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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.26 Bogotá Jan./Apr. 2007

 

 

 

¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del liberalismo?
Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006).
Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes.

 

 

Gloria Patricia Lopera

Abogada de la Universidad de Antioquia, Doctorada en Derecho en la Universidad de Castilla, La Mancha, España. Profesora del del área de Teorías del Derecho e Investigadora del Grupo de Estudios Penales de la Universidad EAFIT, Medellín, Colombia, en el tema de Diversidad Cultural y Derechos Fundamentales,. Correo electrónico: glopera@eafi t.edu.co


 

El libro del profesor Daniel Bonilla, La constitución multicultural (2006), representa una importante contribución al debate acerca de la respuesta que la sociedad civil y las instituciones públicas deben ofrecer al desafío que representa la existencia de comunidades culturalmente diversas; en particular, cuando se trata de acomodar la diferencia radical, esto es, la que se manifi esta en prácticas culturales que desconocen los derechos fundamentales y la cosmovisión liberal que los sustenta.

Una cuestión interesante en términos teóricos, porque encara el reto que para la fi losofía política actual representa la tensión que se plantea entre la exigencia de universalidad de los derechos fundamentales y la demanda de respeto por las diferencias culturales impulsada por la llamada “política del reconocimiento”; pero además y, sobre todo, porque tiene gran pertinencia en un país como Colombia, donde habita un gran número de comunidades indígenas y afrodescendientes, que han librado una larga lucha por sobrevivir y mantener sus modos de vida tradicionales, al igual que para ser reconocidos y aceptados como miembros de pleno derecho de nuestra sociedad.

Es un trabajo valioso no sólo por la propuesta que formula sobre el tratamiento de las diferencias culturales, sino también porque el itinerario que traza para llegar a ella constituye una muy bien lograda exposición y revisión crítica de las respuestas dadas a esta cuestión por la fi losofía política, el Constituyente de 1991 y la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Así, en el capítulo primero, Bonilla examina las tesis de Charles Taylor, Will Kymlicka y James Tully, autores que, en su opinión, ofrecen las respuestas más sólidas y completas al multiculturalismo en el panorama de la fi losofía política contemporánea. Tras ponderar sus aciertos y debilidades, el juicio global acerca de tales propuestas es que resultan insatisfactorias, por cuanto al permanecer dentro de las fronteras conceptuales y valorativas del liberalismo, se limitan a reconocer y a acomodar a comunidades liberales culturalmente diversas, pero fracasan en su intento de incluir la diferencia radical. En estos casos, todas las propuestas examinadas resuelven, por diversas vías, el confl icto entre universalidad de los derechos y respeto a la diferencia, inclinando la balanza a favor de los primeros y de los valores liberales que los sustentan. Solución que no comparte Bonilla argumentando, desde cierto relativismo moral, que si bien en lo personal está comprometido con dichos valores, también lo está con la idea de que “éstos son nuestros valores, y de que deberíamos sospechar profundamente de todo intento de presentarlos como los ideales que deben ser adoptados por todo ser humano y por toda cultural para ser justos” (p. 102).

En el segundo capítulo, el autor examina en detalle cómo la tensión antes señalada estuvo presente en los debates que dieron lugar a la Constitución de 1991 y fi nalmente quedó plasmada en su articulado, dando así lugar a dos confl ictos de valores: por un lado, la tensión entre la vigencia de los derechos fundamentales y el respeto por las tradiciones de las minorías culturales; por otro, la colisión que se plantea entre el principio de unidad política y los derechos de autogobierno reconocidos a los grupos indígenas. Bonilla califi ca de “infortunado” este panorama constitucional por limitarse a reproducir, en lugar de resolver, tales conflictos.

Pero, a mi modo de ver, y ante la falta de respuestas unívocas a ambas cuestiones, que ocupan buena parte del debate actual sobre el multiculturalismo, la respuesta del Constituyente del 91 quizás represente la mejor de las soluciones posibles. Si la defi nición del ámbito de lo constitucionalmente prohibido y de lo constitucionalmente obligatorio debe ser el refl ejo de los consensos básicos alcanzados en el interior de una sociedad, en aquellos temas donde no se logra tal consenso quizás lo mejor sea dejar abierto un marco de soluciones para que sea en el terreno de la política donde se dirima la lucha por la fi jación del sentido de los preceptos constitucionales. Así las cosas, no creo que la Constitución de 1991 hubiera podido dar una solución concluyente al problema que nos ocupa, pues sin duda ello se habría logrado al precio de anular uno de los términos del confl icto, dando así lugar a escenarios constitucionales menos deseables del que actualmente tenemos para intentar un ajuste adecuado entre derechos fundamentales y diversidad cultural.

En el capítulo tercero, el autor se ocupa de identifi car y evaluar las respuestas dadas por la Corte Constitucional al confl icto entre universalidad de los derechos fundamentales y la diferencia cultural. Destaca cómo la jurisprudencia de la Corte ha oscilado entre tres posturas: el “liberalismo puro” que preside la decisión del caso El Tambo (T-254/94), el “interculturalismo radical” afi rmado en la sentencia del caso Embera Chamí (T-349/96) y el “liberalismo cultural” que se expresa en el caso Arhuaco (SU-510/98), sin que hasta la fecha haya logrado consolidar una línea jurisprudencial sobre el tema. En el capítulo cuarto hace lo propio con el confl icto entre unidad política y autogobierno de las minorías culturales, identifi cando tres posiciones: el “individualismo ciego” que se expresa en la sentencia del caso Cristianía (T-428/92), el “centralismo militante” que se manifi esta en la decisión al caso Base militar (T-405/93) y la “autonomía colectiva radical” que, con diversos matices, se afi rma en las sentencias de los casos Vaupés (T-257/93), Embera (T-380/1993), U’wa (SU-039/97) y Urrá (T-652/98).

Bonilla concluye su trabajo postulando cinco criterios que deben orientar el diseño de las políticas multiculturales e informar la interpretación constitucional con miras a un adecuado reconocimiento y acomodo de la diversidad cultural: 1) El Estado debe ser imparcial (no neutral) frente a las comunidades culturales. 2) Se debe maximizar el derecho de autogobierno de los grupos indígenas para regirse de acuerdo a sus usos y costumbres ancestrales. 3) Mínima intervención del Estado en la autonomía de las comunidades aborígenes, limitada a salvaguardar los “valores interculturalmente aceptados”, que el autor identifica con la prohibición de la tortura, el asesinato y de la esclavitud. Máxima intervención de la sociedad civil, a la que asiste la posibilidad e incluso el deber moral de expresar de manera pacífi ca y respetuosa su desacuerdo con las tradiciones de estas comunidades. 4) Debe propiciarse una estrategia de salida de los miembros disidentes de una comunidad. 5) La transformación de los criterios que gobiernan la coexistencia de las diferentes culturas debe realizarse a través de diálogos interculturales.

Aunque tales propuestas merecerían un análisis más profundo del que me permite este espacio, quisiera detenerme en dos de los elementos que la sustentan: la posibilidad de establecer “valores interculturalmente aceptados” y el “diálogo intercultural” como procedimiento para fundamentarlos. Esta es la vía que encuentra Bonilla para superar el relativismo moral que en ocasiones trasluce su argumentación y desde el cual resultaría ciertamente contradictorio formular una propuesta normativa, a fi n de orientar las relaciones entre grupos culturalmente diversos. Se trata de una vía promisoria, por cuanto alienta a trascender las diferencias para intentar establecer una moralidad mínima compartida por todas las culturas, a la vez que supone un llamado a adaptar el diseño de las instituciones públicas conforme a las exigencias del diálogo intercultural.

Con todo, en lugar de romper el cerco, la propuesta de Bonilla más bien contribuye a expandir las fronteras del liberalismo. En primer lugar, no renuncia a la búsqueda de criterios normativos universalmente compartidos, lo cual, más allá de ser una característica afi rmada por el liberalismo, constituye una condición de posibilidad del discurso moral. En segundo lugar, del mismo modo que muchas de las teorías éticas surgidas dentro de la tradición liberal han optado por defi nir procedimientos legítimos en lugar de apelar a criterios sustantivos que operen como parámetro último de corrección, la propuesta de establecer los criterios normativos que rijan las relaciones entre culturas diversas a través de “diálogos interculturales” supone trasegar la vía abierta por las éticas procedimentales y trasladar el paradigma normativo sobre el que se asienta la democracia – en tanto mecanismo de decisión colectiva orientado a propiciar la igual participación de todos los individuos en la toma de decisiones – al ámbito de las relaciones interculturales.

Sólo hay un elemento en las tesis de Bonilla que efectivamente le sitúa más allá de las fronteras del liberalismo y, a la vez, constituye el punto más discutible de toda su propuesta. Se refi ere a la afi rmación según la cual allí donde el diálogo no produzca resultados o alguna de las comunidades no quiera acercarse a la mesa de negociación, debe apelarse a una “tolerancia intergrupal radical”, admitiendo, entonces, que las comunidades puedan “fl exibilizar los lazos que las unen, minimizar su contacto y vivir de acuerdo con sus tradiciones” (p. 283). Por una parte, no queda claro si dicha tolerancia supone renunciar a hacer valer en el interior de las comunidades refractarias al diálogo aquellos “valores interculturalmente aceptados”.

Por otra, tal solución no resulta moralmente justifi cable ni políticamente viable en un contexto como el colombiano. Su viabilidad resulta dudosa, pues tanto el diseño institucional como la efectiva tendencia a la interacción entre las diversas comunidades culturales que habitan nuestro país, motivada por diversas razones (desplazamiento interno, interdependencia económica, entre otras), se oponen a una política que minimice el contacto entre los diversos grupos culturales, a fi n de evitar los confl ictos derivados de dicha interacción. Pero su justificación moral es más que discutible, por cuanto ignora que las personas pertenecientes a dichas comunidades son igualmente ciudadanos titulares de derechos fundamentales. Por eso, allí donde una de ellas demande del Estado protección frente al abuso que puedan cometer sus autoridades tradicionales en nombre de la salvaguarda de la integridad cultural de su comunidad, se ha de tomar partido por el individuo; no debe olvidarse que la cultura ostenta un valor puramente instrumental y que el sentido último del constitucionalismo de los derechos es defender a hombres y mujeres contra el sacrifi cio irrestricto y ciego a las costumbres y a los fines de su grupo.

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