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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.40 Bogotá Sept./Dec. 2011

 

Aprendizaje como reconfiguración de agencia

Jorge Larreamendy Joerns

El presente texto es un artículo de reflexión derivado de la investigación sobre prácticas conjuntas durante el aprendizaje de la biología.

Ph.D. en Psicología Educativa y del Desarrollo de la Universidad de Pittsburgh, Estados Unidos. Director y profesor asociado del Departamento de Psicología de la Universidad de los Andes. Correo electrónico: jlarream@uniandes.edu.co


RESUMEN

En este artículo se ofrece una perspectiva sobre el aprendizaje como cambio en la identidad, tomando como punto de referencia la teoría de la participación periférica legítima (PPL) de Lave y Wenger (1991) y desarrollando la idea del aprendizaje como reconfiguración de agencia. El artículo parte de un contraste entre la PPL y las concepciones conductistas y cognitivas del aprendizaje. Luego, examina algunas acepciones del concepto de identidad en la literatura reciente en psicología y educación. Finalmente, introduce la noción de agencia como clave para articular los conceptos de identidad, aprendizaje y práctica.

PALABRAS CLAVE

Aprendizaje, agencia, participación legítima.


Learning as a Reconfiguration of Agency

ABSTRACT

Starting from Lave and Wenger's (1991) theory of legitimate peripheral participation (LPP), and developing the idea of learning as a reconfiguration of agency, this article offers a perspective on learning as a change in identity. It begins by contrasting LPP and behavioral and cognitive conceptions of learning. Then it discusses some meanings of the concept of identity in the recent literature in psychology and education. The article ends by introducing the notion of agency as way to articulate the concepts of identity, learning, and practice.

KEY WORDS

Learning, Agency, Legitimate Participation.


Aprendizagem como reconfiguragào de agencia

RESUMO

Neste artigo, oferecese uma perspectiva sobre a aprendizagem como mudanca na identidade, tomando como ponto de referencia a teoria da participagao periférica legítima (PPL) de Lave e Wenger (1991) e desenvolvendo a ideia da aprendizagem como reconfiguracao de agencia. O artigo parte de um contraste entre a PPL e as concepcoes condutistas e cognitivas da aprendizagem. Logo, examina algumas acepcoes do conceito de identidade na literatura recente em psicologia e educacao. Finalmente, introduz a nocao de agencia como chave para articular os conceitos de identidade, aprendizagem e pràtica.

PALAVRAS CHAVE

Aprendizagem, agência, participagao legítima.


En 1880, Carlos Collodi publicó, en el periódico II Giornale di Bambini, una serie de relatos infantiles titulada Storia di un burattino. Un par de años después, la secuencia completa se daría a conocer como Le avventure di Pinocchio (2005), relato que tendría inmediata aceptación entre el público y que sería popularizado, a costa de sensible distorsión, por Walt Disney en su famosa película animada de 1940. Sobre Pinocchio existe hoy en día una cantidad apreciable de estudios críticos (Bettella 2004; West 2006). Entre mucho de lo que se ha dicho, quisiera, sin embargo, mencionar dos razones por las cuales Pinocchio ocupa un lugar destacado en la literatura.

Primero, Pinocchio constituye un relato infantil, uno de cuyos propósitos fue contribuir, por vías de la ficción pedagógica, a la formación de la identidad de Italia como nación. Parks (2009) señala que alrededor de la década de 1860, a pesar de la regencia de la monarquía piamontesa, Italia permanecía dividida culturalmente. Fue por entonces que se estableció un sistema educativo obligatorio, con la esperanza de introducir unidad y estabilidad en el contexto de una nación apenas naciente. En 1868, Collodi fue, de hecho, invitado a participar en otra iniciativa de unificación: el diccionario nacional. Carlo Collodi, cuyo verdadero nombre era Carlo Lorenzini, fue un hombre de su tiempo, nacido en circunstancias difíciles, deseoso de contribuir a la unificación italiana, pero, al mismo tiempo, crítico y escéptico de soluciones burocráticas. Quizás por ello, en su Pinocchio nos presenta una visión al tiempo urgente y crítica de la escolarización, y un personaje atrapado entre un deseo irrefrenable por la vida (un exceso de vida, como dice Parks) e intentos repetidos, y por lo demás fallidos, de institucionalización y normalización. En ocasiones, Pinocho se expresa con una confianza loca acerca de sus propias decisiones y de los efectos del aparato educativo: "Hoy en el colegio voy a aprender en seguida a leer; mañana aprenderé a escribir y pasado mañana a hacer números. Después, con mi habilidad, ganaré mucho dinero y prometo que lo que haré será comprar a mi padre una hermosa chaqueta de paño" (Collodi 2005, 85).

La de Pinocho es una historia de repetidos fracasos. Hay en una narrativa tan poco lineal en su pretensión pedagógica, que se aparta en su trama de la tranquilizante forma de la curva de aprendizaje, una advertencia seria sobre los peligros de cifrar en la educación, y particularmente en una educación estatal, homogeneizante, única, el futuro de una nación. Como obra literaria, Pinocchio es, pues, una apuesta por la identidad de una nación, pero también un aviso cautelar sobre las dificultades que implica una construcción semejante.

Pero Pinocchio es también importante porque es una obra sobre las vicisitudes de la identidad de un niño. Es un relato de transformaciones que ocurren en el contexto de la "vida cotidiana", que en Pinocchio es curiosamente excluyente de la cotidianidad escolar. El cambio de Pinocho, tan radical como imaginamos, ocurre en un ámbito diferente al de la escuela. Su historia no es, pues, una historia del aprendizaje de números y letras, sino de convertirse en alguien.

-¿Qué habéis hecho para crecer tan de prisa? -le pregunta Pinocho al Hada.
-Es un secreto.
-Enséñamelo. También yo quisiera crecer un poco. ¿No veis? Me estoy quedando enano.
-Pero tú no puedes crecer -replicó el Hada.
-¿Por qué?
-Porque los muñecos jamás crecen. Nacen muñecos y mueren muñecos (Collodi 2005, 215).

El empleo de palabras como crecer parecería sugerir, dicho en la terminología psicológica, un relato de desarrollo. Después de todo, lo que se juega en el desarrollo, según nos dice la literatura, son transiciones vitales, que ocurren en lapsos de tiempo considerables. Pero, incluso en ello, Pinocchio es innovador. Los cambios radicales -de madero a marioneta, de marioneta a perro, de marioneta a burro, en períodos que resultan inverosímiles, cuando no mágicos, descritos en el trasfondo de una experiencia escolar inconsecuente- apuntan más bien a una re-conceptualización del aprendizaje, no simplemente como adquisición de habilidades o conocimiento, sino como un cambio en la identidad. Pinocchio es, pues, una historia de aprendizaje, si estamos dispuestos a considerar, como dirían Packer y Goicoechea (2000), las dimensiones ontológicas de dicho proceso.

De hecho, la idea del aprendizaje como cambio en la identidad constituye, en mi opinión, uno de los avances más significativos en la teorización sociocultural en las últimas décadas. Pero, ¿qué significa que pensemos el aprendizaje y la identidad in tandem? En este artículo quisiera ofrecer una perspectiva sobre lo que ello significa, tomando como punto de referencia la teoría de la participación periférica legítima (PPL) de Lave y Wenger (1991), para luego desarrollar la idea del aprendizaje como reconfiguración de agencia. El artículo parte de un contraste entre la PPL y las concepciones conductistas y cognitivas del aprendizaje. Luego, examina algunas acepciones del concepto de identidad en la literatura reciente en psicología y educación. Finalmente, introduce la noción de agencia como clave para articular los conceptos de identidad, aprendizaje y práctica.


Aprendizaje e identidad: breve historia de un desencuentro

Uno podría suponer que referirse al aprendizaje, no en cuanto a la adquisición de conductas o conocimientos, sino al proceso de volverse alguien, no es más que una adición innecesaria a una definición de aprendizaje que, de otra manera, tendría que mantener su parsimonia. Sin embargo, no es una mera cuestión terminológica. Lo que está detrás de pensar el aprendizaje y la identidad en conjunto es una crítica profunda a la manera como la psicología ha conceptualizado el objeto del aprendizaje y como ha ignorado la relación entre la persona y la práctica social.

En la tradición conductista, el aprendizaje fue definido como "un cambio en la conducta de un sujeto en una situación dada, producido por sus experiencias repetidas en dicha situación" (Hilgard y Bower 1975, 17). Sin embargo, más allá de la idea de asociaciones entre estímulos o de contingencias entre estímulos y consecuencias, que en todo caso parecerían ser características del ambiente -entendido como una esfera independiente del sujeto-, el conductismo no produjo ninguna teoría explícita sobre la experiencia humana; quiero decir, diferente a la idea de que la experiencia humana es coextensiva o producto de las regularidades estadísticas del ambiente.

Tampoco se formuló en la tradición conductista una teoría sobre el sujeto del aprendizaje. Y es comprensible que no se hubiera formulado, porque una de las promesas del conductismo como escuela de pensamiento fue, precisamente, disolver la noción de sujeto o, si se quiere, de persona en la de organismo, legando así a la biología una teorización al respecto (Fraisse 1988). Así, pues, al final del día, poco o nada sabemos sobre el lugar del cambio en la conducta (i.e., el sujeto) y de la experiencia que le estaría asociada.

Pero aún más problemáticas para efectos de la relación entre aprendizaje e identidad fueron las consecuencias de la noción misma de conducta. La conducta, en los escritos seminales de Watson, es presentada como un protocolo observacional no problemático, excepto, de manera trivial, en el caso en que haya desacuerdo entre observadores. Y no lo es porque la conducta es reducida a ocurrencia y sus características fundamentales a iteración. Lo que importa para el aprendizaje es, pues, que los cambios de conducta se traduzcan, en virtud de acuerdos entre observadores, en cambios de frecuencia. El problema no es, pues, el significado de la acción, sino su numerosidad y la correspondencia entre la conducta misma y las regularidades del ambiente (llamadas contingencias). Que la pregunta fundamental sobre la conducta hubiera sido en la tradición conductista su numerosidad hizo que la conducta adquiriera un estatus abstracto (en cuanto número), curiosamente opuesto a su obviedad o inmediatez empírica.

Así, al reducir la conducta a su numerosidad, el conductismo (y por extensión, el conductismo metodológico) desligó la acción de sus motivos, metas y significados y reificó la conducta en su completa exterioridad. Al hacerlo, falló en distinguir, en términos de Giddens, las nociones de acción y movimiento. Para Giddens, "la noción de acción hace referencia a las actividades de un agente, y no puede ser examinada aparte de una teoría amplia del self actuante" (Giddens 1979, 55). Ello implica que la acción no puede ser entendida al margen de modos de actividad históricamente situados, de los sistemas de actividad en los que ocurre y de las características del agente que la produce. En la noción de movimiento, por el contrario, "las características del actor como sujeto permanecen inexploradas o implícitas" (Giddens 1979, 55). Así, exteriormente considerados, dos movimientos pueden ser idénticos, pero constituir aspectos de acciones fundamentalmente diferentes, en virtud de sus determinantes históricos o sociales.

Mientras que el conductismo reconoce en la externalidad de la conducta un garante de objetividad, la teoría sociocultural ve en ello una falla fundamental, consecuencia de la indistinción entre acción y movimiento, y de la reducción de los significados derivados de sistemas de actividad a contingencias ambientales ahistóricas y concebidas por fuera de las prácticas sociales. Para una teoría de aprendizaje, la externalidad de la conducta significa ubicar el cambio en aquello que tiene de trivial e ignorar la relación entre el cambio mismo y la manera cambiante como las personas conducen su vida en el seno de los sistemas de actividad en los que participan.

La ciencia cognitiva, aunque adepta a versiones más sutiles del conductismo metodológico, intentó desarrollar una concepción más elaborada de la acción humana. En la perspectiva cognitiva, la significación de la conducta sólo se capta en relación con las estructuras generativas que la producen y las metas que la orientan. La acción (es decir, la conducta informada por metas) es, entonces, distinguible de la externalidad del movimiento y está informada tanto por las metas que aspira a satisfacer como por las características del ambiente de la tarea. Así, por ejemplo, en la solución de la Torre de Hanói, una persona puede mover un disco del poste A al C, o en su defecto desarrollar una secuencia compleja de movimientos, a partir tanto de un razonamiento de medios y fines como del seguimiento de un programa específico para la solución del problema (e.g., "mover discos impares primero de A a C y luego de C a B"). En ambos casos, los movimientos o conductas observables son idénticos, pero la estructura generativa de la acción es diferente. Lo anterior explica que en definiciones cognitivas de aprendizaje, el énfasis recaiga en el sistema (i.e., en lo que cambia en él), más que en el cambio de conducta o desempeño per se. Por ejemplo, Langley y Simon definen el aprendizaje como "cualquier proceso que modifica un sistema de tal manera que mejore más o menos irreversiblemente su desempeño ulterior en la misma tarea o en tareas que pertenezcan a la misma población" (Langley y Simon 1981, 364). La idea es identificar cambios, no ya en la conducta o el movimiento, sino en las estructuras o programas que los generan.

Sin embargo, la noción de acción en la ciencia cognitiva no llegó suficientemente lejos. Es verdad que incluyó conexiones cruciales con las metas del sujeto, al igual que con las características del ambiente de desempeño. Pero aisló tanto las unas como las otras de las características de los sistemas de actividad histórica y socialmente relevantes. En tal sentido, la ciencia cognitiva promovió una suerte de encapsulamiento epistemológico o reificación del conocimiento, consistente en tratar el conocimiento como una esfera desligada de otras, cuyo sentido es susceptible de ser reconstruido a partir de sí mismo.

El dualismo que a menudo se atribuye a la ciencia cognitiva no tiene que ver con el rechazo a versiones, más o menos radicales, del fisicalismo, sino con tratar el conocimiento como una esfera fenoménica independiente, en desconexión profunda con las prácticas sociales (o los determinantes biológicos) que lo alientan. Pero sabemos que el conocimiento no es una esfera aislada.

Como señala Giddens, "las actividades o prácticas son producidas en el contexto de conjuntos interconecta-dos y sobrepuestos de reglas, y les es dada coherencia a través de su involucramiento en la constitución de sistemas sociales con el paso del tiempo" (Giddens 1979, 65). Naturalmente, existen numerosos ejemplos de un tal encapsulamiento, aunque cabe mencionar los análisis de los procesos de solución de problemas o de cambio conceptual, que usualmente ocurren al margen de cualquier consideración sobre cómo la búsqueda de soluciones o ciertas formas de ideación hacen parte sustancial de prácticas sociales específicas.

En suma, tanto el conductismo como la ciencia cognitiva han sido tradicionalmente estériles en pensar la relación entre aprendizaje e identidad. Y lo han sido por la manera como la acción humana ha sido concebida, bien como externalidad, bien como acción confinada en el ámbito epistemológico, en ambos casos a expensas de una teorización más prolífica sobre la relación entre el aprendizaje y la persona, concebida ésta en sus coordenadas históricas y sociales. En ambos casos, el aprendizaje ha sido concebido sin doliente y sin un entendimiento o una especificación de las condiciones y las lógicas en las que un tal doliente vive.

En Situated Learning: Legitimate Peripheral Participation, Lave y Wenger (1991) ofrecen, por primera vez en la literatura psicológica, una visión del aprendizaje como proceso estrechamente relacionado con la práctica social. La teorización de Lave y Wenger encuentra precedentes en el trabajo de Vygotsky y seguidores (como Sylvia Scribner y Michael Cole), y en desarrollos de la sociología (particularmente, Giddens) y la antropología (a través del trabajo de campo, una metodología hasta entonces rara vez utilizada en estudios de aprendizaje). La posición de Lave y Wenger es claramente distinta de posturas como las de Bandura, para quien el aprendizaje social es una especie particular de un género más abstracto de aprendizaje, y lo social, no una característica inherente al aprendizaje mismo.

A la manera de Giddens, para quien los sistemas de actividad tienen propiedades reproductivas y transformativas, para Lave y Wenger, la "práctica social es el fenómeno primario, generativo, y el aprendizaje es una de sus características" (Lave y Wenger 1991, 33). Desde esta perspectiva, el aprendizaje no es ya simplemente un cambio individual (bien sea en conducta o en sistemas de conocimiento), sino un aspecto de la práctica social y de sus procesos de reproducción y transformación.

El aprendizaje, se trate del aprendizaje escolar o del aprendizaje en el contexto de situaciones tutoriales (apprenticeship), es en cualquier caso un fenómeno situado, en el sentido de hacer parte de las dinámicas propias, transformativas o reproductivas, de una práctica social. Es situado, igualmente, en el sentido de que no puede ser comprendido al margen de lo que Giddens denomina momentos de intersección de la diferencia: temporalmente (es decir, históricamente), paradigmáticamente (es decir, en relación con las estructuras sociales) y espacialmente (es decir, en relación con los lugares geográficos e institucionales en los que ocurre).

Lave y Wenger (1991) sugieren que la actividad está situada en comunidades de práctica, definidas éstas como conjuntos de participantes que comparten una comprensión de lo que están haciendo y de lo que ello significa para sus vidas y para la vida misma de la comunidad. El concepto de comunidad de práctica es compatible con el de sistema de actividad en Giddens, entendido como relaciones entre actores o colectividades organizados en torno a prácticas sociales regulares. Los sistemas de actividad, o comunidades de práctica, se reproducen (de hecho, tienen ciclos de reproducción), pero también implican procesos de transformación. Tanto los procesos de reproducción como los de transformación están anclados en las formas de acción y agencia de las personas. Lo que se reproduce es la manera como las personas o los agentes conducen sus vidas en el contexto de los sistemas descritos, de acuerdo con las reglas y los recursos disponibles. Visto así, el aprendizaje (ya no cualquiera, sino el aprendizaje humano) es un aspecto, no simplemente de la práctica social, sino también, en términos de Giddens, del proceso de estructuración, que se refiere a la manera como "las propiedades estructurales de los sistemas sociales son al tiempo el medio y el producto de las prácticas que constituyen dichos sistemas" (Giddens 1979, 69).

Entender el aprendizaje como un aspecto de la práctica social y, en particular, del proceso de estructuración (mediante el cual las estructuras sociales se reproducen o transforman) tiene desde luego importantes implicaciones. Una primera es, como señala Dreier (2009), que el aprendizaje y, por extensión, los procesos psicológicos deben entenderse no en sí mismos, sino como medios que potencialmente habilitan a las personas para vivir sus vidas y desarrollarse como sujetos sociales. Esta postura contrasta con una visión de la cognición cuyo único imperativo es la fidelidad de la representación.

Una segunda implicación de subsumir el aprendizaje a los procesos sociales es, como señalan Lave y Wenger (1991), que el aprendizaje mismo cesa de ser un tipo particular de actividad, separable y aislable, para convertirse en un aspecto de la práctica social. En la perspectiva de Lave y Wenger, la práctica no es un aspecto (parcial) del aprendizaje, como sugiere la expresión aprendizaje a través de la práctica (learning by doing). Es el aprendizaje el que es una dimensión de la práctica social.

Desde luego, el aprendizaje no es la práctica social per se. El aprendizaje se refiere a cambios en la participación de las personas en la práctica social, en el contexto de comunidades de práctica. Las prácticas cambiantes son aprendizaje. Lave y Wenger proponen un movimiento de participantes periféricos a participantes plenos. Como puede verse, las nociones de periferia y centralidad sugieren que el aprendizaje está localizado en la topografía de un mundo social. Los términos sugieren, así mismo, trayectorias, perspectivas y ubicaciones cambiantes.

De manera más fundamental, la teoría de Lave y Wenger articula las prácticas cambiantes al cambio de participantes, de personas. "Una manera de pensar el aprendizaje es como una producción histórica, como una transformación y como el cambio de personas" (Lave y Wenger 1991, 51). Esta práctica transformativa no necesariamente implica el cambio de la práctica social como tal, pero sí un cambio en las formas de involucra-miento de los participantes. En tal sentido, como señala Giddens, "todo proceso de acción es una producción de algo nuevo, un acto fresco; pero al mismo tiempo toda acción existe en continuidad con el pasado, lo cual provee los medios para su iniciación" (Giddens 1979, 70).

Una tercera implicación de entender el aprendizaje como un aspecto de la práctica social tiene que ver con las preguntas que podemos y debemos hacernos acerca del aprendizaje. En principio, cualquier intento de analizar el aprendizaje desde la perspectiva de Lave y Wenger implica analizar su organización política y social. Implica, así mismo, preguntarse, entre otras, qué es lo que se aprende, quién está involucrado, qué hacen quienes están involucrados, cómo interactúan los participantes, cómo es su vida diaria, cómo las prácticas cambiantes modifican la manera como conducen su vida, qué hacen los aprendices, qué hacen los participantes más experimentados y cuáles son las condiciones materiales en las cuales la práctica se lleva a cabo. En este sentido, como señalan Lave y Packer:

    [...] el aprendizaje, en la conceptualización que es hecha posible por la noción de vida cotidiana constitutiva, no es ya visto simplemente como un cambio en el conocimiento del mundo objetivo de un sujeto autónomo. El aprendizaje es concebido como una reconstrucción de la manera como un sujeto se involucra en el mundo, de tal manera que el sujeto mismo es reconfigurado, y al mismo tiempo hay una reconfiguración de la producción y reproducción de objetos, sean ellos textos, otras personas, eventos sociales o instituciones (Lave y Packer 2008, 19).1

Si uno piensa en el aprendizaje como una reconfiguración de la manera como el sujeto se involucra en el mundo, es decir, de la ubicación y agencia de la persona en el contexto de comunidades de práctica, es claro entonces que el aprendizaje no es un agregado más (bien de conducta o de conocimiento), sino un cambio en la identidad. No es el niño que sabe ya cómo leer, sino el niño que es parte de una comunidad de lectores; no es el joven que sabe un conjunto de técnicas científicas, sino el joven que es reconocido como miembro de una comunidad científica, en virtud de las prácticas en las que se involucra, y quien -en función de los propios cambios que operan en su agencia, en la manera como afecta e impacta el mundo- contribuye a que la comunidad científica se perpetúe. En tal sentido, como señalan Lave y Wenger (1991, 115), "el aprendizaje y un sentido de la identidad son inseparables: son aspectos del mismo fenómeno".

Resulta por lo menos sorprendente que en la literatura aprendizaje e identidad no hayan concurrido con mayor frecuencia. La noción misma de identidad se ha vuelto algo menos que un lugar común, en razón de las transiciones y transformaciones que la ponen hoy de presente, allí donde usualmente pasaría desapercibida: desplazamientos poblacionales que destacan singularidades étnicas, contactos entre culturas que te-matizan diferencias, y nuevos roles y posiciones que avanzan nuevas formas de agencia. La clave para el reconocimiento de la identidad parecería estar en el cambio. Como han señalado Penuel y Wertsch (1995), la identidad es más fácilmente estudiada y tematizada en momentos de renegociación. El aprendizaje es uno de ellos; de allí que sea aparentemente obvio el encuentro entre las dos nociones.

Resulta ya no sorprendente, sino promisorio, que una teoría sobre el aprendizaje sea compatible con una teoría de la identidad, en el seno de la práctica social, porque ello permite dar pasos en la dirección, como diría Edward O. Wilson, de una consiliencia de la disciplina psicológica con las ciencias sociales. De hecho, una de las implicaciones más interesantes de la teoría de Lave y Wenger es, precisamente, repensar el aprendizaje, no como un proceso circunscrito al individuo (o, si se quiere, al organismo), sino como un proceso definible a nivel de los sistemas de actividad, de los cuales las personas son participantes. Ello implica, como cabría esperar, una redefinición de las unidades de análisis y, por tanto, de las preguntas que uno puede y debe hacerse en relación con el aprendizaje.


Perspectivas sobre identidad

El problema es que Lave y Wenger no desarrollan una teoría sobre la persona o la identidad, más allá de señalar que las identidades pueden entenderse como "relaciones vivientes a largo plazo entre personas y su lugar y participación en comunidades de práctica" (Lave y Wenger 1991, 53). Lo anterior parecería implicar que la identidad, a diferencia de conceptos como la personalidad o el carácter, está indisolublemente relacionada con el entramado de relaciones que una persona establece y con la naturaleza de las prácticas en las que participa. Parecería, igualmente, implicar que la identidad se refiere a patrones de participación relativamente estables, o cuando menos duraderos en el tiempo, aun cuando anclados en situaciones particulares.

Sin embargo, lejos de ser un rasgo exclusivo de la teorización de Lave y Wenger, la ausencia de definiciones precisas y recursos metodológicos que permitan su razonable operación es una constante en la abundante literatura actual sobre identidad. Como Sfard y Prusak (2005) anotan, parece ser mucho más fácil predicar sobre la identidad que definirla. Sin embargo, ha habido intentos importantes, algunos de los cuales se reseñan a continuación.

Una perspectiva es la propuesta por Paul Gee (2001). Gee argumenta que el concepto de identidad codifica "clases de personas" reconocidas en un contexto determinado. Una asignación de identidad es, pues, la asignación de una persona a una clase. Las identidades de una persona están relacionadas, no con sus estados mentales, sino con sus desempeños en sociedad. Gee distingue cuatro tipos de identidad: identidad natural (Identidad-N), identidad institucional (Identidad-I), identidad discursiva (Identidad-D) e identidad por afinidad (Identidad-A). Estos tipos de identidad se distinguen en cuanto a cómo se explica el desempeño. Así, por ejemplo, en la Identidad-N, el desempeño es concebido como función de determinantes naturales (e.g., ser gemelo, mujer o caucásico), mientras que en la Identidad-I es pensado como fruto de autorizaciones institucionales (e.g., ser profesor o juez). La Identidad-D implica posicio-namientos discursivos (como cuando alguien es calificado de "entusiasta") y la Identidad-A implica el desarrollo de clases de personas sobre la base de su participación en prácticas específicas (e.g., ser un boy scout). En la vida diaria, a través de actos discursivos, asignamos a nuestro desempeño y al desempeño de otros, y por extensión a nosotros mismos y a los otros, estos tipos de identidad, lo cual nos permite actuar en consecuencia.

Los tipos de identidad propuestos implican sistemas interpretativos, culturales o ideológicos, a partir de los cuales se legitiman las asignaciones de identidad. Ser mujer, por ejemplo, puede ser entendido como una Identidad-N (si es del caso que el género, en el contexto de un marco interpretativo particular, es asumido como producto de procesos naturales) o como una Identidad-A (en el caso de que el género sea entendido como coextensivo a la participación de la persona en prácticas sociales determinadas). Los sistemas interpretativos vinculan dinámicas de identidad con procesos históricos y socioculturales más amplios.

Habría que destacar dos elementos en la propuesta de Gee. Primero, el hecho de que la noción de identidad parece implicar diferencias y oposiciones; dicho de otra manera, una cierta topología. La singularidad de las personas no es, pues, autorreferencial, sino construida en virtud de una economía de relaciones. La identidad, en tal sentido, se construye por vías de la diferencia; se trata, pues, de una noción puramente relacional. Segundo, cabe destacar el hecho de que las oposiciones sobre las cuales se basa el sentido de identidad están labradas a partir de relatos acerca de la naturaleza de la agencia. De qué tipo es mi identidad (e.g., natural, institucional, discursiva o de afinidad) depende de cómo narro o concibo mi propia agencia (e.g., como una agencia impuesta o delegada o predicada o resultado de mi participación en prácticas sociales). Es decir, se trata de un arreglo de agencias a partir del discurso.

Harré y Langenhove (1992 y 1999), en el campo de la psicología discursiva, han señalado que la identidad está constituida en el discurso y por efecto de éste, y está referida al conjunto de posiciones que alguien asume en el contexto de conversaciones y prácticas conjuntas. Por su parte, "el posicionamiento puede ser entendido como la construcción de historias personales que hacen inteligibles las acciones de la persona y que convierten las acciones mismas en actos sociales determinados, en los cuales los miembros de una conversación tienen lugares específicos" (Harré y Langenhove 1999, 395).

La idea de identidad como entendimiento de la agencia propia es común igualmente a la perspectiva de Holland y colaboradores (1998), una propuesta basada en la obra de Bakhtin y Vygotsky y que ha sido particularmente influyente en la literatura educativa. En la perspectiva de Holland, la identidad adquiere un sabor cognitivo, relativo a la comprensión de sí mismo, aunque los mecanismos de su construcción estén, al igual que en Gee y Harré, relacionados con el discurso como práctica social. "Las personas les cuentan a otros quiénes son ellas, pero aún más importante, ellas se cuentan a sí mismas e intentan actuar como si supieran quiénes son. Estas comprensiones de nosotros mismos, especialmente aquellas con fuertes resonancias emocionales para quien las expresa, son lo que referimos como identidades" (Holland et al. 1998, 3).

Una versión radical de la noción de identidad como narración es la expuesta recientemente por Sfard y Pru-sak (2005), quienes argumentan que no se trata de que las identidades encuentren expresión en historias, sino de que las identidades son historias, relatos. Los relatos, de acuerdo con Sfard y Prusak, pueden referirse al estado presente de cosas (identidad presente [actual identity]) o bien proyectarse hacia el futuro (identidad designada). En cuanto narrativas, la identidad presente y la identidad designada se construyen a partir (y en el contexto) de relatos que circulan en la cultura.

Dreier (2009) ha criticado la conceptualización discursiva de la identidad que subyace a las perspectivas ya mencionadas. En particular, Dreier es escéptico de los desarrollos de la psicología discursiva (como los de Harré y Shotter), que derivan en una construcción narrativa de la persona (aparentemente sin restricciones en sus grados de libertad), a expensas de su anclaje en las prácticas sociales en las que participa el self autor de las narrativas. En tal dirección, Dreier critica la definición de self que propone Harré como "un sitio desde el cual la persona percibe el mundo y un sitio desde el cual actúa" (Dreier 2009, 203), precisamente porque dichos sitios y lugares no son parte manifiesta de ninguna estructura social.

Como alternativa, Dreier avanza la noción de personas como participantes (en oposición a narrativas sobre sí). La identidad, desde esta perspectiva, puede ser vista como patrones de participación. Los participantes "están situados en lugares particulares y en posiciones sociales en dicho contexto, donde ellos, como participantes, tienen perspectivas particulares sobre el contexto, sobre ellos mismos y sobre los otros (Dreier 2009, 195). Por lo tanto, las personas actúan, no tanto en concordancia con narrativas (como sí sugieren las perspectivas que suponen que el entendimiento del self es de algún modo antecedente de la acción), sino, más bien, en prácticas solidarias. Lo anterior implica que, en la consideración de las personas, uno esté en la obligación de preguntarse de qué prácticas hacen parte y de qué manera participan. También implica que los procesos psicológicos de personas individuales sean vistos como "parciales en relación con la práctica social más amplia del contexto en el que están ubicados" (Dreier 2009, 195). Parciales en el sentido de que los procesos psicológicos son un aspecto de las prácticas.

Como puede verse, la literatura sobre identidad es vasta y abriga posiciones diversas; sin embargo, existen consensos emergentes sobre la significación del término. En particular, la identidad se formula usualmente en oposición a conceptos más esencialistas, como los de personalidad y carácter, y en oposición a nociones más evanescentes, como es el caso de los conceptos de posición e incluso rol. La identidad tiene un sesgo relacional que le es distintivo. Es decir, depende de las prácticas sociales en las cuales participa la persona y de los sistemas interpretativos de los que se dispone para posicionar a otros y predicar sobre su desempeño. En tal sentido, la unidad de análisis que exigen los estudios de identidad no es coincidente con el individuo, así el foco sea la persona.


Aprendizaje y reconfiguración de agencia

Pero, finalmente, ¿cómo entender el aprendizaje en la perspectiva de la identidad? La identidad no corresponde a narrativas de sí, sino a configuraciones de acción que se producen en la práctica social en relación con la persona. En tal sentido, las configuraciones implican tanto narraciones como restricciones y posibilitantes impuestos o aspectos objetivos de las prácticas. Por ejemplo, soy un profesor en la medida, desde luego, en que me narro como tal, pero sobre todo en razón de las acciones que considero puedo emprender y las acciones objetivas que me es dado emprender en contextos particulares. En tal sentido, mi identidad no me pertenece (i.e., no puedo hacer de ella lo que quiera), pero tampoco me es ajena (i.e., puedo actuar para transformarla).

Esta noción de identidad, de manera consistente con la teorización de Dreier, delimita o restringe, si se quiere, el poder de las narrativas sobre la identidad, al ligar la identidad a la práctica social, en lo que ella tiene de subjetivo y objetivo. Poner la agencia en el centro de la noción de identidad permite entender de forma distinta la importancia concedida en la literatura a las narrativas de identidad. Las narrativas son importantes en la medida en que figuran, en el sentido de Holland et al. (1998), personas que hacen o pueden hacer algo en particular. Una narrativa de sí puede, es verdad, crear efecto de realidad, pero puede igualmente ser delirante, en el sentido de no contar con los aspectos objetivos de la práctica. Además, un énfasis en la agencia permite eludir los problemas que suscita la idea de identidad como entendimiento de sí (self-understanding). Como recuerdan Sfard y Prusak (2005), las nociones de identidad como autocomprensión o entendimiento de sí permanecen en la dualidad de lo representado y la representación, sin precisar de qué se trata eso representado (cuya presunción es peligrosamente esencialista).

La perspectiva que quisiera adelantar es que el aprendizaje constituye una reconfiguración de agencia, entendida como una transformación del repertorio de acciones intencionales que se espera que alguien pueda desplegar en el contexto de la práctica social o de sistemas de actividad específicos. Dicha reconfiguración es resultado de la participación misma de la persona en el contexto social y es coextensiva a la participación de la persona en nuevas posiciones, bien dentro de un sistema de actividad en el que la persona ya cuenta como participante, bien en nuevos sistemas de actividad. En tal sentido, es decir, en la medida en que el aprendizaje es coextensivo de la participación, la persona es al tiempo agente y paciente de su aprendizaje; vale decir, de su práctica social. Así, los niveles de actividad guardan relación con la periferalidad o centralidad en las dinámicas del sistema de actividad.

Para entender el aprendizaje como reconfiguración de agencia, conviene partir de la idea de Dreier (2009) de la práctica social como un conjunto de contextos sociales vinculados, aunque diversos y locales. Un contexto social es un lugar en el que personas, actividades y objetos están conectados entre sí, y el lugar mismo está conectado con otros lugares semejantes. Los participantes transitan los sistemas de actividad en los que participan, como lo sugiere el movimiento de la periferia hacia el centro, en la teoría de Lave y Wenger (1991). Pero, igualmente, las personas transitan y se mueven entre contextos. La condición de dicho tránsito, bien sea entre lugares del mismo sistema de actividad o entre sistemas de actividad diferentes, es la constitución de una agencia que permita a la persona participar legítimamente. Dicho de otra manera, el aprendizaje constituye un tránsito entre formas y lugares de participación.

Hay ocasiones en las que el aprendizaje trae consigo reconfiguraciones radicales. Tal es el caso, por ejemplo, del aprendizaje formal, que, a diferencia del informal, tiene institucionalmente un principio y un fin (cuando menos, nominales) y desemboca, generalmente, en actos institucionales que confieren a la persona funciones de estatus, para emplear el término de Searle (1995 y 2009), las cuales se convierten ellas mismas en recursos de agencia. Searle entiende la asignación o imposición de funciones como un mecanismo constitutivo de la realidad social. Searle distingue un tipo particular de funciones agentivas, denominadas funciones de estatus. Dichas funciones se refieren a la "imposición de una función sobre entidades que no pueden desempeñar dichas funciones sin una tal imposición" (Searle 1995, 41). Un ejemplo es el papel moneda, cuyo valor o función económica carecería de fundamento si no se le asignara un valor nominal por parte de una institución, como es el caso de un banco central. El valor del papel moneda, en tal sentido, es una consecuencia directa de una función designada por una institución. Es dicha asignación la que literalmente crea el valor del papel moneda. Desde luego, las entidades no tienen que ser personas (e.g., dinero), pero pueden serlo (e.g., jueces, profesores universitarios, presidentes).

Vista desde una perspectiva histórica, la asignación de una función de estatus constituye una cristalización muy particular del aprendizaje, entendido no sólo como un desplazamiento en trayectorias de agencia individual, sino también como una reproducción (o reestructuración, en términos de Giddens) de sistemas de actividad particulares o de instituciones (que, según Giddens [1979, 80], "constituyen prácticas que se han sedimentado profundamente en tiempo y espacio y que permanecen lateralmente, en el sentido de que se han distribuido entre los miembros de una comunidad o sociedad"). Los grados o las graduaciones son un ejemplo. Los grados confieren funciones de estatus a los graduandos, por ejemplo, privilegios y derechos profesionales. En tal sentido, reconfiguran radicalmente la agencia de la persona, antes y después de la imposición de las funciones respectivas. Naturalmente, uno no podría decir que una persona ha aprendido por efecto de una ceremonia de graduación, pero la reconfiguración de su agencia es análoga a la reconfiguración que ocurre por efecto del aprendizaje.

Desde luego, hay ocasiones, en las que la reconfiguración de agencia implicada en el aprendizaje procede de manera mucho más sutil. En el caso de los graduandos, el aprendizaje formal termina en la creación de un hecho social (e.g., un profesional, un bachiller). Pero incluso en casos en que no existe una asignación evidente de funciones de estatus, puede existir una reconfiguración de lo que la persona puede hacer y está habilitada para hacer en el contexto de un sistema de actividad (e.g., el aula de clases, el taller de artesanía, la familia).

Aprender implica reconfigurar mi agencia, es decir, mi acción sobre el mundo. Pero, ¿en qué consiste una tal reconfiguración? De manera simple, la reconfiguración implicada en el aprendizaje conlleva cambios en los repertorios de acción de una persona; o dicho de otra manera, en qué puede hacer una clase de persona y qué tipos de participación son esperables y admisibles en un sistema de actividad y en un lugar particular de dicho sistema. Desde luego, el punto es la manera como dichos cambios se traducen en transiciones en el sistema de actividad o entre sistemas. Dicha reconfiguración, como han planteado Lave y Wenger, puede proceder mediante una transición de una participación periférica a una más central o plena. Por ejemplo, en algunos talleres de artesanía de la plata en Colombia, los participantes están definidos por el tipo de tareas a las que pueden acceder y el tipo de acciones que se espera de ellos.2 Es habitual que los aprendices sean asignados a tareas tales como barrer el piso del taller, labor que es aparentemente trivial, pero que reviste la mayor importancia, en la medida en que al barrer los aprendices aprenden a reciclar material valioso que ha caído al suelo y, consecuentemente, a diferenciar entre tipos de metales y aleaciones, una competencia que es clave para la maximización de valor en la producción de objetos de plata. En dicho sistema de actividad, el aprendizaje implica tanto una creciente competencia en las labores inicialmente asignadas como una transición hacia otras identidades o repertorios de acción.

En segundo lugar, el aprendizaje implica nuevos posicionamientos o alineamientos de la persona en relación con las divisiones u oposiciones características del sistema de actividad. Ello entraña movilizaciones, en ocasiones sutiles, en los ordenamientos de poder, el entramado de tradiciones y los regímenes de legitimidad. Los posicionamientos producto del aprendizaje pueden reproducir o desafiar dichos ordenamientos, adicionar a las tradiciones o consolidar (o desafiar) regímenes existentes de legitimidad. Un ejemplo de este tipo de posicionamientos es el que se produce en el contexto de la formación de estudiantes doctorales (Li y Seale 2008). La formación de académicos a nivel doctoral constituye un ejemplo de cómo un sistema de actividad (i.e., la academia, las escuelas de pensamiento) se reproduce y transforma. Análisis de las trayectorias de aprendizaje muestran cómo, paralelamente a la construcción de competencias académicas, la relación misma entre el consejero y el estudiante se transforma en una relación de pares, con la correspondiente transformación en las relaciones de poder entre supervisor y supervisado.

Finalmente, en consonancia con el carácter relacional de la noción de identidad, la reconfiguración de la agencia implicada en el aprendizaje no sólo conlleva nuevos posicionamientos, o definiciones de lo que es posible en el contexto de un sistema de actividad, sino también movilizaciones en la comunidad misma o en el sistema de actividad. El aprendizaje no es, en tal sentido, algo que le ocurre al individuo, sino un proceso que es también predicable del sistema de actividad. Un ejemplo es el cambio en las dinámicas que se producen en las situaciones de tutoría a medida que el aprendizaje ocurre. En 1984, Benjamin Bloom (1984) publicó un artículo titulado "El problema del 2-sigma: la búsqueda de métodos de enseñanza grupal tan efectivos como la tutoría uno-a-uno". Bloom reportaba una serie de estudios comparativos entre situaciones de tutoría individual y enseñanza grupal en los que la diferencia entre una y otra condición, en cuanto a ganancias de aprendizaje, era del orden de dos desviaciones estándar. El reto que impuso Bloom fue explicar por qué. Desde entonces se han formulado diversas hipótesis para dar cuenta de las ganancias que se obtienen mediante la enseñanza tutorial (e.g., nivel de detalle de las evaluaciones diagnósticas, selección individualizada de tareas, control de los diálogos por parte del aprendiz), pero la comparación experimental entre estas estrategias resulta problemática porque la modalidad de tutoría (i.e., lo que el tutor hace con el aprendiz) es dependiente del desempeño del aprendiz (i.e., el tutor termina haciendo lo que las condiciones del aprendiz le permiten). Así, la asignación aleatoria de participantes a condiciones experimentales que representen las hipótesis anteriores es equívoca, y, por tanto, lo es la conducción de experimentos en sentido estricto (Ohlsson 2007). Lo que queda claro es que lo que se modifica no son las acciones del tutor, sino la dinámica misma del tutor y del aprendiz. Por tanto, la unidad de análisis no es reducible a uno de los participantes, sino a la interacción como tal.


A manera de conclusión

Como señalé en un comienzo, el Pinocchio de Collodi es una historia de transformaciones, muchas de ellas inverosímiles. Muchos críticos se han mostrado desilusionados por la manera como Collodi finalizó la historia, convirtiendo a Pinocho en un niño por obra del hada. Se trata de una transformación de artefacto a entidad natural y volitiva cuya radicalidad oscurece el hecho de que la historia relata precisamente cómo situaciones en las que Pinocho participa, por voluntad propia o llevado por las circunstancias, siempre terminan por cambiarlo. Esos cambios pueden interpretarse como reconfiguraciones de agencia, en el sentido de que prefiguran las formas en que Pinocho puede participar en el mundo y puede conducir su vida. Algunas de esas formas están dictadas por esferas de la materialidad (e.g., Pinocho puede incendiarse como un madero), pero muchas otras lo están por expedientes subjetivos (e.g., Pinocho desea ser obediente). En tal sentido, claramente, es una historia de identidad y aprendizaje.

Las anteriores consideraciones plantean la cuestión de si una concepción del aprendizaje como participación y, en particular, como reconfiguración de agencia debe reemplazar o desplazar análisis más finos de corte cognitivo o comportamental. Mi respuesta, por el momento, es que no. Lo que sí sugieren es la necesidad de que las dimensiones del aprendizaje como práctica se consideren si se aspira a dar cuenta integral de una experiencia de aprendizaje.


Comentarios

1 Traducción propia.

2 Luz Ángela Moreno. Comunicación personal.


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Fecha de recepción: 6 de diciembre de 2010 Fecha de aceptación: 25 de marzo de 2011 Fecha de modificación: 12 de mayo de 2011

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