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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.35 Bogotá jan./abr. 2010

 

La gloria y el concepto de lo político en Giorgio Agamben

Alfonso Galindo Hervás

Este artículo se encuentra dentro del proyecto del Ministerio de Ciencia e Innovación de España Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico (III): Ciudades e Imperios: El Destino del Republicanismo en el Pensamiento Político Hispánico Moderno. Hum2007-60799; y Grupo de Excelencia de la Región de Murcia "La Filosofía y los Procesos Sociohistóricos".

Licenciado en Filosofía (Universidad de Murcia), Licenciado en Teología (Universidad Pontificia de Salamanca) y Doctor en Filosofía (Universidad de Murcia). entre sus últimas publicaciones se encuentran: El republicanismo impolítico de la multitud como alternativa a un imperio postmoderno. Res Publica. Revista de Filosofía Política 21: 257-269, 2009; El antiliberalismo como clave de la obra de Koselleck. Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades 21: 44-62, 2009. Actualmente se desempeña como profesor asociado de "Teoría Política" y de "Historia de las Ideas Políticas" en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia (España). Correo electrónico: galindoh@um.es.


RESUMEN

Este artículo analiza el concepto de lo político que propone Giorgio Agamben a partir de un estudio de su genealogía de los conceptos de gobierno y de gloria. Con tal fin, se desarrolla una crítica de la propuesta del autor italiano que muestra dos cosas: su relevancia desde el punto de vista de la historia conceptual y sus deficiencias frente a filosofías que, como la de Hans Blumenberg, asumen la necesidad del mito como fuente de sentido e índice del afán humano por sobrevivir.

PALABRAS CLAVE

Gloria, político, impolítico, secularización, Agamben, Blumenberg.


Glory and the Concept of the Political in Giorgio Agamben

ABSTRACT

This article analyzes the concept of the political proposed by Giorgio Agamben in a genealogical study of the concepts of government and glory. To this end, it criticizes Agamben's proposal on two counts: its relevance from the perspective of conceptual history; and its deficiencies in terms philosophies, such as Hans Blumenberg's, that underline the importance of myths as a source of meaning and an indication of the human determination to survive.

KEY WORDS

Glory, Political, Apolitical, Secularization, Agamben, Blumenberg.


A glória e o conceito do político em Giorgio Agamben

RESUMO

Este artigo analisa o conceito do político que propõe Giorgio Agamben a partir de um estudo de sua genealogia dos conceitos de governo e de glória. Com tal finalidade, desenvolve-se uma crítica da proposta do autor italiano que mostra duas coisas: sua relevância desde o ponto de vista da história conceitual e suas defciências frente a filosofias que, como a de Hans Blumenberg, assumem a necessidade do mito como fonte de estudo e índice do afã humano por sobreviver.

PALABRAS CHAVE

Glória, político, impolítico, secularização, Agamben, Blumenberg.


La obra de Giorgio Agamben puede interpretarse a partir del objetivo de ofrecer una genealogía histórico-conceptual del poder político en Occidente. Los tratamientos centrados en torno al problema de la soberanía, de Homo sacer a Estado de excepción y Lo que queda de Auschwitz, reciben un complemento decisivo con El reino y la gloria, que enfatiza los temas del gobierno y la glorificación. Y no sólo porque en este ensayo el autor vuelva a asumir explícitamente la foucaultiana tarea de proseguir su arqueología del poder –con la relativa novedad de investigar los modos y las razones por los que el poder ha ido adquiriendo en Occidente la forma de un gobierno de los hombres (una oikonomia) (Agamben 2008, 13)– sino porque en él se explicitan premisas y objetivos que son muy relevantes en orden a comprender la propuesta general del filósofo italiano, de modo que se puedan iluminar sus virtudes y sus límites.

Entre tales premisas y objetivos pueden destacarse algunos que permiten reconstruir estructuradamente los argumentos de Agamben. Aunque en tal empresa hayamos de referirnos a varios de sus ensayos, El reino y la gloria será el privilegiado. En él el tema del gobierno es tratado desde una perspectiva histórico-conceptual más abstracta que la que subyace a los análisis del gobierno en términos biopolíticos. Conceptos como "nuda vida", "homo sacer", "campo de concentración" o "excepción", que aún permiten establecer vínculos con realidades "ante los ojos", dejan paso a otros como "oikonomia trinitaria", "gloria", "liturgia" o "Providencia", en los que destaca el carácter teológico. Por lo demás, la discontinuidad que en apariencia domina el desarrollo de El reino y la gloria hace que sea conveniente, en orden a proponer una valoración crítica, articular una exposición en la que se expliciten sus presupuestos subyacentes y sus sugerencias más destacables. Habida cuenta de los objetivos de este artículo, que se alejan de una presentación total del pensamiento de Agamben, tales presupuestos y sugerencias son básicamente cuatro: en primer lugar, la asunción (que es a la vez una superación) del teorema de la secularización por parte de Agamben; en segundo lugar, la dimensión o estructura de "historia conceptual" presente en su genealogía del gobierno; en tercer lugar, la originalidad y las herencias intelectuales del concepto de lo político que sugiere; en cuarto y último lugar, el carácter mesiánico-impolítico que puede definir su propuesta.

Una genealogía del poder político a partir del teorema de la securalización

Agamben desarrolla una genealogía del concepto occidental de poder político que parece presuponer la validez del "ambiguo" (Monod 2002) teorema de la secularización canonizado por Carl Schmitt, para quien "todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados" (Schmitt 1941, 72). Aunque a lo largo de El reino y la gloria alude a los debates clásicos sobre el teorema de la secularización, los argumentos contrarios al mismo desarrollados por Hans Blumenberg son analizados por Agamben sin remitirlos a él. Por ello no está de más recordar que fue Blumenberg quien sostuvo que los diagnósticos de secularización no hacen justicia a la discontinuidad que define a la Modernidad; antes bien, implican declararla ilegítima (Blumenberg 2008). A su juicio, la Modernidad es la única época que ha logrado superar la desvalorización gnóstica de lo terrenal, además de constituirse en respuesta al desafío del absolutismo teológico nominalista mediante una modalidad de autoafirmación de lo humano (desplegada en la política y en la ciencia) que no supondría secularización alguna, sino emancipación de la teología y subsiguiente autonomía de los órdenes natural y temporal.1

Agamben, por el contrario, tras afirmar que el modelo de gobierno moderno es una versión secularizada de la doctrina de la Providencia, cuestiona la contraposición entre la imagen del mundo de la ciencia moderna y la concepción teológica de un gobierno providencial del mismo. Más aún: sostiene explícitamente la afinidad entre el paradigma del gobierno providencial y el paradigma de la ciencia moderna, pues ambos reposarían sobre análogas leyes eternas generales y asumirían una idea de orden fundada en el juego contingente de los efectos inmanentes (Agamben 2008, 138 y 286). Esta tesis le permite asumir la posibilidad de que determinados conceptos e instituciones políticos posean un origen diferente del que se da por descontado anticipadamente; en concreto, un origen teológico (Agamben 2008, 128).2

Así se infiere de su afirmación acerca de las signaturas que marcan determinados conceptos políticos y los remiten a una pretérita elaboración teológica, que orienta su interpretación. Frente a Koselleck –que no es citado–, son las signaturas, y no los conceptos, las que permitirían poner en contacto tiempos y ámbitos diferentes, actuando como elementos históricos en estado puro. Sin ellas, la simple historia de los conceptos es insuficiente (Agamben 2008, 20).

Aunque la naturaleza de las signaturas no queda clara, como tampoco dónde radica su diferir respecto de los conceptos,3 lo que parece evidente prima facie es que la genealogía del poder político en general –y de su dimensión de gobierno en particular– que desarrolla Agamben es inconcebible fuera de la tesis de la secularización. A su juicio, el dispositivo de la oikonomia trinitaria elaborado en los primeros siglos de la teología cristiana, así como su desarrollo en la teoría de la Providencia, constituyen un laboratorio privilegiado para observar el funcionamiento y la articulación de todo gobierno, ya que en ellos aparecen en su forma paradigmática los elementos que lo integran (Agamben 2008, 13). En concreto, de la teología cristiana derivarían los dos paradigmas políticos (antinómicos pero funcionalmente conexos) determinantes en el desarrollo y la configuración de la sociedad occidental: la teología política, que funda en Dios la trascendencia del poder soberano, y la teología económica, que sustituye dicha trascendencia por la idea de una oikonomia concebida como orden inmanente. Del primero procedería la teoría moderna de la soberanía; del segundo, la biopolítica moderna y el actual triunfo de la economía y del gobierno sobre cualquier aspecto de la vida social, vocación propia de las democracias contemporáneas (Agamben 2008, 17 y 158s). Sostiene, pues, una continuidad entre la tratadística sobre la Providencia propia de la oikonomia trinitaria y el concepto moderno de gobierno. Y ello incluyendo elementos tan relevantes para la política moderna como la distinción entre poder legislativo y ejecutivo o entre legitimidad y legalidad, que habrían aparecido en el ámbito teológico antes que en el político-estatal, determinándolo. A su juicio, incluso la terminología moderna de la administración y del gobierno civil puede considerarse una versión secularizada de la elaborada para los ángeles (Agamben 2008, 151 y 174s).

La historia y el concepto de lo político

En orden a evidenciar el arché teológico del concepto occidental de gobierno –polo esencial del poder político–, Agamben desarrolla una historia de dicho concepto. Se remonta al tratado seudoaristotélico sobre la economía, para señalar que las relaciones económicas o de gobierno no constituyen un paradigma epistémico, sino de gestión (Agamben 2008, 33ss). En la época cristiana el concepto de oikonomia se trasladó al ámbito teológico, y esto permitió el desarrollo de la doctrina trinitaria en términos económicos, más que ontológicos. La doctrina de la Providencia trató de vincular, desde el medioevo, el paradigma ontológico (la sustancia divina) y el económico (la acción divina), escindidos por la propia teología cristiana. De hecho, a juicio de Agamben, sólo remitiéndola a la cristología anárquica de Nicea se comprende la cesura entre ontología y praxis (esto es, la desfundamentación de la ética y de la política, su esencia anárquica) propia de Occidente (Agamben 2008, 63, 71ss y 156). Así, la oikonomia cristiana pretendería ser una superación o armonización de esa oposición gnóstica entre sustancia y acción, reino y gobierno, heredada por la política moderna y visible en la división de poderes liberal (Agamben 2008, 92). Para ello fue decisiva la comprensión aristotélica de la unidad –del mundo y de Dios– en términos económicos. Desde su perspectiva, en la que el orden es una relación y no una sustancia, es posible articular la trascendencia divina y la inmanencia de las causas segundas. Se consagra así una comprensión de Dios como praxis, evidenciándose el nexo entre oikonomia trinitaria, ordo y gubernatio (Agamben 2008, 97ss).

Desde estas premisas, Agamben sostiene que el paradigma de gobierno de una población–teorizado por Foucault– constituye una secularización de la doctrina de la oikonomia y de la Providencia que depende de ella. La racionalidad gubernamental moderna reproduciría la doble estructura de la Providencia: voluntad general y efectos colaterales particulares (Agamben 2008, 128 y 135). Dicha estructura permite explicar el carácter vicarial de todo poder político, esto es, su escisión entre auctoritas y potestas, reino y gobierno, poder legislativo y poder ejecutivo. En ello se basa para sostener que no hay una sustancia del poder, sino sólo una "economía" del poder, sólo "gobierno" (Agamben 2008, 155ss.). Un gobierno, pues, sin fundamento. O, mejor, cuyo fundamento es un vacío, una no sustancia y una inactividad originarias, una nada.

La gloria y el concepto de lo político

Con el concepto (o la signatura) de gloria, Agamben pretende resolver dos problemas de un mismo golpe, sellando de este modo un nexo entre ambos: el implicado en el teorema de la secularización (sin el que resulta incomprensible su genealogía del poder político occidental) y el del concepto de lo político.

Si explicitamos y ordenamos sus argumentos, tenemos que, en primer lugar, sostiene que la máquina de gobierno, cuya genealogía ha propuesto, está vacía y la gloria es el esplendor que emana de –y oculta– esa vacuidad esencial (Agamben 2008, 231). Pero su funcionalidad no se agota con ello. La gloria es fundamental en la constitución y el sostenimiento de todo poder, y ello por el carácter performativo (y, en concreto, legitimador) de la glorificación. Al igual que en la Cábala la realeza de YHWH depende de las oraciones, y del mismo modo que las doxologías litúrgicas producen y refuerzan la gloria de Dios, las aclamaciones profanas no son un simple ornamento del poder político, sino que lo fundan y justifican. La razón de tal dimensión performativa radica en que en las alabanzas se suspende el habitual carácter denotativo del lenguaje, reduciéndose éste a pura aseveración sin contenido; más aún: a resistencia frente al discurso del sentido (Agamben 2008, 199 y 255ss). Es lo que sucede en la poesía, en la que el fin último de la palabra es la celebración. Pero también en las aclamaciones populares. A este respecto, señala dos textos –Referéndum y propuesta de ley por iniciativa popular y Teoría de la Constitución– en los que Schmitt justificaba el significado político-democrático de las aclamaciones remitiéndolas al poder legitimador del pueblo reunido (Agamben 2008, 187ss y 206).4 Para Schmitt, en efecto, el pueblo sólo existe en la esfera de la publicidad que produce con su presencia mediante la aclamación, que en las democracias contemporáneas sobrevive bajo la forma de opinión pública (Schmitt 1952, 285). A partir de esta tesis schmittiana, que también cabe considerar como un desarrollo de lo implicado en la teoría weberiana del carisma, Agamben sostiene que el actual dominio de los media sobre cualquier aspecto de la vida social implica una multiplicación y diseminación de la función de la gloria como centro del sistema político. Y ello hasta el punto de que la democracia contemporánea se funda íntegramente sobre la eficacia de la aclamación (en su forma de consenso), multiplicada y diseminada por los media, además de manipulada por el poder espectacular. En las democracias actuales, gloria y gobierno son indiscernibles (Agamben 2008, 14s y 276).

La pertinencia de estos argumentos, sistemáticos e histórico-conceptuales, en relación con el teorema de la secularización y la comprensión de lo político es decisiva. Agamben afirma que en la gloria la Iglesia y el poder profano entran en una zona de indeterminación en la que es difícil calibrar las influencias recíprocas y los intercambios conceptuales (Agamben 2008, 238). Según esto, la relación entre lo teológico y lo político no es unívoca, sino que discurre siempre en los dos sentidos: los conceptos políticos modernos son secularización de los teológicos –y viceversa–, y la gloria es el lugar en el que se explicita tal circunstancia. Más aún: el lugar en que ambos coinciden y se cambian los papeles de forma incesante. De ahí que no haya que asumir la tesis de Schmitt sobre la secularización para defender que al relacionar los problemas políticos con los teológicos aumenta su inteligibilidad (Agamben 2008, 250 y 265).

La intercambiabilidad de teología y política es posible porque en ambas la gloria oculta y aprehende la vaciedad y la inoperatividad sustanciales del poder, de las que se nutre el poder (Agamben 2008, 212 y 262). Desde las premisas de Agamben, podría decirse que teología y política, más que influirse mutuamente, se identifican en el objetivo de pensar y nombrar la (des)fundamentación y la infundamentabilidad del poder.

El alcance filosófico de esta argumentación, que pretende ir más allá de lo expresado en el clásico teorema de la secularización, radica en que desde ella Agamben, mimetizando una vez más un gesto de Schmitt, propone un nuevo criterio de politicidad altamente formal, un nuevo concepto de lo político: "¿Cuál es la sustancia –o el procedimiento, o el umbral– que permite conferir a algo un carácter propiamente político? La respuesta que sugiere nuestra investigación es: la gloria, en su doble aspecto divino y humano" (Agamben 2008, 279). El pueblo es esencialmente gloria, aclamación. Todo ello significa que tanto lo político como el poder (el poder de lo político y lo político en cuanto poder) son esencialmente una nada recubierta de gloria; un índice y un factor de la inacción e insustancialidad de lo humano.

La política de lo posible

A partir de la comprensión de lo político en Occidente, Agamben deduce la paralela comprensión de la vida humana que la sostiene. Se trata de la antropología política, es decir, de la concepción de lo humano que precisa la correspondiente concepción de lo político para fundarse. Una vez remitido, en la Modernidad, todo sentido al hombre mismo, la idea que se tenga de éste es índice de una determinada política, a la vez que factor indispensable suyo.

Mientras que en el hobbesiano y hegeliano Schmitt la antropología política es pesimista, subrayando la insuperable conflictividad que define al ser humano (Schmitt 2002a), en Agamben la centralidad de la gloria en la constitución del poder político lo lleva a sugerir que lo que define al hombre es la ausencia de tarea propia y de objetivo, la inacción. Son justamente tales rasgos fundamentales los que harían posible su incomparable operatividad (Agamben 2008, 265).

Si se extraen las consecuencias de este argumento tenemos que lo que caracteriza y sostiene la sustancia política en Occidente no es el miedo, como en el realismo de corte hobbesiano, sino la inacción, la quietud que Spinoza remitió a la contemplación de la propia potencia de obrar. La que Pablo adscribió a la vida mesiánica, y cuyo índice (y factor) es el hos me que desactiva el tiempo. Ya en un ensayo anterior Agamben había localizado en la fórmula de 1 Cor 7, 29-32 ("los que compran como no poseyentes y los que usan el mundo como no abusantes") el rechazo paulino de todo nomos e imperio, de toda propiedad jurídico-fáctica, y, en esta medida, la mejor descripción de la vida mesiánica (Agamben 2006, 35 y 48s). Vivir mesiánicamente equivale a vivir en el hos me, y ello implica vivir en la permanente apertura o posibilidad que define al hombre, desposeyéndolo de toda propiedad, incluso de la identidad. Tal experiencia mesiánica constituiría el opuesto simétrico de lo implicado en la teología política y en la biopolítica que la acompaña. Todo ello explica tanto el recurso de Agamben a la categoría heideggeriana de "posibilidad" (sobre la que volveremos ulteriormente) como a determinada interpretación (abiertamente deudora de Benjamin y de Taubes; véase Taubes 2000, 34; Taubes 2007a) del tratamiento paulino de la figura del Mesías, que usa como índice de una vida que ha superado (o desactivado) el derecho y su fundamento teológico; esto es: una vida liberada del gobierno teológico-político.

La propuesta alternativa de Agamben parece demandar, pues, el sustraer la potencia esencial del hombre de su aprehensión por y para la gloria –por y para lo político–, y ello en orden a mantenerla intacta, desactivada, desligada de todo acto, quieta. Sólo entonces emerge la subjetividad como inacción, sólo entonces coinciden bios y zoé, siendo liberado el hombre de todo destino.

Es forzoso –y conveniente– dotar de un alto grado de abstracción tal propuesta; no parece implicar una invitación a vivir en la mera contemplación o en estado vegetativo. Con el término "abstracción" se quiere significar en este contexto que la praxis que Agamben opone al gobierno teológico-político y biopolítico prescinde de las constricciones que los distintos saberes sociales imponen con sus teorías sobre el ser humano. Dicho de otro modo: tanto las descripciones genealógicas de Agamben como sus propuestas alternativas no atienden suficientemente a aquellas dimensiones humanas que sólo saberes más atentos a las particularidades de lo empírico (sociología, economía, politología, etc.) pueden aprehender; dimensiones que no recogen los discursos teológicos y los ontológicos, cuyas categorías, especialmente útiles para establecer grandes continuidades diacrónicas y sincrónicas, evidencian la adopción de perspectivas en las que se pierden relevantes características de la realidad.5 El resultado de ello son metáforas descriptivas cuyo vínculo con lo real es más débil que el de, por ejemplo, los ideales tipos weberianos. Análogamente, se nos sugiere una praxis abstracta y contrafáctica, que propiamente se constituye en una superación o desactivación de toda praxis "ante los ojos", de toda "forma de vida" (Agamben 2004, 94).

Lo anterior implica que el argumento de Agamben es histórico-conceptual, alejándose de un programa de acción; más aún: resistiéndose a toda reducción programática. Pese a ello, el filósofo italiano ofrece un modelo de esa operación, consistente en suspender la efectividad de una obra humana, y, en esta medida, un modelo para una política alternativa a la que nos domina. Se trata de un modelo cuya ejemplaridad para con la política no es evidente prima facie: el poema. La razón sería que en la poesía es desactivada la función comunicativa de la lengua, reposando ésta en sí misma, contemplando su potencia de decir y abriéndose a un nuevo uso posible. "Lo que la poesía lleva a cabo en relación con la potencia de decir, la política y la filosofía deben llevarlo a cabo en relación con la potencia de actuar. Al inactivar las operaciones económicas y biológicas, muestran lo que puede el cuerpo humano, lo abren a un nuevo y posible uso" (Agamben 2008, 271).

La política –en la que, como buen conocedor de Schmitt, incluye el derecho– debe desactivar su función katechontica, esto es, aquella con que la caracterizó el mismo Schmitt subrayando el freno que el Estado supone frente a la anomia (Schmitt 2002b, 22-26 y 54). La política debe reconciliarse con la vacía potencialidad de la vida humana, sustituir su negación por la afirmación de su mera y espontánea gestualidad. En este sentido, el actual dominio del espectáculo constituye para Agamben una inaudita oportunidad de apropiarnos lo más-común y experimentar el hecho de que uno habla, ya que incorpora algo así como una posibilidad positiva, que se trata de utilizar contra él (Agamben 1996, 52s; Agamben 2000a, 71). Algo análogo han defendido Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, para quienes la vaciedad del espectáculo implica la apertura de una nueva situación: la de la coexistencia, que no remite a nada distinto de ella misma para simbolizarse y producir sentido (Nancy 1996, 72s y 90; Lacoue-Labarthe 2002, 83).

¿Una comprensión impolítica de lo político? Placeres y peligros de la abstracción

Más allá de sus breves observaciones a propósito de la historia de los conceptos, que pretende sustituir por un estudio de las signaturas, parece evidente la orientación histórico-conceptual que preside la obra de Agamben, para quien conceptos políticos fundamentales como los de soberanía, poder constituyente o gobierno deben ser abandonados o, por lo menos, pensados de nuevo desde el principio (Agamben 2000a, 93). Si se interpreta desde este objetivo la producción del filósofo romano es posible evidenciar tanto su contribución teórica al pensamiento político contemporáneo –y, en esta medida, a la propia política efectiva– como sus limitaciones a este respecto.

La genealogía agambeniana del poder político en Occidente continúa la tradición que sustrae la política de todo valor y la ve como mera violencia organizada. Si para Walter Benjamin la clave de la política moderna es la violencia (Benjamin 1998, 23-45), también Agamben ha mostrado que el vínculo entre soberanía y violencia es plenamente actual (Agamben 1998, 47-51; Agamben 2000a, 90; Agamben 2000b, 16ss). La introducción de la perspectiva biopolítica (no exenta de problemas) (Negri 2007, 118) le permite vincular tal concepción de la soberanía con los análisis de Foucault, remitiendo la esencia de la política moderna a la empresa de gestión e información de la vida (Agamben 1998, 9-23). La categoría benjaminiana de "nuda vida" es la elegida para señalar el portador del nexo entre violencia y derecho que define la estructura de la soberanía, esto es, la vida ordenable producida por el Estado como referencia desde y sobre la cual legitimarse. Y si la vida es lo puesto en bando por la ley, lo producido y gestionado por el derecho, se comprende que la figura con la que debe nombrarse al ciudadano sea la de homo sacer. Según Agamben, tal lógica biopolítica preside tanto el desenvolvimiento del Estado nazi como el de las democracias contemporáneas, que también tienen su paradigma en el campo de concentración y en el objetivo de politizar la zoé (Agamben 1998, 18ss, 79ss, 108ss, 130 y 212; Agamben 2000a, 15ss).

Esta breve síntesis de determinadas premisas de Agamben, si bien es forzosamente parcial, sí permite al menos reconstruir los aspectos fundamentales de su propuesta alternativa, localizando y evaluando la dimensión normativa oculta en sus descripciones histórico-conceptuales. Su objetivo general pasa por pensar una política libre del bando soberano, esto es, una política que haga del propio cuerpo base de una forma de vida, un bíos que sea sólo su zoé, una esencia que sea sólo su existencia (Agamben 2000a, 95 y 116). El presupuesto teórico necesario a este objetivo es la tesis de que la vida no precisa ser politizada, pues incluye en sí lo político (Agamben 1998, 21). Y las herramientas conceptuales que usa proceden de Heidegger, con el que también mantiene diferencias (Norris 2005). En concreto, profundiza en la categoría de "posibilidad" (Heidegger 1996, §§ 9, 31, 45), en orden a sugerir una nueva ontología que torne superflua la tarea metafísica que ha asumido la política en Occidente. Si politizar es "actualizar" la desnuda y potencial vida, la política que viene pasa por una ontología que piense la potencia sin relación alguna con el acto, pues sólo desde ella será posible una política sustraída al principio de la obra y para la que la nuda vida sea ella misma forma-de-vida (Agamben 1998, 66; Agamben 2000b, 152 y 166). La política debería renunciar a la tarea de negar la posibilidad que define al singular cual sea remitiéndola a formas de vida que niegan tal carácter. Dicho singular nombra lo humano como mera y vacía posibilidad, como existente cuya esencia es sólo su ser así, pura exposición al margen de propiedad alguna que lo haga perteneciente (Agamben 1996, 9s y 16ss). En consonancia con esto, si toda determinación es una negación, se comprende que lo liberador pase por un genérico modo de existencia en la potencia (Agamben 1996, 31 y 71; Agamben 1998, 83). En la medida en que la política haga justicia a la ausencia de tarea y de naturaleza propias que define lo humano, se convierte en el mejor índice de la inocupación esencial de los hombres, del carácter argós que, en la Ética a Nicómaco, Aristóteles predica de ellos (Agamben 2000a, 117).

Pero si lo emancipador no cae del lado de las acciones sino de la pura posibilidad, la dimensión normativa de los ámbitos prácticos (ética y política) se reduce a lo que Agamben genéricamente caracteriza como una "exposición de la propia potencia e inactualidad" (Agamben 1996, 23, 32, 42 y 65). Ética y política se confunden entonces con la ontología, pues el mero existir tal-cual-se-es constituye la única obligación, el único gesto que no viola la politicidad y la dulzura natural de la zoé (Agamben 1996, 15 y 66; Agamben 2000a, 16). Tal gesto es remitido a dos praxis: pensamiento y amor. Las únicas que poseen la virtud de borrar al sujeto de la obra y la obra del sujeto; las únicas que reúnen la vida a su forma, es decir, que hacen de las formas de vida forma-de-vida, las únicas que hacen justicia a la permanente posibilidad de un mesiánico resto (Agamben 1996, 10, 31 y 74; Agamben 2000a, 18 y 98; Agamben 2006, 107).

Así, pues, el reto de la política que viene es hacerse cargo del carácter argós del hombre, de su radical potencialidad (Agamben 1998, 142). Una política que haga justicia a las singularidades cual sea es prueba de un tipo de comunidad heterogénea al Estado. Las implicaciones mesiánicas e impolíticas del comunitarismo de Agamben (Galindo 2005, 114-132; Galindo 2008, 239-250) no pueden ser analizadas aquí con detenimiento. Bastará con subrayar que tal comunidad carece de condiciones de pertenencia –aunque tampoco se constituye por su ausencia–, así como de proyectos y de obras. Es una comunidad que ni excluye ni se deja representar, que son los dos pilares que sostienen el Estado teológico-político. Su factor radica en la experimentación del puro ser-lingüístico del hombre, lo cual es factible en una época dominada por el espectáculo (Agamben 1996, 52ss). Lo que parece claro es que tal experiencia comunitaria difiere de la comunidad estatal en los dos rasgos que, desde Schmitt, cabe considerar centrales de ésta: su carácter representativo de una realidad trascendente (nación, voluntad general, etc.) y su poder y actividad. La comunidad que viene es irrepresentable e inidentificable, pasiva e impotente. Una comunidad que, al igual que la figura de lo mesiánico, rebasa y desactiva todo nomos.

Agamben parece contraponer la politicidad tal como ha sido entendida en Occidente a la politicidad que reflejan y reclaman praxis como la contemplación y la inacción. La quietud que preside ambas permitiría desactivar toda forma de vida, abriendo de este modo la dimensión de lo político (Agamben 2008, 267ss). Más allá de la dialéctica de la autenticidad que pueda ocultarse tras el radical inmanentismo de esta comunidad pasiva e irrepresentable (Negri 2007), lo que parece evidente es que la argumentación genealógica de Agamben adscribe a todo ordenamiento, a toda política, una lógica teológica que iría prendida tanto del polo de la soberanía como del de la gubernamentalidad económico-biopolítica, a su juicio inseparables. Toda normatividad reproduce el bando, y las sugerencias de Agamben para escapar de él no parecen tener en cuenta los condicionantes sociales de lo político. Más bien se trata de sugerencias teóricas cuya particular dimensión normativa puede inferirse de la genealogía de lo político (soberanía y gobierno) que propone. En este sentido, el proyecto de Agamben puede considerarse una crítica de las pretendidas objetividad, racionalidad y universalidad de las categorías políticas modernas, que se sirve del estudio de su origen y su significado (que considera históricamente determinados).6

No obstante, la problematización del léxico político moderno presente en la obra de Agamben no parece escapar de los peligros de una gran abstracción, básicamente los que se siguen de la subestimación de los rasgos que permiten diferenciar los conceptos y, sobre todo, las experiencias que éstos recogen. Dicha abstracción constituye uno de los elementos que identifican el weberianismo típico-ideal de la historia de los conceptos de Koselleck. Una confrontación de ésta (esto es: de la historia de los conceptos) con el pensamiento de Agamben puede servir para iluminar este último.

De la historia conceptual se ha criticado su excesivo interés por localizar –en su combate contra el historicismo– un plano unitario desde el cual entender la dinámica histórica (Chignola 1998, 32s). Es cierto que la historia conceptual libera a los conceptos de su contexto y coordina sus significados a través del curso del tiempo, ya que en ellos se sedimentan sentidos correspondientes a épocas y contextos diversos (Koselleck 2001, 38); de ahí que su rasgo fundamental sea su capacidad de trascender su contexto originario y proyectarse en el tiempo (Koselleck 1993, 112s y 123). Y como los conceptos permiten articular diversas experiencias sociales de épocas distantes, la historia conceptual haría factible reconstruir procesos de largo plazo. En este sentido, implica una zona (Sattelzeit) en la que el pasado y sus conceptos se adentran en los conceptos modernos –la asunción del teorema de la secularización sería una prueba de ello– (Koselleck 2003, 39-71).

Pero aunque el proyecto de Koselleck incluye una explicación de las transformaciones que experimenta el léxico político en la Sattelzeit –así como una teoría sobre la sociedad civil burguesa en la que se gestan dichos cambios, otra sobre los conceptos y su vínculo con la historia, y una reconstrucción trascendental de las condiciones de posibilidad de toda historia–, pese a todo incurre en la priorización del presente, en orden a inferir una historia que, unificando presente, pasado y futuro, muestre su genealogía (Chignola 2003, 40). Tras ello se oculta la asunción del cuadro categorial moderno, que es proyectado retrospectivamente, considerándolo histórico a la par que universalizable.

Agamben, por su parte, asume que el presente impone las condiciones para pensar la política y sus conceptos (vinculando de este modo lo premoderno y lo contemporáneo), pero también lo problematiza desde un abierto antihistoricismo, cuestionando la racionalidad de los conceptos políticos modernos y su condicionamiento de la acción política presente. De esta forma evidencia, frente al contextualismo de tipo skinneriano, que hay problemas perennes en teoría política, al menos en el sentido de que nuestro contexto lingüístico se superpone a otros contextos y, por tanto, también a los conceptos definidos por dichos contextos, siendo posible traducirlos y evaluarlos (Bevir 2003, 14-17).

Sin embargo, más allá de –o tal vez debido a– la ausencia de una explícita y sistemática exposición de la metodología histórico-conceptual subyacente, lo que parece evidente es que sólo adoptando formulaciones radicalmente abstractas de los problemas políticos puede Agamben establecer continuidades tan ambiciosas como las que propone –en orden a explicitar y combatir el nexo de lo político con lo teológico–, por ejemplo, entre la doctrina oikonomica trinitaria de san Ireneo y la actual invasión mediática que oculta y legitima la insustancialidad del poder. Frente a tal estrategia es preciso problematizar explícitamente el hecho de que es nuestro vocabulario el que permite, según el nivel de abstracción que asuma, otorgar similitud o continuidad entre conceptos y problemas políticos de diversos textos y contextos, consagrándolos como perennes. En esta medida, la opción teórica también revela una opción crítica y política.

La de Agamben pasa por una apuesta decidida por la presuposición y la reconstrucción de ambiciosas continuidades. La historia de Occidente es tratada como un friso de cuya homogeneidad sería índice –y factor– el léxico político. Tan intensa es la continuidad que se comprende el que pierda su sentido incluso la diferenciación entre teología y política (Agamben 2008, 238). Pero aunque es justo reconocer que el debate entre partidarios y detractores del teorema de la secularización evidencia la circularidad propia de la comprensión de los hechos sociales e históricos, resultando en ocasiones forzado y meramente retórico (Galindo 2006, 117-137), no es menos cierto que una abstracción excesiva y acrítica debe inmunizarse respecto de la historia social, debiendo buscar asideros menos fiables para sostener sus propuestas teóricas. Ello explica el frecuente recurso de Agamben a la dimensión filológica como argumento a favor de la continuidad conceptual.

Ahora bien, los conceptos no son autosubsistentes Ideas lovejoyanas; los conceptos recogen experiencias históricas (Koselleck 1993, 287s). Por ello resulta problemática la defensa de Agamben de una continuidad esencial (diacrónica y sincrónica) entre las diferentes tipologías de forma estatal y entre los diferentes gobiernos: como vimos, la vida en las sociedades democráticas contemporáneas es, a su juicio, sustancialmente idéntica a la vida que no merecía vivir para el nazi (Agamben 1998, 172ss y 228). Análogamente, sólo marginando muchos datos es posible afirmar que no hay oposición entre el liberalismo de Smith o de Hume y el providencialismo de los fisiócratas (Agamben 2008, 308). Como vimos, su cara a cara con lo implicado en el teorema de la secularización lo lleva a sostener que tanto el republicanismo rousseauniano como la inmanente oikonomia de los modernos no sólo no han salido de la teología, sino que dan cumplimiento al proyecto de la oikonomia providencial, manteniendo el modelo teológico del gobierno del mundo (Agamben 2008, 208 y 308). La afinidad entre teología y política se funda igualmente en la propia abstracción y formalidad del nuevo concepto de lo político que propone Agamben: si lo político se remite a la glorificación, todo ámbito es susceptible de politización, borrándose las diferencias no sólo entre lo eclesial y lo estatal, sino entre lo estético, lo económico, etc. (Tal vez una prueba de ello la tengamos en el tipo de atracción –multiplicada y extendida por los mass media– y en las reacciones que suscitan y reclaman determinadas figuras carismáticas, en las que las dimensiones política y estética parecen intercambiarse).

Otra manifestación de abstracción igualadora se evidencia cuando Agamben sostiene que toda opinión pública es consensus y gloria que legitima al poder. No sólo es que no establezca ninguna diferencia esencial entre la aclamación popular directa que sostiene el Estado-nación holístico y las impersonales formas comunicativas propias del Estado neutralizado, sino que propiamente sostiene una afinidad esencial entre ambas: se trata de las dos caras de la misma praxis glorificadora (Agamben 2008, 278). De la dimensión crítica del poder que pueda haber en el ejercicio de opinión pública (Koselleck 1965) no queda ni rastro, no digamos ya de la dimensión racionalizadora del mismo (Habermas 1986, 383ss).

La abstracción no sólo afecta a la genealogía conceptual, sino a la propia dimensión normativa presente en sus descripciones, que parece incompatible con una influencia en las instituciones políticas o afines. Así, aunque con frecuencia alude a fenómenos sociales concretos, su argumentación sólo parece informada por ellos de manera muy indirecta, y siempre con la finalidad de testimoniar el desastre. Hay en la mirada de Agamben una especial habilidad para establecer la etiología de ciertos males sociales y políticos, no tanto para contribuir a evitarlos o a corregirlos. Sus contra-fácticas sugerencias alternativas, diseminadas en sus argumentaciones genealógicas, carecen de una reflexión sobre las mediaciones, pareciendo subestimar lo que pueden los hombres, y contentándose con contemplar lo que podría ser el caso. Ello explica su recurso a aquellas fórmulas, experiencias y argumentos que se han destacado por cuestionar el totalitarismo de todo Nomos, de todo Fundamento: del hos me paulino a la política como nihilismo de Benjamin, del usus pauper franciscano al I would prefer not to de Bartleby o al voyou désœuvré de Kojève. Es la gran abstracción que emplea para poder mirar cara a cara objetos tales como "el poder político occidental" o "la oikonomia moderna", la que determina que sus propuestas alternativas no sólo sean incompatibles con el lenguaje de las mediaciones, sino que incorporen un envite difuso y contrafáctico. La razón es que hay preguntas que parece que no han perdido vigencia; más aún, que son perentorias. ¿Acaso no hay que gobernar, que armonizar, que regular, el propio poder? ¿Acaso no queremos –frente a toda conversión– poder vincular nuestro futuro con nuestro pasado y con lo que podemos ahora? ¿Acaso no implica ello creer en el perfeccionamiento de nuestras instituciones? Por lo demás, la brillantez retórica de ciertas afirmaciones de Agamben no debe impedirnos preguntarnos lo implicado en ellas, esto es, lo que realmente quiere decir con ellas. Así, por ejemplo, ante su tesis sobre la insustancialidad y ausencia de fundamento del poder (Agamben 2008, 155ss, 212 y 262), podríamos preguntar qué significaría que el gobierno tuviese fundamento en el Ser. ¿Cómo sería un gobierno que no estuviese sostenido por la performatividad humana –que no es sino otro nombre de la contingencia de todas las empresas humanas–? ¿Cómo sería un gobierno que no fuese una nada recubierta de gloria? ¿Acaso no carece todo proyecto humano de fundamento si por tal entendemos y demandamos un fundamento absoluto, inamovible, verdadero? ¿Qué perfiles tendrían un poder político y un derecho que hiciesen justicia a la ausencia de tarea propia y de objetivo que define al ser humano, y que Agamben usa en su obviedad como argumento desde el cual explicar la operatividad humana (Agamben 2008, 265)? ¿Acaso no recoge el pragmatismo liberal (y damos por descontada la abstracción de este ideal tipo) el envite de una política que renuncia a los fundamentos absolutos y se fía de su hacerse en común? ¿Por qué pensar de él que las adherencias teológicas prendidas en su vocabulario político lo deslegitiman para intentar trascender esa "máquina gubernamental" a la que Agamben reduce la política occidental?

Aunque llegue incluso a servirse de la ironía para cuestionarlos (Agamben 2008, 27), la potencialidad que Negri y Hardt adscriben a la multitudo no difiere en exceso de la que caracteriza a la comunidad de singulares cualsea. Que en el caso de éstos no se renuncie a la dimensión creativa y liberadora de la biopolítica de la multitud, y en el caso de Agamben sí, puede considerarse una prueba del carácter impolítico del pensamiento de éste, cuya crítica genealógica incorpora una dimensión normativa que tiende a reducirse a la problematización de los conceptos, con genéricas sugerencias a propósito de cómo un replanteamiento de los mismos constituiría la clave para la superación de sus efectos. Esto y no otra cosa es lo implicado en el adjetivo "impolítico":7 la adopción de un punto de vista que permite sustraer todo valor a lo político-estatal, que es visto como desnuda violencia, a la par que se apela a una experiencia comunitaria diametralmente opuesta a la procurada por el Estado, esto es: una experiencia irrepresentable y pasiva. Lo que ello trasluce es que Agamben no puede otorgar valor positivo a proyecto alguno porque no dispone de otras categorías para hacerlo diferentes a las modernas, a su juicio infectadas de teología y oikonomia. Categorías cuya operatividad pasa necesariamente por un hacer violencia al carácter argós del hombre. De ahí que proponga desactivarlas, ellas y sus productos, como el poema desactiva el sentido, esto es, como el lenguaje se desactiva en cuanto significante (se ensimisma) en el poema, haciendo de éste el modelo privilegiado de una política alternativa, de una política a la altura del acontecimiento mesiánico (Agamben 2006, 88ss). De ahí que la vaciedad e insustancialidad del singular humano y del propio poder político constituyan la base ontológica tanto del poder teológico-político y gubernamental como de la política liberadora que viene. Y es que al igual que en Nietzsche es el propio nihilismo el que admite una declinación negativa y otra afirmativa, en Agamben al nihilismo del singular y del poder debe hacérsele justicia respetando sus espontáneos gestos, y no ocultándolo mediante su gestión. La política que viene es una impolítica porque debe renunciar a introducir cualquier tipo de negación en la potencialidad humana; tan sólo debe reconocerla. De lo que se trata propiamente es de renunciar a la política tal como se la entiende desde la Modernidad, lo que en Agamben equivale a decir desde la Antigüedad. Si lo liberador cae del lado del reconocimiento de la potencialidad de lo fáctico, negado por la política, entonces basta con confiar en que, como en el psicoanálisis, la cura llegue con la mera descripción de la etiología de los síntomas del mal. De hecho, Agamben señala explícitamente que sólo mediante una operación arqueológica como la que él desarrolla –esto es, que explicite los vínculos entre el poder político y la teología– es posible desmontar y desactivar el dispositivo económico-teológico que sostiene y explica el actual dominio del gobierno y de la economía sobre una soberanía popular vaciada de todo sentido (Agamben 2008, 298s y 309s).

La pertinencia filosófica y política de una historia conceptual como la de Agamben radica en el hecho de que nuestros conceptos políticos son los modernos, permaneciendo activas en nuestras sociedades y en nuestros gobiernos las tensiones y las patologías de la modernidad. Ciertamente, han cambiado los contextos. Pero una historia conceptual rigurosa es capaz de identificar problemas perennes e informarnos de los peligros inherentes a la teologización de lo político que subyace en la idealización de cualquier concepto. En este sentido, ofrece criterios para un uso responsable del lenguaje político, sirviendo así a la intervención política (Villacañas 1998, 171). Por ello, la crítica anti-sublimadora presente en una historia conceptual como la de Agamben no sólo contribuye a la siempre deseable autolimitación del poder, mostrando sus aporías y adherencias teológicas, sino que estimula y sostiene la renovación del derecho y de las instituciones, evidenciando su falibilidad y contingencia.

Es posible, sin embargo, compartir la convicción acerca del peligro inherente a toda absolutización o divinización de lo humano –ya sean conceptos o instituciones—, y pese a ello no subestimar los frágiles logros (efectivos, no meramente potenciales) en orden a adaptarse al mundo y sobrevivir, discriminando entre ellos. Ello sería signo de que, por no esperarlo todo, aún se espera algo. Es lo que hizo el ya citado Blumenberg. Aunque defendió que la autoafirmación moderna es compatible con la contingencia, también reconoció que puede incurrir en el absolutismo y en la divinización del hombre, siendo ello especialmente visible en la esfera científico-técnica (Blumenberg 1999, 139). Pero como las expectativas de sentido heredadas del providencialismo cristiano no pueden ser colmadas por la ciencia, su sugerencia fue limitarlas. Tal sugerencia, de explícita ascendencia kantiana, implica defender una forma de relación con los demás basada en la producción, mediante la retórica, de un consensus anclado en la finitud humana y que, aun ante la ausencia de certezas, sea capaz de legitimar la acción frente al absolutismo de la realidad (Blumenberg 1999, 121-136 y 170).

La distancia entre este pensamiento de Blumenberg y el de Agamben viene determinada por el reconocimiento de que las demandas perentorias de la realidad, índice y factor de la finitud del hombre, no permiten soportar ilimitadamente un escepticismo que afecte a la praxis, y que para ésta basta con el fundamento y la motivación que proporciona el reconocimiento de que la ausencia de razones incuestionables no equivale a arbitrariedad, sino que tan sólo es prueba de la contingencia que acompaña a todo lo que procede del ser humano.

Comentarios

1 Si bien es en el monumental ensayo La legitimación de la Edad Moderna donde Blumenberg expone por extenso dicha concepción, en un texto menor (recogido en Taubes 2007b) presenta explícita y sucintamente la tesis que aquí hemos sintetizado.

2 El teorema de la secularización no sólo es asumido en referencia a lo jurídico-político, sino también a la filosofía de la historia. Como para Löwith o, más tarde, Koselleck, la filosofía de la historia del idealismo alemán es para él efecto de la concepción teológica del nexo "económico" entre revelación e historia (Agamben 2008, 61).

3 Agamben se ha implicado en un análisis de la metodología histórico-conceptual en un ensayo de 2008, Signatura rerum: sul metodo. Turín: Bollati Boringhieri.

4 Agamben sostiene que Schmitt habría secularizado la tesis de Peterson acerca de la esencia política de la liturgia eclesiástica y, en esta medida, de la misma Iglesia (Agamben 2008).

5 Me permito remitir, a propósito de algunos peligros de esta abstracción, al magnífico artículo "Disparos por elevación" de Arcadi Espada (2009).

6 En ello resulta afín a teorías de otros filósofos italianos como Esposito, Galli, Duso, etc. (sobre éstas, puede verse Chignola 2003).

7 Asumo la caracterización de Roberto Esposito, que remite lo impolítico a las ideas de irrepresentabilidad y desvalorización de la acción presentes en diversas críticas al poder (del sujeto) y al sujeto (del poder), tales como las vehiculadas en textos de Broch, Canetti, Weil, Arendt, Bataille, etc. (Esposito 2006).


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Fecha de recepción: 7 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 31 de agosto de 2009 Fecha de modificación: 5 de septiembre de 2009

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