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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.40 Bogotá set../dez. 2011

 

De la "Verdad" y otras quimeras

Anthony Sampson

Este artículo es resultado de una investigación independiente.

Psicólogo de la Universidad del Valle, Colombia. Psicoanalista, miembro de la École lacanienne de psychanalyse. Profesor titular del Instituto de Psicología, Universidad del Valle, Colombia. Correo electrónico: asampson@calipso.com.co


RESUMEN

Me propongo explorar los orígenes griegos de nuestro modo occidental de pensar y de poner en cuestión algunas de las nociones centrales que rigen nuestros hábitos mentales. Examino el impacto psicológico de algunos de los factores (históricos, sociales, tecnológicos y científicos) más relevantes en este proceso. Al final ofrezco una visión más modesta de la empresa científica que la que a menudo se profesa.

PALABRAS CLAVE

Grecia clásica, verdad, razón, universales, lógica conversacional.


On "Truth" and Other Chimeras

ABSTRACT

I explore the Greek origins of our Western mode of thinking and question some of the central notions that structure our mental habits. I examine the psychological impact of certain factors (historic, social, technological, and scientific). Finally, I offer a more modest vision of the scientific enterprise than that often professed.

KEY WORDS

Classical Greece, Truth, Reason, Universals, Logical Conversation.


Da "Verdade" e outras quimeras

RESUMO

Proponho-me explorar as origens gregas de nosso modo ocidental de pensar e de questionar algumas das noçôes centrais que regem nossos hábitos mentais. Examino o impacto psicológico de alguns dos fatores (históricos, sociais, tecnológicos e científicos) mais relevantes neste processo. Ao final, ofereço uma visáo modesta da empresa científica que com frequência se professa.

PALAVRAS CHAVE

Grècia clàssica, verdade, razäo, universais, lógica conversacional.


    El error cardinal, la trampa, consiste en transferir los hábitos y convenciones más estables y difundidos de un lugar y una época particulares a un modelo abstracto y luego denominar a este modelo "naturaleza humana" (Hampshire 2000).

Antaño cualquier colegial sabía hasta qué punto la civilización occidental se arraiga en los esplendores de la cultura griega. Actualmente, ése ya no es el caso, pues la educación secundaria parece haberse fijado la tarea de producir una amnesia generalizada. No obstante, las instituciones políticas griegas, sus prácticas y modos de pensamiento -sin paralelo en otras civilizaciones antiguas, por brillantes que fuesen- nos han marcado para siempre (en la reflexión política, basta con recordar la obra de Hannah Arendt para convencerse de ello). En otro ámbito, la mitología griega es una fuente inagotable de la que han bebido siglos de escritores y pensadores del mundo occidental. La tragedia es otra invención griega sin la cual el mundo occidental no se reconocería a sí mismo. Y se podría seguir y seguir anotando nuestras herencias legadas directamente por los antiguos griegos a todo el mundo occidental. No es una afirmación temeraria aseverar, entonces, que la deuda con esa lejana cultura es prácticamente imposible de exagerar.

Empero, no siempre se percibe la incidencia decisiva, pero a menudo sutil, de la antigua episteme griega sobre nuestras formas habituales y actuales de hablar y pensar. Como es tan endemoniadamente difícil tomar distancia crítica frente al medio lingüístico en el cual estamos sumergidos, no nos percatamos del legado léxico y semántico griego que estructura incluso nuestras concepciones más básicas y banales. Por lo demás, la llamada episteme (en el sentido del Foucault de la Archéologie du savoir [1969]) de la modernidad, caracterizada por el surgimiento de la física matemática en el siglo XVII, es en muchos aspectos una conservación radicalizada de la antigua griega. Es decir, el sueño griego (imposible de cumplir en ese entonces, para gran decepción de Platón) de lograr la certidumbre en el saber -de obtener demostraciones apodícticas y predicciones exactas- en todos los órdenes de la naturaleza, finalmente comenzó a realizarse con la revolución galileana.

Hoy en día, no obstante, este legado epistémico griego está siendo examinado críticamente desde diversos ángulos. Muchas "evidencias" han comenzado a resultar cada vez menos convincentes y lo obvio empieza a revelarse sólo como un inveterado hábito lingüístico. Se descubre que algunas de nuestras categorías más apreciadas no poseen más existencia que la de los animales fantásticos de la mitología griega; es decir, son quimeras.

Quiero hacer unas consideraciones sucintas respecto a tres de estas figuras que han sido centrales en la tradición occidental, tanto en la filosófica como en la psicológica: la Verdad (Aletheia), la Razón (Logos) y los llamados Universales. Mi tratamiento no será exhaustivo y tampoco reivindico una particular originalidad. De hecho, me veré obligado a ni siquiera tener en cuenta los lúcidos ensayos de Donald Davidson, sin hablar de la filosofía analítica en general. Mi propósito es mucho más modesto: simplemente veremos cómo otra concepción lingüística puede conducir a una formulación que se aparta notablemente de lo que ha sido el modo tradicional, en Occidente, de pensar estas categorías. Pero primero quisiera señalar algunos de los factores que han concurrido para producir este nuevo modo desengañado de pensar.

El multiculturalismo y el pluralismo concomitante han puesto en tela de juicio las hegemonías y valores consuetudinarios (Appiah 2005 y 2006). Las poblaciones, otrora marginadas, de las mujeres, de los discriminados por el color de su piel o por sus elecciones sexuales han conquistado su voz y hacen oír sus reivindicaciones (Butler 1993 y 2004; Bersani 1995). Luego, la globalización de la modernidad subvierte los modelos culturales consagrados. La insaciable voracidad del capitalismo, para sostener sus niveles de ganancia en períodos críticos, fomenta desplazamientos laborales, o bien por medio de migraciones desde la periferia hacia el centro, o bien por medio de la descentralización, creando lo que Saskia Sassen denomina "Export Processing Zones" (Sassen 2006). La fuerza laboral es recompuesta, trastornando las formas tradicionales de reproducción social. Los medios de comunicación internacionales, cada vez más invasores, atraviesan las fronteras nacionales y traen lo exótico y lejano a todos los hogares. Las tecnologías, como el correo electrónico, o Facebook y Skype, generan una internacionalización instantánea. El cosmopolitismo se vuelve el común denominador de los centros urbanos modernos, tanto en los países desarrollados como en los que están en vías de desarrollo, como eufemísticamente se dice. Los viajes internacionales, el turismo -la mayor industria del mundo, según Agamben, "que involucra cada año más de 650 millones de personas" (Agamben 2007, 85)- y las comisiones académicas al extranjero para los universitarios disminuyen la estrechez mental de la propia parroquia y diversifican las perspectivas.

Pero hay algo previo al cosmopolitismo y mucho más desconcertante que ha minado la confianza en las "verdades" de otrora, y que data de la Primera Guerra Mundial: el siglo que no hace mucho terminó sin duda fue el más sangriento y más cruel de la historia de la humanidad. Es un siglo que se podría bautizar, para emplear las palabras del historiador Hobsbawm, como "la edad de los extremos": extremos de civilización y de barbarie, de esperanza y de fracaso, de progreso y de ignominia. Los cataclismos sociales de los últimos cien años inevitablemente han generado legítimas sospechas respecto a las "verdades" asociadas con las instituciones dominantes que han propiciado tanto derramamiento de sangre humana (Hobsbawm 1995). El universo con-centracionario, expresión acuñada por David Rousset (1965), sobreviviente de Buchenwald, condensa todo el horror del sistema moderno, burocrático-administrativo, para gerenciar "la nuda vida".

Hay muchos otros factores que podrían señalarse. Pero la brevedad del espacio que tengo a mi disposición me obliga a nombrar, en un orden cualquiera, sólo a algunos: el modernismo en las artes (Sass 1992), el "desencantamiento del mundo" (Gauchet 1985), las luchas anticolonialistas (Fanon 1961), el nacimiento de la biopolítica (Foucault 2004). Por tanto, examinaré un único elemento más que, a mi modo de ver, es crucial.

Me refiero al avance fulgurante de la investigación científica y a la innovación tecnológica que le está asociada. Es tal su crecimiento que literalmente nadie está en condiciones de abarcarla en su totalidad. Las disciplinas proliferan y las subdisciplinas se vuelven áreas de una especialización que ningún generalista puede dominar. Por fuera de su propia restringida zona de pericia, el experto resulta casi tan lego como el no iniciado en los arcanos de la ciencia. Dicho en otros términos, la ciencia ha perdido su transparencia pública, pues el que no es experto simplemente no tiene modo alguno de opinar.

En cambio, en el siglo XVIII, Voltaire y su amante, Madame du Chátelet, eran lectores (y ella traductora) de Newton y de los químicos, físicos y matemáticos de su época (Leibnitz en primer lugar) (Badinter 1983). Así, personas mundanas -pero cultivadas, claro está- podían estar al tanto de la producción científica en todos los dominios. Goethe es, probablemente, la última figura que encarna la posibilidad de abarcar la casi totalidad del saber de su tiempo, pues la ciencia estaba al alcance de todo aquel que se empeñara en instruirse.

Hoy en día, la legitimidad científica depende por entero del consenso del único público supuestamente competente para decidir: el público endógeno, o auditorio -de acuerdo con la terminología de la Nueva Retórica- de los llamados "pares". Los demás se ven obligados a aceptar su verdad como un acto de fe. Los criterios de importancia de los textos publicados ya no consisten en la evaluación de sus méritos intrínsecos y de su capacidad heurística. Se recurre meramente al conteo mecánico del número de citaciones como instrumento de medición, descuidando todos los efectos de secta que son fomentados por los dispositivos burocrático-administrativos propios de los mundillos universitarios. Esto es probablemente aún más cierto en el campo cerrado de la psicología académica, en el que el manual estilístico de la APA (2009) dicta normas de citación que tienden a erigir en expertos a los autores nombrados por el mero hecho de ser citados frecuentemente (Madigan, Johnson y Linton 1995).

La verdad, así, adquiere el estatuto de una particularidad, válida propiamente sólo para un restringido grupo de expertos, mientras que para el vulgo -que por definición no sabe- sólo puede ser una creencia fundada en el veredicto de los que supuestamente sí saben. Para el lego, por tanto, discernir la ciencia de la seudociencia sólo se puede lograr si ejerce una extremada vigilancia crítica de los medios informativos y de los abusos de las estadísticas. Afortunadamente, hay un cierto número de investigadores que acuciosamente exponen tales abusos y pueden ayudar al lego a poner en duda "las verdades científicas" proclamadas por los medios de comunicación. Pienso, en particular, en Martin Gardner (1989), Massimo Pigliucci (2010), Chris Mooney y Sheril Kirshenbaum (2009), Charles P. Pierce (2010) y Ben Goldacre (2010).

Ésta es una mutación moderna que afecta de manera muy insidiosa a la concepción que hemos heredado de los griegos de lo que ha de entenderse como la verdad; pues desde Platón, la verdad es una, inmutable e inmortal. La razón humana encuentra la verdad en una búsqueda implacable, animada por el deseo de lo mismo por acoplarse con lo mismo: aquello de cuya esencia participa. Una psique o mente individual, universalmente la misma, ejercita la razón, virtud intelectual por excelencia, para obtener el máximo goce de la conquista de la verdad. Así, no es un azar que se haya representado tradicionalmente a la verdad como una bella doncella que emerge desnuda de un pozo. Está claro que ésta es una visión que postula lo que se ha llamado el "individualismo metodológico": un individuo ejerce "su" razón para hallar "la" verdad.

Por el otro lado, la verdad -al ser una- inmediatamente conjura "lo universal". En el Discurso del método, Descartes afirma la anterioridad lógica de la idea de lo perfecto con respecto a la idea de lo imperfecto. El ser imperfecto sólo se comprende con respecto al ser perfecto, cuya existencia es así englobada por la suya propia. En Platón, esto se decía aún más explícitamente. Por el hecho de que existan cosas que llamo bellas, debo concluir que existe algo que se llama "la belleza", y en la cual las cosas bellas "participan"... al menos hasta cierto punto. Y, así mismo, por ejemplo, con las cosas que denomino "blancas"; ellas tan sólo participan de la blancura. Por tanto, la blancura como tal no puede ser de este mundo, a pesar del esfuerzo conjunto de los publicistas y de las marcas de detergentes por volverla una mercancía de fácil obtención.

La mutación epistemológica, que comenzó a hacerse visible a mediados del siglo pasado, a la que quisiera atraer la atención, es lo que ha sido denominado el "viraje lingüístico". Richard Rorty famosamente tituló así un importante compendio de textos filosóficos (Rorty 1967). Y, sin duda, tal viraje ya está presente en la obra de Wittgenstein (1953) (sobre todo en el "segundo" Wittgenstein). Primero exploraremos esta mutación en lo que concierne a los "universales", y luego en lo que atañe a nuestras otras dos categorías de la "verdad" y la "razón".

Es un hecho indiscutible que no hay sociedad humana sin lenguaje. El ser humano es por definición Homo lo-quens. Sin embargo, no es una paradoja afirmar que el lenguaje no lo hallamos en ninguna parte. Porque siempre lo encontramos bajo la forma específica y particular de una lengua dada. Dicho en otras palabras, nadie habla lenguaje, sino un idioma en particular, en primer término, la lengua materna. Un niño jamás aprende lenguaje, aprende una lengua específica. El primer universal, que el mismo hecho de hablar hace surgir, es la noción misma de lenguaje. Pero como universal no es más que una clase, la clase compuesta por todas las lenguas que se hablan o que se han hablado. Es una denominación conveniente, pero en otro sentido es análogo a la palabra "unicornio", por ejemplo. Es decir un nombre vacío que carece de referente específico.

Ahora bien, se ha dicho del lenguaje, tomándolo en otro sentido, que es el medio del hombre, en la doble acepción del elemento en el que vive y del instrumento con el cual opera. Si se acepta esta proposición, entonces podríamos permitirnos esta metáfora: así como ciertos peces pueden prosperar en todas las aguas, tanto saladas como dulces, el hombre es capaz de nadar en todas las lenguas posibles. Es decir, por principio, el hombre es capaz de aprender cualquiera y todas las lenguas que son habladas o que se han hablado. Naturalmente, ésta es una ficción, pues sería irrealizable en una sola vida. Los expertos cuentan unos seis mil quinientos idiomas (otros elevan el número hasta seis mil ochocientos), y se calcula que más del doble de este número ha existido históricamente. Sería, pues, una proeza fuera del alcance humano individual dominar semejante riqueza lingüística. Pero el hecho incontrovertible es que el hombre puede pasar de una lengua a otra, y de ésta aún a otra, potencialmente sin límite distinto a su propia finitud. No hay nada inherente a ninguna lengua que la haga imposible de aprender.

Ahora bien, así como no existe el lenguaje sino lenguas específicas, de la misma manera lo universal, los universales no se dan en las lenguas como entidades atemporales, sino en la capacidad semiótica, es decir, la de significar, de todas las lenguas y, por ende, del hombre que es capaz de aprenderlas (Hagége 1985). Esta capacidad semiótica, la de generar significados, es justamente la que hace posible pasar de una lengua a otra. Es decir, es lo que hace factible la traducción. El principio unificador, que genera una universalidad -claro está, sólo aproximativa-, es el principio de la traducibilidad.

En la práctica, una lengua corriente es un lenguaje en el cual todos los demás lenguajes pueden ser traducidos, tanto las demás lenguas como todas las estructuras lingüísticas concebibles. Esta traducibilidad resulta del hecho de que las lenguas y sólo ellas son capaces de dar forma a cualquier sentido. Sólo en la lengua de todos los días puede uno "ocuparse de lo inexpresable hasta que sea expresado". Por lo demás, es esta propiedad la que vuelve a la lengua utilizable en cuanto tal, y que la hace adecuada para cumplir su propósito en cualquier situación [...] Nos inclinamos a suponer que la razón de ello reside en la posibilidad ilimitada de formación de signos y las reglas muy libres que rigen la formación de unidades de gran extensión (como las frases, por ejemplo) en todas las lenguas, lo que, por otro lado, tiene por efecto permitir formulaciones falsas, ilógicas, precisas, bellas o morales (Hjelmslev 1968, 148).

Este principio de la traducibilidad, inherente a la estructura de toda lengua, es lo único que podríamos considerar como universal. Es claro que, al menos después de Babel, ninguna lengua particular, con su sistema de categorización, de valores semánticos, de morfosintaxis y léxico, es universal. Y cada lengua genera, a su vez, sus propias abstracciones taxonómicas. En cambio, los sistemas semióticos son mutua y recíprocamente traducibles entre sí. El hombre puede pasar de una lengua a otra. Es este principio el que funda todo proyecto antropológico, tanto en el sentido filosófico como en el sentido disciplinario.

Como consecuencia, nos vemos obligados a aseverar que no existe una razón universal, dictada por las estructuras esenciales de una míticamente independiente de la cultura y de la historia (Sampson 1999). El etnocentrismo de los griegos nos ha jugado una mala pasada. Ellos concibieron como definición de la condición humana lo que, en últimas, no era más que una concepción muy local, opuesta a la de los "bárbaros" (bárbaros como... ¡los persas!), que no hablaban griego, es decir que no hablaban lo que para ellos era lenguaje, sino una cacofonía ininteligible. La conjunción de la psique con el logos, que sólo en el siglo XIX, formalmente, inauguraría una profesión, había comenzado milenios antes. La psicología académica contemporánea es heredera de esta visión etnocentris-ta griega, que universaliza la visión de la parroquia - la polis- y la encuentra en todas partes (la psicología cognitiva y transcultural están, ambas, profundamente impregnadas de innatismo).

Salta a la vista que la "psique" es una invención griega. No lo es menos el "logos", cuya polisemia podemos distribuir convenientemente entre dos polos: la palabra y el raciocinio. La conjunción de estas dos grandes acepciones en un mismo término es altamente instructiva; pues no hay razón por fuera de la palabra, de los enunciados, es decir, del ejercicio de la lengua. ¿Cómo razonar si no es por medio de razones? ¿Y dónde se sitúan las razones, el orden de la razón, si no es en la lengua misma? Dicho en otros términos, la razón es indisociable del uso de la lengua, del ejercicio de la palabra. O, aun en otros términos, no hay razón sin el uso, socialmente sancionado como apropiado, de una lengua particular.

Por tanto, si la razón se ejerce siempre en una lengua particular, es necesariamente relativa. Es relativa a las categorías y a los ordenamientos que una lengua dada hace posible. Ciertamente, en cada lengua se razona; la razón existe en todas las culturas, que por definición se constituyen de seres hablantes. Pero la razón, concebida lingüísticamente, sólo emerge gracias a las reglas que imperan en la lengua de que se trata. Por eso, la razón siempre tiene que ser transindividual y jamás puede ser concebida de una manera solipsista o caprichosamente idiosincrásica (Wittgenstein ha hecho ver la imposibilidad de una lengua privada). Así como la lengua posee una existencia social, objetiva, exterior al hablante individual -pues no depende de un único individuo sino de la colectividad de los hablantes-, así también la razón habita una dimensión extraindividual, exterior al hablante, que es invocada para validar la rectitud de una argumentación, vale decir, una cadena de significantes constitutiva de su enunciado. En resumen, sólo hay razón porque existe la lengua, y la una no se da nunca sin la otra.

Ahora bien, este proceso que debe recibir sanción social, y que se somete a reglas públicas y colectivas (las de la lengua misma), es de naturaleza eminentemente dialogal. Aquí se podría inmediatamente apelar a las tesis, justificadamente apreciadas en la actualidad, de Bajtín. Prefiero, en cambio, recordar las consideraciones del eminente sociólogo C. Wright Mills, injustificadamente caído en el olvido hoy en día.

Wright Mills desarrolló en su texto Language, Logic and Culture ciertos postulados básicos que son particularmente valiosos para mis propósitos en este texto (Wright Mills 1963). La primera formulación que quisiera destacar es la exigencia de "un concepto de la mente que incorpore los procesos sociales como intrínsecos a las operaciones mentales". Pero para lograrlo, ¿cómo compensar las carencias conceptuales de la psicología para pensar la incidencia de los procesos sociales?; pues, tradicionalmente, el pensamiento parece ser la acción de un sujeto aislado, una realización lingüística de un pensador individual, cartesiano. No se puede invocar una especie de monstruoso "sujeto colectivo", ni una vaga y difusa "consciencia colectiva", como tampoco es concebible una especie de "mente grupal". En cambio, utilizando formulaciones de G. H. Mead, Wright Mills puede postular la existencia de un "Otro generalizado". Este Otro generalizado es "el público interiorizado con el cual el pensador conversa: es una organización focalizada y abstracta de actitudes de aquellos que están implicados en el campo social del comportamiento y de experiencia" (Wright Mills 1963, 426).

Entonces, el pensamiento sigue el esquema de la conversación. Es un auténtico intercambio. Es una constante interacción de significaciones. El público condiciona al hablante; el Otro condiciona al pensador, y el resultado de su interacción es una función de los dos que interactúan. El pensamiento no es la interacción entre dos átomos (la doctrina del atomismo) impenetrables; es conversacional y dinámico, es decir que los elementos involucrados se compenetran y modifican su existencia y estatuto respectivos. Es esta interacción simbólica la que constituye la estructura de la mente. Conversando con esta organización interiorizada de actitudes colectivas, se ponen a prueba las ideas y se confrontan con criterios lógicos. El razonar implica la sanción social del razonamiento.

Stuart Hampshire, el célebre filósofo de la mente, poco antes de morir, escribió algo parecido a lo que Mills sostiene:

    Los procesos mentales en las mentes de los individuos deben verse como las sombras de procedimientos públicamente identificables [...] Las palabras que habitualmente empleamos para distinguir procesos mentales -'deliberar', 'juzgar', 'adjudicar', 'revisar', 'examinar', y muchas otras- poseen tanto un uso público como mental e interno. Los usos mentales internos se explican de la mejor manera con referencia a actividades públicas. Las relaciones entre las actividades públicas de la deliberación y la adjudicación están expuestas a la observación de cualquiera, y sus sombras, las correspondientes actividades mentales privadas, son presuntamente la duplicación de estas relaciones [...]. En la deliberación privada, el principio adversativo de escuchar a ambos lados es impuesto por el individuo sobre sí mismo como el principio de la racionalidad [...] aprendemos a transferir, mediante una especie de mímica, el patrón adversativo de la vida pública e interpersonal sobre un escenario silencioso llamado la mente. Los diálogos se interiorizan, pero, aun así, no pierden las huellas de su origen en la argumentación adversativa interpersonal [...] la mente es el foro invisible e imaginado sobre el cual aprendemos a proyectar los procesos sociales, audibles y visibles, que primero encontramos en la infancia (Hampshire 2000, 7-12).

Vygotsky, en el más allá, estará asintiendo silenciosamente. Y Charles Sanders Peirce, igualmente. Pero no hay espacio para concederles la palabra. Volvamos a mi paráfrasis de Mills: se opera lógicamente (aplicando criterios normativos) sobre las proposiciones y los argumentos desde el punto de vista del Otro. No hay lógica sino donde hay acuerdo entre los miembros del universo del discurso en cuanto a la validez de lo que constituye un buen razonamiento. Así, las "leyes" de la lógica simplemente son las reglas que debemos seguir si queremos socializar nuestro pensamiento. No son aprehendidas intuitivamente, ni tampoco son innatas. Son aprendidas como válidas extensiones conversacionales.1

Por eso Mills puede llegar a afirmar que los principios de la lógica son formulaciones abstractas de reglas sociales derivadas de la difusión de los esquemas dominantes de ideas. Es decir, no son leyes ahistóricas, atemporales, sino derivadas de la relación social conversacional.

Además, los patrones del comportamiento social, junto con sus "variaciones culturales", valores y orientaciones políticas, ejercen un implacable control sobre el pensamiento por medio del lenguaje. Un pensador sólo puede pensar -y comunicar- el pensamiento que le ha sido inspirado por la lengua, empleando los términos compartidos precisamente por su comunidad lingüística. Me remito en este punto al célebre estudio de Émile Benveniste, Categorías de pensamiento y categorías de lengua (Benveniste 1971), que muestra cómo la categorización lógica de Aristóteles se desprende directamente de las categorías gramaticales de la lengua griega.

Además, siguiendo a Mills, el lenguaje construido y sostenido -colectiva y socialmente- conlleva mandamientos implícitos y evaluaciones sociales. Dicho en mis palabras, cuando adquirimos las categorías de una lengua, adquirimos de paso las valoraciones morales, la moralina ("moralidad inoportuna, superficial o falsa" DRAE), los insultos y todos los términos no predicativos, que luego llegarán a incluir también las categorizaciones estigmatizantes del DSMIV.

En resumidas cuentas, nuestro pensamiento y nuestra lógica caen bajo el control de un sistema lingüístico dado. Y Mills termina, apoyándose en estudios sobre la lengua y el pensamiento chinos,2 por mostrar que nuestros conceptos y distinciones, en primer lugar por nuestra jerga filosófica, psicológica y sociológica, cumplen además la finalidad ideológica -no atribui-ble a ninguna voluntad maquiavélica- de ocultarnos a nosotros mismos los múltiples factores socioeconómi-cos-políticos que determinan nuestro modo de pensar (Sampson en prensa).

En cierto sentido, entonces, podríamos decir que lenguas diferentes codifican diferentes modos de comprender nuestra condición humana común, pues los significados no están encerrados (como las definiciones en un diccionario) dentro del espacio interior -la mente- del individuo: formas públicas y colectivas de existencia y acción constituyen su medio natural.

Vincent Descombes sostiene que "Comprender el significado de algo no implica tener su representación presente en la mente" (Descombes 1994, 105). Si la "explicación de algo es la explicación de su uso" (Wittgenstein 1953, 20), se sigue que el entendimiento, a su vez, no implica la posesión de un "estado de conciencia", sino más bien la posesión de una capacidad. La actual teoría "constructivista" de la mente puede resumirse en esta corta cita: "Nada está en la mente que no haya estado antes en la conversación" (Harré 1983, 116). El "viraje lingüístico" consiste en "pensar la razón humana en términos de un intercambio dialogal, en oposición a las teorías clásicas según las cuales la razón es una facultad individual que permite al individuo un acceso solitario a verdades necesarias" (Descombes 1994, 105). En este sentido, Piaget y Chomsky, por más que se trenzaron en arduo debate en el legendario coloquio de Royaumont, en octubre de 1975, son las dos caras de la misma moneda clásica.

Para concluir, los científicos no buscan la "Verdad"; tanto Thomas Kuhn como Paul Feyerabend enseñaron que éstos prosaicamente pretenden solucionar problemas. La "Verdad" no es su meta. La meta, en últimas, es simplemente el acuerdo, el entendimiento, el consenso en la medida de lo posible. Como lo dice Richard Rorty: "'Verdadero' es un adjetivo indefinible pero imposible de eliminar que se aplica a creencias y enunciados, y 'verdad' es meramente la propiedad atribuida por tal adjetivo. La 'verdad' no tiene el derecho de convertirse en el nombre de algo hacia lo cual somos guiados o hacia lo cual convergemos" (Rorty 1995, 75). J. L. Austin, en su característico estilo inglés de dry humour, decía: "In vino, posiblemente, 'veritas', pero en un sobrio simposio, 'verum'" (Austin 1979, 117).

Concuerdo con Rorty en que "el único ideal presupuesto por el discurso es el de ser capaz de justificar las creencias de uno ante un auditorio competente. Si uno puede ponerse de acuerdo con otros miembros de semejante auditorio respecto a lo que hay que hacer, entonces uno no tiene por qué preocuparse por la relación con la realidad, ni por algo llamado 'la verdad'" (Rorty 1995, 77-78). El célebre físico Freeman Dyson (2011), en una reseña reciente, publicada en The New York Review of Books (10 de marzo), sostiene:

    [...] el público tiene una visión distorsionada de la ciencia, porque a los niños les enseñan en la escuela que la ciencia es una colección de verdades firmemente establecidas. De hecho, la ciencia no es una colección de verdades. Es una exploración continua de misterios [...] La ciencia es la suma total de una gran multitud de misterios [.] Se parece mucho más a Wikipedia que a la Encyclopaedia Britannica (Dyson 2011).

Rortianamente, no presumo haber dicho la verdad sobre la verdad. No pongo en duda la competencia del auditorio de mis eventuales lectores para juzgar, pero una sana humildad me lleva a dudar de mi competencia para persuadirles. Es decir, no me tomo por Belerofonte y no proclamo haber matado la Quimera.


Comentarios

1 Creo que sería de gran interés cotejar las intuiciones de Mills con las brillantes y encantadoras reflexiones de Paul Grice (1989) sobre la lógica y la conversación en Studies in the Way of Words.

2François Jullien (2006), el célebre sinólogo, confirma ampliamente estas tesis de Mills en una serie muy notable de publicaciones de obras sobre la civilización china, de la cual destaco, sobre todo, Si parler va sans dire, du logos et d'autres ressources.


REFERENCIAS

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Fecha de recepción: 6 de diciembre de 2010 Fecha de aceptación: 29 de marzo de 2011 Fecha de modificación: 13 de mayo de 2011

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