la violencia se convierte en el principal vínculo que enlaza a parte de la sociedad con el Estado. El primero para reclamar su existencia y el segundo porque el miedo valida su función penal. Por último, interviene un factor de naturaleza generacional: los hijos de los migrantes provienen de familias nucleares, donde el padre tradicionalmente ha sido la fuente de sustento, de respeto y autoridad. Pero este vínculo se encuentra doblemente roto por el desempleo que ha minado el respeto y la autoridad de que gozaba el padre y porque, a diferencia de sus progenitores, estos jóvenes son franceses, lo que los ubica en un universo cultural diferente.

El ejemplo que acabamos de citar nos muestra cómo muchos acontecimientos, incluso aquellos que podrían clasificarse como espontáneos y localizados, son el resultado de la convergencia de situaciones temporales macro estructurales con contextos contingentes, portadores, estos últimos, de duraciones más circunstanciales.

La metáfora también nos previene sobre el carácter dialéctico de cómo operan las distintas escalas espaciales. Así, por ejemplo, cuando se adelanta un análisis acerca del mundo desde una perspectiva global, tratando de captar al planeta en su conjunto, se está optando por una lectura que apunta su mirada en los factores y en las situaciones que integran a la humanidad y, por tanto, el centro de atención gravita alrededor de aquellas circunstancias que tienden a homogeneizar a las regiones y países en torno a determinadas prácticas y representaciones comunes. Por el contrario, cuando se parte desde un punto de vista local, regional o nacional, el centro de atención gira en torno a la manera como estas dimensiones se ajustan a los imperativos globales, por lo que se privilegia una visión que destaca la apertura progresiva de estos emplazamientos en su proceso de adaptación a determinadas tendencias globales. Es decir, mientras un nivel de análisis relaciona los macro procesos con integración y pareciera que los distintos colectivos quedan cooptados o subsumidos dentro de estas dinámicas globales, el otro establece una equivalencia con apertura y, por lo tanto, con las disímiles propuestas de inserción internacional. Integración y apertura, homogenización y diferencia no son, por tanto, dinámicas excluyentes, sino dos lados de una misma moneda: el mundo en su unicidad histórica.

De esta perspectiva metodológica podemos inferir un último elemento: nuevas formas para descifrar la comparación. Si el método comparativo en las ciencias sociales, por lo general, se ha preocupado por establecer semejanzas y diferencias entre eventos o situaciones con características más o menos análogas, el mundo como categoría histórica confiere una nueva sistematicidad a la comparación porque arranca de la existencia de un nivel general de unicidad que permite abordar de manera diferente las particularidades, continuidades, discontinuidades y especificidades de las distintas sociedades, regiones, etc., de cara a la singularidad del mismo mundo. Una adecuada analogía metodológica la desarrolló Fernand Braudel, quien, en su imponente trabajo sobre el Mediterráneo (Braudel, 1966), reveló la existencia de una unidad estructural, un espacio marítimo, un personaje espacial en la historia, a partir del cual, innovadoramente para su época, emprendió una prolija comparación de las distintas historias que concurrían en ese mar interior. El análisis braudeliano es muy sugerente para el tratamiento de nuestra metáfora por cuanto lo que se plantea es, al igual que en el caso del Mediterráneo, convertir al mundo en un personaje espacio temporal de la historia y, a partir de esta perspectiva, someter a análisis los encadenamientos de las distintas trayectorias nacionales y/o locales.

La metáfora, en síntesis, sugiere que se debe refocalizar la mirada para condensar en un mismo análisis el tríptico del mundo como unidad, con los vínculos entre las naciones y, por último, la compenetración de lo local con lo global, pero sin caer en el equívoco de suponer que se inscriben dentro de una secuencia vertical y/o jerárquica, de mayor a menor o de menor a mayor, pues también tienen lugar compenetraciones transversales y horizontales. De estas hilaciones que pueden desprenderse de la metáfora, se puede considerar que la representación contiene en germen la posibilidad para convertirse en una categoría con capacidad para ser utilizada en el análisis, la descripción, la interpretación y la explicación de varios fenómenos inherentes al mundo que nos ha correspondido vivir y, de esa manera, puede ser un útil recurso para desarrollar una propuesta que le otorgue inteligibilidad a la política mundial.

El objetivo que nos proponemos en este ensayo consiste en convertir la metáfora del “mundo en su significación histórica” en un concepto de la teoría social, es decir, como pretende Göran Therborn en relación con la globalización (Therborn, 1999), que sea portador de un significado más o menos preciso, que sea posible su utilización en investigaciones empíricas y que alcance un nivel de abstracción que permita su generalización en las distintas experiencias históricas.

No obstante, la pertinencia y la riqueza que encierra la metáfora sugerida, es una imagen que supone, pero que no comporta todavía, ninguna explicación. Es solamente el primer acto de conocer. Es, como decía Johannes Kepler, una percepción del exterior que “centellea en el alma”. La metáfora, aun cuando contenga una gran riqueza, es una forma de conocimiento anterior a los conceptos, la cual debe verificarse con otras imágenes que provienen del interior del observador. Así se produce el segundo acto de conocer. De ahí que una serie de interrogantes inmediatamente nos asalten. ¿De dónde proviene este cambio que ha experimentado el mundo? ¿Qué ha hecho posible esta unicidad del planeta? ¿Sobre qué fundamentos se pueden hilar esta mundialidad? y ¿Qué dinámicas pueden dar cuenta de esta transformación?

Esquemáticamente, se puede decir que dos conjuntos de tesis se han desarrollado en este sentido. La primera podemos enunciarla en palabras de Niklos Luhman, cuando escribe: “En las condiciones modernas, como consecuencia de una diferenciación funcional, solamente puede existir un sistema societario. Su red comunicativa se expande por todo el globo. Incluye todas las comunicaciones humanas. La sociedad moderna es, por tanto, una sociedad mundial en un doble sentido. Vincula el mundo a un sistema e integra todos los horizontes mundiales como horizontes de un único sistema comunicativo”( Luhman, 1982, pp. 132-133).

La segunda podemos presentarla en palabras de W. Sachs (1996), cuando sostiene que la expansión del norte, a escala mundial, proceso que comenzó en el siglo XVI y culminó en el XX, produjo una configuración de conflictos que invariablemente han entrado a modelar el siglo XXI. Estos conflictos no serían nuevos, pero fueron acelerados por la globalización. A una globalización de las mercancías le correspondería una globalización de los problemas. La novedad de esta situación consistiría en que el Norte se encuentra cada vez menos protegido, en términos de distancia espacial y temporal, de las consecuencias desagradables de sus acciones. La globalización no sólo pondría en contacto el Norte arrogante con el Sur, sino que transferiría el caos del Sur al Norte.

Ambas argumentaciones, sugestivas en sus enunciados, contienen dos afirmaciones importantes. Se refieren al advenimiento de una sociedad mundial y la aparición de un nuevo entramado que aglomera a los distintos colectivos humanos en una historia que puede ser problemática, pero que es, ante todo, singular. Si antes la distancia espacio temporal explicaba la existencia de trayectorias históricas independientes, al reducirse estos intervalos surgen patrones globales que develan la intimidad de las sociedades y les imponen determinados tipos de reajustes. La diacronía y la sincronía se sintetizan barrocamente.

Empero, a nuestro modo de ver, ostentan también flaquezas a la hora de pretender dar cuenta del sentido que ha asumido el mundo como singularidad histórica. La sistémica sociedad luhmaniana no sólo se limita a conceptuar sobre el alcance de la red comunicativa, como una estructuración a-histórica, prescindiendo del individuo, de los procesos, así como de otros elementos que participan en la puesta en escena de la naciente sociedad mundial, sino que tampoco permite aprehender la plasticidad propia de los movimientos históricos, maleabilidad tanto más importante cuando los encadenamientos y resonancias entre los distintos colectivos y las diferentes escalas de análisis provocan inéditas situaciones. Al respecto, no está demás recordar las palabras del historiador Timothy Garton Ash, cuando trae a la memoria que “una de las escasas leyes de la historia que tienen validez universal es la ley de las consecuencias imprevistas. Las repercusiones de lo que hacen los hombres y las mujeres no suelen ser las que pretendían; a veces son exactamente las contrarias” (Garton Ash, El País, 6 de marzo de 2005).

La segunda, por su parte, si bien tiene el mérito de incluir el Sur en la construcción del mundo actual, se inscribe dentro de una concepción que asimila la modernidad con la experiencia histórica del Norte, y, de suyo, con la globalización buena, mientras que el Sur no sólo es fuente de problemas, sino que reproduce todo aquello que se encuentra en la sombra. Hace algunos años, el escritor italiano Alessandro Baricco había prevenido contra este tipo de interpretaciones, cuando recordaba que “la globalización buena está hecha con los mismos ladrillos que la globalización mala” (Baricco, 2002, p. 52). Sachs no logra, por tanto, entender que el Sur o los sures también participan en la construcción de la modernidad global. Otra advertencia del mismo escritor italiano es aplicable al análisis de Sachs: se suele hablar sobre los efectos que estas nuevas realidades imponen, pero muy poco sobre lo que estas dinámicas en sí comportan.

A nuestro modo de ver, el cambio que ha experimentado el mundo y su unicidad se puede explicar en unas cuantas palabras: la intensificación de la globalización. Es evidente que la globalización ha resultado ser un fenómeno difícil de aprehender. Pese a la alta proliferación de libros y artículos que sobre el particular han aparecido en las últimas décadas, su naturaleza no ha sido completamente revelada. No obstante, la acalorada discusión que ha ocasionado ha tenido el importante mérito de contribuir a sofisticar el análisis social y a estimular el desarrollo de nuevas perspectivas de interpretación de los asuntos sociales. Para decirlo en otras palabras, la discusión sobre globalización se ha terminado convirtiendo en una práctica que ha permitido avanzar en el entendimiento de la realidad mundial. En este trabajo nuestro propósito no consiste en discurrir una vez más sobre la globalización, sino en recurrir a los tópicos planteados por ella para hacer de nuestra metáfora un concepto de la teoría social.

Difícil, por no decir improbable, es encontrar ámbito, dinámica social o región del planeta adonde no se extiendan los tentáculos de la globalización o donde no se perciban sus réplicas directas o indirectas. Cual genio, liberado de la botella donde se encontraba encerrado, la globalización, precedentemente confinada a determinados sectores (v, gr., la economía), a precisos radios de acción (el mundo atlántico) y a la indistinta volubilidad de determinados actores (las grandes potencias), a partir de las últimas décadas del siglo XX se emancipó y se convirtió en una fuerza causada y causante, que ha entrado a remodelar la vida en el planeta (Fazio, 2004).

Este destape de la globalización se ha traducido también en el más poderoso estímulo para que comenzaran a evaporarse muchas de las anteriores certezas. La seguridad y la predecibilidad a que nos habían acostumbrado el saber científico y la tecnología comenzaron a ser relativizados. El futuro por conquistar se tornó incierto y el manejo del presente se convirtió en una compleja tarea. Por ello es que consideramos que una mirada desde el ángulo de la globalización nos puede suministrar importantes pistas para entender el sentido de las transformaciones actuales. En este ensayo nos queremos detener sólo en un elemento que ha sido fomentado por la intensificada globalización actual: el tránsito de una historia mundial a una naciente historia global.

¿En qué radica esta transformación? Antes de responder a esta pregunta, debemos explicar las fronteras de las épocas históricas y después realizar una somera contraposición con otros conceptos que pueden comportar connotaciones similares, pero que aluden a realidades distintas. Las épocas históricas no son contenedores; son grandes extensiones de tiempo, cuyos extremos se encuentran abiertos. Por ello, cuando hablamos de la sustitución de una época histórica por otra nos estamos refiriendo a un intervalo de tiempo en el cual viejas prácticas aún subsisten mientras las nuevas poco a poco se van consolidando.

La historia global, por su parte, no es lo mismo que la historia total. Esta última fue una de las grandes banderas de la historiografía del siglo XX, con el cual se pretendió ensanchar el campo de lo histórico para abarcar las distintas facetas de lo social. Aún cuando en ocasiones pueda ser un concepto que suscita incomodidades por los ecos que puede despertar en los recuerdos, se reserva este concepto para esa pretensión historiográfica.

La Historia global tampoco es equiparable a historia universal o a historia mundial. Hasta el siglo XVIII, cada civilización concebía su propia historia universal, sin mayores referencias a los otros pueblos. Mientras los europeos construían su historia con base en la cristiandad, los árabes forjaban la suya a partir del Islam y así sucesivamente. En el siglo XIX, con el ascenso de Europa y la unificación del mundo, la historia universal se convirtió en una historia de lugares, regiones o países en donde lo “universal” aludía a la pretensión de un determinado pueblo o región a pensar el esquema evolutivo de acuerdo con sus propios cánones y experiencia, de lo cual además se colegía qué y cómo debía contemplarse el desarrollo. La historia universal era también una medida para todas las cosas, principio del cual emanaba la contraposición entre atraso y progreso, barbarie (periferia espacial), primitivismo (atraso temporal) y civilización.

La historia mundial vino después. Apuntaba a una forma particular de compenetración del mundo de acuerdo con la organización que le proporcionaban los grandes imperios, los cuales regulaban el orden interno de sus respectivas zonas de control e influencia (producción, formas de gobierno, movilidad), contrayéndose “el resto” a la gama de vínculos de competencia y colaboración entre las respectivas metrópolis.

El escenario que impera en nuestro presente más inmediato es distinto: es análogo a lo que K. Jaspers definía como “un período axial”, es decir, la aparición de un punto común para toda la humanidad. Es una historia global, entendida como un alto nivel de compenetración del mundo en donde se acentúan las diversas trayectorias de modernidad, las cuales, a través de los intersticios globalizantes, entran en sincronicidad y resonancia. Como sugiere Walter Mignolo, las historias mundial y universal resultan ser en la actualidad tareas imposibles o poco creíbles. Las legendarias historias de estos tipos eran diseños globales de historias particulares. “Hoy, las historias locales están ocupando la primera línea y, por el mismo motivo, están sacando a la luz las historias locales de las que emergen los diseños globales con su impulso universal” (Mignolo, 2002, p. 81).

Precisamente, la historia global constituye la puesta en escena y la convergencia de estas historias locales con propósitos globales, pero dentro de un mismo horizonte global. La historia global surge como resultado de la intensificación que han experimentado las tendencias globalizantes en el transcurso de las últimas décadas. La historia global, por tanto, no ha tenido existencia anterior a nuestro voraginoso presente.

La historia global se puede definir como la sincronización y el encadenamiento que registran las disímiles trayectorias históricas las cuales entran en sincronicidad y resonancia. Con esta definición queremos señalar varias cosas: primero, ya no podemos seguir pensando ningún país o región del planeta como una categoría analítica aislada, puesto que todos ellos se encuentran insertos dentro de una totalidad de la que constituyen segmentos o intervalos. Néstor García Canclini, al respecto, precisaba que la condición actual de América Latina “desborda su territorio” (García Canclini, 2002, p. 12)2. Lo mismo puede decirse de lo que ocurre en otras latitudes y con respecto a otras temáticas. Gilles Kepel, en su imponente trabajo sobre la expansión y el declive del islamismo, ha demostrado cómo el fenómeno en el presente también ha desbordado sus anteriores fronteras históricas (Kepel, 2000).

En esta transmutación hacia una historia global, una de las mayores novedades que ha introducido la globalización intensificada consiste en que ha fortalecido el entrelazamiento de la diacronía de los entramados históricos particulares con la sincronía de la contemporaneidad globalizada. En la historia global se asiste, por tanto, a una intensa concordancia de un sinnúmero de temporalidades relativas, es decir, a la contemporaneidad de lo no contemporáneo (Koselleck, 2001).

En la historia global se transforman las trayectorias de las sociedades, pero no se extinguen sus propias historias. Mas bien ocurre lo contrario. Al ser un resultado de la intensificación de la globalización, este nuevo entramado desnuda la intimidad de las distintas sociedades, exterioriza sus fortalezas y debilidades y redimensiona las particularidades de sus trayectorias históricas. Este último punto, es decir, los “atributos” históricos, es lo que permite entender por qué algunas sociedades se encuentran en mejores condiciones que otras al momento de implementar políticas de transformación de adaptabilidad al mundo. Como bien señala Zaki Laïdi, en relación con los países europeos: “Entre los requisitos democráticos, uno es esencial: la identificación de la democracia con una afirmación nacional, una soberanía reencontrada. Si el tránsito a la democracia ha transcurrido bien en la Europa Central es precisamente porque el retorno a la democracia ha coincidido con el restablecimiento de la soberanía” (Laïdi, Le Monde, 21 de julio de 2005). La sincronía en la historia global rehabilita la dimensión diacrónica en que se han forjado los diferentes colectivos. Por eso nada hay más lejano a la globalización y a la historia global que la homogeneidad y la uniformidad.

En sí la globalización y, de suyo, la historia global existen porque subsisten múltiples espacialidades y temporalidades, algunas de ellas construidas por las mismas tendencias globalizadoras que acentúan las diferencias, oposiciones e inclusiones. Ambas actúan como elementos diferenciadores de los espacios nacionales y subnacionales de acuerdo con el grosor y las formas de articulación que cada uno de ellos tenga, con relación a los circuitos globalizados. Es decir, en un escenario como el actual las fronteras no desaparecen, sino que se reconstituyen permanentemente, de manera mucho más fluida.

Segundo, la historia global alude a algo más abarcador que la linealidad de la modernidad occidental. En la historia global se incluyen las variadas historias locales como partes constitutivas de los diseños globales, lo cual obliga a reconceptualizar en parte el aparato categorial del saber académico. En este sentido, sin inscribirnos dentro de una propuesta de trabajo que se organice de acuerdo con los presupuestos teóricos de los estudios poscoloniales, compartimos la idea de que fenómenos de tanta amplitud como las migraciones actuales conducen a una hibridación de los referentes de interpretación social, con el cual lo poscolonial escapa a cualquier tipo de marco binario, para constituirse en un nuevo arquetipo de síntesis. No es fortuito que las ciudades globales -emblemas de la modernidad contemporánea y de la globalización-, los lugares donde se cristalizan de manera más acentuada las relaciones locales con las transnacionales, se hayan convertido en los espacios del poscolonialismo y que comporten las condiciones para la formación de un discurso poscolonialista (Sassen, 2003).

Tercero, la integración de los distintos colectivos en torno a una unidad -la historia global- nos lleva a pensar las distintas experiencias sociales no como cosas dadas, sino como un proceso cosmopolita de diálogo intercultural (Featherstone, 2002), como la concreción de un paisaje global, escenario que produce inéditas modulaciones a partir de la diversidad.

Cuarto, la historia global se realiza como una globalización de acontecimientos, forma evidentemente histórica de mundialidad. Como señala Anthony Giddens, la globalización consiste en “la intensificación de relaciones sociales por todo el mundo, de tal manera que los acontecimientos locales están configurados por acontecimientos que ocurren a muchos kilómetros de distancia y viceversa” (Giddens, 1999, p. 68), situación que ha permitido que el espacio y el tiempo se desconecten del lugar y que las relaciones directas se conjuguen con relaciones “fantasmagóricas”; es decir, las que tienen lugar entre ausentes. En la historia global todo acontecimiento que ocurre en un punto del planeta puede afectar en escalas diferentes a la totalidad de los individuos del mundo. Todo acontecimiento contiene, en potencia, elementos de mundialidad. “Acontecimientos distantes cambian nuestras vidas cotidianas, y, por tanto, la política exterior ha dejado de ser extranjera” (Garton Ash, 2005, p. 241). En un mundo sincronizado las situaciones que ocurren en los países de mayor peso e importancia mundial ya no gozan del monopolio de ser los únicos acontecimientos de significación a nivel planetario. A través de sus secuelas, la depreciación del bath tailandés, que desencadenó la crisis asiática, demostró que la globalización constituye también una forma de realización de lo local en una dimensión mundializada.

Estas tres historias que acabamos de reseñar -universal, mundial y global- se diferencian en términos de representación; son lecturas distintas en cuanto a la manera como se proponen leer e interpretar el mundo. Pero esto no es lo único que las diferencia. Existen también otros factores más estructurales que respaldan esta variedad de historias y que particularizan la novedad de la época actual. El primero consiste en que el sello distintivo de nuestra época radica en el advenimiento de un tiempo global, expresión de la intensificada globalización y principal soporte tanto de la historia global como de la naciente sociedad global. El segundo factor consiste en que las historias universal y mundial se explican en términos de causalidades lineales. En cambio, en la historia global la causalidad se realiza bajo la fórmula de la sincronicidad, la resonancia y los encadenamientos.

Como es bien sabido, la historia es más un asunto de naturaleza temporal que espacial, razón por la cual usualmente se ha destacado el primero sobre el segundo. Pero en nuestro presente la mayor significación que adquiere la dimensión temporal descansa en el hecho de que “la geografía pertenece ya a la historia” (Rouquié, 2005, p. 12). Así, por ejemplo, si la difusión ha sido interpretada básicamente como un asunto espacial mientras que la tradición se ha explicado en términos de tiempo, con la densificación temporal de nuestro presente, tanto la difusión como la tradición se han temporalizado, lo cual enaltece el papel de esta última en la explicación de las situaciones contemporáneas.

Como el tiempo histórico es el horizonte de su propia historización, un análisis genealógico y etimológico de los conceptos puede arrojar ciertas luces al respecto. La literatura especializada ha sugerido que a lo largo de los últimos cinco siglos se han expresado dos ciclos de temporalidades mundializadas: el tiempo del mundo y el tiempo mundial. En nuestro presente, nos encontramos frente a una nueva temporalidad mundializada: el tiempo global.

Con contadas excepciones, como la historiografía norteamericana sobre la historia mundial (Mc Nelly y Mc Nelly, 2004), por lo general, la literatura histórica no considera que hayan existido tipos de mundialidad y de sincronicidad planetaria con anterioridad a la época de los grandes descubrimientos. Si no existió ninguna dimensión temporal de alcance planetario antes del siglo XV, ello se explica porque con anterioridad a la expansión del capitalismo las formas de interdependencia (v. gr., la propagación de las religiones) eran laxas y carecían de un substrato que les confiriera consistencia espacial y temporal. Es decir, eran situaciones con niveles de compenetración muy superficiales y cualquier evento podía terminar revirtiendo el proceso. Pero también carecían de sistematicidad, es decir, de un trasfondo que permitiera la reformulación y reconstrucción de estas tendencias y que, no obstante los reflujos que se pudieran presentar, conservaran una coherencia interdependiente. Por último, estas situaciones no implicaban ninguna modificación en los dos componentes centrales de la globalización, como son el espacio y el tiempo. Con anterioridad al capitalismo, las colectividades seguían apegadas a su territorio, eran prácticamente inexistentes las espacialidades distintas al lugar físico, y con episódicos momentos, como el período de mayor esplendor del imperio romano, los pueblos interdependizados no se sentían parte de un tiempo mundial ni se reconstruían dentro de dicha temporalidad. El único elemento globalizante que subsistía, y que la modernidad occidental terminó por destruir y frente al cual se presentan hoy por hoy ciertos atisbos de reconstitución, estaba representado por la organicidad que existía entre el pensamiento mágico y el lógico y la correspondencia que se establecía entre el individuo, la comunidad y el cosmos.

El advenimiento de un primer tiempo planetario sólo fue posible a partir de finales del siglo XV con los grandes descubrimientos y la conquista de nuevos territorios por parte de las potencias navales europeas, época en que irrumpió una estructura (el capitalismo) que sirvió de sostén y fundamento para una interpenetración estable, duradera y sistemática entre los pueblos. Fue precisamente a partir de estas situaciones que se constituyó un sistema internacional político y económico (Wallerstein, 1998) de proyección global que estableció relaciones permanentes a nivel político y favoreció la consolidación del nuevo sistema; fue, asimismo, en ese momento histórico cuando se crearon las bases para una interacción profunda y duradera en las relaciones económicas, lo que permitió que el capitalismo emergiera como un sistema económico de amplitud y gravitación mundial. A partir de estos eventos, la interpenetración social y cultural, aun cuando episódica todavía, adquirió importantes elementos de sistematicidad que le dieron consistencia a la idea de una historia que comenzaba a universalizarse, particularmente a partir de las actividades expansivas que desarrollaban los europeos en los diferentes confines del globo.

De acuerdo con el historiador Fernand Braudel, bajo estas coordenadas, la interpenetración de los siglos XV y XVIII personificó la emergencia de un tipo de planetarización como fue la aparición de un tiempo del mundo, “un tiempo vivido a las dimensiones del mundo, el tiempo del mundo, que, sin embargo, no ha sido ni alude a la totalidad de la historia de los hombres. Este tiempo excepcional gobierna, según los lugares y las épocas, algunos espacios y algunas realidades. Pero otras realidades y otros espacios le escapan y le son ajenos” (Braudel, 1979, p. 8.).

Dos elementos particularizaron esta nueva dimensión temporal: no producía uniformidad ni abarcaba a toda la población del planeta. Es decir, era un tiempo que actuaba a la manera de “una superestructura de una historia global”, al decir del mismo Braudel. Su corazón lo conformaba el expansivo mercado mundial, promovido por las distintas potencias colonialistas europeas. Desde los espacios que gobernaba confería sentido a las colectividades, hacia las cuales extendía su manto abarcador. Como enseñaba el historiador galo, en un subcontinente como la India, sólo las regiones costeras se encontraban sincronizadas con la hora del mundo, mientras el interior, en contraste, se encontraba gobernado por otras temporalidades. Entre este interior del tiempo del mundo (las regiones costeras) y su exterior (la profundidad del subcontinente) se alzaban bordes, los cuales, a la distancia, eran penetrados por el tiempo del mundo.

Estos límites que encontraba el tiempo del mundo obedecían a dos tipos de factores: de una parte, al hecho de que no todo el planeta se encontraba afectado por el expansivo mercado mundial. De la otra, por las fracturas que experimentaba el globo en torno a las grandes economías-mundo, las cuales organizaban sólo fragmentos del planeta, es decir, eran zonas que gozaban de cierta autonomía, capaces de satisfacerse a sí mismas y cuyos intercambios les conferían una cierta unidad orgánica.

“Una economía mundo se somete a un polo, a un centro. Todas las economías mundo se dividen en zonas sucesivas. Está el corazón, después vienen las zonas intermedias en torno al eje central y, finalmente, surgen los márgenes vastísimos que, en la división del trabajo que caracteriza a una economía mundo, más que participantes son subordinados y dependientes” (Braudel, 1979, capítulo primero). Es decir, la humanidad estaba conformada por conjuntos de civilizaciones geográficamente dispersas. Por tanto, hasta bien entrado el siglo XIX la mayor parte de las regiones del mundo interactuaban entre sí, pero se mantenía, al mismo tiempo, como entidades autocentradas y autónomas. A partir de mediados del siglo XIX se asistió a un segundo momento en esta globalización del tiempo con la aparición de un tiempo mundial. De acuerdo con Eric Hobsbawm, hasta bien entrado ese siglo, los lazos económicos eran escasos y débiles los vínculos diplomáticos. Además, debido a las insuficiencias de los medios de transporte, como no era posible “encoger” las distancias, no se podía asistir a la emergencia de un mundo singular. Pero en la segunda mitad del XIX, aparecieron sólidos fundamentos e instituciones de una economía global única, la cual se extendió hasta los más remotos parajes. Esta dimensión económica mundializada se nutrió de una red cada vez más densa de transacciones económicas, comunicaciones y movimientos de bienes, dinero y personas conectando a los países desarrollados entre sí y entre estos y el mundo no desarrollado (Hobsbawm, 1976).

El cambio que experimentó el planeta a mediados de este siglo no fue sólo cuantitativo, sino también cualitativo. Karl Polanyi (1997) demostró que el mercado se realizaba básicamente en la escena internacional, en los intercambios entre los pueblos. Hasta el siglo XVIII, la diferencia entre el mercado interno y el externo no era sólo de tamaño; eran instituciones con funciones y orígenes distintos. En tanto el mercado externo era competitivo y se basaba en los intercambios de productos no perecederos, comercializados a distancia, el interno era local, se cerraba sobre sí mismo y concentraba lo que se producía regionalmente. “La paulatina mercantilización de la vida en las sociedades precapitalistas no se produjo a partir del funcionamiento del mercado local, ya que esta era una institución cerrada sobre sí misma que se limitaba al intercambio de la producción regional o incluso local. Pero el mercado exterior sí desempeñó un gran papel ya que era competitivo, se basaba en el intercambio de productos no perecederos producidos a grandes distancias los unos de los otros. En las sociedades precapitalistas, estas dos instituciones -el mercado local y el internacional- no eran competitivas entre sí, sino complementarias. El espíritu capitalista nació precisamente entre los grandes comerciantes internacionales y no en la reciprocidad de los mercados locales” (Kriedte et al., 1986, p. 39), ya que en el segundo el intercambio se seguía realizando a través del trueque, mientras que en el primero se recurría a sofisticadas prácticas monetarias.

Se puede argumentar que fue durante estas décadas cuando se produjo el advenimiento de la globalidad porque el mercado internacional se sobrepuso a los mercados locales y nacionales y porque se presentó una serie de crisis simultáneas en la organización del poder, la producción y la cultura en todas las regiones del planeta. Si bien todas estas situaciones constituían crisis locales y/o regionales de poder y de estabilidad, que reflejaban trayectorias autónomas de desarrollo, estas se convirtieron en el origen de una historia propiamente mundial porque se desarrollaron en un contexto de interacciones entre regiones cada vez más competitivas, competencia inducida en alto grado por las fuertes intervenciones europeas. Estas nuevas formas de interacción tuvieron efectos globalizantes. Por lo general, las soluciones a las crisis nacionales y/o regionales comportaron un sostenido recurso a adaptaciones y apropiaciones interregionales, que acabaron con la era de la autosuficiencia, y desarrollaron una sincronicidad competitiva que elevó la calidad de las interacciones. Los márgenes y las periferias, las cuales se salvaguardaban por medio de la distancia, comenzaron a evaporarse y se desdibujaron también los espacios entre las regiones, alguna vez, autónomas.

Es decir, el advenimiento de un tiempo mundial no fue sólo la aceleración de una continua expansión europea sino un nuevo orden de relaciones de dominación y subordinación entre las distintas regiones del planeta. Visto desde este ángulo, esta dinámica permite entender el predominio europeo tal como se ejerció a partir del siglo XIX. A diferencia de las otras regiones en crisis, Europa por sí sola resolvió sus problemas regionales volcándose hacia fuera (migraciones, flujos de capital), externalizando la búsqueda de soluciones a través de la expansión (imperialismo) y la ocupación espacial (colonialismo), sincronizando el tiempo mundial (con los medios de transporte, comunicación y el patrón oro) y coordinando las interacciones en el mundo (las ferias mundiales, la creación de organizaciones internacionales). Las iniciativas europeas se coludieron, sobrepusieron e interactuaron con las dinámicas de crisis paralelas en las otras regiones. Fue así como nació una historia mundial en una época global internacionalizada.

En síntesis, el tiempo mundial se diferencia del tiempo del mundo en varios aspectos: el primero consiste en la paulatina desaparición de un centro que le confiere sentido al mundo, es decir, expresa ante todo el advenimiento de niveles más sofisticados de compenetración entre los distintos colectivos. Europa gozó de un alta centralidad, pero fue perdiendo la cualidad de ser la única productora de sentido. El segundo radica en que en esta coyuntura histórica se asistió al surgimiento de lo global en la medida en que “lo externo” se convirtió en una válvula de escape o en un mecanismo de realización de “lo interno”. Tercero, difieren en cuanto a su alcance. Ya no es una superestructura que coordina y gobierna “desde arriba”, pues prácticamente son inexistentes las zonas del planeta que se mantienen al margen del tiempo mundial y porque este tiempo mundial no se ejerce desde afuera, sino que se realiza en el interior mismo de los distintos colectivos. Por último, hay colectividades que por el desarrollo experimentado por su modernización, cambian de manera más rápida que otras.

La época del tiempo global corresponde a nuestro presente. Sus orígenes se remontan a finales de la década de los sesenta del siglo XX, pero registró una importante aceleración a partir de los noventa. Ante todo, se deben esclarecer las fronteras temporales fundacionales de este tiempo global. Existe una vasta literatura que se ha preocupado por precisar las circunstancias o los acontecimientos que han modelado nuestro presente. Para algunos analistas, el presente se remonta a finales de la segunda guerra mundial, mientras otros lo sitúan en la caída del muro de Berlín (Institut d’histoire du temps présent, 1993). A nuestro modo de ver, los inicios de nuestro presente se ubican en el intervalo entre estos dos grandes momentos: a finales de la década de los años sesenta. Varios factores explican la importancia de esta particular coyuntura histórica.

Desde puntos de vista diferentes, los años comprendidos entre finales de la década de los años sesenta e inicios de los setenta constituyen un radical punto de inflexión en la historia contemporánea. Se le puede definir como una coyuntura que cristaliza la confluencia de lo particular del momento con tendencias generales que se remontaban décadas atrás y revela también un encadenamiento de acontecimientos que hicieron posible la universalización de estas tendencias. Es decir, el final de los sesenta representó una coyuntura que determinó un conjunto de situaciones que dieron origen a una tendencia histórica particular e inscribió los eventos que la particularizaban en una temporalidad dada.

Conviene recordar que una coyuntura histórica no se define en sí misma, sino con referencia a situaciones ubicadas por fuera de los marcos cronológicos que ella gobierna. O sea, la coyuntura establece una correspondencia necesaria con los factores estructurales de larga duración que hacen posible la maduración de determinadas tendencias con situaciones, circunstanciales que actúan como aceleradores inmediatos de los fenómenos que ella engloba.

En el fragor de esos años se desencadenó un conjunto de situaciones y todas ellas, cada una con su propia carga valorativa, ritmo e intensidad, se identificaron con la intensificación de la globalización. En primer lugar, en esos años tuvo lugar un acontecimiento capital, las revueltas del 68, que han sido definidas por algunos analistas como una “verdadera revolución mundial” (Arrighi, 1999, p. 83). No está de más recordar la sincronicidad de estos eventos, simultaneidad que le confería un determinado sentido a un espacio y tiempo globales y a sus correspondientes imaginarios. Países como Checoslovaquia, China, Estados Unidos, Italia, Francia, Alemania, México e incluso la mediterránea Bolivia, para sólo citar algunos, tenían, a primera vista, pocas cosas en común. Diferían en cuanto a los patrones predominantes desarrollo. Unos eran socialistas, otros desarrollados y los últimos en vías de desarrollo. Débiles eran también los encadenamientos entre estas distintas sociedades, más aún cuando se encontraban separados por la geografía, por imperativos geopolíticos (la cortina de hierro) y por opciones y desiguales niveles de desarrollo.

Fernand Braudel comparó estos acontecimientos con las revoluciones culturales del Renacimiento y de la Reforma europeas, puesto que sacudieron el edificio social, rompieron los hábitos y las resignaciones y el tejido social y familiar quedó lo suficientemente desgarrado como para que se crearan nuevos géneros de vida en todos los niveles de la sociedad (Braudel, tomo 3, p. 790; Braudel, 1991). Estas revueltas fueron una clara expresión de grandes cambios que se estaban presentando en distintos niveles del edificio social (revolución educativa y cultural, crisis de los modelos nacionales de desarrollo y la sustitución por esquemas extravertidos, etc.).

Estas manifestaciones de la coyuntura de los sesenta demuestran que lo que estaba cambiando eran los fundamentos mismos de la modernidad, y esta sincronicidad nos muestra un primer sentido en que el tiempo global difiere de los anteriores. Rompió con la linealidad subyacente de las anteriores temporalidades, las cuales avanzaban en dirección de una mayor convergencia y disponían de un núcleo a partir del cual se interpretaba la temporalidad de los otros. Como señala Ulrich Beck, las sociedades no occidentales entraron a compartir el mismo horizonte espacial y temporal que Occidente (Beck, 2000). Se puso fin a la visión de inmovilismo de algunos colectivos, debido a la celeridad con que se movían los otros. En esta historia global, todos los colectivos se encuentran en unos movimientos sincronizados, aún cuando se expresen a ritmos diferentes.

Esta sincronicidad nos permite extraer una primera conclusión. Esquemáticamente, se puede decir que hasta mediados del siglo XIX, mientras primó el tiempo del mundo, el planeta se encontró bajo un indiscutido predominio europeo. A partir de la segunda mitad de ese siglo las cosas, poco a poco, comenzaron a cambiar puesto que con el tiempo mundial, a medida que se intensificaba la internacionalización de la economía, la política y la cultura, algunos países no europeos comenzaron a diseñar adecuadas estrategias de inserción internacional. Si bien todavía no desafiaban la hegemonía del Viejo Continente, demostraban que los niveles de interdependencia a los que había llegado el mundo abrían intersticios para que algunos Estados propulsaran un acelerado proceso de modernización.

En la segunda mitad del siglo veinte, en medio del redespliegue de las tendencias globalizadoras, y al tiempo en que se acentuaba el ocaso del papel que Europa había jugado en la vida internacional durante los últimos cinco siglos, varios países no europeos adquirieron un gran protagonismo y una alta visibilidad, lo que contribuyó a una toma de conciencia sobre el carácter multifacético del mundo. De objeto por parte de las grandes potencias se convirtieron en sujetos y en objetos de la vida internacional.

Esta mayor compenetración del mundo no debe llevarnos, sin embargo, a la falsa idea de que Occidente perdió la batalla por la supremacía. Si bien todos los colectivos humanos han entrado a compartir un mismo horizonte espacio temporal, subsiste entre Occidente y “el resto” una enorme diferencia. Esta disimilitud podemos observarla mediante una contraposición entre el Medio Oriente y Occidente. Sobre el primero, Marc Ferro recientemente escribía: “El mundo del Islam tiene siempre una percepción aguda de su área geográfica. Este sentido del espacio conquistado, preparado y vivido por el musulmán revela una tradición muy antigua de las sociedades de los siglos IX y X, que definen a Irak “como el ombligo del mundo” y que concibe la organización de los climas de tal manera que el cuarto, el de Irak, se encuentra en el centro, teniendo tres más al norte y tres más al sur. En su visión, más geográfica que histórica, el Islam establece un corte más radical entre él y los demás” (Ferro, 2004, pp. 46-47). Esta visión más geográfica que histórica obedece a que el Islam ha sido más continental que marítimo. Tal como demuestra el ejemplo del Islam, lo cual puede hacerse extensivo a gran parte del “resto” del mundo, esta es una región que se mantiene inscrita en una dimensión más geográfica que histórica, es decir, más espacial que temporal.

Marcello Veneziani, por su parte, hace algunos años realizaba la siguiente valoración sobre los países del Atlántico Norte: “Occidente dejó de ser una categoría espacial para transformarse en una categoría temporal, confundida con el concepto de modernidad, lo que implicaba un presente que transformaba con rapidez y, expulsando el pasado, entraba a modelar el futuro” (Veneziani, 1990). Al transformarse en una categoría temporal, Occidente se convirtió en un “localismo globalizado” (Boaventura da Sousa,1998), para retomar un término de Boaventura da Silva. Esta disimilitud entre Occidente y “el resto” explica la importancia que a partir de las últimas décadas del siglo XX alcanzó la búsqueda de vías distintas a la experiencia occidental, tal como se ha expresado en el desarrollo de las teorías poscoloniales, subalternas o fronterizas. Las tensiones, sin embargo, se mantienen latentes porque en Occidente la modernidad ha sido el resultado de su misma historia, mientras que en buena parte del “resto” se ha expresado como un producto “importado”.

Esta sincronicidad del tiempo global ayuda también a situar históricamente la disyuntiva entre modernidad y posmodernidad. La modernidad se ha concebido como una época abocada al futuro, distinta y mejor que el pasado y el presente. La premodernidad, por el contrario, miraba al pasado, del cual invocaba la “sabiduría, belleza, gloria y experiencias”. “La modernidad termina cuando palabras como progreso, adelanto, desarrollo, emancipación, liberación, crecimiento, acumulación, ilustración, mejoramiento, vanguardia, pierden su atractivo y su función como guías para la acción social”. La posmodernidad consiste en la pérdida de sentido de la dirección del tiempo (Therborn, 1999) y, en ese sentido, constituye una expresión del nuevo entramado a que ha dado lugar la historia global.

Esta referencia que hemos hecho en torno a la tensión entre la modernidad y la posmodernidad pone en evidencia otra marcada diferencia que contiene este tiempo global con respecto a las otras dos dimensiones temporales mundializadas anteriores. Mientras los tiempos del mundo y mundial se realizaban espacialmente, este último se fundamenta dentro de su mismo horizonte temporal. La mayor densidad que sigue teniendo Occidente en este tiempo global radica precisamente en que, mientras gran parte del resto del planeta ha seguido inscrito en una dimensión espacial, Occidente se desterritorializó y se transformó en una categoría temporal, lo cual ha dado origen a otra serie de importantes transformaciones. Entre estas se observa que la historia, como proceso, se ha autonomizado y ha entrado a redefinir tanto a Occidente como al tiempo global. En este rediseño, la cultura, la política, la economía y la sociedad globales no constituyen una repetición de la uniformidad, sino una organización de la diversidad.

El tiempo global, por tanto, no alude a la convergencia en torno a un huso horario, tipo meridiano de Greenwich, sino a encadenamientos de momentos, eventos y situaciones y a la concordancia y aproximación de referentes y expectativas. A diferencia de los tiempos universal y mundial, los cuales contaban con unos centros cuya cadencia temporal se encontraba catalizada por la actuación de los grandes actores, el tiempo global, no obstante las diferencias y disimilitudes entre los diferentes colectivos, se encuentra privado de un núcleo central y los encadenamientos son más fluidos. El tiempo global goza de una densidad que rompe con cualquier representación de tiempo lineal o tiempo universal de etapas de desarrollo. Es un tiempo que combina la continuidad y la discontinuidad, la evolución lenta y la aceleración a través coyunturas de mutación y crisis. Es un tiempo que desestructura y reestructura las articulaciones entre una amplia gama de tiempos (Peemans, 2002, p. 264).

Las sincronizaciones a que da lugar el entramado de esta globalidad consolida la historización tanto del tiempo histórico, como del presente en su calidad de “horizonte de expectativa”. El eje temporal ya no se representa como una irreversible flecha de tiempo, “sino más bien como un rayo de una rueda de bicicleta que gira en torno a un centro, designado unívocamente por el presente, que es auténticamente omnipresente” (Altvater y Mahnkopf, 2002, p. 60).

Ha sido dentro de este contexto que se ha asistido a una erosión de los antiguos horizontes temporales y se ha acentuado la preocupación por la instantaneidad. Esta presentización ha contribuido a darle un mayor sentido a la suposición de que el mundo de hoy sería tan diferente del anterior, que pareciera como si la historia o bien hubiese llegado a su fin o estuviera comenzando nuevamente de cero. Con cierta preocupación, hace algunos años Eric Hobsbawm sostenía que “la destrucción del pasado o, más bien, del mecanismo social que liga la experiencia de uno a la de las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y aterradores de la última parte del siglo XX” (Hobsbawm, 1997, p. 3). No es casual, por tanto, que las interpretaciones más usuales de la globalización y de la contemporaneidad se basen en un discurso que tiende a desgarrar el presente del pasado, subsumiendo los anhelos de futuro en el presente, con lo cual se desvanecen los referentes habituales de los individuos.

Es a partir de esta subjetivación del tiempo dentro de su propia globalidad que se explica el desvanecimiento de la vieja dicotomía entre el adentro/afuera en la medida en que al comprimirse el tiempo, las anteriores duraciones nacionales, estructuradas en torno al crecimiento, la modernización y la historia nacional (articulación entre el pasado y presente), que se contraponían al repetitivo y también caótico tiempo internacional, comienzan a quedar subsumidas, sin desaparecer, en una temporalidad que desde lo global reubica y les otorga un sentido a las expresiones regionales, nacionales y locales. En este sentido, en el tiempo global se asiste a una nueva rearticulación entre lo nacional y lo internacional. “Nos encontramos en presencia de sistemas de información hipercomplejos, que ningún actor domina por sí solo y cuya temporalidad es muy rápida para ser a la medida de los Estados. Estos últimos perdieron toda pretensión de imponer su propia temporalidad”. (Laïdi, 2004, p. 36).

El tiempo global, principal pivote de la historia global, en síntesis, sugiere que el mundo se encuentra ante una profunda transformación histórica, un cambio de época, cuyos principales contornos están conformados por la constitución de contextos posnacionales.

Los elementos que le otorgan unicidad a la historia global son el surgimiento de una economía, una sociedad y una política globales. La política global no se refiere a la conformación de una supraestatalidad de tipo transnacional, una especie de Estado mundial, sino a una política entendida como la interrelación entre las instituciones del gobierno global, o sea, los grupos, redes y movimientos que comprenden los mecanismos a través de los cuales los individuos negocian y renegocian contratos sociales o pactos políticos a escala global. “Es decir, un sistema de relaciones entre estados o grupos de estados ha sido suplantado por un entramado político más complejo, que implica a una serie de instituciones e individuos, y en el que hay un lugar, quizá pequeño, para la razón y el sentimiento individual y no sólo para el interés del Estado o bloque” (Kaldor, 2004, p. 107).

La sociedad global, por su parte, no debe entenderse como la constitución de una colectividad homogénea, pues, de hecho, ninguna sociedad lo es ni lo ha sido. La particularidad de la sociedad global consiste en que, a diferencia de los sistemas nacionales hasta hoy conocidos, que se consideraban normativos, que se pensaban en términos de una totalidad que coordinaba y adaptaba todos los aspectos de la existencia humana a través de mecanismos económicos, poder político y patrones culturales, esta se sitúa en niveles radicalmente diferentes, en tanto que alude a la conformación de una especie de archipiélago social mundial.

Con base en estos elementos, en un contexto de historia global, las relaciones internacionales dejan de representar vínculos entre partes, pues escenifican una naciente y globalizada política interior mundial. Esta perspectiva es innovadora en su misma fundamentación porque cuando se asume el mundo como un todo, el entendimiento del sentido de cambio de época exhorta al desarrollo de una perspectiva analítica nueva que permita captar las articulaciones que tienen lugar en el interior de esta globalidad mundial. Ello no significa que las naciones, regiones y localidades desaparezcan, o pierdan su relevancia, sino que se sincronizan barrocamente, con diferentes ritmos e intensidades, en torno a un cúmulo de patrones globales.

Sostener que se está asistiendo al advenimiento de una historia global plantea un inmenso desafío: la necesidad de un cambio de paradigma que permita dar cuenta de las situaciones, articulaciones y representaciones de esta nueva era histórica. Por su naturaleza, la historia global plantea la necesidad de desarrollar una narrativa que le sea propia. Hace poco, Jesús Martín Barbero, en el prólogo al libro de Milton Santos Por otra globalización. Del pensamiento único a la conciencia universal (Santos, 2004, p. 9.), sostenía que: “Es por falta de categorías analíticas y de historia que (…) seguimos mentalmente anclados en el tiempo de las relaciones internacionales, cuando lo que hoy necesitamos pensar es el mundo, es decir, el paso de la internacionalización a la mundialización”.

Para ello, es menester modificar las aproximaciones usuales que han gobernado las ciencias sociales. No por prurito académico, sino porque la misma realidad se encuentra en un voraginoso proceso de transformación. Es un hecho que la historia en el mundo avanza más rápido que los estudios sociales, razón por la cual estos se encuentran permanentemente desfasados con respecto a la calidad de los cambios que tienen lugar en el escenario mundial.

El problema de fondo que plantea la historia global es que exige emprender una renovación en la mirada de los asuntos sociales, en alguna medida similar al revolucionario cambio de perspectiva que introdujeron los pintores renacentistas italianos, enfoques que permitía evitar los engaños ópticos y que dio vida al ‘punto de fuga’ en el horizonte, que es lo que permite captar las distintas dimensiones del objeto, independientemente del ángulo desde el cual se visualice. Con la historia global se enfrenta un desafío similar. La mayor parte de las lecturas sobre el mundo actual no convergen en un punto que pueda ser identificado como el núcleo de este proceso. Las miradas se diseminan por fenómenos particulares, y no siempre se corresponden los unos con los otros. Por esta razón, consideramos que trabajar sobre el tema de la historia global lleva a emprender una renovación de la perspectiva que, reconociendo debidamente el carácter diferenciado que tiene cada uno de estos campos, proporcione una representación que permita captar la multidimensionalidad del fenómeno. Y es en este punto en el que la mayor parte de las perspectivas que se han desarrollado para intentar hacer inteligible al mundo se han quedado a medio camino; terminan reduciendo el problema a un aspecto singular, cuando su naturaleza sólo se puede aprehender en términos globales.

En cierto sentido, cuando se piensa lo global como interioridad mundial se debe propender por el desarrollo de una perspectiva analítica innovadora, más sistémica, integradora, tal como han venido pregonando importantes figuras de las ciencias naturales (Kapra, 2003a, 2003b; Meter Fischer, 2003), para quienes ha cambiado la aproximación a la relación existente entre la parte y el todo, el énfasis en la estructura por el privilegiamiento del proceso y en donde la realidad se presenta más bien como una complicada telaraña de relaciones existentes entre las diversas partes del conjunto.

Pero, el mundo como categoría histórica obliga a ir incluso más allá. Para comprender los pliegues de esta transdisciplinariedad temática se requiere recurrir a un paradigma no estático, sino dinámico, que permita aprehender los distintos presupuestos en los que tiene lugar esta intimidad del mundo. No se puede seguir apegado a una división disciplinar y analizar, por ejemplo, el Estado (asunto politológico que sigue inscrito en una dimensión territorial) y el mercado (dinámica económica desterritorializada), para después establecer relaciones de convergencia o causalidad entre ellos. Un enfoque tal diluye y distorsiona las compenetraciones estratégicas que están redefiniendo tanto la política como la economía.

Son estas preocupaciones, así como la envergadura de los problemas del mundo actual, lo que ha llevado a estudiosos, como el sociólogo alemán Ulrich Beck, a proponer el tránsito del anterior nacionalismo metodológico hacia un nuevo cosmopolitismo metodológico. “Desde la perspectiva del cosmopolitismo metodológico se ve con claridad súbita que lo nacional y lo internacional no pueden diferenciarse nítidamente para constituir unidades homogéneas separadas las unas de las otras. De esta manera, el contenedor de poder del Estado nacional se rompe desde dentro y desde fuera y surge una nueva óptica, una nueva perspectiva espaciotemporal, nuevas coordenadas de lo social y político, una nueva figura del mundo, que justifica un nuevo concepto para esta época, a saber, el de la Segunda Modernidad”. (Beck, 2004, p. 87). O, para decirlo en otros términos, el cosmopolitismo metodológico alude a la aparición de la primera universalidad transcivilizacional, una modernidad metahístórica (Léclerc, 2000, p. 311).

Como en la historia global se rompe con las antiguas linealidades al sofisticarse el entrelazamiento de la sincronía con la diacronía, la causalidad se complejiza bajo la forma de la sincronicidad, los encadenamientos y las resonancias. La sincronicidad, distinta de la simultaneidad, es una dimensión de tiempo y espacio, una experiencia de conexión de naturaleza relacional mientras la segunda sugiere la existencia de ciertos paralelismos temporales. Para decirlo en palabras de Milton Santos, la sincronicidad alude a “una confluencia de los diversos momentos como respuesta a aquello que desde el punto de vista de la física se llama tiempo real y desde el punto de vista de la historia será llamado interdependencia y solidaridad del acontecer” (Santos, 2004, p. 26).

La resonancia manifiesta la manera como se establecen enlaces diferenciados entre distintos acontecimientos y/o situaciones. La resonancia produce nuevas formas de complementariedad, interdependencia e interacción mutua. La resonancia y la desigual reproducción de sus expresiones no siguen una pauta tipo coherencia sistémica, razón por la cual el tiempo global se identifica con un proceso, pero no con un ordenamiento de tipo sistémico.

El encadenamiento, por último, alude a intersecciones temporales y no espaciales que tienen lugar, que se retroalimentan mutuamente. El encadenamiento puede revestir múltiples formas. Puede producirse a partir de una conjunción de dinámicas que transcurren de manera paralela pero que en algún punto se concatenan y producen una nueva síntesis (el fin de la guerra fría con la expansión de la globalización económica, sin que uno sea la causa del otro) o como episodios que se desarrollan en clave local, es decir, como acontecimientos en los cuales confluyen, colisionan y entran en competencia disímiles temporalidades históricas.

El problema concreto que se plantea consiste en que, como lo global se ha convertido en una nueva dimensión de la realidad planetaria, se requiere reconstituir una historia que integre lo global. Pero no en el sentido ilustrado portador de un sentimiento imperial que se preocupaba por mostrar cómo el progreso de Europa convirtió a esta región del planeta en la columna vertebral de la historia universal mientras reservaba al resto del mundo un papel pasivo, de objeto pero no de sujeto de la historia, razón por la cual se le interpretaba de acuerdo con los estereotipos y las imágenes mundiales que se proyectaban desde Occidente –Europa- (Robertson, 2005) sino en el sentido de que “los historiadores ya no necesitan inventar el mundo con el objeto de estudiar la historia mundial; el mundo existe como un hecho material y como práctica diaria en la organización global de la producción y de la destrucción” (Bright y Geyer, 1987, p. 69).

En síntesis, el tiempo global representa la transformación del mundo en una categoría histórica. La gran diferencia entre el tiempo mundial que debutó a mediados del siglo XIX y el tiempo global, era que el primero se configuraba espacialmente, y este se realiza temporalmente. El anterior se configuraba en torno a un núcleo, una semiperiferia, y una periferia, es decir, reconocía una interpenetración espacial, mientras que el actual temporaliza estas dimensiones y los núcleos, semiperiferias y periferias subsisten sin que medie ninguna relación espacial. El anterior se representaba como una comunidad de Estados mientras el actual como una sociedad civil mundial, heterogénea, y multicentrada.

El tiempo global es una matriz, pero no un sistema en el sentido en que sus diferentes flujos no constituyen un sistema. Sus principales características se pueden resumir así: se representa barrocamente, pues incluye elementos premodernos, modernos y posmodernos; integra la existencia de una pluralidad de temporalidades, con diferentes ritmos e intensidades, como, por ejemplo, el tiempo de la pobreza o del medio ambiente que se vehiculiza lentamente mientras que la tecnología se despliega a alta velocidad, “arritmia que crean en las líneas imaginarias de fractura unos espacios crispados de fricción” (Corm, 2004, p. 165); es acelerado, pues exacerba el cambio como producto de los mayores niveles de intimidad, lo que permite compararse y ser comparado y contamina todas las formas de existencia; en él coexisten el cambio con la permanencia, lo cual entreteje lo diacrónico con lo sincrónico; acentúa niveles más profundos de interpenetración como resultado de que las prácticas globalizantes develan las intimidades de las sociedades; subraya la presentización, la cual se configura a partir del predominio del tiempo del mercado y de la asiduidad de los medios de comunicación y de la moderna tecnología; resalta los encadenamientos, que no se representan linealmente, sino que simbolizan la convergencia de disímiles trayectorias de modernidad y que, como producto de los entrelazamientos, rompen con la secuencialidad de las causas y los efectos; destaca la sincronización, a través de la cual se articula la diacronía (los disímiles itinerarios históricos) con la sincronía (la convergencia de experiencias que producen nuevas síntesis); por último, se realiza en las resonancias, es decir, en las réplicas, cuyas ondas penetran y transforman las viejas fronteras entre los distintos ámbitos sociales y entre los diferentes colectivos humanos. El tiempo global no es una flecha del tiempo universal sino una nueva cartografía.


Comentarios

1 La cita textual de Octavio Ianni reza así: “el globo dejó de ser una figura astronómica para adquirir plenamente una significación histórica”.

2 Véase el desarrollo de esta tesis en Fazio Vengoa, 2003, pp. 31-48.


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Fecha de recepción: Enero de 2006 · Fecha de aceptación: Abril de 2006

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