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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.42 Bogotá Jan./Apr. 2012

 

Autonomía, solidaridad y reconocimiento intersubjetivo. Claves éticas para políticas sociales contemporáneas*

Liliana Pérez Mendoza

Trabajadora social. Especialista en Administración de programas de desarrollo social y en Teorías, métodos y técnicas de investigación social. Magíster en Trabajo Social. Profesora titular de la Universidad de Cartagena. Correo electrónico: lperezm2@unicartagena.edu.co


RESUMEN

El contexto globalizado actual genera múltiples problemas en la sociedad latinoamericana, los cuales son abordados por las políticas sociales. En ese sentido, hoy se elevan propuestas para que tales políticas partan de lecturas más complejas de la realidad con los sujetos que emergen en ésta, en el marco de perspectivas teóricas, conceptuales, metodológicas y éticas que posibiliten la autonomía, la solidaridad y el reconocimiento intersubjetivo de sus participantes, hacia el logro de sociedades más cohesionadas con actores sociales validados para el diálogo y la construcción de formas de vida colectiva más equitativas e incluyentes. El artículo presenta, a partir del marco teórico de la ética discursiva de Habermas y la teoría del reconocimiento recíproco de Honneth, aportes ético-procedimentales para las políticas sociales contemporáneas.

PALABRAS CLAVE

Políticas sociales, ética, autonomía, solidaridad, reconocimiento intersubjetivo.


Autonomy, Solidarity, and Intersubjective Recognition: Ethical Guidelines for Contemporary Social Policies

ABSTRACT

The current state of globalization generates multiple problems for Latin American societies, which are addressed by social policies. There are currently efforts to ensure that such policies are based on a more complex reading of social realty and its subjects. These proposals are framed in terms of theoretical, conceptual, methodological, and ethical perspectives that make possible the autonomy, solidarity, and intersubjective recognition of its participants. The objective of such efforts is to generate more cohesive societies with social actors empowered to dialogue and construct more equitable and inclusive forms of collective life. Based on Habermas' theoretical framework of discursive ethics and Honneth's theory of reciprocal recognition, this article contributes to formulation of ethical guidelines for contemporary social policies.

KEY WORDS

Social Policies, Ethics, Autonomy, Solidarity, Intersubjective Recognition.


Autonomia, solidariedade e reconhecimento intersubjetivo. Chaves éticas para políticas sociais contemporâneas

RESUMO

O contexto globalizado atual gera múltiplos problemas na sociedade latino-americana, os quais são abordados pelas políticas sociais. Nesse sentido, hoje se elevam propostas para que tais políticas partam de leituras mais complexas da realidade com os sujeitos que emergem nesta, no referencial de perspectivas teóricas, conceptuais, metodológicas e éticas que possibilitem a autonomia, a solidariedade e o reconhecimento intersubjetivo de seus participantes, em direção à conquista de sociedades mais unidas a atores sociais validados para o diálogo e à construção de formas de vida coletiva mais equitativas e incluentes. O artigo apresenta, a partir do referencial teórico da ética discursiva de Habermas e a teoria do reconhecimento recíproco de Honneth, contribuições ético-procedimentais para as políticas sociais contemporâneas.

PALAVRAS CHAVE

Políticas sociais, ética, autonomia, solidariedade, reconhecimento intersubjetivo.



Contexto globalizado y políticas sociales en América Latina

La globalización ha producido efectos contradictorios en la sociedad, pues a pesar del crecimiento económico que ésta genera a partir del auge de la economía de mercado, las telecomunicaciones, la informática y el conocimiento racional, amplios sectores de la población quedan excluidos del mismo generándose sociedades desiguales e inequitativas condiciones de vida evidenciadas en fenómenos como el estrechamiento de los mercados internos, el desempleo, la flexibilidad laboral, la precarización del empleo, el incremento de la pobreza, la indigencia y vulnerabilidad social, la reducción de la gobernabilidad democrática, la violación de los derechos humanos, la inseguridad ciudadana, la violencia generalizada, el debilitamiento de la cohesión social, entre otros.

Por ello América Latina ha sido catalogado como el lugar de "mayor disparidad de ingresos de todas las regiones en desarrollo del mundo" (Kliksberg 1999, 41); en ese sentido, presenta la mayor brecha social de todas las regiones mundiales (Instituto del Tercer Mundo 2003), por lo cual es para algunos el caso antiejemplar1 de la globalización, por cuanto las situaciones sociales derivadas de la misma muestran contradicciones y diferencias frente al crecimiento económico y social que ha pretendido impulsar, como lo muestra el índice de Gini, puesto que mientras "los países más desiguales están en 0.60 [...] América Latina estaría [...] en 0.57" (Kliksberg 1999, 9).

Esta situación ha tendido a agravarse, por cuanto las políticas públicas adoptadas por los gobiernos de la región han estado orientadas a aumentar estas desigualdades, como se desprende del análisis que hace Altamir (1994), quien compara el caso de diez países, y afirma que hay bases para suponer que la nueva modalidad de funcionamiento y las nuevas reglas de política pública de estas economías pueden implicar mayores desigualdades de ingresos.

Al respecto, Guy Bajoit señala que dichas políticas son impulsadas por el Estado, "muy concretamente: el Estado neoliberal que no deja de repetir a los pobres que tienen el derecho de vivir con dignidad, integrados en una sociedad equitativa, donde son invitados a ser individuos y ciudadanos, y, simultáneamente este mismo Estado adopta un modelo económico que genera estructuralmente un auge de la desigualdad, de la exclusión, y por ende, de la pobreza relativa" (Bajoit 2004, 90), porque su sentido es apenas la subsistencia de los grupos excluidos por el funcionamiento del mercado (Turtos y Monier 2008).

Y es que el mercado infiltra al Estado y la sociedad civil organizada a través de las diferentes políticas sociales que agencian, determinando su sentido, por cuanto se convierte en el principal financiador de las mismas, asumiendo como su "responsabilidad internacional" el fomento de estrategias basadas en la focalización de acciones del Estado en los sectores más pobres, pero los beneficios recibidos han sido modestos (Comisión Económica para América Latina y el Caribe - Cepal 2002b), más aún si se tiene en cuenta que pocas veces se hacen estudios de evaluación de impacto, seguimiento y control de las mismas, a fin de redireccionarlas de cara a su cualificación.

De este modo, América Latina hasta ahora no ha logrado avanzar significativamente en el ámbito social, pues no cuenta con una estrategia sólida que contribuya a reducir la pobreza, la desigualdad social, y a incrementar la inclusión de sus ciudadanos más pobres dentro del sistema político, social y económico. En ese sentido, hay poca evidencia de que las mejoras importantes en la política social hayan sido cruciales en la disminución de la pobreza y la desigualdad en las últimas dos décadas (The Inter-American Dialogue 2009, 1-4), por lo cual su estabilidad política está en riesgo, lo que dificulta la atracción de la inversión necesaria para su crecimiento y desarrollo.

Y es que la política social ha sido entendida tradicionalmente como una intervención del Estado en la sociedad civil (Ceja 2004), un instrumento del mismo que, acorde con su modelo de desarrollo en el territorio latinoamericano, se ha interesado prioritariamente por las condiciones de la clase trabajadora, de las personas en situación de pobreza y de una parte de los individuos de la sociedad, actuando mediante programas y estrategias que proveen salud, seguridad social, vivienda, educación y tiempo libre, con el objetivo de lograr bienestar social y mejoría de las condiciones materiales de vida de la población (Dell'ordine 2003). Sin embargo, hoy los mismos apuntan también hacia el impulso de un mayor desarrollo humano, equidad, justicia y cohesión social (Ceja 2004; Viteri 2007).

Por esta razón, algunos autores señalan que son políticas en dos direcciones transitorias, pues los objetivos de las primeras son instrumentales, en cuanto apuntan a aminorar o regular los embates y fallas de las políticas económicas, con un carácter asistencial y una función residual, mientras que las últimas pretenden la reducción y eliminación de las inequidades sociales mediante la redistribución de los recursos, servicios, oportunidades y capacidades (Carey 2002; Repetto 2005).

Colombia no ha sido ajena a la aplicación de políticas sociales orientadas en la primera dirección, lo cual ha generado sistemáticamente la ponderación del beneficio personal, aun a costa de terceros; la indiferencia hacia el sufrimiento de los demás; el temor a pronunciarse o a disentir, ante la posibilidad de ser excluidos de tales "beneficios"; el "acomodamiento" en circunstancias adversas de sus vidas para seguir recibiendo ayudas, lo que las hace perversas, en cuanto no abren espacios para su cuestiona-miento y resignificación por parte de sus "beneficiarios".

Por lo anterior, lo que se ha fomentado son receptores sin más responsabilidad que la de recibir tales ayudas, así no se compartan ni se cuestionen el sentido de las mismas desde sus intereses ni desde los de "otros" en su misma situación. No se potencian entonces sujetos corresponsables y cogestores de las mismas, solidarios con el dolor o padecimiento que reconocen el sufrimiento de otros en su misma situación, y mucho menos dialogantes con argumentos universalistas del deber ser de las mismas ante las situaciones apremiantes, asfixiantes y desencadenantes que generan la desigualdad, la exclusión, la pobreza y la indigencia en su cotidianidad; siendo necesarias cada vez más políticas sociales robustas que contribuyan a "los principios universales recogidos en las declaraciones sobre derechos humanos y en las cumbres mundiales de las Naciones Unidas" (Cepal 2002b, 308), hacia el aumento de la calidad de vida y el bienestar social de amplios sectores de la población.

En razón a lo anterior, la Cepal indica que en América Latina "la política social necesita renovarse y fortalecerse de forma significativa" (Cepal 2002b, 308), particularmente en cuanto a la educación, el empleo y la protección social (Cepal 2002b, 308). Este mismo organismo señala que estas políticas deben orientarse hacia la generación de capital social mediante la reciprocidad, la confianza y la solidaridad (Cepal 2002a).

Por lo tanto, se señalan propuestas orientadas hacia "la utilización creativa de las posibilidades, de los recursos propuestos por las políticas sociales en beneficio de una persona que se sitúa en marcha hacia la autonomía" (De Robertis 2003, 81). En este sentido, es importante señalar que al diseñarlas o ponerlas en marcha se piense en los efectos paradójicos que esto puede suscitar en los sujetos a quienes se dirigen, relacionados con la posibilidad de incrementar su autonomía, pero también, un mayor individualismo, que puede contribuir a debilitar la solidaridad, entendida como "auténtica empatía y preocupación por el bienestar del prójimo" (Habermas 1991, 50), y no como un mecanismo que se utiliza para acceder a beneficios individuales, lo que señala más un retroceso que un avance en la intencionalidad última de tales políticas.

No hay que olvidar que la complejidad del contexto globalizado -caracterizado por un proceso llamado por algunos de "descalificación" (Castel 2004), de "desligadura simbólica" (Autés 2004), de "exclusión" o "marginación", que hace referencia a una metáfora de "caída social" o a "lo que quedó al margen de todo"- va erigiendo un sujeto aislado, frágil, en riesgo, con lazos sociales quebrantados o utilizados como mecanismo de sobrevivencia, pues su lucha es con otros para sobrevivir, y que establece vínculos "líquidos" con los demás, produciéndose una desubjetivización y una desintersubjetivización (por llamarlo de algún modo).

Lo anterior genera mayores retos para estas políticas, y hace necesario un accionar social más sostenible, que si bien asume la satisfacción inmediata de necesidades básicas de la población, trasciende hacia un cambio en las estructuras sociales a partir del potenciamiento de ciudadanos, sujetos de derechos y deberes, autónomos y, al mismo tiempo, solidarios, corresponsables en el mejoramiento de las condiciones de la vida colectiva, pues es claro que ante la necesidad de sobrevivencia, el individualismo en la sociedad se acrecienta, y la solidaridad, a pesar de ser reconocida como importante para la búsqueda de objetivos comunes por los grupos humanos, pasa a ser instrumentalizada como un dispositivo para lograr esencialmente objetivos personales de inclusión social.

De lo que se trata entonces con tales políticas, es de crear las condiciones para reducir la inequidad y asegurar el acceso a éstas de la población en condiciones de vulnerabilidad y riesgo social, pero también de evitar, o disminuir al menos, la recepción pasiva e incuestionable por parte de los actores "beneficiarios", pues sin lugar a dudas, hoy el sentido de éstas debe ir variando, esgrimiéndose como un dispositivo que permita el encuentro, el diálogo, el reconocimiento recíproco e intersubjetivo y el ejercicio de derechos y deberes por parte de sus actores, incluidos los agentes profesionales que las impulsan.

Esto implica que la intención de las políticas sociales ya no es "crear actores vulnerables" para que accedan regularmente a unos "beneficios", bajo etiquetas o categorizaciones de sujetos que sospechosamente denotan una "situación de diferenciados" y en todo caso de "desiguales", lo cual en ocasiones proporciona una "marca" que dura toda la vida, como la de "desmovilizados", "desplazados", "adolescentes embarazadas" "madres víctimas del conflicto armado", "mujeres cabeza de hogar", entre otras; sino que dichas políticas deben ofrecer ahora condiciones, es decir, espacios, lugares, experiencias (Autés 2004; Castel 2004) para ciudadanos reconocidos y valorados legítimamente como sujetos de derechos y deberes y no como "excluidos", pues también debe ser responsabilidad de las mismas el tipo de sujetos que producen.

Esta intencionalidad denota un carácter ético en tales políticas. En razón a éste y a marcos ético-valóricos, se señalan nuevas claves dirigidas al levantamiento de los discursos e interpelaciones de los propios sujetos a quienes están orientadas, pero también de los agentes que las implementan, porque, como afirma Cristina de Robertis, hoy las mismas están llamadas a "entrar en una dinámica de diálogo, de exploración, de incertidumbres, implica también ocupar un lugar diferente, no ya el que ofrece respuestas sino el que organiza encuentros, pone en relación, reconoce competencias, brinda oportunidades" (De Robertis 2003, 17). Ello implica que sean asumidas como espacios dialógicos y deliberativos respetuosos, serios y honestos, dirigidos a identificar las profundas contradicciones y diferenciaciones presentes en la sociedad actual y su significado en las prácticas cotidianas.

Esto es particularmente importante en el caso colombiano frente a problemáticas sociales como la pobreza extrema, el bajo índice de desarrollo humano, la desaparición forzada, el desplazamiento forzado y la violencia en todos los niveles, para sólo mencionar algunas, las cuales tienden a agravarse cuando el quiebre y la descomposición de los lazos sociales no se intentan, al menos, trabajar con la ayuda de políticas sociales que abran espacios para el diálogo y el intercambio fraterno como forma de resolver los conflictos sociales.

El carácter ético de las políticas sociales ante las actuales "patologías" de la sociedad

Resulta claro que las políticas sociales no han contribuido ampliamente a superar la pobreza sino que actúan como paliativos, que sistemáticamente van creando una especie de cultura de la dádiva y el agradecimiento, que niega la posibilidad de abrirse a la crítica desde el cuestionamiento que sus actores puedan hacer a tales ayudas o apoyos o a que incluso puedan decir no a éstas, pues cuando esto se presenta son asumidos entonces como "desagradecidos" y "exigentes", con el riesgo de pasar incluso al grupo de los "excluidos" de las mismas.

En tal sentido, un carácter ético-dialógico en las políticas sociales le apuesta, según Habermas, a que "una persona beneficiaria tiene que tener la oportunidad de decir no [...] puesto que no nos es posible un conocimiento objetivo de los valores más allá de nuestras convicciones morales, y puesto que a todo nuestro saber ético se le atribuye la perspectiva de la primera persona" (Habermas 2001, 117).

Y es que hoy, en "una sociedad fragmentada, donde los derechos no se universalizan y las leyes y normas sociales no se aplican de la misma forma para todos" (Quiroga y Neto 1996, 30), las políticas sociales tienen como desafío dar respuestas orientadas hacia la "autonomía, la subjetividad, emancipación, libertad, equidad, fraternidad" (Salvat 2002, 174), a fin de que cada sujeto se reconozca y reconozca al "otro", a todo "otro" distinto, como un ciudadano con derechos y deberes, como forma de invisibilizar la diferencia (Hopenhayn 2002), con el objeto de evitar el rasgo cotidiano de exclusión, invisibilización y desigualdad que ya ha sido recurrente.

Por ello, a pesar de que se ha señalado que las políticas sociales son instrumentales, en cuanto han sido utilizadas por los gobiernos para regular y complementar las instituciones del mercado y las estructuras sociales, hoy por hoy se especifica que los ciudadanos deben estar situados en el núcleo de las mismas, ya no mediante el suministro de asistencia social residual e individualizada, sino incorporando sus necesidades y voces en todos los sectores (Carey 2002).

Y es que en los discursos de sus actores es posible encontrar no sólo la fuerza argumentativa de sus formas de actuar, de sus prácticas, sino además la interpretación de su propio mundo y el de los "demás", así como su forma de ver el "mundo futuro". Por lo cual su inclusión en el diseño y ejecución de estas políticas no sólo permite una mayor comprensión de los cambios socioculturales del contexto al que están dirigidas, sino también fundamentarlas desde la validación de los significados que las personas hacen de las estrategias sociales derivadas de las mismas, de la aplicabilidad en su mundo y de los "saldos ciudadanos" que las mismas dejan.

En ese sentido, es claro el planteamiento del Banco Interamericano de Desarrollo (BID, citado en Matus 2005) acerca de que la autonomía es el fin último del desarrollo, hacia el cual deben ir enfocados cada objetivo y estrategia específicos de cambio social, para garantizar el carácter realmente ético de las políticas, los programas y proyectos de desarrollo.

Precisamente, en la actualidad uno de los parámetros de las políticas sociales tiene que ver con el grado de autonomía que otorgan a los sujetos participantes, referido a si éstos tienen o no control sobre los recursos, si logran independencia financiera y si son capaces de tomar decisiones sobre su propia vida (Turtos y Monier 2008), pero la direccionalidad de éstas va a depender de las conceptualizaciones que se asuman sobre autonomía.

Y es que el potenciamiento de la autonomía de los ahora llamados "ciudadanos sujetos de derechos y deberes" ha sido negado o postergado en tales políticas, pues no es una de sus intencionalidades la consideración de reciprocidad y simetría como interlocutores válidos que las interpelan frente a los agentes sociales que las gestionan, y por ende, tampoco lo es su reconocimiento como sujetos reflexivos, argumentativos y propositivos; lo que en la práctica se traduce en un vacío de los discursos y contenidos de tales políticas, que inhibe los procesos orientados a promover la equidad y justicia social que dicen perseguir.

Para contrarrestar esta situación, en este articulo se presenta una propuesta ética y conceptual para entender la autonomía basada en un carácter solidario y comprensivo como la que propone Habermas en su ética discursiva, pero a su vez, orientada hacia el reconocimiento recíproco e intersubjetivo entre los actores participantes, como señala Honneth en su teoría del reconocimiento. En ambas, la autodeterminación del sujeto se potencia desde el diálogo respetuoso, serio y honesto con los "otros", quienes tienen derecho a igual libertad y poseen idéntica competencia comunicativa, en cuanto son seres racionales capaces de lenguaje y acción.

Se trata de una autonomía, que descansa en un principio ético de una razón descentrada del sujeto y centrada en la intersubjetividad lingüística y el reconocimiento recíproco entre sujetos, basada en principios universalistas y aplicados con responsabilidad por afectividad, sensibilidad y conciencia frente a las situaciones de "sufrimiento" humano y de injusticia compartidas con los "otros" participantes en las políticas sociales, en este caso.

Y es que, de acuerdo con los desarrollos éticos actuales, la política social ya no puede seguir apostándole al fomento de un individuo autónomo, en el ostracismo que le dan su real saber y entender, su libre albedrío para actuar, sino que las instituciones y los agentes profesionales que las operan deben trabajar en el potenciamiento de personas que, a partir de un ejercicio dialógico argumentativo, deliberativo y simétrico en torno a sus condiciones de vida y las formas de mejorarlas, configuren un sistema normativo y regulativo de sus prácticas sociales, que sirva de base para impulsar conjuntamente un mayor reconocimiento y aceptación de las diferencias, donde tenga lugar un verdadero ejercicio de poder mediante la solidaridad y corresponsabilidad con los "otros" hacia la construcción de una sociedad más cohesionada, equitativa y democrática.

Para ello, es necesario partir de comprensiones más complejas de la realidad desde el reconocimiento y respeto de los sujetos participantes en éstas, de su reflexividad, de sus argumentos y de su capacidad para llegar a acuerdos sobre el sentido, corresponsabilidad y cogestión de las mismas, a fin de "hacer llegar a la palabra a quienes se les ha excluido, a los 'otros (as)' que se les ha condenado al silencio, a quienes se les usurpa la palabra, a quienes no se les abren los espacios de la comunicación" (Valencia 2004, 63).

Estos nuevos requerimientos para las políticas sociales demandan un respaldo de las competencias comunicativas de cada uno de los participantes, para argumentar discursivamente sus intereses y los de sus pares, incluso los que por motivos diversos no puedan estar presentes, a fin de acordar, de manera consensuada y racional, un marco normativo2 con carácter universalista que dirija y regule la actuación responsable de cada uno en el marco de las mismas.

Ahora bien: cuando se alude al diálogo como procedimiento que guíe el carácter ético en las políticas sociales hay que tener presente que el principio moral de éstas -que ha sido "instrumental" y "estratégico" por tradición- debe ser la pretensión de una mayor justicia social, el bienestar común y la equidad social. Ello indica que las personas o sujetos con quienes se interviene no sean olvidados en el discurso racional y formalizante de las mismas, pues las nuevas realidades se evidencian en el discurso desgarrador de ellos y debe volver a ellos, en forma comprensiva. Es allí donde radicaría el carácter ético del diálogo como mecanismo para el intercambio intersubjetivo de los actores participantes en las políticas sociales.

Y es que el "silenciamiento" de los actores participantes en estas políticas por parte de los profesionales e instituciones que las agencian, al no permitirles opinar en su formulación ni en su desarrollo, indica que son doblemente "vulnerados", esta vez con un tinte de seudo inclusión perverso que margina y excluye sus "voces" como interlocutores válidos para definir o redefinir tales políticas, deslegitimándolas y convirtiéndolas en un contrasentido, pues niegan la participación que dicen potenciar y exaltan la "recepción" de sus actores. Tal silenciamiento es equiparable a lo que Honneth llama "invisibilización", que neutraliza y olvida el reconocimiento previo y significado de las personas "cosificándolas" (Honneth 2009, 41).

En tal sentido, es importante entonces indagar acerca de lo que sucede con ellos cuando los cambios económicos, políticos, sociales y culturales operan en su cotidianidad: sus reflexiones; la lectura que hacen de los mismos; lo que estas políticas les "aportan" y lo que no; la forma como las insertan a su vida cotidiana; los aprendizajes que les quedan y los mecanismos que generan para revertir o disminuir sus efectos en su cotidianidad; la forma vinculante de éstas a la búsqueda de su autonomía; los mecanismos que desarrollan para la defensa de sus derechos; en fin, el sentido que tales cambios sociales y políticos tienen para ellos y el impacto en su constitución particular como ciudadanos.

De acuerdo con esto, es posible que algunos piensen que en el caso colombiano, con tan graves y diversos problemas sociales, la apertura al diálogo de los actores participantes en las políticas sociales puede ser contraproducente, en el sentido de que pueden presentarse mayores dificultades, en cuanto pueden surgir debates peligrosos y arriesgados para su desarrollo; ante lo cual es válido el planteamiento de Autés que señala que esto es inevitable; sin embargo:

    [...] al ciudadano hay que educarlo, hay que instalar espacios públicos en los que, como dice Habermas, cada cual tenga el derecho de hacer valer sus pretensiones de validez. Entonces, si el juego se juega correctamente, el que dice estupideces debe renunciar a ellas y adherirse a argumentos o enunciados más verdaderos, más justos y más auténticos. Se acusa a este esquema de ser particularmente utópico e idealista, pero es el único que corresponde a lo que es el ideal de una sociedad democrática (Autés 2004, 49-50).

De eso se trata entonces, de apostarles a espacios dialógicos, interactivos y públicos en condiciones de simetría concertadas, para llegar a proponer modelos de sociedad más éticos y coherentes, en cuanto más incluyentes, participativos y equitativos.

Según lo anterior, una política social que se precie de ser contemporánea ha de partir de diagnósticos comprehensivos de las pérdidas en que incurre la razón, sus riesgos conducentes hacia formas instrumentales, y, en último término, el abandono y el olvido de la subjetividad y, más aún, de la intersubjetividad, de la integración social, del reconocimiento recíproco asociado a un derecho y forma de valoración social, de la ética y del diálogo a partir de parámetros normativos de integración social (Honneth 2009, 30).

Esto debe conducir a comprender las determinantes de las condiciones de vida de sus actores y a potenciar y valorar estrategias endógenas de inclusión y reconocimiento social moralmente más dignas y efectivas, que apunten a la superación de la pobreza, a evitar la violación de derechos humanos y la resolución violenta de conflictos, y la desesperanza, así como la desintegración social y el individualismo, y a potenciar la libertad de expresión, los consensos que reconozcan y se deriven de intereses colectivos e igualdad de oportunidades para todos los sectores participantes en éstas. Para Honneth (2009), se trata de diagnósticos de las patologías de la sociedad moderna.

En estos diagnósticos deben identificarse también aquellas subjetividades emergentes y diferentes a las categorizaciones de sujetos previamente establecidas en las políticas sociales, así como las "metáforas" que explican su mundo, que van dando cuenta de un nuevo marco referencial para acciones sociales cuya "lógica" ha sido desconocida, y por ello no aparecen en las descripciones, evaluaciones e informes de las instituciones y agentes sociales que orientan tales políticas, pues lo que se dice o interpreta de forma "diferente" acerca de la realidad en el marco de éstas, es utilizado sólo de manera accesoria a lo que se concibe como ideal de desarrollo en las mismas, invisibilizando y nuevamente vulnerando el "derecho a ser y a ser valorado socialmente" de los actores hacia quienes están orientadas.

Por ello, éticamente hablando, es necesario que todos los que participan en las políticas sociales sean asumidos y se asuman como actores que se autorreconocen y reconocen a los demás como sujetos activos, autónomos, reflexivos, argumentadores, solidarios, capaces de establecer las condiciones ideales para dialogar y corresponsables en el desarrollo de estas políticas y en el acontecer histórico de la sociedad, y, en consecuencia, actuantes según esto. Un accionar en este sentido puede contrarrestar lo que Bajoit (2004) señala como el nuevo modelo de sociedad identitario, cuyo centro está en el individuo y su libre determinación, que genera un individualismo puro, "que para nada entiende de solidaridad, salvo si con ella obtiene la satisfacción de sus intereses particulares" (Bajoit 2004, 3), donde, según Borja y Castells,"se rompen los lazos de solidaridad, deteriorando el tejido social y la convivencia social" (citado en Arteaga 2004, 144).

Y es que cuando la razón en una sociedad es solamente la autonomía del individuo como un rechazo al control social, surge entonces lo que se ha llamado las "patologías sociales" (Habermas 2000; Honneth 2009), "el agravio moral" (Honneth 2009) o lo que otros denominan "trastornos relacionales" (Bajoit 2003), producto del individualismo, de la negación de la libertad, del vacío interior, de la soledad, del aislamiento, del sentirse inútil y carente de destino, de la desconfianza, del evitar al otro y su sufrimiento, del conflicto por el desconocimiento de las injusticias que lo afectan y que perturban la normalidad, del desprecio, de la humillación, de los maltratos y violaciones, de la exclusión social, del despojamiento de derechos, de la desintegración social; en palabras de Honneth (2009), del "sufrimiento por indeterminación"; que produce afectaciones tanto a los sujetos como al conjunto social.

Por ello, hoy éticamente las políticas sociales han de contribuir a la apertura de espacios que permitan a cada actor participante su libertad comunicativa, como lo señala Honneth (2009, 32).

Éste es el comienzo para reconocer subjetividades e intersubjetividades emergentes en estas políticas, que permitan identificar las verdaderas cartografías sociales resultantes de las tensiones entre contextos y políticas sociales.

Autonomía, solidaridad y reconocimiento intersubjetivo en las políticas sociales contemporáneas desde la ética discursiva de Habermas y la teoría del reconocimiento recíproco de Honneth

Si hoy se plantea que las políticas sociales deben fomentar la autonomía e inclusión social de sus participantes, así como la reconstrucción del tejido social, resulta clave entonces que se enmarquen en posturas éticas determinantes de los procedimientos para lograrlo.

Al pensar entonces en el fundamento autonómico de las políticas sociales, se encuentra que la ética del discurso propuesta por Jürgen Habermas plantea que:

    [...] la autonomía conlleva una idea de solidaridad comprensiva, ya que es ella y sus movimientos de conmoción, las que informan acerca del mejor modo de comportarse para contrarrestar mediante la consideración y el respeto la extrema vulnerabilidad de las personas. Esta vulnerabilidad es aquella que está inscrita en las formas de vida socio-culturales, ya que la individuación se produce a través de la introducción en un mundo de la vida intersubjetivamente compartido (Habermas 1991, 107).

Según el mismo autor, "la autonomía es más bien una conquista precaria de las existencias finitas, existencias que sólo teniendo presente su fragilidad física y su dependencia social pueden obtener algo así como 'fuerzas'" (Habermas 2001, 52).

Como complemento de esta concepción, Axel Honneth (2009), en su teoría del reconocimiento recíproco, señala que la autonomía es "descentrada" y que parte de la inter subjetividad, articulada lingüísticamente, coherente en su narrativa con la vida y "con sensibilidad moral contextual", según lo cual los sujetos aplican responsablemente las normas de acción en las que han participado en su contexto particular y en el marco de las políticas sociales, en este caso. Por lo cual tal autonomía de los sujetos, moralmente hablando, es para este autor "la comprensión afectiva del hecho de que otros sujetos, por su parte, puedan verse confrontados con opciones imprevisibles de su sí mismo, y que por eso tengan que resolver problemas de decisión difíciles" (Honneth 2009, 290), lo que implica necesariamente que tiene como pretensión ser reconocida socialmente. Por lo que, según Honneth, una persona autónoma está en "condiciones de descubrir impulsos de acción siempre nuevos e inexplorados y de convertirlos en material de decisiones reflexionadas" (Honneth 2009, 287).

De acuerdo con esto, la autonomía del sujeto -entendida como competencia comunicativa, según Habermas, y como libertad comunicativa, para Honneth- está asociada a una reflexividad personal y colectiva, a una solidaridad comprensiva, al reconocimiento intersubjetivo de la misma por todos los participantes de la sociedad, sensible al contexto cotidiano y a las situaciones de vulnerabilidad que el mismo provoca en sus actores, dirigida al establecimiento de parámetros normativos válidos universalmente y legitimados desde el consenso lingüístico, con acciones corresponsables, afectivamente derivadas y sostenidamente éticas.

Ahora bien: según la ética discusiva, la acción comunicativa de los actores es entendida como racional, en cuanto se refiere a la interacción de al menos dos sujetos capaces de lenguaje y de acción, que (ya sea con la ayuda de medios verbales o de medios extraverbales) entablan una relación interpersonal dirigida hacia un entendimiento, logrado sobre un acuerdo en las pretensiones de validez que son reconocidas y aceptadas, en razón a que expresan las definiciones comunes de las situaciones y los intereses más universales para guiar sus formas de conducta; en este caso, frente a las políticas sociales.

Por lo cual, la acción comunicativa corresponde, para Habermas, a "aquellas expresiones (lingüísticas y no lingüísticas) con las que sujetos capaces de habla y acción asumen relaciones con intención de entenderse acerca de algo y coordinar así sus actividades. Estas actividades coordinadas comunicativamente pueden constar por su lado de acciones comunicativas o no-comunicativas" (Habermas 1988, 541). "El concepto aquí central, es el de interpretación, que se refiere a la negociación de definiciones de la situación susceptible de consenso. En este modelo de acción como veremos, el lenguaje ocupa un puesto prominente" (Habermas 1987, 124). Aparece, entonces, una concepción de autonomía, no únicamente del tipo solidaria, comprensiva y corresponsable, como señala la ética del discurso, sino además asumida, al igual que la ciudadanía, como una competencia comunicativa en el marco de una pragmática universal.

Estas competencias comunicativas implican que:

    [...] por un lado, los participantes en la comunicación tienen que tener la competencia necesaria para adoptar una actitud objetivadora cuando sea necesario frente a situaciones existentes de hecho, una normativa frente a relaciones interpersonales legítimamente reguladas y una expresiva frente a las propias vivencias (y, además, tienen que variar estas posiciones ante los tres mundos). Por otro lado, a fin de ponerse mutuamente de acuerdo sobre algo en el mundo objetivo, social o subjetivo, tienen que poder adoptar las actitudes que van unidas a las funciones comunicativas de la primera, la segunda y la tercera persona (Habermas 1985, 162).

Este concepto de autonomía como competencia comunicativa3 no desconoce que en el contexto de las políticas sociales, como en otros ámbitos, existen relaciones marcadas por el asimétrico ejercicio de autoridad y poder por parte de los agentes profesionales, en este caso; sin embargo, la simetría estriba en que a ninguno de los participantes se le puede negar su legítimo derecho a expresarse, a tener "voz", a decidir sobre las formas de vida que desea y a reconocer que los demás también tengan este derecho. Se trata de la "[...] libertad de los interlocutores, entendida como autonomía [...]" (Cortina 1993, 208).

En ese sentido, la teoría honnethiana complementa lo anterior desde lo que señala como "lucha por el reconocimiento", cuyo significado en dichas políticas, en este caso, será trabajar desde una motivación moral dada por los conflictos sociales existentes, derivados incluso de esta situación, para estimular la generación de normas aceptadas, reconocidas y practicadas por todos de manera corresponsable hacia el desarrollo social, con una clara concepción ética construida intersubjetivamente por sus actores y, por lo tanto, legitimada en este contexto, a fin de preservar su integridad personal y social.

Y es que la nueva estructura social demanda políticas sociales más integrales, que apunten a una mayor comprensión de las complejidades que emergen del proceso de modernidad/modernización. Por lo anterior, resulta clave la apertura hacia aquellos discursos que muestren el desencanto y el incremento de la vulnerabilidad que producen las expectativas no resueltas, en cuanto a un desarrollo social y humano, porque los sujetos a quienes se dirigen, más que excluidos, se encuentran insertos en el centro mismo de la modernización, pues son quienes reciben sus impactos más fuertemente, constituyéndose en los rostros duros de la misma, pues, aunque están excluidos de muchos beneficios, participan incluso de sus expectativas (Matus 2002a).

La intencionalidad de las políticas sociales ha de orientarse entonces a escuchar e interpretar los lenguajes posibles que emergen en el diálogo entre los participantes en éstas. Lo cual indica que las políticas sociales deben volver su centro moral hacia el reconocimiento y respeto de la pluralidad de los discursos de la sociedad, y en ese sentido, hacia una revisión profunda del significado de las mismas en la reconfiguración y levantamiento de las identidades fragmentadas, resistentes o globales que produce la mundialización; dejando claridad que ello no significa un acuerdo sobre los valores culturales de estas colectividades, por cuanto se entiende que éstos no son válidos universalmente y "tampoco se los puede hacer plausibles si no es en el contexto de una forma de vida particular" (Mc Carthy 1992, 197).

En otras palabras, se trata de orientar el sentido de estas políticas hacia la formación de ciudadanos más autónomos, solidarios, comprensivos, corresponsables, reflexivos y dialogantes, capaces de llegar a consensos sobre las condiciones de vida deseables y el camino a recorrer para llegar a ellas mediante la apertura de espacios de encuentro y de deliberación que posibiliten el reconocimiento de los "otros" como legítimos "otros", habilitados para el diálogo productivo y simétrico sobre normas consensuadas para actuar conjunta y afectivamente en el mejoramiento de de las "patologías" sociales.

Esto ha de suponer entonces que los llamados "beneficiarios" o "usuarios" no sean asumidos más como "un mero sujeto paciente que solo ha de limitarse a confirmar las decisiones que el profesional adopta sobre su caso, sino que es un agente con el derecho a ser informado y a que sus puntos de vista sean tenidos en cuenta a la hora de adoptar las medidas que le afectan particularmente" (Bermejo 2002, 102).

Y es que, aunque en algunas políticas, como la de desplazados y la de educación, en el caso colombiano, se exprese que la forma como se entiende a los sujetos participantes de las mismas no es como un receptor de servicios sino como "ciudadano participativo e integrador de su propio proceso" (DNP 2007, 9) o "como sujetos activos y el centro de la acción educativa" (DNP 2010,79) o incluso como un sujeto con derechos especiales, en razón a su diversidad étnica y cultural (Dell'ordine 2003), es claro que no basta con señalar esto sino que en verdad se requiere desarrollar estrategias que permitan a los ciudadanos alcanzar estos logros mediante el reconocimiento de su autonomía e igualdad de oportunidades discursivas para coparticipar en análisis más complejos de la realidad, así como en la construcción de horizontes de sentido de las mismas y de normas consensuadas para actuaciones corresponsables.

De acuerdo con lo anterior, es importante trabajar en una descategorización del sujeto como víctima, en razón a su vulnerabilidad, por cuanto esto hace que no se exija a los mismos mayor responsabilidad, y mucho menos que se les permita la expresión de autonomía (Viewiorca 1997). La victimización de los sujetos actúa con efectos contradictorios, ya que, si bien no se requiere del sujeto mayor responsabilidad, tampoco se le permite expresar su autonomía (Matus 2003, 60), adoptando "las características dadas por quien lo mira y lo busca nombrar. Y si bien a un otro subordinado, jerarquizado, se le puede conceder alguna virtud estética o moral, muy difícilmente se le otorgará un estatuto de legítimo pensamiento" (Matus 2002b, 175), posibilitando que en las políticas sociales surjan prácticas como el paternalismo o, por el contrario, el despotismo, lo que sin duda alguna debe estar por fuera del alcance ético de las mismas.

De esta forma, se propone una flexibilidad y reflexividad en las políticas sociales desde una aceptación de lógicas diversas a éstas, pero igualmente válidas respecto a su efectividad, aunque sea un propósito en el mediano plazo, pues indudablemente las condiciones de vida vulnerables y de riesgo de las personas a quienes generalmente se dirigen éstas urgen soluciones inmediatas relativas a la recepción de bienes y servicios para la subsistencia, lo cual debe seguir siendo atendido por las mismas; sin embargo, esto no puede ser su fin, sino un medio para lograr propósitos más edificantes de la sociedad y de las personas.

Lo anterior exige que todos los actores participantes en las políticas sociales asuman bajo "sospecha" los discursos, prácticas y categorías de las mismas, y que, mediante la creación de condiciones y escenarios dialógicos, interactivos, significativos y horizontales, puedan ser interpeladas argumentativamente con base en los diferentes contextos, cotidianidades y representaciones sociales que conlleven su reedición desde el encuentro o desencuentro con ellas, con sus requerimientos y métodos, lo cual inicia el camino hacia una resignificación de las mismas potenciando la legitimidad de los discursos de todos los participantes, asumidos como ciudadanos con derechos y deberes, dueños de su propia historia pero también capaces de proponer y construir formas solidarias e inclusivas como dispositivos para avanzar con, hacia, por y para la cohesión, el bienestar y la justicia social.

Tales sospechas, según Honneth (2009), tienen que ver también con dudar de los "objetivos" públicos de los movimientos sociales que de cierta forma los "positivizan", al referirse a los de las mujeres, los de las minorías étnicas, sexuales, etc., para llegar a identificar y afirmar "otras" formas de sufrimiento social no tematizadas ni articuladas socialmente, pretendiendo con ello una mayor justicia a partir del reconocimiento social como un movimiento de inclusión de problemas o formas de sufrimiento social asociados a la individualidad en la sociedad actual que no se habían detectado antes (Honneth 2009).

Cuando esto sucede, las políticas sociales caen en lo que Autés (2004) llama un "tratamiento desigualitario" o en lo que para Castel es una "atribución de un estatuto especial a ciertas categorías de población" (Castel 2004, 69) conocido como "discriminación positiva" y que implica una movilización extraordinaria de cierta cantidad de recursos sobre poblaciones específicas (Castel 2004, 73), que produce nuevas desigualdades, por cuanto la "categorización diferenciada" adquiere entonces una huella más indeleble tanto para el sujeto como para la sociedad, pues "desde el momento en que se comienza a asignar un estigma a este tipo de situaciones, cabe temer formas de exclusión a través del encierro, no en un espacio vallado, sino en una etiqueta que discrimina negativamente a las personas a las que se aplica cuando, en realidad, dicha etiqueta querría discriminarlas positivamente" (Castel 2004, 69), por lo cual los sujetos son nuevamente "vulnerados", pues esto lo que hace es incrementar sus desigualdades y las ventajas o desventajas de unos sobre otros.

Esto no implica una oposición frente al "dar un poco más a los que tienen menos", por cuanto en ocasiones es necesario proceder de esa manera. El tema es que el tipo de "dispositivos" ofrecidos han de ser transitorios y no permanentes, dirigidos a superar tal vez el momento más difícil de estos actores, pues lo permanente debe ser el reconocimiento de su condición como "iguales" para dialogar y la apertura de espacios cada vez más amplios y creativos para expresar sus demandas sociales y levantar sus derechos, desde "pretensiones de validez en sus actos de habla, difundirlas y defenderlas discursivamente. Reconocerle tal derecho, significa reconocerle como persona, legitimada para participar activamente -o ser tenida efectivamente en cuenta- en los diálogos cuyos resultados los afecten sin que exista justificación trascendental alguna para excluirlos de ellos o limitar sus intervenciones en comparación con otras personas" (Salvat 2002, 150). Esto es lo que De Robertis (2003) llama "acceso a la ciudadanía", que implica también pensar y resignificar las representaciones y los imaginarios de poder que permanecen implícitos en las políticas sociales.

En razón a todo lo señalado, tres conceptos clave resultan asociados tanto a la autonomía como a la solidaridad y el reconocimiento intersubjetivo; ellos son: sujeto, subjetividad e intersubjetividad. Se retoma entonces el planteamiento de Bourdieu que señala que "los sujetos son en realidad agentes actuantes y conscientes, dotados de un sentido práctico, de estructuras cognitivas duraderas (que esencialmente son fruto de la incorporación de estructuras objetivas) y de esquemas de acción que orientan la percepción de la situación y la respuesta adaptada" (citado en Cambursano et al. 2010, 4), el cual es complementario de la conceptualización de Autés (1999) referida a que el sujeto es portador de subjetividad y palabra. Más aún, según este autor, el sujeto lleva una marca de problema inacabado, con acontecimientos desatendidos que sufre, y es perturbado, tal como los actores participantes en las políticas sociales.

Según Honneth (2009), el sujeto se encuentra en la socialización en un conflicto intersubjetivo moral motivado por el no-reconocimiento o desprecio de sus pretensiones todavía no confirmadas de autonomía, pero además éste es capaz de reconocerse y reconocer a los otros desde el punto de vista moral universal como "sujetos de derechos" y en la búsqueda de reconocimiento como valoración social de su desempeño en la sociedad, basado en el amor, el derecho y la solidaridad. Se entiende por reconocimiento social "un comportamiento reactivo con el cual respondemos a las propiedades de valor de otras personas de forma racional" (Honneth 2009, 38).

Sin embargo, para Habermas la categoría básica del paradigma comunicativo no es la de sujeto, sino la de 'subjetividad/intersubjetividad', la cual "aflora en el reconocimiento recíproco de la autonomía de hablante y oyente" (Cortina 1993, 234) y "se expresa en los procesos de entendimiento y acuerdo" (Cortina 1993, 118), en contextos institucionalizados y en toda comunidad de hablantes y oyentes. La "subjetividad", para la ética dis-cusiva, es "el resultado de relaciones epistémicas y prácticas con uno mismo que emergen de, o están integradas en, relaciones de uno mismo con otros" (Habermas 2004, 26). En ese sentido, se habla entonces de una autorre-flexión que se nutre de la reflexión con otros miembros que se reconocen en el escenario de las políticas sociales.

La categoría "subjetividad/intersubjetividad" se plantea como anterior al sujeto, porque si bien al sujeto se le reconoce capaz de lenguaje y acción, es la razón moral que lo guía al entendimiento comunicativo la que pone de presente que el sujeto incluya a los "otros" en su reflexivi-dad y argumentación, proporcionando existencia e identidad en el mundo que se comparte intersubjetivamente.4

Por lo que subjetividad e intersubjetividad, para Haber-mas, aunque diferentes en cuanto a la valoración que se hace del sujeto, confluyen en un elemento común: el uso del lenguaje para la acción. El fin varía, pues mientras que para este autor el mismo tiene sentido siempre y cuando se relacione con la búsqueda de un entendimiento comunicativo con el otro, para Autés (1999) estaría más asociado con la finalidad de la acción y la identidad de las personas en la sociedad.

Se entiende el planteamiento de Habermas acerca de los sujetos, a quienes llama personas que participan en la acción comunicativa, de forma libre e igual en cuanto a las posibilidades de indicar fundamentos racionales en la comunicación intersubjetiva, de avenirse a tales razones o a la refutación de las propias, en cuanto son seres capaces de comunicación lingüística, es decir, son hablantes que interactúan con oyentes, y en todas sus acciones y expresiones son interlocutores válidos, donde la justificación ilimitada del pensamiento no da lugar a renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión, "y a quien nadie puede privar racionalmente de su derecho a defender sus pretensiones racionales mediante el diálogo" (Cortina 1999, 536). Ello implicará reconocer al menos, según el autor, el derecho a igual libertad de acción, a la libre asociación, a la protección de los derechos individuales, a igual participación en los procesos de información de opiniones y voluntades, a garantizar las condiciones de vida sociales, técnicas y económicas necesarias para el ejercicio de los derechos antes enunciados.

Complementando la postura habermasiana, Honneth señala que se trata de sujetos con pretensiones de autonomía y de reconocimiento social previo. Tal reconocimiento recíproco entre los sujetos es el "medio adecuado para descifrar categorialmente experiencias de injusticia social en su todo" (Honneth 2009, 35), por lo que el mismo se propone como un mecanismo para llegar a descubrir no sólo nuevas "patologías sociales" sino también nuevas categorías de sujetos emergentes de injusticias sociales que sufren, cuidando de no llegar a asumirlos con etiquetas "exclusivas".

Se hace claridad entonces que la subjetividad no es igual a individualidad, sino que su significado se inscribe en el autorreconocimiento de la capacidad de reflexión y acción comunicativa pero en relación con el "otro", que, según Habermas (1981), ya no viene definido como un extraño por razón de su no-pertenencia, sino que es para él "Yo" ambas cosas a la vez: absolutamente igual y absolutamente diverso. Prójimo y extraño en una misma persona.

Habermas agrega entonces el componente de la solidaridad a la autonomía del sujeto y la asume como una "actitud personal dirigida a potenciar la trama de relaciones que une a los miembros de una sociedad, pero no por afán instrumental, sino por afán de lograr con los restantes miembros de la sociedad un entendimiento" (Cortina 1993, 213), un consenso racional. La misma es entendida además como "la actitud social dirigida a potenciar a los más débiles, habida cuenta de que es preciso intentar una igualación, si queremos realmente que todos puedan ejercer su libertad" (Cortina 1993, 213). En este caso, los participantes en la política social defenderían mediante el diálogo argumentativo sus convicciones, respetando las de todos los interlocutores posibles, como una actitud básica que implica el reconocimiento solidario de su autonomía, a propósito de sus expresiones frente a las afectaciones que les producen determinadas condiciones de vida.

Por otro lado, la solidaridad honnethiana está referida a "una comunidad de valores compartidos, que correspondea la valoración social, tiene por objeto las capacidades y características del individuo en tanto miembro que contribuye al todo social y lleva a la autoestima" (Honneth 2009, 25), por lo cual es "el reconocimiento recíproco de la contribución de cada uno al bienestar común, a partir del cual cada miembro de la sociedad sabe estar vinculado con los demás" (Honneth 2009, 43). De acuerdo con este planteamiento, la solidaridad se erige entonces en otro mecanismo que va a garantizar la reciprocidad, participación e integración social de los actores en el marco de las políticas sociales; por ello es importante trabajar en ésta, en su reconocimiento, potenciamiento y resignificación, sin olvidar que "la calidad de vida en común no se mide solo por el grado de solidaridad y el nivel de bienestar, sino también por el grado en que en el interés general se contemplan equilibradamente y por igual los intereses de cada individuo" (Habermas 1991, 113).

Consecuentes con estas concepciones, hoy éticamente en las políticas sociales ha de reconocerse y ponderarse el derecho a la autonomía, al reconocimiento recíproco, al diálogo, a la solidaridad y a la corresponsabilidad de todos los ciudadanos que hacen parte de las mismas, y, por lo tanto, trabajar de la mano con ellos en la reconstrucción de su capacidad enunciativa, normativa y regulativa, desde acciones y estrategias que transformen, entre todos los participantes, las situaciones problemáticas, y, al mismo tiempo, en el reconocimiento como interlocutores válidos para reconstruir el tejido social: "se trata de buscar una forma discursiva diferente, ahora signada por el sujeto, construida en su vinculación con los otros y no a partir de atribuciones elaboradas previamente" (Carballeda 2002, 33). Lo anterior se complementa con lo señalado por Lechner acerca del devenir constante de los sujetos, portadores de potencialidades y con capacidad de constituirse recíprocamente mediante el establecimiento conflictivo o negociado de los límites entre uno y otro (citado en Cambursano et al. 2010, 5).

Algunas reflexiones finales

Con esta propuesta conceptual ética no se pretende dogmatizar mediante un "modelo" las políticas sociales, pues en la sociedad actual, aunque las raíces humanistas y comprensivas de las ciencias sociales se entiendan y compartan, la política social, tal como la realidad social, es múltiple y no unívoca, lo cual abre el abanico de opciones no sólo para seguir ampliando la interpretación de esa realidad, sino también para complejizar las acciones sociales en ella.

De acuerdo con lo anterior, ésta es entonces una invitación a un accionar ético desde los desarrollos de la teoría crítica, en sus acepciones éticas fundadas en el discurso y el reconocimiento recíproco intersubjetivo, que asumen como inaceptable políticas sociales acríticas y ahistóricas con la sociedad, llegando a proponer a partir de lo público una contextualización en el marco de la sociedad global y contestación a la misma -a su individualismo paralizante de acciones colectivas, afirmativas, reflexivas, dialógicas y solidarias-, y construyendo escenarios de encuentro, reconocimiento e inclusión de los distintos discursos vinculantes de visiones más "cotidianas" para políticas sociales "con el mundo sobre el mundo", desde la promoción de ciudadanías múltiples,5 de proyectos de desarrollo humano incluyentes y más coherentes con las nuevas cartografías sociales y de redes sociales, a fin de evitar el "etiquetado", la diferenciación y el "silenciamiento" de los sujetos, suscitados por la imposición de modelos hegemónicos de bienestar social que éstas implementan.

Se han presentado claves para una propuesta ético-ciudadana desde las políticas sociales, cuya validez estriba en un interés genuino por los efectos que la acción individual o colectiva produce sobre los legítimos "otros", entendiéndolos como seres con los cuales coexiste, funda y comparte diferentes escenarios en el mundo social, uno de los cuales es el de las políticas sociales. Se pretende con ello establecer posibilidades de simetría y entendimiento en el diálogo, así como un reconocimiento recíproco entre sus actores, que, según Habermas, es lo que va a constituir la dignidad de la persona y permite construir, deconstruir y reconstruir proyectos de vida colectivos más incluyentes, democráticos y equitativos.

Esta tarea, como es lógico, necesita del compromiso de los sectores que la promocionan, ya sean el Estado o las Organizaciones sociales no gubernamentales, por cuanto es necesario "pasar del nivel de reconocimiento intersubjetivo al nivel de reconocimiento garantizado institucionalmente" (Honneth 2009, 39), a fin de que con la ayuda de estos entes se pueda certificar estructuralmente el cumplimiento de requisitos materiales para la calidad de su evaluación y afirmación social (Honneth 2009).

Por ello, en las políticas sociales se propone considerar el reconocimiento de la forma en que se reproduce simbólicamente lo social en los diferentes ámbitos culturales, así como el señalamiento de indicadores según marcos conceptuales comprensivos claramente definidos, a fin de trascender su activismo urgido hacia la búsqueda constante de su sentido ético que direccione prioridades por alcanzar sostenidamente entre todos los actores participantes. Así mismo, construir sistemas de registro y análisis que consideren no sólo los resultados tangibles de tales políticas sino también los significados que producen en sus actores.

Ésta es una lógica de actuación en las políticas sociales ante una sociedad globalizada, la cual apunta al diálogo sincero y honesto entre todos sus participantes, donde cada uno se asuma como un "[.] defensor de los derechos humanos, a la vez solidario y lúdico, altruista y hedonista, que no rechaza la mundialización pero que exige 'otra', cuyo contenido no está inventado" (Bajoit 2003, 276), y donde resulta esencial seguir trabajando por una mayor integración y justicia social.


Comentarios

* El artículo es resultado de la investigación "Cuando la autonomía está más allá del individuo mismo. A propósito de los discursos sobre autonomía en la educación en Trabajo Social", financiada por la Vicerrectoría de Investigaciones y la Facultad de Ciencias Sociales y Educación de la Universidad de Cartagena y dirigida por la autora del mismo.

1 En América Latina, "lo que se ha producido desde los años 80 es un incremento de las desigualdades sociales" (Kliksberg 1999, 41).

2 Honneth propone un "monismo normativo" (2009, 33).

3 Habermas señala que "[...] la estructura de esas 'competencias' pueden leerse de dos maneras: como competencias individuales que permiten a los implicados integrarse por vía de la socialización en ese mundo, crecer en él, y como 'infraestructura' de los propios sistemas de acción" (Habermas 1991, 15).

4 Porque en la intersubjetividad es donde "estas comunicaciones no susceptibles de ser atribuidas a ningún sujeto, realizadas en el interior o en el exterior de las asambleas programadas para la toma de resoluciones, configuran escenarios donde pueden tener lugar una formación más o menos racional de la opinión y de la voluntad común sobre temas relevantes para el conjunto de la sociedad y sobre materias que requieren una regulación" (Habermas 1999, 242-243).

5 Habermas señala que "la ciudadanía es un estatus que se define en términos de derechos civiles. Pero también se debe considerar que los ciudadanos son personas que han desarrollado sus identidades personales en el contexto de ciertas tradiciones, en entornos culturales específicos, que necesitan tales contextos para mantener sus identidades" (Habermas 2004, 54).


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Fecha de recepción: 1 de junio de 2010 Fecha de aceptación: 1 de julio de 2011 Fecha de modificación: 25 de noviembre de 2011