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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.27 Bogotá may./ago. 2007

 

Recordando a Saturio. Memorias del racismo en el Chocó (Colombia)*

Remembering Saturio: Memories of Racism in Chocó (Colombia)

Recordando Saturio. Memórias do racismo no Chocó (Colômbia)

Claudia Leal**

* Quiero agradecer al evaluador anónimo de RES por sus detallados y útiles comentarios y a Mónica Hernández por su ayuda en la búsqueda y reproducción de algunos documentos.

** Economista, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Maestría en Estudios Latinoamericanos, University of California, Berkeley, EEUU; Ph.D. en Geografía, University of California, Berkeley, EEUU; actual Profesora Asistente del Departamento de Historia, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico:claleal@uniandes.edu.co


Resumen

Este artículo analiza cómo se ha construído parte de la memoria sobre Manuel Saturio Valencia, figura insigne del Chocó, departamento que representa lo negro en Colombia. Valencia fue un hombre negro que llegó a ser juez en medio de una sociedad de mayoría negra, pero dominada por una pequeña elite blanca. En 1907 fue fusilado tras haber sido hallado culpable de tratar de incendiar su ciudad. Entre 1953 y 1992 tres de los más destacados intelectuales del Chocó publicaron sendos libros sobre su vida y su trágica muerte, que muestran diferentes maneras de abordar el espinoso tema del racismo en un país que ha construido una identidad mestiza asociada a la idea de la armonía racial. El artículo analiza el proceso de erección de este personaje en héroe regional, las diferentes estrategias para referirse a la discriminación racial y propone que esta memoria es una manera de afirmar una identidad regional negra.

Palabras clave: Manuel Saturio Valencia, Chocó, negros, memoria, racismo, identidad.


Abstract

This article analyzes the construction of the memory of Manuel Saturio Valencia, a renowned figure in Chocó, the quintessentially black department in Colombia. Valencia was a Black man who was able to become a judge in a society that, though mostly Black, was dominated by a small white elite. In 1907, he was executed by firing squad after having been found guilty of trying to burn down the department capital. Between 1953 and 1992, three of the most prominent Chocó intellectuals published books on his life and tragic death, showing different ways of addressing the delicate topic of racism in a country that had constructed a mestizo identity tied to the idea of racial harmony. The article analyzes the process of building this figure into a regional hero, different strategies of referring to racial discrimination, and suggests that the memories of Valencia help affirm a Black regional identity.

Key words: Manuel Saturio Valencia, Chocó, Blacks, memory, racism, identity.


Resumo

O presente artigo mostra a maneira como tem sido construída parte da memória sobre Manuel Saturio Valencia, que foi uma figura insigne do Chocó (Departamento símbolo da negritude na Colômbia). Valencia foi um homem negro que chegou a juiz em meio de uma sociedade de maioria negra, mas dominada por uma pequena elite branca. Em 1907 ele foi fuzilado depois de ser achado culpado de tentar incendiar sua cidade. Entre 1953 e 1992 três dos mais destacados intelectuais do Chocó publicaram livros sobre sua vida e sua trágica morte, os quais mostram diferentes maneiras de abordar o espinhoso tema do racismo em um país que tem construído uma identidade mestiça associada à idéia da harmonia racial. O artigo analisa o processo de consolidação desse personagem como herói regional, estuda as formas de referir-se à discriminação racial e propõe que esta memória é uma maneira de afirmar uma identidade regional negra.

Palavras chave: Manuel Saturio Valencia, Chocó, negros, racismo, identidade.


Hace un siglo, el 7 de mayo de 1907, murió fusilado Manuel Saturio Valencia. Este hombre aparece en el libro Geografía e historia del Chocó como la primera gran figura del Departamento. La imagen que allí se presenta de Saturio, como familiarmente se conoce a este héroe chocoano, es bastante aceptada y difundida, tal como lo demuestran otros escritos. El libro relata que Saturio fue un hombre negro que a finales del siglo XIX alcanzó una destacada posición social y luchó por los derechos de las personas de su raza. Dice que nació en Quibdó en 1867 y que, como en ese entonces no había escuelas para negros, aprendió a leer por sí solo. Admirados por su talento, los capuchinos le enseñaron latín, francés, música y cultura general, y luego lo enviaron a cursar estudios superiores a Popayán. Al regresar a su tierra Valencia se constituyó en el primer negro en América en ser nombrado personero, para luego ser ascendido a juez de rentas y ejecuciones fiscales y a juez penal. También se destacó en la Guerra de los Mil Días luchando en el bando conservador, en donde alcanzó el grado de capitán. El autor del libro concluye que Manuel Saturio Valencia defendió a su raza, le enseñó al negro a tener valor en sí mismo y le marcó el camino para la reivindicación (Mosquera, 1992, p.138; ver también Wade, 1997, pp.144-149; Gaitán, 1995, pp.1051-1053; Carvajal, 1987; Díaz, s.f.; “Manuel Saturio Valencia” en la dirección electrónica de Nuestro Chocó).

Sin embargo, Saturio no sólo es recordado como un hombre negro ejemplar, sino también como una víctima del racismo que tristemente sobresale por haber sido el último fusilado en Colombia (Mosquera, 2004).1 El 6 de mayo de 1907 un consejo verbal de guerra lo halló culpable de tratar de incendiar a Quibdó cinco días antes, y al día siguiente fue fusilado frente a la atónita población que lo había visto ejercer como juez2. Parece paradójico que los chocoanos hayan erigido como héroe a quien trató de destruir la capital del Departamento. Sin embargo, el Saturio que sus coterráneos admiran no fue un incendiario sino la víctima de una trampa; el mártir negro de una época marcada por la discriminación racial. El verdadero crimen de Saturio fue enamorar y embarazar a una hermosa rubia de la alta sociedad quibdoseña, cuando esta población estaba dominada por una pequeña elite blanca y tal atrevimiento era imperdonable. Este personaje es recordado entonces como un negro que logró surgir en una sociedad excluyente y que se enfrentó a ella. Su muerte despiadada lo convirtió en mártir.

El que una de las principales figuras chocoanas sea un símbolo de la lucha del pueblo negro contra el racismo no debería sorprender demasiado, pues el Chocó representa a la Colombia negra en el imaginario nacional (Wade, 1997). Aunque hay otras áreas en el país con población negra, el Chocó es el único departamento en el que la gran mayoría de los habitantes son negros (82 por ciento según el censo de 2005)3. Este Departamento, que ocupa la mitad norte del Pacífico colombiano, también es conocido por ser un territorio selvático y por su extrema pobreza4. Allí fueron llevados durante los siglos XVII y XVIII negros esclavizados para extraer el oro de las minas de aluvión (Sharp, 1976; Colmenares, 1979). Saturio se ha convertido en un símbolo para los descendientes de estos hombres y mujeres, pero no ha llegado a constituirse en un personaje de talla nacional. La gran mayoría de colombianos no reconoce a ninguna figura por su lucha contra la discriminación racial, muy posiblemente porque nuestra identidad nacional se ha construido sobre la idea de la armonía racial (Wade ,1997; Múnera, 2005; Lasso, 2003 y 2007). Saturio tampoco ha sido adoptado como símbolo por el movimiento negro, en parte porque éste ha sido débil y fraccionado y porque su mayor proyección ha estado asociada a reclamos de carácter étnico, para los que este personaje resulta poco adecuado (Pardo, 2001).

Aun así Manuel Saturio Valencia es de gran importancia a nivel regional, como lo demuestran tres libros que reconstruyen su vida y su muerte. Aunque el Chocó no se destaca por tener una producción de libros significativa, tres de sus autores más prolíficos y reconocidos dedicaron obras a este personaje. En 1953 Rogerio Velásquez (1908-1965), etnógrafo con proyección nacional, publicó Las memorias del odio, una supuesta autobiografía escrita por Saturio desde la cárcel mientras esperaba a ser fusilado. Allí denuncia a una sociedad dividida entre blancos y negros y marcada por el odio, que convierte a uno de sus mejores hijos en un ser envenenado para luego matarlo. Tal vez el libro más influyente ha sido Mi Cristo negro (1983), una larga biografía novelada escrita por Teresa Martínez de Varela (1913), educadora de amplia trayectoria en su tierra y autora de varios libros, entre ellos algunos de poesía5. Esta obra pretende limpiar el buen nombre de Saturio, eliminando el veneno que lo carcome en Las memorias y construyendo a un héroe inmaculado. Pocos años antes de morir, el querido poeta Miguel A. Caicedo (1919-1995) publicó Manuel Saturio (El hombre) (1992), un libro corto escrito a manera de informe que busca librar a los chocoanos del rencor con el que han vivido, al aclarar que a Saturio no lo mató la aristocracia blanca por ser un negro distinguido, sino tres hombres por motivaciones personales.

Estas obras buscan develar la verdad histórica sobre Manuel Saturio Valencia y han sido leídas como tal. Todas se nutren de la tradición oral y de documentos históricos. Tres números de periódicos publicados en Quibdó en los días que siguieron al fusilamiento y que reproducen, entre otras cosas, documentos relativos al juicio, pasaron de mano en mano a través de los años y fueron utilizados por lo menos por Velásquez y Martínez de Varela, aunque ellos no los citen6. Tanto Martínez de Varela como Caicedo dicen, cada uno a su manera, que su libro se ciñe a la verdad histórica. A pesar de que la primera recrea libremente detalles de la historia que sólo pueden provenir de su imaginación, en el prólogo nos cuenta que durante 15 años realizó “una investigación técnica y exhaustiva” en la que, además de consultar fuentes escritas, recogió los testimonios de “ancianos versionistas” (prólogo). En el libro transcribe algunos documentos como parte de su relato y, además, recoge alguna información histórica precisa sobre la época. Caicedo, por su parte, aclara desde la primera frase que “el objetivo principal de este trabajo es el establecimiento de la verdad en cuanto al asesinato de Manuel Saturio Valencia” (Caicedo, 1992, p. 17). Para ello escribe un libro a manera de informe, en el que sólo hace referencia a dos documentos y a algunos testimonios. A diferencia de Martínez de Varela, Caicedo da los nombres de quienes le suministraron la información e incluso reproduce los diálogos que sostuvo con ellos.

Velásquez es más ambiguo en su estrategia. Para comenzar está el hecho de que escribió una ‘autobiografía’, formato que le da una cierta aura de veracidad al relato. Así, aunque según Alfonso Carvajal, autor del prólogo a la segunda edición de Las memorias del odio, este libro es “[m]ás ficción que realidad”, la pequeña introducción a la primera edición, titulada “Razón de este libro”, contribuyó a despistar a más de uno. En ella Velásquez se presenta como “escriba” de unas confesiones halladas en la búsqueda de los documentos del juicio, que fueron entregados en 1907 por el intendente del Chocó al Ministro de Guerra. En su libro Gente negra, nación mestiza, Peter Wade afirma que este libro “editado por Velásquez, parece contener los últimos escritos de Manuel Saturio Valencia […]. Describe su vida de una manera un poco arbitraria; puede haber sido o no alterado por las autoridades o por sus enemigos después de su muerte” (Wade, 1997, p.146). Además, en el catálogo de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá aparecen tanto Saturio como Velásquez como autores del libro. Velásquez también transcribe la sentencia del juicio y el acta de ejecución (esta última como epílogo).

En este artículo indago, a través de una lectura cuidadosa de estos tres textos, sobre la forma en que se ha construido parte de la memoria sobre Saturio y sobre su significado. Este esfuerzo resulta innovador, pues toma distancia de la pregunta sobre la verdadera historia para, más bien, reflexionar sobre la forma en que los chocoanos han interpretado su pasado. Para ello examino cómo los autores mencionados construyen al personaje y a la sociedad en la que vivió. En cuanto a Saturio, hay un proceso de depuración del personaje que permite erigir a una figura digna de ser recordada o seguida, que se refleja en la caracterización a la que me referí al comienzo de este artículo. Y en cuanto al contexto, las tres obras recrean una sociedad dividida ante todo en términos raciales y otorgan al racismo (o a su negación) un papel central. Tal postura va en contravía de las tendencias de una nación que ha privilegiado una identidad mestiza, donde – en teoría – las categorías raciales son irrelevantes y no hay lugar para la discriminación racial. De abordarse el tema racial, la forma más aceptada sería exaltando el mestizaje, proceso que se supone cimienta nuestra unidad nacional, mientras que hablar de razas y racismo ha sido considerado cuando menos de mal gusto (Morales Benítez, 1984). Sin embargo, estos destacados autores chocoanos nos muestran cómo desde la periferia se puede invertir tal tendencia. También ponen en evidencia que no resulta obvia la forma como se debe abordar el tema del racismo. Estos textos se refieren a este espinoso tema de maneras diferentes, incluso contradictorias y contrarias entre sí.

Para analizar el manejo de la temática racial, esta lectura de los textos de Velásquez, Martínez de Varela y Caicedo se concentra en identificar las categorías raciales que utilizan y en examinar cómo se construyen. Al referirse al Quibdó de finales del siglo XIX y principios del siglo XX los tres autores hablan de blancos y negros, dejando muy poco espacio para categorías intermedias. El cuadro que resulta es el de una sociedad fuertemente escindida en dos grupos, cada uno con papeles bien definidos. Se construye así una memoria histórica sobre la capital del Chocó en un momento crucial de su historia, la cual enfatiza el antagonismo racial. Durante el siglo XIX Quibdó dejó de ser el pueblo de indios que fue en la Colonia (es decir, una población fundada para concentrar y controlar a la población indígena). Mientras que los indígenas emigraron hacia las zonas selváticas donde tenían sus cultivos, descendientes de esclavos fueron constituyéndose poco a poco en la mayoría de la población de este puerto sobre el caudaloso río Atrato. A su vez, hacia finales de siglo algunos miembros de antiguas familias esclavistas, junto con inmigrantes caucanos, antioqueños y los llamados ‘turcos’, formaron allí una pequeña élite blanca dedicada a comerciar oro y algunos productos de la selva. Además, después de la independencia Quibdó pasó a ser la capital de la provincia del Chocó (que dependía del Cauca) y en 1907 capital de una intendencia independiente. Así, cuando Saturio fue fusilado, Quibdó, que contaba con poco más de tres mil habitantes, se había convertido en el centro de la región y como tal comenzaba un proceso conciente de transformación urbana por medio de la construcción de diversas otras obras públicas (González, 2003; Leal, 2004).

El artículo se divide en cuatro partes. Las tres primeras analizan las obras mencionadas en orden de publicación mientras que la cuarta recoge unas reflexiones finales en torno a la relación entre memoria, racismo e identidad.

Las memorias del odio

Aunque Rogerio Velásquez pasó sus primeros años en pueblos mineros de la cuenca del río San Juan (nació en Sipí poco después de la muerte de Saturio y cursó primaria en Condoto), durante sus años de estudiante de secundaria en Quibdó debió haber escuchado la historia de Saturio. Velásquez publicó Las memorias del odio en 1953, cuando los quibdoseños de más de 60 años aún tenían fresco el recuerdo de aquel fusilamiento. Para ese entonces Velásquez había ocupado puestos importantes en la administración pública del Chocó y comenzaba su carrera como investigador de la historia y el folklore chocoano en el Instituto Colombiano de Antropología (Velásquez, 2000, pp.13-14).

Las memorias del odio es un libro corto que se lee en una sola sentada y deja el estómago revuelto; en él se confiesa un hombre que sabe que va a morir. La imagen que esta confesión deja de Saturio dista mucho de la imagen idealizada con que suele recordársele. Al comienzo de este relato (escrito en primera persona), ‘Saturio’ dice que hablará de sus caídas, sus vicios y sus “blasfemias de payaso mediocre” (Velásquez, 1992, p. 9). No son estas las palabras que el lector esperaría de la primera gran figura del Chocó. Ese tono acre atraviesa toda la obra: Saturio es un reflejo de una sociedad fuertemente dividida en dos – negros y blancos – y movida por el odio. El drama se desarrolla en Berenjenal, una aldea perdida en medio de la selva que ha permanecido “lejos de Colombia, de la patria total, sorda e olvidadiza” (Velásquez, 1992, p. 10). Allí, todo, como la vida y muerte de Saturio, es parte de un choque o lucha de razas (Velásquez, 1992, pp. 25, 64).

Como protagonistas de esa lucha están, por una parte, los negros. Entre ellos está Saturio, ‘autor’ del relato, quien se identifica y a quien los demás identifican como negro (Velásquez, 1992, pp. 16, 52, 69). Pero Velásquez no sólo habla de negros (Velásquez, 1992, pp. 11, 13, 16, 30, 46, 74) y de el “negro” (Velásquez, 1992, p. 88), también se refiere a “la negredumbre” (Velásquez, 1992, p. 82) y a la raza negra (Velásquez, 1992, p. 67). En otros casos prescinde de la referencia a lo negro, pero enfatiza el carácter racial del grupo al que pertenece el ‘autor’: habla de sus corraciales (Velásquez, 1992, p. 34), de la raza (Velásquez, 1992, p. 69) y de “mi raza” (Velásquez, 1992, p. 34). En otros casos añade adjetivos que califican el carácter de ese grupo y su lugar subordinado. La raza negra es también la “raza maldita” (Velásquez, 1992, p. 27), la “raza vencida” (Velásquez, 1992, p. 65) e incluso “la raza que Dios creó de noche para que el día la humillara” (Velásquez, 1992, p. 61). Los negros son entonces una gente condenada, humillada y miserable. Por si hay dudas, Velásquez insiste: habla de “los de abajo” (Velásquez, 1992, p. 9, 66), de “los humildes” (Velásquez, 1992, p. 19, 54), de “los rotos” (Velásquez, 1992, p. 35), de “los descocidos” (Velásquez, 1992, p. 35) y de “los desgarrados” (Velásquez, 1992, p. 66). Del otro lado están “ellos” (Velásquez, 1992, p. 44) o “los otros” (Velásquez, 1992, p. 34), expresiones que recuerdan que el relato fue escrito por un negro. Esos “otros” son los blancos (Velásquez, 1992, pp. 19, 20, 73, 74, 82), la raza blanca (Velásquez, 1992, p. 66), la “nación blanca” (Velásquez, 1992, p. 11, 24) o la “raza superior” (Velásquez, 1992, p. 68). Las otras formas de referirse a los blancos – “los de arriba” (Velásquez, 1992, Pp. 51), “los poderosos” (Velásquez, 1992, p. 44), “los señores” (Velásquez, 1992, p. 44), “los terratenientes” (Velásquez, 1992, p. 43) y “los nobles” (Velásquez, 1992, p. 45) – muestran que las categorías raciales y de clase se superponen. El hecho de que unos son “los ricos” y los otros “los pobres” (Velásquez, 1992, Pp. 24, 28, 54) reafirma la coincidencia entre clase y raza. Aunque el libro también habla de castas (Velásquez, 1992, Pp. 26, 30, 61, 68), aquí este concepto es sinónimo de razas (y no de la noción de castas colonial, que implica, entre otras cosas, estatus legales diferentes).

Cada raza, como sus apelativos sugieren, tiene un lugar muy claro en la estricta división del trabajo que caracteriza a Berenjenal. Los blancos son los dominadores: los gobernantes y los comerciantes, dueños del poder político y económico. En esta población, nos cuenta Saturio, que fue trazada por blancos y levantada por indios y esclavos negros (Velásquez, 1992, p. 10), “todo está sujeto […] al blanco que impone su conciencia” (Velásquez, 1992, Pp. 49-50). Los blancos tenían clara esa división y la veían como natural. Uno de ellos

invocó la naturaleza que ha hecho una casta para que venda zaraza, se alimente bien, compre metales y tenga un género de vida consono con su posición y otra casta para que teja canastos, labre los campos, haga viajes, con los que pueda procurarse sal, o un cotón que lo cubra de la intemperie. Cuando el blanco echa plumadas desde el gobierno, que cace el negro, castre marranos, se procure la medicina, el alumbrado, de peón en las sementeras o de minero (Velásquez, 1992, Pp. 26-27).

En este escrito los blancos no tienen ningún mérito que justifique su posición. Sólo buscan mantener sus privilegios, para lo cual no dudan en gobernar de manera injusta y corrupta. “La casta superior funcionaba unida por los intereses, por el deseo del alzarse con las preminencias, nunca por razones morales” (Velásquez, 1992, p. 30). Ésta utiliza su poder para “encarcelar por deudas, poner grillos por impuestos y encerrar porque se reclama lo suyo” (Velásquez, 1992, p. 49). Así, el poder de la “maquinaria blanca” alimentaba la diferencia de niveles, creaba privilegios y discriminaba a su antojo (Velásquez, 1992, p. 88). Aunque a los blancos también se les denomina “los felices” (Velásquez, 1992, p. 53) y “los bienaventurados” (Velásquez, 1992, p. 27), en ninguna parte se muestra su felicidad; en cambio sí se ilustra por qué se les llama los de alma aviesa (Velásquez, 1992, p. 66). En un aparte, por ejemplo, una mujer blanca le quema los ojos con aceite hirviendo a una empleada cortejada por su marido y después la pareja ríe junta (Velásquez, 1992, p. 19). Esta actitud egoísta y discriminatoria hacía que los blancos conformaran un grupo cerrado que recurría al incesto en su afán por no mezclarse (Velásquez, 1992, Pp. 19, 30). Dicha separación también es evidente en su concentración geográfica en la Carrera Primera, la calle principal de Berenjenal (Velásquez, 1992, Pp. 8384). Estos seres crueles, atrincherados en su posición privilegiada, son también ociosos, vanidosos y pretenciosos (Velásquez, 1992, Pp. 11, 13).

En este libro los negros tampoco salen bien librados pues allí no hay salvación posible. Ellos han caído tan bajo que no sólo viven en la miseria, sino que ni siquiera se esfuerzan por salir de ella. Los negros realizan los trabajos duros, a pesar de que sus cuerpos enfermos manifiestan su pobreza extrema: carecen de vestidos, se los come el pian y sufren de fiebres; comen carne manida, toman agua infectada y duermen en cuartos inmundos; los niños tienen vientres hinchados, son feos, sucios, enclenques y tuberculosos (Velásquez, 1992, Pp. 24, 61). Tan deplorable cuadro lo completa el estado de estupor en el que viven. Parecen haber perdido hasta la voluntad, quedando convertidos en unos seres temerosos (Velásquez, 1992, p. 68), incapaces de mejorar su situación. Velásquez se refiere a ellos como una “ralea de negros dispersos en la emoción, sin reacciones comunes, sin ideales definidos, ligados sólamente por las supersticiones que flotaban en el paisaje, en el bosque” (Velásquez, 1992, p. 30). Como la cita anterior sugiere, la falta de determinación está relacionada con su cercanía a la selva o a la naturaleza (Velásquez, 1992, p. 35). Personas así terminan siguiéndole el juego a los blancos, “defendiendo las barracas con machetes, [hablando] de propiedad [aunque] nunca la tuvieron” (Velásquez, 1992, p. 74).

Al igual que pasa con Saturio, estos negros enfermos y asustadizos como animales de monte nacen condenados (Velásquez, 1992, p. 9). Sus vidas ya han sido trazadas por el destino. Son una “raza maldita” hecha “para el sol, para la sed, para tener esperanzas rotas, para el calvario y la muerte” (Velásquez, 1992, p. 27). “[P]erseguidos por un signo fatal, temen al calzado y a la letra y llevan bajo la carne lacerada un alma opaca y encogida” (Velásquez, 1992, p. 11). Los negros, y Saturio como símbolo suyo, son hijos de la fatalidad y por tanto no son responsables de su suerte.

En esta sociedad dividida en dos grupos irreconciliables los mulatos no tienen cabida, pues los blancos los desprecian y ellos desprecian a los negros. El único mulato mencionado es el padre de Saturio, que como tal era “hombre de inquinas a los negros por la miseria que envolvían, y a los blancos que lo consideraban de abajo por la herencia materna que le había dejado una piel morena con pecas y lunares, un pelo rojizo y apelotonado, un mentón recio y unos pies con dedos abiertos por las reatas de los chanclos o por la sangre que lo arrebataba” (Velásquez, 1992, Pp. 20-21). A este bastardo “lo mordía una lanza secreta, una desilusión de penacho, de carne martirizada por normas éticas, por distancias sin logro, por choques de fuerzas contrarias” (Velásquez, 1992, p. 23). Aunque los mulatos estuvieran en un limbo, en últimas engrosaban la gran masa negra, tal como lo ilustra una ley que dice que “todo negro, esclavo, libre, pardo primerizo o tercerón en adelante, será tan sumiso y respetuoso a toda persona blanca como si cada una de ellas fuera el mismo amo o señor del negro” (Velásquez, 1992, Pp. 43-44).

Como lo muestra el párrafo anterior y como lo sugieren los apelativos blanco y negro, el aspecto físico era fundamental para definir quién era quién en Berenjenal, es decir, a qué raza se pertenecía. En varias ocasiones Velásquez se refiere a los negros de formas que aluden a su color: los llama los hijos de la noche (Velásquez, 1992, p. 35) y menciona que tienen “hijos oscuros” (Velásquez, 1992, p. 21) o carne morena (Velásquez, 1992, p. 38). También menciona otros aspectos físicos asociados con las personas negras, como cuando habla de las ribereñas “de dentadura blanca y pareja, de piel lisa y brillante, de caderas amplias” (Velásquez, 1992, p. 20) o de los negros de “narices anchas” (Velásquez, 1992, p. 55). Incluso Saturio, que logra una posición más acorde con la de los blancos, es considerado negro “por la piel y el pelo…” (Velásquez, 1992, p. 71) y, como veremos, es castigado por ello. En contraposición, Velásquez no se refiere al aspecto físico de los blancos; sólo en una ocasión los llama en forma despectiva blancos amarillentos (Velásquez, 1992, p. 46). Los rasgos negros son los que importan, pues ellos son la marca de la condena.

Esa fuerte división social entre negros y blancos es necesaria para que el Saturio de esta obra tenga muchos de los elementos con los que suele recordarse al personaje pues, a pesar de estar en un medio adverso, es un hombre que logra una buena posición social y defiende a los de su raza. Saturio sobresale como músico, llega a ser juez y triunfa como militar. Desde pequeño busca el bienestar de los negros así eso implique enfrentarse a los blancos. En la escuela defendió a un niño negro de los abusos de un niño blanco, por lo que lo expulsaron. Ya de adulto fundó una escuela para niños negros pero se la cerraron, y como juez tomó partido por los de su raza. ‘Saturio’, además, se presenta a sí mismo como heredero de otros que lucharon por los negros en el Chocó y que han sido víctimas de los blancos. Tanto por su superación personal, como por su lucha en favor de los oprimidos, este Saturio es un personaje admirable.

En esta historia también aparecen las dos mujeres que signaron su vida: Feliza Hurtado, “de carne morena”, y Elvia Muñoz, blanca e hija de terratenientes. A la primera la corteja para casarse hasta que descubre que es su hermana, lo que lo vuelve borracho y mujeriego, y en últimas lo lleva a tener un amor fugaz con la segunda. Ese segundo amor le genera enemigos, como el hermano de la muchacha, que movieron influencias para encarcelarlo.

Hasta aquí el Saturio de Las memorias del odio se diferencia poco del personaje en su versión más popular. Sin embargo, este Saturio es un hombre gris, dominado por el odio y el deseo de venganza. Esos sentimientos innobles lo llevan a fundar la escuela para niños negros (Velásquez, 1992, p. 35) y guían su desempeño como juez; pero también lo impulsan a realizar actos menos loables, como matar a un hombre y después meter los dedos en sus llagas (Velásquez, 1992, p. 57). Ese veneno que lleva adentro lo conduce a tratar de quemar a Quibdó, como lo atestiguan sus propias palabras:

Al salir a quemar deseaba oir crujir las casas, ver despedazados los cimientos […] Ventanas, tablones, soportes, escaleras, paredes, todo quería verlo en cenizas, achatado, disperso […] Quizá me hubiese refrescado oir niños que lloran, mujeres, desnudas que huyen, cajas de caudales que se funden […] El auxilio de los ancianos, el sollozo de las vírgenes, el olor a cabello y a carne, la pólvora que estalla, la sangre, todo me hubiera dado un poco de alegría, diabólica sí, pero alegría… (Velásquez, 1992, p. 60).

Así, el Saturio que se confiesa en este libro efectivamente trató de incendiar su ciudad con el fin de herir a sus enemigos: “Con el incendio del primero de mayo quise destruir las piedras puntiagudas de la calle y con ellas los haberes de los blancos” (Velásquez, 1992, p. 74)7. Sin embargo, Saturio se declara inocente: “No puedo confesarme reo de una culpa que no he cometido” (Velásquez, 1992, p. 62). Entonces, ¿quién es culpable? Saturio explica: “Yo nací bueno… Vine al mundo limpio, con el alma vacía de cosas que me trajeran al patíbulo” (Velásquez, 1992, p. 13). “[¿Q]uién me hizo brusco, inesperado incompresnible?” (Velásquez, 1992, p. 75) “Responded jueces de mi causa. Que responda Colombia. Todos sabéis, pero calláis porque gustáis de la sangre. Matádme, pero vosotros sabéis. No soy el loco ni criminal. Soy una hechura vuestra, una señal exacta de vuestra conducta” (Velásquez, 1992, p. 76). El antiguo juez condena a la sociedad racista que lo forjó, tanto a Berenjenal, la patria chica ficticia, como a Colombia, el país real.

Las memorias del odio pronto se convirtió en la obra más importante sobre Saturio. En 1944, Vicente Ferrer Meluk, miembro de una de las familias blancas más prestigiosas de Quibdó, publicó en Cartagena un folleto que al parecer buscaba “demostrar que ese fusilamiento no fue obra de la aristocracia […] ya que la enorme mayoría de las familias de la élite si tomaron parte, fue a favor de Manuel Saturio” (Caicedo, 1992, p. 63)8. La obra de Velásquez propone la tesis contraria y más popular, además de estar avalada por el prestigio de su autor y su condición de negro. Aun así, el Saturio de este libro, derrotado y un tanto repugnante, aunque admirable, chocaba con la imagen de héroe regional que supongo había comenzado a formarse desde el momento mismo del fusilamiento. Sin embargo, sólo 30 años después de la publicación de Las memorias, cuando quienes conocieron a Saturio ya habían muerto, se publicó otra obra que rescata a este mártir y lo compara nada más y nada menos que con Cristo.

Mi Cristo negro

Teresa Martínez de Varela, quien nació en Quibdó en 1913, debió escuchar muchas veces la historia de Saturio y haberse molestado por la versión de Velásquez, pues en el prólogo de Mi Cristo negro dice que el libro pretende “demostrar… la inocencia de este líder y mártir de la raza negra” y “desmentir enfáticamente las falsas versiones de escritores coterráneos de la misma estirpe, los cuales por negligencia en profundizar las investigaciones o quizás por miedo o complejo de inferioridad, se atrevieron a consignar en sus folletos el criterio cínico y mordaz de quienes tenían especial interés en desfigurar y ocultar la verdad tradicional e histórica” (Martínez de Varela, 1983, prólogo).

Con el fin de limpiar el buen nombre de Saturio, Martínez de Varela intenta construir a un ser perfecto y completamente inocente. A diferencia de la obra de Velásquez que se concentra en recrear una atmósfera, en las 457 páginas de Mi Cristo negro su autora desarrolla un detallado argumento que muestra que Saturio no trató de incendiar la población, sino que fue víctima de un montaje en su contra. Sus enemigos, todos blancos, tramaron el conato de incendio y se aseguraron de que Saturio fuera castigado con la pena máxima. Tal ardid estuvo motivado por el temor y el odio que despertaba el “liderazgo racial” de Saturio y el fruto de sus amores con una de las muchachas más bellas de la élite de la ciudad. La inocencia de Saturio, entonces, se apoya en la excepcionalidad del personaje, que logra erigirse en líder y enamorar a una dama en teoría inalcanzable. Por ello el argumento comienza por mostrar la historia de superación personal de Saturio.

Buena parte de Mi Cristo negro relata cómo Saturio, aunque nació en un hogar humilde, logró educarse y destacarse como militar y funcionario público. Desde pequeño mostró sus extraordinarias dotes al aprender a leer por sí solo. Cuando tenía diez años llegaron los misioneros capuchinos a Quibdó, quienes reconocieron sus talentos y le enseñaron canto, latín, música y cultura general (Martínez de Varela, 1983, p. 57). A los 16 años entró a la escuela que los Hermanos Maristas abrieron en Quibdó y, más adelante, los capuchinos lo enviaron a Popayán, donde estudió durante dos años en “un prestigioso plantel” (Martínez de Varela, 1983, p. 94). Allí se hizo amigo de un miembro de una influyente familia que lo recomendó ante el prefecto del Chocó. Así, en 1892, a sus 24 años, Saturio regresó a su tierra y asumió el cargo de personero y luego fue promovido a juez de rentas y ejecuciones fiscales. Al estallar la Guerra de los Mil Días (1899-1903) se unió al ejército y alcanzó el grado de capitán por su valiente labor como comandante de la batalla de Bella-vista. Después de la Guerra fue nombrado juez penal del circuito de Quibdó. Dados sus nombramientos, la autora sugiere que “en la historia de América [Saturio] es el primer negro que entra en los campos representativos de la justicia” (Martínez de Varela, 1983, p. 103) y “el primer jurisconsulto y juez negro de America Latina” (Martínez de Varela, 1983, p. 175).

Este impresionante panorama lo completan sus habilidades en el campo de las artes y su desempeño como empresario. Cuando niño Saturio ayudaba a su madre a vender comida y hacía mandados para colaborar con las estrechas finanzas familiares. Después trabajó con los capuchinos. Así, aún antes de viajar a Popayán y siguiendo el ejemplo de los blancos, compró un terreno en las afueras de Quibdó con el que le dió a su familia una mejor posición social. Años después, siendo juez, trabajó como ayudante de contabilidad en la prestigiosa casa comercial A & T Meluk y montó su propio local comercial con un préstamo de su antiguo jefe. Saturio, además, tenía una voz hermosa y tocaba el órgano y la guitarra. Ayudó a montar las primeras dos orquestas que tuvo el Chocó y trabajó como profesor de canto y música. También escribía poesía y dominaba el francés.

De manera similar a la obra de Velásquez, esta historia de ascenso social se desarrolla en un mundo injusto dominado por blancos (Martínez de Varela, 1983, Pp. 13, 19, 112, 162), en el que los logros de este hombre negro son casi impensables. En ocasiones Martínez de Varela llama a los blancos de otras formas que no sólo indican su posición privilegiada, sino que también tienen connotaciones negativas de abuso de poder. Los blancos son los burgueses (Martínez de Varela, 1983, p. 267), la aristocracia (Martínez de Varela, 1983, p. 257), los capataces (Martínez de Varela, 1983, p. 114) y los gamonales (Martínez de Varela, 1983, Pp. 74, 175) y, peor aún, los señores feudales (Martínez de Varela, 1983, p. 113), los esclavistas (prólogo) y los sátrapas (Martínez de Varela, 1983, p. 174). La autora también habla de ellos como forasteros que van al Chocó para convertirse en latifundistas y terratenientes, es decir que no son verdaderos chocoanos. Además de designarlos con este tipo de apelativos, la autora da ejemplos de cómo mantienen su poder sobre la base de la injusticia y la discriminación. Como comerciantes engañan a los mineros que van a venderles oro y como representantes del poder público se favorecen a sí mismos. Consideran a los negros inferiores y los maltratan a diario, llegando incluso al extremo de matarlos por puro capricho (Martínez de Varela, 1983, p. 76). Como evitan mezclarse, son incestuosos y viven concentrados en la Carrera Primera. Aunque hay unos pocos blancos (algunos conservadores, un comerciante, un profesor y un tinterillo) que por sus buenas relaciones con Saturio parecen no ajustarse del todo al molde de su raza, para Martínez de Varela la “discriminación” (Martínez de Varela, 1983, Pp. 34, 93, 178) e incluso la “lucha racial” (96, 167) son la norma.

Del otro lado están los negros (Martínez de Varela, 1983, Pp. 25, 55, 58, 136), la raza negra (Martínez de Varela, 1983, Pp. 37, 61, 75), la raza de Can o los hijos de Can (Martínez de Varela, 1983, Pp. 67, 193) o la negritud (prólogo). Este grupo, en su gran mayoría pobre, conforma una “raza oprimida y avasallada” (Martínez de Varela, 1983, p. 73), sumisa y marginada (Martínez de Varela, 1983, p. 174), sin horizontes ni esperanzas (Martínez de Varela, 1983, p. 75). Aunque el panorama general del libro se refiere a esos dos extremos -blancos ricos y discriminadores, por un lado, y negros pobres y oprimidos, por el otro- hay excepciones a la regla. Algunas familias negras tenían una situación aceptable, como los Blandón, que vivían en una pequeña finca dentro de la ciudad, donde el padre “sostenía con muchas dificultades su toro padrón, y unas diez vacas lecheras para el consumo de su hogar y para cumplir contratos con los señores pudientes de la ciudad” (Martínez de Varela, 1983, p. 38). Otros negros incluso habían llegado, a partir de la década de 1890, a rivalizar en distinción con los blancos, pues “por efectos de las escuelas y la extranjera inmigración, habían tomado mucho auge y roce social. Sus fiestas eran semejantes a las de los señores de la Carrera Primera. Rivalizaban en el vestir, comer y vivir” (Martínez de Varela, 1983, p. 103).

La existencia de negros adinerados no alteraba quién pertenecía a qué raza ni derrumbaba las barreras más fuertes entre los dos grupos. Aunque había espacios en los que al menos los hombres negros con mejor posición social interactuaban y se mezclaban con los blancos, en la esfera privada esto no ocurría. Hombres de ambas razas podían conformar juntos la secta masónica o un grupo para defender a Saturio (Martínez de Varela, 1983, p. 326), pero asistían a diferentes fiestas. Sólo en una ocasión aparece Saturio invitado a ‘un banquete’ de la élite que tiene carácter oficial y al que asiste acompañado por uno de sus amigos blancos. Por otra parte, en el libro sólo se menciona a un blanco pobre, que se casa con una muchacha (coja) de una familia adinerada con el beneplácito de los padres. Por lo tanto, un pobre puede desposar a una rica, pero un negro como Saturio no puede desposar a su amada blanca. Así, aunque hay una correspondencia general entre raza y clase, las barreras raciales son mucho más poderosas que las de clase. La estricta separación entre blancos y negros tampoco parecía ceder ante la mezcla racial pues, a pesar de que en el texto aparecen unos pocos mulatos (Martínez de Varela, 1983, Pp. 186, 326, 368, 392), ellos no conforman un tercer grupo social (tal vez por ser pocos o por ser asimilados por uno de los dos grupos mayores).

Este contexto de separación e inequidad racial no sólo valoriza los logros de Saturio arriba mencionados, sino que da sentido a su “liderazgo racial”, es decir, a su lucha contra el racismo. Desde pequeño Saturio mostró dotes de líder de los de su raza al enfrentarse sin miedo a los niños blancos que creían tener más derechos que los niños negros. Pero sólo al crecer tomó consciencia de la discriminación que había en su tierra y decidió enfrentarse a ella. Por eso a los 18 años se autoproclamó “LIDER invencible […] de la raza negra” (Martínez de Varela, 1983, p. 75). Más adelante, como personero, defendió a los negros de los abusos cometidos por los blancos y, como juez penal, nuevamente luchó por la justicia, allí donde solía favorecerse a los blancos. Como comerciante donaba ropa y alimentos a los niños negros que pasaban hambre para que pudieran estudiar. Martínez de Varela afirma que lo novedoso del “liderazgo” de Saturio no radicaba en su color, pues antes que él hubo otros líderes negros en Colombia, sino en que luchaba por la reivindicación de su raza (Martínez de Varela, 1983, p. 291).

Esta historia de superación personal y lucha contra la opresión corre paralela a la vida amorosa de Saturio, que, a diferencia del libro de Velásquez, constituye uno de los ejes del drama. Saturio amó a dos mujeres, una negra y una blanca. Con Arcadia Blandón, amiga de infancia e hija de los compadres de sus padres, mantuvo un noviazgo largo y secreto. Pero Saturio no pudo serle fiel ante el profundo amor y la entrega de una de las mujeres más hermosas de la ciudad. Por su atractivo Saturio era conocido como el ‘angel de las chimeneas’ y el ‘adalid de ébano’ y las “damas negras y blancas se enamoraban de él” (Martínez de Varela, 1983, p. 63). Una de las mujeres que cayó rendida ante sus encantos fue Deyanira Castro, que a pesar de las distancias que la sociedad imponía, logró llamar su atención y hacer que él también se enamorara de ella. Como ese amor era imposible, Saturio siguió adelante con su plan de casarse con Arcadia; pero ante esa noticia Deyanira decidió entregársele y quedó embarazada. Cuando Saturio pidió la mano de Arcadia, se enteró que ella era su hermana de padre. Al ver este amor truncado y la honra de Deyanira destruida por su culpa, Saturio se entregó al licor.

En medio de esta pena y corriendo el año de 1907, Saturio fue humillado, perdió su puesto, su bebé y, poco después, su vida. Sus enemigos escribieron pasquines en las paredes de la ciudad e hicieron aparecer a Saturio como autor. El mandatario de la recién creada intendencia del Chocó obligó a Saturio a borrarlos, humillándolo en público. Al intendente lo motivaban los celos, pues estaba enamorado de Deyanira, quien había rechazado su propuesta de matrimonio. Mientras tanto la tragedia avanzaba en otro frente: Deyanira tuvo su bebé y su her-mano se aseguró que éste muriera. Saturio fue destituido y sus enemigos planearon y ejecutaron la venganza final: el simulacro de incendio. Para ello cooptaron a los amigos de parranda de Saturio que lo emborracharon, lo animaron a gritar que iba a quemar a la ciudad y dejaron su cinturón como evidencia de su culpabilidad. Al mismo tiempo se aseguraron de que el Chocó fuera declarado en estado de sitio para que el intendente asumiera como jefe civil y militar y Saturio puediera ser juzgado por un consejo verbal de guerra y condenado a muerte. A pesar de ser inocente, Saturio confesó porque lo torturaron. Y, aunque a último minuto llegó un indulto del presidente Reyes, lo fusilaron.

En Mi Cristo negro, los directos responsables de la muerte de Saturio -“sus enemigos”- tienen nombre propio; sin embargo, la culpabilidad es más amplia porque, en últimas, es el racismo general de los blancos lo que los motiva. Así, en la introducción la autora aclara que Saturio fue “ajusticiado con sevicia, odio y crueldad por los blancos terratenientes del Chocó” y que la motivación no fue política, sino “racial y de clases”.

El Saturio de esta obra se sacrificó por los negros del Chocó, como Cristo se sacrificó por sus semejantes. Su muerte fue el final inevitable de su “lucha suicida como líder de su raza” (Martínez de Varela, 1983, p. 194), que generó el odio de los poderosos y no logró mover a los negros, seres que por su ignorancia traicionaban su propia causa (Martínez de Varela, 1983, p. 327). A diferencia de Saturio, los demás negros no eran conscientes del racismo y llegaban a reproducirlo cuando tenían alguna posición que lo permitiera, como en el caso de la arbitrariedad del alcaide de la cárcel con algunos presos (Martínez de Varela, 1983, p. 180). Pero aún más grave, no entendían el mensaje de Saturio y eran víctimas de la manipulación de los blancos. Los negros de la servidumbre asistían a las conferencias que daba Saturio y luego, sin darse cuenta de lo que hacían, lo delataban ante sus patrones, tergiversando sus ideas y contribuyendo a su terrible destino (Martínez de Varela, 1983, p. 76). Pero, sobre todo, no lo apoyaban (Martínez de Varela, 1983, p. 92). Ceferino, el gran amigo de Saturio, que también era negro, le advirtió: “Los negros no comprenden qué valor tienes tú en la cultura y te consideran un payaso – y me perdonas la expresión – igual a ellos.” A esto agregó, “Veo difícil que los negros te respalden. Ellos son pusilánimes y acomplejados porque ni las tierras ni las minas les pertenecen. La trata los dejó sin patrimonio y con las manos limpias no pueden defenderte” (Martínez de Varela, 1983, p. 82). Más adelante, cuando los enemigos de Saturio conspiran para hundirlo, un blanco, Salomón Posso, presiona para que se arme una revuelta de negros contra el intendente, pero ninguno lo sigue, pues se habían creído el cuento de que Saturio era un monstruo. Es más, acusaron a Posso ante los blancos (Martínez de Varela, 1983, p. 329).

Saturio logró salir del “lastimoso estado” en que estaban los demás negros al educarse, inicialmente por sí solo (Martínez de Varela, 1983, p. 254). La escuela de la que luego se benefició, y otras que se fueron creando, estaban “civilizando” a los negros (Martínez de Varela, 1983, p. 78). Pero mientras esa larga y ardua labor de educación se completaba, la única esperanza para la mayoría oprimida era un “protector” (Martínez de Varela, 1983, p. 174) o un mesías que la guiara. Saturio lo intentó, pero la suya era, en su momento, una causa perdida.

Si la imagen general de los negros como seres ignorantes y engañados sorprende, la asociación de lo negro con lo negativo y lo blanco con lo bello sorprende aún más. Martínez de Varela se refiere al corazón tan negro de un muchachito malo (Martínez de Varela, 1983, p. 32) y a la negra vida de Nerón (Martínez de Varela, 1983, p. 88). Lo blanco, por el contrario, tiene connotaciones positivas, al punto que el Cristo negro tiene alma blanca. Hablando de su amado Deyanira dice: “Para mí biológicamente son todos iguales […]. La única diferencia física es el color de la piel, y Saturio es blanco de alma y corazón” (Martínez de Varela, 1983, pp. 300-301). De igual manera, la autora asocia la belleza con rasgos que podríamos considerar blancos. Saturio y Arcadia, que eran unos negros muy hermosos, tenían ambos el pelo liso, ella largo y él corto y peinado de carrera por el medio (Martínez de Varela, 1983, p. 37, 22, 60). Arcadia, a quien la autora se refiere indistintamente como morena o negra, era de color aceituna. Martínez de Varela se siente obligada a explicar por qué Arcadia siendo negra es hermosa:

Arcadia es linda porque a pesar de pertenecer a la raza negra importada del Africa, no todas las tribus eran del mismo lugar. La trata de la esclavitud trajo entre ellos: bantúes, nílopes, cafres, etc., y seguramente por el físico antropológico de don Francisco [el padre de Arcadia], también trajeron al Chocó de aquellos africanos nacidos en la meseta del Sudán, cuya piel, cabellos, físico y complexión se van modelando a medida que las tribus se alejan de las vertientes del Congo y del Níger, y se acercan, ora a la parte septentrional hacia la llamada Mauritania que comprende los actuales territorios de Marruecos, Argelia y Túnez; ora hacia la parte occidental que comprende el Sudán, el alto Nilo, hoy república de Malí (Martínez de Varela, 1983, p. 37).

Por otra parte, Deyanira era “bellísima y rubia”, evidencia de la sangre azul de sus antepasados españoles (Martínez de Varela, 1983, p. 28); mientras su hermana Elvia era “linda, pero trigueña” (Martínez de Varela, 1983, p. 35). Así, pues, las mujeres, tanto blancas como negras, entre más claras más hermosas. En los retratos de Deyanira y Arcadia que aparecen en el libro las diferencias entre la belleza negra y la blanca no están en los rasgos sino en el vestido y la forma de llevar el cabello. Deyanira tiene la elegancia propia de la alta sociedad, mientras que Arcadia se arregla de manera mucho más sencilla.

Los dos retratos de Saturio que aparecen en Mi Cristo negro también llaman la atención, en particular porque distan mucho del retrato más conocido del héroe, aquél que apareció en el periódico Ecos del Chocó tres días después del fusilamiento y que muestra a un hombre de claro ancestro africano. Los dibujos de Mi Cristo negro borran las huellas de ese ancestro y se concentran en mostrar la prestancia del personaje por medio de su atuendo: en una ocasión aparece de cuerpo entero con uniforme militar y en otra con un elegante sombrero, anteojos y corbatín.

Mi Cristo negro se volvió la obra de consulta obligada sobre Saturio. Los muchos detalles que relata, así como la investigación sobre la que descansa, explican buena parte de su atractivo. Aun así, el argumento juega un papel crucial: la inocencia de Saturio y la condena al racismo permiten erigir a un héroe sin reservas y crear una narrativa regional basada en la superación de un pasado oprobioso. Sin embargo, la insistencia en el racismo en una nación cuya identidad descansa sobre la negación de tal fenómeno, resulta problemática. He ahí el origen del tercer libro sobre este personaje.

La inocencia de la aristocracia

En 1932, cuando Miguel A. Caicedo tenía 13 años, leyó en un viejo periódico el discurso que Saturio pronunció en el patíbulo y oyó decir que “lo mataron porque era un negro inteligente” (Caicedo, 1992, p. 19). El espectro de Saturio lo acompañó toda su vida, pues sólo tres años antes de morir, en 1992, publicó Manuel Saturio (El hombre), su versión de la historia. En los 60 años que transcurrieron desde que leyó aquel periódico hasta que salió el libro, Miguel A. Caicedo pasó de ser un muchacho que corría por las calles de La Troje, su pueblo natal, a ser uno de los poetas más reconocidos de su tierra, al punto que “todo el pueblo quibdoseño lo acompañó a su tumba [mientras que] el país [lo] ignoró hasta su muerte” (González, 1996, p. 100). Caicedo comenzó bachillerato en la capital del Chocó, lo terminó en Medellín y luego se graduó del Instituto de Filología y Literatura de la Universidad de Antioquia. Durante buena parte de su vida fue profesor de colegio en Quibdó y en 1972 pasó a trabajar en la Universidad Tecnológica del Chocó, institución que ayudó a fundar. Ya de viejo comentaba: “después de haber sido profesor tantos años, la circunstancia que me parece más agradable es el hecho de que el 80% de las personas que dirigen la vida pública o la administración departamental son discípulos míos” (Uribe, 1996, p. 71).

Con Manuel Saturio (El hombre) Caicedo buscó eliminar la discriminación como motivo de la tragedia y hacer del caso de Saturio un problema entre personas al margen de su raza. El maestro quería evitar que “el pueblo chocoano [siguiera] consumiéndose en la hoguera de un odio que no tiene razón de ser” (Caicedo, 1992, p. 17), especialmente a finales del siglo XX cuando “[e]l negro ha hecho grandes conquistas sociales y vive la plenitud de sus derechos humanos al amparo de la ley” (Caicedo, 1992, p. 85). Según Caicedo, “a Manuel Saturio no lo mataron por negro, ni por inteligente”, como oyó decir cuando era apenas un muchacho (Caicedo, 1992, p. 18), así como tampoco lo mató “la aristocracia” (blanca) quibdoseña. Los culpables fueron tres hombres con motivaciones personales: un poeta conocido como Tántalo, encarnación del mal, que envidia a Saturio por sus capacidades líricas y posiblemente también por su éxito con Deyanira; el intendente, celoso porque tanto Deyanira (de quien estaba enamorado) como su propia mujer, amaban a Saturio; y Rodolfo Castro, cuya furia el autor comprende, pues Saturio embarazó a su hermana.

Esta versión sigue los pasos de Mi Cristo negro, pues Saturio aparece de nuevo como víctima de un montaje. Sin embargo, 40 años antes, en 1952, Caicedo había escrito la historia de Saturio de manera diferente en “La Palizada”, relato que reproduce en el segundo capítulo de Manuel Saturio (El hombre). Allí un hombre excepcional a quien el pueblo ama surge en medio de una sociedad segregada pero, al enterarse de que su enamorada es hermana suya, enloquece y prende fuego a la ciudad capital. Motivado por los celos el primer mandatario lo juzga con la intención de “escarmentar a los negros para que nunca se [acercasen] a las mujeres blancas” (Caicedo, 1992, p. 30). Al igual que en Las memorias del odio, en “La Palizada” el protagonista sí trata de quemar la ciudad, en este último caso como producto de una locura temporal y justificable. Cuarenta años después Caicedo corrige este aspecto de la trama, pero mantiene y pule la idea de que el problema fue personal y que hay que acabar con los odios. El fusilamiento, afirmaba Caicedo en 1952, atrasó “el progreso de la región con la división de la sociedad. Sin embargo, no fue la idea de los nobles […] fue […] personal y esporádica” (Caicedo, 1992, p. 31).

Aunque Caicedo coincide con Martínez de Varela en la total inocencia de Saturio, admite que este héroe tenía defectos y los excusa. Caicedo reconoce que cuando Saturio se emborrachaba, se enlagunaba (es decir, no podía recordar lo que había hecho o visto en estado de embriaguez), se volvía enamoradizo y “no respetaba edades, vínculos, ni arrugas” (Caicedo, 1992, p. 45). A raíz de este comportamiento tuvo dos hijas de dos hermanas, dato que no aparece en ninguno de los escritos que he consultado sobre Saturio. Sin embargo, Caicedo afirma que “Saturio no tenía la culpa de ser así” (Caicedo, 1992, p. 45), pues tales inclinaciones eran herencia de su padre (quien, recordemos, embarazó a la madre de Saturio que estaba casada con otro). Caicedo incluso dice que a la gente no se le juzga por lo que hace borracha. Esta fórmula de aceptar los defectos del héroe y excusarlos es más efectiva que la que utiliza Martínez de Varela, quien trata de construir un hombre sin mácula, al tiempo que cuenta que engañaba a su novia y que era un aficionado al alcohol.

El Saturio de esta obra, como el de la de Martínez de Varela, fue el “primer negro líder del pueblo chocoano” (Caicedo, 1992, p. 41). Tal liderazgo consistía en tratar de eliminar las diferencias raciales (para lo que era necesario ser conciente de ellas). Ya en 1977, en El sentimiento de la poesía popular chocoana, Caicedo dejaba ver que consideraba que Saturio había denunciado la desigualdad. En ese libro incluyó el poema citado a continuación, al tiempo que anotaba que “Sólo un hombre quiso hablar a nombre de todos y para evitar las represalias, […] dejó su obra anónima. […] Todo hace suponer que su autor fue Manuel Saturio, único literato negro de entonces” (Caicedo, 1992, Pp. 35-36). Gracias a esta débil conjetura, este interesante poema es atribuído a Saturio.


A yo que soy inorante
me precisa preguntá
si el coló blanco es virtú
pa yo mandame blanquiá
pregunto al hombre leal
porque saber me precisa
si el negro no se bautiza
en la pila bautismal. Si hay otro má principal
má patrás o má palante
má bonita o má brillante
donde bautizan al blanco,
me darán un punto franco
a yo que soy inorante
De un hombre y una mujer
todos somos descendientes
por qué al negro solamente
con desprecio lo han de ver.
La misma sangre ha de ser
aunque al negro… singular!
siempre lo han de colocar
en un lugar separao.
Si el negro no es bautizao
me precisa preguntá
Negro fue San Benedito
negras fueron sus pinturas.
En la Sagrada Escritura
letras blancas yo no he visto.
Negros los clavos de Cristo
que murió en la Santa Crú.
¿Será que bajó Jesú
por el blanco a padecé?
Sólo así podré saber
si el color blanco es virtú.
Cuando tengamos que da
a mi Dios estrecha cuenta
cómo el negro va a pagá
por el blanco las ofensa
si el negro no se lincuentra
un delito que culpá.
Me dirán si esto es verdá
que el blanco no tiene pena
o si es que el no se condena
pa yo mandame blanquiá

De las actuaciones de Saturio como líder, Caicedo sólo nos cuenta que como primer instructor del pueblo se reunía en su casa con “los más indicados para la transformación” (Caicedo, 1992, p. 40), y como juez penal instruyó a los ciudadanos sobre sus derechos dándoles armas para defenderse. Concluye que gracias a “su influencia los negros comenzaron a ser respetados, es decir, entraron a vivir al amparo de la ley” (Caicedo, 1992, p. 41).

Así, a pesar de querer evadir el tema del racismo, Caicedo parte de la idea de la existencia de una sociedad marcada por la discriminación que cambia gracias al esfuerzo de Saturio. Con el primer capítulo de Manuel Saturio (El hombre), el autor narra brevemente cuatro historias sobre actos cometidos “contra los negros sometidos a la impiedad, el menosprecio y la crueldad de algunos desalmados”, que dan cuenta “de la increíble situación del negro antes de Manuel Saturio” (Caicedo, 1992, p. 22). Estas historias las escuchó Caicedo en Quibdó en sus años de adolescente. He aquí una de ellas:

Una tarde de verano, un negro resolvió ir a bañarse al río. Era un hombre apuesto y fornido que ostentaba una espalda atlética. Un blanco que lo observó, dijo: “Esa es mucha espalda. Está buena para pegarle un tiro.” Y… no fue uno, sino tres los que le propinó. Y ahí quedó el negro desplomado para que sus parientes vinieran a llevarlo. Y … “parte sin novedad” (Caicedo, 1992, p. 23).

Del mismo modo, por más que busque evitarlo, Caicedo termina refiriéndose a una sociedad dividida entre negros y blancos. Afirma que Saturio era negro (Caicedo, 1992, pp.18, 19, 39, 40) y menciona que le decían “el negro ese” (Caicedo, 1992, pp. 55, 59). Habla genéricamente de “el negro” y de los negros (Caicedo, 1992, pp.22, 45, 73, 85), se refiere a algunas personas en concreto como negro o negra (Caicedo, 1992, pp. 23, 44, 62), e incluso en los relatos de las injusticias previas a Saturio habla de “pobre negro” (Caicedo, 1992, p.23). También se refiere a los corraciales de Saturio (Caicedo, 1992, p. 54), a “nuestra raza” (Caicedo, 1992, p. 67) y cita su obra Del sentimiento de la poesía popular chocoana (1977) en la que habla de “la raza” (Caicedo, 1992, p. 36). En algunas ocasiones dice simplemente “el pueblo” (Caicedo, 1992, pp. 38, 40, 42). Los blancos (Caicedo, 1992, pp. 40, 44, 45) aparecen la mayor parte de las veces como la aristocracia (Caicedo, 1992, pp. 17, 42, 58, 63, 77), o lo aristócratas (Caicedo, 1992, p. 80), y también como la alta sociedad (Caicedo, 1992, p. 40) y la elite (Caicedo, 1992, p. 63). En “La Palizada” Caicedo habla de la división entre blancos y negros de manera mucho más directa. Por ejemplo dice: “Silvania era entonces punto de unión de los extremos: aristocracia, nombre de los blancos y pueblo, los negros oprimidos” (Caicedo, 1992, p. 24).

Caicedo concluye que Saturio fue el primero de los dos líderes chocoanos que han luchado por el porvenir de su pueblo, y que el abandono de su legado ha tenido consecuencias nefastas. Según Caicedo, en sus días Saturio fue el único que luchó por la reivindicación de los negros: “Sólo él, Manuel Saturio, había puesto contención a los ultrajes y avasallamiento en contra de los negros” (Caicedo, 1992, p. 73). Como era enamoradizo, hasta los mismos negros le tenían recelo y por eso no lo seguían. Su bandera la recogió Diego Luis Córdoba, de quien Caicedo incluso sugiere que fue la reencarnación de Saturio (Caicedo, 1992, p. 87).

Parte de la voluntad de Manuel Saturio fue lograda por el Comité Permanente de Acción Democrática Chocoanista, el cual tenía como slogan: “Por la Reivindicación del Pueblo Chocoano”. Ese fue el lema que orientó la gran campaña de la generación del 33, encabezada por Diego Luis Córdoba […]. Su acción minó el dominio de la aristocracia que se derrumbó totalmente en el incendio de 1966. Y… hasta allí llegó todo. Lejos de continuar en la búsqueda de realizaciones de los ideales de Saturio, cuando estábamos a las puertas de un gran comienzo, en vez de erradicar el odio […] contra nosotros mismos, nos dividimos para odiarnos los unos a los otros” (Caicedo, 1992, pp. 71-72).

Córdoba (1907-1964), quien nació en Neguá y estudió en Medellín, regresó temporalmente al Chocó en 1933 para liderar un movimiento político, que por primera vez tenía como figura principal a una persona negra y que incluía en su discurso reivindicaciones raciales. Córdoba tuvo una carrera destacada dentro del partido liberal a nivel nacional, y es reconocido como el padre del Departamento por lograr que el estatus administrativo del Chocó ascendiera de intendencia a departamento en 1947 (Rivas y Valencia, 1997; Palacios Moreno, 1995; Martínez de Varela, 1987; Rausch, 2003). Caicedo recuerda que Córdoba inauguró una época de grandes esperanzas. Pero considera que luego se impusieron la incomprensión y el egoísmo, curiosamente al mismo tiempo que terminó la época del dominio blanco, marcado simbólicamente en la memoria chocoana por el incendio que destruyó la Carrera Primera de Quibdó en 1966. A finales del siglo XX, después de que, según Caicedo, el pueblo negro chocoano superó el pasado oprobioso de la discriminación, pero seguía sumido en el menosprecio a sí mismo y el olvido de la nación (Caicedo, 1992, p. 75), este autor anunciaba que “el espíritu de Manuel Saturio está listo para reencarnarse en un segundo elegido. Este con la doble potencia del amor y del valor, tonificará la chocoanidad, fortalecerá la mística y colocará la comarca en los umbrales del porvenir dichoso” (Caicedo, 1992, p. 88).

Como sugieren estas palabras, el Saturio de Caicedo también es un Cristo negro. Pero a diferencia de Martínez de Varela y también de Velásquez, Caicedo no quiere tocar el tema de la discriminación. Para él la exclusión ya se superó y no tiene sentido seguir hablando de ella. Por eso no menciona una lucha de razas, evita al máximo hablar de negros y blancos y exime de culpa a “la aristocracia”. Aun así, Caicedo se traiciona en su intento por argumentar que el racismo no jugó un papel importante en la muerte de Saturio. Al hablar de Rodolfo Castro, hermano de Deyanira, el autor trata de decir que su condición racial no estuvo relacionada con su actuación: “A nadie, negro o blanco, indio o mestizo, mulato o zambo, le cae bien que le embaracen a la hermanita en forma ilícita y mucho menos cuando, dadas las condiciones sociales de entonces, aquello tenía características de burla, por lo que se convertía en una grave ofensa que, naturalmente amargaba el espíritu” (Caicedo, 1992, p. 61). Las “condiciones sociales” a las que se refiere son unas en las que un negro no podía meterse con una blanca, pues ello constituía una “burla” a las normas imperantes y una “ofensa” a la familia de la muchacha. Así, aunque algunos mantienen la tesis de Caicedo (Mosquera, 2004), la versión más repetida por los chocoanos sigue asociando el fusilamiento de Saturio con su condición de negro rebelde en una época de fuerte discriminación racial (Díaz, s.f.).

Memoria, racismo e identidad

Con Las memorias del odio, Mi Cristo negro y Manuel Saturio (El hombre) algunos destacados intelectuales chocoanos interpretaron el pasado de su departamento, enfocándose en un momento histórico traumático que ha dejado huella en la memoria colectiva de los habitantes de esta periferia colombiana. Para ello se nutrieron de esa memoria, a la vez que han contribuido a moldearla y reafirmarla. De la memoria sobre Saturio que promueven estas obras quisiera resaltar tres aspectos. Primero, el proceso de depuración del personaje, crucial para cimentar su posición como figura regional. Segundo, las diversas estrategias usadas para tratar el intrincado tema del racismo. Y tercero, la forma en que esta memoria puede ser interpreatda como la afirmación de una identidad regional negra que se opone o complementa la identidad nacional mestiza.

En estos libros se observa un cambio en la manera de concebir al personaje entre mediados y finales del siglo XX que resulta fundamental para su consagración como héroe regional. Las versiones de principios de la década de 1950 – tanto Las Memorias del odio como “La Palizada” de Caicedo – hablan de un hombre negro que logra sobresalir a pesar del carácter excluyente de la sociedad en la que vive. En Las memorias Saturio es además consciente de la discriminación y se enfrenta a ella. En estas obras, entonces, el personaje tiene varios de los elementos del héroe, pero está manchado por el acto criminal de tratar de incendiar a Quibdó. Aunque Velásquez señala a la sociedad racista como última culpable y Caicedo excuse a Saturio por su locura temporal, resulta difícil promover como modelo a quien buscó destruir a la capital del Departamento. Para completar, al Saturio de Velásquez lo mueven sentimientos bajos que provocan rechazo en lugar de admiración. Varias décadas después, en Mi Cristo negro y luego en Manuel Saturio (El hombre), Saturio aparece como víctima de un montaje, su inocencia es total y su lugar en el panteón de héroes chocoanos queda asegurado. Además sus logros se magnifican: Caicedo, por ejemplo, nos cuenta que fue el primer negro (chocoano) autodidacta, cantor, guitarrista, acordeonista, organista, capitán, políglota, comerciante, poeta, personero y juez. Su belleza y su encanto también son exaltados. A pesar de que estos cambios dan cuenta de una memoria ambigua, en el imaginario regional predomina una versión simplificada – similar a la de Martínez de Varela – que no da cuenta cabal de los interesantes matices que se observan en estas obras9.

El contexto de discriminación es fundamental en esta historia, pues tanto los triunfos de Saturio como su lucha (y su muerte en los dos primeros libros) sólo tienen sentido en una sociedad en la que unos pocos blancos mantienen a la mayoría negra oprimida. Aunque las tres obras coinciden en señalar el carácter excluyente del Quibdó de la época, ellas denotan tres estrategias diferentes para abordar el tema del racismo. Velásquez hace una denuncia frontal, al punto de sacrificar al mismo Saturio que no logra escapar al odio que marca a las relaciones en Berenjenal. En este libro el personaje parece ante todo servir de excusa para retratar a una sociedad podrida. Martínez de Varela también resalta la discriminación, pero esta pierde protagonismo en medio del minucioso recuento de la vida de Saturio. Así, estas obras resaltan el carácter excluyente de dicha sociedad y no los canales de movilidad que en ella existían y que Saturio ejemplifica. Caicedo marca un giro radical en el tratamiento del tema. Aunque es él, curiosamente, quien da los ejemplos más fuertes de racismo (cuatro casos de asesinatos por capricho o por tonterías), el problema racial no vuelve a aparecer de manera explícita en su libro10. Este autor pretende mostrar que la muerte de Saturio no estuvo mediada por cuestiones raciales, porque quiere olvidar la discriminación y el odio que la caracterizan para fundar un nuevo pacto social que la supere.

Esta memoria compleja y hasta contradictoria construida alrededor de la figura de Saturio puede leerse como una manera de afirmar una identidad regional negra. Para comenzar, los libros analizados – al igual que todas las menciones a Saturio en otros textos – enfatizan que este hombre era negro como el pueblo oprimido por el que luchó. Esta coincidencia no es obvia. El panteón de grandes personajes del Chocó suele estar dominado por hombres blancos que vivieron en el siglo XIX, tal como lo muestra el libro Apuntes sobre geografía e historia del Chocó (Urrutia et. al., 1992). El caso de César Conto (1836-1891) es emblemático: el busto de este miembro de una familia esclavista que se destacó lejos del Chocó como político, poeta y gramático, adorna el parque central de Quibdó desde 1924 (González, 2003). Saturio no es recordado por haber sido un gran hombre de letras o un político que alcanzó reconocimiento a nivel nacional, como sucede con otras de estas figuras, sino por ser el mártir negro que se sacrificó por el pueblo chocoano que era y es negro.

Otros elementos de las obras permiten concluir que ser chocoano es equiparado a ser negro. Velásquez habla de los negros como nativos (Velásquez, 1992, p. 28), mientras que Caicedo utiliza las palabras negros y pueblo como sinónimos. Martínez de Varela, a su vez, afirma que los blancos son forasteros. Esta tendencia la hemos sentido muchos de los que hemos visitado el Chocó: a las personas no negras se nos dice blancos o paisas apelativo con el que se conoce a las gentes de Antioquia y el Viejo Caldas-. Es decir, no ser negro implica ser de otra región y, por lo tanto, no chocoano. No en vano en el Chocó, a diferencia de lo que sucede en la costa Caribe (Cunin, 2003), las personas suelen identificarse, sin tapujos, como negras.

Si estas obras afirman una identidad regional que pretende reivindicar a los negros, resulta paradójico que reproduzcan estereotipos racistas. Sin embargo, la representación de los negros como personas ignorantes, pusilánimes y traidoras de su propia causa juega un papel importante en estas obras ya que forma parte de la acusación a la sociedad racista, sirve para realzar al héroe y enfatiza los avances que se han logrado desde entonces. Además, resuelve un problema de la historia misma de Saturio: explica por qué el pueblo por el que luchó no lo siguió y dejó que lo fusilaran. La reivindicación, por lo tanto, no pasa por valorar a los negros, sino que consiste en destacar a una persona negra que los redime.

Podría pensarse que es paradójico que en la segunda mitad del siglo XX se promueva una identidad regional negra al tiempo que a nivel nacional se consolida una identidad mestiza. Para examinar más en detalle la cuestión hay que tener en cuenta el cambiante contexto regional. El primer libro sobre Saturio aparece a mediados del siglo XX, cuando todavía había una élite blanca en el Chocó, aunque estuviese debilitada. Para ese momento el auge del comercio de oro, platino y productos de la selva – la base económica de dicha élite – ya había pasado (Leal, 2004). Había más simetría entre este grupo y otro negro y mulato emergente que, como ya mencioné, había comenzado a compartir el poder político. En este contexto Las memorias del odio puede leerse como un ataque a lo que quedaba de la discriminación que caracterizaba a la época de Saturio, ataque que además se apoyaba en el lenguaje racial que esos políticos utilizaron. Sin embargo, la sociedad acusada no era la del momento sino la de principios del siglo XX. Así, cuando la identidad mestiza comenzaba a cuajar, se evitaba afirmar de frente que las relaciones armónicas sobre las que tal identidad descansa eran más discurso que realidad.

En la década de 1980, cuando el predominio de la élite blanca ya había acabado, la obra de Martínez de Varela puede leerse como la denuncia de un pasado oprobioso que ha sido superado. Recordemos que para los chocoanos el incendio de 1966 marca simbólicamente el fin del dominio blanco. La historia de Saturio pasaría entonces a mostrar cómo el Chocó surge de superar un pasado (colonial) en el que los blancos dominaban a los negros, del mismo modo que en la narrativa nacional Colombia surge de superar la dominación española. De allí que, a diferencia de lo que sucede en Las memorias del odio, en Mi Cristo negro se hable del comienzo del cambio al mencionar a un grupo negro prominente que empieza a rivalizar con la élite blanca. La historia de Saturio, por lo tanto, apoyaría la idea de armonía racial que acompaña al nacionalismo mestizo al mostrar cómo el racismo ha sido vencido.

El libro de Velásquez también puede pasar a interpretarse bajo esta nueva perspectiva. El énfasis que tanto este autor como Martínez de Varela ponen en la herencia de la esclavitud sirve como base para ello. Por medio de referencias a las flagelaciones, los azotes y los latigazos que todavía hacían parte del trato hacia los negros (Velásquez, 1992, pp. 19, 24, 26, 47), Velásquez nos cuenta que a principios del siglo XX la herencia de la esclavitud aún no había sido superada. En ese contexto no es extraño que Saturio se sienta perseguido por el pasado esclavista, como lo sugiere cuando afirma: “Las estrellas me vieron como hombre donde el día me había visto como esclavo” (Velásquez, 1992, p. 14)11. Además, Velásquez utiliza la palabra amo como sinónimo de blanco (Velásquez, 1992, pp. 27, 44). Martínez de Varela también usa este término en los diálogos que recrea, como la forma en la que los criados se dirigían a sus patrones (Martínez de Varela, 1983, pp. 29, 65, 76, 145). Y su Saturio pregunta por qué, si la esclavitud ya terminó, son tan pobres los negros, mientras los blancos viven de manera lujosa (Martínez de Varela, 1983, p. 49). Este Saturio también le dice a su amigo Ceferino: “¿cuándo has visto a un negro llegar a general del ejército? Los negros no ascienden ni en globo. El negro aún no se ha liberado de la esclavitud” (Martínez de Varela, Teresa, 1983, p. 136). En su lucha contra esa herencia, resaltada en la obra de Varela, Saturio da los primeros pasos definitivos hacia la liberación12.

En 1992 Caicedo da un paso más allá al decir que si el racismo es cuestión del pasado hay que enterrarlo allí. Caicedo es el único que habla de manera explícita de los logros que se han alcanzado desde los días de Saturio y afirma que en el presente hay igualdad. Tal paso se presenta en un momento de quiebre: cuando la Constitución de 1991 acababa de redefinir a Colombia como una nación multicultural, con el fin de hacerla más incluyente y convertirla en un espacio en donde no tiene cabida la discriminación. Dentro de este marco se abren nuevos espacios para denunciar al racismo. Así, Caicedo publica su libro cuando se intensifican las críticas a la idea de nación mestiza, como un mito que descansa sobre la negación de las realidades del racismo (Arocha, 1997 y 2005, Múnera, 2005a y 2005b). A la luz de estas críticas, la posición de Caicedo podría ser interpretada como la prueba del triunfo de la nación mestiza debido a que un negro, que como tal debió ser víctima del racismo, niega su existencia.

La memoria chocoana, ejemplificada en el recuerdo de Saturio recogido en Las memorias del odio, Mi Cristo negro y Manuel Saturio (El hombre), demuestra la complejidad que resulta de pertenecer a la región que representa lo negro en un país que ha cimentado su identidad nacional sobre la idea del mestizaje y la armonía racial.


Comentarios

1 No es claro si Saturio fue la última persona a quien se le aplicó la pena de muerte en Colombia. Esta pena fue abolida en 1910, tres años después del fusilamiento de Saturio. El Diario Oficial informaba sobre las personas condenadas a muerte y las ejecutadas (los condenados tenían derecho a apelar la decisión, lo que dilataba o evitaba su ejecución). En una exploración inicial no he podido en contrar noticias sobre el fusilamiento de Saturio ni sobre ejecuciones posteriores. Sin embargo, dicho fusilamiento está ampliamente probado por otras fuentes, tanto orales como escritas.

2 AGN: Fondo Ministerio de Gobierno Sección 1ª, Tomo 592, fols.313-319.

3 Le siguen el archipiélago de San Andrés y Providencia con un 57 por ciento y Bolívar con un 28 por ciento (Dane, 2007).

4 Según el censo de 2005 el 79% de la población chocoana tienen sus necesidades básicas insatisfechas. Los otros departamentos con más de la mitad de la población en esta situación son Vichada (67%), Guajira (65%), Guainía (60%), Córdoba (59%) y Sucre y Vaupés (55%).

5 A Martínez de Varela, quien ya murió, se le recuerda además por ser la madre de Jairo Varela, líder del Grupo Niche, el conjunto de salsa más destacado de Colombia.

6 Ecos del Chocó número 6 (10 de mayo), Revista Oficial número 5 (7 de mayo) y número 6 (Mayo 24).

7 El protagonista de esta obra parece inspirado en las palabras que pronunció Saturio en el patíbulo y que fueron transcritas en el número 5 de la Revista Oficial del 7 de mayo de 1907: “[…] desde que tuve uso de razón, comprendí que la fatalidad me perseguía, y doquiera que mis miradas dirigía, chocaban con negros nubarrones instalados en el horizonte de mi existencia”. Igual sucede con su (supuesta) confesión “Quería incendiar la ciudad por el placer de verla arder, desde joven he aspirado a tener dinero y posición social, pero el licor me lo ha impedido, y por eso resolví que los que viven acomodados sintieran las desgracias mías. Pero DESGRACIADAMENTE mi plan se frustró” (Ecos del Chocó n.6).

8 Según Caicedo el folleto se titula “Historia del fusilamiento de Manuel Saturio Valencia en Quibdó, en el año de 1907”, pero según Martínez de Varela se titula “El último fusilado en Colombia”. No he podido conseguir este folleto.

9 La versión de Caicedo también tiene algunos seguidores (Mosquera, 2004).

10 La idea de la existencia de una sociedad profundamente racista en Quibdó a principios del siglo XX la menciona Caicedo en la entrevista que sobre su vida le hizo Julio César Uribe Hermosillo: “Hasta antes de 1930, aquí en el Chocó la gente simplemente aprendía a firmar, lo que necesitaban los explotadores, que no supieran nada más. Porque el negro, que se encargaba era de trabajar, de producir, de comprar, debía ser ignorante para ellos poderlo explotar. Esa fue la cosa, no? Porque esto aquí tuvo el dominio de la aristocracia durante mucho tiempo, es decir, los blancos eran los que mandaban, acomodaban y todo” (Uribe, p.39).

11 También afirma más adelante en el texto: “Era la esclavitud que revivía para amordazarme” (44).

12 Tal como lo muestra James Sanders en su estudio sobre las formas de republicanismo popular en el Cauca en el siglo XIX, la igualdad y la libertad – contrapuestas a la esclavitud – fueron los ideales que los grupos afrodescendientes más valoraron del discurso republicano (Sanders, 2004a y 2004b).


Referencias

Archivos consultados

Archivo General de la Nación (AGN), Fondo Ministerio de Gobierno, Sección Primera, Bogotá.

Archivo de la Notaría Primera de Quibdó, Quibdó.

Prensa

Ecos del Chocó n.6, Quibdó, Mayo 10, 1907

Revista Oficial n.5, Quibdó, Mayo 7, 1907

Revista Oficial n.6, Quibdó, Mayo 24, 1907

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Fecha de recepción: 3 de julio de 2007 • Fecha de modificación: 25 de julio de 2007 • Fecha de aceptación: 15 de agosto de 2007

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