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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.36 Bogotá maio/ago. 2010

 

Descifrar nuestra hostilidad política: historias, categorías e intenciones

Íngrid J. Bolívar

Pregrado en Ciencia Política e Historia y Maestría en Antropología Social de la Universidad de los Andes. Actualmente es profesora asistente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Discursos estatales y geografía del consumo de carne de res en Colombia. En El poder de la carne. Historia de ganaderías en la primera mitad del siglo XX colombiano, ed. Alberto Flórez, 231-289. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2008; y Reinados de belleza y nacionalización de las sociedades latinoamericanas. Revista Iconos 28: 71-80. Correo electrónico: ibolivar@uniandes.edu.co.


El texto presentado por Ángela María Estrada y su preocupación por los crecientes desencuentros entre académicos, miembros de ONG, funcionarios públicos y activistas –a propósito de las formas de apoyo psicosocial requerido por las víctimas del conflicto armado colombiano– me suscitan varias reflexiones.

Las notas de campo y las entrevistas transcritas por Estrada muestran bien que la discusión sobre la "estrategia de apoyo psicosocial" no puede separarse de las trayectorias sociopolíticas de actores específicos. Actores llamados a o interesados en promover e implementar tales estrategias, ya sea desde la denominada "sociedad civil" o desde el Estado. Escribo sociedad civil entre comillas porque, como han mostrado varios autores (Bobbio 1997; Lechner 1996a, 1996b), el término no es nada neutral o sencillamente descriptivo. Más bien, la dicotomía Estado-Sociedad Civil tiene alcances diferenciables en filosofía política, en teoría social y en discusiones políticas específicas. Norbert Lechner, por ejemplo, mostró que en América Latina la sociedad civil ha sido invocada con fines políticos tan distintos como la lucha contra el autoritarismo, el rechazo de la política y la reforma del Estado (Lechner 1996a).

Estrada invoca la sociedad civil, pero en Colombia tal invocación es parte ya de interesantes debates académicos y políticos. Debates que parten del hecho de que en muchas regiones colombianas Estado y Sociedad Civil no son "entidades" o espacios de relación tan diferenciables como supone la distinción. Y no lo son porque, en varias zonas, el Estado se monta y funciona a través de las redes de poder social que equívocamente podríamos denominar sociedad civil. Este punto es de crucial importancia porque ha demorado nuestra comprensión del tipo de Estado, de prácticas políticas y de relación entra actores armados y sociedades regionales que se han configurado en Colombia. Además, no se trata de una particularidad colombiana o siquiera latinoamericana sino de los efectos que visiones homogeneizantes y poco históricas de la historia del Estado en Europa han tenido en las comprensiones prevalecientes del Estado y la política. Quienes han estudiado la formación del Estado en Europa y el Tercer Mundo contrastan precisamente el tipo de relaciones que construyen Estado y "sociedad civil".

En los países centrales de Europa, el Estado emerge de los procesos sociales, representa el triunfo de unos grupos sobre otros y "logra" ir separando –aunque siempre de formas incipientes– los poderes burocráticos de las otras formas de poder social. Por contraste, en el Tercer Mundo, el Estado funciona más como un aparato administrativo que tiende a estar más o menos cooptado por lógicas de reproducción del poder social de grupos específicos (Mann 1997; Barkey y Parikh 1991). Esta perspectiva más histórica y sociológica sobre las relaciones entre Estado y Sociedad Civil contrasta con las aproximaciones normativas y organizativas vigentes hoy, y según las cuales Colombia sería un país con una intensa sociedad civil, por cuanto hay un alto número de organizaciones sociales e incluso de acciones colectivas contestarías.1 Aspecto que, sin embargo, no se puede negar y cuyo significado se torna aún más importante si se compara el mundo de las organizaciones sociales y de la acción colectiva organizada colombianas y el de otros países de Centro y Suramérica.

Otra cuestión al respecto, y que alude a "quienes" desde la "sociedad civil" intentan hacer qué, tiene que ver precisamente con el grado de organización, legitimidad y acceso al Estado que tienen algunos de los actores de la sociedad civil (empresarios, prensa, Iglesia, academia e, incluso, algunas organizaciones no gubernamentales) frente a otros (organizaciones comunales, étnicas y de base).

Incluyo en mis comentarios esta discusión sobre "sociedad civil" porque atender a esas diferencias y tener presente las distintas trayectorias políticas de los actores implicados en el desarrollo de una perspectiva de atención psicosocial nos ayudan a comprender algunas de las hostilidades detectadas por Estrada e, incluso, la propia dificultad para dar un trato igual a los diferentes grupos de víctimas.

En efecto, los desencuentros entre actores del movimiento de Derechos Humanos, funcionarios públicos y académicos en torno al apoyo requerido por las víctimas tiene que ver con diferentes trayectorias organizativas y sociopolíticas de cada uno de estos actores y a disímiles visiones acerca de lo que está en juego con el conflicto armado entre guerrilla, paramilitares y Estado. Sin suponer que cada uno constituye una entidad monolítica o sin fisuras, sí podemos subrayar la relación del movimiento de Derechos Humanos con las redes organizativas profesionales de la universidad pública, sensible o "sensibilizada" por temas y formas de política cercana a la denominada izquierda. Las relaciones ambiguas de esa izquierda con la academia y con las formas de acción colectiva y de movilización política han sido exploradas por Mauricio Archila (2003 y 2006), entre otros. Lo que me interesa aquí es subrayar que los desencuentros y la hostilidad encontrados por Estrada hablan también de esas historias de largo plazo sobre redes organizativas de izquierda, academia, proyección y comprensión de la movilización social y de la diferencia regional, entre otras cuestiones. Estrada y su equipo están interesados en las retóricas con que diferentes actores sociales acogen la tarea de montar una estrategia psicosocial. Ellos muestran cómo, en torno a esa obligación legal recientemente impuesta, los actores reeditan peligrosas polarizaciones. Mi punto simplemente es recalcar que en las hostilidades de hoy se actualizan y resignifican tensiones profesionales y sociales que aún están por estudiarse y que, como mencioné antes, tienen que ver con la historia de la institucionalización de las ciencias sociales, la universidad pública, la izquierda y las formas de intervención del Estado en temas "sociales".

Una segunda cuestión que quisiera recalcar tiene que ver con el "anhelo" de una estrategia psicosocial compartida. En efecto, a primera vista, todos podríamos coincidir en el anhelo de una "estrategia de apoyo psicosocial" altamente "técnica", "profesional", basada en conocimientos "expertos" y, por eso mismo, supuestamente separada de vericuetos e historias políticas. Una forma de "intervención psicosocial" que no discrimine entre víctimas, que sea de acceso general y que no favorezca las formas de contraposición política entre los grupos en pugna. Sí. Podríamos coincidir en ese anhelo. El problema arranca cuando recordamos que ese anhelo tiende a ignorar o, por lo menos, a subestimar las ambigüedades de la vida social y las difíciles relaciones entre formas de conocimiento, formas de poder y experiencia social.

Me explico mejor. Estrada expresa su preocupación por la hostilidad y la polarización que encuentra en las relaciones entre los miembros de las ONG y los funcionarios públicos, a propósito del tipo de atención que se debe dar a personas víctimas del conflicto o de la situación de guerra que atraviesa el país. La autora recuerda, adecuadamente, que tal hostilidad se enmarca en un conflicto político más amplio en el cual el gobierno del presidente Uribe ha presionado por la redefinición social y política sobre quiénes son los actores en disputa, el tipo de disputa en juego y las posibles salidas. Incluso, Estrada llama la atención sobre la creciente importancia política que cobra el "lenguaje" en las relaciones entre las partes. Algunos lectores podrían encontrar en esas referencias del texto de Estrada solamente una semblanza de polarizados espacios políticos, de tercos y politizados integrantes de organizaciones no gubernamentales, de concernidos funcionarios públicos y de "especialistas" de lo "psicosocial" buscando hacer bien su trabajo. Aquí no quiero poner en duda la existencia de tales espacios políticos marcados por la hostilidad, y menos aún dudar de la entrega y decisión con que activistas, funcionarios y expertos asumen su tarea de velar por las víctimas, aun cuando, con frecuencia, terminen "enfrentados" unos con otros. No quiero hacer eso, no porque no me preocupe, sino porque nos lleva por el camino de la culpabilización de las personas y no por el de la identificación de las condiciones que pueden hacernos más libres y responsables al hacer lo que hacemos, ya sea en condición de activista, funcionario o investigador.

Precisamente, el texto de Estrada me hace revivir mi propia dificultad para aclararme y para articular mi experiencia como funcionaria de una ONG que tiene a cargo procesos de formación política y, en menor medida, de intervención "psicosocial" con mi práctica como investigadora de temas de violencia política y formación del Estado. Mi trabajo durante más de diez años en una ONG me mostró que las formas de "intervenir" y de "apoyar" desde lo psicosocial o desde la formación política o desde la implementación de proyectos productivos no es sólo una forma de apoyar. Es también una manera de promover, disipar y gestionar determinados modos de experimentar el mundo y de juzgar las relaciones sociopolíticas en las que viven otros. En calidad de funcionarios de una ONG o de activistas sociales de una determinada organización nos encontramos promoviendo específicas formas de pensar el mundo y de juzgar las relaciones sociales. Formas que, como científicos sociales o como investigadores de temas de violencia política y formación del Estado, podemos reconocer como "burguesas", "liberales", "individualistas", "ahistóricas" (Archila y Bolívar 2003; Bolívar 2003; Bolívar 2006).

Así sucede con el tema de la salud mental y el apoyo psicosocial. Ambas "categorías" se han establecido y afianzado como formas de pensar las relaciones humanas en contextos políticos más o menos "pacificados" o más o menos caracterizados por el monopolio de la violencia y la consecuente individuación. Sin negar las diferentes perspectivas dentro de lo que se denomina "apoyo psicosocial" o "salud mental", puede afirmarse que bajo ambas referencias suele hacerse de los eventos de violencia eso: eventos, anomalías, relaciones deshumanizadoras. Circunstancias traumáticas que desde afuera del individuo o de los grupos los amenazan no sólo en su integridad física, sino también en su integridad mental.

El recorrido que hago puede parecer obvio pero tal obviedad no es más que la muestra del exitoso olvido que los integrantes de las sociedades contemporáneas han tejido sobre la violencia como un fenómeno social. Varios autores (Escalante 1991 y 1992; Elias 1994) se han ocupado de mostrar que en otras sociedades, tiempos o espacios de relación la violencia puede parecer "tan natural como una hambruna, tan natural como una sequía". Los autores coinciden en que es el esfuerzo estatal por monopolizar la violencia lo que permite que ella emerja como acto diferenciable y del que son responsables unos actores. Me detengo en esta discusión porque las perspectivas actuales sobre "apoyo psicosocial" tienden a ignorar ese carácter de la violencia como proceso y fenómeno social que articula grupos e intereses, y a convertirla solamente en un acto "dañino" de unos sobre otros. Acto que genera trauma, dolor y problemas mentales. Entre nosotros, ya Iván Orozco ha comentado algunas de las consecuencias que está teniendo la transformación creciente del estudio de la violencia, de aproximaciones histórico-bélicas que reconocen el carácter de instrumento político que aquélla tuvo o tenía hacia comprensiones de la violencia más centradas en sus "efectos" sobre las víctimas.

Estas transformaciones conceptuales, unidas al olvido de la reciente emergencia de la violencia como fenómeno social diferenciable, inciden en la hostilidad que Estrada reseña. Abogados, psicólogos y activistas pueden acercarse cuando condenan la violencia por amenazar las libertades y la salud mental de los individuos. Sin embargo, más allá de la condena, la tarea de comprensión de los lazos entre actores armados, sociedades regionales y redes políticas aguarda. Trabajar por esa comprensión no implica ignorar la existencia de victimas y los efectos psicosociales de la guerra. No podemos ignorar tales cuestiones, pero tampoco podemos consagrarlas como punto de partida del análisis o de la discusión.

Quisiera ser capaz de poner entre comillas la existencia de víctimas y de daños psicosociales. No porque no crea que existen sino porque no quiero esencializarlos y porque no quiero que las categorías analíticas y los modos de presencia a que ellas me invitan me hagan sólo corroborar semejante encuentro. Aunque quisiéramos que no hubiera distinción entre las víctimas, en algún punto, la distinción la hace la vida. Pero la distinción no es entre personas sino entre situaciones y procesos que hacen que personas de las zonas rurales tiendan a ser sistemáticamente ofendidas y menospreciadas por actores armados con distintos tipos de intenciones –algunas buenas–. De aquellas de las que está empedrado el camino al cielo y que pueden reproducirse apaciblemente en el mundo de nuestras categorías académicas.

Gracias a la profesora Estrada por redescubrir para nosotros que, como decía un poeta español, "en la casa donde falta el pan, todos riñen y todos tienen razón". Activistas, miembros de ONG, psicólogos, expertos, víctimas, políticos. Todos riñen. Todos tienen razón. Se los consagra como punto de partida del análisis. No hay duda de que la guerra tiene unos efectos, pero una comprensión histórica y política del conflicto recalca que la violencia no sólo es externa o impacta la salud mental de unos individuos que son afectados. La violencia, en cuanto atributo de las relaciones sociales, también configura sujetos.


Comentarios

1 En esta dirección se orientan tanto la profesora Estrada como el discurso público promovido por las organizaciones no gubernamentales. Mi punto no es negar la existencia de este dinamismo organizativo o incluso de la movilización social en Colombia, sino recordar que uno y otro están inscritos en procesos políticos mucho más ambiguos y de largo plazo.


REFERENCIAS

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2. Archila, Mauricio. 2006. La izquierda hoy. Reflexiones sobre su identidad. Informe de investigación del proyecto Izquierda y nociones de vida buena en Colombia. Bogotá: Cinep - Mimeo de Investigación.        [ Links ]

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