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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.27 Bogotá may./ago. 2007

 

El redescubrimiento del pasado prehispánico de Colombia: viajeros, arqueólogos y coleccionistas, 1820-1945

Clara Isabel Botero (2006). Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia. Universidad de los Andes

Efraín Sánchez*

* Sociólogo, Universidad Santo Tomás, Bogotá, Colombia; Ph. D., Oxford University, Inglaterra. Actual consultor, investigador y traductor independiente. Correo electrónico: effsanchez@yahoo.com


Madrugada del 12 de octubre de 1492: los marinos de Colón avistan tierra americana. Colón cree que se trata de China. Primero de agosto de 1498, los marinos de Colón ven por primera vez América del Sur. Colón cree que se trata de las regiones temperadas del Paraíso Terrenal. Cuatro de septiembre de 1504: Americo Vespucio escribe en Lisboa una carta a Piero Solderini, la cual se imprime en Florencia al año siguiente bajo el título de Mundus Novus. Anuncia que definitivamente las tierras descubiertas por Colón no tenían nada que ver con China ni con el Paraíso Terrenal, ni siquiera con Asia. Se trataba de un "Nuevo Mundo". En 1507, el cartógrafo alemán Martin Waldseemuller publica su célebre mapa en el que aparece por vez primera el nombre de "América" para el Nuevo Mundo.

Las consecuencias de estos hechos fueron vastas para la mentalidad occidental. América sencillamente no existía para el mundo, no tenía lugar alguno en la historia universal, hasta cuando sucedieron tales acontecimientos. Ahora se erigía como un mundo nuevo, un mundo joven, un mundo en el tercer día de la creación. Para todos los efectos, un mundo sin pasado, como todas las cosas nuevas. Muchas teorías sobre la formación geológica de la tierra hablaron de América como el continente de más reciente aparición, y se describió a sus habitantes como individuos en estado de naturaleza, como "salvajes" en una etapa anterior a la "civilización". América, continente sin pasado, representaba el pasado de la humanidad. La Utopía de Sir Thomas More está inspirada en América, y el mito del "buen salvaje", propagado por Rousseau, Montesquieu, Voltaire y muchos otros, procede de las descripciones del barón de La Hontan sobre el modo de vida de los indios de Norteamérica.

Puede comprenderse fácilmente que persuadir al mundo de que América no era tan joven ni tan salvaje, que tenía un pasado anterior al descubrimiento por los europeos, era una tarea monumental. Tal es el tema para nuestra parte de Nuevo Mundo de El redescubrimiento del pasado prehispánico de Colombia de Clara Isabel Botero. Un proceso de siglos que aún continúa y que preferiríamos llamar "descubrimiento" antes que "redescubrimiento", pues como indica el origen latino de la primera palabra, discoperio, se trata de la revelación de algo que existía pero que nunca se había visto.

Es mucho más que un libro de historia de la arqueología colombiana. Como escribe la autora en la introducción, su propósito fue "explorar, identificar y analizar las fuentes y los elementos que incidieron en la construcción de actitudes y de conocimiento sobre las sociedades prehispánicas de Colombia en el período comprendido entre la creación de la República en 1820 y la década de 1940, cuando se creó una tradición científica colombiana en la formación, investigación y divulgación de la arqueología". Sus protagonistas, como lo indica el subtítulo, son "viajeros, arqueólogos y coleccionistas". En realidad, para el período seleccionado, pocos arqueólogos y muchos viajeros, coleccionistas, clérigos, abogados e ingenieros, todos ellos "aficionados a la arqueología", hasta cuando comenzó a institucionalizarse la investigación con la creación del Servicio Arqueológico Nacional en 1938 y del Instituto Etnológico Nacional en 1941.

El tema, sin duda, es muy importante y muy poco conocido, como dice Malcolm Deas en la presentación. Se trata ni más ni menos que del proceso mediante el cual se verificó un nuevo descubrimiento de América (tal vez por eso la idea del "redescubrimiento"), como el que se llevó a cabo aproximadamente en el mismo período mediante la exploración geográfica y la elaboración de mapas sistemáticos nacionales. Más aún, fue un proceso de búsqueda de raíces, con vastas implicaciones sociales, culturales y políticas. La declaración constitucional de que Colombia es un país "multiétnico" y "multicultural", de fecha tan reciente como es 1991, se basa en parte en ese proceso.

El libro de Clara Isabel Botero viene a llenar un profundo vacío en la bibliografía colombiana. Son pocos los libros que han tratado ese tema, y en un primer momento sólo vienen a la mente el de Luis Duque Gómez, Colombia: Monumentos históricos y arqueológicos, de 1955, y Arqueología de Colombia, de Gerardo Reichel-Dolmatoff, de 1986. Ninguno de los dos tiene los alcances del de Clara Isabel Botero. Duque Gómez sólo se propuso "dar una descripción general de las principales reliquias prehispánicas, insistiendo sobre aquellas que, a nuestro juicio, tienen una mayor significación para el estudio de sus características, de acuerdo con la sistemática de la moderna investigación americanista". Reichel-Dolmatoff, por su parte, buscó "presentar... un breve esbozo de la historia de los descubrimientos e investigaciones en este país", como introducción a su verdadero interés, ofrecer "un cuadro coherente de los desarrollos culturales prehistóricos de Colombia".

Cualquiera que intente investigar o escribir algo sobre el pasado prehispánico colombiano, sea arqueólogo, etnógrafo o historiador, verá de inmediato la utilidad de este libro. En los escritos de los viajeros, coleccionistas y aficionados a la arqueología del primer siglo republicano, en el modo como se formaron las colecciones nacionales y extranjeras de objetos prehispánicos y en la manera como se forjaron y desarrollaron las actitudes y los conocimientos sobre el pasado anterior a la Conquista, se encuentran muchas claves para la interpretación y el avance del conocimiento; y el libro de Clara Isabel Botero sirve de guía por un terreno anteriormente lleno de incertidumbres. El amplio y detallado panorama que ofrece está basado en una prologada investigación en Colombia, el Reino Unido, Alemania, España y Francia.

Pero no es un libro sólo para especialistas. Estructurado de manera ordenada, sencilla y clara, y escrito con total transparencia, sin los neologismos, tecnicismos, anglicismos y galicismos tan frecuentes en la literatura académica, es fácilmente accesible para el común de los mortales y su lectura es entretenida e incluso novelesca en muchos pasajes.

El pasado prehispánico colombiano tiene todas las características que pudieron haber hecho que cayera irremediablemente en el olvido, como en efecto cayó durante casi tres siglos. La inexistencia de escritura entre las sociedades prehispánicas no era el único inconveniente. Al contrario que en Mesoamérica y los Andes centrales, aquí no se levantaron grandes palacios, templos ni pirámides de piedra. El mundo arquitectónico era de guadua, leña y paja, incluso en el Valle de los Alcázares, que a la distancia pareció a los conquistadores lleno de grandes y majestuosos edificios. Había en cambio multitud de objetos rituales y de adorno personal, muchos de ellos de oro y otros de cerámica, algodón, madera o piedra. En ambos casos se les destruía. Los que no eran de oro y no tenían valor para los españoles "se quemaban para escarmiento de los idólatras"; los de oro se fundían para beneficio de quienes los hallaran y de la Corona. Esta práctica no se restringió a las épocas de la Conquista y la Colonia, sino que prevaleció en Colombia hasta mediados del siglo XX, como anota la autora, pues la evaluación que hacían –y aún hacen- los guaqueros de los objetos prehispánicos era esencialmente la misma.

¿Cómo, entonces, logró preservarse en condiciones tan adversas, algo de la cultura material de los habitantes originales de Colombia, que permitiera descubrir su pasado prehispánico? En parte, desde luego, porque lo principal que quedó del mundo prehispánico pertenece al ámbito funerario, y ni los españoles ni los guaqueros durante cinco siglos hallaron todas las tumbas ni siquiera en los sitios más explotados como las llanuras del Caribe y el territorio muisca. Pero principalmente debido a la curiosidad de algunos viajeros y coleccionistas, o por otros motivos como los del misionero agustino peruano Fray Francisco Romero, de fines del siglo XVII. Su afán de "demostrar que se había internado en territorios en los que subsistían las 'idolatrías' y con ello, obtener fondos financieros para continuar su obra misionera", como escribe la autora, hizo posible la existencia de "la primera colección preservada proveniente del Nuevo Reino de Granada". Se trata de dos máscaras y tres estatuillas de madera recogidas por Romero en la Sierra Nevada de Santa Marta y que presumiblemente llevó a Europa en 1692 y las entregó a la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe en Roma, y hoy están en el Museo Misionero-Etnológico de El Vaticano.

Cada época desde la Conquista ha visto los objetos de la cultura material prehispánica de manera distinta, y Clara Isabel Botero las resume así:

Durante el período colonial los objetos prehispánicos fueron percibidos como ídolos del diablo, excepción hecha de aquellos en orfebrería, de alto interés para los europeos para ser fundidos. A partir del siglo XVII los pocos que llegaron a Europa fueron considerados allí como curiosidades y como objetos de arte. Durante el siglo XIX empezaron a ser valorados e interpretados por historiadores, científicos y coleccionistas colombianos y extranjeros como antigüedades que había que preservar e investigar y como objetos de arte universal. Ya en el siglo XX, como resultado de investigaciones realizadas por arqueólogos y especialistas, se consideraron como artefactos, como objetos sagrados, como obras de arte universal, como evidencias de las maneras de concebir el mundo por parte de las sociedades que los produjeron.

Tres elementos centrales, concluye la autora, se encuentran en la creación de conocimiento y en el "surgimiento de una conciencia sobre el pasado prehispánico en Colombia entre 1820 y 1945". Son ellos "el coleccionismo, la curiosidad y la actividad científica y la búsqueda por parte de científicos, intelectuales y políticos colombianos por mostrar al mundo que Colombia era una nación 'civilizada'". Los tres elementos están estrechamente relacionados a lo largo de todo el período.

El tema de la formación de colecciones públicas y privadas es el que ocupa la atención de la autora de manera más extensa, y en él se concentra gran parte del indudable valor y el interés del libro. La colección de Fray Francisco de Romero es sólo la primera revelación. Otra sorpresa la constituyen los diplomáticos coleccionistas, o al menos interesados en el pasado prehispánico, como el coronel John Potter Hamilton, primer enviado diplomático de su país a Colombia. Según Botero, el registro más antiguo de objetos colombianos en el Museo Británico data de 1836, "dos narigueras de orfebrería quimbaya y una momia donada por W. Turner". Éste seguramente es William Turner, ministro de Su Majestad Británica por esa época. La segunda momia colombiana en el Museo Británico fue obtenida en Gachancipá (Cundinamarca) por Robert Bunch, también diplomático de ese país, en 1842. Edward W. Mark, mejor conocido entre nosotros como acuarelista que como diplomático, que era su empleo, "donó al Museo Británico en 1885 una vasija antropomorfa muisca y una copa, ambas provenientes de Guatavita".

Pero quizás lo que más asombra en torno a la formación de colecciones prehispánicas en Colombia en esta época es la notable incapacidad del gobierno de consolidar una colección pública hasta fines del período, en contraste con la abundancia y calidad de las colecciones privadas y de aquellas sacadas del país para museos extranjeros. La historia de pobreza y falta de presupuesto del Museo Nacional es bien conocida entre nosotros; mucho menos lo es la de sus colecciones arqueológicas, que Clara Isabel Botero examina con gran detalle. Entre las colecciones privadas que menciona llaman particularmente la atención el Museo del Hospicio, del padre Romualdo Cuervo, infatigable viajero y naturalista; el notable museo que mantuvo durante muchos años el comerciante y minero antioqueño Leocadio María Arango y cuya colección metalúrgica compró el Banco de la República en 1942 para el Museo del Oro, pasando la de cerámica al Museo Universitario de la Universidad de Antioquia; y la colección del anticuario bogotano Gonzalo Ramos Ruiz, que terminó en el Museo Etnográfico de Berlín.

Privilegiada conocedora del tema de los museos, pues fue curadora de la exposición de arqueología y etnografía del Museo Nacional y ha sido directora del Museo del Oro del Banco de la República desde 1997, la autora nos introduce en el mundo realmente poco conocido de las colecciones arqueológicas colombianas en museos europeos, tema al cual dedica uno de los capítulos más extensos del libro. Selecciona los tres que conservan las mayores colecciones prehispánicas colombianas en Europa, a saber; el ya mencionado Museo Etnográfico de Berlín, el Museo Británico de Londres y el Museo del Trocadero de París. Los tres museos tenían propósitos bien diferenciados en torno a sus colecciones y sus estilos de adquisición eran bien distintos. La conclusión que extrae la autora de la afluencia de objetos prehispánicos colombianos a los museos europeos es que el país fue proveedor de tales objetos, obteniendo poco a cambio. El papel de dichos museos en la creación de conocimiento arqueológico y etnológico sobre Colombia "ha sido más simbólico que científico."

Sin duda, la historia más interesante a este respecto es la que tiene que ver con el Museo Etnográfico de Berlín que, por contraste con los otros dos museos, se dedicó a conformar sistemáticamente su colección según un plan preconcebido y sin esperar a que se presentaran ofertas o donaciones de manera aleatoria. El propio director del Museo, el célebre etnólogo y lingüista Adolf Bastian, viajó a Colombia a adquirir los objetos que consideraba esenciales. Visitó Antioquia, la región de la colonización antioqueña, Cundinamarca y Boyacá con un ayudante. Es difícil imaginar a un personaje como Bastian, uno de los padres de la antropología moderna, que influyó sobre científicos como Bronislaw Malinowski y cuya teoría de las ideas elementales fue una de las fuentes de la idea del inconsciente colectivo de Carl Jung, andando por los caminos de Antioquia al mando de una recua de mulas, una de las cuales cayó estrepitosamente a un abismo en el camino entre Medellín y Marmato, y se rompieron todos los objetos de cerámica que llevaba. No fue el único accidente que sufriera la colección arqueológica colombiana del Museo Etnográfico de Berlín. La famosa balsa muisca de la laguna de Siecha, adquirida por el Museo tras complejas negociaciones, se quemó en un gran incendio en el puerto de Bremen antes de llegar a su destino.

El aspecto de la curiosidad y la actividad científica en torno al pasado prehispánico colombiano se encuentra tratado en el libro de manera no menos rigurosa. Figuran en él todos los protagonistas más obvios y conocidos, como el cura José Domingo Duquesne y su célebre y malinterpretado "calendario muisca"; el barón Alexander von Humboldt; el geógrafo y militar Joaquín Acosta; el geógrafo Agustín Codazzi, Jefe de la Comisión Corográfica y el primero en estudiar las estatuas de San Agustín; Ezequiel Uricoechea, autor de la "Memoria sobre las antigüedades Neogranadinas"; Liborio Zerda, autor de "El Dorado"; los antioqueños Vicente Restrepo Maya, Manuel Uribe Ángel y Andrés Posada Arango; el general Carlos Cuervo Márquez, autor de Prehistoria y Viajes; el alemán Konrad Theodor Preuss, quien efectuó el primer estudio científico del arte de San Agustín; el francés Paul Rivet, fundador del Museo del Hombre de París y autor de una de las más célebres teorías sobre el origen del hombre americano; y el gran protagonista colombiano de finales del período, Gregorio Hernández de Alba. Al lado de ellos discurren individuos, cuyas contribuciones al conocimiento del pasado prehispánico son menos conocidas, no obstante la fama de sus nombres, como, por ejemplo, Manuel del Socorro Rodríguez, Director del Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, José Celestino Mutis, Director de la Expedición Botánica, y Jorge Isaacs, autor de la novela María.

Es indudable el aporte de todos estos individuos en la construcción de actitudes y conocimiento sobre las sociedades prehispánicas de Colombia. Conviene, sin embargo, hacer una salvedad. El papel de Alexander von Humboldt en la "valoración de los 'monumentos americanos'" se ha exagerado tradicionalmente, y de esto no se exceptúa el libro de Clara Isabel Botero. Humboldt estuvo lejos de maravillarse con los objetos de la cultura material prehispánica. Puso énfasis en "la tosquedad del estilo y la incorrección de los contornos" de las obras de los pueblos de América, y no se asombró por ello: "Separados, quizás en buena hora, del resto del género humano, errantes en un país donde el hombre debió luchar durante largo tiempo con una naturaleza salvaje y siempre agitada, estos pueblos, librados a sí mismos, no pudieron desarrollarse sino con lentitud". En realidad, lo que admiró a Humboldt del Continente fue su extraordinaria naturaleza, y fueron sus notables descripciones de ella las que atrajeron a un sinnúmero de viajeros.

El redescubrimiento del pasado prehispánico de Colombia cubre muchos más aspectos de los que podrían examinar se en esta reseña. Hay en él, por ejemplo, facetas desconocidas del proceso de institucionalización de la investiga ción antropológica en Colombia, detalles sobre la participación del país en grandes exposiciones internacionales del período y observaciones sobre la legislación, que indican que en la esfera gubernamental Colombia se mantuvo muy a la zaga de los acontecimientos tanto internos como externos durante demasiado tiempo.

Es, para concluir, un libro valioso que no sólo transmite el vasto conocimiento reunido por la autora en el curso de sus prolongadas investigaciones sobre un tema de gran importancia para el país, sino que, además, invita a reflexionar sobre los avatares de la formación de la Nación y sobre el camino que aún queda por recorrer para llevar a buen término la tarea de redescubrir nuestro pasado prehispánico, iniciada con el esfuerzo de tantos en una época mucho menos auspiciosa que la actual.

Fecha de recepción: 20 de abril de 2007 • Fecha de aceptación: 16 de julio de 2007

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