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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.42 Bogotá ene./abr. 2012

 

El Behemoth colombiano: teoría del Estado, violencia y paz*

Jorge Andrés Hernández

Abogado y Licenciado en Filosofía y Letras. Doctor en Ciencias Políticas, Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia, Alemania. Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia, Colombia. Correo electrónico: andriushernandez@hotmail.com


RESUMEN

La creación del Estado moderno en Europa hace parte de un proceso histórico que responde a la barbarie y la violencia de las guerras civiles religiosas (siglos XVI y XVII) y construye las condiciones de posibilidad de la paz, el orden y la seguridad de la vida moderna occidental. En este ensayo se repasan las bases teóricas de la teoría del Estado alrededor del dualismo hobbesiano simbolizado por las figuras del Leviatán y el Behemoth, con el propósito de examinar la fallida experiencia histórica colombiana para construir un Estado moderno. En efecto, Colombia ha sido incapaz de construir un ente impersonal que doblegue a sus múltiples competidores armados y construya las condiciones de la paz y el orden social.

PALABRAS CLAVE

Teoría del Estado, Estado colombiano, violencia, paz.


The Colombian Behemoth: Theories of the State, Violence, and Peace

ABSTRACT

The building of the modern state in Europe was part of an historic process that reacted to the violence of the Wars of Religion (16th to 17th centuries) and established the bases of peace and order for modern life in the West. This article reviews the theoretical bases of the theory of the state in terms of a Hobbesian dualism, symbolized by the figures of Leviathan (peace, order) and Behemoth (violence, anomie), in order to examine the historic failure in Colombia to construct a modern state. In effect, Colombia has been unable to construct an impersonal entity capable of subduing its multiple armed competitors and creating the conditions for peace and order.

KEY WORDS

Theory of the State, Colombian State, Violence, Peace.


O Behemoth colombiano: teoria do estado, violência e paz

A criação do Estado moderno na Europa faz parte de um processo histórico que responde à barbárie e à violência das guerras civis religiosas (séculos XVI e XVII) e constrói as condições de possibilidade da paz, da ordem e da segurança da vida moderna ocidental. Neste ensaio, revisam-se as bases teóricas da teoria do Estado em torno do dualismo hobbesiano simbolizado pelas figuras do Leviatã e do Behemoth, com o propósito de examinar a falida experiência histórica colombiana para construir um Estado moderno. Em efeito, a Colômbia tem sido incapaz de construir um ente impessoal que submeta a seus múltiplos competidores armados e construa as condições da paz e da ordem social.

PALAVRAS CHAVE

Teoria do Estado, Estado colombiano, violência, paz.


Guerra y autodestrucción

"¿Existe algún camino para liberar al hombre de la fatalidad de la guerra?", le pregunta Albert Einstein a Sigmund Freud en la célebre misiva que le dirigió el 30 de julio de 1932, a instancias del Comité Permanente de las Letras y de las Artes de la Sociedad de las Naciones (Freud 2000). El genio científico alemán le plantea así al padre del psicoanálisis uno de los grandes interrogantes inherentes a la civilización, tras advertir con realismo que "existe en el hombre una necesidad de odiar y de destruir" (Freud 2000, 275). Freud reconoce en su respuesta a la comunicación de Einstein que no es posible eliminar esta tendencia humana, este placer que muchos hallan en la agresión y en la destrucción de sus congéneres, y considera ilusos a quienes creen, como los teóricos comunistas de la revolución bolchevique, que una transformación radical de las relaciones económicas implicaría el fin de los antagonismos y de los conflictos humanos fundamentales o, dicho sucintamente, el fin de la violencia. El ser humano, desde la perspectiva freudiana, responde a dos tipos de pulsiones internas fundamentales: la pulsión erótica,1 que preserva y une, y la pulsión de muerte o tanática, que destruye y agrede.2

El hombre es así el artífice de las acciones más sublimes y de las más infames. ¿Se deduce de lo anterior que somos impotentes ante las tendencias belicistas del ser humano? Para Freud, la cuestión decisiva es que la pulsión tanática no encuentre su expresión en la guerra. Las tendencias destructivas, que Freud también denomina "antisociales" y "anticulturales", están presentes en todos los seres humanos (Freud 2000, 280). Toda cultura está constantemente amenazada, corre el peligro de autodestruirse. Homo homini lupus: "el hombre es un lobo para el hombre", recuerda Freud con Plauto. La religión, constata Freud, ha fracasado en su intento por domesticar tales pulsiones con mandamientos que suscitan el amor al prójimo o que sentencian castigos mayúsculos en la otra vida si se da rienda suelta a la pulsión tanática. De ahí que Freud le responda sintéticamente a Einstein que la protección frente a la guerra y la autodestrucción humanas es sólo posible cuando los seres humanos se unen para establecer un poder central, que tiene la última palabra en todos los conflictos de intereses, pues un alto número de seres humanos sólo sigue las prohibiciones culturales bajo presión de una coerción externa donde ésta puede hacerse valer y donde se le tema, mientras que donde existe impunidad, muchos seres humanos no se autolimitan para satisfacer sus deseos y pulsiones agresivas (Freud 2000).

La anterior constatación del fundador del psicoanálisis había sido ya conceptualizada por la filosofía política, y fundó la teoría del Estado moderno, tres siglos atrás. Thomas Hobbes, marcado profundamente por la experiencia del horror y de la barbarie en la guerra civil inglesa (164060), desarrolló una teoría política que responde a tal situación histórica. Hegel escribió en el Prólogo a sus Líneas fundamentales de la Filosofía del Derecho que "la filosofía es su tiempo histórico captado en conceptos" (Hegel 1998a, 22). Hobbes, en efecto, traduce en conceptos filosóficos las terribles experiencias que vivieron muchos europeos de los siglos XVI y XVII por efecto de las guerras civiles religiosas. Su punto de partida es el status naturalis, el estado de naturaleza, marcado por la ausencia de un poder coercitivo y por la irrefrenada expresión de las pulsiones destructivas (Hobbes 1999, 86ss). El distintivo de este estado de naturaleza es para Hobbes el bellium omnium contra omnes, esto es, la guerra de todos contra todos, la anarquía, que simboliza con la figura bíblica monstruosa del Behemoth (Hobbes 1990). A este Behemoth o estado de naturaleza Hobbes contrapone el Estado, simbolizado por el ícono también bíblico del Leviatán, un poder coercitivo central y soberano que encarna la superación de la guerra civil. El Estado, en la teoría política de Hobbes, nace de la necesidad de frenar las tendencias autodestructivas humanas y de asegurar la paz. Como ha explicado el politólogo alemán Hans Buchheim: "No se trata de que el Estado exista primero y entonces asume la tarea de establecer la paz, sino que él existe porque es la consecuencia de la solución de esta tarea" (Buchheim 1988, 2). La fundación y mantenimiento de la paz social son, así, la función histórica del Estado moderno en la teoría política legada por Hobbes, que encontraría su cabal desarrollo conceptual en la teoría del Estado (Staatslehre) alemana de las primeras décadas del siglo XX.3

En una de las obras capitales de la sociología contemporánea, Sobre el proceso de la civilización, Norbert Elias (1997) documentó históricamente lo que Freud y Hobbes conceptualizaron y fundamentaron teóricamente. Elias detalla la transformación radical que sufre la cultura europea en la transición del Medioevo a la modernidad, respecto al papel de la violencia en la vida de los individuos. En la Edad Media, el comportamiento agresivo y violento estaba socialmente tolerado, hasta el punto de que existía cierto placer social en la eliminación física de otros seres humanos. La autodefensa y la violencia vengativa estaban permitidas y el poder estaba completamente diseminado en muchas instancias locales y territoriales, fenómeno que Hegel (1998b, 706) denominó poliarquía.4La modernidad, por el contrario, tiene como rasgo distintivo la concentración del poder en unidades políticas diferenciadas que adquieren el nombre de Estados, caracterizados por la monopolización de la violencia y de los asuntos fiscales, que se ven acompañados por un progresivo control de la agresividad de los individuos. El individuo se ve ahora obligado a reprimir el deseo de hacer justicia por propia mano, tarea encomendada de manera exclusiva al Estado. Para Elias, el proceso de civilización reduce las coacciones que son producto de la fuerza y la violencia. En adelante, las pulsiones individuales se habrían regulado cada vez más mediante la autoeducación, el autocontrol y la autocoacción (Elias 1997).

Teoría del Estado

En las reflexiones de Freud, Hobbes y Elias se encuentra una preocupación común, a saber, la necesidad de controlar la violencia mediante la construcción de una entidad central que monopolice la violencia y pacifique la sociedad, esto es, el Estado. Sin embargo, Estado sigue siendo entendido en el lenguaje común como el cuerpo político de una nación5 o de una cultura específica, y por eso se habla del Estado de los Incas, de la ciudad-Estado helénica o del Estado en la Edad Media. En un sentido antropológico-cultural, el concepto de Estado se ha utilizado para comprender la forma de organización política que tiene cada cultura, nación o país, pues no existe prácticamente comunidad humana sin un cierto orden coercitivo que la proteja (Conze 1990, 5). Pero en la Teoría General del Estado (Allgemeine Staatslehre) que se fundamenta en la tradición de las ciencias jurídicas alemanas de comienzos del siglo XX, el concepto de Estado supera este carácter vago y ahistórico, para restringir el concepto al tipo de organización política que surge de la modernidad europea occidental, con unas características muy precisas.6

Georg Jellinek (1966), un jurista con gran agudeza sociológica, cercano al círculo de Max Weber en Heidelberg, reformula los grandes debates decimonónicos sobre la naturaleza del Estado, planteando que la teoría general del Estado puede estudiarlo desde dos diferentes perspectivas: una teoría social del Estado (soziale Staatslehre) que se ocupa del Estado en cuanto construcción histórica o, en otras palabras, tal como es en la realidad social, fenómeno del que se ocupan la ciencia política y la sociología, y, de otro lado, una teoría jurídica del Estado (Staatsrechtslehre), que se ocupa de su perspectiva jurídica y normativa, tarea reservada al jurista (Jellinek 1966). Jellinek formula en su teoría jurídica del Estado los tres elementos constitutivos del Estado en cuanto entidad jurídica del derecho internacional, que sigue siendo una definición estándar en las ciencias jurídicas. De acuerdo con la denominada "teoría de los tres elementos", Georg Jellinek (1966) describe los elementos necesarios y suficientes para hablar de la existencia de un Estado: territorio, población y poder. El territorio (Staatsgebiet) es el espacio físico en el que el Estado ejerce su tarea específica, la dominación. La población (Staatsvolk) está constituida por el conjunto de personas que habitan el territorio del Estado. El poder (Staatsgewalt) está ligado a la soberanía, que tiene dos dimensiones (las soberanías interna y externa). El pensador Jürgen Habermas describe así al Estado soberano: "Soberano es sólo el Estado que puede mantener en su interior la paz y el orden y proteger de facto sus fronteras externas. Tiene que poder imponerse sobre otros poderes internos y erigirse en un actor en pie de igualdad en el ámbito internacional" (Habermas 1999, 131). El Estado moderno es, como plantea Carl Schmitt (1996), una "unidad política" (politische Einheit) y una "unidad pacífica" (Friedenseinheit), esto es, una entidad en la cual ningún grupo social tiene ni el derecho ni el poder para declarar y emprender una guerra civil. El fundamento de esta unidad pacífica y política reside en lo que Max Weber denominó el "monopolio de la violencia legítima" (Monopol legitimer Gewaltsamkeit) (Weber 1980, 821). Puede contraargumentarse que ningún Estado ha controlado completamente los medios de violencia. Es cierto. Pero la cuestión decisiva aquí es que el Estado logra controlar hasta tal punto los medios coercitivos que la guerra civil o la rebelión armada exitosa no son posibles. Para lograr estos fines, el Estado requiere finanzas públicas adecuadas y una burocracia independiente. Se trata de factores que aseguran el poder y la majestad del Estado y garantizan la separación entre la sociedad (civil) y el Estado (Weber 1980). Sólo así es posible que el Estado sea más fuerte que las fuerzas sociales, y no sea instrumentalizado por intereses particulares de la sociedad (civil).

La distinción entre una teoría jurídica y social del Estado es fundamental para entender el problema de la estatalidad por fuera del ámbito europeo. Desde un punto de vista jurídico, existen hoy más de 192 Estados con representación en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que gozan de reconocimiento dentro de la comunidad de naciones. Pero la cuestión es más problemática desde el punto de vista de la realidad social. En efecto, muchos "Estados" de América Latina, Asia y África no son soberanos en los territorios que jurídicamente se encuentran dentro de sus fronteras, porque están ausentes físicamente o porque grupos privados y/o paraestatales controlan de facto amplias zonas de dichos territorios. El Estado como realidad social, en el sentido de Jellinek, parece ser exclusivo de la modernidad europea, y a lo sumo extensivo a muchas de las antiguas colonias británicas, pero no ha logrado concretarse efectivamente en otras latitudes extraeuropeas.7En la ciencia política contemporánea, Robert H. Jackson (1990) acuñó el concepto de "cuasi-Estado" (quasi-state) para denominar a este tipo de entidades políticas que siguen siendo reconocidas jurídicamente como Estados, pero que carecen de soberanía interna, una característica empírica fundamental, de acuerdo con la teoría social del Estado.

Orígenes de la estatalidad en Colombia

El historiador alemán Hans Joachim Kõnig (1997, 111) sostiene que en la Nueva Granada "surgió un Estado soberano" con la independencia. Kõnig se basa aquí en el elemento de la soberanía exterior, esto es, la independencia de un poder externo (España), pero deja de lado la soberanía interna, esto es, el control del propio territorio como elemento fundamental de la soberanía. En efecto, la ausencia de soberanía interna inherente al período colonial no parece sino haberse agudizado con el proceso de independencia, como afirma Harvey Kline:

    [...] así como la caída de la Corona española condujo a la ausencia de un régimen político legítimo, también derivó en una burocracia descentralizada o inexistente. Y las patrias chicas (vastos territorios dominados por una familia local) se fortalecieron, así como los grandes poseedores de tierras. En muchas ocasiones, un gran número de terratenientes ejerció poder dentro de sus territorios, formando así gobiernos privados (Kline 1999, 11).

La fragmentación política, social y económica tiene diversas causas. Algunos plantean que era inevitable, en vista de la gran fragmentación geográfica del país. "Ningún país de la América hispánica tenía tantos obstáculos naturales para la unidad", escribió David Bushnell (1993, 36). Tras la Independencia y la posterior disolución de la Gran Colombia, sectores de las élites políticas se plantearon la cuestión fundamental de la construcción de la unidad política, esto es, del Estado. ¿Cómo era posible construir un Estado nacional con la enorme fragmentación regional existente?, se preguntaban algunos políticos de la época posindependentista (Palacios 1981). El poder real de los caciques locales y regionales era mayor que el del Gobierno nacional y siguió imponiéndose por décadas. La tarea de construcción de un Estado nacional se aplazó indefinidamente, como lo demuestran dos fenómenos centrales. Por un lado, los poderes locales y regionales se opusieron decididamente a la creación de una Policía nacional que estuviese subordinada al Gobierno, no a los caciques y terratenientes locales (Kline 1999), un requisito fundamental para garantizar el cumplimiento de las normas proferidas por autoridades nacionales y un distintivo de la soberanía y del poder de un Estado moderno (Tilly 1985). Sin un Estado con monopolio de la violencia legítima, los conflictos eran resueltos por las élites regionales y sus ejércitos privados (Lópes-Alves 2000). Por otro lado, el Gobierno nacional carecía de medios financieros para crear un Estado nacional. Las élites locales, especialmente los grandes terratenientes, lucharon contra el pago de impuestos, como explica Harvey Kline:

    [.] los líderes colombianos, fundamentalmente de los grupos económicos privilegiados, no querían recaudar los impuestos que se requerían para crear un Ejército y una Policía nacional fuertes; tales impuestos tendrían que provenir de sus propios sectores económicos. Era mejor permitir que quienes necesitasen una fuerza policial (los grandes terratenientes) la crearan por sí mismos, pagando una especie de "cuotas de usuario" (Kline 1999, 11).

Malcolm Deas plantea que Colombia "era una de las economías con menos impuestos de América Latina" (citado en Lópes-Alves 2000, 102), y Marco Palacios (1981) constata que la centralización de impuestos fracasó en el siglo XIX. En suma, no había condiciones materiales para la construcción de un Estado moderno. Los sucesivos gobiernos nacionales no podían hacer cumplir sus normas en grandes zonas del territorio nacional, sometidas cotidianamente a diversos poderes privados y paraestatales, por lo que las respectivas constituciones políticas bien pueden haber sido obras de ficción8 o, en el lenguaje de la ontología constitucional de Karl Lõwenstein (2000), constituciones nominales.9 Las consecuencias de la incapacidad para construir un Estado como unidad política y pacífica (Carl Schmitt) saltan a la vista: ocho guerras civiles nacionales, catorce guerras civiles regionales y más de cincuenta rebeliones (Lópes-Alves 2000; Martz 1996).10 Pero no era un problema exclusivamente nacional, sino continental. Como plantea Martin Van Creveld, "al entrar en el último cuarto del siglo XIX, muchos de los Estados latinoamericanos eran Estados básicamente de nombre" (Van Creveld 2000, 308). El siglo XX colombiano heredó las patologías decimonónicas: predominio de la justicia privada y de la autodefensa, ausencia de soberanía estatal en grandes zonas del territorio, fragmentación regional del poder, inconclusa integración nacional, guerra civil.

El cambio de siglo trajo una nueva guerra civil, la denominada guerra de los Mil Días (1899-1902), y la separación de Panamá, alentada por Estados Unidos, que pondrían en evidencia una vez más la fragilidad y la falta de soberanía interna y externa del "Estado" colombiano (Safford y Palacios 2002).11 La escasa literatura existente sobre las primeras décadas del siglo XX deja entrever que, como en el pasado, el Gobierno nacional apenas tenía presencia en las zonas rurales, donde vivía la inmensa mayoría de la población. En vista de la inexistencia de facto del Estado en grandes zonas del territorio, seguían imponiéndose los poderes privados y paraestatales, quienes instrumen-talizaron las débiles instituciones locales para sus propios intereses particulares, como señala Frank Safford:

    Hasta los años veinte, el Estado nacional en Colombia era demasiado débil para tener un impacto significativo en cuestiones relacionadas con los grandes terratenientes y el trabajo rural. La mayoría de los asuntos, ya fueran disputas sobre la tierra entre grandes especuladores de la tierra y campesinos ocupantes, o cuestiones de disciplina laboral en grandes estados, fueron manejados de forma privada (algunas veces con el uso de la violencia) por los mismos terratenientes. Si era necesario pedir apoyo al Gobierno, los alcaldes y jueces locales eran generalmente quienes se encargaban de tales asuntos, decidiéndolos normalmente, si no siempre, en consonancia con los deseos de los terratenientes dominantes en la región (Safford 1995, 133).

Las primeras décadas del siglo XX transcurren sin guerras civiles. "La guerra civil fue deslegitimada por las élites como una forma de competencia política", afirman Safford y Palacios (2002, 266) respecto a este período histórico. Sin embargo, pese a los avances hacia una integración geográfica nacional mediante incipientes redes de transporte y comunicación, en gran parte posibilitadas por la economía cafetera, la burocracia estatal seguía siendo muy pequeña, y era, en la praxis, un apéndice de los intereses más poderosos de la sociedad civil local (Safford y Palacios 2002). En grandes zonas del territorio nacional seguían teniendo vigencia las observaciones de José María Samper (1973) sobre el triunvirato parroquial en el siglo XIX, cuando señalaba que en muchas localidades existía de facto una peculiar división de poderes: el párroco era el Legislativo, el gamonal era el Ejecutivo y el tinterillo era el Judicial.

El desenlace hobbesiano

A mediados del siglo XX, un Estado moderno con un monopolio de la violencia legítima seguía siendo un mero proyecto, o mejor, una quimera. En palabras de Steffen W. Schmidt, "estructuralmente, el Gobierno central en 1950 carecía de control y autoridad sobre la mayor parte del país" (Schmidt 1974, 102). Entre 1946 y 1966 Colombia padeció una nueva guerra civil, que se ha denominado La Violencia, con más de 200.000 muertos. Paul Oquist constata que se trata de uno de los conflictos más intensos y prolongados del siglo XX en el ámbito mundial (Oquist 1980, xi). Oquist plantea que una causa central del conflicto es el colapso parcial del Estado, caracterizado por el quiebre de las instituciones políticas de la nación, la pérdida de legitimidad del Estado para sectores significativos de la población, contradicciones dentro de los aparatos armados del Estado y ausencia física del Estado en amplias zonas del territorio nacional. De acuerdo con Oquist (1980), a fines de la década del cuarenta se habría presentado un nuevo colapso parcial del Estado, que tenía ya muchos precedentes durante las guerras civiles del siglo XIX. La gran diferencia estribaría en que la fuerte estructura de dominación social en el siglo XIX se mantuvo intacta y las contiendas se redujeron a pugnas dentro de las clases dominantes, pese a que "el Estado colapsó parcialmente, o casi totalmente, varias veces" (Oquist 1980, 150). En cambio, el nuevo colapso parcial del Estado a mediados del siglo XX puso en cuestión -de acuerdo con Oquist- el control político y social de las clases dominantes y derivó en un conflicto social entre clases. Las tesis de Oquist, citadas con frecuencia en la literatura de las ciencias sociales e históricas que se ocupan de Colombia, suscitan múltiples interrogantes. En primer lugar, Oquist señala que a fines de los cuarenta "el Estado había perdido su eficacia" (Oquist 1980, 11), con lo que se quiere decir implícitamente que hasta ese momento el Estado había gozado de cierta eficacia y fortaleza, pero habría colapsado poco después.12 Oquist no aporta argumentos para defender esta tesis. En espera de más investigaciones históricas al respecto, todo lleva a pensar que en grandes zonas del territorio nacional, los grandes terratenientes, gamonales y caciques locales regían la vida cotidiana de los habitantes en alianza con autoridades locales débiles. En segundo lugar, no parece de gran utilidad analítica ni tampoco sustentable empíricamente la tesis del colapso parcial del Estado, lo que se deduce de la misma obra de Oquist. Si ha habido constantes y recurrentes colapsos parciales del Estado, como argumenta Oquist, la pregunta que surge es: ¿no es esto, más bien, una constatación de la debilidad histórica de un Estado que jamás logró su consolidación? El concepto de colapso supone que, de repente, se derrumba algo que estaba relativamente consolidado. Pero si algo colapsa de modo permanente, habría que preguntarse si la institución ha sido adecuadamente fundada. De otro modo, el concepto pierde todo sentido descriptivo y analítico. En último lugar, el propio texto de Oquist plantea que en el siglo XIX "la represión no fue en general utilizada para mantener la estructura social existente; cuando era necesaria, la violencia local directamente aplicada era más común que el recurso al control estatal" (Oquist 1980, 157), con lo que apoya la tesis aquí propuesta: en lugar de un Leviatán, que agencia como árbitro y tercero, los grupos locales de particulares más poderosos hacían las veces de "Estado". Pero esto no es un Estado moderno en el sentido que hemos clarificado arriba, y lo que no es, no puede colapsar. Empero, el trabajo de Oquist tiene el gran mérito de plantear en la literatura histórica colombianista la relación entre la debilidad del Estado y la violencia, superando las tradicionales lecturas economicistas, políticas y sociales sobre el origen de la violencia.

Si el siglo XIX y las primeras décadas del XX se caracterizaron por la existencia de múltiples y diversos ejércitos privados y de autodefensa al servicio de caciques y terratenientes locales y regionales, en ausencia de una autoridad pública nacional, La Violencia engendró un fenómeno nuevo y singular, a saber, la creación de grupos de autodefensa campesina, algunos de los cuales participarán en la fundación de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 1964, pero que se remontan a movimientos campesinos de colonización liderados por el Partido Comunista (Safford y Palacios 2002). En una fase siguiente, los ataques militares transformaron esta organización en una guerrilla revolucionaria, que pasaba así a ser un grupo ofensivo, que estableció con el tiempo sus bases en zonas de colonización campesina, áreas de frontera, zonas con rápida expansión económica o zonas rurales antes prósperas pero luego venidas a menos (González 2002). El denominador común en estas zonas ha sido la escasa presencia de un ente impersonal que regule los conflictos de acuerdo con las leyes establecidas por el legislador nacional, esto es, un Estado moderno.

El concepto de colapso parcial del Estado, acuñado por Oquist para caracterizar La Violencia, reaparece cíclicamente para intentar describir períodos de extrema violencia que caracterizan las últimas décadas del siglo XX en Colombia. Intelectuales como Ana María Bejarano y Eduardo Pizarro (2001 y 2002), así como John Dugas (1997) y Mauricio García Villegas (2009), entre otros, acuden al mismo concepto para describir los efectos de la violencia proveniente de diversos actores armados (en especial, de los carteles de la droga) a fines de los años ochenta y del conflicto armado que se agudiza en los años noventa entre militares, paramilitares y grupos guerrilleros. Be-jarano y Pizarro (2002) defienden la tesis de una "erosión reciente" del Estado colombiano, frente a quienes argumentan una constante precariedad o debilidad histórica del Estado. El resultado de tal proceso de erosión sería un nuevo "colapso parcial del Estado", que fechan en 19891990, coincidente con la violencia desatada especialmente por los carteles de la droga y por grupos paramilitares, que asesinan a cuatro candidatos presidenciales.

El planteamiento de que la erosión reciente del Estado colombiano es fundamentalmente una consecuencia de la acción de poderosos grupos criminales carece de dimensiones sociológicas e históricas. Como hemos visto, salvo breves interregnos, Colombia concentra en los siglos XIX y XX fenómenos que delatan la precariedad histórica del Estado como Leviatán o, en otras palabras, un Estado que no es soberano en su territorio porque no logra doblegar a los múltiples competidores armados. En las últimas décadas, Colombia se ha convertido en un lugar donde convergen carteles de la droga, mafias, grupos paramilitares, movimientos guerrilleros, milicias populares, poderosas organizaciones criminales y diversos grupos de autodefensa y justicia privada. La aparición conjunta y simultánea de diversos factores de violencia parece sólo un síntoma, mas no la causa, de la debilidad del "Estado colombiano". Los diversos fenómenos de violencia encuentran un terreno abonado para su emergencia y consolidación ante la ausencia de un Estado moderno y soberano que monopolice la violencia legítima. Existe una larga tradición de autodefensa en Colombia que se remonta a la Independencia, pero que hunde sus raíces en el pasado colonial. La ausencia de un poder estatal en localidades y regiones permitió la emergencia de grupos de justicia privada al servicio de los terratenientes, caciques y hombres fuertes locales. Las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y los grupos paramilitares que las suceden son herederos de esta tradición, que se justifica en sus discursos por el abandono del Estado, pero que reconoce su defensa de lo que ellos llaman "Estado".13 Los grupos guerrilleros, a su vez, surgen también explícitamente como grupos de autodefensa, en zonas periféricas o de colonización campesina marginal, de donde se expanden a zonas donde existe poca o nula presencia estatal, lo que incluye tanto zonas urbanas como rurales. Las mafias, los carteles del narcotráfico y las milicias populares urbanas se encuentran también en el ámbito de lo que Gambetta (1993) denomina "el negocio de la protección privada"14 o, en otras palabras, la ausencia de un Estado como unidad pacífica.

El proyecto político de la Seguridad Democrática (20022010) pretendió la recuperación, o bien, el fortalecimiento de la soberanía estatal (de acuerdo con la perspectiva), pero múltiples fenómenos parecen confirmar, por un lado, el éxito contra el desafío de las guerrillas de las FARC, y por otro, la consolidación de múltiples grupos armados en diversas localidades de la nación, que gobiernan de facto la vida cotidiana de los habitantes y controlaron en buena parte del país la movilización electoral en las diversas competencias electorales del período. El fenómeno de la parapolítica puso en evidencia que buena parte de la clase política, nacional y regionalmente, colabora de manera estrecha con grupos armados ilegales.

Puede argumentarse que el aumento de la burocracia o de los programas sociales en las últimas décadas ha significado una expansión de la estatalidad, pero esta perspectiva pierde de vista que la paz y la seguridad configuran las tareas esenciales de la estatalidad. Y pocos colombianos parecen disfrutar de ellas. Los colombianos que hoy disfrutan de tales bienes, los deben (a menudo) a la seguridad privada, esto es, a la autodefensa, no a la seguridad estatal. En suma, Colombia parece ser un ejemplo empírico que certifica la validez de las tesis hobbesianas acerca de los efectos sociales nefastos que trae la ausencia de un poder coercitivo soberano, un Leviatán, que deriva en una situación dominada por el caos, la anomia y la guerra de todos contra todos: el Behemoth. En uno de sus escritos de juventud, publicado en 1802, Hegel (1985) escribió que tras la pérdida de la guerra contra Francia y la consecuente pérdida de territorios, Alemania dejó de ser un Estado. El mismo Hegel aprobó enfáticamente la designación que Voltaire hacía de la constitución real alemana como Anarquía, ya que no encuadraba más en las formas estatales clásicas y había perdido su integridad. En una remota nación sudamericana, dos siglos después, su territorio se encuentra despedazado por múltiples y difusas organizaciones armadas, y los ciudadanos de muchas zonas campesinas y urbanas viven bajo múltiples tiranías locales (paramilitares, guerrillas, autodefensas, mafias, milicias, bandas armadas, grupos de justicia privada), esto es, bajo un estado de hecho, no de derecho. Si esto aún merece llamarse un Estado, y no la Anarquía ni el Behemoth hobbesianos o la Anomia, ¿qué es entonces el Estado?


Comentarios

* El artículo se basa en la investigación doctoral "Estado de Derecho y Democracia. La paradoja colombiana".

1 Freud, amante de la cultura y de la mitología griegas, retoma la figura central del dios Eros, quien -como recuerda Robert Graves- "fue el primero de los dioses, pues sin él ninguno de los demás habría podido nacer". Sin embargo, "[a] Eros nunca se le consideró un dios lo suficientemente responsable como para figurar entre la familia gobernante de los doce olímpicos" (Graves 1993, 68-69).

2 Freud escribe sobre la pulsión de muerte (Todestrieb), pero no explícitamente de Janatos, concepto introducido por el psicoanalista vienés Ernst Federn. Un análisis clásico sobre la dialéctica psicoanalítica de Eros y Janatos puede encontrarse en la obra de Herbert Marcuse (1985), Eros y civilización, publicada por primera vez en 1953.

3 El jurista y politólogo italiano Norberto Bobbio denomina esta postura pacifismo jurídico, esto es, que "la solución pacífica de los conflictos depende de la presencia de un Tercero por encima de las partes, capaz no sólo de juzgar quién tiene razón y quién no, sino también de imponer en última instancia su decisión" (Bobbio 1997, 201).

4 En la teoría democrática contemporánea, Robert Dahl (1971) reintrodujo el concepto de poliarquía, esto es, una democracia realmente existente que se distingue de una democracia ideal, y que se caracteriza porque el poder político se encuentra diseminado en la sociedad. No es éste el lugar para ahondar en esta cuestión.

5 El Diccionario de la lengua española define Estado como "[c]onjunto de los órganos de gobierno de un país soberano" (RAE 2001, 669).

6 "El Estado es una invención europea", ha recordado Wolfgang Reinhard (1999, 1) en su monumental historia constitucional europea.

7 Sobre el fracaso del Estado como realidad social en grandes zonas de América Latina, cfr. Van Creveld (2000) y Reinhard (1999).

8 La prevalencia de los análisis jurídicos en la historia constitucional colombiana, que se restringen al estudio exegético de los textos normativos constitucionales, ha tenido como consecuencia la inexistencia de investigaciones sobre una historia constitucional y estatal como realidades sociales y empíricas, en la perspectiva de Otto Hintze, Charles Tilly y Wolfgang Reinhard.

9 De acuerdo con Lõwenstein, "una constitución puede ser jurídicamente válida, pero si en la dinámica de los procesos políticos no se procede de acuerdo con ella, a la constitución le falta la realidad existencial" (Lõwenstein 2000, 152).

10 La coexistencia paralela de un legalismo y un civilismo constitucional, por un lado, con una praxis ilegal y violenta, por otro, es un asunto que permanece prácticamente inexplorado en la historia colombiana, que ha esbozado muy lúcidamente Gutiérrez Girardot (2000). Gutiérrez cita una reflexión del historiador José Luis Romero, sobre el liberalismo argentino, que bien puede extenderse a Colombia y merecería una investigación profunda, a saber, que en el "sistema político elemental apuntaban las viejas tendencias del autoritarismo autóctono, pero que, contenido por el vigoroso freno del formalismo constitucional, conducía al mismo tiempo a una solemne afirmación del orden jurídico y a una constante y sistemática violación de sus principios por el fraude y la violencia" (Romero, citado en Gutiérrez 2000, 188).

11 Científicos sociales como Francisco Leal (1996) y Hans Joachim Kõnig (1997) señalan que a comienzos del siglo XX existía en Colombia un "cuasi-Estado", pero no esgrimen argumentos para explicar las diferencias teóricas y empíricas entre Estado y cuasi-Estado (Jackson 1990).

12 Cfr. Hartlyn (1988), quien cuestiona a Oquist por sobrestimar la extensión y coherencia del Estado colombiano hacia 1940.

13 En una entrevista concedida al diario madrileño El Mundo (2002), el comandante de las AUC, Carlos Castaño, afirmó que "las AUC tenemos una unidad ideológica en la defensa del Estado".

14 Para el caso colombiano, ver la tesis doctoral de Ciro Krauthausen (1998) en la Universidad Libre de Berlín. Krauthausen realiza un análisis comparativo de las mafias criminales en el sur de Italia y en Colombia, que se explica, en ambos casos, por la ausencia histórica de un Estado con monopolio de la violencia legítima.


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Fecha de recepción: 21 de octubre de 2010 Fecha de aceptación: 12 de abril de 2011 Fecha de modificación: 25 de octubre de 2011