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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.25 Bogotá Sep./Dec. 2006

 

Cine colombiano 1915-1933: la historia, el melodrama y su histeria

Hugo Chaparro Valderrama

Escritor, poeta y crítico de cine colombiano. Premio Nacional de Poesía en 1998. Actual director de los Laboratorios Frankenstein.


RESUMEN

El autor recorre la historia del cine en Colombia en sus primeros años, desde 1915 a 1933. Analiza el carácter de las producciones pioneras, entre ellas, las películas realizadas por los Hermanos Di Doménico y propone reflexiones sobre el miedo a verse como país. La moral tendenciosa, la tragedia pasional, la construcción del melodrama son algunos de los tias que propone el autor en su lectura de los inicios sociales del cine en Colombia.

PALABRAS CLAVE

Cine, cine colombiano, representación, Di Doménico.


"Colombian cinema 1915-1933: its history, melodrama and hysteria"

ABSTRACT

The author presents an overview of the history of cinia in Colombia during its early years—1915 to 1933. He analyzes the nature of pioneer productions—among thi, the movies of the Di Doménico brothers—, and reflects on the idea of seeing the country projected in films. Tendentious morality, passionate tragedy, and the construction of melodrama, are some of the topics presented by the author in his reading of the social introduction of cinia in Colombia.

KEYWORDS

Films, Colombian cinia, representation, Di Doménico.


A Jorge Nieto,
Diego Rojas
y Leila El'Gazi,
arqueólogos del
cine colombiano;
a los misteriosos realizadores
de una película no menos misteriosa,
presentada en Medellín hacia 1906:
La muerte de un mosquito del Magdalena.

Pero ella, fiel al consejo de su padre,
defiende su dignidad,

sostenida A COSTA DE TANTOS SACRIFICIOS.

Cartel de Alma provinciana
(Félix Joaquín Rodríguez, 1926) .

Una traducción, en clave melodramática, de los temores patrióticos y sentimentales que asaltaron a Colombia a principios del siglo XX, se registró en las pantallas de 1915 cuando de forma riesgosa fue proyectada una película que desde entonces sería un sinónimo del infortunio. El drama del 15 de octubre, realizada en Bogotá por la empresa Di Doménico Hermanos, cifró el carácter vergonzante de una comunidad a la que no es difícil considerar como una de las más cinematográficas del mundo por la obsesión con su imagen, más todavía cuando enseña el caos que nos agobia 1. El heroísmo que identificó a Rafael Uribe Uribe durante la Guerra de los Mil Días (1899-1901) y el homenaje que intentaron los Di Doménico al año de cometerse el magnicidio de Uribe, fue visto de manera recelosa, sintiéndose vulnerados los idólatras del General por la imposible reunión de su estatura titánica con el invento del cine que despertaba censuras.

Considerado en las décadas de 1910 y 1920 como escuela del crimen, tiplo de dudosa sensualidad y causa de perversión para almas candorosas que podían sufrir trastornos irreparables en el abismo de sus instintos, el cine resultaba inadmisible, si no francamente obsceno, para conciliar los términos entre la Historia y la pantalla que entonces no era otra cosa, para las buenas conciencias, que una expresión mundana capaz de evidenciar el truco de criticar en público lo que se disfruta en privado. La intención que animó a la familia Di Doménico para realizar El drama del 15 de octubre, aprovechando la sombra que trazaba el general en la mioria del país, sugiere la aceptación que desea un inmigrante buscando el beneplácito de la comunidad que lo acoge.

La rutina era frecuente para los exhibidores que recorrían el mundo a finales del siglo XIX y principios del XX, desconcertando a su audiencia con el prodigio del cine. La cámara lograba derrotar la muerte o, al menos, hacerla un poco más leve; mostraba cómo la vida, registrada en las imágenes, recuperaba el pasado y lo convertía en presente durante una proyección. Un acto de ilusionismo que atenuaba la distancia entre las provincias y el resto del mundo, seduciéndolas con el milagro del que hacía parte el público. No en vano, después de que en Argentina se conociera el invento, un 6 de julio de 1896, la retórica que entonces acomodaba el lenguaje al desconcierto inicial, bautizaría al proyector con el nombre de vivomatógrafo.

La estrategia de los emsarios Lumière, que a partir de febrero de 1896 llevaron la buena nueva del cine alrededor del planeta, consistía en exhibir primero las películas de la empresa, filmando al día siguiente las calles de la ciudad y a sus transeúntes para sorprender aún más a la audiencia que reconocía su entorno, proyectado sobre un telón que perpetuaba el hechizo. Lo que sorprendió en México a los primeros espectadores que tuvo el kinetoscopio de Edison: ver "criaturas tan cristianas como nosotros y tan animadas por almas como lo están las nuestras" (González Navarro, 1970, p. 21) .

La vanidad consentía a todos los que veían—o creían ver—su reflejo en el cine, sintiendo que las imágenes eternizaban los rasgos del espectador ansioso por olvidar un momento su precariedad mortal. "Así, a lomo de mula, el italiano Carlo Valenti estrenó en Quito, el 9 de julio de 1906, el primer documental filmado en Ecuador: La procesión del Corpus en Guayaquil. 'Agradó muchísimo la Procesión del Corpus pues el movimiento exacto y el parecido igual de las personas allí retratadas causó agradabilísima impresión al Auditorio que con continuados aplausos pidió la repetición de tan curiosa cinta'" (Estrella yGranda, 1992, p.171) .

El carácter documental de las primeras películas se convirtió, inconscientiente, en una exigencia. Si el cinematógrafo reproducía la vida, registrando la crónica de las ciudades donde empezó a exhibirse hacia finales del siglo XIX y animando con su movimiento las fotografías del álbum familiar, la ficción no era otra cosa que una farsa con la que se desvirtuaba el propósito del testimonio. Tras el prestigio adquirido en México por Ferdinand Bernard y Gabriel Veyre, contratados por la familia Lumière, la recreación que planearon de un duelo a pistola en Chapultepec protagonizado por un par de diputados, transformó el prestigio en suspicacia pues era inadmisible que el cinematógrafo se propusiera "mentir", jugando con la buena fe de todos los que suponían la verdad explícita en sus imágenes.

Entre el engaño y la estafa, surgieron los improperios de los periodistas que en un principio alabaron la utilidad de la cámara para registrar el mundo tal como era, resintiendo luego la posibilidad de que ese mismo aparato fuera una máquina de invenciones.

Se hizo de la religión un pretexto que santificara al cine y le otorgara el prestigio que sufría de altibajos en la opinión del público, adjetivado entonces como el respetable— aunque sus reacciones no fueran del todo respetuosas con los primeros exhibidores: amenazaba al proyeccionista, destrozaba las sillas de los teatros y, cuando la furia se desbordaba, iba hasta la casa de los empresarios a romper los vidrios de las ventanas—.

No importaba tanto la trama como el tia y en las industrias nacientes de Francia y los Estados Unidos, la Biblia era un guión que apaciguaba los ánimos cuando el público asistía, de forma inspirada y devota, a ver películas filmadas en clave divina como La Pasión (Zecca, 1905) o La Pasión según Oberammergau (Vincent, 1898) , presentada en un centro de diversiones de Nueva York al que llegó una legión de sacerdotes y parroquianos, según los cronistas de la época, transformando el lugar en algo parecido a una iglesia. Los hermanos Di Doménico siguieron el ejemplo de sus predecesores: seducir al público con películas importadas—en este caso folletines italianos protagonizados por mujeres hipersensuales, maquilladas con ojeras que les llegaban más abajo del escote, haciendo de su lujuria una profesión artística—, aprovechando el dinero que dejaba la taquilla para ipezar a filmar y producir documentales y melodramas que hicieran pensar al público: el cine ya es de nosotros.

Hacia 1913, los Di Doménico exhiben en Medellín parte de la que es ahora su arqueología cinematográfica—El escudo de Antioquia; Retratos de los próceres y del Presidente de la República; Hidroplanos—, anunciando un par de años después que tienen "para vender o alquilar" otros títulos: dramas y comedias—La hija del Tequendama; Dos nobles corazones; Una notabilidad rural; Ricaurte en San Mateo-, y películas religiosas—Procesión cívica del 18 de julio de 1915 y La fiesta del Corpus y de San Antonio—. Aun así, el aire de santidad no tardaría en corromperse. La confusión entre el carácter documental del cine y las primeras ficciones, contribuyó a que el orgullo herido del país hiciera responsables a los Di Doménico de manipular la historia nacional con visos tan espectaculares como sórdidos.

Si don Antonio Carreño había decretado en su Manual de urbanidad y buenas maneras, publicado por entregas en 1853 "para uso de la juventud de ambos sexos", que todo cuanto hay de grande y sublime "se encuentra compendiado en el dulce nombre de PATRIA", ofreciéndonos el suelo en el que vimos por primera vez la luz desde "recuerdos patéticos y estímulos a la virtud, al heroísmo y la gloria" (Carreño, 1966, p. 20) , El drama del 15 de octubre vulneró al público que no encontró en la película un tratamiento grandioso, sublime o virtuoso que honrara la dignidad de Uribe Uribe.

La proeza de los Di Doménico se adelantó a su tiempo tanto por el carácter de insólito—y accidental— vanguardismo, como por sacar a flote la suspicacia y el miedo que suele tener Colombia cuando se ve en la pantalla y se pregunta, desconcertada: ¿así somos? Primero: los monstruos existen pero, ¿por qué exhibirlos como criaturas de circo? Cuando a los Di Doménico se les ocurre contratar a Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, los asesinos de Uribe Uribe, para que reinterpreten, un año después del crimen, sus papeles de villanos, la transfiguración de una realidad sombría hecha aventura fílmica magnificó el fastidio ante las "recreaciones" con base en hechos reales.

Segundo: ¿y adiás de criminales, hay que pagarles un sueldo? Lo asesinos salieron todos los días de la cárcel a filmar, recibiendo un sueldo por su trabajo, pensando los Di Doménico que así sería más fácil convencerlos y ablandar su recelosa actitud, "negativa y grosera" cuando la prensa intentó sacarles unos retratos.

Tercero: nuestra violencia hecha cine tuvo en los dos asesinos a sus primeras estrellas. Los periodistas de entonces anotaron, energúmenos, que Galarza y Carvajal salían en la pantalla "gordos, satisfechos y envalentonados", comerciando con "su triste y aterradora celebridad". Adiás de esto tildaron de "inmoral" a la película, agregando que mostraba un "reflejo deficiente de los funerales", que exhibía cínicamente a los asesinos, concluyendo que "no es cristiano ni moral explotar de esta manera la sagrada mioria del muerto".

Cuarto: el que critica, sufre. Rechazada por empresarios teatrales que detestaban a Uribe y no quisieron mostrar El drama del 15 de octubre; alabada en Medellín como "película interesante que no contiene ningún pasaje inconveniente", la discusión la zanjó un crítico energúmeno que no dudó en disparar al telón en el que vio al general, riatando, literalmente, al héroe asesinado.

Quinto: ironía vs. censura. El tiempo nos heredó una broma involuntaria que burla de algún modo el rigor de la censura: la intolerancia y la furia que desató en el país la muerte de Uribe Uribe revelada en celuloide, se redujo a una imagen, que cifra la picaresca de la historia nacional, en la que una mujer encarna a la libertad, flanqueada por dos coronas mortuorias.

Sexto: la familia Di Doménico, después de tantos problemas, se refería a la película hablando de ella "pasito". "Todos sabios cómo son de delirantes los pueblos cuando de sus caudillos se trata", escribió un periodista en el diario El colombiano (19/XII/28) , refiriéndose a la segunda biografía cinematográfica que se realizó del general en el país: Rafael Uribe Uribe (o el fin de las guerras civiles en Colombia) . Habían transcurrido trece años desde el escándalo que significó el Drama y de las imágenes que filmó Pedro Vásquez, un actor español que conjuró eventualmente la miseria con esta película, sólo nos queda el recuerdo de un periodismo exaltado que aprendía sobre la marcha a escribir sobre cine. La confusión entre el provincianismo tratando de salvar sus límites con la tecnología hecha arte, obligó a que el disparate maquillara la pobreza: cuando los productores creyeron que publicando fotografías robadas a una revista tan popular de la época como Caras y Caretas, para presentar a un grupo de mujeres argentinas como actrices contratadas por los productores de Rafael Uribe Uribe, ayudaría al espejismo de prestigio y elegancia con el que estaban soñando los productores del film, la trampa fue denunciada con irascible rencor por un periodista en El bateo ilustrado (4/VIII/28) :

    Los empresarios de la citada película no hicieron más que reproducir fotograbados de Caras y Caretas y meternos la caña de que son señoritas de nuestra sociedad. Así sería mogollo este asunto de propaganda. Ahora verán que de cualquiera otra revista reproducen los clichés de unos cuantos personajes y nos dicen que son los tipos que van a actuar en la película. Y después copiarán escenas de quién sabe qué cintas extranjeras y nos querrán hacer creer que son de la que ellos preparan. Y nos enseñarán la efigie del Príncipe de Gales diciéndonos que es don Pedro Vásquez y la de Ramón Novarro asegurándonos que es Efe Gómez [guionista de la película] y así por el estilo.

    Y todavía si supieran hacer estas trampas. Pero miren ustedes que reproducir clichés de Caras y Caretas, una revista tan popular, y reproducirlos de un número recientísimo (...) Ellos dirán que esto es para la masa ignorante y poco leída. Pues no; tampoco abusen porque los ven chiquitos.

    Y sobre todo este truco contra quien va más directamente es contra de las respetables damas que prestaron su concurso para la filmación del drama. Es como decirles: a ustedes no las podios sacar en fotograbados y tenios que echar mano de otras más bonitas. Yo, siendo colaboradora me les quito y hasta les quiebro sus aparatos en la cabeza.

    Y ya que hablo de esta propaganda tan mal comenzada, diré otra cosa: ¿De dónde sacaron que don Pedro Vásquez es experto en filmación? Hasta ahora lo conocíamos como un actor apreciable y como un amigo caballeroso. ¿Pero experto en cinematografía? Expertos son vacas (...) Del drama mudo ideado por Efe Gómez no aventuro nada porque no lo conozco; pero si va a ser como el drama hablado que nos dio el otro día, va a haber mucha tela qué cortar (Duque, 1992, pgs. 229-230) .

El cine es preferible verlo antes que leerlo. Sin embargo, cuando no se puede ver, el testimonio escrito sugiere la formación—o deformación—de un público alrededor de la pantalla.

A finales de los años 20, la figura del general seguía siendo polémica. Los periodistas que escribían en El bateo ilustrado honraban un liberalismo a ultranza, vigilando celosamente la mioria de su héroe. Cuando tuvieron noticias de este segundo episodio ciniatográfico alrededor de Uribe Uribe, tildaron al equipo de producción de godos que mancharían su legado. El rodaje no fue para ellos nada más que un crimen. Otro magnicidio disfrazado de arte escénico. Se llegó al extrio de amenazar públicamente a los realizadores con una denuncia, hecha a nombre de la caridad y el deber, elevada desde las páginas del periódico ante el Papa, el Nuncio y ante toda autoridad. No importó que Tomás Carrasquilla hubiera escrito sobre Efe Gómez, refiriéndose a él como "una potencialidad desproporcionada a nuestro medio incipiente y montañero". El único argumento que tenían a su favor los productores para conjurar la prevención—es decir, el prejuicio—era la película. Después de verla, El bateo ilustrado presentó excusas a los empresarios por la forma como los había acusado de su fraude publicitario, sin evitar la reconvención estética, sutil y delicada: "el señor Vásquez no entiende ni jota de estos asuntos de filmación (...) no es un experto, un técnico ni cosa que se le parezca (....) no nos hios engañado al considerar al señor Vásquez como un lego en la materia".

Mientras que los Di Doménico aguantaron el tiporal ocasionado por el Drama, resistiendo las pretensiones de un tiperamento engreído y provinciano como es el bogotano, Pedro Vásquez regresó a España con el dinero que recibió tras su debut precariamente fílmico. La historiadora Edda Pilar Duque, en su libro La aventura del cine en Medellín (1992) , concluye su recuento de las escasas virtudes y múltiples calamidades que invocó Rafael Uribe Uribe para sus cronistas cinematográficos, recordando cómo, algunas personas que vieron El fin de las guerras civiles en Colombia, la consideraban como otro esfuerzo fallido, no del todo excepcional para lo que se produjo durante los primeros años del cine colombiano. "Coincidieron todos, sin ibargo, en que lo mejor, lo único quizá, eran las leyendas redactadas con estilo encumbradamente patriótico por Don Efe" (Duque, 1992, pgs. 221-242) .

La pantalla sirvió entonces como telón de fondo y pretexto para comprender la historia con el vigor de la histeria. La leyenda con la que se inicia Garras de oro (P. P. Jambrina, 1928) , sobre la pérdida del Canal de Panamá a manos de Theodore Roosevelt, anuncia: "Cine-novela para defender del olvido un precioso episodio de la historia contemporánea, que hubo la fortuna de ser piedra inicial contra uno que despedazó nuestro escudo y abatió nuestras águilas". Se trataba, una vez más, del cine como detonante alrededor del cual se cifraba el destino de un país a través de sus imágenes.

Programas como el exhibido en el Teatro Municipal de Bogotá hacia 1907, en el que se anunciaban La procesión de Nuestra Señora del Rosario; Los perros contrabandistas; La vuelta al mundo por un policía secreto, en la cual se conocen las costumbres de varios países del globo; la Vista del bajo Magdalena en su confluencia con el Cauca— asegurándose que sería vista ¡en colores!—, no alteraban los nervios del respetable que agradecía el artificio de atenuar su enclaustramiento mientras descubría el mundo cruzando por la pantalla.

El lado oscuro del espectáculo se descubría en el carácter de una moral tendenciosa, que marcaba a las mujeres y eximía a los hombres cuando querían reprimir a las doncellas ansiosas por ganar su independencia—cifrada por otras circunstancias que hoy en día pueden parecer disparatadas pero que, en su momento, simularon una batalla campal: a las muchachas que en el México de los años 20 decidieron cortarse el pelo, se les agredió tanto como se les defendió, hasta el punto de fundar el Club Propelonas en el que se organizaron para poner en su sitio a la barbarie representada por los miembros del sexo trípode; durante la misma década, en los Estados Unidos, las jóvenes turbulentas que gozaban con el charleston y el jazz, estrieciendo como venados pecaminosos sus piernas y caderas blancas, eran consideradas, por una comunidad anglosajona y protestante, extravíos raciales plenos de sensualidad—.

Un estigma, la censura contra el gozo, que agobió en Colombia a los pioneros del cine mudo cuando buscaron actrices para trabajar en la pantalla donde se vieron películas de tono romántico o melodramático como Aura o las violetas (Garzón y Di Doménico, 1924) , Suerte y azar (Cantinazzi, 1925) o El amor, el deber y el crimen (Garzón y Di Doménico, 1926) .

La tragedia pasional era casi inevitable. Su carácter melancólico ennoblecía el espectáculo según la pedagogía moral que intentaran las películas o la casta, real o imaginaria, de sus protagonistas. Criticar negativamente la adaptación de María (Calvo y Del Diestro, 1922) habría sido como enjuiciar a la Virgen—de hecho, fue uno de los primeros éxitos del cine colombiano, dentro y fuera del país—. La exigencia de Arturo Acevedo Vallarino cuando preparaba el rodaje de Bajo el cielo antioqueño (1925) , pidiendo que se buscara el reparto "entre la gente más distinguida del Medellín de esa época", permitía suponer el beneficio económico y la recepción de un melodrama en el que aún se respira su atmósfera de crónica social con disfraces y registro fílmico. Los otros eran leprosos angustiados por la enfermedad—Como los muertos (Garzón y Di Doménico, 1925) —o por la ausencia forzada para evitar el contagio, retirándose el marido de un hogar sin sosiego por causa de un estudiante que trata de seducir a la esposa solitaria, inconsolable, pero, por encima de todo, virtuosa—La tragedia del silencio (Acevedo, 1924) — compartiendo el escenario con jóvenes encaprichados por amores que franquean las diferencias de clase modelo Roberto Ledesma cantando en un bolero "tú tan alta, yo tan bajo"—Alma provinciana (Rodríguez, 1926) — o novias comprometidas con las que juega el destino, ansiosas por dar con otro, no precisamente con el novio, ese mal paso que aturde cuando trae complicaciones—El amor, el deber y el crimen—. "El solo hecho de presentarse profesionalmente en un escenario y, por afinidad, en una película, era muy mal mirado", recordaba en una entrevista Pedro Moreno Garzón, codirector de las primeras—y únicas—películas de los Di Doménico. Adiás de esto, "la censura departamental era muy estricta, por ejemplo, respecto a los besos que debían ser muy rápidos, ya que los lentos no se admitían" (Salcedo Silva, 1981, pgs. 85-87) .

Para trabajar en la Colombia Film Company que se fundara en Cali a principios de los años 20, se contrataron a dos actrices italianas: Lyda Restivo, de nombre artístico "Mara Meba", y Gina Buzaki. Moreno Garzón y Vincenzo Di Doménico sacrificaron el dramatismo de Aura o las violetas por el recelo moral:

    En una casa del costado oriental de la avenida de la República entre calles 24 y 25 se asomaba al balcón de su casa (lo que hacían diariamente señoras y señoritas bogotanas al caer de la tarde) , una muchacha muy bonita de rostro suave y dulce, el ideal para representar a Aura. Se llamaba Isabel von Walden y, al proponerle que si quería trabajar en el cine, aceptó por ser hija de extranjeros y no compartir los prejuicios contra los actores. Encontrar el galán también fue muy difícil pero se encontró en Roberto Estrada Vergara, joven de aspecto agradable, distinguido, "durito" de actuar como una piedra, debido a su falta total de experiencia de actor, falla que compartía con su compañera, aunque para ambos el resultado final fue bastante satisfactorio (Salcedo Silva, 1981, pgs. 85-87) .

El respetable seguía la buena o mala fortuna del cine en Colombia, su laboriosa artesanía guiada por la pretensión de convertirse en arte algún día. Los apoyos literarios, la dignidad nacional puesta en juego cuando las buenas conciencias decidían qué había que ver y cómo, el ardor melodramático que atormentaba a los personajes por culpa de sus pasiones, despertaron la curiosidad pero no el entusiasmo que ayuda a fortalecer el desarrollo y la producción continuas por las que se define, en el transcurso del tiempo, una industria.

Si los hermanos Di Doménico se atrevieron a recrear el magnicidio de Uribe Uribe, anticipando una convención moral que permanece en Colombia—ocultar nuestras miserias mostrando nuestras virtudes—, el periodo del cine mudo terminó, sorpresivamente, con alabanzas y aplausos. El 12 de junio de 1933 se anunciaba en el periódico El Tiempo un gran estreno para el día siguiente en el Salón Olympia de la ciudad de Bogotá: Colombia victoriosa (Álvaro y Gonzalo Acevedo, 1933) , "la Grandiosa Película Nacional que refleja en la pantalla todos los acontecimientos de la guerra colombo-peruana desde el primer grito de combate del 1o. de Septiembre de 1932 hasta la marcha de la paz del 10 de Junio de 1933".

Luis González y Jorge Nieto anotaron sobre la película en su Archivo histórico cinematográfico colombiano de los Acevedo (1987) , destacando la victoria de la imaginación sobre la dificultad:

    Álvaro viajó al Sur [en septiembre de 1932] con la flotilla de barcos colombianos para registrar los detalles de la expedición punitiva. Pero aunque pasó meses en el sur, no pudo estar en las escaramuzas de Güepi y Puerto Arturo. La guerra, adiás, no era visible. No era filmable.

    Sin ibargo, no se amilanaron. Álvaro registró todo lo que vio: la vida cotidiana de los soldados, los patrullajes por caños y ríos en barcos camuflados, el entierro de los muertos por la malaria y la izada final de la bandera colombiana.

    En Bogotá, entre tanto, Gonzalo se las ingeniaba. Puso en escena combates, utilizó pedazos de películas norteamericanas de guerra para ambientar, fabricó en maqueta el caserío de Güepi y trucó los bombardeos.

    Lo que los bogotanos vieron el 13 de junio de 1933 en los teatros Olympia y Real, con el pomposo nombre de Colombia victoriosa, fue el esfuerzo de unos documentalistas imaginativos que se exprimieron el cerebro para dar aliento épico a un incidente bélico que solamente arrojó siete muertos en combate. El público, ingenuo, aplaudió, vibrando de emoción patriótica.

¿Podía ser de otra manera? La imaginación ayuda a soñar con otra suerte. Mientras que Gabriel Veyre, el farmaceuta francés que trajo el cine a Colombia, alcanzó el nivel de un mito cuando viajó a Cuba y México, tan pronto como llegó al país presagió nuestro destino. Primero se había enfrentado con un "abominable tramposo" que lo metió en problemas cuando estaba en Venezuela, obligándolo a esconderse en Fort de France (Martinica) , donde estuvo sometido al sopor de un lazareto. Viaja luego a Cartagena, en septiembre de 1897, soñando con navegar por el río Magdalena. "¡Qué mala noche pasé!", escribe. "Los mosquitos me devoraron literalmente [...] No nos dan más que un catre para dormir". La comida le fastidia y el sufrimiento es peor cuando ve cómo el paisaje se estanca en frente suyo debido a la lentitud con la que avanza el vapor en el que aguanta con pena su aventura tropical. Extraña Francia y regresa. Pero antes, en Barranquilla, se encuentra con un paisano, abrumado por la fiebre que ya conocía Veyre, contagiándole el delirio y el pesado sufrimiento de alguien que se cree muerto. Vende su equipo Lumière y dice adiós, para siempre, a Colombia y al destino que entonces nos heredó, un destino que tratamos de vivir y de salvar como mejor nos parece.


Comentarios

1 Aparte de considerarse que el público perdía su cultura habitual cuando las luces de los teatros se apagaban y que los niños, los lustrabotas y los sospechosos de siempre se adiestraban con las películas para sus fechorías, también se llegó a la conclusión de prohibir en el extranjero la película Como los muertos, realizada en 1925 por Pedro Moreno Garzón y Vicenzo di Doménico, ya que su protagonista "aparecía señalado con el terrible mal bíblico" (la lepra) , opinando el respetable "que se debía cambiar la enfermedad de Don Manuel por cualquier otra menos lesiva para nuestros intereses económicos", de lo contrario bajaría sensiblemente el precio del café en el mundo.


Referencias

Carreño, M. A. (1966) . Manual de urbanidad y buenas maneras. Bogotá: Editorial Voluntad.        [ Links ]

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Nieto, J. y Rojas, D. (1992) . Tiempos del Olimpia. Bogotá: Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano.        [ Links ]

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