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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.24 Bogotá May/Aug. 2006

 

"FAÚNDEZ" Y OTROS TEXTOS

"FAÚNDEZ" AND OTHER TEXTS

Martín Hopenhayn

Escritor e investigador chileno, realizó su tesis en París bajo la dirección del filósofo Gilles Deleuze. Autor de obras como Así de frágil es la cosa, Crítica de la razón irónica: de Sade a Jim Morrison, América Latina: desigual y descentrada, entre otras. Actualmente trabaja en la CEPAL.


Resumen

El autor presenta textos breves, próximos al ensayo, sobre diversos temas. Primero critica la sociedad de consumo en un mundo cada vez más cifrado en términos tecnológicos e interacciones virtuales; luego aborda el significado del amor a la humanidad y analiza las enfermedades y la forma como se segrega moralmente a sus víctimas; inspirado en Borges, acude a una serie de consideraciones sobre el fenómeno de la creación y el destino, y a partir de análisis estadísticos encara el tema de la desigualdad mundial; expone el puritanismo que impera en San Francisco a pesar de su modernidad y del discurso del libre desarrollo de la personalidad que impera en el ambiente; plantea, así mismo, algunas observaciones en torno a la necesidad moderna de evaluarlo todo. Se publica además una selección de aforismos del autor.

Palabras clave

Humanidad, enfermedades, creación, sociedad de consumo, aforismos.

Abstract

The author presents short texts, essay-like, on different subjects. He first criticizes consumer society in a world that every day is more into technological terms and virtual interactions; then approaches the meaning of love for humanity, to later analyze sickness and criticize the moral segregation of victims; inspired by Borges, he turns to a series of considerations on the creation and destiny phenomena, as well as giving a thought to the issue of global inequality, based on statistical analysis. By referring to the freedom of personality speech that floats in the environment, he presents the Puritanism existing in San Francisco; then points out several ideas on the actual need of assessing everything. A series of aphorisms is also included.

Keywords

Humanity, sickness, creation, consumer society, aphorisms.


FAÚNDEZ

Cuando ayer la telefónica bloqueó su línea móvil fue como si esa sordera inalámbrica se le estampara en el cuerpo y allí lo marcara con el fuego del fracaso. Cualquier cosa, pensó, menos quedarse con el celular muerto en la mano, en el limbo del tele-silencio, inútil como un perro sin olfato. Y también pensó: esta pérdida de señal es la señal definitiva. Él, que en otros tiempos recorrió las pantallas del país animando la publicidad del progreso y la movilidad social, con celular en mano, símbolo del nuevo empleado de clase media baja enchufado al mundo. El triunfador contratado para el show de la democracia del mercado, el gol de Chile en el arco de la modernidad. Ese es Faúndez, que ya nadie recuerda y cae cuesta abajo y sin freno, devorado por las tasas de interés, despedido del trabajo por la reingeniería laboral, finalmente expropiado del último de sus íconos.

¿Pero quién se acuerda hoy de Faúndez? El hombrecito que en el spot de la tele se codeaba con los ejecutivos en el ascensor de un edificio "corporativo", y que desafiaba las jerarquías sociales hablando por teléfono a viva voz entre ellos, enrostrándole al país la forma ultramoderna de insurrección de los plebeyos. Apenas con su enseñanza secundaria completa, iluminaba la pantalla abriéndose paso entre los "winners" con el emblema de una tecnología común, compartiendo con ellos, y pese a ellos, el mismo gesto ocupado en el auricular que lo ligaba al baile de las finanzas y al vértigo de la comunicación, donde fuera que estuviese parado. Eso había sido Faúndez: la cenicienta del modelo, seducción de una nueva forma de igualdad, irrupción de las masas en el corazón de las élites. El pequeño ciudadano de traje raído que se encumbraba con el desplante de los patricios, apenas traicionado por una sonrisa de cumpleaños infantil que le delataba el origen. No más diferencias sociales, proclamaban los Faúndez, en esta fiesta todos bailan al mismo ritmo. Pasó el spot y pasaron los tiempos de las vacas gordas. Y Faúndez, empleado de una empresa inmobiliaria o de seguros, se estrelló una mañana con el rostro impersonal de un supervisor que le fue dando todo tipo de explicaciones sobre la austeridad empresarial, la competitividad y la flexibilización. Sólo cuando le cerraron la puerta en la cara con una indemnización irrisoria en la mano supo que se trataba de su despido.

Luego vino el revés, igual de rápido pero tanto más difícil de entender y tanto más lejos de las pantallas. M igra ron los capitales golondrina hacia pagos más promisorios y los bancos se encargaron de pasar la cuenta a los pequeños hombrecitos. La movilidad hacia abajo puso a tantos empleados eufóricos de vuelta en la precariedad, pero con la sordidez de la caída. Faúndez no bajó los hombros y buscó trabajo durante un año, mientras se endeudaba a tasas de usura para pagar las cuotas del departamento, el auto, los electrodomésticos y la semana en Varadero que se hacía cada vez más brumosa en la memoria. Deuda sobre deuda, tuvo que dejar cada uno de estos bienes y acabar en una pieza de servicio en la casa de un amigo que, gracias a Dios, sigue empleado.

Y ayer cayó el último de sus íconos: el aparatito celular que mantenía el hilo de continuidad entre el auge y la caída; el adminículo que, en el fondo de su derrota, le abrigaba la última ilusión de revancha. Una voz neutra le anunció del otro lado que la línea se interrumpía por falta de pago. Fue casi como si su vida se le escurriera por los hoyitos del auricular. Y poco más tarde, mientras deambulaba como un sonámbulo por la vereda de una calle cualquiera, de la ventana de una casa saltó la voz de un locutor radial que aullaba el nuevo slogan de la complacencia: "¡Faúndez, piensa positivo!"

POCO CUERO PARA TANTO HUESO

Vaya donde vaya, y pese a mi corrección política, no dejo de confirmar que la mayoría de quienes viven en esta ciudad me son básicamente indiferentes. Son tantos y tan idénticos en la fila del banco o del supermercado, en el semáforo en rojo o hundidos en las butacas de un cine, que ni hago el intento de distinguirlos o tomarles el peso. Si a cualquiera de ellos le aconteciera una catástrofe, difícilmente podría enterarme o lamentarlo o socorrerlo. Apenas me alcanzan los ojos para pasar a toda velocidad por sus rostros. Y no es que sea egoísta: sólo limitado en mis piernas y mis años, como todos. Poco cuero propio para tanto hueso ajeno.

Es cuestión de números: son demasiados allá afuera y mi atención sólo descansa en unos pocos gestos ajenos. La circunsferencia del horizonte se ciñe a cada paso y deja afuera un brutal remanente de anónimos, para quienes yo también soy uno de esos otros que nada significa. Difícil atender o intencionar algún ademán en las espaldas de tanta humanidad. Con suerte rompe la lisura de fondo un sombrero que el viento desparrama, un agujero de gritos en la pantalla del silencio.

Así me ocurre y probablemente a ustedes también. Nos movemos en un mundo que nos sobra en su mayor parte en todo momento, y una proporción demasiado alta nos es demasiado prescindible. Quisiéramos ser más compasivos, pero un poco más allá de nuestros amigos y nuestro barrio, seres y cosas se nos hacen vagos e informes. Simple cuestión de alcance físico y de química en la piel. La ecuación humana coloca siempre pocas almas de lado y lado del amor, el afecto y la preocupación. Fuimos creados finitos no sólo en cuanto mortales sino también por el alcance modesto de nuestro abrazo. Hablamos de amor a la humanidad, cierto, pero la frase siempre resuena como un deber ser o una invocación de buena fe más que una devoción estomacal. E incluso si fuera auténtica, nuestros días tienen 24 horas y en su mayoría se nos van durmiendo, ganando el pan y perdiendo el tiempo en trámites. ¿Cuánto de energía nos queda para vibrar con desconocidos, separar uno a uno los rostros informes y empatizar con ellos, sondear la desdicha repartida para ponernos al servicio de los desdichados? Al final del día nos sinceramos con nosotros mismos: está muy bien que todos tengan sus derechos, pero no me pidan a mí que acuda a las urgencias de los demás.

Nada que hacer, o muy poco. Ya tenemos bastante con nuestros enfermos en la familia y nuestros duelos que se multiplican con el paso de los años. Son demasiados extraños en demasiados zapatos que caminan a demasiados sitios. Y apenas si me consuelo de a ratos pensando que la humanidad no es asunto de especie ni de población ni de escala, sino un sentimiento que puede ser universal en la empatía con otro único, a expensas de tantos que pasan inadvertidos.

BORGES Y LA CLONACIÓN

Recuerdo de modo impreciso un cuento de Borges en que un hombre remeda su soledad en el bosque creando de su imaginación a otro al cual le confiere existencia material; y termina comprobando, ante las llamas de un incendio que no lo quema, que él también ha sido imaginado por otro. Por alguna razón este cuento me vino a la memoria hace un tiempo cuando leí que Brigitte Bosselier, obispo y científica del culto raeliano, anunciaba en conferencia de prensa que Clonaid, el "brazo científico" de la secta, había traído un clon a la vida bajo el sugerente nombre de Eva. Todo esto en un grupo -los realianos- que afirma que el ser humano fue inventado hace 25,000 años por extraterrestres que poblaron la tierra con seres inteligentes. Mezcla sincrética de alta tecnología, culto esotérico y cosmogonía sin dioses.

Recuerdo también un par de películas de ciencia ficción estrenadas hace poco. En la primera un grupo de astronautas desembarcan en Marte y, luego de vivir las peripecias de rigor que dan suspenso a la trama, comprueba que los humanos son un invento remoto de marcianos, quienes al sucumbir a accidentes cósmicos que hicieron inhabitable el planeta rojo, depositaron en la tierra a sus herederos para garantizar la propia continuidad. La otra es Matrix, en que el protagonista descubría que su vida no era más que un guión inventado retrospectivamente desde demiurgos del futuro, y que su drama consistía en luchar desesperadamente contra un destino fijado en marcha reversa. Verdades que matan o nos reducen a marionetas, desde otro espacio u otro tiempo.

Imaginé entonces, en la lógica del relato de Borges, que lo peor del apocalipsis no es la extinción de nuestro género sino todo lo contrario: sobrevivir al embate del universo o a la cuenta del tiempo, y cargar luego con la certeza de que fuimos programados por otros, condenados a una vida diferida o mediatizada en que la identidad personal responde a esta herencia urdida en otro planeta o en un futuro anterior. ¿Cómo seguir habitando estos cuerpos tan humanos, esta tierra tan entrañable, luego de saber que nuestro origen está en otra parte o en otro momento, en la voluntad remota de quienes reconocemos como ajenos a todo lo que hemos visto y querido?

Y vuelvo al clon fabricado por una secta que nos redefine como invento de extraterrestres, y que a la vez replica o imita la mano del creador clonando un ser humano. Y si lo del clon resulta cierto ¿de qué manera, bajo qué azar de la biografía que le aguarda, descubrirá con horror que es humano sólo a medias? ¿Qué accidente de la vida le revelará su condición de réplica, construcción, artificio? ¿Y con qué armas intentará vanamente subvertir esa decisión original en la cual no tuvo arte ni parte, con qué impotente coraje pretenderá abrir el sobre de su propia vida y tratar de borrar, una y otra vez, el texto de la carta indeleble? ¿Será que el sueño de quien está solo en el bosque, o en el cosmos, engendra monstruos?

LA DURA DANZA DE LA FINANZA1

En lo profundo del mundo, una bronca ronca. En Zambia todo cambia, pero para peor: tiene casi un millón de personas infectadas con el virus del SIDA, pero gasta 30% más en pagar su deuda externa que en servicios de salud. Si hace unos tres años el capital financiero global le hubiese perdonado la deuda externa a veinte de los países más pobres, y si ese dinero se hubiese invertido en salud básica, hoy vivirían 21 millones de niños que murieron por falta de atención (19 mil niños salvados por día). Luego de celebrarse la reducción de su deuda a los acreedores del mundo financiero, Mali pagó 88 millones de dólares en 2000 por concepto de intereses, lo que es más que el gasto público en salud en un país donde uno de cada cuatro niños no vive hasta cumplir cinco años por falta de atención.

Eso es sólo un detalle. Hace cinco años el 20% de la población mundial que vive en los países más ricos, tenía 74 veces más ingresos que el 20% más pobres, desigualdad cuya proporción era de 30 a 1 en 1960. Amortizado en 20 años, el costo de cancelar las deudas de 52 países pobres sería menos de 4 dólares al mes por cada habitante de los países ricos. Para ellos, un cabello. Todavía en 1999, cada día se transferían 128 millones de dólares desde los países pobres a los más ricos por pago de deudas, o más bien de intereses. Y si en 1999 se transfirieron 120 mil millones de dólares de países pobres a ricos, el año pasado esta suma aumentó a 147 mil millones. A pura usura, nadie dura: Costa Rica tomó prestados 4 millones de libras de Inglaterra en 1973, y en 1999 ya había pagado más de 7 millones por este préstamos y seguía debiendo más de un millón de libras. Volamos bajo. Estados Unidos anunció que extendería su ayuda externa hasta un promedio de 5 mil millones de dólares adicionales por año. Parece mucho desde aquí, pero hay que pensar que el portaviones USS George Bush, botado a la basura en diciembre de 2002 por la Marina, costó casi esa misma cantidad. Desde 1990 la Asistencia Oficial al Desarrollo, como porcentaje del ingreso nacional bruto de los países donantes, ha ido disminuyendo hasta tocar su punto más bajo en el año 2001, y prácticamente ninguno de los países de la OCDE cumple el compromiso de destinar 0.7% del PIB a dicha cooperación. Y hasta los Estados Unidos andan desunidos: Entre 1983 y 1998 el valor neto del 1 % más rico de los hogares norteamericanos, sumando propiedades inmobiliarias y activos y pasivos financieros, se incrementó en 42%, mientras que el del 40% más pobre quedó como estaba.

La cosa andaba mal y se puso fatal. Actualmente la Unión Europea otorga un subsidio de 2.20 dólares por día por cada vaca, mientras la mitad de la población del mundo vive con menos de 2 dólares por día. Mucho vacuno y poco desayuno: para la mitad del mundo sería preferible ser vaca europea a ser persona bajo la media en ingresos. Los subsidios internos en los países ricos subieron de 275 mil millones de dólares en 1987 a 326 mil millones en 1999; y en vez de reducirlos, como prometió, Estados Unidos los aumentó mientras la Unión Europea resolvió prolongarlos por otros doce años. En industrias de baja tecnología, los países no desarrollados pierden al año 700 mil millones de dólares adicionales de exportaciones por barreras comerciales de los países ricos: cuatro veces más que el ingreso de capitales privados de países ricos al resto del mundo. Mientras tanto, el norte le dice al sur que hay que producir más para exportar más para crecer más para salir de la pobreza. Tremenda contradicción, reza la canción. Si tambaleamos, peor andamos. Entre 1980 y 1998, los trabajadores del mundo transfirieron a los ricos unos 545 mil millones de dólares por caída de salarios después de las crisis monetarias; y entre trabajadores y contribuyentes aportaron unos 947 mil millones de dólares a los ricos derivados del flujo de capitales. De los 1.198 mil millones de dólares acumulados en ese lapso en el mundo no desarrollado, gracias al crecimiento derivado del ingreso de capitales, no más de 100 mil millones beneficiaron al 20% más pobre de cada país.

¿Qué más cuento de este cuento? La conclusión es una provocación: sin un cobre y hecho añico, el pobre financia al rico.

ENFERMEDADES VERGONZOSAS

¿Por qué las enfermedades de contagio sexual tiñen a la víctima con la triste marca de la vergüenza? Es como si les tocara cargar con un estigma en que concurre el peso de la religión, la moral y otros atavismos de la cultura. En el África del subsahara varios países tienen casi un tercio de su población contagiada con el virus del SIDA. Los estados desperdiciaron una década, sacrificando millones de vidas, negando la magnitud de la epidemia. Uno de ellos todavía no se decide a legislar el uso masivo del condón. En otro se impuso por años la teoría de que el SIDA no se contraía por vía de relaciones sexuales. Cuando muere un pariente, simplemente se dice que estaba enfermo. En Chile la muerte de un famoso director de teatro también estuvo rodeada de eufemismos y omisiones, y hasta el deceso por SIDA de un filósofo tan lúcido como Michel Foucault, hace más de veinte años, sigue errando ambiguamente entre vagas explicaciones.

Hoy es el SIDA, pero en el siglo XIX fue la sífilis. La padecieron célebres escritores y filósofos como Daudet, Nerval, Maupassant y Nietzsche. De Maupassant y Nerval la versión para el público masivo habló de demencia o esquizofrenia. Daudet nos legó unos hermosos escritos sobre el dolor de la sífilis, que al parecer alcanza intensidades insondables. La vergüenza y el sufrimiento de Daudet quedaron plasmados en textos como estos: "Desde que me enfermé, ya no puedo soportar ver a mi esposa o a mis hijos asomarse por una ventana". O "En mi cubículo en los baños de regadera, enfrente del espejo: ¡qué demacración! Me he convertido de pronto en un extraño viejecito." O bien: "Ni una vez, ni en el médico, ni en los baños, ni en los spas donde se atiende la enfermedad, se la ha mencionado por su nombre, su verdadero nombre." La confusión crece en derredor y se habla de afaxia, enfermedades degenerativas u oportunistas. Las manchas en el cuerpo o las que el cuerpo exhuda y marca en la ropa (piénsese en la gonorrea) se convierten en improntas del mal tanto en sentido moral como sanitario. Los silencios y los eufemismos se multiplican en torno a la cama, el hogar o la clínica. El imaginario de la lepra o la peste bubónica, que siglos antes hacía tapiar las puertas en las casas de los enfermos o confinar a estos últimos en sitios remotos, se vistió de guante blanco para enfrentar estas nuevas pestes de la vida moderna.

Podemos imaginar la soledad de estos enfermos, adivinar los surcos con que el tabú le inflinge heridas al alma, lloviendo sobre mojado, camino a esa cruz que nadie ve y que a veces hasta la familia borra de las ventanas de la casa. Hasta que la muerte los libera doblemente, del maldito secreto y del impío dolor.

LA FIESTA DE LAS EQUIVALENCIAS

El uso frecuente de una tarjeta de pre-pago en un centro comercial, o de una tarjeta de crédito en la gasolinera de la esquina, otorga al comprador bonificaciones tan diversas como millaje en compañías aéreas, descuentos en hoteles y alquiler de autos, rebajas en servicios de comida a domicilio, minutos de teléfono en larga distancia, precios preferenciales en cines y conciertos, participación en sorteos variados, y otros tantos beneficios y placeres. Parece un cuento futurista, pero es cada vez más real: cuando nos toca pagar con tarjeta entramos por una puerta lateral a una red global de servicios múltiples. Una vez arrojados a ese mare magnum de potenciales ofertas y privilegios, un extraño vértigo de opciones y posibilidades se apodera de nosotros.

No sabemos si celebrar o condenar esta modalidad integrada de circulación del dinero electrónico. Las opciones se hacen cada vez mayores, como también la información sobre ellas que llega a los usuarios por vía de cartas, correos electrónicos, llamados telefónicos, folletos en los bancos y en los cajeros, publicaciones periódicas, y otros. La vida amenaza, curiosamente, con convertirse en una pesada carga por exceso de información a procesar y opciones a dirimir, todas ellas sobre la base de la conversión de una cosa en cualquier otra. Cuanto más usamos el dinero electrónico y más se integra éste a múltiples formas de equivalencia entre distintos servicios, más tiempo debemos invertir en evaluar los posibles beneficios, comparando lo que hasta hace poco nada tenía que ver entre sí: litros de gasolina con noches de hotel, horas de navegación en Internet con millas aéreas, uso de tarjetas de crédito con descuentos en cadenas de ropa exclusiva. Lo que sea con tal de que exprimamos nuestra capacidad de compra con tarjetas electrónicas.

¿Comenzamos a ver el mundo "on-line"? Difícil saber en qué medida las oportunidades que se abren nos internan en este modo emergente de mirar el entorno, calcular y sacar partido en un mercado virtual integrado. Cuanto más puedan traducirse los servicios en unidades divisibles, más pueden integrarse en la convergencia financiera-electrónica del dinero virtual, y con ello, mayores posibilidades de ampliar mercados y carteras de clientes. Ante el impulso expansivo donde las señales electrónicas del dinero encarnan en beneficios tan diversos que se acumulan por el costado: ¿cómo irán entrando servicios menos conmensurables en esta fiesta de las equivalencias? Pienso, por ejemplo, en las atenciones de salud, la entrega de conocimientos, las asesorías jurídicas y tantas otras prestaciones. ¿Hay límite para los canjes virtuales a los que se accede desde cualquier punto del planeta, con toda la información de venta al instante, adaptados a los requerimientos del usuario, sin demoras en la adquisición y venta, sin rostros o manos o errores en ninguna parte? ¡Compre, compre, compre, y acumule señales, unidades, bonificaciones! ¿Dequé? ¡Pero qué importa!

OBSESIÓN POR EVALUAR

El prurito de la eficiencia nos puso al frente esta obsesión por evaluar. Al final, de eficiencia poco: los programas sociales gastan casi tanto en evaluar impacto como en obtenerlo. A las empresas llegan otras empresas consultoras con evaluadores rebozantes de dinámicas amigables para medir el rendimiento de los empleados. Sonrisa en ristre, se reúne a la tropa en un ambiente "de confianza" para que unos le pongan nota a otros y viceversa. Vamos por la vida entre un desfile de objetivos, actividades, resultados e indicadores, y son cada vez más horas en la semana o el mes para ponerlos todos en línea. Retiros de fin de semana o maratones al final del día de trabajo para saber cómo estamos, cómo nos portamos y cuánto servimos. Todo en onda positiva y cooperante. Hasta que saltan los trapitos y más de uno queda trasquilado. ¿Por qué ahora esta locura de evaluar en todas partes, desde la política hasta la pedagogía, desde la empresa hasta el club deportivo, desde el municipio hasta la parroquia, desde el programa social hasta el programa de radio? Del uno al cinco o del uno al siete, o del nunca al siempre pasando por el ocasionalmente, o del no logrado al plenamente logrado, o del bajo impacto al alto impacto. Humillación de los viejos y cansados que han dejado el cuero en el trabajo o en la vocación, y hoy son evaluados y reprendidos por un puñado de jóvenes que salen dichosos por el mundo a aplicar las técnicas de última generación patentadas en Harvard. Humillación de los empleados de oficina que deben auto-evaluarse frente a sus colegas y esperar a que éstos ratifiquen u objeten. Humillación de los propios evaluadores al ser evaluados por meta-evaluadores que a su vez tendrán que someterse a supra-evaluadores. Y sobre todo, humillación de los profesores, que siempre evaluaron a sus alumnos y que ahora son evaluados por los ministerios. O por los evaluadores que los ministerios contratan. Nada nuevo: en las universidades norteamericanas los alumnos hace mucho tiempo que evalúan a los profesores y una mala nota puede costarles el puesto.

¿Por qué esta obsesión por evaluar, esta fiebre súbita de medirlo todo? No faltan las razones: porque así sabemos cómo vamos, dónde ajustar el cinturón y dónde invertir la plata. Porque hay tecnología para evaluar, mezcla rara de cibernética con psicométrica. Porque la sociedad pide rendición de cuentas, transparencia, meritocracia, coherencia entre esfuerzos y logros y recompensas. Sobran argumentos y justificaciones. Hay facilidad, necesidad y provecho en evaluarnos los unos a los otros, contra los otros, con los otros. Para qué, entonces, tensarse en la premonición de la catástrofe, para qué el pánico a la reprobación, si la onda de evaluar viene para quedarse. Mejor mostrar la otra mejilla, mirar al evaluador de turno a los ojos, y de golpe ponerse la peor nota en todas las planillas. Para que de una vez por todas no tengamos nada que perder.

ORGÁNICO, DEMASIADO ORGÁNICO

En todo sentido la bahía de San Francisco, en California, es una de las zonas más privilegiadas del mundo. Goza de un paisaje donde en pocos kilómetros se transita de bosques nativos a acantilados marinos, campos de viñedos, pueblos apacibles y prados sembrados de vacas que pastan a su antojo. A lo ancho de estos parajes, y sin violentarlos nunca, se esparcen pequeñas ciudades donde hay comida y cocina de todo el mundo, ofertas espirituales a gusto del consumidor, música sofisticada en todos los géneros y universidades donde el conocimiento se encumbra a su máximo umbral. El ingreso per cápita en la zona es uno de los más altos del planeta, con la gracia de que la ostentación es mal vista y por lo tanto nadie hace alarde de opulencia. Todo muy cool. Y como broche de oro, la ciudad de San Francisco exuda belleza por los poros, con vistas a la bahía, la mejor arquitectura victoriana, pródiga en perspectivas y calles enrevesadas que suben y bajan. Lejos de la mediocridad típica de la cultura norteamericana, allí se consolidó una sensibilidad distinta, alimentada por los hippies y el rock contestatario de los sesenta, las migraciones de Oriente, el underground cultural, la comunidad gay y lesbiana que se expresa sin restricciones y goza de ciudadanía plena, la experimentación estética que une el arte pop con los escaparates de las tiendas, las ideologías progresistas y el refinamiento cultural. Los proyectos de vida tienen la diversidad que permite esta feliz combinación de recursos materiales, experiencias sensoriales, ofertas formativas y políticas al servicio del desarrollo personal.

¿El paraíso? Salvo por un detalle: el puritanismo se cuela allí donde todo se da para superarlo. Una triste ironía hizo de esta obsesión por la felicidad personal una cruzada implícita, silenciosa pero efectiva, donde el sagrado derecho a la salud propia confina a los demás al cubículo ascéptico en que nada de lo que se haga debe cruzarse en el camino que cada cual elige para cultivar su cuerpo, ilustrar su espíritu y salvar su alma. Y allí empiezan los problemas. El primero y más visible es el cigarrillo. Fumar, en la zona de San Franciso, es pecado y abuso: viola el derecho a la salud de los fumadores pasivos en un país donde los derechos individuales son el más alto precepto cívico y moral. No sólo está prohibido encender un pucho en restoranes, oficinas o establecimientos comerciales. En varios de los distritos de la bahía los residentes han forzado a proscribir su consumo en la vía pública. Y en las pocas zonas habilitadas para fumadores, éstos hacen lo suyo con un aire de pecado y de verguenza estampado en el rostro. Puritanos hasta en la transgresión. Este sistema de contención tiene códigos que todo buen vecino del Bay Area sabe recitar. Son alfabetos implícitos que extienden el puritanismo hacia otros ámbitos: engordar es mal ejemplo, descuidarse es caer en la indolencia. Aunque la prosperidad ya da para soltarse, recurre el mandato de no aflojar la voluntad, incluso fuera del mundo del trabajo: el peso, la lozanía, la digestión, el reciclaje, y la descontaminación son otras tantas varas para apretar los dientes y no ceder a la fatiga. Las conversaciones giran en torno a los lugares donde uno compra el pan, el té, el arroz o la fruta, y en esta sutil competencia por lo incontaminado gana el que adquiere su pan diario en las granjas que llevan más tiempo invictas frente a la conspiración de colorantes o pesticidas.

Por lo mismo, San Francisco es un símbolo muy particular de la modernidad. Allí se confunden los derechos individuales y la calidad de vida, en su sorprendente desarrollo, con la escrupulosa regimentación del cuerpo, la programación obsesiva del proyecto de vida, el veto a cualquier comportamiento que pueda interpretarse como invasión o contaminación del espacio en que otros transitan exigiendo que nada altere sus propias opciones. El paraíso material, cultural y estético incuba su propio aguafiestas, pero de modo tan institucionalizado que sólo lo percibe el extraño que lo visita. Como una utopía insular en que nada de lo que allí desembarque debe alterar las libertades y derechos personales, San Francisco humea ascepcia. Enfermos de sanos, sus habitantes replican el puritanismo secular del país bajo la forma más impalpable de un nuevo fundamentalismo sanitario. En medio de esta obsesión por lo orgánico en que me vi sumergido durante unos días, terminé por añorar la híbrida vida de la metrópoli latinoamericana donde el aire es tanto más impuro, los derechos tanto menos estilizados, la alimentación más descuidada y la cultura menos cosmopolita. Me pregunto qué es más provinciano: nuestras ciudades periféricas arrojadas al descuido, o esa otra ciudad enclavada en el ombligo del mundo donde el puritanismo opera solapadamente, resistiendo contra viento y marea los embates del desborde mediante un discurso de derechos que plasma en un catálogo de deberes. En América Latina tenemos más Opus Dei, más Legionarios de Cristo, mucho delirio beatífico y arrebatos marciales donde el discurso del orden es pretexto para la violación de los derechos. En San Francisco se impone esta otra cruzada que huele a endorfina, pan integral y huerto orgánico. Puede que la diferencia de contenido oculte cierta analogía en la forma. Quizás la principal diferencia radica en que, mientras los latinoamericanos beatos reniegan del condón, los californianos ascépticos lo usan tanto en la cabeza como en el pene.

AFORISMOS DE MARTÍN HOPENHAYN

Arrastramos un aborigen que a ratos nos encumbra. Entre él y nosotros circulan visiones, no sabemos si nuestras o de él. El aborigen se arrodilla o se ovilla: a veces en la médula, otras en el ánimo. Otras se hace licor o anzuelo en la sangre, surco o demiurgo en el pensamiento. De a ratos lo olvidamos, pero aparece cada vez que desfallecemos, nos empuja contra la tierra y nos fuerza a sobrevivir. Con su linterna de hueso y su brújula de palo. Eficaz como el tiempo y sólido como los años.

Lo irreversible de la paternidad no es que los hijos estarán allí para siempre, sino un sentimiento tan claro e indesmentible que al reconocerlo sabemos que siempre estuvo allí. La vida revela una continuidad sobrecogedora, precisamente allí donde antes no había nadie.

Hay pensamientos chúcaros que nos hacen vulnerables. Como flujos que soplan a contracorriente, vienen cargados con otra espesura y otro ritmo. A medias bastardos y reclamando máxima legitimidad, renuentes al filtro de la utilidad con que la brújula de la conciencia selecciona los pensamientos. Tienen algo de parasitarios: se instalan en el árbol de los pensamientos y se alimentan con la savia que van robando cada vez que logran clavar sus dientes en la costra del árbol. Chupan, pero no matan. Son claramente inorgánicos. Pero entran y salen como si fuesen la sustancia misma del organismo. Como alcahuetes en el oído interior, convencen sobre la futilidad de todo otro pensamiento. Pintan otros pensamientos más auspiciosos con colores que no combinan, y así los disfrazan de inverosímiles. Y nosotros, que nos creemos diestros en pensamientos chúcaros, todavía los dejamos hacer ese trabajo desleal.

Un acto gratuito puede provocar una devastación de años o una iluminación de minutos. Hijo de la inspiración o la crueldad, irrumpe en orgías y en velorios, de la boca o de las manos del amante o del vecino. Nos salva tanto como nos condena. Hace relucir la belleza y zozobrar la carne. Por su culpa nos empaña el remordimiento y por su inocencia abrazamos el azar. Engendro de la ocurrencia, el acto gratuito reverbera desde el vacío y colma los huecos con chistes de mal gusto o chispazos del más allá.
El problema de la imperfección de la vida. Solución budista: "Sufrimiento, enfermedad y muerte son ineludibles. Contemplándolos como simple dato de la vida, ni siquiera la juzgamos imperfecta".

¡Cuánta disciplina para semejante desapego! ¡Cuánto rigor para ver pasar este cuerpo como si fuera otro! Trabajar no ya para ganarse el paraíso, sino para objetivar los golpes de la vida en la pantalla de la ecuanimidad. Hasta que la existencia de Dios se vuelva asunto irrelevante. Ni preguntas ni respuestas. Sólo la respiración que nos aleja y arrima al absoluto de la no mirada.

Ya no escribo. Sólo borro lo no dicho de la pizarra de su ausencia.

La poesía mira hacia atrás. Es como si debiera siempre preservar lo acontecido y lo que ya no sucedió, reiterar su adhesión al verbo puro o recién encarnado, a la palabra remota que todavía no se separaba de las cosas. Pero también es la aguja que escarba la herida, reminiscencia de un abandono originario que la poesía no abandona. Desvelo que devela o insomnio que cuida el sueño.

La reputación es el no-ser que somos. Hecha de una larga acumulación de aciertos y desaciertos, los condensa y encarna en un lugar fuera de nosotros. Nos saca lo vivido y lo convierte en un espejo poblado por voces y juicios y miradas. Un espejo sin cuerpo, pero que le comenta al alma la biografía de nuestro cuerpo. Y nos condena, la reputación, a seguir siendo lo que ya fuimos.

Pulida por el viento del desierto, la calavera templa su memoria. Más se blanquea, más pura su recapitulación de lo vivido. Equidistante del aliento que fue y del polvo que será.

Cuando se pierde la familiaridad con las cosas éstas se revelan en su naturaleza última, dejan reverberar la muda locuacidad de su permanencia. O se opacan para siempre, inhóspitas y perpetuas, mostrando el colmillo del sarcasmo.

Una esterilidad por exceso en la cabeza del genio. Son tantas las combinaciones nuevas que borbotean, que nunca logra persistir en un desarrollo único. Se prodiga en proyectos truncos, en melodías interrumpidas por otras que ya empiezan a cantarse en la cabeza. Con la edad adquiere plena conciencia de que su mayor don es, al mismo tiempo, la razón de su fracaso: una inspiración atorada o Un espíritu blando por debilidad, otro por flexibilidad. Uno derramada hacia adentro. Sólo él reconoce todo lo que, duro por sólido, otro por rígido. Empate cerrado entre el incesantemente, se crea en su interior y se condena de problema y la solución, antemano a no cristalizar. El solipsismo lo empaña, la voluptuosidad lo incendia.


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