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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.26 Bogotá jan./abr. 2007

 

 

RAZA, GÉNERO Y ESPACIO: LAS MUJERES NEGRAS Y MULATAS
NEGOCIAN SU LUGAR EN LA HABANA DURANTE LA DÉCADA DE 1830

 

RACE, GENDER AND SPACE: BLACK AND MULATTO WOMEN IN HAVANA OF THE 1830’S

RAÇA, GÊNERO E ESPAÇO: AS MULHERES NEGRAS E MULATAS NEGOCIAM
SEU LUGAR NA HAVANA DURANTE A DÉCADA DE 1930

 

Luz M. Mena

B.A. en Estudios Latinoamericanos; M.A. en Geografía; Ph.D. en Geografía. Actualmente trabaja el tema de los Estudios de Género y de la Mujer en la Universidad de California, USA. Correo electrónico: lmmena@ucdavis.edu.


Resumen

Las mujeres negras y mulatas de La Habana de las décadas de 1830 y 1840 “negociaron” su lugar en la sociedad Habanera. Ellas negociaron su inserción en todos los espacios de la ciudad, desde los públicos, como los espacios de la ley, hasta los más íntimos, como los espacios que forjaron con su propia sexualidad. En gran parte estas negociaciones estuvieron enmarcadas dentro de su papel decisivo como agentes mediadoras entre negros y blancos: como esposas, amantes, maestras, nodrizas, cuidanderas y sirvientas, pero también como dueñas de propiedad, empresarias y perseguidoras de sus propias causas legales. Ellas negociaron su participación social y económica en la ciudad a través de sus prácticas diarias, a menudo al margen de reglas urbanas y de tradiciones sociales. Estas prácticas estuvieron en tenso y continuo diálogo con los discursos de las elites modernizadoras tanto criollas como peninsulares. Tales reformadores, que consideraron la creciente participación de estas mujeres en la vida diaria como uno de los aspectos más desordenados de la ciudad, desarrollaron fuertes discursos de orden social y reformas urbanas con el propósito de disciplinar la ciudad en crecimiento. Muchos de estos discursos estuvieron orientados a establecer límites sociales y raciales más claramente delineados (y racionalizados) que trataran de contener, si no las actividades mismas de estas mujeres, por lo menos su infl uencia en la población capitalina. Fue en este diálogo, siempre desigual y muchas veces violento, que se fue dibujando la geografía moderna de La Habana.

Palabras clave: Espacios negociados, practicas diarias, mujeres de color, discursos, modernización.


Abstract

Black and mulatto women “negotiated” their place in Havana’s society in the 1830s and 40s. They negotiated their insertion in every space of the city, from the most public ones, like the spaces of the law, to the most intimate ones, like those forged through their own sexuality. To a great extent, these negotiations were framed within their decisive role as mediating agents between blacks and whites: as wives, lovers, teachers, wet nurses, caretakers and servants, but also as property owners, entrepreneurs and pursuers of their own legal causes. They negotiated their social and economic inclusion by means of their daily activities, often at the margins of urban regulations and social traditions. These practices engaged in a continuous and tense “dialog” with the discourses of the Creole and Peninsular modernizing elites. These reformers, who considered these women’s growing participation in the daily life of the city one of the most worrisome and disorderly elements in the city, developed strong discourses of social order and urban reforms to discipline the growing city. Many of these discourses were oriented to establish clearer and more rationalized social and racial boundaries that would try to contain, if not the activities of these women, at least their infl uence on the population. It was within this dialog, never equal and often violent, that the modern geography of Havana was drawn.

Keywords: Negotiated spaces, daily practices, women of color, discourses, modernity.


Resumo

As mulheres negras e mulatas de Havana nas décadas de 1830 e 1840 “negociaram” seu lugar na sociedade Havaneira. Negociaram sua inserção em todos os espaços da cidade, desde os espaços públicos, como os referentes à lei, até os mais íntimos, como os que forjaram com sua própria sexualidade. Em grande parte as negociações estiveram estruturadas pelo papel decisivo das mulheres como agentes mediadores entre brancos e negros: como esposas, amantes, mestras, amas-de-leite, babás e serventes, mas também como donas da propriedade, empresárias e perseguidoras de suas próprias causas legais. Elas negociaram sua participação social e econômica na cidade através de suas práticas diárias, freqüentemente à margem das regras urbanas e das tradições sociais. Estas práticas estiveram em tenso e contínuo “diálogo” com os discursos das elites modernizadoras tanto criollas (Homens Bom) como Peninsulares. Tais reformadores, que consideraram a crescente participação destas mulheres na vida diária como uns dos aspectos mais desordenados da cidade, desenvolveram fortes discursos de ordem social e reformas urbanas com o propósito de disciplinar a cidade em crescimento. Muitos desses discursos estiveram orientados a estabelecer limites sociais e raciais claramente delineados (e racionalizados) que tentaram “conter”, não só as atividades mesmas destas mulheres, mas também sua infl uência na população da capital. Foi neste diálogo, sempre desigual e muitas vezes violento, que se foi desenhando a geografi a moderna de Havana.

Palavras-chave: Espaços negociados, práticas diárias, mulheres de cor, discursos, modernização.


Afortunadamente para los estudiosos de las historias de las ciudades, se han hecho en las últimas décadas dos propuestas conceptuales que han abierto nuevos caminos para este tipo de estudios. Una es que el espacio debe conceptualizarse dinámicamente, como algo que se construye socialmente en un proceso abierto y continuo, a menudo contestatario (Massey, 1994). La otra es que debemos tener en cuenta que la narrativa histórica, un proceso político de construcción, a veces desdibuja fracturas, allana irregularidades o “cierra un ojo” a detalles que puedan indicar choques de poder, por mantener una linealidad y cierta idea del mundo (Scott, 1987). Estas propuestas me han llevado a considerar el papel central, y bastante descuidado históricamente, que jugaron la raza y el género en las transformaciones de La Habana en sus procesos de modernización en la primera mitad del siglo XIX. Este artículo explora algunos de esos procesos a través de una lectura de los discursos modernizadores de la época y su articulación con problemáticas y dinámicas de género y raza.1 El enfoque principal será en las negociaciones entre estos discursos y la vigorosa participación social de las mujeres libres y mulatas en La Habana de las décadas de 1830 y 1840.

Por proyectos de modernidad en La Habana de los años treinta del siglo XIX, me refi ero a los esfuerzos concentrados de las elites criollas (cubanos blancos de descendencia española) y las peninsulares (españoles) por sistematizar nuevas formas de orden social. Estos esfuerzos vinieron impulsados por un pensamiento liberal económico y político inspirado en los recientes cambios políticos y económicos en Europa occidental y en los Estados Unidos. Los proyectos modernizadores incluyeron nuevas formas de concebir y clasifi car las divisiones sociales, reformas institucionales (salud, educación, seguridad), de hacer más efi cientes los procesos de producción y de comercio con nuevas tecnologías (uso de máquinas de vapor, iluminación de las calles con lámparas de gas, uso del ferrocarril, del telégrafo, etc.), y la implementación de nuevas formas de racionalización del espacio.

En el caso de las elites intelectuales criollas, en cuyos discursos me enfocaré, se trató también del desarrollo de una autoconciencia política agudizada por la independencia de la mayoría de las colonias de España y ligada a una identidad cultural y a intereses económicos propios. Aunque éstos ya se venían perfi lando desde fi nales del XVIII, es en la década de 1830 que observamos una intensa producción intelectual alrededor de temas sobre ciudadanía y de nuevas formas de orden social, que discutiré a lo largo de este artículo.

Una ciudad "peligrosa"

Los viajeros que visitaban La Habana en la mencionada década señalaban dos características sobresalientes de la ciudad: su belleza y su carácter caótico. Celebraban la energía contagiosa del puerto y de las plazas, la elegancia de sus edifi cios y el lujo de las áreas comerciales. Luego pasaban a quejarse del tráfi co de quitrines, las calles fangosas o de la corrupción del gobierno. Pero al parecer lo que más les inquietaba era el comportamiento indisciplinado de la población. “Las características morales de la mayor parte de la población no son nada encomiables”, escribía un viajero inglés en 1833, disgustado por la coquetería abierta, y el comportamiento agresivo de los hombres en lugares públicos (citado en Eguren, 1986, p. 230).2

El tema de la ciudad bella y caótica también era recurrente entre los intelectuales cubanos de la época. Por ejemplo, fue el punto de partida de Cecilia Valdés o la Loma del Ángel (1881) de Cirilo Villaverde, relato que se publicó primeramente como cuento corto en 1832, y que tras su versión completa en 1882, fue reconocida como la novela cubana más importante. Villaverde muestra claramente el doble movimiento de atracción-aprehensión de los intelectuales hacia la ciudad, lugar de contacto social y racial por excelencia, en su forma de describir las redes de contacto que se van tejiendo por el incesto y el deseo sexual entre razas, las cuales eventualmente llevan al crimen y a la muerte.

En realidad se había presentado un incremento en el contacto y en la mezcla racial de La Habana decimonónica, pero éste era más un efecto que su causa. Había pocos mecanismos efectivos, legales o sociales, que pudieran conducir al establecimiento del orden en aquella ciudad que recién había emergido de una transformación dramática durante las primeras décadas del siglo XIX. De ser uno de varios puertos coloniales estratégicos para España, había pasado a ser, tras la revolución haitiana en 1792, la capital azucarera del mundo y la fuente principal de ingreso de la Monarquía española.

De puerto colonial a capital azucarera del mundo

Hasta la segunda mitad del siglo XVIII la riqueza de La Habana había estado fundamentada en la defensa del Imperio español, en su economía portuaria y en la modesta producción de tabaco, ganado y azúcar (Bergad, 1990). El cambio hacia la lucrativa economía azucarera comenzó cuando Inglaterra forzó a España a relajar su control sobre el puerto de La Habana durante la ocupación británica en 1762. Lo más importante fue que el fi n del monopolio de la corona española sobre la navegación facilitó en gran medida el importe de esclavos (Fraginals, 1980). Esta expansión cobró auge con la caída de los franceses en Haití en 1792, y con ella la eliminación del más grande productor de azúcar en el mundo. Hacia principios del siglo XIX La Habana se convirtió en el núcleo de una economía de exportación que constituía más del 85% de las exportaciones cubanas y un tercio del azúcar en el mundo (Tomitch, 1991, p. 298). A la cabeza de esta enorme producción azucarera estuvo un pequeño grupo de productores que provenía de los hacendados criollos (españoles nacidos en Cuba).

Siendo el puerto de mayor exportación mundial de azúcar, La Habana creció durante las primeras décadas del XIX a un ritmo extraordinario, más que el de cualquier otra ciudad de Latinoamérica. La población prácticamente se duplicó entre 1790 y 1810. Para 1830 la ciudad contaba con más de 120.000 habitantes, casi la mitad de la población de la isla, y con un cuarto de millón 30 años después. Sólo en América Latina, la Ciudad de México y Río de Janeiro la sobrepasaban en tamaño (De La Pezuela, 1863, p. 8; Socolow, 1986, p. 5).

Transformaciones demográficas y culturales

Con estas transformaciones socioeconómicas vino un cambio dramático en la composición de la población habanera. La demanda de trabajo esclavo generada por el auge azucarero llevó al ingreso de gran número de esclavos a Cuba y con ello el rápido incremento de la población de color en la isla. Para 1817, la población negra había sobrepasado la blanca por primera vez. Asimismo, el incremento en la demanda de trabajo manual, ejecutado en gran parte por negros, había incrementado el porcentaje de la población negra y mulata en la ciudad. Los esclavos urbanos formaban más del 29% de la población.3 El trabajo manual además había estimulado la coartación o autocompra entre los esclavos urbanos; ésta coartación permitía que el esclavo o la esclava hicieran un pago inicial sobre su precio para evitar su propia apreciación económica y con ella su incrementada difi cultad de auto-comprarse. Una vez libres, buscaban las ciudades, los únicos lugares en donde podían sobrevivir. Cerca del 23% de la población urbana estaba compuesta por negros libres entre los años treinta y cuarenta del siglo XIX. Dentro de esta población, poco más de la mitad eran mujeres, y aproximadamente la mitad trabajaban fuera de su casa.4

Un liderazgo social fragmentado

Mientras la Corona española colaboraba con las elites cubanas productoras de azúcar para la extracción de ganancias, la coexistencia de dos (o más) poderes sociales fragmentaba la autoridad social de La Habana. Como se ha mencionado, los hacendados criollos productores de azúcar habían acumulado propiedades y habían consolidado su poder económico desde fi nes del siglo XVIII. Hacia principios del siglo XIX estas riquezas igualaban o, incluso, sobrepasaban la de cualquier miembro de la alta nobleza o aún del más rico de los mercaderes españoles. De cualquier forma, la jerarquía social de la ciudad no estaba determinada sólo por factores económicos. En la década de 1830 la sociedad habanera estaba siendo simultánea y contradictoriamente infl uenciada por el viejo poder colonial y por un sistema de clases moderno. O sea que, además de estar infl uenciada por el poder económico, la jerarquía social lo estaba por la división entre colonizadores y colonizados, y por la raza. Las elites españolas ocupaban las posiciones más altas del gobierno colonial, los más altos puestos clericales y militares, y monopolizaban, desde 1823, el crédito y el comercio internacional, incluyendo el comercio de esclavos. Las elites criollas constituían la mayoría de la clase hacendada y los estratos altos profesionales, incluyendo el de las elites intelectuales de la ciudad.

Estas divisiones económicas, políticas y sociales nutrieron distintas actitudes reformistas modernizadoras paralelas, que fracturaron los proyectos de orden social en la ciudad. Las elites españolas promovieron un pensamiento liberal moderno al servicio del poder colonial. En sus reformas urbanas hicieron mucho uso de símbolos coloniales en lugares estratégicos de la ciudad para inspirar lealtad hacia la Corona y utilizaron nuevas formas de organizar los cuerpos de seguridad en la ciudad. De tal forma, el Capitán General de la Isla, Miguel de Tacón, menciona en 1837 la importancia de construir un hermoso paseo en la ciudad desde donde la población pueda observar simulacros militares, en un país cuya situación política exige que “el gobernante hable constantemente a la imaginación del que obedece.”5

Las elites criollas, por otro lado, persuadidas de su deber de responder a las exigencias que imponía el mundo industrial, que evolucionaba rápidamente e infl uía sobre la economía azucarera, articularon sus proyectos modernizadores enfatizando la necesidad de innovaciones tecnológicas y científi cas. En la década de 1830, por ejemplo, los miembros criollos de la Junta de Fomento de Cuba, ávidos seguidores de las ideas sobre desarrollo económico provenientes de Europa y de Estados Unidos, formularon proyectos de construcción de caminos que unieran los distintos puntos de la isla a fi n de ayudar a integrar la economía (Saco, 1830).6

A pesar de estas diferencias ideológicas y políticas, los dos grupos de elites tenían que velar por una relación de mutua dependencia socioeconómica. Recordemos que los mercaderes españoles eran quienes se encargaban del comercio del azúcar que producían los hacendados criollos y estos últimos, los que compraban los esclavos y los importes de los mercaderes. Es muy posible, entonces, que ya que su interés económico no permitía que su rivalidad se tradujera en actividades políticas signifi cativas, las elites criollas azucareras y las coloniales española hayan preferido llevar su rivalidad a un plano espacial visible, simbólico. Esto, por lo menos, parecen indicar la forma en que se llevaron a cabo las reformas urbanas de La Habana.

De 1834 a 1838 la sacarocracia y las elites españolas compitieron por el espacio público de la ciudad a través de proyectos modernizadores. Con un trasfondo de competencia entre cubanos y españoles, estas elites impulsaron una serie de reformas urbanas, las más extensas de ese siglo (Venegas, 1990; Chateloin, 1989).

Esta competencia llevó a la ciudad hacia una construcción acelerada de edifi cios y obras públicas (un ferrocarril, bulevares, mercados, teatros), y ornamentaciones urbanas (fuentes, paseos) y a la ejecución de reformas urbanas para facilitar el orden público (cuerpo de bomberos, leyes de vagancia). Sin embargo, estas reformas no afectaron las considerables brechas de infraestructura en la ciudad y fi suras sociales profundas en la sociedad esclavista habanera. Tales fi suras y brechas contribuyeron a debilitar el control social en la ciudad, dándole, como veremos, mayor oportunidad de participación a los sectores marginales de la población.

Los discursos disciplinarios articulados por los modernizadores criollos, se fragmentaron debido a su rivalidad no sólo con las elites coloniales sino también entre las elites criollas mismas. A partir de la segunda década del siglo XIX se comienza a distinguir una segunda corriente modernizadora dentro de los discursos de las elites criollas, generada por los profesionales e intelectuales. Las ideas y proyectos de esta elite intelectual a veces convergían o complementaban los de los criollos hacendados. Estimuladas por los vertiginosos cambios culturales que transformaban las burguesías europeas, dichas elites intelectuales se plantearon la problemática social de Cuba, especialmente sobre La Habana. Refl exionaban sobre su identidad política y cultural, cuestiones de derechos, libertades y de autosufi ciencia, refl exiones que resonaban con los debates de la época de revolución en Europa y en los Estados Unidos. Consideraban a Inglaterra, Francia y a los Estados Unidos como modelos de progreso e ilustración, mientras veían a España como un poder colonial retrógrado y decadente. En un aspecto, sin embargo, los proyectos modernizadores de los intelectuales divergieron drásticamente de los proyectos de los hacendados azucareros. El punto de contención fue la esclavitud como problema social. Es más, este desencuentro, ideológico y social, se presentó no sólo entre los intelectuales y la sacarocraria, sino también como una contradicción interna en los discursos intelectuales mismos. Estos ideales modernizadores chocaron a cada paso con los valores sociales del sistema esclavista que sostenían y constituían social y culturalmente a estos pensadores como estrato privilegiado de la sociedad habanera. El ideal moderno de auto-sufi ciencia de las elites criollas, por ejemplo, venía minado por su propia discriminación contra el trabajo manual, el cual venía asociado con el trabajo esclavo, lo que difi cultaba el desarrollo de una mano de obra artesanal autónoma.7 Quizás el ejemplo más notable de este tipo de contradicción está en los esfuerzos de los criollos reformistas por abolir la esclavitud, por un lado, y en su difi cultad a la hora de visualizar la población negra libre como parte de la sociedad cubana tras la abolición, tema que este estudio abordará en detalle más adelante.

Tras el acuerdo internacional del cese de la trata de esclavos en 1817, promovido por Inglaterra, y el uso generalizado de la mano de obra libre en una economía mundial que se industrializaba rápidamente, las elites intelectuales criollas consideraron el uso del trabajo esclavo como un método primitivo. Hasta algunos hacendados llegaron a ver la esclavitud como una aberración de la Modernidad. El mismo hacendado criollo que logró que la Corona accediera desde de 1790 a una mayor libertad de comercio en la isla para traer esclavos, en 1834 pasó a preocuparse por la dependencia que la isla había desarrollado del trabajo esclavo, y se refería a la esclavitud como el “escollo de la fi losofía y de la humanidad.”8 Sin embargo, agregaba que un cambio de sistema laborar no podía darse repentinamente. Lo cierto es que el cambio ni se dio por muchas décadas más ni se dio por iniciativa de la sacarocracia. Los hacendados temían que el cambio de sistema traería la ruina a la economía azucarera y estimularía una rebelión política de los negros contra los blancos (como en Haití). Trataron, entonces, de resolver gradualmente el problema de la escasez de mano de obra califi cada y el de la falta de educación técnica en el país (Dau, 1837). El por qué estos esfuerzos no eliminaron la esclavitud en la primera mitad del siglo XIX sigue siendo un debate histórico y económico.

Los criollos intelectuales, por su parte, mantuvieron una posición antiesclavista, operando en tensión con los intereses económicos de la sacarocracia criolla y los de los grandes mercaderes de esclavos españoles. Cabe agregar que del mismo modo estos intelectuales operaron en tensión con los intereses fi nancieros de la Corona. Ésta hizo caso omiso a la ilegalidad de la trata, ya que se benefi ciaba de las ganancias de la alta producción de azúcar en la isla. El acuerdo fi rmado entre España e Inglaterra para terminar la trata eslavista en 1817 sólo llevó a un cambio en la ruta de la trata. Lejos de terminarla, el comercio de esclavos creció notablemente en las décadas de los treinta y los cuarenta (Marrero, 1989, p. 99).

Cabe, además, recordar que mantener el comercio de esclavos en aquel momento era en efecto el elemento central de un convenio tácito entre la sacarocracia criolla y las elites españolas. Como hemos señalado, dicha sacarocracia incrementaba la producción de azúcar en función de un mayor número de esclavos provenientes de los mercaderes españoles; además, a cambio de su lealtad política hacia la Corona española, las autoridades españolas se encargarían de contener cualquier rebelión de negros que pudiera amenazar su estabilidad (y, de paso, la propia estabilidad fi nanciera del gobierno colonial). Esto neutralizó cualquier impulso hacia un movimiento de independencia, por lo menos hasta la mitad del siglo.

Las elites intelectuales criollas veían la situación con alarma. Señalaban el hecho de que la economía esclavista azucarera no sólo nutría peligrosamente el crecimiento material de la ciudad, sino también contribuía a su composición racial e infl uenciaba negativamente el comportamiento de sus habitantes. Se preocuparon ante la difi cultad de educar ciudadanos modernos apegados a viejos modelos de prestigio social, ordenar una ciudad racialmente mezclada y sostenida por la esclavitud. Comunicaron en sus escritos su frustración al ver que esta última y los intereses económicos que la sostenían minaban cualquier proyecto político hacia la soberanía y la autonomía política de los cubanos (Saco, 1960; Méndez, 1964).

Hacia una jerarquía moderna de raza y género

La posición antiesclavista de la intelectualidad criolla, sin embargo, no se tradujo en una actitud de integración racial en relación a a la población negra. Los discursos de los intelectuales sobre el orden social de la ciudad fueron trazando una línea de liderazgo social marcadamente racializada. De esta forma, ciertos valores de esta sociedad esclavista pasaron a ser una parte constitutiva de la modernización de La Habana.

Las elites modernizadoras buscaron un orden social basado en la racionalización del espacio organizado alrededor de viejas jerarquías de raza y género, ahora reformuladas a través de categorías modernas tales como las de ciudadanía, higiene, educación, y la idea de un cuerpo social saludable y disciplinado. Sabemos que el concepto de ciudadano ideal era, por defi nición, varón y blanco; que éste se nutría de la noción de individualidad de los discursos de autosufi ciencia modernos europeos, y que éstos, a su vez, estaban fuertemente informados por los conceptos griegos de ciudadanía y de espacio público, ambos basados en la idea de un hombre libre. La política requería presentaciones en el espacio público. La mujer, los niños y los esclavos pertenecían a la esfera privada del hogar, donde contribuían a las necesidades físicas y emocionales de los hombres (Pettman, 2006).

Con la emergencia de la burguesía europea como la nueva clase elite de la Revolución Industrial desde fi nes del siglo XVIII surgieron modelos y prescripciones del cuerpo ideal. Éstos estaban sobredeterminados por valores culturales europeos, por lo que los marcos de referencia racial, cultural y de clase eran la raza blanca y la clase burguesa, es decir, educada y saludable (Foucault, 1978). Sin embargo, es importante señalar que ya desde el siglo XVI estos conceptos estaban construidos en contraste con las nuevas clases trabajadoras y con los sujetos coloniales (de otras razas y con otras costumbres) y con los cuales los colonizadores europeos empezaban a entrar en contacto (Stoler, 1995, pgs. 1-18).9

Las mujeres, de cualquier color, estaban al margen de esta visión. Eran consideradas como elementos débiles que vulneraban el orden social. Se decía que su volatilidad e irritabilidad, dictada por dominio de los ciclos reproductivos de su cuerpo en su temperamento, las hacía susceptibles a la irracionalidad, a la emoción excesiva, a la falta de objetividad y de entrega al deber. No sólo no eran aptas para servir en la esfera pública, sino que debían ser protegidas y supervisadas de cerca, ya que eran indispensables para la reproducción biológica y cultural de la sociedad (Martin, 1997, pp. 15-41).

La raza negra caía también al margen de los ideales burgueses. En Cuba, como en otras colonias sostenidas por el trabajo esclavo negro, las refl exiones sobre raza y ciudadanía no había sido tan centrales como sí lo fueron en el siglo XIX, ya que la esclavitud había trazado hasta entonces una clara línea divisoria entre el esclavo y el ciudadano. Para la década de 1830, en La Habana la idea del futuro de una sociedad racialmente mezclada se asomaba ya como amenazante en las mentes de los intelectuales. Aunque pasaría medio siglo antes que se hiciera realidad en Cuba, la libertad de vientre era un hecho ya en la mayor parte de los países de Latinoamérica, que recientemente habían ganado su independencia. A la par la literatura antiesclavista, que ya habían comenzado a desarrollar las elites modernizadoras en la década mencionada, surgía la pregunta preocupante de cómo visualizar una Cuba independiente racialmente mezclada. El hecho de que hubiera un consenso sobre la incongruencia entre la esclavitud y la modernidad no llevaba a los criollos intelectuales a aceptar la integración de la población negra, o a aceptar la mezcla racial.

Adicionalmente, el temor y el prejuicio de las elites blancas hacia la población de color se había incrementado desde fi nales del siglo XVIII con la rebelión haitiana de 1792 y el comienzo del uso masivo y particularmente explotador de la esclavitud durante el auge azucarero. La posibilidad de un levantamiento esclavo y la destrucción del complejo azucarero, como sucedió en Haiti, fl otaba como una amenaza constante en La Habana. Por otro lado, ser negro se iba asociando más y más con la deshumanizada esclavitud masiva de las plantaciones e ingenios de principios del siglo. El argumento casi circular con el que las elites modernizadoras buscaban justifi car el prejuicio contra los negros era que éstos habían sido deshumanizados por la esclavitud, por lo tanto había que disciplinarlos y mantenerlos a distancia. Por este tiempo se diseminaron varios estudios sobre la raza negra que buscaban encontrar causas biológicas que explicaran la supuesta inferioridad de los negros. Algunos estudios abordaban ampliamente su tendencia a ciertas enfermedades y a la holgazanería, que a su vez llevaba a la falta de inteligencia, y al exceso sexual (O’Gavan, 1821). Un estudio establecía un vínculo entre raza y demencia, explicando que éste venía dado por la depresión que sufrían los negros al alejarse de su tierra (Pierquin, 1833).

Si a los “problemas” de la raza se le agregaba el agravante de ser mujer, la amenaza al orden social femenino de color resultaba doble. Muchos de los discursos disciplinarios modernizadores que circulaban en La Habana, articularon este prejuicio racial con el de género. Estos discursos, que proliferaban en la década de 1830, después de varios siglos de una fuerte tradición de mezcla racial en la isla, venían impulsados por un intento de disciplinar o contener esta tradición de contacto a través del control de la mujer de color. En el centro de estos discursos estaba la mujer negra y mulata, esclava o la libre, que fue vista con aguda sospecha. Se podría decir que mucho del impulso modernizador de las elites fue formulado en contravía de la efectiva participación de la población de color en la esfera pública de la ciudad, especialmente la de las mujeres negras y mulatas.

El plan reformista de las elites en lo referente a las mujeres negras esclavas que entraba en contacto cercano con los blancos, era de triple acción: prevenir a los blancos sobre la infl uencia negativa de las mujeres negras, controlarlas y disciplinar a estas mujeres, y aislarlas lo más posible. Estos discursos fueron articulados como estudios sobre la higiene y la salud del cuerpo físico y social. Con ellos se construyó a la mujer negra como agente de contagio de enfermedades físicas y morales en la sociedad cubana. Se distribuyeron, por ejemplo, varios ensayos sobre las nodrizas negras. Un estudio titulado “Memoria sobre la leche,” orienta a las madres blancas en la escogencia y la relevancia de disciplinar a las nodrizas negras. El estudio clasifi ca a estas últimas según su procedencia, explica los distintas tendencias a ciertas enfermedades (afecciones de la piel, enfermedades venéreas y tumores) de acuerdo a su origen. Se advierte el aspecto contagioso de estas enfermedades (Le Riverand, 1849, p. 15).

Sin embargo, este tipo de discurso no diseminaba el prejuicio racial en una forma homogénea o uniforme. En este mismo estudio médico sobre las nodrizas en Cuba, se las construye como personifi caciones de fertilidad, de fuerza natural y hasta las considera “mejores madres” por tener órganos reproductivos muy desarrollados.” Esto último se proponía en contraste con la mujer blanca, a la que se describe como frágil y debilitada por el excesivo entretenimiento. “Una en cien [mujeres blancas] goza de excelente salud: una que no se queja de dolores de cabeza, de espasmos, histeria, palpitaciones, anorexia, o mala digestión” (Le Riverand, 1849, p. 13).

Aquí es importante notar la transición discursiva sobre los nuevos límites sociales por la que atravesaban los criollos intelectuales en La Habana en las primeras décadas del siglo XIX. El mismo paradigma de oposición, mente/cuerpo, dentro del que los criollos se construían a sí mismos como los representantes de la razón y de la mente dentro de la sociedad cubana, producía ahora en ellos una ambivalencia de sentimientos y ansiedad hacia las mujeres negras.

Al mismo tiempo que se les construía como agentes de contaminación y contagio, se proponían como íconos de fertilidad y fuerza física. Los paradigmas de oposición establecidos desde la Ilustración entraban, así, en incómoda articulación con el discurso moderno del cuerpo social y la experiencia cultural cubana nutrida por la esclavitud.

Además de que el contacto racial producía enfermedades físicas, se estableció que conllevaba el contagio moral y cultural. Esta idea estaba ya bastante establecida tanto en las colonias europeas (colonizadores) como en las latinoamericanas (colonizados). Y como en aquéllas, en el discurso habanero las mujeres de color eran el principal agente. Muchos intelectuales creían que los vicios de la población blanca comenzaban en la cuna, cuando entraban en contacto con las esclavas. Algunos pensaban que la presencia de las mujeres de color, fuertes y capaces, debilitaba aquel viejo sentido del patriarcado entre los niños criollos. Estos niños tendían, por lo tanto, a ser menos capaces como futuros ciudadanos (Le Riverand, 1849, p. 15). A las mujeres negras y a las mulatas libres se les representó como agentes de contacto racial y cultural particularmente peligroso, ya que no estaban sujetas a los mecanismos de control directos de un amo. Se movían constantemente por la ciudad, contribuyendo activamente a su economía y participando dinámicamente en su vida social. Ellas constituían la mayoría de las vendedoras, artesanas, parteras, sirvientas, cuidanderas y maestras de primeras letras. Algunas eran dueñas de negocios o prestamistas.10

No es difícil de entender, entonces, el que los criollos intelectuales se sintieran amenazados por la forma en que la sociedad habanera se sostenía en el trabajo de las negras libres, elementos sociales que ellos consideraban demasiado móviles y fl uidos (espacial y culturalmente hablando), y difíciles de controlar. Se les necesitaba para el efectivo funcionamiento de los hogares y de la ciudad en general. Además, estas mujeres estaban fuertemente integradas a la cotidianidad de las elites blancas. También se comprende, así, el intento de algunos intelectuales criollos que siguieron la convención moderna establecida en las colonias europeas de tratar de controlar la población a través de discursos disciplinarios dirigidos a la población blanca sobre la sexualidad de la mujer de color.

Como esposas, amantes y compañeras de hombres blancos, las negras y mulatas libres contribuían a la mezcla de las razas, al blanqueamiento de la raza negra, diluyendo así los parámetros seguros de la diferencia de razas basados en el color de la piel, que aseguraban, según ellos, el lugar superior de la raza blanca. Circularon escritos que intentaron establecer la necesidad de fuertes límites que contuvieran la sexualidad de la mujer negra libre, sobre todo de la mulata. Cuando los criollos intelectuales abordaron el tema de la mezcla racial con particular intensidad en La Habana de la década de 1830, el discurso sobre las mulatas libres como elementos sospechosos adquirió más fuerza (sobre estos estereotipos de la mulata ver Crespo Y Borbón, 1847; Betancourt, 1979, pp. 240- 249; Rivas, p. 77).

Si a la mujer negra se le consideró agente de contagio racial y cultural, a la mulata se le consideró tanto agente como producto de corrupción de la misma (Betancourt, 1979, pp. 240-249). A la mulata se la presentó como ícono de sensualidad peligrosa y desorden social por excelencia. Algunos escritores, como el ya mencionado Cirilo Villaverde, vincularon la falta de integridad con la raza y la peligrosa sensualidad de la mulata con los debilitados parámetros raciales de La Habana en Cecilia Valdés. Presenta la gravitación persistente y problemática de blancos alrededor de las mulatas, que produjo el blanqueamiento gradual de tres generaciones hasta llegar a Cecilia, una mulata prácticamente blanca. La trama está tejida alrededor de la relación amorosa, secreta y ultimadamente trágica de Leonardo, el hijo de un adinerado español, dueño de una plantación, y Cecilia, hija de una mulata amante de este último, de quien no saben que es su media hermana. El narrador sugiere, así, que una descendiente de esclava y el hijo de un dueño de esclavo pueden encontrarse por azar en la ciudad sin estar anuentes de sus lazos sanguíneos, y de esta forma desatar una mezcla confusa de vínculos sociales y raciales que diluyen cualquier límite social que los pudiera proteger (Villaverde, 1981, p. 32).

El texto describe a Cecilia, su personaje principal, como una mujer bella, pero de dudosa reputación: “Era su tipo el de las vírgenes de los más célebres pintores [...] La boca la tenía chica y los labios llenos, indicando más voluptuosidad que fi rmeza de carácter [...] un conjunto bello, que para ser perfecto sólo faltaba que la expresión fuese menos maliciosa, si no maligna” (16, énfasis agregado; “Sólo faltaba” es la frase clave aquí). Su imperfección, revela pronto el texto, es su inmoralidad. La novela subraya el peligro de parecer virtuosa (“su tipo el de las vírgenes...”) y ser inmoral.

Una modernidad negociada

Las mujeres negras y mulatas, libres y esclavas, por lo tanto, tuvieron que “negociar” dinámicamente con estos discursos de disciplina social cargados de discriminación de género y racial. Como hemos visto, parte de la ansiedad que estas mujeres generaban en las elites modernizadoras, tenía que ver con la zona de contacto desde donde trabajaban y con su movilidad, que era difícil de controlar. Desde otra perspectiva podríamos decir que estos factores fueron claves para las formas de negociar de estas mujeres. Fue justamente desde esos espacios, generados en parte por las contradicciones sociales de la ciudad y por el prejuicio racial, que estas mujeres desarrollaron estrategias de supervivencia y mecanismos de autopromoción. En muchos casos negociaron como mediadoras, entre los blancos y los negros, y entre hombres y mujeres. Gracias a su alto grado de movilidad espacial (que es también social) se desplazaron entre lo público y lo privado, entre los afectos y la autoridad, dentro y fuera de la familias de las elites, dentro y fuera de la sociedad. Como ya hemos señalado ya que el tipo de trabajo que muchas de estas mujeres ejecutaban, relacionado con cuidados del cuerpo (parteras y nodrizas), la enseñanza de niños, y los servicios personales en general, las colocaba en esta zona especial de contacto tanto físico como cultural. A partir de sus ofi cios, como nodrizas, por ejemplo, establecieron lazos afectivos fuertes con los hijos de los criollos y españoles que conllevaban fuertes intercambios culturales. En el caso de algunas esclavas, estos lazos afectivos les facilitaron ciertos privilegios o alguna herencia signifi cativa. Su infl uencia cultural, que fue intensa, les fue abriendo nuevas formas de inserción en la sociedad cubana, aunque ese proceso haya conllevado cierta hostilidad de parte de las elites. A las infl exiones con tonos africanos que los niños aprendían de sus cuidanderas, por ejemplo, se les consideró el comienzo de la temida desfi guración de la lengua castellana (Bachiller y Morales, 1977, pp. 105-111).

Muchos de los ofi cios que realizaban, además, promovían o exigían un alto grado de movilidad. Por prejuicios raciales y por la división racial y social del trabajo en la ciudad, las negras y mulatas llegaron a convertir las calles de la ciudad prácticamente en su territorio, y la movilidad en una de sus estrategias de supervivencia claves. En La Habana, como en otras ciudades cubanas, las autoridades municipales y los planifi cadores urbanos no se ocuparon directamente de las necesidades de las mujeres negras y mulatas libres. Pero tampoco trataron de contener, reducir o fi jar en determinadas áreas sus actividades económicas. No había medidas especiales que segregaran las áreas residenciales de la población libre de color. Dicha segregación hubiera sido prácticamente imposible, ya que el trabajo de las negras libres, sobre todo el trabajo manual y de servicio, era indispensable para el funcionamiento diario de la ciudad.11

La movilidad de las mujeres libres de color estaba también vinculada a su alto nivel de autonomía frente a los códigos sociales en lo referente a su comportamiento sexual. Los códigos de conducta y tradiciones sociales que regían tal comportamiento de las mujeres blancas de altos estratos, restringiendo su participación en la esfera pública, tuvieron mucha menos infl uencia sobre la mayoría de las mujeres negras libres. Si bien es cierto que muchas familias de mujeres de color jóvenes se preocuparon por el futuro de éstas, también es cierto que se enfocaba sobre todo hacia su seguridad y bienestar social más inmediatos.12 Sin duda muchas de ellas negociaron con la reputación implícita de conducta lúdica que la sociedad habanera blanca les asignaba—sobre todo a la mulata como lo indica el dicho de la época “No hay tamarindo dulce ni mulata señorita” (Martínez-Alier, 1972, p.47)—.

Para poner estos estereotipos en un contexto histórico, cabe notar aquí que dentro de los ya bajos porcentajes de matrimonios en la Cuba del siglo XIX, las mujeres negras libres tenían los más bajos. De acuerdo al censo nacional de 1827, había un matrimonio por cada 319 personas negras libres, en comparación con una de cada 143 personas blancas y uno de cada 161 esclavos (de la Sagra, 1845. p.163).

La proporción de matrimonios en La Habana debe haber sido bastante más alta que lo que indican las cifras nacionales para los tres grupos poblacionales, dado el mayor acceso a registros legales, a la Iglesia, y a recursos económicos. Pero la diferencia relativa de matrimonios entre esos grupos debe haber sido similar.

A través de los testamentos de mujeres negras libres se puede ver que no era raro que tuvieran hijos de distintas uniones no matrimoniales. Esto no debe haber sido sólo una cuestión de preferencia personal. Entre varios factores, el que los negros libres hayan tenido relativamente menores recursos económicos que las mujeres negras, por ejemplo, debe haber desincentivado propuestas de matrimonio. Sabemos por sus testamentos que muchas mujeres negras libres llevaban más propiedad que sus parejas al casarse.13

Otro factor que debe haber contribuido a que los amancebamientos o concubinatos entre blancos y negras fueran convencionalmente preferidos por estas últimas a los matrimonios con hombres de color, pues llevaban al “blanqueamiento” de la familia. Tales uniones se

realizaban sobre todo con inmigrantes españoles pobres. Los matrimonios interraciales eran mínimos (Martínez-Alier, 1989, pp. 62-63). Algunos historiadores contemporáneos, como también escritores de la época, han señalado que muchas mujeres negras libres tendían a unirse, y en menos casos casarse, con blancos como una forma de avance social (Martínez-Alier, 1972, p.29; de las Barras y Prado, 1925, pp.114-115). Pero sería un error ver como una manipulación lo que era más bien una forma de negociación: en muchos casos fueron los novios blancos los que justifi caron la petición de una licencia para matrimonio interracial, haciendo referencia a la necesidad que tenían ellos de apoyo fi nanciero o del trabajo de las futuras esposas, o a su gratitud por haber recibido sus cuidados personales durante alguna enfermedad (Martínez-Alier, 1989).

De modo que la movilidad de una mujer de color, orientada o impulsada sobre todo por cuestiones de supervivencia y avance social, no fue muy limitada por códigos de conducta enfocados a dar una imagen de virtud. La gran mayoría de las negras libres gozaban de mucha libertad de movimiento. A esto se le agregaba el hecho de que las mujeres de las elites blancas no debían transitar en público sin estar acompañadas y trataban además de evitar las calles consideradas sucias y peligrosas. Las negras libres y esclavas trabajadoras fueron las que se encargaron de las tareas que implicaban transitar por ellas y de ser las mediadoras entre las esferas pública y privada para las mujeres criollas o las españolas. Llevaban y traían encargos o hacían compras para sus amas o patronas. Este tipo de mediación les facilitó a las esclavas una relación especial de confianza.

Varias ocupaciones de las negras y mulatas libres tendían a acortar las brechas en la infraestructura de la ciudad, la cual estaba fragmentada, como hemos visto, entre un gran dinamismo económico y valores sociales arcaicos.

Algunos de los trabajos de las mujeres libres compensaron la inefi cacia de servicios, supliendo necesidades que la infraestructura urbana establecida no lograba llevar a cabo. De esta forma se fueron haciendo más presentes en partes de la esfera pública de la ciudad, por ejemplo, aprovechando las nuevas demandas de servicios tradicionalmente dominadas por la población blanca durante las primeras décadas del siglo XIX, las negras libres comenzaron a prestar más activamente servicios de cuidado personal remunerados. Esto incluía el cuidado de enfermos y ancianos. Las emigraciones de otras regiones de la isla, o de otros países hacia la pujante ciudad de La Habana, contribuyeron a la separación de núcleos familiares y a la demanda de este tipo de servicios. Las negras libre prestaron dinero, además, de manera informal tanto a negros como a blancos, lo que contribuía al dinamismo económico de una ciudad que no contaba con servicios fi nancieros. Estas defi ciencias, combinadas con la creciente capacidad adquisitiva de los estratos medios, produjeron estos nichos socioeconómicos en los que se insertaron las negras libres. Otro tipo de ocupación en la que se emplearon estas últimas y que también había venido a llenar necesidades urgentes en la ciudad, fue la de educadoras de primeras letras. Un buen número de mujeres negras libres se dedicaron al cuidado de niños, tanto blancos como negros y mulatos, fuera de casa, que incluía la enseñaza de habilidades básicas. Para entonces no existía una infraestructura educativa capaz de implementar un plan de amplio alcance. A pesar de que algunos criollos intelectuales presionaron para que se cerraran, las escuelitas creadas por estas mujeres continuaron abiertas por varios años, porque la institución municipal encargada de asuntos culturales no tenía los fondos para reemplazar tal servicio de enseñanza. Esta oportunidad de trabajo existió hasta que el gobierno formalizó la educación primaria años después (Mena, 2001, p. 190).

A medida que las mujeres de color iban participando más activamente en la economía de la ciudad, fueron utilizando más activamente los recursos legales que garantizaban sus escasos derechos. Esto indica que hicieron uso para benefi cio propio de la misma tradición legalista de la Colonia española que había producido leyes racistas. Por ejemplo, existían leyes coloniales que prohibían a las personas de color, libres o esclavos, hombres o mujeres, obtener una educación formal (Zamora, 1985, Leyes XII, XV y XXVIII; Bachiller y Morales, 1880, p. 11). Las mujeres negras y mulatas libres, y las esclavas no sólo buscaron formas alternativas para educarse (bajo la tutela de sus patrones, de otras esclavas o apelando a la caridad cristiana de las parroquias), sino también aprendieron a usar y a manipular la ley en benefi cio propio. Así, hicieron amplio uso de la ley para ganar su libertad, para hacer reclamos, comprar o vender propiedades, exigir el pago de deudas o arreglar una herencia. Usaron su recurso a la coartación o autocompra para obtener su libertad o ayudar a familiares o amigos a comprarla. Supieron utilizar su derecho a un síndico procurador, una especie de árbitro legal nominado por la ciudad, que mediaba entre amos y esclavos, y lo que ayudaba a negociar y a tramitar el pago inicial y los pagos a plazos que le seguían para completar la autocompra.14

También usaron los servicios del síndico procurador para gestionar sus quejas de abusos de parte de sus amos, ya fueran físicos, económicos o psicológicos. Abundan documentos sobre casos en que se acusa a un amo o ama de distorsionar la contabilidad relacionada con una carta de libertad.15 Los historiadores que han trabajado sobre la esclavitud en Cuba también han documentado muchos casos de quejas de esclavas castigadas por no corresponder los avances sexuales de sus amos.16 En un notable caso, Florencia Rodríguez acusa a su amo de haberla seducido bajo promesas de libertad cuando tenía 14 años. Después de 3 años sin recibirla, se niega a seguir concediendo favores sexuales al amo. Como represalia la fuerza a vestirse de hombre y trabajar con los artesanos varones. Florencia lleva el caso al síndico después de huir de su amo tras un ataque violento cuando estaba borracho. Pide sea vendida a otro amo (tal ejemplo y otros aparecen en García, 1996, pp. 170-175). Este caso no sólo ilustra el grado de agencia de la esclava al hacer un uso efectivo de sus recursos legales, sino también de su autonomía de decisión a los 17 años, al negarse a continuar relaciones sexuales con el amo sin la recompensa prometida. El que esta autonomía de decisión haya sido interpretada como inapropiada a su condición más que de esclava, de mujer, es fuertemente sugerida por el castigo del amo, al hacerla vestir como varón y trabajar entre los hombres.

Esta autonomía de decisión y sentido de la subjetividad propia se ve aún más claramente como una característica que abundaba entre las negras libres. Algunas aprendieron a manipular la ley astutamente, muchas se preocuparon por informarse sobre órdenes reales, cláusulas y excepciones. Existen casos documentados de negras y mulatas que ganaron apelaciones en las que retaban a las autoridades municipales. Estos casos están casi siempre ligados al reclamo de pagos, derechos de herencia, o disputas sobre cuestiones de propiedad.

La saga de Felipa, una mujer negra libre analfabeta, madre de tres niños pequeños, para recibir los derechos de una casa que le había dejado en herencia una mujer blanca rica en compensación por sus servicios de cuidado, es uno de esos casos. Las negociaciones que Felipa comenzó informal y amigablemente en 1847, acabaron en un proceso de litigio formal en 1849 en el que la mujer recibe los derechos de propiedad. Lo interesante de este caso es que cuando el abogado de Felipa resolvió el caso, Felipa ya había negociado informalmente el traspaso de la casa en disputa; estaba usando la casa para el cuidado de un niño por una onza de oro al mes, y estaba alquilando uno de lo cuartos.17 Entre los propietarios de la población negra habanera, la mayoría eran mujeres.18 Las propietarias negras libres, por lo tanto, pusieron especial cuidado en el arreglo formal de herencias, ya que a través de éstas construían las bases económicas para el avance económico de sus familias y allegados. El hacer uso de su derecho a recibir o dejar una herencia, más que una cuestión de necesidad económica, fue clave para la construcción de un sentido de participación en la sociedad y, por lo tanto, para el desarrollo de una nueva identidad social. Quizás ese sentido de la subjetividad propia debe haber contribuido a un fuerte sentido de autosufi ciencia en algunas negras libres. La idea de subordinar sus decisiones a otra persona les habrá parecido extraño a tres de ellas que decidieron tomar ciertas decisiones legales sin consultar a sus maridos. Los esposos de María Manuela y María Dolores Cárdenas cuestionaron la legitimidad del poder legal a dos representantes y la elección de los representantes que ellas habían elegido para que arreglaran la herencia de su madre, por no haber sido consultados. Los esposos argumentaron que como herederos de sus mujeres, ellos debían haber sido incluidos en estas transacciones legales. Además, se quejaron de no ser consultados o siquiera informados.19 El esposo de Francisca Borrego tomó una actitud más resignada, afi rmó que aunque su esposa ni siquiera le había comentado que le iba a heredar cierta propiedad a su hija y su marido, él estaba de acuerdo post facto.20

Conclusiones

La Habana se transformó social y espacialmente de una forma desigual y fragmentada durante las primeras décadas del siglo XIX. Se convirtió en una ciudad moderna al mismo tiempo que permaneció atada a viejos valores sociales y económicos. En aquel momento, en el que atravesaba por una coyuntura histórica clave, la ciudad se vio situada entre corrientes económicas e ideológicas foráneas y locales que la conducían en distintas direcciones. Su crecimiento se desarrolló dentro de una tensa coexistencia de un estilo de vida colonial español y un estilo cambiante sin lograr la trasformación completamente. Los efectos de estas fragmentaciones facilitaron el desarrollo de un carácter social acreditado por un intenso dinamismo, grandes contrastes, cambios constantes y un liderazgo social igualmente fragmentado.

La fuerte rivalidad entre las elites coloniales y las nativas (criollas), y las divergencias dentro de las nativas (criollas intelectuales y la sacarocracia) en cuanto a la cuestión de la esclavitud resultaron en contradicciones sociales espaciales y discursivas. Estas contradicciones fueron convertidas por la creciente población de mujeres de color en oportunidades a fi n de negociar su espacio en la ciudad.

Las negras y mulatas libres y esclavas tuvieron que negociar este espacio ya que fueron consideradas por las elites intelectuales (modernizadoras) como elementos incongruentes de la ciudad moderna. La mayor participación social y económica de estas mujeres, combinada con el dinamismo de la ciudad durante las primeras décadas del siglo XIX, y con siglos de una fuerte tradición de mestizaje, había llevado a mayores posibilidades de contacto y mezcla racial en La Habana. Y dicha mezcla era considerada por las elites como una amenaza a la salud física, social y moral de la ciudad, y a estas mujeres, agentes principales de este contacto y mezcla.

 

Ante este planteamiento, y en un esfuerzo por establecer un nuevo orden social que le diera una forma moderna a este dinamismo “caótico,” las elites criollas intelectuales desplegaron una serie de discursos disciplinarios sobre el control de la mezcla racial, enfocados en las mujeres negras y mulatas. Las mujeres de color, por su parte, negociaron con estos discursos a través de su continuada participaron social. En otras palabras, los discursos de orden moderno que se desarrollaron en La Habana de la década de 1830 se constituyeron mutuamente con la realidad diaria de la ciudad, con la cotidianidad de las negras y mulatas.

Por un lado, la insistencia de los intelectuales en usar la presencia de la mujer de color como límite entre lo público y privado (la criandera como intrusa, por ejemplo), de lo puro y lo contaminado (la nodriza como contaminadora) y las consiguientes reformas de educación, salud pública, etc. estuvieron orientadas a contener la infl uencia de las negras y mulatas. Por otro, las prácticas de estas mujeres fueron infl uenciadas por los nuevos conceptos sobre los límites sociales y espaciales, las “seguras” separadas de las “peligrosas.” En muchos casos, las mujeres de color fueron las mediadoras entre estas esferas, entre lo público y lo privado, entre lo aceptable y lo escandaloso. Así jugaron un papel decisivo como esposas, amantes, maestras, nodrizas y sirvientas, pero también como dueñas de propiedades, empresarias e incansables perseguidoras de sus propias causas legales. A través de su participación, a menudo al margen de los modelos de orden social de las elites modernizadoras, las mujeres negras y mulatas, especialmente las libres, hicieron más complejas las nociones de la sociedad cubana que dictaban el papel apropiado de la mujer en la sociedad.

De este modo la geografía moderna de La Habana estuvo forjada en parte por la negociación entre el mundo de las mujeres negras y mulatas, y el de los criollos modernizadores; dos mundos sociales que, lejos de existir separadamente, se transformaban entre sí constantemente. Esta transformación preparó el camino para la integración de la población de color en la sociedad cubana. Así, desde las fracturas causadas por los confl ictos entre elites y entre elementos coloniales y de clase, emergió una Habana moderna, en la que las transformaciones más profundas, sociales y raciales, hacia una futura nación, comenzaban a ganar impulso.


comentarios

1. Por discursos me refi ero a todas las confi guraciones dominantes sobre orden social: tanto las orales y escritas como las prácticas espaciales organizadas alrededor de ciertas prescripciones y expectativas sociales.

2. Traducción de un extracto de los diarios de viaje de J.E. Alexander.

3. ANC. Gobierno Superior Civil, legajo 949, Expediente 33547.

4. Leopoldo O’Donnell. Cuadro estadístico de la siempre Fiel Isla de Cuba correspondiente al año 1846.

5. Colección Manuscritos, Biblioteca Nacional José Martí, Correspondencia reservada del Capitán General Don Miguel Tacón. Carta al Ministro del Interior de fecha 31 de octubre de 1834.

6. AHN, Ultramar 12, Expediente 2, Junta de Fomento, “Sobre la construcción de caminos y peajes,” 1834.         [ Links ] Saco, J.A. Memoria sobre caminos de la Isla de Cuba. NY: G.F. Bunce, 1830.

7. Este argumento lo desarrolla José A. Saco, uno de los ideólogos criollos principales de la isla, en su ensayo El juego y la vagancia en Cuba (1829).

8. Carta de Francisco de Arango Y Parreño al Secretario de Estado en Madrid, en 1835. Archivo Histórico Nacional, Madrid, Ultramar, 3549.

9. Stoler se refi ere aquí a las dos grandes expediciones de científi cos franceses a Sur América en el siglo XVIII, las cuales sirven de base cultural para un proyecto colonial más amplio. No obstante, ella misma menciona que el proyecto colonial español ya se encuentra en pleno desarrollo, razón por la cual se hace referencia al siglo XVI y no al XVIII.

10. Un excelente ejemplo de empresaria es el de Ursula Lambert, administradora de varios componentes del cafetal más grande de la isla en 1839 y quien luego pasó a ser prestamista en la ciudad hasta su muerte (Mena, 2001, pp. 201-105).

11. Para reconstruir las vidas y estrategias de supervivencia y negociación de las mujeres libres de color en La Habana de la década de 1830 y 1840 he consultado cartas, testamentos, casos legales, aplicaciones y apelaciones para licencias de negocios y licencias de matrimonio, documentos de comercio, orden público, censos, reportes gubernamentales, correspondencia ofi cial, trazos y mapas de distintos barrios de La Habana, diarios de viaje, artículos de costumbre, periódicos de la época, poesía y fi cción. Para esto consulté los fondos Ultramar y Fomento en el Archivo de Indias en Sevilla y los fondos Gobierno Superior Civil, Gobierno General, Instrucción Pública, Asuntos Políticos, Comisión Militar, Escribanías, Reales Cédulas y Órdenes, y Miscelánea de Expedientes en el Archivo Nacional de Cuba. Para mayor información ver Mena, 2001.

12. Para una discusión sobre los distintos estándares morales aplicados a las mujeres dependiendo de la raza y la clase, ver Martínez-Alier (actualmente Verena Stolcke), 1972, pp: .27-57 y 1989, pp: 57-64. Para casos similares en Puerto Rico colonial ver Suárez Finlday, 1999, pp: 20- 52. Para una discusión más amplia sobre códigos de honor y sexualidad femenina en las colonias españolas ver Seed, 1991 y Arrom, 1988.

13. Ver como ejemplos los testamentos de María de Regla de Cárdenas y de Francisca Borgier, Archivo Nacional de Cuba, Escribanía de Vergel, Legajo 250, Expediente 18, y Escribanía de Rodríguez Pérez, Legajo 6, Expediente No.3.

14. Muchos de estos casos pueden encontrarse entre los manuscritos de Antonio Bachiller y Morales, síndico procurador de la ciudad (décadas de 1820-1880)

15. Ejemplos de casos en el ANC, Fondo Gobierno Superior Ciivil, están los siguientes: Carlota Paola, tratando de comprar la libertad de su futuro ahijado, Legajo 948, Expediente 33492. María Belén Medina se queja de que el dueño de su hijo le ha subido el precio después de coartado, Legajo 948, Expediente 33487. Benigna Rendón se queja del excesivo precio que se pide por su hijo. Legajo 954, Expediente 33693.

16. Entre muchos ejemplos ver el caso de Juana Valenzuela en el ANC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Expediente 37631 y las declaraciones de las negras Maiia de la Cruz, Asunción, Rufi na, y las mulatas Paula y Florentina en el ANC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 954, Expediente 33752.

17. ANC, Escribanía de Barreto, Legajo 229, Expediente 1, 1849.

18. ANC, Miscelánea de Libros. Legajos 7496, 7497. Índice de las calles de extramuros con las casas de alquiler.

19. ANC, Escritura de Luis Blanco, Legajo 485, Expediente 7.

20. ANC, Escribanía de Antonio Daumy, Legajo 290, Signatura No.5 siglo XIX, y con siglos de una fuerte tradición de mestizaje, había llevado a mayores posibilidades de contacto y mezcla racial en La Habana. Y dicha mezcla era considerada por las elites como una amenaza a la salud física, social y moral de la ciudad, y a estas mujeres, agentes principales de este contacto y mezcla.


Referencias

Fuentes primarias

Archivo Histórico Nacional, Madrid

Ultramar 12, Expediente 2, Junta de Fomento, “Sobre la construcción de caminos y peajes,” 1834.

Ultramar, 3549. Carta de Francisco de Arango Y Parreño al Secretario de Estado en Madrid, en 1835.        [ Links ]

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Escribanía de Antonio Daumy. Legajo 290, Signatura No.5.        [ Links ]

Escribanía de Barreto. Legajo 229, Expediente 1, 1849.        [ Links ]

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Fecha de recepción: 28 de noviembre de 2006 • Fecha de aceptación: 12 de febrero de 2007

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