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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.24 Bogotá maio(ago. 2006

 

VOCES EN EL "TALLER DE LA MEMORIA"

VOICES IN THE "MEMORY WORKSHOP"

Arturo Alape

Escritor, cronista y pintor. Autor de obras como El Bogotazo: memorias del olvido, Valoración múltiple sobre Tomás Carrasquilla, Sangre Ajena, El cadáver insepulto, entre otras.


Resumen

El autor explica el proceso vivido en jóvenes y pobladores de Ciudad Bolívar, una de las zonas más pobres de Bogotá, durante el desarrollo de su investigación recogida en el texto Ciudad Bolívar: la hoguera de las ilusiones. A través de la escucha y la interlocución, del despliegue de las historias personales de los jóvenes entrelazadas con los contextos sociales, y la experiencia del Taller de la Memoria, el autor logra acercarse a los imaginarios de jóvenes de barrios populares y su visión de la ciudad.

Palabras clave

Jóvenes, Imaginarios, Memoria, Ciudad Bolívar.

Abstract

In the present article, the author describes the process lived by young inhabitants of Ciudad Bolívar—one of Bogotá's poorest areas—throughout the research that served as base for the book Ciudad Bolívar: la hoguera de las ilusiones. By means of hearing and dialoguing, as well as by presenting these young people's stories tangled with their social contexts, and their experience with the "Memory Workshop", the author approaches the imaginaries of youngsters from popular neighborhoods and their vision of the city.

Keywords

Young people, Imaginaries, Memory, Ciudad Bolívar.


La inclinación hacia lo histórico siempre ha ejercido una profunda influencia en mi trabajo narrativo y en mis pesquisas periodísticas. Por lo tanto, con el acercamiento a la comunidad de Ciudad Bolívar retomo mi preocupación por la problemática de la ciudad. En la universidad, en mis clases de periodismo, nos hacemos muchas preguntas sobre qué es la ciudad—una ciudad como Bogotá de 6 o 7 millones de habitantes—, si realmente se tiene un conocimiento parcial de esa ciudad, cómo se piensa esa ciudad, cómo se camina, cómo la hemos vivido, cuáles son nuestros itinerarios diarios, cómo es la relación con los vecinos y la percepción que tenemos de ciudad como espacios de encuentros y desencuentros. Pensar la ciudad como la posibilidad de estructuración de un gran relato urbano: como la ciudad capital donde confluye el país, Bogotá es el país configurado a retazos culturales, regionales, colores, gestualidades y voces. Estas reflexiones conducen a plantearme un trabajo

Escritor, cronista y pintor. Autor de obras como El Bogotazo: memorias del olvido, Valoración múltiple sobre Tomás Carrasquilla, Sangre Ajena, El cadáver insepulto, entre otras.

experimental, a indagar desde la literatura en una localidad muy pobre en Bogotá—Ciudad Bolívar—y a hacerlo con la idea de escribir un libro sobre jóvenes. El tema de los jóvenes se había vuelto moda influyente en las ciencias humanas en algunas ciudades, especialmente Medellín y Cali: en los años 80 y 90 apareció la figura prominente del sicario y daba la impresión que el mundo de la realización humana de los jóvenes entre los 12 y los 15 años era volverse sicario, asesino a sueldo para ganar grandes sumas de dinero, vivir de marca y escuchar su música, morir en su ley a los 17 y dejar un techo como herencia a la madre.

Quiero reflexionar sobre esta experiencia de investigación social y diversas escrituras porque hace parte de mi posterior trabajo narrativo. Ciudad Bolívar es una ciudadela parecida a las favelas de Río de Janeiro; medio millón de habitantes con la particularidad de ser hoy el epicentro de la miseria en Bogotá y el espejismo de la tierra prometida para muchos desplazados, que culmina con la ilusión de tener casa propia construida con todo tipo de material en medio de un paisaje desolado de inmensas piedras. Ese conglomerado humano tiene la particularidad de ser una población eminentemente mayoritaria de niños y jóvenes de 12 a 18 años y, una población adulta, los padres de familia que llegaron a esa zona huyendo de la violencia o arribaron a Bogotá con el sueño de la realización humana bajo el acicate del peso de la exigua economía casera. En la localidad se produce un enfrentamiento de dos memorias: la memoria de la transhumancia de adultos que expresa un imaginario campesino: la tierra en la lejanía, frustración por los sueños perdidos, y en su mirada una reciente mezcla explosiva urbana; por el otro lado, miles de niños que crecen y viven su experiencia de niñez en el contexto de una ciudad que no les pertenece porque físicamente son excluidos, ya que son mirados como sospechosos y advenedizos. Los adultos conviven con la memoria que trajina geografías: la imagen del perseguido en un viaje interminable, luego el choque cultural de llegar y adaptarse asumiendo la visión del mundo que expresa los límites de otras necesidades humanas impuestas por la ley del consumo y por actitudes dominantes del dinero fácil que ellos tratan de conseguir, como dóciles criaturas.

En los noventa, durante cinco años, los medios de comunicación, radio, prensa y televisión, aseguraban en sus informes—por supuesto sin ninguna profunda investigación—que Ciudad Bolívar era la zona más peligrosa de Bogotá, que si ibas de visitante te asaltaban, te mataban, te enterraban, te secuestraban, en fin no te dejaban hueso bueno. Con ojos escrutadores de escritor, entro a la zona para hacer la experiencia de escribir relatos o historia de vida que desde el punto de vista teórico había trabajado en la universidad con mis estudiantes. Quería construir estos relatos de vida no sólo desde lo periodístico, sociológico o antropológico sino desde de la literatura. Me carcomía la necesidad de conocer a profundidad esa parte de la otra ciudad, la ciudadela oculta para la inmensa mayoría de los habitantes de Bogotá. La otra ciudad también desconocida para mis huellas. Entro a la localidad acompañado de personas que trabajan especialmente con jóvenes agrupados en organizaciones no gubernamentales. Entre el tiempo de la iniciación de la investigación y la culminación del texto, invierto cerca de 3 años. Quiero subrayar algunos momentos de esta experiencia, importante como escritura y la posibilidad real de entablar con el otro una larga y profunda conversación. Cuando llego a la zona, de inmediato siento el rechazo de alguien que está excluido por la ciudad, alguien que por su misma condición social es mirado como transeúnte y sospechoso, absolutamente excluido de ciertos espacios urbanos. El excluido socialmente también excluye al otro que llega, la exclusión se vuelve también una manera de ser socialmente para enmascarar la necesidad de sobrevivir. Me encuentro con jóvenes terriblemente agresivos para quienes somos forasteros y llegamos de otros desconocidos territorios urbanos. Son mentalidades cerradas, digamos que actitudes brindadas contra el virus del visitante. A medida que voy conociendo a un grupo de jóvenes, me doy cuenta que era inoficioso escribir sobre estos, porque comencé por aprender la piedra lección: para escribir sobre ellos, debía aprender a hablar con ellos, conocer sus gestualidades y, además, escuchar y descifrar su lenguaje, y eso requería de un proceso lento de observación y aprendizaje.

En el grupo de jóvenes que voy conociendo, hay sicarios, estudiantes, desocupados, niñas de 12 a 15 años con un aborto sobre la vida, guerrilleros urbanos y posiblemente integrantes de grupos de limpieza social. En la zona confluye el país político, el conflicto armado, la dramática situación social y económica: amalgama humana de regiones. Pasa el tiempo y voy aprendiendo con mucha sutileza cómo conversar con ellos, dejando a un lado la desconfianza mutua, el temor a lo desconocido, aprendiendo a escuchar el sonido de la voz del otro. Un día asisto a una reunión muy interesante, concurren cerca de 300 jóvenes. La citación corre a cargo de una organización no gubernamental; su objetivo, escuchar las diversas propuestas de trabajo de quienes hemos llegado recientemente a la zona. Los muchachos están ávidos por escucharnos: la sala está repleta. Un cineasta de la televisión que trabajaba para el viceministro de la Juventud, hizo un discurso por cierto corto y muy significativo que a mí me enseñó muchísimo. Él dijo lo siguiente: señores yo vengo a realizar un documental para la televisión sobre los jóvenes de Ciudad Bolívar. El documental será muy importante para ustedes los jóvenes de esta localidad, pues será una oportunidad para que el país conozca su problemática. Quiero, a través del documental, adentrarme en sus vidas, en sus necesidades, en sus sueños. Al final de su improvisación, hizo un premeditado silencio a la espera de un largo aplauso, luego sacó a flote la logística que necesitaba para realizar el documental. Dijo en tono muy convincente: necesito que ustedes me consigan cuatro jóvenes sicarios, tres prostitutas de 12 a 15 años, dos ladrones de apartamentos y, además, que ustedes mismos determinen cuántos muchachos pueden ayudarme a cargar la cámara. Mientras escuchaba al hombre de la televisión, miraba los ojos de los muchachos y esa tarde percibí el profundo odio que había en esas cientos de miradas, que le estaban diciendo al personaje televisivo que simplemente era un hijo de puta. La pobreza no se puede manosear, la pobreza no se puede manipular. Cuando me tocó el turno de intervención, me preguntaron: ¿Qué quiere de nosotros? ¿Por qué usted viene a Ciudad Bolívar? Con cierta timidez dije, soy un escritor que he publicado 15 libros, quiero simplemente escribir un libro sobre los jóvenes de Ciudad Bolívar, no sé si lo pueda escribir, si ustedes están interesados. Un silencio de incredulidad se apoderó de la sala: me estaban diciendo que no eran ratones de laboratorio.

En esa reunión aprendí que debía realizar un proceso distinto de acercamiento a los jóvenes, que debía usar un método poco usual en el país: aprender a escuchar al otro, conocer su voz y a través de su voz conocer sus pensamientos, sus instancias íntimas, su manera de actuar. El origen y razones desde el punto de vista sociológico del conflicto armado colombiano, en su raíz histórica lo define la relación con el desconocimiento hacia la existencia del otro. El otro es alguien que camina con figura prestada, un hombre invisible que no piensa: ese hombre invisible que sólo sirve para darle una patada en el culo. ¿Por qué debe escucharlo y visualizarlo? ¿Por qué debe escuchar a un hombre que no piensa? Y si no piensa es porque no existe y si existe es para borrarlo de la faz de la tierra: se precisa un disparo sobre la frente.

Es el comportamiento que se ha socializado muchísimo y hace parte de la mentalidad que ha desarrollado en el ejercicio de la violencia en todas sus características: oficial, guerrillera, paramilitar. Ejercicio autoritario del poder político, de las clases políticas, de los diversos actores armados. El otro existe para matarlo o secuestrarlo, el otro no existe para escuchar de él lo que piensa. Somos un país de autistas armados hasta los dientes, con mentalidad que piensa que el mundo gira alrededor de nuestros pies, y sólo debemos escuchar en nuestra perturbada soledad el hermoso sonido de nuestras palabras. Duré 4 meses en compañía de diversos grupos de muchachos. Comencé a identificar en ellos un elemento que me pareció era decisivo, conmigo siempre hablaban de la siguiente manera: la gente de Bogotá no nos comprende; nosotros queremos que nos entiendan, porque somos jóvenes con los mismos conflictos que tienen los jóvenes en el país: tenemos problemas familiares, problemas educativos, vivimos entre todo tipo de violencia y drogadicción, somos de origen muy humilde, pero somos jóvenes. Es decir, que en ellos existía la profunda necesidad de que los reconocieran en su condición de ser jóvenes. Ya era un indicio para hablar con ellos, para que me abrieran las puertas de su intimidad memoriosa y de sus emociones recónditas.

Pero también encontré a otros jóvenes que querían utilizarme como puente para conseguir cosas materiales.

Alguien que llega a un sitio de pobreza, se encuentra con personas con mentalidades mendicantes y menesterosas: el que viene de afuera con una cámara fotográfica es un hombre rico y, por lo tanto, puede y debe hacerme favores, resolver de pronto nuestra pobreza. Incluso, cuento una historia, un muchacho un día me dijo: mire señor escritor, yo tengo la historia más escabrosa: hago el amor con mi mamá, también con mi hermana, me gusta mi tía, he matado como a cuatro…Al final me dijo, ¿cuánto me paga para terminar de contarle mi historia para que usted la escriba? Con el aprendizaje diario, fui quitando de camino lo que podríamos llamar los obstáculos humanos, psicológicos, ideológicos e históricos para poder establecer con ellos una conversación de larga duración, que en últimas es la que puede consolidar un relato o una historia de vida. Y tres meses después de esta extenuante confrontación verbal con esa dura cotidianidad, a mí se me ocurrió una idea que al final se volvió como una especie de trueque con ellos: yo les doy, les aporto conocimientos y ustedes me cuentan historias, claro que voluntariamente. Pasaban los meses, no había escrito nada y ninguna institución me estaba pagando; la investigación corría a cargo de plata de mi propio bolsillo, financiaba la ansiedad de escritor.

Iba a la zona cada sábado, toda la tarde y regresaba a casa en la noche. Ciudad Bolívar es una localidad de 250 barrios, que crece porque cada día hay nuevos barrios de invasión: medio millón de habitantes, es decir, una ciudad intermedia. Un día le puse nombre al trueque verbal con los muchachos, lo bauticé: El Taller de la Memoria. Yo les dije en tono muy emocionado: hagamos un Taller de la Memoria y preguntaron, ¿qué es eso? Les dije que íbamos a crear un espacio de discusión en el cual ellos pudieran expresar abiertamente lo que pensaban del mundo que los rodeaba. Yo simplemente les facilitaría unos textos para discutir y, así, abrir la discusión colectiva. Ellos responden, qué vamos a ganar nosotros, yo les digo, van a ganar la posibilidad de hablar y discutir sobre la problemática de ustedes como jóvenes, ¿Y usted qué va a ganar? Yo les respondí, la posibilidad de escucharlos, quizá escribir un libro sobre ustedes. Se rieron con sorna y el escepticismo se reflejó en sus rostros.

Convoqué a una reunión y les dije, el plan es el siguiente: durante 6 meses vamos a reunirnos, leeremos y discutiremos una serie de textos, ustedes discutirán sobre sus problemas. Ese día asistieron 35 muchachos, en el grupo había una chica que había estudiado sociología en la universidad. El resto había terminado la primaria y otros ni siquiera habían alcanzado el bachillerato. También asistieron ese día algunas jóvenes madres comunitarias y profesores de escuela primaria, era un grupo de gente joven. Fluctuaban entre 13 y 17 años y los adultos apenas pasaban de los 20 años. Yo les propuse la metodología: leeremos en grupo varios libros, cito los títulos: Biografía de cimarrón de Miguel Barnet, bello texto en el cual un negro cubano de 104 años cuenta la historia desconocida de los esclavos cimarrones durante las luchas de independencia; un según libro, Juan Pérez Jolote, de Ricardo Pozas A, la historia de un indígena que va a estudiar antropología a ciudad de México y regresa a su comunidad, luego escribe sobre comunidad; Antropología de la Pobreza, de Oscar Lewis, texto fundador, profundo acercamiento a ese puente humano entre lo rural y lo urbano; No nacimos pa´semilla, de Alonso Salazar, lacerante libro que a través de relatos testimoniales, nos descubre el mundo de los jóvenes sicarios bajo las órdenes del Cartel de Medellín, y agregué otras lecturas adicionales.

Yo les dije, vamos a organizar grupos que deben leer los libros, lectura referida a diversos temas sobre los jóvenes en Ciudad Bolívar: historia de la comunidad, historia del barrio, historia de la familia, los sueños como realización humana, los sueños cotidianos convertidos en pesadillas por la continuidad, significado, y valor de los sitios de reunión, como por ejemplo la cuadra o la esquina; relaciones entre jóvenes, relación con la policía y el ejército, relación con la guerrilla; su visión de la ciudad y del país; todo un eje problemático implícito en sus propias vivencias. Además, flotaba en el ambiente una pregunta terriblemente provocadora: ¿Los jóvenes de Ciudad Bolívar son, por naturaleza, violentos, pisto locos, sicarios? Los medios de comunicación habían dictado cátedra escrita, visual y verbal, durante cinco años comparando a los jóvenes de esta zona con los jóvenes de las Comunas de Medellín. Y claro, una conclusión al aire: si viven en las mismas condiciones infrahumanas como los jóvenes de las Comunas de Medellín, por lógica deben pensar lo mismo y por lo tanto deben actuar siempre con un revólver en la mano o una patecabra al cinto. El Taller de la Memoria era el comienzo de una loca experiencia pedagógica, contradictoria en su esencia por la desigualdad en los conocimientos y formación o deformación de los asistentes. Pero la esencia misma de la propuesta se basaba en la pedagogía de la provocación: la discusión sobre sus vidas sería, ante todo, un espacio de reflexión que los ayudaría a conocer las fibras de su propia identidad. Escogimos los grupos lectores, se suponía que leerían y hablarían de los textos, además la lectura los incitaría a profundizar en su razón de ser social. Hice fotocopias, y todos entusiasmados de verdad comenzaron a leer. La propuesta había calado: en el grupo se detectaba cierto febril nerviosismo, como si se estuvieran metiendo las manos dentro de sus cuerpos. Estaban tocados y provocados. Hermosas tardes de lecturas, exposiciones comparativas y discusiones sobre los textos propuestos. Cada sesión era un hallazgo porque cada quien se documentaba no sólo desde su propia experiencia sino desde la experiencia de la comunidad. Se conjugaba lo propio con el entorno, se rescataba y se asumía la historia de los padres como memoria de transición y memoria contemporánea. La idea del libro salía a flote. Entonces, una tarde aparecieron Los Testigos y el libro comenzó a escribirse.

El tema propuesto era la historia de los barrios, una visión de la comunidad. Había mucha expectativa en la salacuando de pronto, el grupo que le tocaba hablar sobre los barrios, llevó a un viejo curtido en su rostro, vivaz en los ademanes y gestos, de una seguridad imperturbable. Los muchachos que debían exponer lo leído, dijeron: nosotros no hablaremos sino que él lo hará en nombre de nosotros, don Guillermo aquí presente, porque él es nuestra memoria en estas lomas. Don Guillermo contó o narró en forma maravillosa, su experiencia de cinco o siete barrios que él había invadido, de cómo esos barrios comenzaron a fundarse cuando se les bautizó con el nombre escogido por la mayoría de los habitantes; de cómo se habían construido, de cómo había sido la primera noche de una familia cuando llegaba con sus cosas y armaba una casa de cartón o de tela asfáltica, dormía y soñaba por primera vez en habitación propia; noche de fundación y regocijo familiar; de cómo los habitantes para poder llegar al terreno que habían comprado, cambiado por un electrodoméstico o invadido a la fuerza, debían pasar por retenes establecidos por la policía y, a su vez, cómo ellos debían pagar los impuestos a la policía para pasar legalmente sus enseres; en fin, todo ese proceso social y humano que consiste en construir una vivienda propia, en una zona geográfica asentada en inmensas rocas. Hoy en día, son barrios con vías de comunicación, con agua y luz. Don Guillermo había narrado en dos o tres sesiones, una historia de vida de muchos años cuando el tiempo detiene su ritmo endemoniado para abrir cause a la reflexión de naturaleza vital. Don Guillermo se convirtió en algo definitivo para la escritura posterior del libro: la figura del testigo histórico que hablaba a través de la experiencia vivida y convertida en memoria social, memoria de la comunidad. Don Guillermo nos hizo sentir que estábamos en presencia de un hombre que no se arrugaba ante su voz, por el contrario, cuando hablaba en su mirada no había vacilación alguna: expresaba decisiones. En la exposición de los temas posteriores, los muchachos se apropiaron de nuevos Testigos que hablaban en nombre de ellos. No era una apropiación en el sentido mecánico y brutal de la apropiación e imposición de la experiencia ajena. Tampoco que ellos hubieran adquirido de pronto el virus de la mudez. La palabra no se había ahogado en el río de la memoria. Por el contrario, para ellos la presencia de El Testigo fundamentaba y permitía que la huella de uno y de todos quedara como huella definitiva en quienes escuchábamos atentos esa narración convertida en puente-humano de la memoria.

Entonces El Testigo se volvió figura fundamental en el transcurrir del Taller de la Memoria: su voz y gestualidad creaban como recuerdos ámbitos de profundidad de lo que había sido la experiencia social en lo individual y en lo colectivo. La confluencia de muchas voces, escenificada en la voz única y auténtica de El Testigo, quien asumía y representaba las otras voces que yacían en el silencio impuesto por la fuerza del olvido. Por ejemplo, las madres comunitarias eran tres y llevaron al Taller otras cinco y cada una durante una semana fue contando la historia de cómo el jardín infantil fue creándose en su barrio, en su cuadra.

Su origen: una madre con cinco hijos de diversas edades, mientras va a trabajar los deja encerrados durante el día, en un cuarto cubierto por tela asfáltica, espacio de dos metros por tres, entre camas y una estufa de gasolina. Muchos niños habían muerto incinerados en incendios provocados accidentalmente en aquellos cuartos miserables, con candado en las puertas para que los niños no salieran a jugar al aire libre. Otra mujer madre con cinco hijos, le propone a las otras madres-padres: yo les cuido los hijos a ustedes. Ellas le pagan algún pequeño valor y después ese patio o casa con 15 o 20 niños se vuelve un jardín infantil a la fuerza. Y esta mujer se transforma a la fuerza en una madre comunitaria que por oficio cuida niños ajenos y, posteriormente, podrá asistir a pequeños cursos de pedagogía infantil, dictados por profesionales pagados miserablemente por el Estado. El Taller de la Memoria tuvo un desarrollo pleno, la gente leía los textos y llevaba sus propios testigos, la discusión se encendía a plenitud: la palabra provocaba comentarios encontrados, el tono verbal se acaloraba, al final la historia narrada unía ánimos y reflexión. Se fue creando un espacio propicio: los muchachos hablaban de su vida personal sin tapujos, ni rencores, ni odios o frustraciones frente a 30 o 40 personas; hablaban porque todo el mundo los escuchaba con respeto; hablaban sin temor de las historias vividas: hablaban de robos o acciones criminales como asesinatos, problemas familiares, adicción a la droga, de su participación en la guerrilla. El olvido de la historia personal había quedado anclado en los límites de un río lejano. El espacio del Taller de la Memoria se volvió un espacio de complicidad, quienes escuchábamos nos convertimos en cómplices, nadie asumía el papel de policía ni de juez ni siquiera de periodista. Comenzó a crearse en el inconsciente del grupo, la idea o la conclusión de que las historias que se estaban escuchando en ese ámbito de respeto y complicidad, serían incluidas posteriormente en el libro. La idea de escribir el libro era ya una necesidad suprema en todos los asistentes, se volvió una obligación que debía cumplirse.

Claro que sería el libro de ellos, escrito por alguien muy atento que estaba escuchando sus historias. En el quinto o sexto mes de reuniones semanales, aparecieron las historias de los jóvenes y continuaron con el mismo proceso: sus Testigos escogidos. Fue cuando sentí en lo más hondo de mi ser que el libro se escribiría por fin. Habíamos logrado trabajar a unos niveles de reflexión colectiva extraordinarios, porque en el contexto de tantas historias narradas aparecía la conjugación de lo íntimo personal con los sueños posibles de realizar. Aparecía en las narraciones, por ejemplo, la hermosa, contradictoria y dramática relación de familia, encierro en un pequeño espacio de 2x3 m donde vivían cinco, seis o siete personas hacinadas en construcciones de cemento, adobe o tela asfáltica. Y en ese espacio asfixiante, vislumbrar o detectar cómo puede desarrollarse la convivencia de lo cotidiano familiar; cómo los padres hacen el amor, mientras los hijos duermen o hacen que duermen; y aparece el morbo inocente de lo erótico entre hermanos y hermanas; cómo se mezcla el sueño imaginado con el sueño real de todos los días, cuando se hablan de éstos en las mesa sin pan; cómo en ese espacio de la miseria la gente puede construir una vida digna, que les permite caminar por la ciudad como cualquier ciudadano normal. Esa relación encerrada y agobiada por el desdén de la miseria, produce en los muchachos un creciente odio acumulado hacia ese espacio urbano que les impide caminar tres pasos seguidos, entonces por inercia libertaria buscan la esquina. Y en la esquina se reúnen 20 muchachos, hablan de los sueños, fuman marihuana, meten droga, bazuco, se regocijan con el ritmo cadencioso de los cuerpos de las muchachas, hablan de lo aprendido en la escuela, planean fechorías por diversión o quizá con mentalidad profesional. Viven ese espacio de la esquina gozándolo a intenso ritmo interior. Ellos, los jóvenes agrupados en esquina, se vuelven un conflicto para el entorno social, familiar. Los padres que han venido del campo no pueden tolerar que sus hijas estén con esos tipos que pierden el tiempo en el día y la noche, y son como estatuas fortificadas en la esquina, sombras definitivas. Es decir, es una mentalidad policíaca: si esa persona está parada en la esquina es porque está pensando en algo malo, la lógica demencial creada por el temor a lo envolvente inquisidor. Ese muchacho está pensando meter droga, robar un apartamento o matar a alguien. Entonces esa mentalidad y ese distanciamiento generacional, de una u otra manera, produce un fenómeno terrible: impulsa los llamados actos de limpieza social, parecidos a las razzias de limpieza que suceden en muchas de las ciudades del Brasil. En lo años 92 y 95 asesinan en Ciudad Bolívar alrededor de 500 muchachos de 12 a 15 años. Y los asesinos, apoyados por sectores de la autoridad, incluso de la propia comunidad y pagados por dueños de establecimientos comerciales, son grupos enmascarados que los cogen, los llevan a un sitio y los matan a quemarropa. Grupos que tienen un nombre singular: grupos de limpieza social.

Muchos de estos muchachos roban tiendas, pequeños supermercados y los dueños de los supermercados tienen contactos con aparatos oficiales y se crea un grupo desde adentro y afuera del barrio que tiene como tarea limpiar el mal ejemplo y matar a los muchachos. Esta situación se vuelve algo muy normal. Lo terrible es que algunos padres de familia aceptaron como concepto definitivo de una mentalidad para sobrevivir: si mataban a un muchacho, lo mataron con razón porque andaba metido en algo malo: acto de fe social para justificar el asesinato colectivo. Cuando en el Taller de la Memoria aparecen los muchachos contando sus historias, que por cierto una de éstas la retomo 8 años después en mi novela Sangre Ajena, digo en ese momento: el libro va a escribirse, debe escribirse. Es la presencia de la escritura con su ritmo endemoniado que asoma como necesidad vital impulsada por sus propias leyes. Era tanto el material escuchado y recogido que había que entrar a procesarlo como escritura. Después tendría que plantearme los conflictos de la estructura narrativa. Hasta ese momento yo no había escrito ni una página. Esa es una extensa documentación que aún conservo en mis archivos. Cuando terminamos el Taller de la Memoria, los muchachos dicen muy convencidos: ahora sí querido Arturo a escribir el libro. Yo les dije, necesito más historias, otras historias para aproximarme a ese mundo complejo de la mentalidad de los jóvenes que habitan esta zona periférica donde pulula el desarraigo.

Cada 8 días ellos aparecían con nuevas historias y nuevos personajes, en ese transcurrir de hallazgos narrativos duramos dos o tres meses. Ellos buscaban afanosamente personajes y yo comencé a escribir las historias escuchadas. Surgieron conversaciones de larga duración, que se fundamentaban en ciertos principios enraizados en la experiencia de hablar con el otro: hablan dos, vamos a discutir los dos, a construir una historia entre los dos, dos sujetos hablan y escuchan en igualdad de condiciones, ninguno de los dos será un objeto de uso y de información para el otro; es decir la historia escuchada por uno pero contada por la memoria del otro, en una situación de respeto y reflexión; conversación cimentada en una profunda confianza o empatía mutua que pueda crear una adecuada atmósfera posible para hablar y escuchar; situar la conversación en el espacio y en el tiempo histórico en que sucedieron los acontecimientos, entorno social para el logro de una relativa veracidad de la historia que se escucha; introducir en la conversación el arma de la pregunta y la contra-pregunta en quienes asumen el rol de preguntar, narrar y escuchar; la pregunta suele convertirse en un acto de imposición de quien, por razones de supuesta formación académica, piensa que el otro no debe preguntar sino simplemente escuchar la pregunta y narrar la intimidad de su vida. El que confiesa también pregunta. De antemano propuse un compromiso con los protagonistas: antes de publicar la historia, los muchachos, muchacha o muchacho, leerían el texto escrito sobre su vida, propondrían reformas y se publicaría lo que quisieran que publicara; incluso, en algunas conversaciones surgieron nexos de éstos con la guerrilla y esos datos comprometedores los fui eliminando de acuerdo con ellos. Me interesaba construir relatos en los cuales se pudiera constatar y medir una profunda dimensión de vida de unos jóvenes de 14 o 15 años; una niñez y una juventud que nunca tuvieron y, a la vez, la relación con el crecer humano que tiene tantas complicaciones en la periferia de una ciudad violenta en sus ejes fundacionales. Posteriormente fui trabajando textos y un día, en boca de uno de los protagonistas, escuché una verdad que me dolió en el alma: "nosotros los jóvenes somos gente muy buena, gente sana, gente soñadora, gente que abraza con mucho afecto, gente aventurera, pero también los jóvenes somos unos hijos de puta….." Esto me situó en la dura realidad para poder entender ese fenómeno de lo que es la mentalidad de muchos jóvenes. Busqué literatura, leí una novela de Paul Nizán que se titula: Aden Arabia. Nizán comienza su novela: "Yo tenía 20 años y no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida". Afirmación que a renglón seguido, le da un hondo significado de apropiación de una realidad compleja, cuando escribe: "Todo amenaza con la ruina a un hombre joven: el amor, las ideas, la pérdida de la familia, la entrega al mundo adulto. Le es duro aprender cuál es su lugar en el mundo". Y luego Sartre hace un sesudo prólogo sobre la novela y dice: "hemos traicionado tantas veces nuestra juventud que no mencionarla es una decencia mínima. Nuestros antiguos recuerdos han perdido sus dientes y sus garras; veinte años, sí, he debido tenerlos, pero tengo cincuenta y cinco y no tendría la audacia de escribir: "Tenía veinte años y no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida". Esto me hace descifrar más a fondo esa mentalidad juvenil. Entonces ocurre el fenómeno hermoso en el que ellos, por iniciativa propia, comienzan a buscar otras historias y son muchas las historias que vienen hacia mí con su vuelo oral. Yo voy seleccionando el material, me reúno y trabajo con los personajes tres o seis días, grabo entrevistas de una a diez horas y comienzo a elaborar ese proceso escritural a través de lo que califico el proceso de los originales. En síntesis, hice seis originales del texto Ciudad Bolívar, la hoguera de las ilusiones. El primer original era la trascripción absoluta sin editar de la conversación grabada, especie de constancia de ésta en su conjunto lingüístico, con sus silencios, repeticiones y modismos; el segundo original un texto dramático, que consiste en hacer una lectura de la historia dándole prioridad a los hechos dramáticos; es decir, subrayar o numerar en secuencias las situaciones más cruciales en la vida del personaje y luego, reorganizar de nuevo el texto en su estructura a partir de la importancia de cada secuencia dramática, y así evitar la monotonía de la cronología cuando se trata de un texto oral. El tercer original era el mismo relato contado desde los hechos dramáticos conservando la esencia lingüística del texto en su trascripción. El cuarto original era el estudio lingüístico del texto oral para unificar secuencias semánticas y rescatar ritmos connotativos que se pierden en la oralidad y, a la vez, limpiando el texto de repeticiones y modismos. El quinto original era una confluencia de lo dramático y lo lingüístico, y, en el sexto original, el escritor introduce su voz escritural en segmentos cuando la historia oral lo permite o necesita profundizar en ciertas situaciones de la intimidad del personaje o en cuestiones relacionadas con sus diversos entornos sociales e históricos. Finalmente apareció el libro con un inmenso éxito editorial y esto produjo una serie de nuevas situaciones que quiero sintetizar: uno, que con su publicación, cuando los medios de comunicación se refieren a Ciudad Bolívar hoy día lo hacen con mayor respeto; se demostró que Ciudad Bolívar no era el infierno de la violencia capitalina que los medios de comunicación habían propagado como peste ambulante en sus mensajes; se aclaró que en Ciudad Bolívar viven jóvenes que están luchando para que se les entienda su identidad de jóvenes, que piensan, viven la ciudad y tienen una visión sobre el país. Dos, los relatos producen una profunda transformación en los propios personajes; uno de ellos, que en esa época pintaba, después del texto publicado va a la universidad y estudia Filosofía y Letras, continúa su carrera de pintor y hoy día es profesor. Tres, el libro como experiencia humana se convirtió en un texto muy leído en todos los colegios de Bogotá y ha logrado, a través de su lectura, abrir un amplio diálogo entre los muchachos del sur con los muchachos del norte de la ciudad. En últimas, el texto es una reflexión profunda sobre los imaginarios de los jóvenes, de su visión de la ciudad, de sus itinerarios y desplazamientos geográficos. El libro no sólo es texto sobre jóvenes o texto sobre la ciudad, es también una íntima y larga conversación que abre puertas a esa memoria, que yace en los recuerdos individuales del otro cuando el tiempo no tiene prisa y rehace en una conjugación de voces, otra orilla clarividente de la memoria colectiva urbana.

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