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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.34 Bogotá sep./dez. 2009

 

La libertad entre lo visible y lo invisible:límites y alcances de lo sublime kantiano

Ana María Amaya-Villarreal*

Filósofa de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente estudiante de la maestría en Filosofía en la misma Universidad. Correo electrónico: amaya.villareal@gmail.com.


RESUMEN

A continuación se lleva a cabo una lectura de la reflexión kantiana sobre lo sublime a la luz de una interpretación que entiende la Crítica de la facultad de juzgar como un proyecto que nace de la preocupación por la relación que en el mundo se da entre las dimensiones sensible y suprasensible del ser humano. Influenciada por la lectura que presenta Lyotard en sus Lecciones sobre la analítica de lo sublime, exploro algunas consecuencias que acarrea para la comprensión de la moralidad y la libertad kantiana su contacto con la categoría de lo sublime.

PALABRAS CLAVE

Juicio estético, sublime, Kant, razón práctica, libertad.


Freedom between the Visible and the Invisible: Boundaries and Potential of the Kantian Sublime

ABSTRACT

The following essay is a view of the Kantian refection on the sublime in light of an interpretation that understands the Critique of Judgement as a project that is born from a concern for the relationship that appears within the sensible and suprasensible dimension of the human being. Influenced by the view presented by Lyotard in Lessons on the analytics of the sublime, I explore some of the consequences brought on for the comprehension of Kantian morality and freedom by its contact with the category of the sublime.

KEY WORDS

Aesthetic Judgment, Sublime, Kant, Practical Reason, Freedom.


A liberdade entre o visível e o invisível: limites e alcances do sublime kantiano

RESUMO

A seguir, desenvolve-se uma leitura da reflexão kantiana sobre o sublime perante uma interpretação que entende a Crítica da faculdade de julgar como um projeto que nasce da preocupação pela relação que existe no mundo entre as dimensões sensível e supra-sensível do ser humano. Infuenciada pela leitura apresentada por Lyotard em suas Lições sobre a analítica do sublime, exploro algumas conseqüências que gera para a compreensão da moralidade e a liberdade kantiana seu contato com a categoria do sublime.

PALABRAS CHAVE

Juízo estético, sublime, Kant, razão prática, liberdade.


[...] esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético. Borges (2007, 13)

Escribe Kant, en el §29 de la Crítica de la facultad de juzgar, que el juicio sobre lo sublime "[...] tiene su basamento en la naturaleza humana y, ciertamente, en aquella que, a la par con el sano entendimiento, puede serle atribuida a cada cual y de cada cual exigida, a saber, en la disposición para el sentimiento relativo a las ideas (prácticas), es decir, moral" (Kant 1992, §29, A110/B111s, 178).1 De semejante modo tan íntimo aparecen conectadas lo moral y esa categoría estética siempre misteriosa de lo sublime. Unas páginas más adelante, en el Comentario general a la exposición de los juicios estéticos reflexionantes, señala Kant además que si lo bello "nos prepara para amar algo, la naturaleza inclusive, sin interés, lo sublime para reverenciarlo aun en contra de nuestro interés (sensible)" (Kant 1992, A114/B115, 180). Lo sublime, entonces, no sólo tiene como condición y cimiento la disposición para el sentimiento moral, sino que su experiencia nos prepara para su actualización (¿nos la anticipa?, ¿nos permite cultivarla?), es decir, para eso que ocurre cuando, según Kant, se actúa moralmente: una reverencia inmediata a la ley de la razón que es suscitada por el sentimiento de respeto, reverencia que supone y exige el ignorar cualquier demanda del yo sensible.

Disposición al sentimiento moral, desinterés sensible, respeto, conformidad a la ley, destinación o facultad suprasensible, ideas prácticas, son términos todos que pertenecen a lo esencial de la formulación de la filosofía práctica kantiana y que atraviesan también de principio a fin el planteamiento kantiano sobre lo sublime. Tan es así que Kant llega incluso a afirmar, abiertamente, que lo sublime representa "la genuina índole de la moralidad [Sittlichkeit] en el hombre" (Kant 1992, Comentario general..., A115/ B116, 181); es como si en la experiencia que involucra el sentimiento de lo sublime, en una experiencia estética, pudiéramos encontrar una pista, un indicio de lo distintivo, del modo propio de ser de la moralidad.

Esta conexión tan explícita, que privilegia incluso lo sublime sobre lo bello en lo que atañe a la relación con el ámbito de lo práctico (lo moral, lo político), ha dado ocasión a que el estudio contemporáneo de la categoría de lo sublime no esté desvinculado de un problema que era ya crucial en el siglo XVIII, y que aparece ante nosotros, adicionalmente, con el tinte siniestro con el que el devenir de la historia política contemporánea lo ha sabido teñir: la relación entre una idea o un concepto de la razón y la posibilidad o pretensión de transformar el mundo materialmente conforme a ella, o de, quizá yendo aún más allá, buscar materializar la idea misma. Este problema específico -que, visto de un modo más amplio y conceptual, se comprende en los términos involucrados en las relaciones posibles entre teoría y práctica, razón y sensibilidad, ética y estética, libertad y necesidad, entre lo que nos resulta invisible y lo que podemos ver- se muestra en toda su complejidad al tener de telón de fondo la rigurosidad con la que la filosofía kantiana erige un sujeto, paradójicamente, al dividirlo en dos: su ser sensible, facultado para conocer, y su ser racional, facultado para actuar:

Nuestra entera facultad de conocimiento tiene dos dominios, el de los conceptos de la naturaleza y el del concepto de la libertad [...] conforme a éstos, divídese la filosofía en teórica y práctica. Pero el suelo sobre el cual se erige su dominio y es ejercida su legislación, es únicamente el conjunto de los objetos de toda experiencia posible [...] Entendimiento y razón tienen, pues, dos legislaciones distintas en uno y el mismo suelo de la experiencia, sin que una pueda perjudicar a la otra (Kant 1992, AB XVII-XVIII, 86).

La convivencia de una perspectiva determinista y otra que elucida lo que se desmarca de lo necesario, lo en sí, la libertad como fundamento de la moralidad, como cimiento del aspecto intencional de las acciones humanas, a la luz de las cuales comprende el hombre al mundo, y a sí mismo como parte de él, está revestida del hecho de compartir "uno y el mismo suelo de la experiencia" y, sin embargo, excluirse en lo que atañe a "[...] sus efectos en el mundo de los sentidos" (Kant 1992, AB XVIII, 86). El abismo que separa a la razón del "mundo de los sentidos" no raya, sin embargo, en lo contradictorio: ya en la Crítica de la razón pura Kant resolvió la tercera antinomia, ya allí se preocupó por demostrar que estas dos perspectivas se pueden pensar coexistiendo sin contradicción en la naturaleza del hombre por configurar "legislaciones" que, regidas por principios completamente diferentes, no se restringen entre sí. Y, sin embargo, Kant parece reconocer en la Crítica de la facultad de juzgar que no es suficiente con que estos dos dominios o perspectivas que abarcan la entera facultad de conocimiento sean pensables sin contradicción:

Por mucho que se consolide un abismo inabarcable entre el dominio del concepto de la naturaleza, como lo sensible, y el dominio del concepto de la libertad, como lo suprasensible, de modo tal que no sea posible ningún tránsito desde el primero hacia el segundo, igual a como si hubiese sendos mundos diferentes, de los cuales el primero no puede tener influjo alguno sobre el segundo, éste, sin embargo, debe [soll] tener sobre aquél un influjo, a saber, debe el concepto de la libertad hacer efectivo en el mundo de los sentidos el fin encomendado por sus leyes (Kant 1992, AB y XVIII, 87).

La tercera y última Crítica kantiana, en la que se inscribe la reflexión sobre lo sublime, es la apuesta por la consolidación de ese tránsito imposible que, sin embargo, se debe dar. La imposibilidad del tránsito y su deber darse, si se quiere conceder que se dice algo con esta paradójica afirmación, han de entenderse como formulados desde diferentes perspectivas. En efecto, son varios los autores que señalan la CJ como un lugar en el que se abre paso a un cierto tipo de perspectiva que hace que la distinción radical entre lo teórico y lo práctico persista como un problema que ha de resolverse aun después de lo hecho tanto en la primera Crítica como en la segunda, sin que se contradigan por eso los resultados o afirmaciones centrales de dichas investigaciones.

Para Guyer, por ejemplo, la CJ no sólo postula un desarrollo mayor del pensamiento kantiano acerca del papel de lo sensible (en forma de sentimientos) en la práctica y comprensión de la moralidad sino que, incluso, es el lugar en el que Kant habría introducido ciertas correcciones a su filosofía práctica (Guyer 1990). Cassirer, por su parte, considera que la tercera Crítica es el resultado de la búsqueda de un punto de vista desde el cual explorar y entender ya no las diferencias entre libertad y necesidad, sino sus semejanzas y relaciones: "no tanto en lo que conceptualmente los separa como en su coordinación armónica" (Cassier 1985, 319). Taminiaux también ve en la CJ un tipo de preocupación distinta a aquella que permite afirmar la distinción radical entre libertad y naturaleza: la de cómo se piensa la realización de la libertad en la naturaleza a la que le es hostil el imperativo categórico (Taminiaux 1967, 24). ¿Qué tipo de perspectiva da lugar a un deseo de realización de la libertad, a la posibilidad o necesidad de pensar una armonía entre las facultades que, sin embargo, no signifique el menoscabo violento de los límites de la razón y de la experiencia?

Por supuesto, la perspectiva kantiana que se vislumbra en la CJ no tiene nada que ver con una regresión en la filosofía crítica. Como señala Heymann, lo que está en juego en la innegociable afirmación kantiana acerca de lo excluyentes que tienen que ser entre sí el ámbito de la libertad y el de la experiencia es la posibilidad de garantizar la autonomía de la razón, su independencia respecto a lo que él llama la "inercia de nuestras propias inclinaciones".

[...] más que una tesis antropológica se trata para Kant de distinguir metódicamente, en abstracto y esquemáticamente, la posibilidad de obrar de acuerdo a un juicio racional, es decir imparcial y desprendido con respecto a todo deseo particular y sesgado, y la posibilidad de abdicar de esta instancia racional para favorecer nuestras propensiones más consentidas. Ahora, ni al mismo Kant se le pudo escapar que de esta manera no describimos la libertad de un ser de carne y hueso, empíricamente existente, sino la libertad de la razón como capacidad de hacerse oír y de poder determinar la acción (Heymann 2008, 100).

Podemos distinguir, entonces, una perspectiva de corte antropológico que se pregunta por el modo de ser en el mundo de "un ser de carne y hueso" y que, de algún modo, parte de la observación de cómo se nos muestra el ser humanos en el mundo, de la perspectiva esquemática y propia de la investigación trascendental que debe garantizar la posibilidad de la moralidad (la idea de libertad) como puesta por la razón y, en este sentido, a la razón misma como autónoma, independiente, aislada de toda sensibilidad.

Aunque no hay contradicción, sí hay, sin embargo, una distinción importante entre considerar al ser humano "en abstracción de su condición sensible" y hacerlo a la luz de su carácter empírico, de "ente que se encuentra a sí mismo entre los entes de la experiencia" (Heymann 2008, 100). La primera perspectiva, y Kant mostró ser consciente de eso, no es suficiente para comprender el modo propio de ser del ser humano en el mundo. En efecto, el tránsito entre sensibilidad y razón parece necesitarse a la luz de la consideración del ser humano en cuanto ser empírico, inserto en la experiencia, en quien convergen diversas facultades y fuerzas que configuran sus acciones morales y se relacionan de un modo complejo, sobre todo, con los motivos para las mismas.

A la luz de esta suerte de perspectiva antropológica, que involucra, para mí, también una consideración existencial, se entiende la CJ como un proyecto unificador. Es elocuente, por lo demás, que la escritura de la CJ marque ese momento en el que Kant se dedicó con intensidad al intento de responder a las otras dos preguntas que consideraba cruciales para la filosofía: ¿qué puedo esperar? y ¿qué es el hombre? La idea y la urgencia de pensar acerca de una posible unificación de las facultades, sin que eso represente en lo más mínimo una voluntad de reduccionismo, parecen cobrar sentido, naturalmente, a la luz de la reflexión sobre tales preguntas.

***

Tender un puente, construir un pasaje que conecte, a través de la facultad de juzgar estética, la naturaleza y lo suprasensible, lo sensible y lo racional, el poder del conocimiento y el poder de la voluntad, que conecte, en suma, las distintas facultades que configuran esos dos modos mediante los cuales se aproxima el ser humano al mundo, es una intención que emerge con especial elocuencia en la Analítica sobre lo sublime.

Lo que me propongo llevar a cabo a continuación es una lectura de lo sublime kantiano a la luz de este proyecto unificador que es la CJ, entendiéndolo desde una perspectiva antropológica, desde la pregunta por nuestro modo de ser en el mundo. La interpretación de lo sublime kantiano que presenta Lyotard en sus Lecciones sobre la analítica de lo sublime es, para este propósito, un guía constante. Lo que en últimas me interesa es llevar a cabo lo suficientemente lejos las consecuencias que acarrea para la noción de moralidad kantiana su relación con la categoría de lo sublime. Quiero explorar cuáles son las posibilidades de una lectura de las ideas principales de la moral kantiana que esté revestida de la categoría de lo sublime kantiano. Y quisiera pensar que puede haber allí una alternativa a la comprensión del problema de la relación entre lo moral y lo sensible en términos que afirman el tránsito fácil o que instalan una disyunción paralizante del sujeto entre su ser racional y su ser sensible, entre ser libre y entenderse en el mundo de la experiencia como ente fenoménico.

La experiencia de lo sublime

Si el libre juego de la imaginación y el entendimiento, que brota de la contemplación de los objetos que se consideran bellos, representa una armonía entre el aspecto de la mera recepción sensible del objeto del ser humano y aquel que lo conmina a entender eso que intuye limitándolo, conceptualizándolo, la interacción de la imaginación con la razón, que es lo que ocurre en la experiencia de lo sublime, representa todo lo contrario: un desencuentro entre la facultad sensible y la racional. Si la belleza le revela al hombre que concuerda con el mundo, lo sublime lo lleva a asomarse al abismo de la discordancia. Esta sensación abismal de vacío que es el principio del sentimiento de lo sublime, y que según Kant redunda en cierto "temple del ánimo" del ser humano, es ocasionada por lo que ocurre cuando se establece cierta relación particular entre la facultad sensible de la imaginación y la facultad de la razón en frente de un objeto que se les presenta como desmesurado, inconmensurable, bien sea en su infinitud (lo sublime matemático) o en su poderío (lo sublime dinámico).

Esta desmesura se puede considerar matemáticamente cuando la informidad del objeto dado a la intuición se asocia con lo ilimitado, con lo infinito. La imaginación -que es la facultad de la presentación, que busca darle forma a los datos de los sentidos para aprehender, como tal, un objeto- se siente a sí misma agotada y sobrepasada en presencia de "lo que es absolutamente grande": no puede sintetizar eso que se le presenta, no puede darle la forma de un todo a la desmesura que, sin embargo, intuye. El no poder ser, en efecto, enteramente aprehendido, no exime, sin embargo, a la imaginación de la exigencia racional de la síntesis. La imaginación está trastornada con lo infinito y la razón la asedia con la exigencia de darle a éste la forma de una totalidad. Es en este sentido que Kant sostiene que "en nuestra imaginación reside una tendencia a la progresión hacia lo infinito y en nuestra razón una pretensión de absoluta totalidad como idea real" (Kant 1992, §25 A84/B85, 164). La tendencia y la pretensión, que agitan el ánimo del ser humano, no pueden ser menos compatibles: se asiste en lo sublime ya no a un libre juego de las facultades sino a una lucha violenta entre la imaginación y la razón. Lo que es menester intuir en la experiencia de lo sublime (lo ilimitado como un todo) supone, pues, una violencia a la imaginación, una mortificación de la sensibilidad (Kant 1992, §27 A99/B100, 172).2

Esta inadecuación de la imaginación como facultad a los requerimientos y estimaciones de la razón (que en este caso hacen referencia a lo infinito, a lo absolutamente grande, para lo que la imaginación no puede presentar intuición alguna) configura, claro está, un sentimiento de displacer en el sujeto que, sensiblemente, ha hecho "su más grande esfuerzo" (Kant 1992, §26 A94/95, 169). Este displacer de lo sensible, sin embargo, activa un sentimiento de placer: gracias al primero se le revela al ser humano una idea de la razón: la que estima que "todo lo que la naturaleza, en cuanto objeto de los sentidos, contiene de grande para nosotros, [contiene] como pequeño en comparación con ideas de la razón" (Kant 1992, §27 A96/B97s, 171).3 Se tiene así, gracias al sentimiento de displacer que es posibilitado por la facultad estética de juzgar, acceso a una idea de la razón que hace, nos dice Kant, que el ser humano concuerde con ideas de la razón. Es, pues, en la experiencia de ese displacer que el ser humano se hace consciente de una conformidad a fin independiente de la naturaleza (Kant 1992, §28 A108/B109, 177), esto es, de una dimensión, de una facultad suprasensible que hay en él, gracias a lo cual puede acceder indirectamente, es decir, en el ejercicio fallido de su sensibilidad, a ideas de la razón que por la vía de la intuición directa le están vedadas, como la de infinitud.

La ocasión para el sentimiento de lo sublime también se da ante el objeto que resulta informe ya no al ser considerado en cuanto a su magnitud, sino dinámicamente, es decir, para Kant, en cuanto a su ímpetu físico:

Rocas que penden atrevidas y amenazantes; tempestuosas nubes que se acumulan en el cielo y se aproximan con rayos y estruendo; los volcanes con toda su violencia devastadora; los huracanes con la desolación que dejan tras de sí; el océano sin límites, enfurecido [...] hacen de nuestra potencia para resistirlos, comparada con su poderío, una pequeñez insignificante (Kant 1992, §28 A102s/B104, 174).

Para Kant, esa pequeñez, esa insignificancia frente a un objeto natural con un poder desmesurado amenazador convierte al objeto en uno de temor, y sólo en esa medida da lugar a la experiencia de lo sublime.4 Ese temor, el ser conscientes de la influencia devastadora que podría tener ese poderío en nosotros mismos en cuanto seres físicos, es un sentimiento de displacer: sentimos nuestra impotencia en lo fenoménico, lo frágil que somos en el terreno de la experiencia. Ocurre aquí, sin embargo, un giro similar al que se daba en la estimación de lo ilimitado:

Así como hallábamos en nuestro ánimo una superioridad sobre la naturaleza aún en su inmensidad, así también lo irresistible de su poderío, ciertamente nos da a conocer, considerados nosotros como seres naturales, nuestra impotencia física, pero al mismo tiempo nos descubre una potencia para juzgarnos independientemente de ella y una superioridad sobre la naturaleza, en la que se funda una conservación de sí de especie enteramente distinta de aquella combatida y puesta en peligro por la naturaleza fuera de nosotros [...] (Kant 1992,§28 A103s/B104s, 175) [La cursiva es mía].

No obstante, el temor que producen estos objetos, uno que no despiertan los que son considerados apenas en su dimensión, pues en tal caso no se muestran como amenazantes frente a la vida misma del ser humano, reviste a la experiencia de lo sublime de aquello que propiamente me interesa rescatar en este ensayo: su relación con ideas propias de la razón en su uso práctico. La idea que se pone en juego al ser conscientes de una amenaza a la propia vida, a la conservación de sí, es la de una independencia nuestra frente a lo fenoménico: ya no sólo se tiene una facultad suprasensible para juzgar a la naturaleza y su magnitud, sino que nosotros mismos nos juzgamos también, y sobre todo, como suprasensibles. Concibiéndonos como expuestos al poder aplastante y destructor de la naturaleza, nuestro humano instinto de conservación puede triunfar solamente yendo más allá de lo sensible, es decir, solamente si nos pensamos estando por encima de dicho poderío físico que representa, propiamente, la imperturbabilidad de lo natural. Lo que está en juego en la experiencia de lo sublime es, así, el acceso a la idea de la libertad que pertenece al terreno de lo incondicionado, de lo suprasensible; está en juego la comprensión de nosotros mismos no sólo como insertos en lo necesario sino como capaces de regirnos según principios incondicionados.

En la exposición kantiana de estas ideas generales acerca del sentimiento de lo sublime es en donde surgen las preguntas acerca de cómo aproximarse a la relación o transición entre sensibilidad y razón que debe darse, y que parece plantearse en la Analítica de lo sublime -nos consideramos como por fuera del orden natural gracias a una experiencia sensible displacentera-, sin que eso implique transgredir y descuidar la importancia de su esencial separación excluyente.

¿Cómo puede una experiencia sensible, estética, condicionada, o, para decirlo un poco más kantianamente, cómo puede la experiencia que está en la base de un juicio estético, cuyo fundamento de determinación está ligado a placer sensible, ser la ocasión de lo incondicionado, de la afirmación de la idea de libertad que posibilita el actuar moral en el mundo? Jean-François Lyotard encontrará en la dificultad que tiene la idea racional de la libertad para incentivar u ocasionar la acción el origen de la relación imprescindible entre la razón y la sensibilidad.

El respeto moral y sus dos caras

En la moralidad la voluntad se encuentra subordinada al concepto de la razón que es la ley moral. Desde esta perspectiva, el juicio moral se nos revela como un juicio interesado en el bien. Desde otra perspectiva, sin embargo, tal subordinación de la voluntad no se da como subordinación a un objeto (lo bueno), sino como subordinación a una pura forma racional carente de contenido, a saber, la ley moral.5

Esto muestra que el interés del juicio moral por la realización de la ley no es un interés tal que anteceda al juicio, no es un interés en un objeto que dirija la voluntad hacia él (de ser así, el juicio sobre lo moral no se distinguiría de la apreciación de lo agradable, y eso es algo que desde todo punto de vista Kant no puede aceptar), sino, más bien, un interés en la disposición de no atender a un objeto determinado -condicionado- para poder atender así a la pura forma de la racionalidad que es la ley, universal, absoluta. Se habla, pues, de un interés no referido al objeto,6 esto es, en sentido kantiano, de un interés desinteresado;7 la voluntad es en este sentido libre. Y, sin embargo, el hecho de que el interés no esté referido al objeto del juicio moral, de que no lo determine, es resultado "de la presencia de la idea de causalidad absoluta en el pensamiento que quiere o desea" (Lyotard 1994, 169).8 Así es como, a la larga, el juicio moral sí está determinado por una idea de la razón: la que responde a la necesidad de la razón de pensar la posibilidad de una causa originaria de la acción que no esté, a su vez, condicionada por otra causa: esto es la idea de causalidad por libertad, que representa la necesidad de entender los eventos humanos a la luz de una perspectiva diferente a la de la necesidad que cubre todo aquello que aparece en el campo de la percepción (de ahí que la idea de libertad signifique un paso a lo suprasensible).

La idea racional de libertad, de causalidad no-natural, es la que se traduce en el sentimiento de "respeto", que es, para Kant, el sentimiento de lo moral. El sentimiento de respeto impone, así, el mandato inmediato de la realización de la libertad, y en este sentido determina y hace interesado el juicio moral: hay un interés en lo bueno incondicionado que está dado porque hay que realizar la libertad. Hay entonces un interés práctico por la incondicionalidad de lo bueno, por el desinterés de lo bueno.

Estas dos perspectivas discernibles en el juicio moral son resultado de poder distinguir a su vez dos caras en la facultad moral del ser humano. Una de ellas es la acción moral en cuanto facultad actualizada. En este primer sentido, como ocurre con todas las facultades, la facultad moral, que es en principio múltiples posibilidades sin un contenido particular, necesita de un cierto "incentivo" que la lleve a realizar aquello que en principio es sólo potencia. Lyotard señala que esto es así incluso en mayor medida para la facultad moral que para las demás facultades, porque ésta "[...] conlleva en su condición intrínseca de posibilidad, en la forma imperativa de la ley, la obligación de ser realizada. 'Actúa': esto es lo que la razón práctica prescribe al pensamiento práctico, y no quiere decir nada más que: actualízame" (Lyotard 1994, 175).9 Ahora bien, desde un segundo punto de vista, atendiendo a la otra cara de la facultad moral, su actualización debe ser por completo desinteresada, incondicionada, un puro respeto por la ley universal sin ningún tipo de interés más allá que configura lo que entiende Kant por deber. Y es en este sentido que la acción moral debe ser originada por deber, pues este concepto contiene el de bien supremo, que es la buena voluntad, incondicionada, buena por sí misma en cuanto su principio es una forma universal sin un contenido determinado:

[...] no queda sino la universal conformidad a la ley de las acciones en general, únicamente la cual ha de servir a la voluntad como principio: esto es, nunca debo proceder más que de un modo que pueda querer también que mi máxima se convierta en una ley universal (Kant 1999, 134-135).10

[...] una acción hecha por deber [...] no depende de la realidad del objeto de la acción sino meramente del principio del deber, según el cual ha sucedido la acción prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear (Kant 1999, 129 y 131).

Estas dos caras de la facultad moral revelan que el sentimiento que le es propio, el de respeto, desde una perspectiva (la empírica) funge como el incentivo, como el interés de actualizar la facultad en el mundo (Kant 1999, 178); pero, desde otra perspectiva, que podríamos llamar de la razón práctica pura, el respeto debe ser entendido como una pura "consideración" hacia algo que, por definición, no está presente, que "no es un objeto y no da pie a una intriga apasionada o a una pasión por el conocimiento o a una pasión por desear y amar",11 algo que no está vinculado, de modo alguno, con el mundo empírico (Lyotard 1994, 178).

El respeto, como lo muestra el uso mismo del alemán Achtung, tiene también sus dos caras: como apenas una consideración (un regarder, un mirar hacia, tener especial cuidado de) y, a la vez, como incentivo, como el motivo para actualizar la facultad moral (Kant 2006, A127-128, 160-161).12 Esta cara del respeto no es otra, para Lyotard, que su lado oscuro, el que no alcanza a ser alumbrado con la luz de la razón práctica pura, sino que, todo lo contrario, se sume en la penumbra de lo empírico. Sólo si la voz de la razón práctica es escuchada por el hombre, en el mundo empírico, la acción moral puede ser causada libremente. Sólo cierta vinculación con el yo empírico del sujeto da razón de ese haber escuchado el mandato de la razón práctica, de la actualización de la facultad moral del ser humano que se da en el único ámbito presto para su desenvolvimiento: el de la experiencia.

Esta relación necesaria con lo empírico se da, sin embargo, de un modo muy particular: como constreñimiento y limitación del yo empírico:

[...] lo que reconozco inmediatamente como ley para mí, lo reconozco con respeto, el cual significa meramente la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido [...] Propiamente es el respeto la representación de un valor que hace quebranto a mi amor propio ( Kant 1999, 1 y 133).

Como es sabido, Kant es enfático en advertir que esta parte empírica de la acción moral solamente la acompaña; no es su condición, pues no puede serlo. Lo que causa la acción es el deber, y sólo el deber, y no la constricción de las inclinaciones que en cuanto ser empírico tiene el hombre. Kant escoge al deber como principio que genera la acción, en cuanto éste se muestra capaz de ir en contra de las inclinaciones del ser humano, inscritas en su ser natural. Una acción hecha en contra de las inclinaciones, por deber, es precisamente la que se presta para considerar al ser humano (para tener que considerarlo) en su dimensión suprasensible, inteligible, moral.

Ahora bien, la estrategia de describir dos caras del respeto como generador de la acción moral no parece ser un intento por subsanar la brecha entre lo empírico y lo racional. Por el contrario, está cargada de la intención de recabar en ella: lo empírico es para lo moral un lastre, un lado oscuro, una carga que lo acompaña pero que no se relaciona efectivamente con la acción moral. Las dos perspectivas desde las cuales se considera al sujeto kantiano, la sensible y la inteligible, sin aportar mucho a una comprensión propiamente antropológica del ser humano, se siguen excluyendo radicalmente: el sujeto kantiano permanece aún irreparablemente dividido, división que ha dado lugar a que la lectura de Kant, desde sus contemporáneos hasta hoy, se relacione con una concepción trágica de la condición moderna: ser libres gracias a la razón (ser, en ese sentido, suprasensibles) pero pagar el precio de esa libertad con dolor y sufrimiento, con la vejación del resto de nuestra naturaleza, dados por las condiciones que impone el vivir y estar insertos en lo sensible, en la finitud y la necesitad.

¿Cómo pensar un sentimiento que incentiva el deber, el de respeto, que, sin embargo, es absolutamente independiente de lo empírico? Nos enfrentamos a la comprensión, para decirlo con la clara formulación de Lyotard, de "un estado sentimental a priori, un pathos a-patético". El querer abrirse paso a lo incondicionado en lo condicionado vuelve a tornarse paradójico e inasible: "la ley abre un espacio para su 'presencia' en la densa textura de lo condicionado. Siendo incondicional, 'categórico', adquiere simplicidad y levedad. El espacio que abre no consiste en nada" (Lyotard 1994, 179).13

Las dos caras de lo sublime

Podría decirse que el análisis de la facultad de juzgar estéticamente lo sublime trata de introducir una corrección a este problema de la separación entre lo ético y lo estético al afirmar que ese otro lado de lo moral, ese lado oscuro que es el dolor de la finitud, es necesario.

Por un lado, y según traté de mostrar en la exposición de las ideas generales acerca de lo sublime kantiano, lo sublime está acorde con la a-pathia de lo moral, con ese desinterés, con esa desatención a lo sensible.14 Sin embargo, lo que lúcidamente quiere mostrar Lyotard, es que esa suerte de indiferencia de lo sublime a lo sensible es de un estilo muy particular: se habla de un desinterés efectivo, positivo, es decir, de un desinterés realizado en lo que es sensible, de una flagelación del yo que se muestra interesada en cuanto, de estar ausente, el ser humano, considerado como la unidad que es, no descubriría su dimensión suprasensible, su disposición a la moralidad. Lo anterior termina revelando un tipo de experiencia distinta de lo moral, al menos desde el punto de vista del Achtung, una consideración distinta de ese que no es su lado oscuro:

[...] esta expulsión brusca de las formas no carece de interés para el pensamiento en el descubrimiento de su verdadera destinación. Su irrelevancia es un medio para este descubrimiento, y el dolor que la imposibilidad de la presentación le da al pensamiento es una mediación que autoriza al placer exaltado a descubrir la verdadera (ética) destinación del pensamiento (Lyotard 1994, 187).15

La afirmación de la existencia de un genuino interés presente en la experiencia de lo sublime, entendiéndolo, como lo hace Kant, como interés en la continuación de la existencia de aquello que se está juzgando, se demuestra por la presencia de un sacrificio que tiene lugar en dicha experiencia: "La naturaleza se sacrifica en el altar de la ley" (Lyotard 1994, 188).16 En lo sublime la imaginación se muestra al servicio de un algo más, que resulta ser, nada más y nada menos, la revelación de la verdadera destinación del ser humano; ¿por qué, si no fuera así, se violentaría la imaginación a sí misma en aras de la prominencia de una idea de la razón?

Sin embargo, este interés por alcanzar ese fin superior, que no puede ser entendido como una indiferencia, sino, todo lo contrario, como un interés abiertamente patológico, pegado al mundo sensible en cuanto sitúa como condición necesaria el dolor del yo, el sacrificio de sí, no introduce la posibilidad de dar el paso de lo estético a lo moral, a pesar de que parece darlo. La experiencia de lo sublime (al menos la mitad de ella, que configura, además, su inicio) podría entenderse, a primera vista, como la afirmación de la necesidad de la mediación del sufrimiento empírico para alcanzar la moral, triunfando el hombre así sobre las limitaciones de la naturaleza y vislumbrando su fin último. Lo sublime, así entendido, no sólo acompaña sino que orienta y permite la independencia victoriosa de la razón sobre la sensibilidad. A partir de una lectura de las reflexiones dedicadas a lo sublime en la CJ es inobjetable que para Kant lo sublime, una experiencia estética, implica el encuentro con la moralidad (Kant 1992, §28 A103s/B104s, 175).

Lo sublime es ese uso o sacrificio de lo sensible que inserta el acceso a nosotros mismos como seres capaces de acciones morales y de superar la rigidez de la necesidad en una suerte de economía de la recompensa: "el sentimiento de lo sublime en la naturaleza es, pues, respeto hacia nuestra propia destinación [...] allí la humanidad en nuestra persona permanece no rebajada, aunque tuviera el hombre que sucumbir a ese poder" (Kant 1992, §27-§28 A96,104/B97-105, 171-175). La muerte no significa nada al lado de nuestra destinación suprasensible, y nuestra humanidad no se ve siquiera menoscabada por la más brusca influencia que pueda tener en nosotros la naturaleza.

Lyotard hará la siguiente observación sugestiva, que me situará en posición de seguir dando vueltas alrededor de lo sublime como una experiencia que se muestra reveladora de la necesidad de una perspectiva antropológica sobre el ser humano, que dé cuenta de una relación entre ética y estética, sobre todo, cuanto más paradójica e imposible. "Hay una profanación, algo sa-crílego [frevelhaft] en lo sublime. En otras palabras, el respeto, en su ideal puro, esto es, la cara dulce de la ley, no puede ser tenido en cuenta, ser contado en una economía del sacrificio" (Lyotard 1994, 190).17 El interés de lo sublime, que se muestra en el sacrificio de lo sensible como la condición para el hallazgo y el encuentro con lo moral, configura un atentado profanador: es llegar a lo moral inmoralmente. El sentimiento del respeto no puede ser alcanzado por medio del dolor, del sufrimiento, de la renunciación, de la finitud, en una palabra, del sacrificio. La paradoja de lo sublime consiste en demostrar la existencia de Dios mediante una blasfemia. Lo sublime kantiano pone de presente una situación que conmociona el orden facultativo del ser humano. La imaginación condiciona lo suprasensible: lo racional se muestra como condicionado.

¿La sombra de lo sublime vs. La pureza de la moralidad?

Las conclusiones parciales que se desprenden de todo lo anterior permiten y suscitan, al menos, dos reacciones frente a ellas. O la moral kantiana debe prescindir de su contacto con el sentimiento de lo sublime, y en ese sentido habría que asumir la relación del respeto con lo sublime, que recorre y está presente en toda la Analítica de lo sublime, como un error que hay que enmendar para atenernos así al que se suele considerar como el resultado de la primera y la segunda Crítica respecto al problema de la libertad, a saber, lo sensible y lo moral son dos ámbitos, dos perspectivas excluyentes; o se acepta ese contacto del respeto con la categoría de lo sublime como necesario, y se lo entiende, entonces, como revelador de un hecho que en principio aparece inaceptable: que la moralidad kantiana, dada la noción de respeto, alberga dentro de sí el mismo carácter paradójico de lo sublime.18 Prescindir de lo sublime, en este caso, sería sólo evadir un problema que agita ya el interior de la filosofía práctica kantiana, y que, desde el punto de vista que aquí se ha considerado como antropológico, resulta importante, al menos, asumir. Evidentemente, la que me interesa es la segunda alternativa, y examinar hasta dónde puede llevar el perseverar en la idea de un puente entre lo ético y lo estético.19

Una vez se ha arriesgado aceptar que lo sublime revela que la moralidad kantiana, a través de la noción de respeto, alberga dentro de sí ese carácter paradójico, se tienen a su vez, nuevamente, al menos dos opciones: o se considera que no tiene sentido tratar de comprender una noción de moralidad que involucra tan íntimamente su propia negación, o se explora qué clase de resultado puede traer ese intento de comprensión. Espero que en este punto sea claro, nuevamente, que me interesa aquí la segunda de estas otras dos opciones.

Como señala William Sokoloff (2001), el respeto, en sí mismo, sin necesidad de involucrar inicialmente a lo sublime, es paradójico, y en ese sentido se puede decir que, incluso antes de la CJ, la conclusión de la separación radical entre lo ético y lo estético, en la filosofía práctica kantiana, no era precisamente transparente. Entre las cosas sugerentes que dice Kant sobre el respeto, apenas en una nota al pie en FMC, están las siguientes:

Se me podía reprochar que tras la palabra respeto solamente busco refugio en un oscuro sentimiento, en lugar de dar una clara solución a través de un concepto de la razón. Sólo que, aun cuando el respeto es un sentimiento, no es sin embargo un sentimiento recibido a través de un influjo, sino autoproducido a través de un concepto de la razón. [...] Lo que reconozco inmediatamente como ley para mí, lo reconozco con respeto, el cual significa meramente la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido. [...] [el respeto] como efecto de la ley sobre el sujeto, no como causa de la misma. Propiamente es el respeto la representación de un valor que hace quebranto a mi amor propio. Es, así pues, algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni del miedo, aunque tiene algo análogo con ambos a la vez (Kant 1999, 1 y 133).

Kant se cuida aquí, a pesar de nombrarlo sentimiento, de describir al respeto de tal manera que no deje duda acerca de su no-relación efectiva con lo empírico, aunque acepte ya que involucra una negación del mismo. De igual modo, lo relaciona con la inclinación y con el miedo de modo analógico, es decir, guardando una insuperable distancia de estos sentimientos que sí son recibidos a través de un influjo sensible. Se preocupa por dejar en claro que el respeto no es causa de la acción del sujeto, sino efecto de la misma. Y, sin embargo, ya desde esta enrevesada formulación se puede entrever que la relación entre esa supresión de lo sensible y el respeto que acompaña a la moral es claramente problemática. No se tratará sólo de los problemas que le traen a Kant sus famosos ejemplos; se trata, en realidad, de la conversión en criterio para juzgar una acción en el mundo como moral de lo que, en principio, sólo debe y puede serle exigido a un procedimiento exclusivamente racional.20

Conservar la propia vida es un deber, y, además, todo el mundo tiene una inclinación inmediata a ello. Pero, por eso, el cuidado frecuentemente medroso, que la mayor parte de los hombres pone en ello, no tiene valor interior, ni la máxima del mismo contenido moral. Preservan su vida, en conformidad con el deber, ciertamente, pero no por deber. En cambio, si las contrariedades y una congoja sin esperanza han arrebatado enteramente el gusto por la vida, si el desdichado, de alma fuerte, más indignado con su destino que apocado o abatido, desea la muerte y, sin embargo, la conserva, sin amarla, no por inclinación o miedo, sino por deber, entonces tiene su máxima un contenido moral (Kant 1999, 1, 125-127).

Lo que revela este ejemplo es la necesidad del sufrimiento empírico del agente moral, al menos, como criterio para considerar determinada acción en el mundo como genuinamente moral.21 El respeto, pues, lo genuinamente moral, no se deja asir completamente si permanece aislado en lo puramente racional, pues ¿cómo se podrá determinar, incluso, cómo podrá determinar el sujeto mismo que su acción es moral si no atenta, abiertamente, contra su sensibilidad?, ¿cómo puede el hombre virtuoso, que no está acongojado, ni enfermo, ni sufre, saber que actúa moralmente?, ¿cómo, en este orden de ideas, se podría cultivar la moralidad?; ¿puede no sólo vaciarse completamente de sus deseos, sino tener plena consciencia de que ese vaciamiento es total? En resumen: ¿en qué clase de individuo o noción de ser humano se basan las exigencias que debe cumplir el agente moral kantiano?

Kant no era indiferente, ni mucho menos, a estas preguntas, algunas de las cuales están en la base de las más fuertes e incisivas críticas a la filosofía práctica kantiana (al menos las de Schiller, las de Hegel, las de Nietzsche). Kant sabía, además, que su filosofía práctica redundaba en una suerte de desfiguración del ser humano, un ser lleno de complejidades que se afianza diversamente en el mundo. En efecto, para Kant, los seres humanos no pueden nunca asegurar o garantizar que se han suprimido todos los deseos e inclinaciones. En cierto modo, aunque es necesario pensarlo así, es imposible que el hombre comparta o acceda, como tal, a la pureza de la razón práctica pura. En La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant afirma: "las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas, buenas, esto es: no reprobables, y querer extirparlas no solamente es vano, sino que sería también dañino y censurable" (Kant 1995, 64), y esto no significa, sin embargo, que la humillación de la sensibilidad deje de ser equivalente a una mayor estimación del valor moral de una acción.

Se trata de comprender a un Kant que parece reconocer que no se pueden concluir antropológicamente las exigencias para el ser humano a las que conlleva una disyunción radical y excluyente entre sus dos modos de ser, y, sin embargo, reconoce a su vez también lo inadmisible que resulta aceptar una comunicación entre las facultades, tal como la que parece darse en lo sublime.

El alcance de la situación paradójica que se ve en la experiencia de lo sublime crece y abraza el núcleo del pensamiento ético kantiano; explota profundamente y saca a flote toda su complejidad, así como los problemas que no puede evitar dejar abiertos: el respeto, que significa la obediencia incondicionada a la ley moral de la razón, es, por un lado, un sentimiento pero, por el otro, no implica un placer directo (sólo uno indirecto, que es intelectual; y el modo en el que el displacer sensible activa un placer intelectual es también un misterio); asimismo, el respeto no es efectuado por un estímulo exterior, pero sólo puede garantizarse su existencia si de telón de fondo están la finitud y la sensibilidad humilladas; no está movido por el interés, pero como respuesta obtiene una verdad invaluable: la destinación moral, la libertad del ser humano.

La unidad de las facultades, lo sublime, lo político

La simultaneidad que se da entre la imposibilidad de pensar la dilución de la frontera que separa lo sensible de lo suprasensible y lo patente que resulta en la experiencia de lo sublime abre apenas una grieta (después de todo, Kant considera la reflexión de lo sublime un mero "apéndice" de la CJ) que, sin embargo, hace estremecer el sistema kantiano, y produce una sacudida que llega hasta nosotros y nos encuentra preguntándonos por una manera de ser en el mundo que abrace tal abismo, que lo asuma sin necesidad de perdernos a nosotros mismos, que nos afirmamos también a la luz de la posibilidad de una relación transformadora con el mundo, que nos comprendemos, y comprendemos también a los otros seres humanos a la luz de la libertad.

La sacudida a la que me estoy refiriendo no implica un principio de derrumbe de las separaciones kantianas que siguen siendo importantes para la comprensión de nuestra condición humana. Aunque es claro que un ser humano no puede regirse en su vida según las reglas del juego que ha puesto Kant para la libertad, esto no significa que dichas reglas no tengan nada que ver con el modo según el cual pretende conducirse en el mundo. La imposibilidad de aceptar, desde el punto de vista de la razón práctica, una expedita y mutua influencia entre lo estético y lo ético cumple un papel revelador para la comprensión antropológica del ser humano, pues da lugar, apenas, a la expectativa constante de dicha comunicación, que es y será mucho más valiosa y fructífera que su afirmación o definitiva proscripción, y a la cual parecemos seguir tendiendo.22 De alguna manera esa

expectativa es lo único que nos queda no sólo para comprendernos en nuestro ser uno solo y dividido por las diversas capacidades de ser que, como potencias, constituyen nuestra naturaleza, sino para, también, comprender la posibilidad y los límites de eso libre que hay, que necesitamos que haya en nosotros. Quisiera pensar que, después de todo, no es casualidad que el "respeto", del latín "respectus", se refiera en su significación lejana a un mirar hacia, y, más propiamente, a un volver a mirar, quizás un estar siempre mirando ("re": de nuevo, nuevamente, "spectus": del verbo "specio": ver, mirar a). Una expectación que no es, y no puede ser, de manera efectiva y completamente satisfecha si se considera a cada uno, y a cada otro, como un ser humano.

La revelación negativa del vínculo entre ética y estética, la posibilidad de que se diga algo acerca del tránsito entre estas facultades al no darse éste efectivamente, o al no darse, para decirlo con Lyotard, de un modo correcto, de un modo que preserve inmune el fundamento racional puro de la moralidad, parecería, en vez de suspender lo moral, abrir un campo, un espacio negativo, un espacio que es propiamente nada, y ninguno, en el que la ética tiene su lugar. Hay que detenerse en el extraordinario momento del Comentario general a la exposición de los juicios estéticos reflexionantes, en el que parece, justamente al renunciarse al proyecto de un puente, abrirse ese espacio:

Tal vez no haya ningún otro pasaje más sublime en el Libro de la Ley de los judíos que el mandamiento: no te harás imagen alguna ni símil de lo que hay en el cielo ni bajo la tierra, etc. [...] Lo mismo vale también para la representación de la ley moral y de la disposición a la moralidad en nosotros. Es una muy errónea preocupación pensar que si se le quita todo lo que pueda recomendarla a los sentidos, no conllevaría más que fría aprobación sin vida y ninguna fuerza impulsora o emoción. Es exactamente al revés: pues ahí donde los sentidos no ven nada más ante sí y, sin embargo, resta la inconfundible e inextinguible idea de la moralidad, sería necesario mesurar el ímpetu de una ilimitada imaginación para no permitirle a ésta elevarse hasta el entusiasmo, antes que, por temor a la falta de fuerza de esas ideas, buscarles auxilio en imágenes y pueril aparato. [...] Esa presentación pura, meramente negativa de la eticidad, que eleva el alma, no acarrea, en cambio, el peligro del fanatismo que es la ilusión de ver algo por encima de todo límite de la sensibilidad, es decir, de querer soñar de acuerdo con principios (delirar con la razón), precisamente porque la presentación en él es meramente negativa. Pues lo insondable de la idea de libertad cierra completamente el camino a toda presentación positiva [...] la ley moral [...] ni siquiera nos permite mirar en busca de un fundamento de determinación fuera de ella misma (Kant 1992, Comentario general... A123s/B124s, 187).

Hay aquí una impresionante toma de posición de Kant respecto a los asuntos que he venido tratando. En primer lugar, se advierte claramente que las limitaciones, tanto de lo sensible como de lo suprasensible, demuestran lo insondable que, en cuanto idea de la razón, es y tiene que ser la idea de libertad. Las limitaciones de las dos dimensiones del ser humano, en ese sentido, evitan tanto el entusiasmo de nuestro ser sensible -que redunda en su pretensión de sobrepasar los límites que delimitan su ámbito propio, en querer ver lo invisible- como el delirio con la razón, que sueña con fundamentarse más allá de sí misma, haciendo visible su invisibilidad. Y es que cualquiera de las dos extralimitaciones atentaría contra la libertad.

Entre la lucha de fuerzas divergentes que se amenazan entre sí, y que parece tener, además, un momento especialmente intenso en la experiencia de lo sublime, se aloja la condición del hombre moderno:23 la búsqueda irrenunciable de un modo de relacionarse con el mundo que no esté definitivamente determinado por el sentimiento de superioridad de la razón, ni por la falsa humildad de lo sensible que tiende a buscar su fundamento en algo más allá que le es esencialmente ajeno: que es inasible, invisible, nunca sensible.

Cuando Kant relaciona lo sublime con la ética, lo estético con la razón, nos está recordando que la razón es práctica y su razón de ser es la transformación de lo que ocurre en el mundo: "la razón es práctica sólo gracias a las capacidades naturales de la vida sensible y activa" (Heymann 1999, 72); es por eso que se la postula y es por eso mismo que se la quiere mantener. Pero Kant está recordando, también, que esa postulación y ese mantenimiento tienen unas reglas, tienen un modo de ser: la razón práctica pura. Del señalamiento de esas reglas no se sigue, de ninguna manera, y como se ha querido y se sigue queriendo leer a Kant, la presencia de un ánimo que promueve una ética del ascetismo:

[...] es evidente sin disminución y por sí misma la necesidad objetiva de ser un hombre tal [moralmente bueno]. Por lo tanto no es necesario ningún ejemplo de la experiencia para ponernos como modelo la idea de un hombre moralmente agradable a Dios [bueno moralmente, libre] [...] en efecto, según la ley cada hombre debería en justicia dar en sí un ejemplo de esta idea, cuyo arquetipo sigue siempre estando solamente en la razón, pues ningún ejemplo es adecuado a tal idea en experiencia externa [...] el arquetipo que nosotros ponemos por base a ese fenómeno [la santidad] ha de ser buscado siempre en nosotros mismos (hombres naturales), y su existencia en el alma humana es ya por sí lo bastante inconcebible para que no haya necesidad de, además de aceptar su origen sobrenatural, aceptarlo también hipostasiado en un hombre particular (Kant 1995, 62).

Por el contrario, para Kant, el Kant de La religión dentro de los límites de la mera razón, la idea de un ser humano comportándose según la perfecta ley moral es para nosotros un precepto, no una prueba de que, en efecto, nosotros somos o podemos ser buenos o libres; ni siquiera es una idea imitable (Kant 1995, 70). Podría sostenerse, en este sentido, que la libertad, la disposición ética del ser humano, que también es sensible, se presentan como ideas regulativas según las cuales podemos guiarnos en el mundo, pero según las cuales no podemos actuar: si fuera una exigencia actuar según ellas, en toda su perfección y suprasensibilidad, dejarían incluso de servir como modelo para el hombre natural (Kant 1995, 70).

El espacio entre lo ético y lo estético, ese lugar en el que se pueda erigir un puente entre los dos, es un no-lugar, y es así como existe para nosotros: en este sentido, el ser humano puede entender lo moral, desde su condición doble dada por la separación de sus facultades, como lo imposible, y ese espacio negativo que queda entre lo ético y lo estético, como su margen de acción para intentarlo. Un intento que no culmina nunca, cuyos resultados son siempre provisionales y frágiles, y al que, a la vez, no podemos renunciar. Pero esa no renuncia, que es, de algún modo, lo que se siente en la experiencia de lo sublime, está limitada, está protegida del despotismo de la razón y del entusiasmo engañoso de los sentidos.

No quisiera, y tampoco podría, adentrarme aquí con detalle en las consecuencias que tiene una interpretación como ésta para las reflexiones que dejó Kant sobre la política (para él la política estaba esencialmente vinculada con el derecho, y este último debía tener como base la moral`deben imponer como garantías el rigor de ciertos principios racionales y, a la vez, la necesidad imperiosa de transformar e incidir en el devenir mundano.

Friedrich Hölderlin, seguro lector devoto de la Crítica de la facultad de juzgar, supo ver los peligros de permitirse dar el paso definitivo de uno de los dominios kantianos sobre el otro: "[...] si el espíritu no fuera por resistencia alguna limitado, ni a nosotros ni a nadie sentiríamos [...] En ningún caso podemos renunciar al impulso de desplegarnos, de liberarnos [...] Mas tampoco podemos desdeñar el impulso de atenerse a los límites, de recibir. Pues nada humano sería y nos mataríamos así a nosotros mismos" (Hölderlin 1989, 100-101).

La experiencia de lo sublime es la consciencia de que nuestra libertad, desde el punto de vista de la razón práctica pura, es un factum que sustenta y posibilita pensar la moral y pensarnos moralmente, y que orienta así nuestro ser mundano, para el que la libertad, sin embargo, es siempre una empresa, un frágil porvenir, una lucha desesperada y sin tregua que acometemos todos los días.


Comentarios

* Filósofa de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente estudiante de la maestría en Filosofía en la misma Universidad. Correo electrónico: amaya.villareal@gmail.com.

1 En adelante me refiero a la Crítica de la facultad de juzgar como CJ, y cito así: primero el parágrafo correspondiente, enseguida la paginación de la edición A y de la edición B originales, y, finalmente, la paginación de la traducción al español de Pablo Oyarzún, que es la que se usa en este texto.

2 Es de notar que Kant hace énfasis eventualmente en que esta violencia a la imaginación es incluso ejercida por ella misma. En todo caso, lo importante es que es una violencia ocasionada por la exigencia de la razón.

3 El modo en el que se da este placer es bastante enigmático y paradójico: no puede ser del mismo tipo que el displacer sensible que lo activa, pues la sensibilidad sólo está mortificada. Si ese placer se da en la dimensión racional del ser humano (placer intelectual) hay que preguntarse cómo el displacer sensible activa uno de otro orden.

4 Sin embargo, señala Kant, tan importante como el sentir temor es no estar verdaderamente amenazado. Si se trata de una situación de real amenaza ya no se hablaría de temor, sino de terror, el cual no permite la experiencia de lo sublime. La sensibilidad aterrorizada no es favorable a lo sublime, y sí lo es, en cambio, a la primacía del instinto de conservación como reafirmación de la sensibilidad.

5 "Actúa de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en una máxima universal para la acción". La ley no tiene un contenido determinado; sólo prescribe una forma de universalidad.

6 De hecho, la acción determinada por la ley que sería, propiamente, el objeto de lo moral no existe, tiene que ser creada por el hombre, a diferencia del objeto del juicio teórico (Hoyos 2007).

7 Esta perspectiva que privilegia el desinterés es la que permite que muchos autores vean en lo bello el lugar donde se tiende el puente entre lo sensible y lo suprasensible, dado que el juicio estético sobre lo bello tiene como una de sus principales características la ausencia de todo interés por el objeto al que se refiere. En efecto, en el análisis kantiano sobre la experiencia estética de lo bello hay sugestivas afirmaciones que justifican la aproximación al problema de la relación entre lo estético y lo suprasensible a partir de dicha experiencia. La semejanza de las propiedades trascendentales del juicio de lo bello y el de lo moral, en especial, la de no estar determinados por el objeto, así como el hecho de que en la experiencia de lo bello la naturaleza se muestra como no dirigida a un fin, ni a un concepto, convirtiéndose en una suerte de modelo para la moralidad, hacen parte de dichas afirmaciones. Lyotard, sin embargo, considera que la relación entre lo bello y lo moral en la experiencia de lo bello no pasa de lo analógico y, en ese sentido, no permite pensar un tránsito de lo sensible a lo no-sensible, y viceversa. No considero necesario detenerme aquí en detalle en la argumentación de Lyotard al respecto (véase Lyotard 1994, 159-190). Baste con decir que lo fundamental de lo observado por él radica en el señalamiento de la presencia de cierto interés por el objeto en el juicio moral que tiene que estar ausente en el que es sobre lo bello. Lo anterior no significa que sea claro que esa exigencia kantiana, en efecto, se cumpla en su descripción de la experiencia de lo bello. En resumen, uno puede ver en el trasfondo de toda la CJ al menos el intento de lograr la comunicación entre el ser moral y el sensible, e incluso plantear relaciones complementarias entre los juicios que allí se investigan. Eso, por supuesto, excede las pretensiones de este ensayo.

8 "[...]from the presence, in the thought that wants or desires, of the Idea of absolute causality". Las traducciones al español del texto de Lyotard son mías, y se hacen de la traducción al inglés de Elizabeth Rottenberg.

9 "[...] carries in its intrinsic condition of possibility, in the imperative form of the law, the obligation to be realized. 'Act': this is what practical reason prescribes to practical thought and this means nothing than -actualize me".

10 En adelante me refiero al texto de la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres como FMC. Se citarán las páginas de la traducción de José Mardomingo.

11 "[...] is not an object and does not give rise to passionate intrigue or to a passion for knowledge or to a passion to desire and love".

12 En adelante me refiero a la Crítica de la razón práctica como CRPr seguido de la paginación de la primera edición y la paginación de la traducción de Roberto R. Aramayo.

13 "[...] a sentimental state a priori, an a-phatetic pathos [...] law clears a space for its 'presence' in the dense texture of the conditioned. Being unconditional, 'categorical', it acquires simplicity and levity. The space it clears does not consist in anything".

14 Lo patológico, según dice Kant en la FMC, se asocia con lo que reside en la tendencia de la sensación (cf. Kant 1999, 1 y 129).

15 "[...] this thrusting aside of forms is not without interest for thought in the discovery of its true destination. Their irrelevance is a means toward this discovery, and the pain that the impossibility of presentation gives to thought, is a "mediation" authorizing exalted pleasure to discover the true (ethical) destination of thought".

16 "Nature is sacrificed on the altar of the law".

17 "There is a frevelhaft in the sublime. In other words, respect, in its pure ideal, that is, the fair face of the law, cannot enter into account, be counted in an economy of sacrifice".

18 Esto significaría, se podría entender, que no surte el efecto esperado el intento de salvar la contradicción al decir que lo empírico humillado es compañía necesaria pero no causa.

19 Además, la renuncia a la posibilidad del puente significaría también la suspensión de una interesante pregunta: ¿cómo entra el hombre en la moralidad?

20 Esto es señalado por Heymann (1999). Además, Heymann ve allí un cambio en Kant expresado en la transición de la filosofía precrítica a la crítica.

21 Hay muchos más ejemplos de este tipo tanto en la FMC como en CRPr, que, como es sabido, han servido no sólo para refutar a Kant, sino para ridiculizarlo un poco a la vez.

22 Es importante, pienso, reflexionar acerca de esta tendencia. Quisiera decir aquí, apenas, que podría hacer parte de un sentimiento esencial de incompletitud que empieza a parecer más o menos propio de la condición humana a partir de la modernidad. Experimentar la ausencia de un sentido predeterminado para la existencia humana, que sigue siendo una experiencia tan nuestra, o que es, tal vez, más nuestra que de cualquier otro momento de la historia de la humanidad, podría estar en la base de dicha tendencia, que no por eso tiene que concebirse exclusivamente con pretensiones de resolución definitiva (Lyotard, un poco por esta vía, relaciona la voluntad de filosofar con una incompletitud propia de los seres humanos, cuya presencia ilustra remontándose hasta el Banquete) (cf. Lyotard 1989).

23 Es por eso que Nancy recuerda que lo sublime no es un tema al que estamos volviendo desde el siglo XX, sino que es el lugar de donde venimos (Nancy 1993).


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Fecha de recepción: 6 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 21 de agosto de 2009 Fecha de modificación: 30 de septiembre de 2009

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