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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.29 Bogotá Jan./Apr. 2008

 

Alimentando a la nación: género y nutrición en México (1940 - 1960)*

Nurturing the Nation: Gender and Nutrition in Mexico (1940 - 1960)

Alimentando a nação: gênero e nutrição no M éxico (1940 - 1960)

Sandra Aguilar Rodríguez**

* Este trabajo fue presentado en el congreso de la Latin American Studies Association (LASA2007) en Montreal, Canadá. Agradezco los comentarios de Patience A. Schell, Penny Tinkler, Jeffrey M. Pilcher, Shawn Van Ausdal, así como los de dos lectores anónimos de la Revista de Estudios Sociales. Cualquier error es responsabilidad mía.

** Licenciatura en Ciencias de la Cultura por la Universidad del Claustro de Sor Juana, México, DF. Maestría en Estudios latinoamericanos por la Universidad de Oxford, Reino Unido. Candidata a Ph.D. en Estudios sobre las mujeres por la Universidad de Manchester, Reino Unido. Trabaja temas relacionados con género, nutrición, consumo, clase social y modernidad en México. Publicó recientemente el artículo Cooking Modernity: Nutrition Policies, Class, and Gender in 1940s and 1950s Mexico City en The Americas, 64(2) (octubre de 2007). Correo electrónico: Sandra.Aguilarrodriguez@postgrad.manchester.ac.uk


Resumen

En las décadas de 1940 y 1950, las autoridades de salud consideraron que la dieta de los mexicanos era una de las principales causas de su pobreza y atraso. El bajo consumo de calorías y proteínas, además de la falta de higiene, ocasionaba que obreros y campesinos no asistieran o no cumplieran con su trabajo por enfermedad. Por lo anterior, el Estado se dio a la tarea de luchar en contra de la desnutrición. Los médicos consideraron que el mejoramiento de las condiciones de higiene y el aumento del consumo de proteína animal facilitarían el progreso de la nación, al crear trabajadores sanos, disciplinados y productivos. El presente artículo explora los discursos de nutrición y el papel de las mujeres en la implementación de políticas públicas, concentrándose en encuestas de nutrición y en la historia de vida de una enfermera visitadora.

Palabras clave: Nutrición, bienestar social, enfermeras visitadoras, campesinos, género, clase.


Abstract

In the 1940s and 50s, doctors and policymakers considered the diet of many Mexicans to be one of the main causes of poverty and 'backwardness' in the country. Inadequate calorie and protein consumption, along with unhygienic living conditions, caused workers and peasants to be weak, frequently ill, and to miss work. As a result, state welfare institutions made fighting malnutrition a priority. Doctors deemed that sanitized kitchens and animal proteinrich diets would help develop the nation. By changing eating practices, reformers sought to create not only healthy and wellnourished workers, but also a disciplined and productive workforce. This paper explores the rhetoric of welfare and discusses the role of women in the implementation of government policies. It concentrates on the studies carried out by the Institute of National Nutrition in rural communities and on the life history of a visiting nurse in rural Mexico of the 1950s.

Key words: Nutrition, welfare, visiting nurses, peasants, gender, class.


Resumo

Nas décadas de 1940 e 1950, as autoridades de saúde consideraram que a dieta dos mexicanos era uma das principais causas da sua pobreza e atraso. O baixo consumo de calorias e proteínas, além da falta de higiene, ocasionava que operários e camponeses faltassem ou não tivessem um bom desempenho no trabalho por doenças. Por isso, o Estado se comprometeu a lutar contra a desnutrição. Os médicos consideraram que o melhoramento das condições higiênicas e o acréscimo do consumo de proteína animal facilitariam o progresso da nação ao criar trabalhadores saudáveis, disciplinados e produtivos. O presente artigo explora os discursos de nutrição e o papel das mulheres na implementação de políticas públicas, centrando sua atenção nas pesquisas de nutrição e na história de vida de uma enfermeira visitadora.

Palavras chave: Nutrição, bem estar social, enfermeiras visitadoras, camponeses, gênero, classe.


En 1950, durante la reunión anual de la Sociedad Mexicana de Higiene, el doctor José Calvo de la Torre declaró que la desnutrición era un grave problema en México.1 De acuerdo con la investigación realizada por el Instituto Nacional de Nutriología (INN), en algunas regiones del país el 90% del consumo calórico provenía principalmente del maíz, alimento considerado pobre en aminoácidos. El Dr. Calvo aseveró: "sorprende todavía a muchos investigadores que las razas indígenas de México, alimentadas casi exclusivamente a base de maíz hayan sobrevivido" (Calvo, 1952). Desde fines del siglo XIX, se discutió en el ámbito médico la necesidad de luchar en contra de la desnutrición, ya que se consideraba que el progreso de México debía cimentarse en una clase obrera bien alimentada y, por ende, sana.2 Ante lo cual, médicos e intelectuales incentivaron la adopción de una dieta basada en trigo, carne, leche y productos lácteos.

En la década de 1940, la Secretaría de Salubridad y Asistencia (SSA), a través del INN, investigó las prácticas culinarias de los mexicanos, con el fin de encontrar el valor nutricional de su dieta y poder generar las políticas de nutrición adecuadas.3 Además de estar a cargo de la salud, la SSA tuvo como objetivo la creación de programas de salud pública, para mejorar las condiciones de vida de los obreros y campesinos. Para lograrlo, la SSA capacitó a enfermeras visitadoras y trabajadoras sociales, las cuales llegarían hasta los hogares de la población necesitada, con el fin de dar información de higiene, nutrición y medicina preventiva a las madres de familia. El gobierno esperaba que las madres adoptaran estas nuevas prácticas, introduciéndolas en la vida diaria de su familia. De este modo, se buscó profesionalizar también a las amas de casa instruyéndolas en la realización de sus quehaceres cotidianos. La madre mexicana debía tener conocimientos sobre economía doméstica y puericultura para criar ciudadanos que se convertirían en trabajadores sanos y eficientes. La profesionalización de enfermeras, trabajadoras sociales y madres de familia no buscó emancipar a la mujer sino, como argumenta Mary Kay Vaughan, subordinar la familia al Estado, bajo la consigna de lograr el desarrollo nacional (Vaughan, 2000). De este modo, los gobiernos posrevolucionarios buscaron transformar la vida privada de las familias de clase baja, con el fin de tener un mayor control, en nombre del progreso y la modernidad.

El presente trabajo explora el discurso de los médicos y las autoridades de salud con relación a las prácticas culinarias y alimenticias del campesinado y la clase trabajadora, enfatizando el caso de las familias campesinas. Para ello, el artículo se divide en cuatro secciones. La primera muestra los antecedentes históricos de las políticas y discursos de nutrición en México. La segunda se centra en las encuestas alimenticias realizadas por el INN, con el apoyo de la Fundación Rockefeller. La tercera explora la formación de enfermeras profesionales. Por último, se analiza la experiencia de una enfermera visitadora en el estado de Guanajuato a finales de la década de 1950. Con lo anterior busco subrayar el papel de las mujeres en la implementación de políticas públicas, como enfermeras visitadoras encargadas de difundir los programas de salubridad y como madres de familia responsables de introducir o adaptar dichas políticas a la vida cotidiana.

Considero que el análisis de los discursos de nutrición ofrece una nueva perspectiva sobre la forma en que los gobiernos posrevolucionarios buscaron tener injerencia en la vida privada de los sectores populares de la población, reforzando la estructura paternalista y jerárquica de la sociedad mexicana. Sin embargo, las políticas de nutrición y salubridad también generaron espacios de participación femenina en los que amas de casa y enfermeras visitadoras negociaron y adaptaron los programas de bienestar social a sus necesidades e intereses.

La dieta como base de una nación sana y productiva

En las últimas décadas del siglo XIX, México experimentó grandes transformaciones como parte del proceso modernizador encauzado por Porfirio Díaz (18771910).4 Tras la Revolución, el proceso de industrialización aceleró su paso, favoreciendo la migración del campo a la ciudad, lo que conllevó al crecimiento de las urbes, particularmente, el de la ciudad de México.5 En las décadas de 1940 y 1950, la modernidad se experimentó como un cambio, generalmente identificado con una mejoría material. El crecimiento económico y el desarrollo del Estado benefactor generaron mayor movilidad social. El México moderno se vinculó con los espacios urbanos y una cultura de clase media que reprodujo sus valores e ideales a través de los medios de comunicación masiva y del desarrollo de una cultura del consumo.6 La situación en el campo distaba considerablemente del ideal citadino, debido a la carencia de servicios básicos como electricidad, agua potable y centros de salud.7 En 1950, al menos 57% de los mexicanos vivía en zonas rurales, mientras que el 61,8% del total de la población padecía de desnutrición (Dirección General de Estadística, 1950, p. 8).8 Los campesinos y habitantes de zonas rurales tenían un acceso restringido a los centros de salud; mientras que programas como los desayunos escolares o las tiendas de alimentos subsidiados por el Estado no siempre llegaban a sus comunidades (Ochoa, 2000, p. 144). En las zonas depauperadas de la ciudad de México, el panorama no era mucho mejor, a pesar de contar con programas de bienestar social desde la década de 1920.9 Por lo anterior, en las décadas de 1940 y 1950, los hábitos alimenticios de los sectores populares tanto urbanos como rurales fueron objeto de preocupación entre médicos y autoridades de salud, que argumentaron que el tener una dieta balanceada y una cocina limpia eran elementos fundamentales para el desarrollo de una nación sana y productiva.

La alimentación fue objeto de regulación por vez primera durante el Porfiriato, período en el que se sostuvo la influencia negativa de ciertos alimentos en el comportamiento y salud de los individuos (Pilcher, 1996, pp. 193206). La élite porfiriana percibía la dieta de las clases bajas, basada en maíz, frijol y chile, como inferior.10 En 1901, el sociólogo y criminólogo Julio Guerrero publicó La génesis del crimen en México. Influenciado por el darwinismo social, Guerrero sostuvo que la dieta de los pobres era lo que los mantenía en el atraso social. "Las clases inferiores... comen aún poca carne; de puerco, mucha es de la expendida sin los requisitos exigidos por el Rastro y el consumo se limita a los domingos y días de fiesta. Los huevos jamás entran en el menú del proletario, que consiste en tortillas de maíz en vez de pan de harina, verdolagas, frijoles, nopales, quelites, calabazas, fruta verde o podrida, chicharrón y sobre todo chile en abundancia, como guiso o condimento". Guerrero también criticó el consumo de comida de origen indígena, como los tamales, que calificó como producto de "una repostería popular abominable", ante lo cual promovió la adopción de las cocinas francesa y española (Guerrero, 1996, p. 195).

Aunque las clases populares mantuvieron su dieta de maíz, frijoles y chile, la ideología de la élite influenció a las mujeres de clase media a través de la educación. Tanto las escuelas públicas como privadas daban cursos de cocina europea, siendo la Escuela de Artes y Oficios para Mujeres uno de los mejores ejemplos.11 El nacionalismo posrevolucionario transformó los discursos y políticas en torno a la alimentación. La comida mexicana ganó cierto reconocimiento entre intelectuales como José Vasconcelos, secretario de Educación Pública entre 1921 y 1924, quien apoyó la enseñanza de "comida mexicana apropiada para el consumo cotidiano", pero tanto las maestras como inspectoras preferían enseñar elaborados platos europeos, ya que éstos eran más populares que la cocina nacional.12 Sin embargo, para 1950, la afamada cocinera Josefina Velázquez de León había publicado ya varios libros en los que reconocía la importancia de la cocina tradicional y regional, así como el valor de la cocina sencilla y la elaborada, dependiendo de la audiencia a la que dedicaba sus libros (Velázquez de León, 1946, 1955, 1956).13

Si bien, ya desde la década de 1930, tanto médicos como las autoridades de salud habían reconocido que los alimentos básicos del pueblo, como tortillas y frijoles, tenían valor nutricional, insistieron en el incremento del consumo de proteína animal y vitaminas.14 La Oficina General de Higiene de la Alimentación y la Comisión Nacional de Alimentación, creadas en 1936 bajo la tutela del Departamento de Salubridad, trabajaron en la creación de programas de nutrición. El doctor José Quintín Olascoaga fungió como director de la Comisión y de la Sección de Investigación de la Alimentación Popular perteneciente a la Oficina General de Higiene de la Alimentación. Esta última llevó a cabo las primeras encuestas de alimentación en varias partes del país, a partir de 1936. El objetivo fue estudiar "la alimentación actual de los habitantes de diferentes zonas del país, por medio de encuestas indirectas que persiguieron dos fines fundamentales: lograr adquirir los datos indispensables para tener una idea de conjunto sobre las características de la alimentación y que sirvieran de entrenamiento para este tipo de investigaciones que se realizaban por primera vez en forma tan amplia" (Olascoaga, 1948, pp. 308309). En la siguiente sección exploraremos los resultados de las encuestas realizadas en la década de 1940.

Encuestas de nutrición

La investigación en torno a las prácticas alimenticias fue reorganizada y sistematizada por el INN, el cual abrió sus puertas en 1943 como parte del Hospital General, en la ciudad de México. Un año después, la Fundación Rockefeller les otorgó financiamiento y asesoría para investigar los hábitos alimenticios de los mexicanos. El programa de la Fundación Rockefeller fue el primero en su tipo en trabajar in situ, brindando tecnología y asesoría especializada para mejorar la situación de la agricultura y solucionar los problemas de salud en México y otros países latinoamericanos (Birn, 1996, 2006; Cueto, 1994; Fitzgerald, 1986). Las primeras encuestas de alimentación bajo el auspicio de la Fundación fueron dirigidas por los doctores estadounidenses William O. Robinson, Richmond E. Anderson y Goerge C. Payne, junto con los médicos mexicanos José Calvo y Gloria Serrano. La investigación se llevó a cabo en cinco espacios, dos en la ciudad de México y tres en la provincia.15 En la capital del país, las encuestas se realizaron en barrios de la clase trabajadora (Santa Julia, Santo Tomás y Nueva Santa María) y en un comedor familiar financiado por el Estado, localizado en el centro de la ciudad.16 Fuera del Distrito Federal, las encuestas se llevaron a cabo entre los grupos indígenas otomíes del valle del Mezquital, en Hidalgo, y los tarascos en Capula, Pátzcuaro, en el estado de Michoacán; además de una comunidad mestiza en el ejido de Yustes, Guanajuato (Miranda, 1947, pp. 1320).17 Dichas encuestas buscaban medir el consumo de calorías y su origen. Nick Cullather señala la importancia que el discurso de las calorías tuvo para la élite económica y política, quienes estaban interesados en establecer científicamente la cantidad de alimento que el ser humano requería. Dicho conocimiento les permitiría crear las políticas necesarias para contener el alza de salarios y mantener una fuerza de trabajo sana y satisfecha.18

De acuerdo con el doctor Francisco de Paula Miranda, quien dirigía el INN en la década de 1940, las encuestas de nutrición mostraron que el consumo calórico entre los indígenas otomíes era el más bajo (70% del consumo recomendado por día), mientras que el consumo calórico de las familias de clase trabajadora que solicitaban acceso al Comedor Familiar estaba ligeramente por encima del de los otomíes (75% del consumo recomendado por día).19 Miranda enfatizó que la ingesta de proteínas era muy baja en ambos grupos, particularmente, entre los otomíes, quienes consumían 89% de la cantidad recomendada, de la cual sólo el 4,8% era de origen animal. Miranda argumentó que la deficiencia en vitaminas, proteínas y aminoácidos podría ser contrarrestada mediante el consumo de carne, huevos y leche (Miranda, 1947, pp. 2021). Sin embargo, dichos alimentos sólo eras accesibles para las clases medias y altas. Las encuestas realizadas mostraron que la desnutrición era más alta entre las clases bajas urbanas que entre las comunidades indígenas, ya que los citadinos pobres no contaban con una tierra en la cual sembrar vegetales o criar animales para complementar su dieta.

Entre los cinco grupos estudiados, los otomíes tenían la dentadura más sana de todos. Los médicos se sorprendieron al encontrar que hasta las personas de edad avanzada contaban con todas sus piezas dentarias sin muestra de caries, a pesar de que jamás habían utilizado un cepillo ni dentífrico. Los médicos hallaron que, aunque los otomíes comían básicamente maíz, raíces, plantas, y bebían pulque, su alimentación y salud eran regularmente buenas.20 "Parece que, a pesar de la pobreza y la falta de incentivo, los habitantes de esta región han desarrollado a través de varios siglos hábitos de alimentación y un sistema de vida bien adaptados. Intentos para cambiárselos serían una equivocación, mientras su condición económica y social no mejore y algo realmente bueno pueda sustituirlos" (Anderson et al., 1945, p. 46). Los resultados de las encuestas muestran que los hábitos alimenticios y la salud de los grupos indígenas estudiados no eran tan malos como los médicos y las autoridades de salud habían pensado. Sin embargo, el discurso oficial, diseminado a través de los programas de salud pública y de educación, mantuvo como ideal la adopción de alimentos tales como la carne de res y la leche, en vez de impulsar el consumo de frutas y vegetales silvestres y regionales, ya que éstos eran asociados con la cultura indígena y campesina.

El intento por promover el consumo de soya resulta un buen ejemplo de la falta de interés del Estado por investigar e incentivar el incremento en el consumo de alimentos que ya formaban parte de la dieta de grupos campesinos o indígenas en algunas regiones del país. En la década de 1940, se inició la investigación en torno al uso de soya como fuente de proteínas para aquellos sectores que no podían acceder a la proteína animal, por falta de recursos. Tanto médicos como autoridades de nutrición plantearon el consumo de soya como la solución para terminar con los problemas de nutrición entre las clases desposeídas, pero sólo hasta la década de 1950 el Estado financió experimentos para mezclar harina de soya con harina de maíz, con el fin de producir tortillas. El doctor Edmundo Bandala Fernández mencionó en un reporte escrito a mediados de 1940 que se estaban dando pláticas en los Centros de Higiene y Asistencia Infantil establecidos a lo largo de todo el país, con el propósito de enseñar a las madres cómo cocinar con soya, para sustituir el consumo de carne, leche y huevos. No obstante, dicho proyecto resultó un rotundo fracaso. Si bien los médicos y técnicos no notaban ningún cambio en el sabor de las tortillas adicionadas con harina de soya, los campesinos y las clases trabajadoras no opinaban lo mismo.21 Las prácticas culturales de los sectores a los que iban dirigidas las políticas de nutrición no fueron consideradas y mucho menos valoradas, ya que sus alimentos no sólo eran catalogados como inferiores sino que también se vinculaban con una conducta nociva.

Desde finales del siglo XIX, médicos y autoridades de salubridad relacionaron la nutrición no sólo con la salud, sino también con valores morales (Agostoni, 2002). Es decir, una dieta pobre y la falta de higiene ocasionaban no sólo que las personas se enfermaran sino también que fueran proclives a la inmoralidad y el crimen. Miranda, influenciado por este discurso, escribió en 1940: "el sujeto mal alimentado es perezoso, flojo, incapaz de trabajo intenso y sostenido, apático, sin ambiciones, indiferente a lo que le rodea, lleno de limitaciones físicas y mentales, con un horizonte estrecho, fácilmente sugestionable, y es víctima en las luchas por la existencia, en la paz y en la guerra. Es además un ser débil, fácilmente presa de los efectos del mal" (Miranda, 1947, p. 30). De acuerdo con Miranda, y otros médicos de la época, la salud y la moralidad de los individuos se podían mejorar mediante un cambio en sus hábitos alimenticios. Miranda, influenciado por la teoría neolamarckista, sostuvo que el mejoramiento social era resultado de la educación y del contexto, más que fruto de la herencia genética.22 Por lo tanto, las características físicas y mentales de los indígenas y campesinos eran resultado de su pobre alimentación, y no de su raza.

Los médicos enfatizaron en que el pueblo podía elevar su nivel de vida si aprendía a vivir mejor, lo cual implicaba la adopción de valores de la clase media. Miranda, como director del INN, aunado a los doctores de la SSA, impulsó programas de bienestar social encaminados a transformar los hábitos alimenticios de los campesinos y la clase trabajadora. Las mujeres fueron el objetivo de las campañas de salubridad y nutrición, particularmente, las madres de familia, ya que se les veía como responsables de criar y alimentar a sus hijos. Sin embargo, las mujeres también desempeñaron un papel fundamental en la implementación de dichos programas, trabajando para el Estado como enfermeras visitadoras y trabajadoras sociales, como lo discute la siguiente sección.

Una mirada a la profesionalización de la enfermera

A inicios del siglo XX, una nueva generación de enfermeras profesionales y trabajadoras sociales participó en las campañas de salud que tenían como fin la medicina preventiva, además de infundir valores morales y de disciplina entre las clases bajas del país.23 En 1907 se inauguró la Escuela de Enfermería del Hospital General (Granda Balcazar, 2006). Dicha escuela buscó incrementar el número de enfermeras y parteras calificadas, por lo que enfatizó la educación y la ciencia por sobre la praxis y los conocimientos tradicionales. El 17 de febrero de 1922, el Departamento de Salubridad fundó la Escuela de Salubridad e Higiene para dotar a enfermeras y parteras practicantes de un conocimiento especializado y científico (Valdespino y Sepúlveda, 2002).24

En 1940, los cursos en dicha escuela consistían en 440 horas, distribuidas en 12 semanas. Las alumnas estudiaban nutrición y trabajo social, entre otras materias. Entre 1941 y 1946, 363 mujeres se registraron para los cursos y 303 obtuvieron su certificado. Sesenta por ciento de las estudiantes provenían de los estados de la república mexicana, 30% era originario de la ciudad de México y 7% venía de otros países. Noventa y tres por ciento de estas mujeres ya se encontraban trabajando para el Estado. Su edad promedio era de 27 años (De la Garza Brito, 1947, pp. 105125). Aunque, en 1943, México tan sólo contaba con 819 enfermeras visitadoras, su labor fue esencial para la implementación de programas de salud y nutrición en áreas rurales y urbanas (González Tejeda, 1946).

De acuerdo con el doctor Federico Villaseñor, quien laboraba en el INN, la enfermera debía realizar "la labor de propaganda" para atraer a individuos y familias a los centros de salud y proveer a los doctores de un reporte del estado de salud de los pacientes. "Debe presentar al médico los antecedentes morbosos, económicos o sociales que han contribuido a crear el estado que se pretende remediar; es ella la que, interpretando técnicamente la opinión del médico, educa al sujeto para que las indicaciones médicas se cumplan y es, por último la que pone en práctica los métodos del Servicio Social para remover todas aquellas causas extra médicas que conspiran contra el mantenimiento o el restablecimiento de la salud". Villaseñor advierte que la enfermera visitadora "deberá demostrar a la familia que no va a curiosear ni a inspeccionar, sino a dar consejos útiles para la misma y, sobre todo, a infundir en el ánimo de ella el interés que tiene su obra por ayudarla" (Villaseñor, 1947, pp. 34). Las enfermeras visitadoras tenían como meta llevar la ciencia y la medicina al hogar, sin parecer entrometidas o indiscretas. Debían mostrar a las mujeres de sectores populares las ventajas de un hogar bien organizado y limpio, lo cual implicaba la imposición de valores y percepciones de la clase media.

Las enfermeras visitadoras, en su mayoría de clase media, debían actuar como madres pacientes, que buscaban inculcar en el pueblo ciertos valores y prácticas. Los sectores populares eran percibidos como menores de edad con necesidad de instrucción. Al establecer a la clase media como guía y modelo a seguir, las instituciones de bienestar social fortalecieron la estructura jerárquica de la sociedad. A la vez, enfatizaron la desigualdad de género, ya que serían las mujeres, en este caso las enfermeras visitadoras, las que tomarían el rol de madres en los espacios públicos. De acuerdo con el doctor Villaseñor, "para que un servicio social pueda rendir el mejor resultado, será necesario formar visitadores de higiene que se dediquen exclusivamente a esa tarea, con abnegación y altruismo" (Villaseñor, 1947). Estas últimas características eran asociadas con el ideal de madre mexicana, quien se sacrificaba por sus hijos, a los que amaba incondicionalmente.

El discurso que enarboló la maternidad, ya sea biológica o social, como objetivo primordial de las mujeres generó nuevas oportunidades laborales, a través de las cuales las mujeres ganaron presencia en espacios públicos, elemento fundamental en la obtención del sufragio universal en 1953 (Macias, 1982; Olcott, 2005; Tuñón Pablos, 1999). En el caso particular de las enfermeras visitadoras, trabajadoras sociales y maestras, su preparación y papel en la sociedad hicieron que se les definiera como agentes de modernidad y progreso.25 De este modo, los gobiernos posrevolucionarios enfatizaron la división del trabajo entre géneros y la subordinación de hombres y mujeres a las instituciones del Estado. Las enfermeras visitadoras fueron las encargadas de enseñar a los mexicanos, particularmente a la madre mexicana, cómo vivir bien y alimentarse correctamente. Mientras tanto, al tener acceso a sus hogares, se convirtieron en emisarias del Estado, lo cual facilitó el control de los sectores populares y el fortalecimiento de la estructura patriarcal y jerárquica de la sociedad mexicana.

Una ventana al pasado a través de la experiencia de una enfermera visitadora

Helia Hernández Flores nació en 1935 en la ciudad de Celaya, Guanajuato; estado localizado en el centrooccidente de México. La madre de Helia, una maestra y partera empírica, trabajó en Irapuato y León, ciudades ubicadas en el mismo estado. Helia siguió los pasos de su madre, aunque tuvo la oportunidad de obtener una formación especializada. Su interés y dedicación le permitieron recibir una beca para estudiar en la Escuela de Salubridad e Higiene, localizada en la ciudad de México. Tras un par de años, Helia se tituló como licenciada en enfermería y obstetricia. Helia recuerda que le ofrecieron una beca para estudiar en el extranjero; sin embargo, ella pensó: "¿Cómo voy a ir al extranjero?, apenas a México y eso con muchos trabajos".26 Helia había quedado huérfana de padre cuando aún era una niña. Su madre murió cuando Helia tenía 14 años, y no tuvo hermanos, quedando al cuidado de su madrina, quien vivía en Irapuato, donde Helia vivió hasta iniciar sus estudios en Guanajuato, y luego en la ciudad de México.

Helia volvió con su madrina al terminar su carrera de enfermería. El inicio de su vida laboral no fue sencillo. En sus propias palabras, Helia carecía de confianza en sí misma. Trabajó un par de años en un amasijo y panadería, mientras en sus ratos libres asistía a mujeres parturientas y ponía inyecciones a los enfermos que así se lo solicitaban. Una cliente de la panadería, quien también era enfermera, le comentó sobre la posibilidad de trabajar en el Servicio de Salud del estado de Guanajuato, al mando del Dr. Barba.27 Helia solicitó el trabajo y fue aceptada, por lo que, a mediados de la década de 1950, comenzó a dar cursos a parteras empíricas y a laborar como enfermera visitadora en las brigadas sanitarias que recorrían las zonas rurales del estado de Guanajuato.

De acuerdo con Helia, su trabajo como enfermera visitadora implicó dos grandes retos: atraer a los campesinos y habitantes de zonas rurales a los centros de salud y lograr que las comunidades aceptaran el ingreso de enfermeras y médicos. Helia consideraba que el principal problema era que las personas no confiaban en los médicos y enfermeras. La falta de confianza se debía, en parte, a la organización de dichas brigadas, las cuales incluían oficiales armados. "Tenían la costumbre de ir armados porque eran los oficiales de sanidad, pero ni eran oficiales ni sabían nada de sanidad". Helia se pronunció en contra de la inclusión de hombres armados en las brigadas, ya que esto mantenía aún más alejados a los campesinos. Por lo que Helia les pidió a los médicos que no las enviaran con dichos oficiales. De acuerdo con Helia, los médicos no confiaban en ella porque era muy joven (tenía menos de 25 años); además, por ser mujer, no la veían como una persona capaz, a pesar de contar con su título. Las autoridades de salud consideraban que era peligroso enviar mujeres solas al campo. Helia insistió en no incluir hombres armados en su equipo de trabajo. "Vamos a entrar pero a través de la anuencia de la gente, y así para que trabajen con nosotros".

La organización marcial de las brigadas sanitarias devela la forma en que estaban conceptualizadas, ya que éstas, además de tener una misión de mejoramiento social, tenían como objetivo hacer cumplir la ley, lo cual implicaba hacer uso de la fuerza. Durante el Porfiriato, la policía sanitaria se encargó de supervisar el cumplimiento de los códigos sanitarios, como el de prostitución (Bliss, 2001; Rodríguez de Romo y Rodríguez Pérez, 1998). En la Revolución, se establecieron brigadas sanitarias para curar a los heridos (Villa Guerrero, 2000). En 1921, el Estado, con ayuda de la Fundación Rockefeller, envió grupos de médicos y enfermeras a combatir la fiebre amarilla (Cueto, 1994). La insurrección de los años veinte y treinta influyó en la permanencia de oficiales armados acompañando a trabajadores al servicio del Estado (Birn, 1996, 2006; ColbyMonteith, 1940). En 1926 se desató la guerra Cristera, cuya mayor intensidad se dio en la región del Bajío, de la que Guanajuato forma parte. Aunque la guerra Cristera concluyó en 1929, el ambiente tenso y violento se mantuvo en la década de 1930, particularmente, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas.28 Entre 1946 y 1952, el brote de fiebre aftosa trajo al campo la presencia del llamado rifle sanitario, que acababa con la vida del ganado vacuno infectado, con el fin de evitar la propagación de dicha enfermedad (Machado, 1981). Lo anterior muestra el permanente uso de la violencia para imponer políticas sanitarias, generando una respuesta negativa en las comunidades rurales, ya que los campesinos veían a las brigadas como una intrusión violenta del Estado en sus hogares.

De acuerdo con Helia, dicha violencia impedía el trabajo de las enfermeras visitadoras, por lo que ella trató de convencer a médicos, autoridades sanitarias y oficiales de que no llevaran armas consigo a las visitas. Helia insistió en que ir acompañadas de hombres armados no era necesario, ya que los campesinos entenderían los beneficios que las brigadas les proporcionaban, sin necesidad del uso de la fuerza. Las comunidades rurales confiarían en las brigadas si éstas se mostraban afables y de fiar. Lo anterior no significaba una pérdida de seriedad o profesionalismo; por el contrario, Helia exigió que las enfermeras a su mando vistieran su uniforme y llevaran sus maletines a todas las visitas, "para que las vieran como gente decente". Esto develaba que no sólo era importante contar con el conocimiento pertinente sino también mostrarse como una profesional de la salud y una persona decente y respetable. El discurso de Helia muestra tanto un desafío como un fortalecimiento de las jerarquías de poder y género. Por un lado, Helia cuestionó la organización masculina y violenta de las brigadas, apelando a su poder de convencimiento. Por otro lado, Helia enfatizó la superioridad del conocimiento que las enfermeras poseían frente al de los habitantes del campo.

No obstante, pese a los esfuerzos de Helia, cuando las brigadas llegaban al campo, se encontraban con que, a pesar de no llevar armas e ir bien uniformadas, las mujeres campesinas les negaban la entrada a sus hogares. Helia recuerda que las mujeres se sentían avergonzadas de su pobreza, y además les desagradaba que fueran a decirles cómo criar a sus hijos. "La gente decía: 'Nosotros sabemos qué hacemos en nuestra casa', o que no podíamos entrar porque eran muy pobres y no tenían donde sentarnos. No se apure, aquí parados, o nos sentábamos en las piedras a enseñarles". Sin embargo, las mujeres no siempre aceptaban que Helia entrara a su casa. Algunas mujeres sospechaban que las enfermeras estaban difundiendo métodos anticonceptivos. "Cuando empezamos, no tenían fe en que fuéramos a hacer cosas buenas, se empezó un rumor que lo único que queríamos era enseñar a las mujeres a no tener tantos hijos, eso creían y no les parecía porque luego los hombres les reclamaban". Otras mujeres pensaban que las enfermeras traían enfermedades. "Una señora una vez me dijo: 'Sabe por qué no vienen, doña, pues porque tienen miedo que ustedes le hagan ojo a sus hijos'. ‘¿Ojo, pero por qué ojo?'. 'Pues porque se vayan a enfermar los niños porque ustedes se les acercan'. 'No, pues está muy equivocada la gente, porque a eso no van las enfermeras, ellas van a ayudarles a vivir mejor'. A lo que la mujer le contestó: "No, pero si nosotros no tenemos ni zapatos". Helia le respondió que si bien no tenían dinero para comprarles zapatos a sus hijos, al menos les deberían hacer unos huaraches (sandalias). "No hay necesidad de ser muy elegantes sino simplemente proteger su integridad de personas".

Las diferencias culturales y de clase entre Helia y las mujeres de las comunidades que visitaba dan cuenta de las dificultades en la implementación de los programas de salubridad. El discurso de Helia expresaba una posición de clase media. Helia consideraba que el conocimiento científico era, en definitiva, superior al conocimiento tradicional y que la razón era el elemento más importante en la toma de decisiones para ella y para los campesinos. Helia consideraba que las comunidades rurales aceptarían las prácticas sanitarias y de consumo de alimentos que ella y el resto de las brigadas sanitarias proponían, ya que para Helia era evidente que dichos cambios llevaban a un mejor vivir; por ello, le era difícil entender la renuencia o falta de interés de los campesinos y las clases bajas en los cambios propuestos por las brigadas sanitarias. Para Helia, la decencia y el aspirar a una mejor calidad de vida eran lo más importante; sin embargo, dichas ideas nos hablan más de las percepciones de clase media de Helia que de la realidad experimentada por las mujeres que habitaban las comunidades rurales de Guanajuato que ella visitaba. El Estado, a través de las autoridades de salubridad, les pidió a los campesinos y clases populares que hicieran un esfuerzo para mejorar su nivel de vida, sin ofrecerles la infraestructura necesaria para lograrlo. La situación de pobreza y marginación se debía, en gran medida, a la falta de empleo, educación y servicios básicos. Sin embargo, el Estado esperaba que los sectores populares apreciaran e imitaran los ideales de la clase media urbana, aun cuando dichos valores y prácticas no tuvieran ningún sentido en un contexto rural, o bien no fueran posibles de implementar, debido al reducido presupuesto con el que contaban estas familias.

Las enfermeras visitadoras estaban encargadas de enseñar a las mujeres campesinas que su alimentación y nivel de vida podían mejorar si ellas aprendían los fundamentos de la economía doméstica y la nutrición. El discurso de bienestar social enfatizó que las mujeres de escasos recursos no requerían necesariamente dinero, sino información y ganas de cambiar su situación. No obstante, Helia señaló la falta de recursos y servicios básicos como el principal problema entre las comunidades rurales de Guanajuato. Helia recuerda que la comida no siempre estaba bien cocida, por falta de leña. Los campesinos se mantenían con una dieta de maíz, frijol y chile. Las mujeres no lavaban las verduras y su consumo de proteína animal era extremadamente bajo. La mala alimentación y falta de limpieza eran causantes de la propagación de infecciones parasitarias, pero sin acceso a agua potable y electricidad, y viviendo en una economía de subsistencia, era imposible que dichas familias lograran un estándar de vida como el de la clase media, aunque así lo desearan.

Los médicos de la época definieron las prácticas cotidianas y la dieta de las comunidades indígenas y rurales como inferiores, al no valorar su cultura y tradiciones. Helia, como enfermera titulada, enfatizó la importancia de la ciencia sobre la tradición. Helia criticaba el hecho de que muchos centros de salud carecieran de un nutricionista o una enfermera profesional que pudiera dar información a los pacientes en torno a la cocción y preparación de alimentos. "En el centro de salud sólo había una señora que barría y trapeaba, y ella era la que les decía cómo hacer sopa, cómo hacer una papilla, entonces yo dije: 'Esto para nada que sirve; está bien, ella sabe hacer muchos guisos pero para que vengan a enseñar aquí a la gente que quiere aprender, no es posible'". De acuerdo con Helia, aquellas mujeres que daban información sobre alimentación debían contar con la educación necesaria. De este modo, el discurso de Helia reforzaba las estructuras de género y de jerarquía social, ya que eran las enfermeras, y no los médicos, las encargadas de enseñar cocina. A la vez, sólo las mujeres con educación, es decir, provenientes de la clase media, poseían el conocimiento necesario para educar a las mujeres campesinas y de clase baja.

El estado de nutrición de las familias era un elemento clave en las visitas domiciliarias, pero tener acceso a sus cocinas no era nada sencillo. Cuando Helia les explicaba a las mujeres que las enfermeras estaban ahí para enseñarles a cocinar, ellas respondían que ni siquiera tenían leña, lo cual era también un pretexto para negarles el acceso, por lo que Helia propuso la organización de una cocina popular en el centro de salud. El Servicio de Salud proporcionó una estufa eléctrica y luego una de gas. Las clases de cocina incluían recetas básicas para alimentar niños, como atole de maíz y papillas. "Porque había gente que decía que con las hojas de naranjo era suficiente para que les creciera la sangre". También les enseñaban a cocer verduras, frijoles, y a preparar sopas. Además de aprender ciertas recetas, Helia enfatizaba la importancia de la higiene. "Mucha gente tomaba la hoja de naranjo, la soplaban y la ponían [a hervir con agua], ni la lavaban. Los frijoles, por ejemplo, los pelaban con la boca para quitarles el cuerito, para que saliera la vainita solita".

Al inicio, el Servicio de Salud pagaba el combustible y la comida, que era repartida entre las mujeres que asistían. Como el presupuesto no era suficiente, les pidieron a las mujeres de la comunidad que trajeran los ingredientes que usaban a diario. “‘Áhorita vamos a aprender a usar todo lo que trajeron para que nos sirva como herramienta de trabajo', y se empezaron a perder los platos; entonces les decía: 'Aquí cada quien va a traer su plato y se lo va a llevar, porque de otro modo no'". Helia encontró en la comida la mejor forma de atraer a las mujeres y ganar la confianza de la comunidad, para después acceder a sus hogares. Al inicio, el gobierno proveía los ingredientes, el combustible, las ollas y los platos, por lo que asistir a las clases de cocina no representaba un gasto mayor para las familias. Al proveer alimentos, el gobierno buscó ganarse la confianza de los campesinos, mientras que enfatizaba su estado de dependencia. De este modo, el Estado reforzó su estructura clientelista y paternalista. El paternalismo también se manifiesta en el lenguaje utilizado por Helia para describir las actividades de los campesinos, quienes, muy probablemente por el alto grado de analfabetismo, "hacían laminitas como si fueran niños de escuela".

La estructura patriarcal y paternalista también fue enfatizada por la división de labores. Las clases de cocina, en oposición a la supuesta información sobre métodos anticonceptivos, no representaban una amenaza a las normas de género y eran vistas como una actividad propia de las mujeres. Por otro lado, las señoras se reunían en la cocina popular a preparar lo que las autoridades de salubridad consideraban como lo más pertinente, mas no lo que ellas estaban interesadas en aprender. Helia recuerda que "unas [señoras] querían hacer pasteles pero les decía: 'No, ahorita no vamos a hacer pasteles ni de chiste, ahorita vamos a aprender a usar todo lo que trajeron'”. Esto devela las diferencias entre los objetivos y aspiraciones de campesinas y enfermeras. Algunas campesinas veían la elaboración de pasteles como una industria doméstica lucrativa, ya que estos productos no se encontraban en la comunidad. Sin embargo, para las enfermeras, antes de comer o vender pasteles, las campesinas debían aprender lo que Helia calificaba como "básico", debían saber hacer sopas, atoles, cocer frijoles, limpiar las frutas y verduras; en otras palabras, tener una dieta campesina decente y variada a los ojos de Helia. De esta forma, los valores de la clase media, como la higiene, la limpieza y la variedad, se insertaban en la cocina campesina al ritmo y paso que las enfermeras y médicos consideraban apropiados.

Conclusiones

En la primera mitad del siglo XX, los médicos y las autoridades de nutrición argumentaron que las cocinas de los campesinos y las clases bajas debían trasformarse en espacios higiénicos y que las mujeres tenían que aprender a cocinar alimentos nutritivos y sanos, lo cual implicaba la adopción de una dieta rica en proteína animal. El doctor Calvo y otros destacados médicos mostraron un desdén por las prácticas alimenticias y culturales de los campesinos e indígenas. A pesar de que los estudios del INN revelaron que los indígenas otomíes tenían una mejor dieta que la de algunos miembros de la clase trabajadora de la ciudad de México, los médicos jamás recomendaron una vuelta a la cocina prehispánica basada en el consumo de verduras, frutos, animales silvestres e insectos, lo cual muestra que el valor de los alimentos no estuvo determinado tan sólo por la cantidad de nutrientes que contenían, sino principalmente por las ideas y prácticas identificadas con los grupos que los consumían.

El conocimiento tradicional no fue reconocido ni valorado, al presentarse en oposición a la ciencia y la modernidad. La historia de vida de Helia nos ofrece un testimonio de los problemas cotidianos que enfrentaban las enfermeras visitadoras al tratar de implementar las políticas de nutrición y salud. Igualmente, devela la reacción de las mujeres rurales a dichos programas. Las instituciones de salud y bienestar social tuvieron como objetivo transformar a las mujeres para que ellas generaran un cambio en sus familias, por lo que las enfermeras visitadoras adaptaron y comunicaron un conocimiento ajeno a los sectores populares, quienes usaron los programas de bienestar social en formas que no siempre correspondían con los ideales de las autoridades sanitarias. Aunque los médicos y los creadores de las políticas públicas consideraron que la participación de la mujer en el hogar era más importante que la del hombre, no buscaron menoscabar la estructura patriarcal y paternalista de la sociedad mexicana, sino reemplazar el poder del pater familias en el hogar por el del Estado.

Los gobiernos posrevolucionarios intentaron transformar las prácticas cotidianas de los campesinos y la clase obrera, con el fin de crear ciudadanos sanos, trabajadores y disciplinados. El Estado, a través de los programas de salud y nutrición, buscó no sólo mejorar la dieta y el nivel de vida de la población sin realizar los cambios estructurales necesarios, como aumentar el salario mínimo o mejorar la infraestructura, sino que también reprodujo un discurso jerárquico en el que las prácticas indígenas y campesinas fueron catalogadas como inferiores, mientras que la adopción de una cultura de clase media se identificó con el desarrollo y progreso. Tanto médicos como autoridades de salud insistieron en que para crear un país moderno y civilizado el pueblo debía comer carne, tomar leche y llevar una vida organizada y productiva. Lo anterior bajo el precepto de que para ser una nación desarrollada hay que comer y actuar como los países avanzados, es decir, imitar la dieta de los estadounidenses y europeos. La prevalencia de dichas ideas devela que las continuidades entre los discursos de nutrición y salud del Porfiriato y el México posrevolucionario son aun mayores que lo que se pensaba anteriormente.

Por otro lado, el proceso de negociación que las enfermeras tuvieron que hacer para ingresar a la comunidad da cuenta de las tensiones de clase y género. Las brigadas fueron aceptadas hasta que dieron algo a cambio: comida y combustible, siempre y cuando no transgredieran la estructura de poder introduciendo ideas como las de los métodos anticonceptivos. El análisis de la experiencia de Helia pone en evidencia la distancia entre la teoría y la praxis, es decir, las dificultades encontradas por las enfermeras visitadoras al intentar implementar los programas de nutrición, particularmente, en zonas rurales carentes de servicios básicos, donde los campesinos vivían en una economía de subsistencia. El atraso material en el que las comunidades rurales de Guanajuato se encontraban no era causado sólo por cuestiones culturales. Sin embargo, las autoridades de salud enfatizaron la educación y la voluntad como los principales motores de cambio. Al poseer la información nutricional y de medicina preventiva, se pensó que las mujeres campesinas cambiarían su forma de vida, sin considerar las limitantes económicas y sus percepciones culturales. En suma, la falta de comprensión de la cultura y valores campesinos, así como de los contextos específicos, marcó el fracaso de los programas de nutrición en México.


Comentarios

1 La Sociedad Mexicana de Higiene fue fundada en 1943. En 1962 cambió su nombre al de Sociedad Mexicana de Salud Pública (Fajardo Ortiz et al., 2002).

2 Sobre los debates médicos en torno a la alimentación en el siglo XIX, ver Martínez (2002).

3 La SSA fue creada en 1943, cuando el presidente Manuel Ávila Camacho ordenó la fusión de la Secretaría de Asistencia y el Departamento de Salubridad (Secretaría de Salubridad y Asistencia, 2007). Nichole Sanders analiza la expansión del programa de bienestar social después de la Revolución, destacando la importancia de la maternidad en el discurso modernizador de México (Sanders, 2003).

4 La Revolución Mexicana (1910-1921) explotó cuando Francisco I. Madero resultó ganador de las primeras elecciones democráticas del siglo XX. La Revolución terminó con la dictadura de Porfirio Díaz, generando nuevas oportunidades para las clases medias y los generales victoriosos.

5 La ciudad de México se mantuvo como el principal destino, pues ya desde el inicio de la lucha armada había recibido a un gran número de inmigrantes que huían del hambre y la guerra (Knight, 1986). Para un análisis de los cambios en las condiciones materiales y culturales durante el Porfiriato y las primeras décadas del siglo XX, ver Piccato (2001, pp. 1733). Con relación al incremento del consumo en zonas urbanas y su relación con el discurso nacionalista y de progreso, además de sus implicaciones de clase y género, ver Bunker (1997, p. 228).

6 Para una descripción del México de los años cuarenta, ver el primer capítulo de Niblo (1999).

7 Con relación a la experiencia de las mujeres en el mundo rural en México, ver Vaughan y FowlerSalamini (1994).

8 Los pueblos rurales se definían como aquellos con menos de 2.500 habitantes. No obstante, Niblo señala que muchos poblados catalogados como urbanos poseían una cultura rural (1999, pp. 12). Para un estudio del problema de pobreza y desnutrición, ver Székely (2005, p. 5).

9 Varios investigadores han estudiado el crecimiento del bienestar social a principios del siglo XX en México; entre ellos se encuentran Agostoni (2002, 2007); Aréchiga Córdoba (2007); Bliss (2001); Blue (2001); Ochoa (2000); Schell (2004); Stern (1999).

10 El desprecio por la dieta indígena y campesina tuvo sus orígenes en el período colonial; ver Pilcher (1998, Cap. II).

11 El Estado fundó dicha escuela en 1872 como una institución decaridad para entrenar a mujeres pobres (Lazarín Miranda, 2003; Schell, 2003, pp. 9, 42, 5255). Con relación a la educación privada de las mujeres, ver Torres Septién (1997). La Iglesia católica también educó a mujeres en otros países latinoamericanos, como Brasil; ver Besse (1996).

12 Para una discusión en torno a las clases de cocina y economía doméstica en la década de 1920, ver Schell (2003, p. 125).

13 Con relación a la vida y obra de Velázquez de León, ver Pilcher (2003).

14 El discurso de las vitaminas era reciente, ya que éstas fueron identificadas en las décadas de 1910 y 1920 (Gratzer, 2005; Roth, 2000, p. 35).

15 En la década de 1940 se realizaron otras encuestas en lugares como Chiapas. Ver Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad y Asistencia (en adelante, AHSSA), Subsecretaría de Salubridad y Asistencia (en adelante, SubSyA), caja 17, expediente 11.

16 Para un análisis del proyecto de Comedores Familiares y sus implicaciones de género, ver Aguilar Rodríguez (2007).

17 Los ejidos fueron tierras comunales otorgadas por el Estado después de la Revolución.

18 En 1896 Wilbur O Atwater inició sus experimentos con el calorímetro, una cámara hermética localizada en la Universidad de Wesleyan, Estados Unidos, donde Atwater encerró desde estudiantes hasta deportistas, con el fin de medir la cantidad de energía que utilizaban en llevar a cabo diversas actividades, con relación a la dieta que consumían. De esta manera se definió lacaloría como una medida numérica que da cuenta de la energía proveída por los alimentos (Cullather, 2007, p. 8).

19 El total de calorías era calculado de acuerdo con lo que se consideraba el consumo ideal de un adulto ejerciendo un trabajo moderado; éste era de 3.000 calorías al día. En el valle del Mezquital, los otomíes consumían un promedio de 1.800 calorías, de acuerdo con Miranda (1947).

20 El pulque es una bebida fermentada producida con la savia del maguey (Agave potatorum). Ha sido elaborada en la zona central de México desde tiempos prehispánicos. Es un alimento rico en vitaminas y minerales que, sin embargo, ha sido visto como embrutecedor de las clases depauperadas (Guerrero Guerrero, 1980).

21 Reporte de actividades concernientes a la salud maternoinfantil (1945?), AHSSA, SubSyA, caja 7, expediente 5. Posteriormente, en la década de 1950, el doctor Jesús Díaz Barriga, del INN, invitó a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público a impulsar el cultivo de soya. Ver Carta del Dr. Barriga al Lic. Ramón Beteta, 28 de noviembre de 1950, AHSSA, SubSyA, caja 11, expediente 9. La introducción de la soya en México representa aún un capítulo por escribir dentro de la historia de la salud pública y la alimentación.

22 Dichas ideas fueron exploradas por la eugenesia, rama de la medicina que se introdujo en América Latina a través de Argentina, Brasil, Cuba y México (Chacón Barliza y Gilselle, 2006; Stepan, 1991, p. 25; Stern, 1999, pp. 360-371).

23 El papel que las mujeres desempeñaron en los programas de bienestar social en América Latina ha sido explorado por Guy (2000); Lavrin (1995, Cap. 3); Rodríguez (2006, Cap. 5).

24 El intento por regular a parteras y enfermeras data del siglo XIX, cuando los galenos propusieron una legislación, con el fin de supervisar el trabajo de las parteras empíricas y autorizarlas para ejercer su profesión (Agostoni, 2002; Kapelusz Poppi, 2006).

25 La maternidad se convirtió en un discurso liberador y opresor en México y otros países de América Latina (Besse, 1996; Lavrin, 1995; Mitchell y Schell, 2006; Olcott, 2005; Olcott et al., 2006; Schell, 2003). Con relación al papel de las maestras y la educación primaria, ver Vaughan (1997).

26 A mediados de los años sesenta, Helia dejó el Departamento de Salubridad para casarse, lo que la llevó a la carrera magisterial en la Universidad de Guanajuato, donde impartió cursos de enfermería y obstetricia. En 1972, Helia se convirtió en la primera mujer en dirigir la Escuela de Enfermería en la misma universidad (Historia de la Facultad de Enfermería de la Universidad de Guanajuato, 2007). En adelante, todas las citas provienen de la entrevista realizada por la autora a Helia Hernández Flores vda. de Pérez Bolde en 2005.

27 Helia no recordó el nombre del Dr. Barba; sin embargo, pudo haber hecho referencia al Dr. José Barba Rubio, quien fue director de los servicios de salubridad de Guadalajara de 1956 a 1959 (Semblanza del Dr. José Barba Rubio, 2007).

28 La Cristiada o guerra Cristera (1926-1929) se suscitó a raíz de las políticas anticlericales del gobierno posrevolucionario. La educación socialista implementada por Lázaro Cárdenas (1934-1940) generó olas de violencia, particularmente, en el Bajío y en el centro del país. En las décadas de 1940 y 1950, los conflictos bajaron de intensidad; sin embargo, la percepción del campesinado como proclive a la violencia se mantuvo (Knight, 1990, 1994; Meyer, 1973; Miller, 1984; Olcott, 2005; Serrano Álvarez, 1992).


Archivos

1. Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad y Asistencia         [ Links ]

2. Hemeroteca Nacional de la Universidad Nacional Autónoma de México        [ Links ]

3. Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática        [ Links ]

4. Fundación Herdez        [ Links ]

Entrevista

1. Helia Hernández Flores vda. de Pérez Bolde, entrevistada por la autora en Guanajuato, el 28 de octubre de 2005.        [ Links ]

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Fecha de recepción: 21 de noviembre de 2007 • Fecha de modificación: 14 de enero de 2008 • Fecha de aceptación: 11 de febrero de 2008

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