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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.26 Bogotá ene./abr. 2007

 

 

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE: EL INDIO EN LA LITERATURA CRIOLLA EN
COLOMBIA Y VENEZUELA DESPUÉS DE LA INDEPENDENCIA

 

CIVILIZATION AND BARBARISM: THE INDIAN IN COLOMBIAN
AND VENEZUELAN CREOLE LITERATURE AFTER INDEPENDENCE

CIVILIZAÇÃO E BARBÁRIE: O ÍNDIO NA LITERATURA CRIOLLA NA COLÔMBIA
E NA VENEZUELA DEPOIS DA INDEPENDÊNCIA

 

Carl Henrik Langebaek

Antropólogo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Ph.D. en Antropología de la Universidad de Pittsburgh, EE.UU. Actual Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. También se desempeña como profesor del Departamento de Antropología de la misma Universidad. Correo electrónico: clangeba@uniandes.edu.co


Resumen

Este artículo tiene como objetivo hacer un seguimiento comparativo de las literaturas románticas decimonónicas colombiana y venezolana con tema indígena. Su objetivo es establecer un contraste entre el manejo de la imagen del indio en esa literatura y la que se produjo durante la guerra de Independencia. Se propone que la literatura Romántica reintrodujo el tema de la diferencia entre el indio civilizado y el salvaje, dejada intencionalmente en un segundo plano durante dicha guerra. Adicionalmente, se propone que el referente de indio “civilizado”, más común en Colombia que en Venezuela, implicó un acercamiento distinto a la noción de progreso, positivismo y evolución.

Palabras clave: Muiscas, Romanticismo, indios, Colombia, Venezuela, literatura.


Abstract

This article compares how nineteenth-century Romantic literature in Colombia and Venezuela treated the fi gure of the Indian. Its principal aim is to contrast the image of the Indian in this literature to that created during the wars of Independence. The article argues that Romantic literature reintroduced the idea of the difference between civilized and wild Indians that had been intentionally de-emphasized during the wars. Moreover, the article suggests that the idea of the “civilized” Indian, more common in Colombia than Venezuela, implied different approaches to notions of progress, Positivism and evolution.

Keywords: Muiscas, Romanticism, Indians, Colombia, Venezuela, literature.


Resumo

O objetivo deste artigo é fazer um seguimento comparativo da literatura romântica colombiana e venezuelana do século XIX que contempla o tema indígena. O artigo faz um contraste da forma como foi gerida a imagem do índio nesta literatura, a qual se produziu durante a guerra da independência. A análise propõe que a literatura Romântica reintroduziu o tema da diferença entre o índio civilizado e o selvagem, quando intencionalmente tinha sido deixada no segundo plano durante a guerra. Adicionalmente, propõe-se que o referente de índio “civilizado”, mais comum na Colômbia que na Venezuela, implicou uma aproximação diferente da noção de progresso, positivismo e evolução.

Palavras-chave: Muiscas, Romantismo, índios, Colômbia, Venezuela, literatura


El objetivo de este artículo es analizar la imagen del indígena en las literaturas colombianas y venezolanas del siglo XIX posteriores a la Independencia. Recientes trabajos (Pino, 1991; König, 1994; Earle, 2001; Garrido, 2004) han demostrado que la disputa ideológica entre criollos y españoles durante la guerra de Independencia en la Nueva Granada involucró al indio y al conquistador. Después de la derrota de España la imagen del nativo continuó jugando un papel importante en el propósito de construir una imagen de nación. En un clásico sobre el tema, Sommer (2002) propone que, aunque en apariencia heterogénea, la literatura latinoamericana trató de dar cuenta de un paisaje cultural y social diverso, con el fi n de crear la fi cción de unión; en otras palabras, procuró que los partidos, las razas, las clases y las regiones se sintieran “naturalmente” atraídas en un propósito común. Más recientemente, Unzueta (2003) ha propuesto que esa literatura seducía al lector hacia sentimientos de identidad colectiva. Este artículo busca complementar el argumento de Sommer y Unzueta, proponiendo que en el proceso de construcción de nueva identidad existieron divergencias regionales y que ellas, al menos en parte, estuvieron mediadas por el referente de un pasado indígena “civilizado” o “salvaje”.

Aunque no se niega—por el contrario se reafi rma—que el formato de la literatura posterior a la Independencia procuraba fomentar la fi cción de la unidad nacional, se quiere proponer que el tratamiento dado al pasado indígena en la literatura romántica partía de nociones diversas frente al futuro unifi cado que se intentaba construir. Mientras el criollo de la época de la guerra de Independencia—contrario a lo que hizo a fi nales del siglo XVIII—se apropiaba del indígena, independiente de su carácter salvaje o civilizado, en un formato neoclásico, la literatura en las nuevas naciones no se pudo abstraer de esa diferencia. En este artículo se quiere enfatizar que la civilización indígena fue un referente más común en Colombia, mientras el tema del salvaje fue más común en Venezuela. Se pretende sugerir que, en la retórica nacionalista del siglo XIX, la apropiación del indígena con antecedentes civilizados se basaba en una lógica conservadora, incluso en la idea nostálgica del pasado perdido, que en últimas llevaba al mantenimiento de la estructura social tradicional; mientras el antecedente salvaje implicaba un desprendimiento más fácil del pasado, así como una aproximación más liberal, positivista y defensora del progreso. Esta idea apenas deseo esbozarla. Es claro que el evolucionismo, el liberalismo y el positivismo se desarrollaron sólo parcialmente tanto en Colombia (Jaramillo, 1963) como en Venezuela (Cappelletti, 1992), pero también enfrentaron mayor resistencia en la primera que en la segunda. Propongo que la aproximación literaria al pasado siguió la misma lógica.

Contexto

Después de la guerra de Independencia el mundo de la unión entre razas prometido por la revolución no prosperó, ni las masas de indígenas, negros, mestizos y blancos pobres abrazaron la civilización ilustrada. Es más, con la reinstauración del tributo indígena se puso en entredicho la idea de ciudadanos libres y se regresó a las instituciones coloniales criticadas por la Ilustración. La libertad, en breve, no había traído ni igualdad ni prosperidad. El viajero francés Mollien (1944, Pp. 189-90), quien visitó Bogotá poco después de la Independencia, observó que la ciudad era tomada todos los sábados por hordas de pobres, las cuales asediaban todas las puertas, exhibían sus “llagas y las dolencias más repulsivas”, por grupos de ancianos guiados por niños que se hacían a las puertas de las casas, limosneros “encorvados bajo el peso de un zurrón” y por “hombres vestidos de negro que tocaban una campanilla, clamando de vez en cuando “una oración por las ánimas”. Tal era el deprimente paisaje urbano que impresionaba al viajero extranjero. Para muchos era evidente el fracaso del proyecto Ilustrado y, por qué no, del propio proyecto nacional.

Pero además de esa situación interna, el referente externo de los criollos había dado un giro importante desde principios de siglo. En Europa se gestaba un cambio intelectual, descrito por algunos como el mayor movimiento destinado a transformar la vida y el pensamiento de la sociedad occidental, pero cuya defi nición precisa es bien difícil. Se trata del Romanticismo. Fontana (1999) y Berlin (2000), entre otros, ofrecen algunas de sus características en el Viejo Mundo. En términos fi losófi cos, dicho movimiento criticaba a la Ilustración por ignorar los sentimientos y las emociones, en benefi cio de una razón que parecía, a juzgar por los resultados, bastante insensata. Abogaba por recuperar la idea del carácter nacional y por estrechar el contacto con la naturaleza; rechazaba la idea de progreso y defendía la reconstrucción de las tradiciones e instituciones locales; el rescate de la lengua y el carácter de los pueblos, munición bienvenida en el proceso de formación de Estados nacionales que requerían monumentos y símbolos de comunidad étnica e histórica. El Romanticismo coincidió también con el privilegio que se le dio a la introspección y a la sensación de alienación, y, al mismo tiempo, con una profunda atracción o bien por el pasado remoto, o bien por las sociedades exóticas de Oriente o de América.

Un aspecto fundamental del Romanticismo era su conservadurismo en materia histórica: no volvía gratuitamente a la tradición y a lo autóctono; más bien su idea de regresar a la “historia propia” pretendía forjar un escudo que defendiera a la sociedad de los cambios que más miedo infundían: la liberalización de la sociedad, su modernización y democratización, por no mencionar el aterrador individualismo que parecía atentar contra la nacionalidad. En el fondo, se trataba de la reacción más natural contra los cambios radicales que amenazaban el orden de las cosas. Vale decir, los tiempos pretéritos se entendieron como lección moral y, por lo tanto, el retorno al pasado como repetición de estructuras, comunidades y hábitos, generación tras generación (Nisbet, 1986). En ese sentido, la sociedad del pasado remoto nunca caducaba y servía como referente sobre los valores que se deben preservar. En fi n, como anota Lukács (1955), el sentido histórico del Romanticismo sólo lo es en apariencia. Por supuesto, el Romanticismo no eliminó todo rastro de la Ilustración. Por el contrario, inició un proceso en el cual lo uno y lo otro se acomodaron y coexistieron, generando situaciones nuevas e inesperadas. Además, como había sucedido también con la Ilustración, en Colombia y Venezuela la recepción del Romanticismo adquirió particularidades propias, aunque su idea fundamental—la inconmensurabilidad de las entidades nacionales—fuera en todo caso útil a los propósitos de fomentar la fundación de nuevas naciones. Por supuesto, también en Colombia y Venezuela es más fácil encontrar las huellas del Romanticismo en la literatura que en las ciencias, las cuales en mayor o menor medida conservaron la pretensión de objetividad ilustrada (Picon-Febres, 1947; Meléndez, 1961; Díaz, 1962; Curcio, 1975; Cristina, 1978; Mandíllo, 1987; Rivas, 1991; Lamus, 1992; Orjuela, 1992; Reyes, s.f.). Para comprender la naturaleza de la apropiación del indígena después de la Independencia, es indispensable hacer algunas observaciones sobre la importancia del tema en el debate entre españoles y criollos durante la guerra de Independencia. Poco antes de esta época el debate habría parecido desproporcionado: los criollos eran conscientes de que pertenecían a la nación española y, en general, reconocían el feliz aporte de la Conquista. No obstante, a medida que las diferencias entre las facciones se hicieron irreconciliables, para algunos su causa pasó a representar una continuación de la Conquista, entendida como el inicio del proceso civilizador del Nuevo Mundo. Con frecuencia el discurso realista osciló entre unir a los españoles de ambos hemisferios en una causa común, e “indianizar” al criollo, acusándolo incluso de traicionar al cristianismo. No sólo Murillo fue comparado con heroicos conquistadores como Pizarro o Cortés, sino que las tropas independentistas fueron intencionalmente asimiladas a los salvajes que vivían en la selva y querían destruir la obra civilizadora iniciada por Colón.

Por supuesto, los líderes de la Independencia debieron enfrentar semejante reto de la mejor manera posible. Por un lado, se esforzaron por demostrar que era posible separarse del Rey sin renunciar a Dios (Garrido, 2004), y que la revolución representaba el triunfo de la razón y de los ideales liberales de libertad. Pero, además, no desaprovecharon la oportunidad que ofrecía el señalamiento como indígenas. Francisco Miranda y Simón Bolívar, entre otros, consideraron que la guerra contra el español era la revancha del indígena derrotado en el siglo XVI. Las proclamas de guerra se apropiaron de la condición de víctimas del ibérico que había llegado a América trescientos años antes. “Americanos”— que antes era un término más bien despectivo para dirigirse a los indígenas—pasó a ser sinónimo de unión étnica, no sólo entre blancos e indios, sino también entre todas las castas. De hecho, para los criollos la idealización del nativo se unía al amor por la patria. El indio era el símbolo ideal de las maldades del sistema colonial y a la vez podía ser presentado como humilde agradecido por la gesta de la Independencia. Incluso el levantamiento de los comuneros había servido de preludio. No en vano, el poema anónimo Romance de los comuneros (1781) terminaba declamando, ante el fracaso de la revuelta, que el gran perdedor había sido el nativo (en España, 1984, p. 20). Más tarde, con el éxito de la gesta libertadora, el indio regresó al escenario como deudor del criollo, especialmente del mesiánico Bolívar. Dos sextinas anónimas, puestas en boca de dos jóvenes paeces, patéticamente sumisos y agradecidos ante un encumbrado Libertador en 1822, le daban las gracias en nombre de las “víctimas del furor hispano” (en España, 1984, pp. 41-2). La disputa simbólica entre españoles y criollos pasaba por alto que Colombia y Venezuela tenían pasados indígenas muy diferentes. Desde la Conquista, el centro de la Nueva Granada, más específi camente Bogotá, tenía un poderoso referente de vida civilizada antes de la llegada del español; allí, los muiscas habían sido considerados el ejemplo de una sociedad que, si bien no alcanzaba el nivel de complejidad de los incas o aztecas, se diferenciaba claramente de los bárbaros que habitaban las tierras bajas (Langebaek, 2005). Autores del siglo XVII los presentaron como digno antecedente de la historia de la Nueva Granada y, poco antes de la Independencia, José Domingo Duquesne ya había escrito sendos textos en los cuales no dudaba que habían alcanzado un notable nivel de ilustración. Más importante aún, estas ideas habían tenido resonancia por fuera de los estrechos límites de la Sabana: por ejemplo, Alexander von Humboldt no tuvo la menor duda de que, al lado de los aztecas e incas, los muiscas formaban la sociedad más notable de la América prehispánica.

En contraste, en Venezuela las sociedades indígenas se defi nieron a partir de nada halagadoras comparaciones con las sociedades de los Andes de la Nueva Granada. Por ejemplo, Gilij, en su famoso Ensayo de Historia Americana, escrito en la segunda mitad del siglo XVIII, anotaba que tan sólo en las tierras altas se habían formado grandes imperios indígenas, mientras que en las tierras bajas predominaba la barbarie (Gilij, 1955, pp. 175-6). Incluso Humboldt (1985, p. 156), a lo largo de su periplo por el Orinoco, consideró que las sociedades de la selva debían su atraso al exuberante medio y a su lejanía de los civilizados muiscas. Su idea sería, por cierto, compartida por el viajero francés Dauxion Lavaysse (1967, pp. 145-6), para quien, mientras en Venezuela los conquistadores habrían encontrado “tribus ignorantes”, en Colombia el prestigio de los muiscas competía con el de los incas del Perú.

Durante la guerra de Independencia la diferencia no fue un obstáculo de importancia. Los indios bárbaros de las tierras bajas o los civilizados muiscas por igual servían para rendir tributo a la grandeza del Libertador. A los españoles se les podía reprochar acabar con las grandes civilizaciones indígenas, así como haber destrozado a inocentes salvajes que vivían en paz con la naturaleza y con sus vecinos. Precisamente la retórica criolla de Santafé y de Caracas encontraba virtudes en toda clase de nativos. Como señala Unzueta (2003, p. 124), el formato predominante en la época era el neoclásico: la poesía, la oda y el himno eran más importantes que la prosa, la cual era más común en los ensayos de política y economía. En el Papel Periódico se publicaban poemas que exaltaban el carácter ilustrado del cacique de Sogamoso (24 de mayo de 1793) y apologías a la Ilustración bogotana anterior a la llegada de los españoles (20 de diciembre de 1793); asimismo, se pretendía con orgullo patrio que las reliquias de Bogotá estaban a las alturas de las de México y Perú (10 de junio de 1796). Por supuesto, la conclusión obvia es que los españoles habían destruido sociedades civilizadas, prueba de su crueldad. No obstante, al mismo tiempo se podía leer en el Seminario de Caracas que las costumbres de los indios eran “escandalosas, pueriles ó detestables” (11 de noviembre de 1810), pero también que la Conquista había destruido una sociedad que no conocía “los delitos, ni la ambición, ni la codicia”. De hecho, la Proclama a los Pueblos de Continente Colombiano de Francisco Miranda reconocía por igual el valor de la gran civilización y de la inocente barbarie. Por un lado, pedía al pueblo recordar que eran descendientes de los “ilustres indios” de México, Bogotá y el Cuzco, mientras que al mismo tiempo se las ingeniaba para pedirle que admirara a las “tribus valerosas” que se habían atrincherado en la selva antes de someterse al conquistador (Miranda, 1991, pp. 111 y 120).

El indio civilizado

Después de la Independencia, la poesía continuó exaltando el papel mesiánico de Bolívar en la reivindicación del indio en el formato neoclásico (Unzueta, 2003, p. 125). En Bolívar en Pativilca de José María Quijano, por ejemplo, el libertador redimía al Perú del cruel y traidor Pizarro (Soffi a, 1883); en el verso Apoteosis dramática del Libertador, escrito por Emilio Macías Escobar en 1853, se exclamaba que los incas y los muiscas “en paz dormirían” gracias a la gloria del caraqueño. Y también El cura de Pucará, esta vez de José Joaquín Ortiz (1814-1982), puso en boca de un cura del Cuzco un elogio a la tarea civilizadora de los incas, así como a la misión salvadora de Bolívar (Soffi a, 1883, p. 278). A lo largo del siglo XIX, además, el teatro y la comedia— además de la poesía— alcanzaron cierta popularidad (Lamus, 1992; Cristina, 1978). Ambas ponían en escena pública historias que servían para sacar al pueblo del atraso en que lo habían mantenido las instituciones coloniales, buscando, además, generar un sentido de identidad nacional. Desde luego, el pasado indígena demostraría su utilidad para ese propósito mediante la puesta en escena de narraciones moralizantes y nacionalistas. En varias ocasiones se trató de evocar el pasado en lugares especiales que simbólicamente tenían signifi cado en el derrotado imperio muisca: por ejemplo, José Domínguez presentó su obra La Pola en Funza, la antigua capital del Zipa. Otro lugar cargado de importancia simbólica fue Sogamoso, que encarnaba no sólo el poder sacerdotal indígena, sino también la destrucción de su templo a manos de los canallas conquistadores; allí José Joaquín Borda montó Sulma, con la cual recreó la práctica muisca del sacrifi cio humano en el Templo del Sol incendiado por los españoles.

Más allá del simbolismo de los lugares, la narrativa incluía contenidos en los cuales el indígena era fundamental para inculcar un nuevo orden político y social. Un ejemplo es la obra de Luís Vargas Tejada, secretario del Senado y secretario privado de Santander (1802-1829) quien, además de escribir incitando a la rebelión contra el régimen colonial, fue autor de obras de teatro como Nemequene y Saquencipá, Aquimín, hoy perdidas, y Sugamuxi (Restrepo, 2006). Esta última se basaba en el cacique de Sogamoso, quien había sido presentado como un personaje sabio e ilustrado en la literatura de la Independencia. Narrada en el contexto de la preparación para resistir la invasión española a través de la historia de cómo el cacique Tundama pedía al sacerdote Sugamuxi hacer sacrifi cios para favorecer la lucha contra el invasor, a lo cual éste se negó. Finalmente, abrumado por el peso de la victoria española, Sugamuxi terminaba sacrifi cando a su propio hijo ilegítimo, Atalmin, hecho que no impedía que los conquistadores consumaran su victoria y destruyeran el Templo de Sogamoso. La obra criticaba la conquista en el formato de la Independencia, pero presentaba una costumbre bárbara—ni más ni menos el sacrifi cio de humanos—como algo deplorable que el sacerdote de Sogamoso se negaba realizar, aunque paradójicamente con funestas consecuencias para su gente (Restrepo, 2006). Detrás de esa idea, por supuesto, se presentaba la diferencia cultural como un obstáculo insalvable: la aparentemente costumbre salvaje del sacrifi cio habría salvado al pueblo muisca. La duda ilustrada de Sugamuxi lo había condenado.

Pero la cara romántica del pasado contrastaba con la del presente. Luis Vargas Tejada, además de fi rmar sus elogiosas obras sobre los muiscas, también, como Secretario del Senado, la estampó en el Decreto del 1 de mayo de 1826, que pedía medidas conducentes a civilizar a los indígenas de la Guajira, el Darién y la Mosquitia, acusados de llevar “una vida salvaje”. Un ejemplo en ese mismo sentido es el de José Fernández Madrid y su hijo Pedro. El primero, prócer cartagenero, había sido autor de Guatimoc (1827/1937), dedicada al último emperador azteca, y de Atala, cuya acción se desarrollaba en un bosque de la América del Norte. Además, en 1825 había consagrado su poema Canción al Padre de Colombia y Libertador del Perú a Bolívar. En todas sus obras la libertad criolla se presentó como venganza de la conquista española. No obstante, para su hijo Pedro (1817- 1875), nacido en Cuba, el pasado glorioso y el presente decadente del indio apenas podían compararse. Cuando en 1846 discutió la soberanía sobre la Mosquitia en el periódico El Día, sostuvo que, en contraste con otras naciones, Colombia tenía en mente el bienestar de los indígenas. Su patria pretendía “la gradual y progresiva civilización de los indios, a quienes procuramos reducir por vía de la persuasión, protegiéndolos en sus personas y propiedades, hasta el extremo de prohibir que las enajenen”. Pero la distancia entre esos indios y las grandes civilizaciones del pasado, como las que había descrito su padre, no podía ser más grande. Los indios mosquitos no se parecían en nada a los aztecas; sus “régulos” no tenían analogía alguna con Moctezuma (Fernández Madrid, 1932, pp. 255-6).

Además del teatro y la comedia se abría paso la novela histórica, la cual no renunciaba al mensaje moralizante, sino que lo pretendía alcanzar mediante el romance propio del género. Por cierto, las obras de fi cción, específi camente los romances, habían sido prohibidas en las colonias españolas como producto de una imaginación nada conveniente (Sommer, 2002, p. 78). Pero si algo necesitaba el proyecto de construcción nacional en las recién liberadas patrias americanas era nada menos que una poderosa inventiva, y las novelas de romance ofrecían la posibilidad de interpretar la historia y proyectar el futuro de manera efi ciente: el amor permitía navegar en las difíciles aguas del mestizaje, de la paternidad y maternidad del criollo, de los papeles de género y de la agresión extranjera. También, como en el género romántico, la novela facilitaba incorporar las categorías de mendigo, presidiario, mujer y, en general, de todos los seres que tenían la connotación de desgraciados en una conciencia nacional unificada.

Desde luego el indígena, además de su condición de desposeído, encajaba perfectamente en el género de la narrativa histórica y ofrecía al público una importante enseñanza moral. En el siglo XIX la novela era reprobada por algunos como banal e incluso inmoral, pero buena parte de la opinión estaba de acuerdo en que había alcanzado su perfección, superando ampliamente otros géneros. El propio Andrés Bello había reconocido que ante la ausencia de datos exactos, la historia de las naciones americanas se debía escribir desde el “método narrativo” que diera vida histórica a masas de hombres y personajes individuales (Sommer, 2002, p. 76). En ese espíritu, El Mosaico de Bogotá defendió en 1858 que la literatura debía rescatar los tesoros escondidos de la patria, entre ellos “los recuerdos originales de los primitivos habitantes de América” que se veían oscurecidos día por día. Esos habitantes antiguos tenían un gran aporte moral, porque habían tenido “una fi sonomía social” y habían sido notables por “su religión, por sus costumbres, por sus adelantos” (El Mosaico, diciembre 24 de 1858). En esa misma tónica, la Biblioteca de Señoritas (febrero 7 de 1858) publicó una defensa del romance como vía para “consignar en él nuestros recuerdos, para inmortalizar nuestras glorias nacionales, para popularizar nuestros interesantes hechos históricos”. Además, la publicación defendía que la novela superaba a la poesía porque era la única capaz de dar “a conocer un siglo, un pueblo i una civilización extinguidos” y que además daba entrada a “valiosas apreciaciones fi losófi cas i humanitarias de trascendencia tan enorme, que no hai trabajo poético que pueda comparársele” (marzo 14 de 1858). Al escritor de la época se le pedía “historia, costumbres y hasta doctrina”, a más de “dar a conocer los incidentes notables de nuestra historia, ántes y después de la conquista”. No en vano, la novela histórica era aquella que ofrecía la posibilidad de “hacer conocer los pueblos, las familias, i los personajes de que se ocupa, sus trajes, usos, costumbres, idiomas, preocupaciones, estado de civilización, etc.” (marzo 20 de 1858). La referencia al indio no era gratuita: su fi gura era útil para que el criollo simbolizara su propia situación; El Tradicionalista (1872), por ejemplo, haciendo referencia al estado en que se encontraba Colombia a fi nes del siglo XIX se refería al viejo escudo de Cartagena en el que aparecía una indígena sentada con un caimán y anotaba jocosamente que “no nos ha quedado de él más que el caimán que devoró a la indiecilla”.

Pero, así mismo, la novela permitía moralizar por el mejor medio posible: las mujeres. La Biblioteca insistía en que su mensaje iba destinado al “bello sexo granadino” (19 de marzo de 1859) porque éste era fundamental para la “moralización de la clase del pueblo” (enero 3 de 1858). De igual manera, El Mosaico declaraba orgulloso que entre sus lectoras se encontraran las mismas “lindas lectoras” que leían La Biblioteca. No es coincidencia, por cierto, que las dos publicaciones fueran dirigidas por autores de novelas históricas que involucraran a los indígenas: la primera por Felipe Pérez y la segunda por José Joaquín Borda. La anotación es importante, puesto que la idea de que el público femenino se instruyera a partir de las novelas ayudaba a neutralizar los elementos más contrarios al género de la novela y a trasmitir lo ejemplar del nativo civilizado. Incluso José Manuel Restrepo, crítico de las novelas por disipar el ánimo y excitar las pasiones entre las mujeres, consideró que el género histórico podía ser instructivo; encajaba bien en el esfuerzo de presentar grandes espectáculos en espera de que “la masa de individuos” aprendiera normas de urbanidad y buen gusto, desarrollara el lenguaje y moderara sus pasiones (El Museo, 1 de abril de 1849).

Una de las primeras novelas históricas escritas en América, Yngermina o la hija de Calamar-Novela histórica o recuerdos de la conquista, es un formidable ejemplo del nuevo género (Pineda, 1997; Cabrera, 2004; Castillo, 2006). Fue escrita en 1844 por el mulato y liberal Juan José Nieto (1804- 1866), nacido en Baranoa, de familia no muy acomodada, pero que logró llegar a ser Gobernador de Cartagena y Presidente. Tuvo como objetivo narrar la historia de amor entre Yngermina, una princesa indígena, y Alonso, hermano del conquistador Pedro de Heredia, aunque su introducción fue ambientada por un estudio etnográfi co, Breve noticia de los usos, costumbres y religión del Pueblo de Calamar. Al igual que los textos inmediatamente anteriores a la guerra de Independencia, Nieto exaltó su deuda con la patria chica, insuperable tanto por lo que respecta a su paisaje como por los indígenas que la habían ocupado. De todas las comunidades de la región, la de los antiguos calamar era la más numerosa, fuerte y civilizada. El paisaje de Cartagena no podía ser más impresionante:

    … si en otras partes la risueña naturaleza tiene sus estaciones de gracia y belleza, en Cartagena es siempre portentosa, magnifi cante. Un cielo tan despejado y hermoso, como la misma luz, que convida a la alegría, donde desaparecen con rapidez los nublados del invierno, formando un horizonte pintoresco y maravilloso, cuyos variados y esplendentes colores vespertinos pueden tomarse por modelo para representar el fi rmamento (Nieto, 2001, p. 29).

Nieto llamó Patria a lo que antiguamente había sido hogar de los calamareños, pero simultáneamente no renunció a integrar al indígena dentro de los valores europeos. Desde el punto de vista étnico, Yngermina fue descrita como una mujer bella, de “tez casi blanca y sonrosada” desde su aspecto, y como “noble” y “elegante” desde su cultura (Nieto, 2001, p. 60). En ambos sentidos aparecía como una mujer casi europea, aunque esto no salvaba del todo la ambigüedad: por un lado, los gustos de los líderes indígenas se refi naban a medida que conocían a los conquistadores— y “las maneras casi salvajes de sus conciudadanos le parecían inferiores y aún chocantes” (Nieto, 2001, p. 69)—; de igual forma, la Conquista había servido para liberar a los nativos de un cacique “tirano disoluto y desenfrenado, que tenía oprimido a este buen pueblo” (Nieto, 2001, p. 119). Pero, por otro lado, Yngermina dejaba al descubierto la forma como se imponía la civilización; en boca del cacique Catarpa: “Si nacimos bárbaros, déjanos sin una civilización que provee tantos medios poderosos para subyugar al débil, abandona nuestra tierra, esta tierra que llamáis inculta” (Nieto, 2001, p. 94).

En Bogotá la novela histórica se manifestó en obras como Anacoana (1865) de Temístocles Avella, El último Rei de los muiscas-novela histórica (1864) de Jesús Rozo, y Los Jigantes de Felipe Pérez (1875). La primera, originalmente publicada en El Conservador, tuvo como escenario las Antillas y se refería a la atracción que el conquistador Ojeda sentía por Anacoana. Al igual que en el caso de Nieto e Yngermina, Avella exageraba las bondades del medio natural y de la sociedad indígena. Con respecto al primero, afi rmaba que en él se podía “ver el rostro de Dios” (Avella, 1865, p. 1); con respecto a la sociedad indígena, sostenía que sus costumbres eran semicivilizadas, como las de México y Perú: Anacoana vivía en un gran palacio de madera y las creencias resultaban similares a las de los vasallos de Moctezuma y los incas. La gente era dócil a su cacique, respetaba el derecho y vivía en “una armonía social inalterable”; de hecho, en opinión de Avello, “los conquistados eran más civilizados que los conquistadores” (Avella, 1865, p. 5).

Jesús Rozo, abogado de Guatavita, también se concentró en la historia de amor entre Jafi terava, el último zipa, cobardemente asesinado por los españoles, y Bitelma.

Como en el caso de Nieto, ese romance servía de excusa para ofrecer una visión del pasado indígena, de la raza y del medio natural. Rozo pretendía, en efecto, ofrecer una narración que se remontara a la versión nativa de la creación del mundo “tal cual la comprendía este pueblo semi-salvaje i sencillo”, trazando su desarrollo desde las “familias primitivas” hasta los “déspotas que gobernaron el imperio” (Rozo, 1864, p. 5). En vez de describir a Bitelma como una mujer blanca, y por lo tanto bella, como lo había hecho Nieto con Yngermina, Rozo la representó como una mujer hermosa y, por esa misma razón, rara entre su gente: las “facciones de su rostro, todas fi nas, perfectas, animadas, desdecían el tipo característico de su raza” (Rozo, 1864, p. 47). No obstante, se exaltaba la condición civilizada de los indígenas. La obra elogiaba a Nemequene, presentaba a Jafi terava como un hombre comparable a Licurgo, a la vez que reafi rmaba la convicción de que Bolívar había salvado a los indígenas (Rozo, 1864, pp. 7, 22-3). En efecto, se leía que los españoles habían hecho una matanza de muiscas, precisamente donde “se levantó un monumento a la memoria del hombre que espelió a los españoles de la heroica Colombia, i rescató los dominios usurpados” (Rozo, 1864, p. 101). Más importante, aunque consideraba primitivos a los indígenas, éstos podían ofrecer lecciones a los civilizados. El templo de Sogamoso era una “obra portentosa del arte”. Los muiscas—y no sólo ellos sino la generalidad de las tribus indígenas que habitaban el país—fueron comparados con los griegos; en efecto,

    A los aborígenes del Nuevo Reino se los ha llamado bárbaros y salvajes porque adoraban al sol como único ser al que debían su vida y su felicidad acá abajo, y la dicha de la inmortalidad allá arriba; y a los egipcios, griegos y romanos se los ha tenido por civilizados, porque inventaron sus dioses, los fabricaron con sus manos, les alzaron templos y les compusieron exageradas fábulas (Rozo, 1864, p. 74).

Al igual que Yngermina y Anacoana, El último Rei de los muiscas exaltaba la belleza del medio en el cual se desarrollaba la historia. La tierra muisca producía abundantes frutos, y “la naturaleza parecía toda formada para la dicha del hombre” (Rozo, 1864, p. 8). La Laguna de Guatavita, cercana al lugar de nacimiento del autor, era un “pintoresco lago decorado con todas las galas de la naturaleza” y de “estupenda maravilla, en donde el sol, con todo su brillo y toda su majestad, se dibuja en el líquido espejo desde que brota sus dorados rayos sobre la faz del mundo, hasta que los recoje y oculta”, irresistible belleza que explicaba el carácter sagrado que tenía entre los muiscas (Rozo, 1864, pp. 72-3).

Finalmente, es bueno detenerse por unos instantes en Los Jigantes, de Felipe Pérez, en la medida en que presenta la más completa representación del indígena en la novela histórica decimonónica colombiana. Pérez era un liberal radical, abogado de origen humilde, que había servido como diplomático en Perú, Ecuador, Bolivia y Chile. Quizá tal experiencia explique su admiración por el Inca Garcilaso de la Vega y por la obra de William Prescott. Esto por no mencionar el referente indígena peruano en algunas de sus obras, como Atahualpa (1856) y Huayna Capac (1856). No obstante, su idea de patria evocaba el pasado del indígena colombiano y no en vano su patria era la “fresca, dulce, rica, hospitalaria tierra de los muiscas” (Revista Literaria, julio 10 de 1890). En Los Jigantes, los protagonistas de Pérez representaban el crisol de razas de la Nueva Granada: Don Juan, hijo de español realista e indígena, su hija Luz, blanca, de rasgos sajones y que no “parecía hija de los Andes ni que tuviera sangre mora i latina”, un príncipe indígena cuyo nombre—Sagipa—era igual al último zipa de la Sabana asesinado por los españoles; sus padres, Flor “en cuyo rostro el pavor de la tiranía española había impreso cierto tinte melancólico” y Chía “muisca anciano y atlético”, amén de líderes de la Independencia como Francisco Miranda, autoridades españolas, e indígenas salvajes de la selva y Llanos Orientales. Incluso estaban presentes los africanos (Anglina y Congo), de “musculatura vigorosa, ardentía en el alma, fi ereza en las pasiones”, pero al fi n y al cabo “hombres como todos los demás pues tienen la misma inteligencia, las mismas pasiones, el mismo corazón, los mismos sentidos, el mismo cuerpo” (Pérez, 1860).

Toda la gama étnica confl uía en Los Jigantes, en la gesta de la revolución criolla. Además el destino común de las castas estaba simbolizada por la amistad entre Juan y Sagipa, así como por el mestizaje del primero; al fi n y al cabo “los americanos somos todos hijos de Colón, Atahualpa i Motezuma”. No obstante, en el curso de la novela es claro que cada estirpe americana tenía cosas distintas que aportar. Sagipa se describió como “mozo de color moreno, cabellos lasos, abundantes i negros, de ojos grandes llenos de melancolía”, pero en defi nitiva hermoso “con toda la belleza de las razas primitivas”, un auténtico “Adán indico”. Como nativo, era dueño de El Dorado escondido de los españoles en una cueva, y descrito como “un acervo de brazaletes, cintillos, placas, cascos, ídolos, sapos, ranas, pájaros, tunjos, ánforas, armas, utensilios”, todos de oro macizo, riquezas que el indio decidió aportar a la causa revolucionaria. Don Juan, verdadero caballero, era un entusiasta independentista que aporta el conocimiento ilustrado, el afán de la educación pública, y la necesidad de copiar la Revolución Francesa. El indio, en fi n, aportaba su nobleza, mientras hombre blanco contribuía con su convicción política y uso de razón.

Desde luego los indígenas, además de buenos y generosos, eran víctimas inocentes de los españoles, a su vez crueles e insaciables. La América anterior a la llegada de los europeos se presenta como salvaje pero tranquila, rica, digna y bella. Los padres de Sagipa, habitantes de un reducto de esa prístina América, el Valle Feliz, representaban el Nuevo Mundo rico, bello y noble, que había permanecido “en muchos puntos inalterable”; en fi n, un mundo que no conocía enfermedades, y en el cual la gente moría de vieja. No obstante, Sagipa representa simultáneamente el mundo civilizado y cristiano. Cuando su periplo en apoyo de la causa independentista lo llevó a los Llanos Orientales y a las selvas, acompañado de Ruqui, un noble salvaje, Sagipa se enfrentó al indígena más primitivo. El nativo muisca, al fi n y al cabo civilizado, encontró que los guahibos eran “libres y dueños de sus acciones”, pero también que vivían temerosos de sus vecinos antropófagos (Pérez, 1860). Sagipa se vio obligado a reconocer que el indígena de la selva era más feliz que quienes vivían en las ciudades; el clima hacía superfl uos los vestidos, innecesario el trabajo, desconocida la riqueza, “i la vida se lleva dulce i sosegada como las corrientes en las llanuras”. Pero eso no obstaba para que demostrara su superioridad ante ellos. Sagita, en efecto, debió explicar que no adoraba ni al sol ni a la luna, sino al Dios cristiano, quien pese a haber sido impuesto por el enemigo era el único verdadero.

Jigantes, en breve, desglosó dos clases de indígena: el primitivo, en estado de naturaleza, y el civilizado, que en el fondo no parecía representar mucho más que los valores conservadores del Viejo Mundo. Por supuesto, uno y otro implicaban cosas muy diferentes para el criollo. El primero, el indio tradicional, auténtico, aunque bárbaro. El segundo, el pasado perdido, el aborigen ilustrado muerto a manos de la crueldad española; es más: el gran aliado en el proyecto de unión nacional.

El indio bárbaro

Aunque la literatura romántica colombiana tenía en el indígena un pasado remoto civilizado, también enfrentó el problema del bárbaro (como lo demuestra el inusitado viaje de Sagipa por los Llanos Orientales). Incluso el mismo Luis Vargas Tejada se refi rió a éste en Doraminta, obra escrita en 1829, y en la cual el salvaje fue representado de forma completamente diferente a la del civilizado. No obstante ese salvaje merecía cierta empatía: la tragedia que vivía Tulcanir, su protagonista, príncipe injustamente desposeído por Tindamoro, el Rey de los omeguas del oriente colombiano, fue presentada como si fuese propia, es decir, como si se tratara de un compañero en su “desgraciado amor fi lial” y en su “larga residencia en una cueva solitaria” (Tejada, 1936, p. 66). De la misma manera que la vida civilizada de los indios muiscas confi rmaba la universalidad de los valores de la razón humana, el ejemplo de Tulcanir ratifi caba el valor general del lado oscuro de la vida social. Pocos elementos identifi caban al salvaje en Doraminta como la apabullante presencia del “bosque sombrío”, en el cual se llevaba a cabo buena parte de la obra (Tejada, 1936, p. 69). El salvaje, por cierto, también está presente en la obra de José Joaquín Borda, Koralia: leyenda de los llanos del Orinoco, que narraba los amores de un conquistador español y una india sáliva (Curcio, 1975, p. 85).

Una mayor conciencia de la vida del salvaje, como opuesta a la vida del civilizado, se encuentra en Un asilo en la Goajira, escrita en 1879 por Priscila Herrera, cuñada del presidente Núñez. El relato se refería a la vida en el exilio de una mujer blanca y de su hijo entre los indígenas guajiros, después de que tropas de Santa Marta acabaran con sus propiedades en Riohacha. A diferencia de Doraminta, Un asilo asumía el contraste racial y cultural. Desde luego, la presencia de la mujer blanca entre nativos era un tema clásico del Romanticismo europeo, tanto que cuando la mujer no era verdaderamente blanca se presentaba como si lo fuera. En todo caso, Un asilo exaltaba las cualidades de los nativos, no sólo en cuanto al “tipo perfecto de su altiva raza”, o su estampa de “hermosos, bien musculados, de mirada chispeante y maliciosa”, sino también por su temperamento “ingenuo y dulce”, aunque dado a la venganza (Herrera, 1935, p. 163). De hecho, el periplo de la protagonista había consistido en escapar de la civilización, en el cual había encontrado una crueldad similar a la que habían tenido los conquistadores en el siglo XVI pese a su prosperidad económica. Un asilo, era, asimismo, un canto a la provincia local, a una Riohacha pensada como el mejor lugar del mundo, muy diferente a las “aglomeraciones de lindos palacios y hermosos edifi cios” sin ningún interés, como las que se encontraban en el Viejo Mundo y en los Estados Unidos (Herrera, 1935, p. 183).

Desde luego, el criollo venezolano se enfrentaba a una situación más similar a la de Un asilo en la Goajira que a la de muchas de las obras bogotanas que podían acudir al pasado civilizado de los muiscas. En contraste, debía asimilar la ausencia de una sociedad indígena que pudiera servir de referente de civilización. Por supuesto había hilos conductores idénticos: uno de los temas más comunes en Venezuela era también la exuberante naturaleza tropical. Al fi n y al cabo, ésta había sido el tema central de las Las silvas americanas de Andrés Bello, obra que refrendaba la visión aristotélica de las franjas climáticas, sin admitir su visión negativa del trópico. Las tierras cercanas a los polos se describieron en Las silvas como “triste patria de infecundos helechos”, mientras Venezuela no cedía a tierra alguna (Bello, 2000, pp. 65-6). Pero el pasado indígena era otra cosa. De hecho, Bello también mencionó el pasado glorioso del indígena como prueba de la grandeza americana, aunque en su caso el referente no se encontraba en las sociedades bárbaras de su tierra, sino afuera, en el Perú, o incluso en Colombia. En efecto, en Las silvas Cundinamarca se representó como provincia dulce, de “nativa inocencia” y de “sustento fácil”, en la cual desde la antigüedad fl orecía la libertad bajo la tutela de “Huitaca bella, de las aguas diosa”, “Nenqueteba, hijo del sol” que, piadoso, había dado a los muiscas leyes y artes (Arciniegas, 1946, p. 47 y 51). Venezuela se representaba, por lo tanto, como un país en bruto, donde jamás había hollado el suelo la civilización, pero donde pronto lo haría bajo el liderazgo criollo.

Inevitablemente el tema del salvaje serviría a su modo para ese propósito. Uno de los personajes que dieron inicio a la tradición romántica en ese país fue Fermín Toro (1807- 1865), funcionario de Hacienda de la Gran Colombia y luego, una vez separada Venezuela, diputado y embajador en España. Impresionado por la pobreza que dejaba el acelerado proceso de industrialización en Gran Bretaña, Toro consideró que la América se escapaba de ese tipo de males “sin monumentos, sin tradiciones, sin esos antiguos vicios orgánicos que no pueden corregirse sin volcar la sociedad” (Pino, 2003). En efecto, no todo era perfecto en la Europa civilizada y por esa razón los oscuros moradores de la selva americana podían exclamar sin pudor que a las orillas del “Támesis famoso hay más miseria y mayor degradación”. No en vano fue autor de una Oda a la Zona tórrida que, siguiendo la tradición de Bello presentaba su tierra como el “alma del Mundo y un verdadero edén” (Toro, 1979, p. 129), de un Ensayo que tenía como marco de referencia la obra de su compatriota Juan Vicente González (1810-1866), Historia antigua y de la Edad Media, así como de un poema, Hecatonfonía, dedicado al pasado indígena.

El Ensayo de Fermín Toro aceptaba el velo de misterio que cubría el pasado, pero en contraste con sus contrapartes colombianas consideraba ese misterio como una base poco fi rme para la crítica, prefi riendo en cambio estudios más objetivos, menos místicos. En el Ensayo, el problema de origen de las diferentes razas—el “árbol genealógico de la humanidad”—se presentó como una de las cuestiones fundamentales para resolver (Toro, 1979, p. 96). Toro se preguntó si la “ley de las alteraciones físicas” podría dar cuenta de cómo de un mismo tronco pudieran surgir blancos, negros e indios, pequeños lapones y gigantes patagónicos. Se quejó de que las cuestiones antropológicas se resolvieran por la “fe en la revelación”, porque con el misterio que ello encerraba “no se ejercita la crítica, ni se ponen las bases de los conocimientos racionales” (Toro, 1979, 93). Por su parte, la Hecatonfonía se compuso como una obra que denunciaba la brutal conquista española, pero que, en contraste con el Ensayo, regresaba a un pasado indígena rodeado del misterio y la penumbra de los tiempos; un pasado que no era el propio, puesto que la obra se centraba en unas observaciones muy generales sobre América para luego referirse a las antiguas sociedades de México y del Perú. Comenzaba por aceptar que antes de la llegada de los ibéricos había “razas mil”, aunque todas igualmente arrasadas por la brutalidad. Lo que queda de las sociedades indígenas se comparaba con un naufragio: en las playas se encontraban “hacinados despojos/ en las olas fl otantes fragmentos”. Sin embargo, precisamente el carácter trágico de la hecatombe servía de inspiración como testimonio de viejas glorias anteriores a la llegada de los españoles (Toro, 1979, p. 134). El contraste con el Ensayo no podía ser más claro: la Hecatonfonía anunciaba que la ciencia buscaba en vano la historia de las ruinas, así como “el enigma de las lenguas ya mudas”; en otras palabras “de tinieblas y errores y dudas/El abismo intentando sondar”, un naufragio olvidado (Toro, 1979, p. 135).

El segundo canto de la Hecatonfonía se dedicaba a las Antigüedades americanas, aduciendo que los restos de los pueblo indígenas habían terminado en un vasto cementerio. Los sitios mayas fueron entonces el punto de referencia: Uxmal, cuyos portentos se veían arrumados; Copán, cuyas soledades daban “tremendas lecciones”; y muchos otros lugares que probaban que cada reino era un misterio y cada pueblo una ruina, “pensamiento de otra raza/ escrito en mudo vestigio”, prodigio del pasado y amenaza del futuro. Lo único que quedaba realmente era el testimonio artístico. No todo había perecido, puesto que “el arte no va al olvido” (Toro, 1979, p. 135). El formato utilizado por otro venezolano del siglo XIX, José Ramón Yépez, era diferente (1822-1881). Nacido en Maracaibo, sirvió como ofi cial naval de carrera en el Lago; más tarde fue senador, Secretario del Ministerio de Guerra y autor de dos novelas de tema indígena, Anaida-estudios americanos, escrita en 1860, e Iguaraya, en 1879, ambas dramas de amor, aunque en este caso no entre un europeo y una mujer nativa, sino entre indígenas. El ambiente de las novelas se recreaba en el mundo indígena del Lago Maracaibo. Pese a la frecuente utilización de léxico aborigen que le daba un barniz de autenticidad, los personajes actuaban como sacados de la literatura clásica; en realidad, los dos textos se movían más en el género de la tragedia griega, o en su posterior recreación shakesperiana: Anaida era una hermosa mujer indígena, del “continente airoso, sensible corazón y espíritu melancólico” (Yépez, 1958, p. 1), digna exponente de su raza caribe, la cual se enamoraba de Turupen que, como lo exigía el canon de la tragedia amorosa, terminaba muriendo en sus brazos a manos de otro indígena, Aruao.

Aunque los protagonistas se comportaran como personajes clásicos, la obra de Yépez no refrendaba la civilización nativa. De hecho, el texto consignó un cuestionamiento de la barbarie:

    Triste es ver los canayes indianos en medio del desierto, a la claridad melancólica de la luna. El hombre primitivo en lucha abierta y desigual con la naturaleza poderosa que se despierta o sale a la vida llena de misterios incomprensibles, es en verdad un ser bien infeliz (Yépez, 1958, p. 36).

En la imaginación del autor, el indígena era comparable a la naturaleza en la que habitaba. Yépez afi rmaba haber conocido las riveras del Orinoco, “al largo (sic) de los fangales y anegadizos que forman sus crecientes periódicas, la tribu de los Guaraunos, de piel amarilla… que nace, vive y muere, como las serpientes, sobre sus troncos gigantes”. En fin,

    ¿Quién no se espanta al contemplar tal existen cual, que sólo tiene de humano el dolor bajo sus faces, con todo el lúgubre séquito del hambre, la desnudez la intemperie y el desamparo? (Yépez, 1958, p. 17).

Y para no dejar dudas,

Lo que se dice del estado inculto y agreste de una tribu cualquiera de la América meridional, se puede aplicar a todas, teniendo en cuenta la diferencia de localidad en que la tribu haya plantado sus caneyes… / Los indígenas del Lago Coquivacoa, al tiempo que se refi eren nuestros estudios, estaban un tanto más adelantados que los del Orinoco; pero la misma incuria, la misma pereza: el error y la ignorancia tenía allí sus templos (Yépez, 1958, p. 35).

Iguaraya, por su parte, se refería a los jiraharas, cuya mayor gloria eran sus “vírgenes de negros ojos, cuya belleza, de madres a hijas, se canta siempre en los areitos nocturnos” (Yépez, 1958: 63). Su protagonista, que le daba el nombre a la obra, había sido condenada por los mohanes a la soledad a menos que algún guerrero pretendiente lograra clavar una fl echa en el cielo. Esta imagen del imposible que escapa a cualquier razonamiento lógico se erigía como una excusa para criticar la ignorancia, pero también el abuso de poder y la malicia de los indios. En efecto, el ardid de los mohanes era una fabricación que todo el mundo creyó, excepto el padre de Iguaraya, Paipa, “como todo el que hace intervenir la religión para someter a la multitud, como todos los hipócritas, como todos los tiranos” (Yépez, 1958: 64). Finalmente, Taica, un valiente guerrero, aceptó el desafío y su fl echa se clavó en las arenas del lecho marino, donde se veía refl ejada en el “espléndido cielo de los trópicos” como si estuviera clavada en él. Paipa, descubierta su impostura, se suicidó, pero eso no representó un fi nal feliz para Iguaraya, quien perdió por siempre la razón (Yépez, 1958, p. 82).

Notas finales

La literatura romántica de tema indígena en Colombia y Venezuela presenta formatos comunes. Todos los textos procuran despertar la simpatía del lector en relación con valores fundamentales: la armonía social por encima de las diferencias, el amor, y los lazos familiares. No obstante, existen diferencias importantes. En estas notas se resumen algunos temas, comunes es cierto, pero que sufrieron un tratamiento diferente y que rompen con la tradición neoclásica de la época de la Independencia, la cual había tratado de pasar por alto, con relativo éxito, la diferencia entre el referente indígena civilizado y el salvaje.

Primero, el problema genealógico. La literatura romántica tiene, por lo general, un discurso en el cual los antecedentes de la nación se tratan de hundir en el pasado remoto.

No obstante, las obras analizadas producen una ruptura gradual con la imagen de continuidad en la que se basaban las proclamas independentistas de las causas indígenas y criollas. La imagen de unión entre los unos y los otros hermanados no se desgarra del todo, como lo demuestra el caso de Juan y Sagipa en Los Jigantes, o incluso Yngermina, obras en las cuales el referente de patria corresponde imaginativamente a la provincia nativa. No obstante, aparecen elementos que comienzan a mostrar que la conquista española había implicado la quiebra defi nitiva del pasado indígena o, aún, como en el caso del Ensayo de Fermín Toro, se llega a sugerir que las sociedades indígenas habían naufragado antes de la llegada del español. En todo caso, la idea de que el pasado contribuía a la genealogía nacional es más fuerte en las obras en las cuales se destaca el carácter civilizado de los indígenas (es el caso de Los Jigantes y de Yngermina). Así, el sentido trágico de la novela colombiana se basa con frecuencia en la nostalgia por un pasado perdido. Semejante actitud ante el pasado salvaje es menos evidente: entonces se admitía su pérdida, pero se reafi rmaba la condición de progreso.

Segundo, e implícito en lo anterior, la literatura decimonónica insiste cada vez con mayor énfasis en diferenciar al indígena civilizado del bárbaro. Las proclamas independentistas habían intentado borrar las diferencias entre unos y otros, pero en Los Jigantes, Sagipa y Ruqui, la diferencia resurge. En algunos casos, incluso, el contraste entre indios civilizados y salvajes se traslada a la naturaleza. En efecto, pese a las genéricas exclamaciones de orgullo por la naturaleza tropical, en la literatura con referente indígena civilizado la naturaleza se presenta de modo más amable. Tanto en Yngermina como en El último Rei de los muiscas y Anacoana, la naturaleza no tiene par. En cambio, en Anaida, el ambiente es inculto y hostil, lo mismo que en Doraminta, la cual se desarrolla en un bosque sombrío. Se debe, sin embargo, hacer excepción de Un asilo, obra en la cual Riohacha se describe como el mejor lugar del mundo.

Tercero, la literatura romántica instaura la crítica a la civilización y al progreso defendidos por la Ilustración. No obstante, la crítica a la civilización es en el fondo una objeción al progreso. En Sugamuxi, la actitud racional del líder espiritual al rechazar el sacrifi cio lo convierte en cómplice de la Conquista. Incluso en Los Jigantes, la vida selvática comienza a idealizarse como ejemplo de la vida sencilla y tranquila del indio. En la literatura referente a los muiscas se insiste en el éxito de sus instituciones sociales y políticas, aunque no faltan las críticas al despotismo de sus líderes, como se puede leer en El último Rei de los muiscas y en Yngermina. Sin embargo, en la literatura sobre el salvaje la crítica al despotismo es más directa, como sucede en Iguaraya.

Vale la pena aclarar, por supuesto, que es necesario reconocer la existencia de cierta ambigüedad con respecto a la idea de civilización. Por lo general, la literatura en la cual el referente era el indio civilizado se enorgullecía de los monumentos antiguos, como es el caso de Sugamuxi o, incluso, de Anacoana. Por otra parte, la literatura que se basaba en el referente salvaje prefería desdeñar su importancia, como lo hacen Un asilo y El Ensayo, los que no obstante la crítica que hacen de la sociedad salvaje se enorgullecen de la ausencia de monumentos inútiles.

Cuarto, se registra un quiebre entre el indio del pasado y el del presente. En efecto, las obras de Vargas Tejada, así como el contraste entre José y Pedro Fernández Madrid, muestran cómo comienza a fortalecerse el contraste entre las grandes civilizaciones que habían encontrado los españoles (cuando esa imagen era posible) y la situación de barbarie del indígena sobreviviente. Aquí la diferencia entre la civilización y la barbarie no da cabida a la idealización de la segunda, excepto como remembranza de lo perdido. El nativo civilizado (azteca, inca o muisca) es admirado con legítimo orgullo nacional, pero el indígena mosquito está condenado a ser absorbido por la civilización también como cuestión de orgullo patrio. Esa frontera es completamente borrosa en Venezuela, donde el pasado y el presente indígena se consideran igualmente desposeídos de vida civilizada.

Por último, comienzan a aparecer los primeros indicios de ideal racial, que habían desaparecido bajo la retórica de la Independencia, pero que a lo largo del siglo XIX adquirirían nueva relevancia. Prueba de ello se encuentra en el ideal de belleza femenina en Yngermina y en El último Rei de los muiscas. En la primera, la protagonista era bella, por blanca; en la segunda, hermosa en su fenotipo indígena y, por lo tanto, rara entre su propia gente. Tanto entre los indígenas civilizados como entre los salvajes se destaca la belleza.

Pero entre los indígenas salvajes se introducía, además, la admiración por el fuerte físico del hombre de la selva o el desierto, particularmente en Anaida y Un asilo.

Para resumir, sin duda las literaturas románticas de Colombia y Venezuela compartieron algunos ideales. Ambas respondieron a la necesidad de crear una imagen de nación por encima de las diferencias, al tiempo que pretendían proyectar valores morales que apuntaban, en últimas, a convertirse en la base moral nacional. No obstante, el tratamiento dado al pasado indígena permite resaltar algunas diferencias, que jugaron un papel importante en la imagen que Colombia y Venezuela construyeron sobre sí mismas y sobre su pasado. El referente indígena fue importante en ambos casos, pero la diferencia entre el indio civilizado y el salvaje determinó distancias importantes a la hora de interpretar los antecedentes de la historia nacional. En el futuro sería deseable profundizar en algunas posibles implicaciones de la diferencia entre el referente del indio civilizado y el del salvaje. Por lo pronto, ¿se podría proponer que esa diferencia se remonta, en últimas, a la distancia insalvable entre el indio civilizado y la evocación de pasado, y la del indio salvaje y la necesidad de progreso? Queda abierta la cuestión.

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Fecha de recepción: 19 de febrero de 2007 • Fecha de aceptación: 20 de marzo de 2007

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