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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.25 Bogotá Sep./Dec. 2006

 

Ya libre soy. La vida y la muerte de un cuentapropista de 12 años en la Argentina del ajuste

Horacio Vertbitsky

Escritor y periodista argentino. Entre sus libros están Ezeiza, Civiles y militares, El vuelo, El silencio, entre otras obras de análisis de la historia y la realidad argentinas. Preside el Centro de Estudios Sociales y Legales en Buenos Aires y obtuvo el premio en LASA por la mejor cobertura periodística a largo plazo en América Latina.


RESUMEN

La crónica narra la historia de Ricardo Pereyra, un joven de 12 años que habitaba en el municipio de Lanús y vendía jarras y vasos de vidrio de puerta en puerta. Tras exponer cómo fue arrollado por un camión y/o un taxi, el autor devela, a través de la incorporación de diversos diálogos en los que interpela a los padres y hermanos del niño, la vida de una familia de escasos recursos en la Argentina del ajuste.

PALABRAS CLAVE

Pobreza, muerte, religión, tristeza.


"Free i am now. Life and death of a 12 Year Old cuentapropista in Argentina's settling of scores"

ABSTRACT

The chronicle narrates the story of Ricardo Pereyra, a 12-year-old boy who lived in the Lanús municipality, and spent his days selling door-to-door glass jars and glasses. After having described how Ricardo is hit by a truck and/or a taxicab, the author—with the help of multiple dialogues with the boy's parents and brothers—reveals the life of a poor family during the Argentinean settling of scores.

KEYWORDS

Poorness, death, religion, sadness.


A los 12 años Ricardo Pereyra trabajaba por su cuenta 13 horas al día. Desde Lanús Este recorría de cinco a seis horas entre ida y vuelta hasta Merlo, donde caminaba la jornada laboral de un adulto, cargado con jarras y vasos de vidrio que vendía de puerta en puerta. El lunes no volvió a la casilla de un ambiente y letrina al fondo que su padre, sin empleo estable desde hace seis años, subdividió con tres paredes de ladrillo sin revoque, asentada sobre terrenos fiscales, en un vecindario que no se decide a ser barrio o villa, donde Ricardo sobrevivía con su mamá, su papá y cinco de sus diez hermanos. Lo habían embestido un camión y/o un taxi destartalados, cuyos conductores ni se detuvieron, poco después de las cinco de la tarde, a media cuadra de la Plaza Flores. Sin obra social ni protección previsional alguna, el formoseño de rasgos tobas Bruno Pereyra y la gringa colorada Ana María Dezien no sabían qué hacer con el querido cuerpito magullado que les entregaron en la morgue de la Capital. Se hubieran vuelto con él en brazos, si el diario Crónica, la única institución de la sociedad a la que se les ocurrió acudir, no hubiera intercedido ante el municipio de Lanús, que proveyó la ambulancia para el traslado y el ataúd para el sepelio. Desde el miércoles, Ricardo reposa en tierras fiscales del cementerio de Avellaneda, de donde sus padres temen que sea removido si no reúnen los medios para colocarle una lápida de mármol y una cruz para que, por una vez, "tenga como todos", según las palabras que solloza Ana María.

Deme dos

Bruno llegó de Formosa a los 18 años y lo primero que hizo fue enamorarse de Ana María, de apenas 14. Primero nos hemos juntado, porque mi mamá no me quería dar la venia. Después cuando cumplí la mayoría de edad, a los 21, me casé, explica ella. Para entonces ya habían nacido los primeros tres hijos, Norma Beatriz, Jorge Omar y Silvia Liliana, que hoy tienen 26, 23 y 21 años, y que, como Bruno Marcelo de 19, Paula Noemí de 18, y Sofía Alejandra de 16, ya no viven con los padres. Están casados, alojados en casa de los suegros, o en el servicio militar, o, la menor, empleada doméstica con una patrona de Palermo. Sólo quedaban con ellos Raquel Elizabeth, la Eli, de 14, Ricardo Samuel de 12, Alejandro Gabriel de 9, Jonatan Joel de 5 y Abel Benjamín de 4. Los fines de semana se sumaba Sofía Alejandra. Como los nombres son gratis, todos tienen dos.

Residuos

Durante ocho años, Bruno trabajó como recolector de residuos en la municipalidad de Merlo. "No me echaron. Yo renuncié", aclara. "Por motivos íntimos", agrega, y no quiere volver sobre el tema. Pasaron seis años y no consiguió otro empleo efectivo. "Fui a ver varias veces a los concejales cuando iba a haber elecciones. Cuando subió allí el señor Green vinieron afiliados, muchas promesas, pidió los votos. "Con la promesa votamos muchos, y luego el trabajo nunca apareció". Gre-en, dice, marcando con cuidado cada e.

"Luego insistí por el primer concejal que es Carlos Díaz. Ellos me hicieron promesas, antes del voto también. Ganó, ocupó el lugar que él quiso, fui a verlo y me dijo: así como nosotros nos llamamos Carlos Díaz y la mamá se llama Ramona Díaz, así como nos llamamos nosotros, yo le prometo trabajo, seguro, seguro, pero espéreme un cachito, por lo menos dos o tres meses. Luego fui a verle, siempre promesas, pero nunca pasa nada. La última vez que fui le quise hablar al señor Carlos Díaz y no me quiso atender. Fui a la madre y le dije que por qué cuando necesitaban votos, cuando necesitaban de nosotros sí que nos atendían. Pero ahora que ya está acomodado, y gracias a nuestro voto de la gente está allí. Pero por lo menos nos podía haber atendido. ¿Y el trabajo? Y entonces me dijo: Retírese. Y me había echado. Esa fue la última vez y desde ese día no fui más a verlo". Bruno Pereyra no tiene teorías sobre el sistema político y la representación popular. Tampoco es un hombre resentido. Pero no se olvida del primer concejal y de su mamá. "Lógico, me hicieron sentir un poco mal", casi se disculpa.

Cicatrices

En fábricas y obras se quitaba la camisa para la revisión médica, veían la cicatriz en la espalda y lo descartaban. "Usted no, vístase", le ordenaban. "Yo tengo un problema, que estoy operado de la columna hace doce años, aunque soy fuerte y dispuesto a trabajar. Hay tanta gente sana que no querrán tener problema", dice, comprensivo. El último aviso al que respondió pedía personal temporario, con contratos de uno a tres meses. Vio tanta gente en la cola que ni esperó la ceremonia de la camisa. Desde entonces ha dejado de buscar, por lo cual su caso, típico en el Gran Buenos Aires de la desindustrialización, no se computa entre las cifras de desocupados y subocupados de las estadísticas oficiales, en este país en el que "sólo no trabaja el que no quiere".

"Allá en Merlo comenzamos a trabajar en verdura, en las calles vendíamos y era la única manera que podíamos, para los alimentos de los chicos, y todo". Ana María limpia casas por hora en la Capital, dos días a la semana. Le pagan 25.000 australes la hora. Trae 100 o 120 mil cada vez, "porque no consigo para hacer todo el día completo. Cuesta que le paguen como corresponde. Le prometen una cosa y después le pagan menos y cuando uno le pide aumento no le quieren dar". La adolescente Sofía Alejandra se empleó para acompañar a una señora, en Palermo. "Ella no quería cama adentro, porque se siente muy encerrada, eso siempre me lo pidió, porque se siente mal ella, encerrada así, pero no tiene otra posibilidad. ¿Cómo conseguir un trabajo a la edad de ella, y sin estudios secundarios?", pregunta la madre, abrazada a la niña, que con un moño blanco en los cabellos lacios lagrimea en silencio. Los 3 millones de australes que aporta son decisivos en el presupuesto familiar. "La señora sale y estoy siempre sola. Ella quiere que me quede todo el día ahí, y sobre todo a la noche", explica Sofía Alejandra.

- ¿Y durante el día no puede salir?

- El trato se hizo cama adentro—ratifica el padre.

- Con cama no se sale. El sábado recién—notifica la tía Marta—.

Ad honorem

Marta Pereyra es hermana de Bruno. Vive a la vuelta y su casa es un punto importante, por dos razones: tiene televisor, por el que la familia se entera sobre la aparición de nuevos testigos y detalles, y funciona un comedor popular que todos los días sirve un plato fuerte, postre y fruta a noventa pibes del barrio. "Ricardo les llevaba a los hermanitos y les esperaba. Porque los más chiquititos comían despacito y el otro gordito les apuraba. Pero él se sentaba ahí contra la pared, ponía así los piecitos y les esperaba al hermano, hasta que no termine. Tenía paciencia, era muy cariñoso", intercala la tía. Ana María y Ricardo ayudaban a Marta Pereyra en el comedor, abastecido por la Municipalidad, que ella atiende desde hace cuatro años. "Desde hace cuatro años. Yo empecé dando la leche a los chicos. Una vez a la semana la Municipalidad nos baja la carne, la verdura y la fruta, y las mercaderías nos baja cada quince días. En eso la verdad es que el Intendente, en ese sentido, se porta", cuenta Marta.

- ¿Le paga a usted por su trabajo la Municipalidad?

- Noooo—dice con una carcajada franca, dispuesta a ilustrar con indulgencia al ignorante—no, no. Eso es ad honorem. Yo lo hago porque a mí me gusta hacerlo nomás. Ojalá nos pagaran. A veces no tenemos ni para viajar, para ir a buscar las cosas. La verdura la traen siempre, pero las otras cosas no, cuando el camión está roto o no viene, tenemos que ir a buscar.

Sin vuelta

En Merlo ocuparon una casa deshabitada. "Estábamos seguros que no tenía dueño, entonces entramos, pagamos impuestos, pagamos inmobiliario y vivimos veinte años allí. La casa era más grande, pero muy antigua. Nosotros teníamos pensado irnos a vivir a Formosa, donde tengo a mi madre. Fui a visitarla por primera vez en 27 años y comenzamos a ponernos en la cabeza ir a Formosa. Parecía que iba a ser una vida mucho más mejor y menos agitada que acá, pero no salió como tenía que salir", sigue Bruno. El regreso fue una ilusión imposible: por una casita les pedían 2.500 dólares, por un terreno 15 millones de australes. La casa de Merlo no pudieron venderla porque no tenían escritura. "Con esa plata pensábamos disponer para ir a este lugar, pero no se pudo hacer. Estamos haciendo el trámite veinteañales, que está en manos de una abogada", dice Bruno.

En vez del regreso soñado a Formosa, con una camionetita para comprar verduras y gallinas en el campo y venderlas en la ciudad, porque "otro trabajo allá no hay, fuimos a parar a Longchamps, después a casa de mi suegro. Estuvimos un tiempo allí hasta que pudimos reunir vendiendo los vasos. Entonces fue que trabajábamos más fuerte. Luego Dios nos deparó esto y pudimos reunirnos la mitad de esta casita, que era siete quinientos. Le dimos siete quinientos como de seña, y el hombre nos guardó. Porque no quería que entremos porque tenía miedo que entremos y después...como son fiscales ya no pague y no recuperar tampoco. Así que le dimos los siete quinientos y nos esperaba 45 días para darle los otros siete quinientos. Y luego junté yo, entonces, la plata, doce millones, más tres que nos prestó mi suegro. No es el terreno que pagamos sino la casita. Nosotros teníamos ganas de estar, por lo menos, en lo nuestro, con nuestros hijos. Siempre fuimos así. Nos sentimos cómodos, y nos quedamos acá. No estamos desconformes, pero anhelamos vivir un poco mejor. La verdad que haría un poco más falta, por lo menos por estos últimos que quedan, los chicos más chicos, ya tendrían un poco más, una vida mejor, no como los más grandes que tenían que salir a la calle conmigo". Ana María interrumpe: "Nosotros procuramos de tenerles limpitos, de comprarles su ropita. Lo de ser pobre no es ser sucio. Tener la casa pobre pero limpia".

- A sus chicos se les ve limpios, con el pelo bien cortado.

- Yo le corto siempre, a mi esposo y a los chicos, con la máquina de afeitar.

- Desde que me casé no uso más peluquería. No cortará muy bien, pero por lo menos—sonríe por primera vez Bruno—.

- A veces me pongo nerviosa y le como algunos pedazos-. Ella también sonríe. Ambos se miran con un cariño muy antiguo.

Made in Lanús

"Cuando iba yo cargaba cosas pesadas. Ocho o nueve docenas en una caja. El chico me llevaba la parte más livianita, cuatro jarras, que no pesan nada. Los días sábado se vendía mucho, y entonces llevábamos más carga. Ahí iba mi esposa también y el más chico también, Alejandro. Entonces llevábamos cinco o seis cajas con mucha mercadería. Comprábamos por acá, a menos precio", describe Bruno.

Las jarras y los vasos no son importados. Se producen en las fábricas que aún quedan en Lanús. Su vidrio opaco, decorado con flores en relieve, no ganará ningún concurso de diseño. "Comprábamos la jarra a 25 y lo vendíamos ganando siempre la mitad del precio. Vendíamos a 50, a 45, asigún la gente como podíamos largar. Acá en la zona no se vende, porque la gente compra en las fábricas. Entonces comprábamos y nos íbamos a Paso del Rey, a Ituzaingo, a Moreno", dice Bruno. Del cercano sur al extremo oeste, cruzando medio Gran Buenos Aires y toda la Capital.

Caminaban 25 cuadras a las 5 de la mañana para tomar el primer colectivo, aún vacío, porque sólo en la terminal y a esa hora les permitían subir con sus cajas. Luego de una hora larga bajaban en Pueyrredón y Lavalle, caminaban cinco cuadras hasta Once, donde tomaban el tren. Un día bajaban en Merlo, otro en Ituzaingó, Paso del Rey o Moreno, a otra hora de viaje. Desde la estación de destino "caminamos cinco o seis cuadras, buscamos la parte más abajo, porque es donde más se vende. Calles de tierra, casas humildes".

- ¿Y van tocando timbre?—es la pregunta convencional.

- Donde hay timbre sí—es la respuesta que revela el otro país.

- Si no hay timbre, le llamamos: Señora, vendemos vasos, jarra. Y le vendemos.

"Yo me voy por una vereda con las cajas más pesadas, y él por la otra vereda con las cosas más livianitas". Él es Ricardo, al que todos mencionan en presente. Después de siete u ocho horas el vendedor ambulante y sus hijos tomaban el tren hasta Flores y allí el colectivo 85 hasta Wilde. Ese viaje era más largo que el de ida, pero como volvían sin las cajas, podían abordar el colectivo 17, que en pocos minutos los regresaba a la casa ahorrándoles los últimos dos kilómetros de caminata. A las seis o seis y media llegaban de vuelta. Los martes y los jueves ganaban 500 o 600.000 australes. Los sábados, 700 u 800.000, con el trabajo de un hombre, una mujer y dos niños de sol a sol.

Venta y compra

A la hora en que retornaban, las fábricas y los negocios donde adquirían las jarras y los vasos ya habían cerrado, y nunca reunían el dinero que les permitiera acopiar mercadería para dos días de venta. Antes de volver a comprar, necesitaban vender. Por eso salían día por medio. Salvo Ricardo, que algunos lunes iba a entregar los pedidos acumulados el sábado mientras el padre preparaba las cajas para el martes. "Jarritas llevó, en una cajita, ¿cuánto habrá pesado? ¿Cuatro kilos? No, las jarras no pesaban tanto. El se jue solo a llevarme el pedido. Era el mayorcito, el que conoce a los clientes, el que conoce todo, el que iba conmigo. Buenísimo era él. Muy compañero conmigo. Conversábamos mucho. Íbamos juntos. Veníamos juntos. Él ese día fue con la mamá. La mamá fue a trabajar, mi hija también y él llevó la cajita y se fue. Yo el lunes atrás de ellos salí y me fui a comprar, y traje e hice todos los paquetes, y me fui a otra parte a buscar el precio más barato, traje también de ahí, preparé todo para el día martes. Cuando íbamos a comprar tomábamos dos colectivos, y a veces para no gastar, vacíos cuando íbamos, nos íbamos caminando, y a la vuelta que nos veníamos cargados, tomábamos el colectivo. Iba yo con Ricardo y a veces con mi señora, y cuando era poquitito iba Ricardo solo. Estaba acostumbrado a viajar. No es que le pasó porque lo largaron ese día a la calle y no sabía cómo arreglarse".

El reloj

Ese lunes comenzaron a esperarlo a las seis y media. A las once Ana María ya no dudaba. "Bruno, acá a Ricardo le pasó algo porque no es un chico de faltar", dijo. Como ocurrió durante la guerra sucia, la mujer sigue siendo quien enfrenta la realidad sin subterfugios ni complacencias pueriles. A las tres de la mañana salieron a desandar el camino conocido. "Comprá Crónica, a ver si hubo un accidente", insistió Ana María. Consiguieron el diario en el puesto de Pueyrredón y Lavalle, pero no lo abrieron. El quiosquero no había visto pasar a ningún chico con cajitas. La comisaría que hay a media cuadra no tenía registrado ningún accidente.

Recién en el tren rumbo a Merlo, Bruno miró el diario: "Inhumano. Un chico fue arrollado por un camión y el último que le pasó por encima fue un taxi" leyó. "No quise leer, porque ya me clavé en el corazón que podía ser Ricardo. Cuando fuimos cerca de Flores me animé y lo leí todo". El diario decía Pedernera y Rivadavia, allí donde tomaban el colectivo de regreso.

"Entonces yo le dije: Ana agarrate, porque esto es Ricardo. Y le pregunté a un hombre dónde quedaba esa calle. Me dijo que en la esquina de la plaza de Flores. Yo me dije, es Ricardo éste. Ella me dijo, Bruno para qué vamos a ir más. Nos bajamos".

Luego de pedirle la descripción de la ropa, de la comisaría de Floresta los enviaron a la 38ª. "El señor que estaba ahí se quedó un rato mirando, como sorprendido, porque se dieron cuenta por la descripción que le dimos, pienso yo que él es un funcionario, que se da cuenta enseguida. Al ratito dijo acá había una pertenencia, por ahí la reconocen. Yo no sabía si mirar o no mirar. Y dijo: ¿Traía alguna caja? Cuando dijo, yo dije: Ricardo. Ya sabía que era él. ¿Y este reloj conoce? Sí, es Ricardo. Era él". La policía también les ofreció una o dos jarritas rotas recogidas de al lado del cuerpo. "No las quise retirar porque... me quedó el recuerdo de él y lo dejé ahí, para que ellos las tiraran". Les desespera la imagen del niño agonizando en el pavimento, sin que nadie lo auxilie, y los conductores en fuga. Piden justicia, que aparezca quien lo atropelló. "No importa que haya estado muerto, lo hubieran prestado socorro, a lo mejor había una esperanza. Pero dejar así tirado, y correr, eso no se le hace ni a un animal". Los Pereyra tienen sus ideas sobre el mundo, lo que está bien y lo que está mal. "Si no es culpable que aparezca, que aclare. La Justicia no castiga a los inocentes", sostiene Bruno, antes de volver, una y otra vez al momento en que le confirmaron la noticia más temida. Por un momento les tranquiliza saber que Ricardo cruzó con el semáforo verde, como cuentan los testigos. Hasta que el padre saca del bolsillo el reloj de plástico, con dibujos azules. Cierra el puño sobre él y no puede seguir hablando. "Le gustaban mucho los reloj. Este es un relocito que compró en 7.000 pesos. No vale nada", se repone. Lo acaricia con infinita dulzura.

NN

El sensacionalismo de algunos medios de comunicación asedia a Bruno Pereyra. "Yo al oficial le dije, yo lo único que le pido es que no me lo tocaran al chico, que no me lo abran, no quiero que lo toque nadie. Cuando me entregaron ya estaba todo abierto, y cosido como un matambre. Yo voy a pedir explicaciones. Pienso que no debe tener tripas ni nada adentro. No sé yo cómo se maneja eso, pero ellos deberían haber esperado si nosotros dábamos el consentimiento de abrir. En la cabeza lo acepto que le hayan hecho la autopsia, porque el golpe está en la cabeza, pero la parte del cuerpo, ¿por qué? No había necesidad de abrirle el cuerpo, si el certificado dice que el cráneo, y derrame cerebral. Era un poco por demás. No tenía documentos el chico. Estaba como NN. Entró a la morgue judicial, nadie lo reclamaba. Pero pienso que hay una tolerancia de 24 horas si alguien aparece para reclamar el cuerpo para ver qué hacer".

- ¿Los órganos de él adonde están? Porque hay personas que quieren los órganos de las personas que sufren accidentes. ¿Dónde está todo eso, las cosas de él de—se desespera Ana María.

- Yo supongo que al hacer la autopsia no queda nada adentro. ¿Qué le ponen adentro, papel, lo rellenan?— pregunta la Tía Marta.

- No. La autopsia es una obligación legal, pero no le sacan nada.

Entonces, por un momento, se tranquilizan. "Lo velamos acá. El intendente me consiguió el cajón y la cochería. También me ofreció un trabajo en el municipio. La carita tenía sana, tenía golpes, moretones, pero no había deforme en él. Ellos querían cerrar pero yo le pedí por favor que no cierren, que queríamos verle. Y no cerraron. El único problema que tenía era la pierna. Yo le besé los pies, para ponerle una media, y estaba quebrado, los huesitos le salían. Y otra parte de la pierna que le gastó el pavimento", evoca el papá. Las preguntas sin respuesta se reanudan. "No sabemos si lo atropelló y lo tiró o si lo arrastró, por el raspón en la piernita", cuenta la tía, como si su interlocutor pudiera contestarle.

Goles

"Yo no lo veo muerto. Yo no pienso cómo está en el cajón. Lo veo en mi pensamiento como era él. No alcanzo a reaccionar todavía que él está muerto, no puedo creer. No puedo hacerme la imagen que él está muerto", repite el padre. "Pienso que va a llegar en cualquier momento, o lo vemos riyéndose o jugando, o peleando con los hermanos, sacándose las bolitas", dice la madre. "A Ricardo le gustaba el partido", informa Alejandro, el hermano de 9 años. "El partido de River. Escuchábamos por la radio", aclara. "Anoche, como sabía que el hermano quería uno de esos cohetes, le tiró en nombre del hermano uno de esos cohetes. Pero él estaba muy triste. Igual que ahora, que está temblando", dice Ana María, contra quien se recuesta el niño, de inconmensurables ojos negros. "Ricardo se compró dos vasitos de River, que los voy a guardar para mi recuerdo. Le gustaba el fútbol y quería seguir de mecánico. Era muy inteligente y tenía una agilidad tremenda, iba corriendo por la calle, daba una vuelta en el aire, caía parado y los chicos le miraban. Yo le decía, Ricardo no lo hagas más en el pavimento, te vas a romper el espinazo. Qué me voy a romper decía", acota el padre. "Quería que lo anote en el fútbol. Pero no teníamos medios, ni cómo llegar a una persona que lo haga ensayar para que cuando sea grande pueda entrar en el fútbol", agrega la madre. "Allá en Libertad sí, lo anotamos en el Middland y fue un tiempo al fútbol. El que enseña decía que era el mejor. Sabía hacer los goles, él se mandaba todos los goles", se anima la hermana.

La culpa

Los Pereyra son gente mansa. Como no se interrogan sobre la sociedad en la cual vivió y murió Ricardo, descargan sobre sí todas las culpas. Primero las culpas por la vida.

-Tenía muchos planes, de comprarse cosas para él, muchas cosas que le gustaban, para él. No pudimos juntar para comprarle, ¿cómo se llama esa cosa grande?- pregunta el padre.

- Una patineta—precisa la tía.

- Sí, una grande.

- Un esquí—dice la madre.

- Sí.

- Un skate—corrige la hermana.

- Eso andábamos queriendo de comprar. Como todos los chicos quería, pero no lo pudo tener—agrega Bruno.

- Ellos nunca tuvieron juguetes buenos. Nunca pudimos darles los gustos—se acongoja Ana María.

- Para fin de año, con los cumpleaños, nunca recibieron nada, porque no podíamos. Quería para su bicicleta y cuánta cosa, pero yo le decía: "Ya te voy a comprar". Yo sé que era promesa nomás, porque ¿de dónde iba a sacar?— completa el padre.

Luego, las culpas por la muerte. En el velorio hubo quienes dijeron que el accidente ocurrió porque los padres mandaron a Ricardo solo. "No teníamos otro remedio", se excusa Bruno. "Y luego me consuelo porque digo si le iba a suceder, le iba a suceder estando conmigo, o cuando iba a cruzar la calle o cruzar General Belgrano que es peligroso, o hacer un mandado". Pero no se convence. "Quizás pasó porque no jui yo. Porque cuando voy con ellos, con los dos que ando los días sábado, los agarro de la mano a los dos y cruzamos los tres. Cuando llegan a la vereda, los largo. Y si iba conmigo quizás no le sucedía". Su mente atormentada no puede detenerse. "Yo siempre le decía cuídate. ¿Cómo vas a pasar la calle? La luz verde, ya sé papá, la luz verde, tengo que fijarme acá, tengo que fijarme allá, me decía. Pero acordate Ricardo, le insistía". La religión tiene las respuestas adecuadas, es el único consuelo de aquellos para quienes la vida es un infierno. La angustia de la muerte se sublima en una ilusión de felicidad. Los Pereyra son muy creyentes, evangélicos. Después de la semana de trabajo que los dispersaba, el domingo se reunía toda la familia. Comían en la casa e iban a la Iglesia. "A Ricardo le gustaba mucho. Tocaba la batería, se iba a ensayar, y andaba contento. La muerte nunca no tiene la culpa. Nadie acepta que murió porque le llegó la hora. Siempre hay una culpa. ¿Por qué le habrá mandado solo? Si no hubiese ido solo no le hubiese pasado. ¿Por qué le habrá mandado a comprar esto? Si no le hubiese mandado no le hubiese pasado. O si le pasó ahí enfrente, ¿para qué le mandé enfrente a comprar una gaseosa y no me fui yo? Si no, no le hubiese pasado. Siempre hay alguien a echarle la culpa. Y por más que le echemos la culpa a alguien la vida ya no va a venir". El miércoles comenzaba una campaña. Ricardo tenía que reemplazar al otro baterista en la Iglesia y estaba muy ilusionado. Tartamudo desde el nacimiento del hermano siguiente, el domingo sintió que podía cantar y lo intentó. "Le salió muy lindo, como nunca le había salido. Todos ahí en la Iglesia gozaron por como él cantó. Y a la venida del domingo, que no pudimos tomar colectivo, volvimos caminando por el camino y él cantaba un corito. Y le dice la mamá: ¡Qué bien que te sale!". El texto del himno decía: "Ya Jesús mi pecado borró, ya libre soy".

(24 de noviembre de 1991)

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