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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.26 Bogotá jan./abr. 2007

 

 

LA SOCIEDAD ESCLAVISTA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA: UNA SOCIEDAD HUMILLANTE

 

A HUMILIATING SOCIETY: SLAVERY IN THE KINGDOM OF NEW GRANADA

A SOCIEDADE ESCRAVISTA NO NOVO REINO DE GRANADA: UMA SOCIEDADE HUMILHANTE

 

Angela Uribe

Filósofa de la Universidad de los Andes, con Maestría en Filosofía de la Universidad Nacional y Doctorado en Filosofía de la Universidad de Antioquia. Actualmente es profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: auribeb@unal.edu.co.


Resumen

¿Es la humillación un concepto psicológico o fi losófi co? El texto a continuación muestra en qué medida los intentos de privilegiar una de las alternativas de responder a esta pregunta conducen a difi cultades que 1) o bien limitan las posibilidades de reconocer la humillación como un daño, o 2) descuidan el lugar de una tercera persona en los juicios sobre el mal. Dado que en ocasiones esta tercera persona está representada en la historia, la autora se vale de una serie de hechos para describir y para juzgar a la sociedad esclavista del Nuevo Reino de Granada como una sociedad humillante.

Palabras clave: Avishai Margalit, Daniel Statman, Nuevo Reino de Granada, esclavitud, humillación.


Abstract

Is humiliation a psychological or a philosophical concept? This article illustrates how trying to privilege either possible way to answer this question leads to diffi culties that 1) either limit the possibilities of recognizing humiliation as harmful, or 2) neglect the place for a third person in moral judgments about evil. Given that sometimes the place of this third person is represented in History, the article considers a series of facts to describe and judge the slave society of the New Kingdom of Granada as a humiliating society.

Keywords: Avishai Margalit, Daniel Statman, New Kingdom of Granada, slavery, humiliation.

 


Resumo

¿A humilhação é um conceito psicológico ou fi losófi co? O presente texto mostra como em certa medida a tentativa de privilegiar alguma das alternativas ao responder esta pergunta pode gerar difi culdades que 1) ou limitam as possibilidades de reconhecer a humilhação como dano, ou 2) descuidam o lugar de uma terceira pessoa nos juízos sobre o mal. Visto que em algumas ocasiões a terceira pessoa está representada na história, a autora vale-se de uma serie de fatos para descrever e para julgar a sociedade escravista do Novo Reino de Granada como uma sociedade humilhante.

Palavras-chave: Avishai Margalit, Daniel Statman, Novo Reino de Granada, escravidão, humilhação.


La legislación de la Corona española que, a mediados del siglo XVI pretendía proteger a los indígenas contra lo que Bartolomé de Las Casas llamó las “egregias crueldades” cometidas por los primeros colonizadores españoles, no vino sola. Como en los demás reinos, en el Nuevo Reino de Granada, ella fue prácticamente la consecuencia directa de la disminución vertiginosa de la población indígena. Atribuida, entre otros por Las Casas, al maltrato y a la falta de control por parte de la Corona sobre la conducta de los colonizadores, la ostensible falta de mano de obra indígena hubo de ser reemplazada por otra.

De allí que la legislación protectora a favor de los indígenas no haya venido sola. Tanto la Corona como los pobladores españoles de la Colombia de entonces encontraron en la presencia del “elemento negro” la primera de las condiciones sin la cual la débil economía del Virreinato no habría tenido algún lugar en el sistema colonial. Durante los años del comercio de negros (hacia mediados del siglo XVI y fi nales del siglo XVIII) llegaban al puerto de Cartagena, anualmente, entre 500 y 1.500 esclavos, que eran pesados y contados por unidades, equivalentes a “lotes”, “toneladas”, “piezas” o “cabezas”. De esta manera, aquél que hacía de los esclavos parte de su propiedad privada, contaba con un referente preciso acerca de su propia fortuna. Esta “mercancía” proveniente del África y conducida después hacia las distintas provincias del Nuevo Reino de Granada fue forzada a desarrollar actividades de las cuales dependía la economía neogranadina: la minería (sobre todo), la agricultura, la ganadería, la manufactura y el trabajo doméstico. Sin embargo, aun en el mismo siglo XVI parece evidente el temor por parte de la Corona española a que los negros fuesen algo más que cosas. Esta evidencia se sustenta en las medidas coercitivas y en el conjunto de disposiciones relativas a los negros y, sobre todo, a las sublevaciones y rebeliones de las que eran capaces. Entre el primero de febrero de 1571 y el 4 de agosto de 1574, el rey Felipe II profi rió el siguiente conjunto de leyes contra “daños” cometidos por los negros esclavos.

    Mandamos, que al Negro, ó Negra ausente del servicio de su amo quatro días, le sean dados en el rollo cincuenta azotes, y que esté allí atado desde la ejecución hasta que se ponga el sol; y si estuviere más de ocho días fuera de la ciudad una legua, le sean dados cien azotes, puesta una calza de hierro al pie, con un ramal, que todo pese doce libras, y descubiertamente la trayga por tiempo de dos meses, y no se la quite, pena de doscientos azotes por la primera vez: y por la de segunda otros doscientos azotes y no se quite la calza en cuatro meses, y si su amo se la quitare, incurra en pena de cincuenta pesos repartido por tercias partes iguales, que aplicamos al Juez, Denunciador y obras públicas de la ciudad, y el Negro tenga la calza hasta cumplir el tiempo.

    A cualquier Negro ó Negra, huido, y ausente del servicio de su amo, que no hubiera andado con cimarrones, y estuviere ausente menos de quatro meses le sean dados doscientos azotes por la primera vez; y por la segunda sea desterrado del Reyno: y si hubiera andado con cimarrones le sean dados cien azotes más. Si anduvieren ausentes del servicio de sus amos más de seis meses con los Negros alzados ó cometido otros delitos graves, sean ahorcados hasta que mueran naturalmente [sic].

En su libro La sociedad decente, Avishai Margalit califi ca el castigo como “la prueba reina” para saber si una sociedad es humillante. Esto signifi ca que la manera como una sociedad dispone las políticas de castigo constituye el punto de infl exión para saber en qué medida es la humillación y no la falta de civilidad lo que la caracteriza. Una sociedad bien puede ser decente, aunque incivilizada, si sus miembros son quienes se humillan unos a otros. Una sociedad es, por su parte, indecente, es decir humillante, si son las instituciones (que dan forma a la estructura social) las que humillan a las personas. Dado que las políticas penales devienen de las instituciones que regulan el comportamiento entre miembros de una sociedad, la manera como ellas defi nen los castigos contra los infractores de la ley suele ser uno de los criterios con los que se traza la frontera entre una sociedad humillante y una sociedad decente.

Teniendo en cuenta las características de una sociedad humillante, así entendidas, quiero en este texto destacar los contenidos empírico (psicológico) y normativo del concepto de humillación. Intento, con ello, señalar las difi cultades que conlleva un análisis parcial (descriptivo o normativo) del concepto. Para ello, establezco un contraste entre el concepto de humillación, tal como lo entiende Margalit, y el esfuerzo de Daniel Statman por reorientar su sentido hasta recuperar su dimensión psicológica. Teniendo en cuenta el concepto de “mal moral”, propuesto por Claudia Card, en lo que sigue destaco la necesidad de fortalecer la dimensión normativa del concepto de humillación. Esto último servirá para señalar que en la relación entre los lectores de la historia y los hechos pasados hay lugar para los juicios morales.

La perspectiva normativa

Desde el punto de vista de Margalit la humillación caracteriza, ante todo, la conducta o la condición de quien humilla; éste, dice él, actúa de manera que aquél sobre quien recae su conducta o la condición que se atribuye tiene una buena razón para considerar que se le ha faltado al respeto. En tal sentido, las políticas penales que atravesaron la historia de la sociedad neogranadina y que fueron dispuestas contra los esclavos fugitivos eran humillantes, porque resultaron esenciales para promover la condición de amos que una parte de la sociedad se atribuía con el fi n de poner en la condición correspondiente a otra parte de la sociedad: los esclavos. La refl exión de Margalit continúa para mostrar en qué medida a la humillación subyace una postura, una conducta artifi cial: quien humilla actúa contra el humillado como si éste no fuera como el primero en un sentido decisivo. Esto es, actúa como si el humillado no fuera una persona, sino justamente aquello que él quiere hacerle creer a su víctima que ella es: una hipoteca o el título de una propiedad, una herramienta de trabajo, etc. Dado que el “como si” de la conducta humillante expresa una postura artifi cial, quien humilla, dice Margalit, no necesariamente cree que aquel a quien humilla sea lo que él querría transmitirle que es. En este sentido, mientras golpea al esclavo, el funcionario público no está viendo en su víctima a la cosa a la que, a fuerza de maltrato y exclusión, él y la sociedad quisieran que quedara degradada. El azote, la tortura y el destierro no son infringidos, pues, contra una hipoteca, contra un título de propiedad o contra una herramienta de trabajo. Por lo que dice Margalit, tenemos, entonces, buenas razones para pensar que en la sociedad humillante del Nuevo Reino de Granada esto lo sabían bien los funcionarios de la Corona.

De los elementos que ofrece la definición de Margalit es esencial, por el momento, entender el carácter relativo del concepto de humillación. En este sentido, allí donde hay un victimario, hay una víctima; allí donde alguien se atribuye la condición de amo, habrá alguien a quien atribuirle la condición de esclavo. Sin embargo, la refl exión del autor en torno al concepto de humillación no se ocupa por averiguar cómo, en rigor, se vive la humillación desde el punto de vista de la víctima. Aun cuando la definición de este concepto propuesta por Margalit describe, ante todo, una relación, en su análisis el autor no se extiende hasta hacerle saber a sus lectores qué ocurre del otro lado de la humillación. Y donde falta información sobre el padecimiento del humillado falta también información sobre aquello que parece decisivo en la defi nición del propio Margalit, a saber, una buena razón en la víctima para sentir que se le ha faltado al respeto.

¿Qué buena razón podrían tener los negros de la época para considerar que se les faltaba al respeto? Se entenderá que para responder a esta pregunta no basta con decir: “el humillado tiene buenas razones para sentirse humillado porque ha sido objeto de una conducta humillante, de una conducta con la que se le falta al respeto” o, si se quiere, “los negros sujetos a la legislación de Don Felipe se sentían humillados porque eran objeto de la falta de respeto que encarnaban las leyes proferidas por él”. La aparente circularidad en la defi nición de Margalit se resuelve atendiendo a la manera como él amplía su defi nición del concepto de humillación: ante el hecho de haber sido objeto de una conducta humillante, el humillado tendría que incluir entre las razones para sentirse humillado también el hecho de que la conducta humillante lo convierte a él en un objeto de dolor. ¿Qué tipo de dolor es éste? El autor no intenta responder directamente a esta pregunta. Antes de hacerlo, Margalit le da un giro a la pregunta sobre las buenas razones para saber en qué medida alguien sabe que se le ha faltado al respeto y acude, con ello, a lo que llama “una justifi cación negativa del respeto”.

    La justificación negativa del [respeto humano] no aspira a ofrecer una justifi cación para respetar a las personas, sino sólo para no humillarlas. Una justifi cación negativa se basa en el hecho de que los seres humanos son criaturas capaces de sentir dolor y de sufrir no sólo como resultado de actos físicamente dolorosos, sino también de actos con signifi cado simbólico.

A quien quiera que insista en que se responda sin rodeos a la pregunta acerca de qué es aquello que se padece en la humillación y busque, por lo tanto, situar el concepto de humillación también del lado de la perspectiva de la víctima, no le bastará con la justifi cación negativa. Es decir, para saber porqué, en últimas, es malo humillar a las personas habría que saber, además, qué particularmente es aquello que duele en la humillación. ¿Cuál es el sentido de esa forma de dolor simbólico que defi ne la situación del humillado? En La sociedad decente, por lo que se lee, no hay una caracterización de esa forma de dolor simbólico. De haberla, diría Margalit, la perspectiva desde la cual se quiere dar cuenta del concepto de humillación dejaría de ser normativa para pasar a ser descriptiva, sicológica. Allí donde se privilegia la perspectiva psicológica para dar cuenta del concepto de humillación no hay lugar a diferenciar entre “una buena razón para sentirse humillado” y “sentirse humillado”. ¿Qué ocurre, dice Margalit, si el sentimiento subjetivo de la humillación no se vive? ¿El hecho de que el tío Tom no sienta que es víctima de la humillación que le infringe su amo hace la conducta de éste menos humillante? ¿Cómo, por otra parte, califi car la situación de aquél que se siente humillado sin que aquéllos a quienes él les atribuya el acto de humillarlo hayan tenido la intensión de hacerlo? ¿Tiene la víctima de un dolor físico producido involuntariamente buenas razones para sentirse humillado? Al parecer las buenas razones para sentirse humillado no recaen, en primera instancia, en la aceptación o en la negación psicológica por parte de la víctima de su propia condición.

Aun cuando esta aclaración es sufi ciente para entender por qué debe el concepto de humillación ser defi nido desde una perspectiva normativa, no parece quedar muy claro aún por qué la aclaración del concepto deba dejar por fuera la perspectiva de la víctima. De no incluirse esta perspectiva, de insistirse en que la humillación sea reducida a la ausencia de respeto, el estatus propio del concepto de humillación (es decir, el estatus no derivado del concepto de respeto) se diluye. Y si el estatus propio del concepto de humillación se diluye, se diluye también la posibilidad de entender aquello que está en juego en la conducta humillante. De no quedar claro cuál es el daño que produce la conducta humillante tampoco se sabrá, a cabalidad y con fundamento, en qué buena razón debería califi carse como humillante esa conducta. La difi cultad de atender al concepto de humillación desde la perspectiva normativa es la misma que identifi ca Margalit en la defi nición psicológica. No parece posible, en esta medida, determinar con rigor aquello que constituye el núcleo de la difi cultad señalada por Margalit contra la perspectiva psicológica (una buena razón) si la humillación tiene sólo un contenido normativo. Si la perspectiva psicológica no diferencia entre una buena razón para sentirse humillado y sentirse humillado, la perspectiva normativa a la que se acoge Margalit no le da tampoco al humillado esas buenas razones a partir de las cuales podría serle atribuida la condición de víctima.

Humillación y autorrespeto

El acento puesto por Margalit en la dimensión normativa del concepto de humillación es, según Daniel Statman, problemático. La justifi cación negativa del respeto falla en el siguiente sentido: allí donde para saber qué es la humillación es preciso invocar el concepto de respeto y, por lo tanto, allí donde el énfasis de su sentido recae en una obligación, no podría determinarse, en rigor, qué es aquello que en el humillado se ve afectado cuando es víctima de falta de respeto. Lo anterior conduce a una paradoja. Para entender en qué medida conduce la propuesta de Margalit a una paradoja que Statman quiere señalar, anticipo la repuesta que, por lo que se lee en La sociedad decente, daría Margalit a la pregunta acerca de qué es lo que en el humillado se ve afectado con la conducta humillante. Margalit presupone que el vínculo entre la humillación y el respeto sea un vínculo conceptual. El carácter conceptual de dicho vínculo implica que aquello que se ve afectado en el humillado cuando es víctima de falta de respeto es un aspecto del respeto: el autorrespeto. La aclaración de este concepto lleva a Margalit a concluir que el autorrespeto (v.gr. el respeto) remite a una cualidad no atada a logros ni a condiciones físicas (como el éxito, la cuna o el color de la piel). En este sentido, el tío Tom, o cualquier esclavo neogranadino, merecería respeto, aún cuando no tuviese cómo promover formas de éxito valoradas en la sociedad en la que vive; merecería, asimismo, respeto independientemente de si se parece (o no) físicamente a la mayoría de las personas que habitan el lugar en el que vive y, como vimos, merecería respeto, independientemente de si él mismo percibe o no el acto del que es víctima como un acto humillante. De allí que la cualidad con la cual se identifi ca el respeto tenga que remitir a un rasgo compartido por todos los seres humanos: la pertenencia a la especie. Del hecho de que dicho rasgo sea común deriva una instancia normativa. Según ésta, cualquiera que manifi este tener la cualidad de pertenecer a la especie de los seres humanos, ha de ser respetado. La humillación, en ese sentido, se defi ne de la siguiente manera: “Es un daño al propio respeto, esto es, al respeto que el ser humano merece por el mero hecho de ser humano”.

Sin embargo, ¿qué puede querer decir “merecer algo por el sólo hecho de ser humanos”? Margalit no parece ofrecer una respuesta a esta pregunta. La paradoja es, entonces, evidente. ¿En qué medida puede alguien merecer algo que se confi ere sólo bajo la condición de que otro esté ahí para sentirse obligado a conferirlo? Si quien humilla a su víctima provoca en él un daño al autorrespeto que ella se merece (sólo por el hecho de ser un ser humano) y si ese mérito es conferido sólo a través de la conducta respetuosa ¿de dónde, entonces, le vienen a la víctima las buenas razones para sentir que se le ha faltado al respeto? Vimos que la sociedad esclavista del Nuevo Reino de Granda era humillante porque sus instituciones despojaban a sus miembros negros del respeto. La humillación, desde la perspectiva normativa, se entiende como la condición sine qua non alguien “tiene buenas razones para sentir que se le ha faltado al respeto”. ¿Cómo, si esto es así, podría un negro sentir que se la ha faltado a algo que no tiene (aunque lo merece), porque lo tiene sólo en la medida en que le es conferido y, sin embargo, no le es conferido? La pregunta del psicólogo remite, en últimas, a la forma como desde la perspectiva del humillado se vive la condición de serlo. Esto es, a la forma como el humillado vive el hecho de que las instituciones lo despojan del rasgo común que lo hace parte de la comunidad que constituye el género humano. En esta medida, no basta con que las instituciones tengan la intensión de sacar a alguien de la comunidad humana para que él sepa que ha sido víctima de una falta de respeto.

El examen del concepto de autorrespeto llevado a cabo por Margalit continúa con lo que parecería ser una solución a la inquietud del psicólogo. En su investigación, el autor avanza para intentar precisar qué es aquello que se daña en los seres humanos cuando son víctimas de la humillación. Sin embargo, con su aclaración no parece ir muy lejos; parece dar sólo un pequeño paso con el que no se compromete el carácter conceptual del vínculo entre humillación y respeto. Veamos: en términos de Margalit, el autorrespeto (v.gr. la falta de autorrespeto) es traducible al control (v. gr a la falta de control) sobre uno mismo. Desde este punto de vista el autorrespeto constituye “un componente esencial del sentimiento de orgullo de sí mismo”. Aquél que, por lo tanto, tiene buenas razones para considerar que se le ha faltado al respeto sabrá acerca de sí mismo, también, que ha perdido el control sobre sí mismo, que hay algo esencial en él que el victimario le está negando. Sin embargo, ¿en qué radica este saber?, ¿qué signifi ca el “control sobre sí mismo”? Para explicar en qué consiste este saber, volvamos al ejemplo. Nuestra sociedad humillante, al negarle el respeto a las personas negras a través de la condición que sus instituciones y sus miembros creaban con la distancia que se imponía entre amos y esclavos, les daba a entender a los negros algo como lo siguiente: “el control sobre sí mismos no lo tienen ustedes, lo tiene la sociedad. Ustedes y todo aquello que ustedes necesitan para sentirse orgullosos de sí mismos está en nuestras manos. De allí que, si ustedes se atribuyesen ese control durante cuatro días, recibirán cincuenta azotes y, además, estarán atados desde la ejecución hasta que se ponga el sol. Si se lo atribuyesen durante más de ocho días recibirán cien azotes y tendrán puesta una calza de hierro al pie, con un ramal, que llevarán por dos meses. De insistir en atribuírselo, a pesar del castigo, serán desterrados del Reino. De insistir en ello, por más de seis meses, serán ustedes ahorcados hasta que mueran naturalmente”. ¿Es esto todo lo que los humillados saben sobre sí mismos para tener buenas razones para sentirse humillados? Es decir, ¿su saber se reduce solamente a constatar, una y otra vez, que el control sobre sí mismos está en manos de otro? ¿Aquello que sabían los negros del Nuevo Reino de Granada sobre sí mismos (para tener buenas razones para sentirse humillados) se reduce a la información que a través de las disposiciones legales y del maltrato les transmitían a ellos el Rey, sus colonos y las instituciones?

Al parecer, para resolver la paradoja que resulta de la comprensión normativa de la humillación y con ello, para saber qué es en últimas lo que se daña en la víctima cuando ella es objeto de humillación, hace falta encontrar una instancia para el respeto que no sea solamente evaluativa.

Es decir, es preciso encontrar una instancia subjetiva, sicológica, con la cual sea posible responder a la pregunta acerca de en qué podría una persona humillada soportar sus buenas razones para sentir que se le ha faltado al respeto. La respuesta de Statman remite, como en Margalit, también al concepto de autorrespeto y, con él, al estatus de pertenencia. Sin embargo, el contenido emotivo del concepto de autorrespeto, es en Statman más evidente. El rasgo de la pertenencia, por su parte, es para este autor un rasgo atado a condiciones naturales más que a condiciones culturales. Desde la perspectiva del psicólogo, entonces, a la humillación, al hecho de sentir que alguien nos falta al respeto subyace una creencia sobre nosotros mismos, no transmitida por los otros, con base en la cual, y sólo con base en ella, tenemos buenas razones para sentir que estamos siendo humillados. Esta creencia, soportada, a su vez, sobre emociones, hace que podamos decir acerca de nosotros mismos que hacemos parte de un determinado grupo: del grupo familiar, del grupo de amigos, o si se quiere, el grupo de la familia humana. El hecho de que a dicha creencia subyazcan sentimientos, ya sean positivos o negativos acerca de nuestra pertenencia o no pertenencia a determinado grupo, es decisivo en la dimensión psicológica del autorrespeto; tanto como para que en el propósito de entender en qué medida dependemos emocionalmente de un estatus inclusivo, algunos autores prefi eran hablar de “autoestima”, en vez de “autorrespeto”. Según Constant Roland y Richard Foxx, por ejemplo, sentimientos como el orgullo, la confi anza, la culpa y la vergüenza son los que motivan o desincentivan, el proceso a través del cual nos consideramos respetables. La creencia en nuestro estatus inclusivo no está, entonces, sujeta a las obligaciones que los otros contraen con nosotros. El saber acerca de nuestra necesidad de afi rmar un estatus inclusivo no depende de la forma como los otros se relacionan con nosotros. Dicho saber está ahí antes de ser expuesto al carácter logrado o fracasado de las relaciones intersubjetivas; su presencia es más emotiva que “acordada”. Lo que parece sujeto a la calidad de las relaciones que tengamos con los otros y, con ello, a la obligación que ellos contraen con nosotros es el hecho de que el saber acerca de nuestro estatus de pertenencia sea o bien satisfactorio o bien doloroso. En esa medida, el amo no saca, sin más, al esclavo de la familia humana por el hecho de no respetarlo, lo que hace más bien, es proyectar sobre él una imagen negativa que hiere dicho saber y, por lo tanto, algo en sus emociones: el control sobre sí mimo.

Dado que Margalit no se extiende en examinar de qué forma vive la víctima esta falta de control, el cuadro que presenta acerca de la pérdida que ella vive es parcial. En esta medida su propuesta se expone a la siguiente objeción: el control sobre uno mismo no se pierde como consecuencia de que el humillado identifi ca una falta de respeto contra él; a esta identifi cación subyace una emoción elemental: el dolor de no tener ese control. Para entender mejor esta forma de dolor el psicólogo amplía su defi nición de autorrespeto y busca responder a la pregunta que el fi lósofo deja sin resolver: ¿Qué signifi ca no tener control sobre sí mismo? Vimos que la respuesta de Margalit remite a algo como lo siguiente: “perder el control sobre sí mismo signifi ca que otros tienen ese control”. Desde el punto de vista del psicólogo, quien pierde el control sobre sí mismo no sólo sabe esto; sabe también que pierde el control sobre sus capacidades. Esto es, sobre el conjunto de cosas que las personas sentimos que necesitamos para llevar a cabo una vida satisfactoria, una vida que nos haga sentirnos, “como los otros”, atada a los otros. Un esclavo del siglo XVII bien podía saber que contaba con las capacidades para decidir por sí mismo, para proveerse las condiciones necesarias para su bienestar y el de su familia, para expresarse; en fi n, para sentir que él también era un ser humano, como los otros. Lo doloroso de su situación era justamente que alguien que no era él mismo se abrogaba el poder de controlar esas capacidades y con ello, se abrogaba el poder de saber mejor que él, quién era él y cuál era su estatus de pertenencia. Aquello que el negro del siglo XVII sabía sobre sí mismo era tratado por la sociedad humillante como el contenido de un saber privilegiado, atribuible, no a ellos (y justamente no a ellos) sino a quienes, dadas las condiciones, se sentían dignos del estatus de pertenencia. Las condiciones excluyentes en las que vivían los portadores de dicho saber, entonces, autorizaban al castigo. Así, quien creyera saber más sobre sí mismo de lo que debería saber era merecedor de un castigo ejemplar.

Lo anterior puede servir para explicar por qué el propio Margalit sostiene que al acto de humillar no subyace una creencia acerca de que la víctima no hace parte de la familia humana. Como vimos, quien humilla no está, en verdad, creyendo que su víctima sea una cosa, una prenda de hipoteca, un título de propiedad o un animal.

Quien humilla asume una pose: se comporta hacia su víctima como si ella fuera distinta a él, en el sentido de su pertenencia a la familia humana. En esa medida, quien humilla no puede dejar de ver (aunque actúe como si dejara de hacerlo) en las expresiones dolorosas de su víctima la manifestación de rasgos propiamente humanos, como su semblante pensativo, preocupado o triste. Esas expresiones dolorosas bien podrían ser entendidas como el conjunto de indicadores con los que cuanta la víctima para “hacerle saber” a su victimario que tiene buenas razones para sentirse humillado. El sólo hecho de que la víctima pueda proyectar dicho saber (a través de esas expresiones) hace imposible que el victimario (si no es un enfermo mental) crea verdaderamente que a quien está humillando sea nada más que el título de una obligación jurídica o la parte de una herencia. La imposibilidad de esa creencia se funda, entonces, en la creencia arraigada, también en la víctima, acerca de que él es un ser humano. Desde el punto de vista del psicólogo, por lo visto, dicha creencia no tiene una base cognitiva: la confi rmación acerca de que se es un ser humano no es el resultado de un consenso, es la respuesta emotiva a la necesidad natural de contar con un estatus vinculante.

Aún cuando en el análisis de Margalit el concepto de autorrespeto es importante para entender las implicaciones de la humillación, sin embargo, como se vio, la condición que él le atribuye a la humillación es derivada: la noción psicológica de humillación, según él, está contenida en la noción normativa de respeto. La propuesta de Statman supone invertir esta relación de manera que sea la comprensión psicológica de la humillación la que contiene y da sentido a la comprensión normativa: “This understanding of humiliation presuposes a subjective psycological notinon of self-frespect, rather than an objective, moral one”.

El concepto de humillación, para ser inteligible, insiste Statman, debe ser independiente de cualquier justifi cación moral acerca del comportamiento humillante. Desde la perspectiva del psicólogo, los seres humanos somos, ante todo, criaturas emotivas. Dado esto, si hemos de entender qué es la humillación, será poco lo que podamos averiguar cuando los referentes para entenderlo son puestos en la instancia desde la cual nos vemos, más que como somos, como deberíamos ser. En términos generales, la objeción del psicólogo contra el fi lósofo podría plantearse de la siguiente manera: ¿por qué reducir la humillación a la falta de respeto cuando lo decisivo en la conducta humillante es la relación que con ella se establece entre quien humilla y la forma de dolor que padece la víctima? Allí donde las consecuencias negativas de la conducta humillante sobre la víctima no sean visibles no será claro tampoco qué es la humillación.

Allí donde el vínculo entre la humillación y el autorrespeto sea sólo conceptual, no habrá tampoco lugar a imputar a quien humilla el daño producido por la conducta humillante.

Esto nos devuelve a una de las objeciones formuladas arriba acerca de la defi nición del concepto de humillación propuesta por Margalit: si el vínculo entre la humillación y el autorrespeto es sólo conceptual, no acabará por saberse cuáles son las buenas razones que tiene una víctima para sentir que se le ha faltado al respeto.

La perspectiva sicológica desde la cual se da cuenta del concepto de humillación ofrece importantes herramientas para entender el carácter relativo de este concepto. No parece posible concebir una conducta humillante sin información relevante acerca de cuáles son sus efectos sobre las personas que son objeto de ella. El acento puesto por los psicólogos en la dimensión emocional de la humillación destaca el hecho de que allí donde hay una conducta humillante hay, también, una forma de dolor. Desde le perspectiva normativa este último hecho no podría ser negado. También para Margalit es claro que quien se siente humillado padece una forma de dolor. Sin embargo, aun cuando tanto el fi lósofo como el psicólogo estén de acuerdo sobre esto, sólo la perspectiva del psicólogo deja claro que la forma de dolor producida por la humillación remite a una necesidad no creada por ningún estatus valorativo, es decir, a una necesidad natural. Ella no responde a condiciones culturales; no responde a la afi rmación constante por parte de los otros acerca de que se pertenece, por ejemplo, a una especie que tiene determinadas características. En otras palabras, no parece que para sentirnos miembros de la especie humana haga falta la afi rmación por parte de los otros de que, en efecto, pertenecemos a ella. No parece que para sentirnos humillados sólo haga falta creer que hacemos parte de la especie humana. Es verdad que el sentimiento de humillación presupone dicha creencia y, sin embargo, a ella, como vimos, no subyace una instancia cognitiva, subyace la instancia emotiva que adquiere sentido a través de nuestra necesidad de afi rmar un estatus vinculante. Por otra parte, el rechazo o el desprecio no trasforman nuestra necesidad de afi rmar ese estatus en una necesidad de otro tipo. El rechazo o el desprecio constituyen las razones por las cuales podemos decir que nuestra necesidad de tener un estatus vinculante no es satisfecha. El hecho de que esta necesidad no sea satisfecha no cambia en nada el contenido de la creencia acerca de quiénes somos; la hiere. En este sentido, quien se siente humillado, aquél a quien insistentemente se lo trata como a una prenda de hipoteca o como a una máquina no deja de saber acerca de sí mismo que es un ser humano por el hecho de que otro insista en degradarlo.

Quien se siente humillado siente, más bien, que pierde el control sobre el conjunto de capacidades que sabe que tiene. Hay, por lo que sabemos, muchas formas de perder el control sobre nosotros mismos. Una enfermedad grave o un desastre natural constituyen causas frecuentes y sufi cientes para que alguien sienta que pierde el control sobre sí mismo. El paciente de una enfermedad grave o quien sufra las consecuencias de una catástrofe natural puede tener buenas razones para sentir que después de lo ocurrido él no controla sus capacidades; no es, en una medida importante, “como los otros”. Quien siente esto, con frecuencia siente que no tiene aquello que necesita para llevar una vida lograda, una vida “atada a los otros”. ¿Tendría él, también, buenas razones para sentirse humillado? El acento puesto por el psicólogo en quienes sufren la humillación no resuelve este problema. Él no nos ha dicho todavía nada sobre qué es aquello que constituye una buena razón para que el humillado pueda identifi car su dolor con un acto de humillación. Si esta razón no proviene de una instancia normativa, ¿de dónde, entonces, proviene?

Desde una perspectiva fi losófi ca la humillación puede ser entendida como una manifestación del mal moral. Según Claudia Card, del mal moral son constitutivos dos componentes básicos: la culpabilidad y el daño. Alguien que tenga una buena razón para sentirse humillado es, en primer lugar, víctima de un daño. Ciertas formas de daño, como la esclavitud, resultan intolerables. Tan pronto como alguien siente que pierde todo aquello que requiere para tener el control sobre sí mismo, no solamente es víctima de una injusticia, no solamente sufre una decepción, no solamente ha sido privado de sus deseos; ese alguien tiene buenas razones para sentir que ha perdido todo lo necesario para hacer posible o para hacer decente su vida. El segundo componente básico del mal moral, la culpabilidad, es decisivo para entender el concepto de humillación como una forma de maldad. Aquél que es culpable del daño producido contra otro, independientemente de los motivos que haya tenido para infl ingirlo, lo es, en la medida en que, ya sea su víctima o un tercero, reconocen que habría podido actuar de otra manera; que habría podido no orientar su acción hacia el fi n de producir el daño; que habría podido elegir una acción alternativa para evitarlo; que habría podido, por último, atender a los riegos que conllevaba, por ejemplo, su negligencia. El mal, según esta perspectiva, no se defi ne solamente desde el punto de vista de la víctima y tampoco se defi ne desde el punto de vista de quien lo produce. Tanto la dimensión psicológica como la dimensión normativa del mal constituyen elementos básicos sin los cuales, para Card, es posible dar cuenta del mal como mal moral. Mientras la humillación pueda ser entendida como una forma de mal moral, para dar cuenta de su sentido es preciso reconocer tanto su dimensión normativa como su dimensión empírica, psicológica. Contra Staman y con Margalit, el sufrimiento por sí solo no constituye una buena razón para sentirse humillado. Con Statman y contra Margalit, las buenas razones para sentirse humillado no se agotan en nuestro juicio sobre el hecho de que el victimario habría podido actuar de otra manera y no lo hizo; dicho juicio tiene que remitir a la forma de daño que tuvo como causa la alternativa por la que optó el victimario.

Algunas de las formas del mal que Margalit emplea para describir las sociedades humillantes pueden constituir ejemplos de lo que Claudia Card llama “atrocidades”.

En casos en los que el daño producido a una víctima de la humillación sea intolerable, en casos en los que ese daño dé lugar a pensar que nadie, sea quien sea, debería haberlo sufrido, el daño resulta con frecuencia estremecedor (shocking). Es preciso tener en cuenta que lo que resulta estremecedor de una forma de daño no es solamente la dimensión del daño evidente en la condición a la que queda sometida la víctima. Junto con ella, lo atroz es estremecedor porque asumimos que así como ocurrió pudo no haber ocurrido; asumimos que quien (o quienes) son causa de él tenían otra alternativa y, sin embargo, prefi rieron producir un daño (v.gr., no evitarlo). Es por esto que ante lo atroz sea frecuente la pregunta: “¿cómo pudo ser posible”?

Dado que en esta pregunta está contenida la presunción de culpabilidad, ella podría ser reformulada en los términos de una exigencia de tipo moral, de una invocación a las razones “¿Cómo pudo ser posible?”, equivaldría, en esa medida, a algo como: “¿qué podría justifi car algo así?” Lo atroz, sin embargo, suele ser de tal manera que parece desplazarse del ámbito de las razones. Ante lo atroz hay estremecimiento, también, porque antes de que formulemos la pregunta por las razones, casi anticipamos, impotentes, la imposibilidad de encontrar esas razones.

Lo anterior no quiere decir, por otra parte, que para los hechos atroces no haya explicaciones; es decir, descripciones de circunstancias que vinculan en una cadena causal un evento anterior con el evento sobre el que preguntamos. No resulta difícil, por ejemplo, saber de dónde provienen las “leyes contra los daños cometidos por los negros esclavos”. La historia cuenta cómo, hacia fi nales del siglo XVI, una serie de hechos coinciden en Europa y en el Nuevo Mundo para dar lugar a esas leyes: el comercio de Esclavos por parte de Holanda e Inglaterra, la disminución de la población indígena en América, las Nuevas Leyes de 1542, el incremento de la actividad minera en algunas provincias del Nuevo Mundo, la necesidad inminente del trabajo esclavo, los intentos de emancipación por parte de los esclavos, la convicción de que el castigo es ejemplarizante, etc. Sin embargo, donde hay explicaciones no necesariamente hay razones. Cuando, por ejemplo, pensando en las “leyes contra los daños cometidos por los esclavos” y pensando también en que fueron rigurosamente aplicadas, preguntamos: “¿cómo pudo ser posible?”, lo que quisiéramos saber no es cómo, dadas las circunstancias, se llegó a ellas. Lo que queremos saber, y sobre lo que de antemano anticipamos que difícilmente podremos conocer, es cómo las instituciones no encontraron, dadas las circunstancias, otra alternativa que reducir a una parte de la población a la condición de objeto.

Cuando, implícita o explícitamente, alguien, leyendo la historia se pregunta “¿cómo pudo ser posible?” está, entonces, queriendo decir dos cosas: en primer lugar, que no le bastan las explicaciones. La pregunta no es, en ese sentido, una pregunta para la historia; ella está dirigida a los agentes de los hechos que se cuentan en la historia. El sentido de la pregunta es, por lo tanto, una suerte de emplazamiento. Quien pregunta “¿cómo pudo ser posible?” está invocando, impotente, la posibilidad de que el victimario comparezca. Quien así pregunta, de nuevo, no deja de creer que el victimario pudo no haber actuado como lo hizo; en nuestro caso, que la sociedad en la que se vivió por siglos el dolor del tormento humillante, pudo no ser una sociedad humillante. Quien pregunta: “¿Cómo pudo ser posible?”, por otra parte, alude, también a la magnitud del daño. Hay, en esa medida, ciertos males para los cuales, en el propósito de ser examinados, no basta la alusión a los contextos ni a las condiciones culturales. Aún cuando sepamos reconocer las circunstancias en las que tuvieron lugar, hay males cuyas magnitudes nos dejan perplejos. Los tormentos a los cuales eran sometidos los esclavos neogranadinos son la expresión de una forma atroz del mal que bien pueden llevar al lector de la historia de las explicaciones a la pregunta con contenido normativo acerca de cómo pudo ser posible.

Referencias

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Fecha de recepción: 13 de septiembre de 2006 • Fecha de aceptación: 15 de diciembre de 2006

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