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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.24 Bogotá May/Aug. 2006

 

HOJAS AL VIENTO DE UNA LARGA GUERRA

LEAVES IN THE WIND OF A LONG WAR

Tomás Eloy Martínez

Escritor y periodista argentino, autor de obras celebradas como Santa Evita y La novela de Perón. Fue profesor en la Universidad de Maryland. Actual director del Programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Rutgers.


Resumen

La crónica narra la historia de violencia de un niño de 12 años, Clemente Mosquera, al que los grupos paramilitares le asesinan la familia en Apartadó por considerar que colaboraba con la guerrilla. La narración ocurre en 1996, durante el periodo del presidente Ernesto Samper. Clemente es reclutado, años después, por el grupo guerrillero FARC y muere en un enfrentamiento con el ejército. El autor reflexiona, a partir del caso concreto de Clemente Mosquera, en torno al desplazamiento forzado del que son víctimas colombianos inocentes.

Palabras clave

Violencia, paramilitares, grupos guerrilleros, desplazamiento, odio.

Abstract

The present chronicle narrates the violence story of Clemente Mosquera, a 12 year-old boy whose family is murdered by paramilitary groups at Apartadó, for considering them helpers of the guerrillas. The story takes place in 1996, during the Samper Administration period. Years after, Clemente is recruited by the guerrilla group FARC and dies in a combat against the army. Based on Clemente Mosquera's story, the author reflects on the forced displacement phenomenon, of which innocent Colombians are victims.

Keywords

Violence, paramilitaries, guerrilla groups, forced displacement, hate.


"Todo empezó a mediados o a fines de abril de 1996", dice Clemente Mosquera. "Estábamos a la entrada del pueblo almorzando un hervido de res cuando llegó una brigada de guerrilleros pidiendo que les regaláramos comida. Mi mamá los invitó a que vinieran a mi casa y se sirvieran lo que les diera gusto. Ella sabía que no se deben hacer esas cosas, mi padre le había dicho que nunca llevara guerrilleros ni jueces ni soldados a la mesa donde nos sentábamos nosotros, pero mi mamá se asustó y los invitó a mi casa. Se asustó porque uno de los hombres puso la ametralladora en la nuca de mi hermanita y otro me apuntó a la cabeza. Seis de los hombres entraron a la casa y otros seis se quedaron vigilando. Tardaron una hora en comer y en llevarse todo lo que había. Después se fueron. Cuando se fueron, mi papá castigó a mi mamá y ella no pudo levantarse de la cama por más de tres días. Cuando se levantó, rengueaba. Siguió rengueando hasta el día que la mataron, a ella y a mi papá."

¿Cómo descifrar la historia que está narrando un niño de doce años? "Me acuerdo de las cosas como si no hubieran sucedido", dice Clemente Mosquera. "A veces me despierto y pienso que las cosas no sucedieron, que todo va a ser otra vez como fue antes". Tiene doce años pero cualquiera diría que aún no ha cumplido seis. Es frágil, oscuro, con unos grandes ojos inmóviles, huesos de pájaro y una cicatriz en forma de labio que le atraviesa la mejilla derecha, desde la oreja, que está partida en dos, hasta el extremo del mentón.

Llegó hace tres meses al barrio Nelson Mandela, situado junto a los basurales de Cartagena de Indias, en Colombia, y todavía no ha visto la ciudad. Le han contado que sobre las calles estrechas penden unos largos balcones colgantes, en los que crecen flores azules y anaranjadas, y que hay un cerco de murallas y fortalezas construido sobre el mar. Duerme en la casa de una costurera que vio morir a su mamá y que es casi tan miserable como él.

La historia de Clemente no difiere demasiado de las que sufren, desde hace dos años, más de un millón de campesinos en Colombia. Siempre los hechos suceden rítmicamente, de la misma manera. Un día cualquiera, ya entrada la mañana o a la caída de la tarde, una banda de guerrilleros irrumpe en el pueblo, captura a diez o doce rehenes y entra a las casas para que los aldeanos les den comida. Semanas después llegan escuadrones de paramilitares, reúnen a todos los habitantes en la plaza principal, y matan a seis o siete familias como escarmiento, "por haber sido cómplices de la guerrilla". Luego, conceden a los sobrevivientes un plazo de veinticuatro horas para abandonar sus casas.

A veces la tragedia es al revés: los paramilitares—los ejércitos armados por los dueños de haciendas para protegerse de las guerrillas—son los que llegan primero y las bandas de irregulares las que vienen después. Rara vez los adversarios combaten entre sí. Su campo de batalla es el cuerpo de los campesinos. Hay cientos de pueblos abandonados en el norte y en el centro de Colombia: aldeas enteras sin un alma a un lado y otro del río Magdalena, en el Chocó, en Córdoba, en Bolívar. Si alguien pregunta por esas historias más allá de las fronteras colombianas, nadie parece conocerlas. Suceden tan a menudo que ya nadie las ve. Son tan terribles—a veces más—que las de Bosnia, Ruanda o el Congo. Pero no hay quién las oiga. "El mundo es sordo", dice Amneris Santacruz, la costurera con la que vive Clemente. "El mundo ha sido siempre sordo y ciego para los que no tienen nada como nosotros. Ciego, sordo, injusto".

Desde el principio de los tiempos, desplazar a pueblos enteros fue una de las señales que confirmaban el poder de los grandes señores. Doscientos veinte años antes de Cristo, el emperador S'in She Huang-ti ordenó la construcción de la Gran Muralla en la frontera norte de China. Para satisfacer los reclamos de los ingenieros, setecientos mil trabajadores fueron trasladados desde sus aldeas, en el sur y en el oeste del imperio. La mitad de esos albañiles sucumbió bajo el látigo de los crueles capataces. Menos desmesurada que la voluntad del emperador, la muralla avanzó sólo seiscientos kilómetros en once años. El siglo que ahora termina ha sido aún más pródigo en esas calamidades. Ciudades enteras de Polonia, Moldavia, Hungría y Besarabia fueron vaciadas por los esbirros de Hitler para alimentar los campos de exterminio racial, entre 1941 y 1944. En 1975, un asesino -Pol Pot- tomó el poder en Cambodia e, invocando un difuso credo maoísta cuyo primer mandamiento era la supresión de la cultura urbana, ordenó el exterminio de los estudiantes, de los religiosos y de los alfabetizados, decretó el cierre de todas las escuelas y la eliminación de pagodas y monasterios. En menos de dos años, movilizó innumerables multitudes de un lado a otro del país y consiguió que en ese éxodo sin sentido perecieran dos millones de personas. A comienzos de 1994, decenas de poblaciones en Ruanda fueron abandonadas al compás de las guerras tribales entre hutus y tutsis. Los muertos suman allí millones, y la matanza todavía no ha terminado.

En todas esas historias delirantes, los desplazamientos de poblaciones tienen un sentido. Alguien ordena que la gente abandone sus casas por razones que nunca son equívocas: construir murallas, exterminar a enemigos de religión o de raza, afirmar el poder de un hombre o de unos pocos hombres. En Colombia no hay—o no parece haber—razón alguna: los pueblos se vacían y los hombres son exterminados por obra de lo que quizá sea un azar absoluto. ¿Hay azares absolutos? ¿Hay palos de ciego en los que el atroz peso de la historia cae sobre cualquiera, sin distinción de edades o de culpas? La vida de Clemente Mosquera parece confirmar que esas fatalidades son posibles, que suceden un absurdo día, sin aviso previo, como el rayo. En vísperas de la Semana Santa de 1996—vísperas también de la incursión de guerrilleros que iba a cambiar la vida de la familia Mosquera—, Clemente y su padre salieron a cazar iguanas en las selvas de Apartadó, a orillas del río Sinú, unos 60 kilómetros al este de la frontera con Panamá. No buscaban las iguanas sino los huevos, con los que las mujeres de la costa oriental del Caribe cocinan el plato más lujoso de la región. La escena es cruel. Las iguanas caen en las trampas y los cazadores les abren el vientre, arrancándoles los huevos de las entrañas y abandonándolas a su agonía, sin perder tiempo en rematarlas. Lo mismo pasa con los campesinos que se niegan a dejar sus casas. Los invasores los atan a los árboles y los dejan agonizando a solas, con el estómago abierto por lo que todos llaman "el corte de la iguana". Entre Semana Santa y octubre de 1996 llovió tanto que se desbordaron los ríos. El padre de Clemente oyó en alguna parte el rumor de que el gobierno iba a construir un canal interoceánico al sur de la frontera con Panamá: una enorme lengua de agua que iría desde el golfo de Urabá, siguiendo la línea del río Atrato, hasta el puerto de Juradó, en el Pacífico. Al poco tiempo, le confirmaron que el rumor era cierto. El presidente Ernesto Samper había anunciado que habría un canal, líneas férreas, oleoductos y nuevas centrales eléctricas. El precio de las tierras empezó a multiplicarse de un día para el otro. Los campesinos creían tener la prosperidad al alcance de las manos, pero no eran felices. Todos sentían la zozobra y la oscuridad o la luz, ¿cómo saberlo?, del día siguiente.

Clemente y su familia vivían en la calle mayor de Apartadó, a cien metros del coliseo deportivo. El padre había construido una casa de dos plantas, cercada por una galería de madera. En un campo situado al sur del pueblo, a medio kilómetro de camino, criaba treinta cabezas de ganado. La vida fluía siempre igual, como si no quisiera moverse. Hasta que un día, en julio, oyeron las remotas noticias de las matanzas.

Tres campesinos que llegaron desde La Bonga—una aldea panameña situada cerca del límite con Colombia—y otros cuatro que trabajaban en Riosucio, cien kilómetros al sur, les contaron que, tras la estela dejada por los guerrilleros, aparecían fatalmente los escuadrones de param ilitares. Traían machetes, fusiles y sierras eléctricas. Elegían a unos pocos hombres y mujeres y los paraban frente a un poste, en el centro del pueblo. Jamás se equivocaban en la elección: los hombres eran líderes campesinos, alcaldes, defensores de derechos humanos. Las mujeres eran madres prolíficas, enfermeras del dispensario, propietarias de almacenes. Todo sucedía en medio de un atroz silencio. El jefe de los paramilitares—¿o tal vez eran guerrilleros, o quizá el ejército?, diría mucho después Amneris Santacruz, la modista con la que vivía Clemente—leyó una proclama en la que anunciaba que el pueblo había sido sentenciado a muerte por "ayudar a los subversivos. Si todos los que viven aquí no abandonan sus casas en veinticuatro horas, van a sufrir el mismo castigo de las personas que hemos elegido para el escarmiento". De pronto se oyó la crepitación de las sierras eléctricas y el silbido de los machetes. Y la gente vio cómo los invasores mutilaban, con atroz precisión, las manos y los pies de los hombres parados junto al poste y cortaban los pechos de las mujeres.

El estrépito de las malas noticias horrorizó a la gente. Ciento veinte familias de Apartadó decidieron abandonar el pueblo a mediados de octubre y emigrar hacia las bocas del río Atrato, en el golfo de Urabá. A la madre de Clemente le contaron que había miles de personas viviendo en carpa sobre las riberas lodosas, sin alimentos ni alcaldes a los cuales quejarse. Casi todos contaban las mismas historias: las bandas de paracos—paramilitares— habían entrado en las aldeas y les habían dado plazos que oscilaban entre un día y tres para partir. "Necesitamos el lugar", era la única explicación que daban. "Al que se quede, le vamos a mochar la cabeza". Los mochacabezas—los cortadores de cabezas—era la palabra que tenía en vela a la madre de Clemente. "Vámonos también nosotros", le dijo al padre un día. "Vámonos a cualquier parte antes de que nos maten". Pero el padre consultó a una adivina y a través de ella supo—o quiso saber—que nada les pasaría, que los mochacabezas nunca se acercarían a Apartadó. También la alcaldesa del pueblo, Gloria Cuartas, les aconsejó que no se marcharan. "Es preferible morir defendiendo lo que es de uno que hacerle el juego a la violencia", dijo. Nada angustió tanto a la madre de Clemente como esa recomendación de heroísmo. Cuando los paramilitares llegaron, poco antes de la Navidad de 1996, decenas de pueblos ya habían sido abandonados por completo: El Salado, Turbo, Tipaná. Muchos de ellos estaban situados sobre la línea imaginaria del futuro canal interoceánico y otros a orillas del golfo de Urabá. La invasión sucedió una tarde sin lluvia, y nadie vio acercarse a los hombres. Todo fue veloz, inverosímil, terrible.

Clemente no recuerda casi nada de lo que sucedió esa tarde. Recuerda que lo dejaron tendido en la galería de su casa, con un machetazo que le atravesaba la mejilla derecha, y que sus padres y sus hermanos mayores estaban salvajemente mutilados, cerca de un poste, en el centro del pueblo. Recuerda también—pero todavía no sabe si fue un recuerdo o un sueño—que la madre aún estaba viva y que, cuando corrió a abrazarla, el cuerpo se le desmembró entre las manos y un relámpago de sangre lo bañó por completo. Clemente se unió a una caravana de lanchones que remontó los lodos del río Sinú y avanzó hacia la ciudad de Montería en un viaje de tres jornadas interminables. Le dieron una ración de agua y dos bananas. Bebió y comió su magro alimento el primer día, de una sola vez, para que no se lo robaran al quedar dormido.

Nadie sabe cuántas familias sin casa vagan por los caminos de Colombia o acampan a la entrada de las grandes ciudades. El gobierno cree que son, en total, novecientas mil almas. La oficina de consulta para los Derechos Humanos y el Desplazamiento—una institución oficial— eleva la cifra a poco menos de un millón. "Más de 36 mil hogares en Colombia fueron vaciados por la violencia entre diciembre de 1995 y diciembre de 1996", dice el informe anual de la oficina. "En ese lapso, las afectadas fueron alrededor de 181 mil personas".

Las estadísticas excluyen, sin embargo, a los que fueron cobijados por parientes cercanos o a los que se asentaron en una casa o en un trabajo poco después de llegar a destino. Un millón, entonces, es una cifra demasiado avara. Hay que pensar en trescientos mil más, o cuatrocientos. El azar absoluto rige sus vidas. No saben quién es el enemigo, por qué los expulsan de sus tierras ni tampoco adónde van. Se mueven a ciegas, como hordas nómades, en dirección hacia ninguna parte. Si oyen o ven una señal de amparo, allí se quedan. Buscan signos, apoyos, en un país donde el piso nunca está quieto y donde se oyen, cada mañana, los fuertes vientos del odio.

El odio se lee a menudo en los periódicos de Colombia. Dos de los columnistas más famosos del país intercambiaron, en mayo, algunos epítetos de tono subido. Se llamaron el uno al otro "mezquino, racista, criminal, maloliente, venal". Esos insultos—inimaginables en la prensa de cualquier otro país latinoamericano—son sin embargo frecuentes en los diarios y revistas de Bogotá.

Cualquiera que haya estado antes en Colombia sentirá que el país está ahora despedazado, como si él también hubiera sido víctima de los mochacabezas. Se tiene la sensación de que hay todavía historia, pero ya no hay Estado. El gobierno es frágil y casi nadie lo quiere, pero lo peor que podría pasar es que el gobierno caiga. El desamparo moral—que es ya demasiado grande—se volvería entonces intolerable.

En esa atmósfera, ¿quién podría pensar en los desplazados? Están en todas partes y pocos quieren verlos. La revista Cambio 16 les dedicó una portada a mediados de mayo [1997] con un título que resume la tragedia: "Nuestra Ruanda". Un recuadro de la revista explica que los esfuerzos del gobierno por acudir en su ayuda resultan ínfimos en relación con el problema monstruoso. Las tasas de mortalidad son sesenta veces más altas en esa oscura estela de vagabundos que en las capas más pobres de la población estable. Cuando alguien quiere hablar de ellos, la gente vuelve la cara. Suponen que es una historia demasiado ajena, demasiado vieja, y se asombran de que los extranjeros no hayan oído hablar de ella.

Las casas donde se refugian son todas insalubres y precarias: a veces enormes coliseos deportivos sin baño, servicios eléctricos ni agua potable, donde las hileras de colchones dejan apenas espacio para caminar, como en un campo de concentración herido por miles de goteras. Las del barrio Nelson Mandela, junto a los basurales de Cartagena de Indias, están hechas de tablones viejos, bolsas de basura y desechos de plástico. No hay baños, por supuesto, y los niños juegan entre los excrementos y las oleadas de cuervos.

Clemente Mosquera se considera afortunado, y en cierto modo lo es. Durante tres días anduvo como alma en pena por los alrededores de Montería hasta que un camionero lo transportó a Ciénaga de Oro, a Corozal y a Turbaco, donde cargaba cajones de Coca Cola por un plátano diario. En Turbaco, por fin, se encontró con Amneris Santacruz, la modista de Apartadó, que cortaba blusas para su madre y que acababa de perder su máquina de coser en una casa de empeños. Ambos llegaron caminando al barrio Nelson Mandela—en verdad, no hay otro modo de llegar: los camiones no se aventuran hasta allí y la ruta queda demasiado lejos—: los primeros días se ofrecían de puerta en puerta para acarrear agua; después, Amneris empezó a remendar ropas ajenas y Clemente a pegar carteles para un candidato a concejal de Cartagena de Indias.

A veces comen, a veces no. A veces oyen noticias terribles de los mochacabezas, que siguen despejando las tierras donde se construirá algún día el canal interoceánico: matanzas o mutilaciones de cientos de personas en Ciénaga La Honda, en el río Cacarica, en el cerro El Cuchillo. O se enteran de crueldades aún peores que han sucedido lejos, en Pasto cerca de la frontera con Ecuador o al oeste, en el valle del Cauca. Con tanta muerte alrededor, sienten cada mañana la felicidad de seguir vivos. "Ya no somos gente, no somos nada", dice Amneris. "Pero siquiera Dios nos ha dado la gracia de seguir respirando".

Más fatalista que su protectora, Clemente resume en una frase terrible el azar absoluto al que están sometidos más de un millón de colombianos nómades: "Todos tenemos que morir, tarde o temprano. Si se muere temprano, se sufre menos".

Tierras de nadie

A mediados de mayo de 1997 conocí a Clemente Mosquera en un barrio precario de Cartagena de Indias, donde se había refugiado después que una patrulla militar mutiló y asesinó a toda su familia en la calle mayor de Apartadó, cerca de la frontera con Panamá. Recuerdo muy bien a Clemente: era frágil y menudo como un pájaro, el pelo oscuro y salvaje, la mirada huidiza, y una cicatriz enorme en la mejilla, abierta por el mismo machete que había segado la vida de sus padres. Estaba a punto de cumplir trece años, pero parecía de seis. Durante la media hora que duró nuestro encuentro en el dispensario del barrio donde vivía, al lado de un basural, Clemente estaba siempre apurado por marcharse. No tenía nada qué hacer ni adónde ir, pero los largos meses de continua fuga lo habían acostumbrado a no quedarse quieto. "Todos tenemos que morir tarde o temprano", me dijo aquel día. "Morir temprano es mejor. Se sufre menos".

Hace un par de semanas recibí, casi al mismo tiempo, la noticia de la muerte de Clemente Mosquera y un ejemplar de Las guerras en Colombia, el extraordinario libro en el que la periodista Alma Guillermoprieto reúne los tres artículos que escribió para The New York Review of Books entre abril y mayo del 2000. El libro me permitió entender mejor la interminable violencia que azota a Colombia desde hace medio siglo y, de paso, descubrir una razón para el precoz final de Clemente, que murió en las montañas próximas a Bucaramanga, al nordeste del país. Al parecer, cayó con el fusil en la mano durante una de las cotidianas escaramuzas entre el ejército regular y un pelotón de las FARC o Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que lo habían reclutado dos años antes.

Una carta del matrimonio Mendoza, en cuya casa de Cartagena se refugió Clemente al huir de Apartadó, resume la odisea de los incontables niños colombianos que andan a la deriva por el país incierto. Isabel de Mendoza escribe que, entre febrero y marzo de 1998, cuando le pareció que la situación se había calmado y que ya nadie tenía memoria de los estropicios causados en su pueblo natal, Clemente Mosquera intentó regresar en busca de un tío que había sobrevivido a la matanza y que estaba escondido en la ciudad de Montería. Quería que lo ayudara a reconstruir la casa de dos plantas levantada por su padre en la calle mayor, cerca del coliseo deportivo, y a recuperar el hato donde la familia había criado cerdos y vacas durante dos o tres generaciones. A los trece años, Clemente creía que la vida es una sucesión de fatalidades interrumpidas sólo por la voluntad de perdurar. "Las personas somos tan sólo hojas al viento, que Dios mueve según su santa voluntad", escribió Isabel de Mendoza. "Clemente suponía que las hojas pueden moverse solas cuando no hay viento. Dios le mostró que no es así". Clemente intentó salir de Cartagena de Indias por el mismo camino que lo había llevado. Se unió a una caravana de lanchones y descendió hacia Montería por los lodos del río Sinú, en un viaje de tres jornadas interminables. Comió dos bananas y tomó dos dedos de agua. Al amanecer del cuarto día, cuando los viajeros avistaron a lo lejos las torres de la catedral, los atacó una avanzada de la guerrilla. Las cartas que Clemente envió a la familia Mendoza un año después del asalto nunca explicaron cuál fue el destino de los que iban con él. Con un lenguaje escueto, laborioso, difícil de descifrar, Clemente sólo contó que los oficiales atacantes le ofrecieron adiestrarlo en el uso de las armas y pagarle un salario quincenal si se les unía. "Les dije que sí. Ya estoy en edad de ganar algún dinero", escribió.

Aunque la costumbre de reclutar adolescentes y niños es casi tan antigua como la guerra de medio siglo que lleva Colombia, sólo en el año 2000 se convirtió en un hecho público. Alma Guillermoprieto refiere en su libro que Manuel Marulanda o Tirofijo, el jefe de las FARC, se negó siempre a reducir la edad de la leva de guerrilleros: "Nosotros tenemos una norma que nos exige reclutar sólo de quince años en adelante", dijo. Pero nunca fue así. También el ejército y los paramilitares levantan niños de los campos cada vez más despoblados: en las tropas de avanzada, la edad promedio de los combatientes es de catorce años.

Clemente Mosquera dijo que se había incorporado como voluntario. Quién sabe si esa es la verdad. Según Alma Guillermoprieto, casi todos los niños fugitivos de la guerrilla cuentan que ingresaron a ella como parte de pago por los impuestos que su familia no pudo pagar—los pesadísimos gravámenes a los cultivos de coca o a las cosechas de maíz—, o bajo la amenaza de que sus padres serán castigados. "Parece lógico reclutar a los más jóvenes", se lee en el libro de Alma Guillermoprieto. "Son maleables y lo bastante fuertes como para sobrevivir a las incontables exigencias físicas de la campaña".

En agosto del 2000, fecha de su última carta a los Mendoza, Clemente Mosquera era un experto tirador de ametralladoras AK 47—tardaba menos de tres minutos en desmontarlas y limpiarlas—y de rifles de asalto Galil. Vivía "en sociedad" con Nora, una chica de trece años, y su única infelicidad era no tener hijos, porque el reglamento de las FARC, que no reprime ni vigila las relaciones sexuales entre los combatientes, es en cambio intolerante con las parejas demasiado estables y con los lazos de familia demasiado sólidos. En la primera revisión médica, se les coloca a las adolescentes un dispositivo intrauterino obligatorio. "Tal vez algún día, cuando termine tanta injusticia como la que hay en Colombia", escribió Clemente, "Nora y yo podamos regresar a Apartadó y tener allá la familia que nunca tuvimos". Tal vez, algún día, son expresiones que en la Colombia de estos tiempos equivalen a nunca.

A través de la versión de un guerrillero desertor que volvió al barrio Nelson Mandela, la familia Mendoza pudo reconstruir en parte los pasos de Clemente durante los últimos dos años, desde la leva forzosa cerca de Montería hasta su muerte en combate. Fue entrenado en las selvas de la zona de despeje durante más de seis meses, enfermó de malaria y sobrevivió gracias a los cuidados de Nora, en uno de esos dispensarios de fin de mundo que están junto a las destilerías de cocaína; combatió contra los paramilitares de Carlos Castaño en los infiernos de Putumayo y contra el ejército regular en los bañados de Caquetá. Mató a diez hombres, fue herido en una pierna. Nunca recibió la paga que le habían prometido.

A fines de noviembre, lo incorporaron a un batallón de élite que comenzó a hostigar al ejército cerca de las montañas de Bucaramanga. Clemente dirigía un pelotón de doce guerrilleros, todos menores que él, niños de entre doce y trece años. Las versiones sobre su final son confusas: Isabel de Mendoza dice que su patrulla cayó en una emboscada tendida por el grupo Autodefensas de Castaño, la víspera de Navidad. Otros vecinos del barrio Nelson Mandela suponen que Clemente sucumbió en una de las más cruentas batallas de las FARC contra el ejército, al oeste de Bucaramanga.

Nadie sabe cómo hacer para que cese en Colombia una violencia que lleva más de medio siglo. Hay cinco o seis facciones en pugna, y la entrada de los norteamericanos en la pelea, con el pretexto de la lucha contra los traficantes de cocaína, agregará una leña más a tanto fuego. Como escribe con sensatez Alma Guillermoprieto, el principal escollo para la paz es que nunca hay dos bandos, y cada vez que uno de ellos busca negociar una tregua, los otros se oponen o exigen soluciones imposibles. Tampoco nadie sabe ya por qué o contra quién pelea. Clemente Mosquera fue una hoja al viento llena de preguntas y se acaba de morir sin ninguna respuesta.

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