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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.34 Bogotá sep./dez. 2009

 

De la estetización de la política a la política de la estética

Diego Paredes

Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Entre sus publicaciones recientes se encuentran: La crítica de Nietzsche a la democracia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009; Pensar la pluralidad. Al Margen 21-22:174-181, 2007; El paradigma en la biopolítica de Giorgio Agamben. En Normalidad y excepcionalidad en la Política, ed. Leopoldo Múnera, 109-124. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008. Actualmente se desempeña como profesor de cátedra de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario, del Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma de Colombia y del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: dfparedesg@gmail.com.


RESUMEN

El artículo busca mostrar que la concepción misma del campo estético condiciona la relación entre arte y política. Para esto explora, en primer lugar, el vínculo encontrado por Walter Benjamin entre l'art pour l'art y la "estetización de la política", para después contrastarlo con la "política de la estética" y la "estética de la política", que Jacques Rancière ubica en el centro de la discusión de lo que él llama la "división de lo sensible". El texto señala que una estética autónoma y autorreferencial conduce a una política estetizada, mientras que una estética intrínsecamente política ilumina el potencial liberador del arte.

PALABRAS CLAVE

Estetización de la política, estética de la política, política de la estética, Walter Benjamin, Jacques Rancière.


From the Aestheticization of Politics to the Politics of Aesthetics

ABSTRACT

This article seeks to show how different conceptions of aesthetics can determine the relationship between art and politics. To achieve this, it first explores the link found by Walter Benjamin between l'art pour l'art and the "aestheticization of politics." It then compares this idea to the "politics of aesthetics" and "aesthetics of politics," which Jacques Rancière locates in the heart of what he calls the "distribution of the sensible." The article highlights how autonomous aesthetics leads to an aestheticization of politics, while an inherently political aesthetics illuminates the liberating potential of art.

KEY WORDS

The Aestheticization of Politics, the Aesthetics of Politics, the Politics of Aesthetics, Walter Benjamin, Jacques Rancière.


Da estetização da política à política da estética

RESUMO

O artigo tenta apresentar que a própria concepção do âmbito estético condiciona a relação entre a arte e a política. É por isso que explora, primeiro, o vínculo encontrado por Walter Benjamin entre l'art pour l'art e a "estetização da política", para depois fazer contraste com a "política da estética" e a "estética da política" que Jacques Rancière coloca no centro da discussão daquilo que ele chama de "divisão do sensível". O texto diz que uma estética autônoma e auto-referencial gera uma política estetizada, enquanto uma estética intrinsecamente política ilumina o potencial de liberação da arte.

PALAVRAS CHAVE

Estetização da política, estética da política, política da estética, Walter Benjamin, Jacques Rancière.


La frase "fiat ars, pereat mundus", utilizada por Walter Benjamin para describir el fascismo, condensa, de manera excepcional, la compleja relación existente entre l'art pour l'art y la llamada "estetización de la política" (Benjamin 1982, 57). El arte por el arte es aquel que expulsa de sí cualquier consideración extraestética, es el arte autorreferencial y absolutamente autónomo que se preocupa sólo por sí mismo y deja por fuera todo reparo cognitivo, histórico, ético o social. Lo importante en esta concepción del arte es que la obra pueda realizarse a toda costa, incluso aunque perezca el mundo. De esta forma, el arte por el arte tiene como único criterio el mérito estético: "¿Qué importan las víctimas si el gesto es bello?",1 ¿qué importa la muerte de un individuo si esto permite la creación de una obra inmortal? Si lo único relevante es la belleza de la obra, toda otra pauta que pueda juzgar los acontecimientos se torna prescindible. Ahora bien, cuando dicho criterio de la total autonomía del arte se traslada al ámbito de la política se produce una estetización de la misma. El ejemplo más palpable de dicha forma de estetización lo vio Benjamin en la aplicación del criterio de lo bello a la guerra. En principio, esta última le sirvió al fascismo para organizar a las masas, pero, además, su exaltación, en términos estéticos, fue una importante herramienta para fijar la atención exclusivamente en el valor estético y excluir cualquier otro tipo de juicio.

Ciertamente, fue Walter Benjamin uno de los primeros en captar la profunda peligrosidad del arte por el arte y sus aspiraciones de autorreferencialidad. Con la expresión "estetización de la política" señaló las consecuencias de concebir un arte absolutamente autónomo y también condicionó, hasta cierta medida, cualquier tipo de discusión sobre la relación entre estética y política. Sin embargo, la frase final de su conocido escrito "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" deja abierta la posibilidad de concebir otro tipo de relación entre estos dos ámbitos. Dice Benjamin que al esteticismo de la política que el fascismo propugna, "el comunismo le contesta con la politización del arte" (Benjamin 1982, 57). Aunque por diversas razones no nos interesa en este artículo especular sobre lo que Benjamin entiende por este último tipo de politización, sí es importante anotar que dicho pensador resalta que la estetización de la política no es la única alternativa. Por eso, en las siguientes líneas se tratará de explorar una relación entre estética y política que no sucumba ante la estetización de esta última. Claramente, teniendo en cuenta lo expuesto hasta el momento, dicha relación tendrá que pasar por una concepción de la estética que trascienda el arte por el arte y ponga de manifiesto que la obra de arte no es absolutamente autónoma.

Jacques Rancière ha sido uno de los pensadores que, recientemente, más ha insistido en distanciarse de una política estetizada argumentando que arte y política no son dos realidades separadas. Rancière sostiene que ambas se encuentran en relación, ya que son dos formas de división2 de lo sensible. El régimen estético del arte no es una esfera completamente independiente y autorreferencial, sino que "implica en sí mismo una determinada política" (Rancière 2005, 55). Para Rancière, lo sensible, es decir, aquello que puede ser aprehendido por los sentidos, constituye un espacio común que, sin embargo, contiene ciertas delimitaciones determinadas por la distribución de sus lugares y partes. Como lo veremos más adelante, tanto el arte como la política intervienen en la división de este espacio común y, por ende, se encuentran estrechamente interrelacionados. Siendo así, la postura de Rancière no incurre en una política estetizada ni en un arte políticamente comprometido dedicado únicamente a la denuncia y a la propaganda, sino que traza los contornos de un arte que ya contiene en sí mismo una relación implícita con la política, una relación que pasa por la reconfiguración del espacio público y visible.

Teniendo en cuenta estos planteamientos de Rancière sobre la relación entre estética y política, en el presente artículo buscaremos mostrar que, como ya lo había advertido Benjamin, la misma concepción del campo estético condiciona su relación con la política. Para esto exploraremos, por una parte, el modo como la autonomía absoluta del arte conduce a diversas formas de estetización de la política y, por otra, siguiendo a Rancière, intentaremos señalar que una estética intrínsecamente política se ubica en las antípodas de la estetización de esta última y, por ende, ilumina el potencial liberador del arte.

La autonomía abosoluta del arte y la estetización de la política

En su texto "La ideología estética como ideología o ¿qué significa estetizar la política?", Martin Jay nos recuerda que Benjamin, en un ensayo de 1930, ya había reconocido en la "tecnología de la muerte y la movilización total de las masas" la transferencia de los preceptos de l'art pour l'art a la guerra (Jay 2003, 143). Sin embargo, es fundamentalmente en el célebre ensayo de 1936, "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica", donde Benjamin introduce la expresión "estetización de la política". En su ensayo, el pensador alemán busca examinar los cambios que las nuevas técnicas de reproducción han ocasionado en la naturaleza y recepción de la obra de arte, reflexionando además sobre la utilidad política que tiene la obra, según las nuevas condiciones de producción. Aunque el escrito está atravesado por temas que no pueden ser examinados aquí -como las complejas tensiones que introduce la noción de "aura" y el sugestivo examen de la fotografía y el cine-, es apremiante resaltar una preocupación que recorre el ensayo de Benjamin y que posee especial pertinencia para el interés del presente trabajo: la relación de la obra de arte con el fascismo. El punto principal de Benjamin consiste en señalar que el fascismo no puede ser comprendido sin los sucesos generados por la época de la reproducción técnica. Así, bajo las nuevas condiciones de producción, el fascismo intenta organizar a las masas permitiéndoles expresarse, sin modificar el régimen de la propiedad privada. La materialización de esta intención es la guerra, ya que en ella se da una meta a los movimientos de masas y se movilizan todos los nuevos medios técnicos, dejando inalteradas las condiciones de propiedad (Benjamin 1982, 56).

De ahí que Benjamin insista con tanta firmeza en el riesgo de la glorificación fascista de la guerra. Precisamente, la exaltación y la idealización de esta última es lo que Benjamin entrevé como una transferencia de criterios estéticos al campo de lo político. Como un primer ejemplo, es pertinente recordar el Manifiesto futurista de Marinetti, al cual Benjamin hace referencia. En él se afirma que "la guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los altos al fuego, los perfumes y olores de la descomposición" (Benjamin 1982, 56). Dado que la belleza estética vale por sí sola y es puesta por encima de cualquier consideración ética o social, nos encontramos en el manifiesto de Marinetti frente a una forma de estetización de la política. Lo que importa aquí es el arte por el arte, y no la destrucción, el dolor y la desolación que pueda ocasionar la guerra. Las balas que causan víctimas humanas son "orquídeas de fuego", mientras que el ruido de las armas es calificado con criterios musicales. En esta descripción de la guerra prima, entonces, la satisfacción artística y se deja conscientemente de lado cualquier pauta no estética. Importa poco la justicia o injusticia de la guerra, como también tienen escasa relevancia los daños que ésta pueda ocasionar, ya que lo que realmente se debe tener en cuenta es el criterio de lo bello. La transferencia del disfrute estético al campo de la guerra es, para Benjamin, una muestra paradigmática de cómo se estetiza la política, al punto de que ésta sólo es medida por su belleza.3 Por eso, en la época de la reproductibilidad técnica de la obra de arte, la guerra estetizada pone de manifiesto que la humanidad ha llegado a un grado de autoalienación que le permite "vivir su propia destrucción como goce estético de primer orden" (Benjamin 1982, 57).

Este diagnóstico benjaminiano recoge sugestivamente las consecuencias últimas del arte por el arte, principalmente desde el lado de la experiencia estética del espectador. La estetización de la política lleva a su punto máximo la absoluta autonomía de la obra de arte y, por eso, la realiza de manera acabada. La obra que vale por sí misma, que es completa y plenamente autosuficiente, evade las preguntas éticas y políticas desatadas por la glorificación de un acontecimiento bélico que genera el exterminio de seres humanos. En la medida en que el único criterio es estético y todo parámetro extraestético es excluido, incluso la vida humana es sacrificada, en aras del mérito artístico. Con esto no sólo se evidencia lo problemático que resulta la extrapolación del criterio estético al ámbito de la política, sino, más radicalmente, la concepción de la estetización de la política como proyecto aún no realizado del arte autónomo. En otras palabras, la obra de arte autotélica es la génesis de una política estetizada.

La anterior conclusión, igualmente, puede extraerse de un segundo sentido de la estetización de la política que, si bien no depende de la exaltación de la guerra, también puede considerarse como la inclusión de criterios estéticos en el ámbito de lo público. Este segundo sentido, muy relacionado con el anterior, no se aborda tanto desde la valoración estética de la obra de arte, sino desde la perspectiva del artista que "expresa su voluntad dando forma a la materia informe" (Jay 2003, 148). De manera análoga a como el artista le imprime su sello a la materia bruta, dándole forma según su ideal de belleza, el gobernante impone su estilo a las masas sin ninguna otra consideración que su perfección creadora. Las personas se convierten así en material maleable, en masas pasivas esperando ser formadas por el gobernante-artista. Dicha concepción fue claramente adoptada por el fascismo italiano, tal como se evidencia en las siguientes palabras de Mussolini:

Cuando las masas son como cera en mis manos o cuando me confundo con ellas y quedo casi aplastado por ellas, me siento parte de la masa. Aun así persiste en mí cierto sentimiento de aversión, como el que experimenta el artista por el yeso que modela. ¿No rompe a veces el escultor en mil pedazos el bloque de mármol porque no puede darle la forma de la visión que concibió? (Citado en Jay 2003, 148).

En las anteriores palabras de Mussolini se vislumbra una clara estetización de la política que se concreta en la comprensión del ejercicio político como una creación artística y en la primacía del criterio estético sobre cualquier consideración ética, social o histórica. La presencia aquí del arte por el arte es innegable, ya que la actividad creativa del gobernante vale por sí misma. No importa si el escultor rompe el bloque de mármol en mil pedazos o si el gobernante sacrifica a cientos de personas; lo primordial es que su ideal de belleza pueda ser plasmado en la materia informe.

Al igual que Mussolini, Adolf Hitler consideraba la posibilidad de moldear a las masas a su antojo para imponer su voluntad de artista-gobernante. Esto puede ser directamente inferido de las grandes obras que Hitler le encargaba a su arquitecto Albert Speer. Elias Canet-ti, en su agudo ensayo "Hitler, según Speer", muestra justamente el sorprendente vínculo entre los proyectos arquitectónicos de Hitler y el nacionalsocialismo. El notorio interés de Hitler por las edificaciones monumentales con carácter imperecedero y por las enormes y poderosas construcciones pone de manifiesto la primacía de la grandeza del proyecto arquitectónico sobre cualquier consideración social relacionada con el bienestar de la ciudadanía. Precisamente, al reseñar el entusiasmo de Hitler por superar los monumentos arquitectónicos más significativos de la historia de la humanidad, Speer recuerda lo siguiente: "Su pasión de construir para la eternidad lo llevó a desinteresarse totalmente de las estructuras de la comunicación, las urbanizaciones y las áreas verdes: la dimensión social le era indiferente" (en Canetti 1981, 231). Claramente, la indiferencia que aquí se presenta frente a la "dimensión social" es la otra cara de una arquitectura que sólo se interesa por el aspecto decorativo y simbólico. Por ejemplo, al ordenar la construcción de una gran vía, Hitler tenía como único criterio su valor estético y se despreocupaba de solucionar las dificultades del transporte. Así, la solución de los problemas sociales como centro de cualquier obra arquitectónica pública era desplazada por el mérito artístico de la edificación. Lo principal era realizar el ideal estético que le brindaba la anhelada inmortalidad al artísta-gobernador.

El delirio artístico del Führer, que únicamente se preocupa por su obra, se vislumbra en el uso político que Hitler hacía de la arquitectura. Con el objetivo de formar a la masa informe, sus proyectos arquitectónicos eran instrumentos predilectos para la manipulación de sus súbditos. La masa era organizada a través de su inclusión en las grandes edificaciones. En su texto, Canetti resalta este aspecto mostrando que los espacios arquitectónicos no son recipientes vacíos y neutrales: "Estas construcciones e instalaciones, que ya en el papel tienen algo frío y reservado debido a sus dimensiones, están, en el espíritu de su constructor, llenas de masas que se comportan diversamente según el tipo de recipiente que las contenga o el grado de limitación que les sea impuesto" (Canetti 1981, 226). Precisamente, en el nacionalsocialismo el comportamiento de la masa era conscientemente dirigido haciendo uso de diversas construcciones. Hitler acudía a Speer con la intención de que éste diseñara plazas gigantescas para que la "masa abierta" tuviera la posibilidad de seguir creciendo; elaborara edificios de tipo cultual para la repetición de las "masas cerradas"; o edificara estadios deportivos, de forma circular, donde la masa pudiera verse a sí misma (Canetti 1981, 224-225). En cada uno de estos casos la arquitectura se entremezcla con la política para consumar la obra de arte deseada por el Führer. Aquí no se hace simplemente un uso político del arte, sino que la política misma se realiza como obra de arte. En esta política estetizada el criterio fundamental de la creación artística es la consumación de la propia obra según su valor estético.

Tanto en lo mencionado por Benjamin con respecto al fascismo como en lo que Canetti resalta de Hitler según Speer, se pone de manifiesto una transferencia de los elementos estéticos al ámbito de la política. Ahora bien, como lo señalábamos unas páginas atrás, esta transferencia tiene lugar en la medida en que se asume que la obra de arte es absolutamente autónoma e independiente de cualquier consideración extraestética. Es el arte por el arte, la autorreferencialidad estética, lo que conduce directamente a una estetización de la política. Esto sucede tanto desde la perspectiva del juicio como desde el proceso de creación artística. En ambos casos se hace un énfasis en el arte encerrado en sí mismo, esto es, en el arte autorreferencial. En el caso de los ejemplos de Benjamin es evidente, ya que el criterio de lo bello es el único tenido en cuenta. En la estetización de la política propiciada por Mussolini y Hitler también hay una preeminencia del valor estético sobre cualquier otro valor pero, además, se presenta una política estetizada que se encarna en la figura del artista-gobernante. Desde esta perspectiva, la política es tratada como una obra de arte donde los ciudadanos se convierten en masas pasivas y maleables. El artista-gobernante debe formar a las masas como si éstas no fueran más que un material en bruto. En esta situación predomina una vez más la elaboración de la obra sobre toda otra consideración ética o social.

La política de la estética y la estética de la política

En "La división de lo sensible: política y estética",4 Jacques Rancière sostiene que "hay una estética en el centro de la política que no tiene nada que ver con la discusión de Benjamin sobre la 'estetización de la política' específica de la 'era de las masas'" (Rancière 2008, 13). En efecto, para Rancière la relación entre estética y política no debe entenderse a partir de dos ámbitos absolutamente separados que entran en conexión una vez los criterios de uno invaden el campo del otro, sino como un vínculo que ya habita en la definición misma de cada uno de los dos ámbitos. Por eso Rancière plantea que la relación entre arte y política debe ser entendida a partir del encuentro entre una "política de la estética" y una "estética de la política" (Rancière 2005, 55).

Para comprender a qué se refiere Rancière con estas dos expresiones, resulta conveniente detenerse brevemente en lo que dicho pensador entiende por lo político (le politique) y por la política (la politique). Al igual que Hannah Arendt, Rancière considera que lo político es un asunto de apariencias, de la constitución de un escenario común donde los agentes se manifiestan a través de la acción y el discurso. Ahora bien, este espacio de lo político es el topos donde tiene lugar un desacuerdo fundamental entre dos procesos heterogéneos, el desacuerdo que se da entre el proceso de gobierno y el de igualdad, entre lo que Rancière llama "la policía" y "la política" (Rancière 2006, 17). El proceso del gobierno o policía distribuye de manera jerárquica lugares y funciones fijas para los seres humanos que se reúnen en cierta comunidad. En palabras de Rancière, la policía es "un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido" (Rancière 1996, 44-45). Siendo así, la policía, con su distribución jerárquica de inclusión y exclusión, instaura una ley que daña la norma de la igualdad en la cual se basa la política. Por eso, esta última debe verificar la igualdad de cualquiera con cualquiera, perturbando el orden configurado por la policía. Esta perturbación se realiza cada vez que se hace visible aquello que no lo era. La política reivindica la igualdad en la medida en que redistribuye la configuración policial de lo sensible, haciendo que se manifieste la parte de los que no tienen parte. En otras palabras, la política se presenta cuando aquellos que no eran reconocidos como iguales a causa del orden de la policía deciden mostrar su igualdad ante todos los otros. Así, para Rancière la actividad política es "la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido" (Rancière 1996, 45).

De esta forma, lo que está en juego en el enfrentamiento entre la policía y la política es un antagonismo entre divisiones heterogéneas de lo sensible que tiene lugar en el terreno de lo político. La política debe tratar el daño a la igualdad ocasionado por la policía, y para esto tiene que reconfigurar el espacio común de apariencias instaurando una nueva distribución de lo sensible. Aquel que no tiene parte, aquel que ha sido excluido de la igualdad, debe "igualarse" activamente apareciendo en la escena pública, y esto es lo que Ranciére considera un proceso de subjetivación. Lo interesante es que esta igualdad no se define como una petición de inclusión en el ámbito ya constituido, sino como una reconfiguración de ese mismo ámbito. La subjetivación es una ruptura con la policía, precisamente porque ella "vuelve a representar el espacio donde se definían las partes" (Rancière 1996, 45). Es por esta razón que Rancière insiste en que la política "es en primer lugar el conflicto acerca de la existencia de un escenario común, la existencia y la calidad de quienes están presentes en él" (Rancière 1996, 41).

Como es ahora más claro, Rancière habla de una "estética de la política", porque esta última tiene su propia estética. De hecho, lo que se manifiesta en la política es "la disputa misma acerca de la constitución de la es-thesis, acerca de la partición de lo sensible por la que determinados cuerpos se encuentran en comunidad" (Rancière 1996, 41). La política, en la medida en que verifica la ley de la igualdad y desestabiliza el orden de la policía, constituye estéticamente un espacio público donde se presentan disensos y conflictos de intereses y aspiraciones. En otras palabras, la política debe ser entendida como determinada división de lo sensible que establece "montajes de espacios, secuencias de tiempo, formas de visibilidad, modos de enunciación que constituyen lo real de la comunidad política" (Rancière 2005, 55).

Siendo así, la propuesta de Rancière nos permite trascender la estetización de la política, porque la estética no es definida desde el arte autorreferencial, sino a partir de una experiencia sensorial que se encuentra en la base de la política. La estética determina aquello que se presenta, aquello que aparece. Ella interviene en la delimitación del espacio y del tiempo, de lo visible y de lo invisible, de lo que es palabra y de lo que es mero ruido. En el fondo, Rancière apunta a que la estética se encuentra, de hecho, inmiscuida en uno de los problemas centrales de la filosofía política desde la Antigüedad: el problema de la definición de lo común. La división de lo sensible en la cual interviene la estética no es más que la delimitación de los bordes de lo común y lo propio. Esta división reparte los espacios, los tiempos y las formas de actividad de los individuos de una comunidad y, así, fija la participación de dichos individuos en lo común. De esta manera, la distribución de lo sensible revela en qué sentido cada individuo es parte de la comunidad según su actividad y define el espacio y el tiempo en que es realizada dicha actividad.

La delimitación de los lugares y las partes, de la distribución del espacio y del tiempo, además de lo que puede ser visible o invisible, audible o inaudible, pone de manifiesto que la política está estrechamente ligada al arte, porque tiene como base una estética primaria. La política existe como tal en la medida en que ingresa en el conflicto sobre lo que debe ser la partición de lo sensible. Sin embargo, para Rancière, el vínculo entre arte y política no se agota con la "estética de la política". Por eso, además, hay que reconocer que la estética o, más precisamente, lo que él llama "el régimen estético del arte" implica una cierta política.

Para Rancière, el arte no es un ámbito totalmente autónomo que vale por sí mismo, sino que éste sólo tiene sentido en su relación con la división de lo sensible, es decir, con la distribución espacio-temporal de los lugares y las partes en una esfera común. En pocas palabras, el arte está atravesado de un extremo a otro por su relación con las particiones de un territorio compartido y, por ende, por la política. Rancière es claro en afirmar que el arte tiene una función "comunitaria" que consiste en "construir un espacio específico, una forma inédita de reparto del mundo común" (Rancière 2005, 16). Siendo así, el arte configura lo sensible, condiciona lo visible y lo no visible, constituyendo espacios que antes no existían. Esto último es muy importante, ya que el arte no sólo erige un espacio común, sino que, más radicalmente, instala una repartición totalmente inédita. Por lo tanto, lo que aquí se presenta es una reconfiguración simbólica y material que trastoca la distribución anterior de relaciones entre cuerpos, espacios, imágenes y tiempos.

Así, pues, el arte se relaciona con la política, no porque traslade sus criterios estéticos al ámbito de lo común, sino porque constituye una nueva configuración de eso común, subvirtiendo los antiguos modos de ser, de hacer y de decir que definían lo público y compartido. De ahí que el arte comparta con la política cierta "incerti-dumbre con relación a las formas ordinarias de la experiencia sensible" (Rancière 2005, 17). Como se mencionaba anteriormente, la política es el conflicto sobre la existencia de un escenario común y, por ende, ella es siempre un desafío, un desacuerdo sobre los modos de inclusión de los sujetos en la comunidad. El arte tiene una constitución similar, ya que al configurar un nuevo espacio de relaciones está trastocando lo habitual, desajustando las distribuciones sensibles ya instauradas, desfigurando el orden establecido, para introducir en su lugar una nueva configuración simbólica y material de lo visible y lo audible; en suma, de la parte de los que no tenían parte. Así, el arte, al intervenir en la división de lo sensible, tiene una política que consiste "en interrumpir las coordenadas normales de la experiencia sensorial" (Rancière 2005, 19).

Teniendo en cuenta lo anterior, Rancière señala, entonces, que el arte se relaciona con la política, no desde la estetización de la misma ni tampoco a través del arte comprometido y de propaganda, sino por la esencial relación que estética y política sostienen con la llamada división de lo sensible. De ahí que Rancière insista en que el arte

no es político en primer lugar por los mensajes y lo sentimientos que transmite sobre el orden del mundo. No es político tampoco por la forma en que representa las estructuras de la sociedad, los conflictos o las identidades de los grupos sociales. Es político por la distancia misma que guarda con relación a estas funciones, por el tipo de tiempo y espacio que establece, por la manera en que divide ese tiempo y puebla ese espacio (Rancière 2005, 17).

De la política estetizada a una relación liberadora de la estética y la política

Sin duda, la propuesta de Rancière sobre la relación entre estética y política no sólo nos permite poner en cuestión la estetización de esta última, sino además trascender el debate entre el arte por el arte y el arte al servicio de la política. Como se mencionó en varias ocasiones, Benjamin no sólo exploró las transformaciones a las que era sometida la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, sino que captó con suma claridad que la estetización de la política no era más que la consumación del arte autónomo. Benjamin enunció que el arte autorreferencial llevaría al goce de la autodestrucción humana, porque, desprendido de criterios extraes-téticos, el arte al servicio de la política únicamente se preocuparía por el disfrute de lo bello. De hecho, esta práctica que Benjamin comenzó a notar en la glorificación que el fascismo hacía de la guerra se convirtió en parte fundamental de la instauración del nacionalsocialismo. Los elementos estéticos transferidos al ámbito de la política o el arte al servicio de esta última se tornaron centrales en la manera como el artista-gobernante totalitario formaba a las masas.

Jacques Rancière nos permite ir más allá de esta política estetizada, precisamente porque no concibe la existencia de un arte autónomo. La estética no es autorreferencial, porque ella tiene en sí misma su política. El arte implica cierta configuración simbólica y material de lo común y, por tanto, interviene en la división de lo sensible, en la que también participa la política. Lo dicho por Rancière nos confirma que la relación entre política y estética depende de la concepción que se tenga de esta última. Si la estética se reduce al hacer artístico autónomo e independiente de cualquier consideración extraestética, el diagnóstico de Benjamin es correcto. Sin embargo, si la estética se concibe como intrínsecamente política, ella no contribuye a una política estetizada, sino que, por el contrario, manifiesta su potencial liberador.

Ahora bien, dicho potencial liberador sólo tiene sentido dentro de una concepción también liberadora de la política. Aunque en el presente artículo se insistió sobre todo en la manera como la concepción del campo estético condiciona la relación entre arte y política, lo cierto es que de las afirmaciones de Rancière es posible inferir que dicha relación también depende de la noción que se tenga del campo político. La política estetizada del artista-gobernante es un tipo de política que se concibe bajo el modelo de la techné griega. Según la interpretación de Hannah Arendt, para Platón la política debía ser incluida dentro del ámbito de las artes griegas y, por ende, correspondía al modelo de la fabricación (poiesis). Pensar la política como la realización de un modelo les permitía a los griegos escapar de la imprevisibilidad y futilidad de la acción humana (Arendt 1993, 215-230). Esta política, comprendida como la obra de arte del gobernante, busca conformar la realidad a determinada idea previa, para así superar cualquier desajuste o imperfecto. En este tipo de política -que con Rancière podríamos llamar mejor policía- todas las ocupaciones están ya determinadas y los ciudadanos no pueden cumplir otra cosa que su función en el espacio-tiempo ya dado. En este modo del "hacer" político nada debe ser contingente, todo debe estar planificado y definido de antemano por el modelo al cual tiene que necesariamente adecuarse el espacio público. De hecho, en tal política estetizada es difícil hablar de un espacio público, ya que en él no hay siquiera lugar para la manifestación de sujetos que quieran que sus voces sean escuchadas, no hay espacio para que se actualice la parte de los sin parte. La ausencia de vacío que caracteriza a este tipo de política anula cualquier proceso de subjetivación. Por esta razón, el artista-gobernante encuentra aquí sólo una masa pasiva y obediente, un material que es fácilmente moldeable a causa de su propia homogeneidad.

Por su parte, una política liberadora, que tiene su propia estética, no funciona como una obra de arte y no se ocupa del poder como dominación. Por el contario, tal como lo define Rancière, dicha política "es ante todo la configuración de un espacio específico, la circunscripción de una esfera particular de experiencia, de objetos planteados como comunes y que responden a una decisión común, de sujetos considerados capaces de designar a esos objetos y de argumentar sobre ellos" (Rancière 2005, 18). Esta política no obedece a ningún modelo predeterminado, sino que asume la futilidad y la imprevisibilidad propias de un espacio común que experimenta constantes reconfiguraciones. Justamente, la política sólo sobreviene cuando aquellos que no eran contados en el ámbito compartido, aquellos que no tenían parte, buscan activamente ser reconocidos y tenidos en cuenta. Es por esta razón que, como lo señala Rancière, aunque siempre hay formas de poder, no siempre hay política. Esta última es contingente, sucede sólo en el momento en que se manifiesta el proceso de la subjetivación y en el preciso instante en que se pone en marcha una nueva configuración de lo sensible.


Comentarios

1 Frase pronunciada por el poeta simbolista Laurent Tailhade ante una bomba arrojada a la Cámara de Diputados francesa en 1893 (Jay 2003, 146).

2 El término en francés utilizado por Rancière es "partage". Éste es traducido al inglés como "distribution", y en las traducciones al castellano, en ocasiones, se vierte como "división", y en otras, como "partición". Para los fines del presente artículo utilizaré indistintamente los términos "división", "partición" y "distribución".

3 Precisamente, en una reseña de 1930, Benjamin sostiene que en el texto "Guerra y guerreros", editado por Ernst Jünger, se presenta una nueva teoría de la guerra, "que tiene su origen rabiosamente decadente inscrito en la frente", ya que "no es más que una transposición descarada de la tesis de L'art pour l'art a la guerra" (Benjamin 2001, 49).

4 Este texto corresponde a un capítulo del libro The Politics of Aesthetics (Rancière 2008).


REFERENCIAS

1. Arendt, Hannah. 1993. La condición humana. Barcelona: Paidós.        [ Links ]

2. Benjamin, Walter. 1982. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En Discursos interrumpidos I, 17-59. Madrid: Taurus Ediciones.        [ Links ]

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Fecha de recepción: 30 de junio de 2009 Fecha de aceptación: 21 de agosto de 2009 Fecha de modificación: 13 de septiembre de 2009

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