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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.43 Bogotá May/Aug. 2012

 

Poder, resistencia y dominación en las Américas esclavistas: apostillas a Michel Foucault (paradojas y aporías)

Agnes Lugo-Ortiz

Este artículo es producto de una investigación mayor en curso sobre la cultura visual de la esclavitud en las Américas. Como todo esfuerzo de esta naturaleza, el artículo debe mucho al apoyo, las conversaciones y sugerencias de tantos amigos y colegas: en Bogotá, a Carlos Andrés Manrique Ospina, Laura Quintana Porras, Zandra Pedraza y Felipe Castañeda, así como a los participantes en el coloquio "Poder, vida y subjetivación" en la Universidad de los Andes (abril de 2011) y a los lectores anónimos de la Revista de Estudios Sociales, quienes con tal cuidado leyeron el manuscrito haciendo recomendaciones importantes; en La Habana, a Raida Mara Suárez Portal y a Orelvis Rodríguez Morales; en Puerto Rico, a Luis Avilés, Ivette Hernández-Torres y Lourdes Lugo-Ortiz; en Estados Unidos, a Laura Gotkowitz, Michel Gobat y, siempre, Diane Miliotes. Las limitaciones de este trabajo son, claro, y también como siempre, responsabilidad mía.

Ph.D. en Literatura y Lenguas Románicas de la Universidad de Princeton, Estados Unidos. Profesora Asociada de Literatura y Cultura Latinoamericanas en el Departamento de Lenguas y Literaturas Románicas y en los Centros de Estudios Latinoamericanos, Estudios de Género y de Estudios de Raza, Política y Cultura, The University of Chicago, Estados Unidos. Correo electrónico: lugortiz@uchicago.edu


RESUMEN

En este artículo se explora uno de los equívocos más incidentales y, por ello mismo, menos estudiados en el pensamiento de Michel Foucault: su entendimiento de la esclavitud con relación a sus conceptualizaciones sobre el poder, la dominación, la resistencia y la libertad; y se considera el valor heurístico de estos equívocos para pensar los regímenes de las grandes plantaciones esclavistas de las Américas. ¿Nombra la esclavitud una relación de poder o un estado de dominación? ¿Qué distintas implicaciones analíticas y éticas tendría esta distinción al abordar la problemática de la libertad bajo la subyugación? A través de una exégesis cuidadosa de dos instancias tardías en la obra del pensador francés, "El sujeto y el poder" (1982) y "La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad" (1984), en este trabajo se identifican las ambigüedades conceptuales que acompañan sus fugaces observaciones en torno a la esclavitud y se las toma como punto de partida para destacar una serie de momentos en los que los juegos de poder bajo la dominación esclavista de las Américas muestran los límites intuidos pero no teorizados por Foucault, y que no son otros que la violencia extrema y la muerte. Ello es ejemplificado mediante la discusión de ciertas paradojas en los fenómenos del cimarronaje y de las aporías que se manifestaron en los usos de la pastoral cristiana como medio de sujeción en los inicios de las plantaciones esclavistas cubanas durante el siglo XVIII, y en diálogo con sus simbolizaciones en el arte.

PALABRAS CLAVE

Esclavitud, relaciones de poder, estados de dominación, resistencia, cimarronaje, pastoral cristiana.


Power, Resistance and Domination in the Americas under Slavery: Notes to Michel Foucault (Paradoxes and Aporias)

ABSTRACT

This article explores one of the most incidental, and thus least studied, equivocations in Michel Foucault's work: his understan-ding of slavery in relation to his conceptualizations of power, domination, resistance and freedom. The article also considers the heuristic value of these equivocations for thinking about the regimes of the large slave plantations of the Americas. Does slavery describe a relation of power or a state of domination? What distinct analytical and ethical implications would this distinction have upon examining the problem of freedom under subjugation? Through a careful exegesis of two late instances in the work of the French thinker, "Subject and power" (1982) and "The ethics of care of the self as a practice of freedom" (1984), this article identifies the conceptual ambiguities that accompany his brief observations on slavery, and takes them as a starting point for highlighting a series of moments in which games of power during the period of slavery in the Americas show the limits that were intuited, yet not theorized, by Foucault; limits which are no other than extreme violence and death. This is exemplified through a discussion of certain paradoxes in the phenomena of the fugitive slaves (cimarronaje) and of the aporias, that were manifested through the uses of the Christian pastoral as a means of subjection at the beginnings of the Cuban slave plantations during the 18th century - and in dialogue with their symbolization in art.

KEYWORDS

Slavery, Power Relations, States of Domination, Resistance, Fugitive Slaves, Christian Pastoral Power.


Poder, resistência e dominação nas Américas escravistas: anotações a Michel Foucault (paradoxos e aporias)

RESUMO

Neste artigo, explora-se um dos equívocos mais incidentais e, por isso mesmo, menos estudados no pensamento de Michel Foucault: seu entendimento da escravidão com relação a suas conceitualizações sobre o poder, a dominação, a resistência e a liberdade; considera-se o valor heurístico desses equívocos para pensar nos regimes das grandes plantações escravistas das Américas. A escravidão nomeia uma relação de poder ou um estado de dominação? Que diferentes implicações analíticas e éticas esta diferenciação teria ao abordar a problemática da liberdade sob a subjugação? Por meio de uma exegese cuidadosa de duas instâncias tardias na obra do pensador francês, "O sujeito e o poder" (1982) e "A ética do cuidado de si como prática da liberdade" (1984), neste trabalho, identificam-se as ambiguidades conceituais que acompanham suas fugazes observações sobre a escravidão para serem tomadas como ponto de partida para destacar uma série de momentos nos quais os jogos de poder sob a dominação escravista das Américas mostram os limites intuídos, mas não teorizados por Foucault, e que não são outros senão a violência extrema e a morte. Isso é exemplificado mediante a discussão de certos paradoxos nos fenômenos dos escravos fugitivos e das aporias que se manifestaram nos usos da pastoral cristã como meio de sujeição no início das plantações escravistas cubanas do século XVIII - no diálogo com suas simbolizações na arte.

PALAVRAS CHAVE

Escravidão, relações de poder, estados de dominação, resistência, escravos fugitivos, pastoral cristã.


Preliminares

Es un pensamiento de Michel Foucault sobre la distinción conceptual entre relaciones de poder y estados de dominación lo que da pie a esta reflexión en torno a ciertas modalidades específicas que se generaron en el contexto de las Américas esclavistas para la constitución de sujetos destinados socialmente a la obediencia y al sometimiento más extremo y también sobre las formas e implicaciones de algunas de sus disidencias. Colonialismo, esclavitud y dominio absoluto no fueron asuntos que ocuparan de manera sistemática la atención del pensador francés, cuya mayor procupación histórica radicó, como se sabe, en identificar los funcionamientos microfísicos (no soberanos o verticales) de las redes del poder moderno, las articulaciones de las disciplinas y, sobre todo, la formación capilar de los sujetos dentro de diversos regímenes epistémicos y sus potencialidades éticas de libertad; y en examinar la vida del poder en cuanto ejercicio y estrategia de cara a las resistencias que el poder mismo presupone y posibilita; todo ello dentro de un archivo fundamentalmente europeo. Entonces, ¿qué relevancia podría tener la reflexión foucaultiana para pensar las instrumentalizaciones y simbolizaciones de control desplegadas bajo los regímenes de las grandes plantaciones esclavistas en las Américas y las resistencias que se les opusieron? 1

En este artículo me propongo dilucidar primero algunos de los equívocos conceptuales que aparecen más bien de paso y sin mayor desarrollo teórico en el tardío pensamiento de Foucault respecto a los modos operativos de la esclavitud como régimen de control sobre las conductas y los cuerpos de los otros, y sobre los cuales los exégetas de su obra apenas han reparado. ¿Es la esclavitud una relación de poder o un estado de dominación? ¿Cuáles son las especificidades de la organización de los campos de fuerza bajo tal régimen de violencia extrema y qué sentido de la libertad pueden instanciar 2 las resistencias que lo contradicen? A partir de ello, me interesa examinar una serie de escenarios puntuales en los que se dramatizan conceptual y emblemáticamente ciertos límites de las dinámicas de sujeción y libertad bajo condiciones de total subyugación dentro de las modernas plantaciones esclavistas americanas. El primero de éstos tiene que ver con las paradojas que en determinados momentos vinieron a estructurar la gramática misma de las resistencias cimarronas y sus imbricaciones con los lenguajes de la dominación. El segundo implica una consideración de las aporías generadas por el despliegue de un poder pastoral, en los inicios de la plantación esclavista cubana en el siglo XVIII, y sus pretensiones fallidas de modelar espiritual, racional y per-formativamente subjetividades para el más absoluto de los sometimientos. Se trata de unas apostillas necesarias a algunos de los vacíos dejados en la obra foucaultiana y desde los cuales, heurísticamente, pensar las complejidades y particularidades, muchas veces insólitas, de las prácticas de la sujeción y el dominio en las colonialidades americanas y sus simbolizaciones artísticas.

Obertura en torno a Foucault: poder, dominación y esclavitud

Sugiere Foucault en unos pasajes importantes de "El sujeto y el poder" (1982a) que no hay poder sin libertad y que toda libertad implica la existencia de un sujeto actuante, de una subjetividad que se constituye y despliega en el horizonte de posibilidades ofrecido por las propias relaciones de poder. Lejos de ser una propiedad que se posee, una sustancia deslindable e intransferible o una cristalización estrictamente estructural (aunque intente radicarse inestablemente en ella), el poder es un acto dirigido a inducir la acción de algunos sobre otros; una acción sobre las acciones y no una acción directa sobre las cosas o los cuerpos. Este tipo de acción destinada a dirigir la conducta de los otros tiene como punto de articulación dos elementos que Foucault estimaba indispensables: 1) que el "otro" sobre quien se ejerza la acción sea (en un giro neohegeliano) totalmente reconocido y 2) que en ese reconocimiento no se le anule como sujeto de acción, dejándosele, dentro de la relación de poder, frente a un campo abierto de posibles respuestas e invenciones, ante la posibilidad de obrar en la esfera subjetivante de la volición.

El término clave en esta teorización del poder es la palabra "gobierno", no entendida en el sentido de estructura político-legal sino en su acepción tempranomoderna de "manejo de los comportamientos". En el ejercicio del poder, de lo que se trata es de estructurar, de gobernar, el posible campo de acción de los otros, lo cual siempre conlleva el riesgo de la insumisión y de la fuga. Es desde esta perspectiva que la libertad (no del todo disociada del legado teológico del "libre albedrío") es concebida por Foucault como supuesto y efecto del poder.

    Cuando se define el ejercicio del poder como un modo de acción sobre las acciones de los otros, cuando se caracterizan estas acciones por el "gobierno" de unos hombres por otros hombres -en el sentido más amplio del término-, se incluye un elemento importante: la libertad. El poder se ejerce únicamente sobre sujetos libres y sólo en la medida en que son libres. Por esto queremos decir sujetos individuales o colectivos que se enfrentan con un campo de posibilidades, donde pueden tener lugar distintas conductas, reacciones varias y diversos comportamientos (Foucault 1982b, 790). 3

El principio de incertidumbre es elemento definitorio del hecho de la libertad. Lo no anticipado ni prescrito, aquello que perturba lo esperado, y por ello mismo la soberanía de la esperanza -es decir, el reino del claroscuro- es la esfera de la libertad. El ejercicio del poder es el intento de crear zonas de inteligibilidad dentro de esa incertidumbre, una limitación aciaga, pero simultáneamente posi-bilitadora, de sus juegos.

Más tarde, en una extensa entrevista concedida en 1984 a la revista Concordia ("La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad"), justo el año de su muerte, Foucault volvería más detalladamente sobre ese elemento imprevisible de la libertad sugerido en "El sujeto y el poder". El principio de incertidumbre, ya identificado como definitorio de las relaciones de poder, conlleva la posibilidad de reversibilidad. Los juegos permitidos por el poder admiten una desestabilización, e incluso una inversión, de las posiciones de los sujetos involucrados en la relación, justamente porque el poder no es otra cosa sino eso: una relación, lo cual implica posiciones de sujeto y voluntades heterogéneas cuyas potenciaciones, aun cuando subordinadas o contenidas, son coadyuvantes en la formación de un campo de fuerzas (que finalmente es la relación de poder misma). No se trata de posiciones fijas sino de lugares móviles y alterables por las propias dinámicas impredecibles de los juegos de poder. En cuanto el poder es siempre una relación, su condición de vida es la de ser inevitablemente susceptible de modificación, resistencia y engaño.

    [...] en las relaciones humanas, sean cuales fueren -ya se trate de comunicación verbal [....] o de relaciones amorosas, institucionales o económicas-, el poder está siempre presente: me refiero a cualquier tipo de relación en la que uno intenta dirigir la conducta del otro. Estas relaciones son por lo tanto relaciones que se pueden encontrar en situaciones distintas y bajo diferentes formas [...] son [... ] móviles, es decir, pueden modificarse, no están determinadas de una vez y por todas. [... ] son [... ] reversibles, inestables. Y es preciso subrayar que no pueden existir relaciones de poder más que en la medida en que los sujetos sean libres. Si uno de los dos estuviese completamente a la disposición del otro y se convirtiese en cosa suya, en un objeto sobre el que se puede ejercer una violencia infinita e ilimitada, no existirían relaciones de poder. 4

La posibilidad (no sólo el hecho mismo) de ejercer "una violencia infinita e ilimitada" mediante la subyugación cosificadora (lo cual, de facto, conlleva la anulación de la incertidumbre gobernada, el impedimento de una reversión bajo condicionamiento) es propuesta aquí como lo contrario a las relaciones de poder. Y es éste el tipo de violencia que icónica y teóricamente asociaríamos, no obstante sus bien documentadas complejidades contingentes, a las prerrogativas de inmovilidad jerárquica y de autoridad soberana (de jurisdicción absoluta sobre la vida y la muerte) tanto en instancias particulares de las formaciones políticas europeas de Antiguo Régimen como en los modernos regímenes del dominio esclavista colonial en sus distintas permutaciones.

El poder implica procesos de subjetivación: movilizaciones limitadas pero siempre subjetivantes de la voluntad, un actuar sobre las acciones. La dominación en sus versiones más extremas (siendo la esclavitud una de ellas) es, por el contrario, una práctica de subyugación sobre los cuerpos, un accionar sobre la materialidad. Mientras que el poder abre un campo de posibilidades para la constitución y despliegue del sujeto en un juego de relaciones tensas pero potencialmente reversibles, la dominación conlleva la cancelación de la movilidad, los agenciamientos y el bloqueo a la posible alteración de los posicionamientos. Constituidos por relaciones de poder, los estados de dominación son, sin embargo, el efecto de una congelación de éstas. 5

No obstante, la reflexión foucaultiana sobre los estados de dominación extrema no está exenta de equívocos conceptuales, particularmente en lo tocante a la esclavitud, entendida aquí como un régimen de dominio absoluto fundamentado en la cosificación y mercantilización del ser humano y en la coerción y la violencia sobre los cuerpos. En "El sujeto y el poder" Foucault sugiere que la esclavitud también, en la mayoría de sus prácticas, es aún una relación de poder (no un estado de dominación):

    Ahí donde las determinaciones saturan la totalidad, no hay relación de poder; la esclavitud no es una relación de poder cuando el hombre está encadenado. (En cuyo caso se trata de una relación física de coacción) (Foucault 1982b, 79o). 6

La observación es hecha de paso y sin elaboración alguna, pero, en efecto, en ella se considera que las situaciones estructuralmente estabilizadas e irreversibles de dominación extrema, como la esclavitud, son aún relaciones de poder (un posible campo de fuerzas alterables, de acción sobre las acciones, de imprevisible movilidad) en los momentos en que sus determinaciones no están saturadas. El asunto aquí es, claro, precisar cuál es el punto de saturación de una determinación que marca el paso de una relación de poder a un estado de dominación. El gozne entre una y otro fue teorizado por Foucault como la esfera de las "tecnologías gubernamentales" (Foucault s. f., 122-123), y la respuesta en este pasaje es básica: el poder termina en donde comienza la coacción inmediata sobre el cuerpo (las técnicas de la brutalidad más extrema) como cuestión de hecho, no en cuanto potencialidad garantizada (jurídica y contigentemente) por el régimen mismo. La movilidad del esclavo, con sus posibilidades de fuga, es el elemento que garantiza conceptualmente la relación de poder bajo la esclavitud. ¿Significa esto, entonces, que el esclavo de una plantación azucarera o de algodón, que se mueve ágilmente bajo la vigilancia y el látigo del mayoral o con la amenaza de la persecución de rancheadores y perros en caso de fuga (es decir, ante la posibilidad de una "violencia infinita e ilimitada" sobre el cuerpo, no sobre las acciones del esclavo), es partícipe de una relación de poder, de un "campo de posibilidades, donde pueden tener lugar distintas conductas, reacciones varias y diversos comportamientos", según se indica en el pasaje anteriormente citado y que aparece justo antes de la oración que lleva la imagen del esclavo encadenado? ¿O que la insumisión bajo la esclavitud pueda ser concebida como el efecto, o la actualización, de un juego de poder aún ante el horizonte cerrado y permanente del castigo, la tortura y la muerte, ante la soberanía práctica (aunque no siempre jurídica) del amo sobre el cuerpo del esclavo y ante su derecho (siempre jurídico) de propiedad sobre la cosa/mercancía?

En "La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad" Foucault volverá sobre esta idea de que una relación de poder, en cuanto actualización de la libertad, puede existir aun dentro de situaciones en las que una de las partes tuviera todo el poder sobre la otra. Es decir, aun en situaciones de un dominio totalizador en las que la única escapatoria posible fuera la muerte, y para las que no hubiera posibilidad alguna de reversión, fuera de su salida más radical: la cancelación misma del campo de acciones intersubjetivas, la total anulación de la acción por obra de la acción destructora o autodestructora, mediante la instauración concluyente del principio más absoluto de inmovilidad, que es justamente la muerte:

    Incluso cuando la relación de poder está completamente desequilibrada, cuando realmente se puede decir que uno tiene todo el poder sobre el otro, el poder no puede ejercerse sobre el otro más que en la medida en la que le queda a este último la posibilidad de matarse, de saltar por la ventana o de matar al otro (Foucault s. f., 111).

En la lucha hasta la muerte (es decir, en la opción por la muerte) el objeto de dominio subvierte la condición cosificadora procurada por la dominación extrema. Al volverse sujeto para la muerte (en el hecho autoconsciente de poner la vida en riesgo, como lo conceptualizara Hegel 1993), se afirma una existencia para sí y una libertad, se instancia la realidad de un sujeto en juego. Sin embargo, estas observaciones entran en fricción conceptual con lo advertido previamente por Foucault de que no puede haber relaciones de poder ante el horizonte de la "violencia ilimitada e infinita" (que es uno de los bordes con la muerte). ¿Es la muerte, entonces, el límite, la condición de no-ser, de las relaciones de poder o, por el contrario, es el punto cero de su constitución? Si las relaciones de poder no son tanto "antagónicas" como "agónicas", si tratan de una incitación recíproca y constante, de una provocación permanentemente esforzada y no de una parálisis (Foucault 1982b), ¿cómo es que la muerte (que constituye el final de la agonía) y la lucha hasta la muerte (que es la exacerbación del antagonismo) podrían devenir, a su vez, los momentos más visibles y punzantes de la constitución misma del poder? ¿Será que la muerte, de manera escondida y vacilante, se desliza como la más íntima y radical manifestación de la práctica de la libertad?

En este momento tardío (y prematuramente inconcluso) del pensamiento de Foucault, que es también una recapitulación y revisión metodológica de su obra anterior, y sobre todo una vuelta al problema de la dimensión ética de la libertad, la insistencia en el acto de una voluntad/libertad ejercida en el límite con la muerte tiende a ofuscar el deslinde conceptual entre relaciones de poder y estados de dominación. Por un lado, las relaciones de poder aparecen definidas como un campo de fuerzas susceptibles de reversibilidad en los posicionamientos de sujeto, en contraste con la "irreversibilidad" (la congelación) de estos posicionamientos en los estados de dominación. En determinados pasajes la posibilidad o imposibilidad de la reversión marca con toda claridad la frontera conceptual entre las unas y los otros:

    Este análisis de las relaciones de poder constituye un campo extraordinariamente complejo. Dicho análisis se encuentra a veces con los que podemos denominar hechos o estados de dominación en los que las relaciones de poder, en lugar de ser inestables y permitir a los diferentes participantes una estrategia que las modifique, se encuentran bloqueadas y fijadas. Cuando un individuo o un grupo social consigue bloquear un campo de relaciones de poder haciendo de estas relaciones algo inmóvil y fijo e impidiendo la mínima reversibilidad de movimientos -mediante instrumentos que pueden ser tanto económicos como políticos o militares-, nos encontramos ante lo que podemos denominar un estado de dominación. (Foucault s. f., 96-97).

No obstante, junto a ello encontramos una valoración cortante del concepto de "resistencia" como disolvente de esta demarcación entre relaciones de poder y estados de dominación: la esclavitud es una situación de dominación, como se ha sugerido, sólo cuando se satura de hecho la coacción del cuerpo del esclavo (ante la más absoluta imposibilidad de movimiento/resistencia; Sartre diría de "elección"), no ante la potencialidad garantizada de una violencia "infinita e ilimitada" y sus deshabilita-dores terrores psicológicos. En una danza de equívocos, Foucault parecería plantear que toda "voluntad recalcitrante", toda "intransigencia de la libertad", instancia una relación de poder, actualizando el hecho mismo de "la provocación agónica", independientemente de sus efectos en los posicionamientos de sujeto, de su capacidad de reversibilidad y de su cercanía con la muerte. Con ello se nubla la diferencia conceptual entre estados de dominación, en cuanto ejercicio irreversible de una "violencia infinita e ilimitada" sobre la cosa/cuerpo (hecho tal en virtud del acto violento mismo), y relaciones de poder, en cuanto acción sobre las acciones, instanciación de un sujeto de libertad y potencial reversibilidad de los posicionamientos en juego. Cabe entonces preguntar: ¿Instancia, efectivamente, toda resistencia, toda "libertad", una relación de poder? ¿Acaba conceptual y políticamente la dominación en donde comienza el desafío?

Del poder en la dominación: paradojas de la cimarronería

Si siguiéramos con esta porosidad conceptual presente en estas dos instancias significativas de los últimos momentos en el pensamiento de Foucault, y pensáramos heurísticamente la esclavitud desde el interior de sus inestabilidades (más que con el intento de armonizar sus desencuentros), entonces, podría ser entendida como un estado de dominación en cuyo interior, y circunscrito por los condicionamientos propios de un régimen estructurado por una lógica del terror y la coacción, pugna siempre el poder, pero el poder entendido aquí no como una "relación" que habilita potencialmente la reversibilidad de los posicionamientos, sino en el segundo sentido sugerido, aunque no desarollado, por Foucault: como una articulación cuyos hilos se trenzan sólo en el contacto disolvente con la muerte. Lo mismo podría decirse de las modernas maquinarias totalitarias de violencia extrema.

Es innegable que bajo ese paroxismo en la historia de los regímenes esclavistas que es el moderno sistema de la plantación (pieza maquínica dentro del andamiaje mayor de la economía-mundo capitalista) siempre se dieron resistencias. El acervo documental es elocuente sobre la diversidad de sus modalidades: desde el envenenamiento de los amos, la destrucción simuladamente "accidental" de los útiles de trabajo, las prácticas solidarias y subversivas del amor (hacia los hijos e hijas, las amistades o la pareja, hacia los propios amos), el infanticidio y el suicidio, hasta los actos más radicalmente espectaculares de rebelión y cimarronaje. 7 Todo ello da cuenta de la persistencia de una voluntad de contradicción (de una apuesta a la inversión de las relaciones de poder) frente y al interior del dominio. Por otro lado, sabemos que las fluctuaciones en el precio de los esclavos en distintos momentos de la historia de la trata (los juegos de la oferta y la demanda que de tal manera impactaron los cálculos instrumentales sobre la ventajas económicas del cuidar o no la vida del esclavo), 8 así como la diversidad en las posiciones y registros de la cotidianidad (si se trataba de un esclavo doméstico o uno de plantación, urbano o rural, bozal o criollo, alquilado temporalmente al servicio de otro o en total proximidad con su dueño, infante, mujer u hombre), marcaron contingentemente distintos modos de relaciones intersubjetivas entre amos y esclavos y diversas maneras de experimentar no tan sólo la dominación sino también las posibilidades de disidencia y las fantasías de una vida distinta a la sufrida. 9 Donde hay poder hay resistencia (en todo caso, para Foucault, la resistencia es el momento constituyente del poder), pero también la hay bajo situaciones "congeladas" de dominación extrema. La pregunta es: ¿qué se instancia en la resistencia esclava?

En sus manifestaciones más radicales (más que en las tácticas de la cotidianidad), la resistencia bajo este tipo de dominio no está dirigida a alterar o revertir una "relación de poder" y sus juegos sino a disolver, a aniquiliar, la situación misma. Es éste el significado más profundo de la cimarronería, en la que el esclavo fugitivo se borra, se desvanece del campo de visión del amo, se sustræ de la lógica de la hipervisibilidad y de la vigilancia que rige la gran plantación esclavista moderna, invisibilizándose ante su mirada y produciendo una desorientación perturadora -un instante de ceguera- en la scopophilia del dominio. El esclavo o la esclava en fuga deja de existir, "muere" (por así decirlo) al interior de la plantación para socavar -en una aparente paradoja y mediante la aceptación peligrosa de la probabilidad de un sufrimiento intensificado (i.e., la tortura) y del riesgo a la muerte física- aquello que Orlando Patterson denominó justamente como la condición de "muerto social" que marca la existencia esclava; es decir, para renunciar a una vida que, dentro de la lógica jurídica y simbólica del esclavismo (no al interior de sus complejas prácticas cotidianas), carece de existencia autónoma. Esta "muerte social" se produce, según lo ha visto Patterson, a partir del despliegue de una serie de dispositivos tanto simbólicos como materiales tendientes a cercenar las redes de la sociabilidad y de pertenencia cultural que les eran propias a los cautivos esclavizados y fundamentados en el aislamiento genealógico (en la dislocación y desgarramiento de los referentes de mundo), la coerción y la permanente vulnerabilidad a la deshonra (Patterson 1982). 10

Se podría decir que por el cimarronaje, el esclavo fugitivo "muere" en cuanto "muerto social", adquiriendo una condición ya no hipervisible sino doblemente espectral (hiperespectral, si se quiere) en la percepción temerosa del amo (Lugo-Ortiz 1999) pero gozosa en el horizonte de posibilidades de los esclavos. La borradura espectral efectuada por el cimarronaje tiene dos efectos aparentemente contradictorios y, no obstante, coexistentes. Por un lado, su desaparición abre un vacío posibilitador en el imaginario de sus compañeros subyugados, el de la existencia potencial de una vida y un mundo distintos al del sufrimiento propio, a la vez (y precisamente por ello) que ejerce con su ausencia una amenaza presente e intolerable en la conciencia del amo. La condición espectral del cimarrón es tal vez su mayor fuerza, lo que le permite no estar pero "estar" en la vida de la plantación. O para decirlo desde un ángulo afín a Glissant (1997), lo que le permite rearticular la "relacionalidad" carcelaria del régimen no con la economía-mundo capitalista sino con la perspectiva difusa y errática de la libertad.

Sin embargo, en no pocas ocasiones los resultados de este desafío fantasmagórico a la dominación, a la condición de "muerto social", fueron estremecedores, no sólo por las consecuencias terribles del fracaso (la tortura, la mutilación o la muerte al ser capturados) sino por las paradojas mismas que muchas veces atravesaron el hecho de la reposesión de la libertad bajo el estado de la dominación esclavista. Fue éste el caso, por dar un ejemplo extremo, de la esclava norteamericana Harriet Jacobs (1813-1897), quien logró escapar del control inmediato de su amo (y de su acoso sexual) pero que sintiéndose incapaz de abandonar la plantación, por negarse a dejar de ver a sus hijos que seguían allí esclavizados, vivió por siete años en una improvisada buhardilla sobre el balcón de la casa de su abuela liberta. Ese espacio, sin luz ni ventilación, hogar también de ratas y sabandijas, y evocador de un ataúd, medía nueve pies (2,74 m) de largo por siete (2,1 m) de ancho, y la inclinación del techo en uno de sus extremos era de tres pies (0,91 m) de alto. Cuenta en su extraordinaria narrativa (que no por sentimental es menos poderosa, y publicada en 1861, ya iniciada la Guerra de Secesión) que durante los primeros años sólo abandonaba la prisión de su libertad por las noches para desentumecer los músculos y tomar un poco de aire fresco; tiempo después, y siempre a hurtadillas, comenzó a abandonarla para abrazar a sus hijos. El texto, sin duda mediado por las exigencias de las campañas abolicionistas de las que era parte, dramatiza, no obstante, tanto conceptualmente como en sus dimensiones retóricas, los límites posibles de la resistencia y de los agencia-mientos bajo la esclavitud, así como sus paradojas: en sus ansias cimarronas de libertad, Jacobs se dio a sí misma la más severa inmovilidad, una autoinfligida coacción y el mirador de la más enfática invisibilidad como condición de existencia (Burnham 1993).

No menos estremecedoras, para dar otro ejemplo emblemático, son las recientes investigaciones arqueológicas de comunidades cimarronas, ancestralmente conocidas pero poco estudiadas, en una zona fronteriza entre los estados de Carolina del Norte y Virginia en Estados Unidos conocida como el "Great Dismal Swamp" (el Gran Pantano Lóbrego). Se trata de una zona pantanosa de unas 200 millas cuadradas (518 km2) que, entre mediados del siglo XVII y principios del XIX, sirvió de refugio primero a indígenas que huían de la violencia de los colonizadores europeos y poco después a esclavos fugitivos (Blackburn 2011). En islotes de tierra seca y semiboscosa, los cimarrones construyeron sus precarias viviendas, amuralladas por un territorio hostil y espinoso, de arenas movedizas, habitado por serpientes, osos e insectos dañinos. Rodeado por una zona agobiante, de difícil tránsito, el pantano obstaculizaba la entrada a rancheadores, perros y soldados, pero también limitaba la movilidad y las posibilidades de salida de los propios esclavos, aislándolos del mundo exterior y dejándolos prisioneros en el cerco de su libertad.

En plena Guerra Civil norteamericana, el artista Thomas Moran (1837-1926) se valió de una referencia a este pantano para pintar lo que bien podría considerarse como una visualización imaginaria de la pesadilla del esclavo fugitivo, la simbolización de una psique asediada por el terror. Se trata de un paisaje de escala monumental titulado Slave Hunt or Slave Escaping through the Dismal Swamp (Cacería de esclavos o Esclavos que escapan por el Pantano Lóbrego), de 1862 (ver la figura 1), sobre el que vale la pena reparar por los modos en que admite pensar la problemática del poder bajo la dominación y los hechos de la resistencia esclava en su contacto con la muerte. Y, también, porque nos permite elaborar un contrapunteo (que se repetirá en otros momentos de este ensayo) entre los límites que demarcan las prácticas sociohistóricas de las resistencias al dominio esclavista y algunos lugares de sus imaginarios culturales. Sin duda, el uno es irreductible al otro y, a pesar de ello, no dejan de iluminarse mutuamente.

Nacido en Inglaterra pero criado en Filadelfia, Moran fue parte de la reconocida Hudson River School (Escuela del Río Hudson), el movimiento pictórico que hacia mediados del siglo XIX se dedicó a construir una imagen de la nación norteamericana por medio del paisajismo. Su obra más conocida es la serie de pinturas sobre el parque de Yellowstone, parte del material que motivó al Congreso a declararlo patrimonio y parque nacional en 1872. De corte romántico, los paisajes de Moran participan de la estética de lo sublime, entendida aquí tanto en cuanto a la conceptualización hecha por Burke como en un sentido kantiano: movilizan una retórica visual dirigida, en algunos casos, a sobrecoger por su imponente majestuosidad, produciendo una suspensión de la razón y los sentidos mediante la experiencia del horror. Espacios casi siempre vaciados de presencia humana, la vasta obra de Moran comprende paisajes luminosos y abiertos, llamados a inducir la experiencia temerosa del infinito, pero en no pocas ocasiones se detiene en zonas lúgubres, cerradas y tenebrosas, tales como los pantanos que tan detalladamente ocuparon su imaginación (Anderson 1997; Wilkins 1998).

Slave Hunt forma parte del aspecto tenebroso de la obra de Moran. A pesar de que para principios del siglo XIX el Pantano Lóbrego ya había sido canalizado y desarrollado por la industria maderera junto a la extensión del ferrocarril, la imagen del pantano volvió a ser recuperada en las campañas abolicionistas de mediados de siglo en cuanto significante del hábitat punitivo de la libertad bajo los extremos de la violencia esclavista. En 1856 la reconocida novelista y militante abolicionista Harriet Beecher Stowe (1896) publicó su segunda novela, titulada Dred: A Tale of the Great Dismal Swamp (Dred: un cuento sobre el Gran Pantano Lóbrego). En ella narra la historia de un cimarrón (de nombre Dred) que vive oculto en el pantano dedicado en cuerpo y alma al rescate de esclavos fugitivos y a iniciarlos proféticamente en los principios y afectos de la rebelión contra la dominación blanca. 11 La novela -rica en su inclusión de material documental, aunque olvidada ahora- fue todo un éxito desde su publicación e incitó elaboraciones poéticas y pictóricas tanto de su trama como de algunos de sus pasajes más memorables. La obra de Moran es una de esas ilustraciones visuales, tal vez la más compleja e intensa de todas ellas. El lienzo sintetiza de manera libre un pasaje clave del final de la novela: el relato de una cacería de esclavos a cargo de un amo vengativo y degradado (que se inicia en el capítulo LI de su segundo volumen) y que culmina con la muerte de un noble esclavo fugitivo y de Dred mismo. La versión visual de Moran, sin embargo, se autonomiza de su fuente literaria, alterando esos incidentes y combinando elementos de distintas partes del texto para producir otro tipo de intensidad en el discurso de la experiencia cimarrona: no se trata del momento concluyente de la captura y de la tortura o la muerte sino del momento liminal del acorralamiento y del desafío, la vivencia angustiosa del asedio.

Cercadas por un paraje espectral, de tonos ocres, sombríos y vaporosos, en el que apenas entra la luz, salvo aquella que con toques de amarillo ilumina el perímetro central de la escena, y en el que la inclinación ruinosa de los árboles enmarca, cual triángulo ominoso, un centro de aguas pantanosas (intensificando con ello la sensación de precariedad y encierro), se hallan tres figuras humanas acorraladas por una persecución. Evocando el relato cristiano de la huida de Egipto, se trata (supondríamos) de una familia, no de dos individuos, como en el relato de Beecher Stowe (ver detalle, figura 2). El hombre lleva un puñal ensangrentado en su mano izquierda, y en la derecha un palo también manchado con sangre en su parte inferior y sostenido, con gesto desafiante, como arma de ataque. Sus facciones, sin embargo, son indiscernibles. Es un rostro sin singularidad alguna, en contraste con el gesto asustado de la mujer, quien carga en sus brazos a un niño y anticipa el peligro que se acerca mientras se escuda temerosa tras el cuerpo del guerrero fugitivo. Las aguas que tocan la pierna izquierda del hombre están ensangrentadas y sobre ellas, imperceptiblemente, ya fundido con el colorido del paisaje, flota el cadáver de un perro. Nos encontramos ante el fin de una acción y el comienzo de otra. El cimarrón acaba de matar a uno de los mastines y se apresta, inamovible ya, a combatir a los otros dos que se acercan para atacarlos. Estos últimos, igualmente fundidos con el matiz de una naturaleza hostil y agreste, saltan de entre unos arbustos, confundiéndose visualmente con las raíces de los árboles, casi como si fueran un desprendimiento de ellas. A la distancia, hacia el fondo derecho del lienzo, junto al grueso tronco de un árbol flanqueado por dos cuadrángulos de luz lejana (que, cual inmensos ojos vigilantes, aparentan ser la entrada al pantano), se advierte vagamente la presencia diminuta de dos rancheadores (figura 1). Apenas deslindados, sus sombras también se fusionan con el paisaje, y se requiere un esfuerzo superior de la mirada para detectar su presencia en el cuadro. Miran pero no pueden ser fácilmente vistos. Vienen de lejos siguiendo la pista de sus perros, dispuestos a completar el acto de la cacería.

El efecto de lo sublime, con su retórica del terror, se constituye en esta obra de Moran sobre dos dimensiones visuales entrelazadas. Por un lado se encuentra el paisaje, la inscripción monumental y tenebrosa de una naturaleza hosca que deviene la simbolización misma de un orden social cerrado e inmovilizante. Los rancheadores y los perros son parte, a primera vista, indistinguible del entorno natural del pantano, se funden indisociablemente con él, enrareciendo su condición de refugio para la vida cimarrona. La vía al palenque es una farsa aterradora y traicionera: una simulación de la presencia acechante del amo y sus instrumentos de coacción. Esa naturaleza abandonada y desolada, ese paraje ruinoso con árboles abatidos y troncos cercenados, de lianas tristes colgantes y ramas caídas, es uno con la presencia de la violencia esclavista, es su cómplice y su doble. Por otro lado, dentro de este escenario se encuentra una instancia liminal, un narrativa de violencia que queda suspendida justo en el momento que ésta visualiza una amenaza mortal de la cual ya no hay salida. Bloqueados por una muralla de arbustos enmarañados, los cimarrones quedan detenidos temporalmente, minúsculos ante el poder imponente de lo visible y lo simulado, congelados en la imposibilidad del escape, sitiados ante el umbral de la muerte. Paisaje/espacio/prisión e historia/tiempo/muerte es la díada que simboliza y constituye la experiencia fugitiva en esta obra: la condición sublime de su horror.

Tanto el caso de Harriet Jacobs (2000) como el del Gran Pantano Lóbrego (ya sea en su historia o en su ficcionalización pictórica) pueden ser leídos como metáforas literalizadas de los límites del poder y de la resistencia dentro de situaciones de dominio extremo. Bajo la dominación esclavista, aun en sus zonas de fuga, adonde no llega la coacción inmediata sobre el cuerpo, llega, por entre frágiles haces de luz, la sombra omnipresente del terror como principio organizador del mundo y, no pocas veces, como la gramática que estructura el propio lenguaje de las resistencias. En sus trabajos históricos, así como en los últimos momentos de su pensamiento, Foucault insistía en que las tecnologías gubernamentales, el estudio de las técnicas específicas y puntuales mediante las cuales se procura guiar la conducta de los otros (Foucault s. f.), son el eje para analizar el tránsito de las relaciones de poder a los estados de dominación. En el dominio esclavista, el control sobre la voluntad del otro tiene como garantía primera y última de eficacia la coerción del cuerpo. Pero junto a ella, más bien instanciada por ella, está la problemática del imaginario del terror y de la muerte en cuanto dispositivos absolutos de dominación y como relativizadores, cuando no deshabilitadores, de las dinámicas de poder. La violencia virtual, la imaginada y real por probable, y más poderosamente ominosa por diferida (es decir, por la posibilidad de convertirse en "un objeto sobre el que se puede ejercer una violencia infinita e ilimitada", más que por el hecho ya cumplido de serlo); la psique asediada y constituida por las visiones del castigo, la tortura y la muerte es compañera del cuerpo amenazado en los regímenes de violencia extrema. La cimarronería y el palenque, más allá de las presiones que puedan ejercer sobre la psique del amo, no son sin embargo prácticas ni lugares exteriores al miedo ni están exentos de la presencia acechante de la dominación, más bien lo contrario: están constituidos por ella, aun en sus disidencias. Si la cimarronería vino a ser un elemento constitituvo de la plantación, la plantación también lo fue de la cimarronería. El uno no es el afuera del otro. De ello dejó constancia emblemática el exesclavo cubano Esteban Montejo (1860-1973) en el testimonio recogido por Miguel Barnet en su Biografía de un cimarrón, en la que ni la más radical disociación con lo humano en el acto de la cima-rronería se halla inmune a la sombra del terror:

    Cimarrones había pocos. La gente le tenía mucho miedo al monte. Decían que si uno escapaba, de todas maneras lo cogían. Pero a mí esa idea [del cimarronaje] me daba más vueltas que a los demás. Yo siempre llevaba la figuración de que el monte me iba a gustar [...] Estuve caminando muchos días sin rumbo fijo. Estaba como medio perdido. Nunca había salido del ingenio. Caminé para arriba, para abajo, para todos los lados. Sé que llegué a una finca cerca de la Siguanea [.... ] Allí no estuve más que cuatro o cinco días. No hice más que sentir la primera voz de hombre cerca y salí disparado [...]

    Yo me cuidaba de todos los ruidos. Y de las luces. Si dejaba rastro me seguían el paso y me llevaban [... ] A veces me olvidaba que yo era cimarrón y me ponía a chiflar [...] Pero en el monte, y de cimarrón, había que andar despierto. Yo no volví a chiflar porque podían venir los guajiros o los rancheadores.

    Como el cimarrón era un esclavo que se huía, los amos mandaban una cuadrilla de rancheadores, guajiros brutos con perros de caza, para que lo sacaran a uno del monte a mordidas [...] Por mucho tiempo no hablé una palabra con nadie. A mí me gustaba esa tranquilidad. Otros cimarrones andaban siempre de dos o tres. Pero eso era un peligro, porque cuando llovía, el rastro de los pies se quedaba en el fango. [...] De cimarrón andaba uno medio salvaje.

    [.] me sentía bien de cimarrón. Ahí me gobernaba yo solo y me defendía igual [... ] yo me pasaba la vida caminando [...] La verdad es que yo no confío ni en el Espíritu Santo. Por eso de cimarrón no estuve con nadie. Nada más que oía a los pájaros y a los árboles y comía, pero nunca conocí a nadie [... ] Con todo ese tiempo en el monte ya yo estaba medio embrutecido. No quería trabajar en ningún lugar y sentía miedo de que me fueran a encerrar (Barnet 1987, 39-40, 42-44, 47 y 52). 12

La historia cimarrona de Montejo es el recuento de una movilidad constante, de un caminar compulsivo para evadir la captura y mantener el gobierno de sí. Esa movilidad conllevó una disolución de los vínculos humanos, de todo pacto de sociabilidad, así como la más radical de las desconfianzas. El trato con el semejante es sinónimo de un camino cierto a la esclavitud, y la voz humana su índice. La soledad, por el contrario, es la única garantía para la libertad. En una inversión del posicionamiento de los sujetos en la pintura de Moran (en la que la naturaleza deviene una con la violencia de la sociabilidad esclavista), en su renuncia a la comunidad humana, el nomadismo de Montejo se nos presenta como otro tipo de comunión, como un acto de fusión con un mundo natural animado y habilitador de los flujos (la naturaleza es una con la cimarronería). Desprendido de las redes de la comunicación humana -del lenguaje humano mismo-, Montejo se da a aprender el habla de los pájaros y de los árboles, a conocer las virtudes de las plantas, de las aguas y las sombras, a percibir la presencia de los espíritus protectores, a entregrarse a la vida salvaje y a hacerse uno con la naturaleza: "las piernas y los brazos se me pusieron duros como palos" (Barnet 1987, 42). Se da a la suspensión de la razón ("estaba medio embrutecido"), a vivir en una zona liminal entre lo humano y su disolución animista con el mundo natural, entre la presencia y la existencia espectral (aprende a disolverse para no dejar rastro, a mirar sin que lo vean, invirtiendo de esta forma la lógica visual de la vigilancia esclavista tan bien representada en la obra de Moran). Así se figura en Montejo la vida de la libertad bajo el peso de la dominación: como una renuncia a la gravedad misma de lo humano, o más bien a un cierto tipo de subjetividad humana y a los artefactos que la sujetan. No es sólo una renuncia a las prácticas de la sociabilidad, al lenguaje y a la comunicación con los semejantes (incluidas las prácticas de la solidaridad, en un giro que obstruye el que se lo pueda apropiar aproblemáticamente por cualquier discurso ilumi-nista, emancipador o heroico, según lo ha sugerido Quintero-Herencia 2005), sino también a la vida sedentaria posesiva y a la violencia disociadora contra la naturaleza. Lejos de reinscribir la gramática de la coacción, como se vio en las resistencias de Harriet Jacobs y los cimarrones del Gran Pantano Lóbrego, en Montejo la resistencia se instancia en una radicalización de la condición espectral de la vida esclava a través de una vivencia en las fronteras mismas con lo no-humano. Todo ello, sin embargo, posibilitado por el acto de la fuga, en permanente vigilia y bajo el acecho incesante del terror y del miedo como condición ineludible de existencia: "No quería trabajar en ningún lugar y sentía miedo de que me fueran a encerrar".

Aporías de la sujeción en el dominio: esclavitud y performatividades del poder pastoral

Si las prácticas del poder y del afán de libertad al interior de la dominación -según sugieren las historias de Jacobs, de los cimarrones del Gran Pantano Lúgubre y de Montejo, junto a las elaboraciones pictóricas de Moran- pueden pensarse como un deslinde paradójico en las fronteras con la muerte, las aporías de ciertos intentos de sujeción bajo el dominio esclavista (de las estrategias de los amos para procurar una esclavitud voluntaria, "libre", entre sus cautivos) no están menos lejos de esa liminalidad. La historia colonial de las Américas hispánicas nos ofrece un relato sobre las técnicas para la subordinación esclava en el que dominación y poder, subyugación y sujeción/subjetivación (en el sentido foucaultiano de assujetti-sement) se entrelazan en un mismo proyecto para el cual la coacción del cuerpo y el gobierno racional de las almas (i.e., la acción sobre las acciones) vinieron a formar una dupla equívoca y antagonistamente inseparable, pero justo en una zona de contacto con la muerte. Este relato está afiliado a las prácticas y a los lenguajes de una concepción pastoral del poder (fundante del orden colonial en las Américas) y a sus estrategias para la constitución de sujetos para la obediencia a partir de un trabajo no sólo sobre las superficies de los cuerpos sino también, nominalmente, en las interioridades del espíritu y la conciencia.

Según lo entendió Foucault, el poder pastoral comprende cuatro elementos principales: 1) su objetivo último es la salvación del individuo en el mundo extraterreno; 2) es un tipo de poder que no sólo ordena sino que también está dispuesto a sacrificarse por la vida y salvación del rebaño; 3) no se ocupa solamente de la comunidad sino de cada individuo en su particularidad; y 4) no se puede ejercer sin conocer la mente del individuo, sin explorar su alma y procurar la revelación de sus secretos más íntimos, lo cual implica un conocimiento de su conciencia y la posibilidad de dirigirla (Foucault 1982b, 783). Progresivamente secularizado a partir del siglo XVIII, y separado de sus funciones espirituales y aparatos institucionales, este poder pastoral vino a ser, en el modelo histórico de Foucault, la piedra de toque para las tácticas de individualización en los modernos regímenes de subjetivación y sus disciplinas, preocupados ya no por la salvación en el otro mundo sino por la administración de la vida en éste (y reorganizado políticamente bajo nuevas o renovadas institucionalidades: la familia, la medicina, la higiene, la psiquiatría, la educación, las empresas). Es en virtud de esta refuncionalización de lo pastoral que el poder del Estado moderno no sólo tiene una dimensión totalizadora sino también individualizadora.

La historia colonial de España en las Américas es indisociable de las prácticas, sin duda complejas, heterogéneas, y no pocas veces erráticas, de la pastoral cristiana. Como es bien sabido, los proyectos de evangelización fueron la mano derecha del imperio pero también una fuente periódicamente incómoda de conflictividades políticas e intelectuales. En todo caso, en una de sus dimensiones, el temprano orden colonial de las Américas (tanto en sus fundamentaciones filosóficas como en sus hechos contingentes) puede ser visto como la escenificación dramática de una pugna entre una voluntad de poder y una voluntad de dominación. Es decir, de una confrontación tensa, por momentos estridente, por otros asordinada, entre una lógica imperio-nucleada en torno a la sujeción del alma y a la orientación persuasiva del espíritu (delegada en la Iglesia) y una lógica imperio-dependiente del control de los cuerpos y de la voluntad mediante el ejercicio beligerante de la fuerza (a cargo de los poderes locales, tanto seculares como religiosos, o de los unos en complejas alianzas con los otros, así como de la desigualmente implementada estructura de la encomienda). Fueron ni más ni menos estas visiones, entre otras cosas, las que se carearon retóricamente en lo que hemos llegado a conocer de manera emblemática como la "Querella sobre la Conquista", y la no menos afamada controversia de Valladolid (1550-1551), protagonizada por el clérigo dominico fray Bartolomé de las Casas y el humanista Juan Ginés de Sepúlveda, paladín de la conceptualización neoaristoté-lica de la servidumbre natural de los indígenas y de la propuesta neoagustiniana de la conversión mediante el terror (Adorno 1992; Beuchot 1992; Castañeda 2002; Castro 2007; Hanke 1974; Pagden 1982; Rivera 1992; Zavala 1984).

A pesar de que la esclavitud indígena fue legalmente proscrita por las Leyes Nuevas de 1542, la estructura de la encomienda pervivió en ciertas zonas de las Américas hasta el siglo XVIII, cuando no sustituida por diversas prácticas de trabajo coercitivo. Del mismo modo, la problemática del entrelazamiento entre coacción del cuerpo y sujeción del alma fue por siglos la constante arrítmica de las culturas políticas coloniales en sus múltiples incorpora-ciones. 13 Y fue éste, justamente, el modelo cultural operativo en los comienzos del régimen de la plantación esclavista del Caribe hispano a principios del siglo XVIII, al interior del cual se estructuraron y simbolizaron de manera inicial sus técnicas de gobierno. Fue ésta la maquinaria simbólica que, de modo imperfecto y en ocasiones con consecuencias trágicas, se desplegó para la conversión de los cautivos africanos en esclavos una vez insertos éstos dentro de la lógica de la cosificación propia del comercio esclavista. La pregunta es: ¿Qué implicaciones tuvo el despliegue de una voluntad pastoral de poder, con sus tecnologías de intervención en el alma, sobre un cuerpo tramado material y conceptualmente por la mercantilización? ¿Cómo se modeló la sujeción en la subyugación cosificadora? ¿Cómo se procuró instanciar el alma en la mercancía?

Unos incidentes relativamente insólitos en la historia de la esclavitud americana, ocurridos en Cuba hacia 1727, emblematizan de manera dramática una aporía en los esfuerzos por instrumentalizar las técnicas performativas de subjeti-vación pastoral bajo la lógica coercitiva de la dominación esclavista moderna (entendida aquí, según ya se ha sugerido, como aquella que se constituye dentro de las grandes redes de la economía-mundo capitalista). Se trata de un evento en el que un aristócrata cubano y terciario de la orden de los dominicos -José Bayona y Chacón, primer Conde de Casa Bayona (1676-1759)- decidió escenificar en un Jueves Santo la trama de la Última Cena, constriñendo a sus esclavos a representar el papel de los doce apóstoles mientras él personificaba el de Cristo. Según nos lo ha recordado Natalie Zemon Davis, el acto de representar a Jesús lavándoles los pies a los pobres el Jueves Santo era un viejo ejercicio ceremonial de las monarquías europeas, incluida la española, y de los obispos en Europa y a todo lo largo de las Américas hispanas durante el período colonial (Davis 2000). De modo que el performance de Bayona puede ser visto, en un sentido, como una rearticulación local de esas prácticas. O por decirlo de otra manera, como una imitación de una imitación. En ese evento doblemente mediatizado, Bayona se dio a imitar a los reyes y obispos católicos en su imitación del drama cristiano, y mediante esa duplicación (y en una aparente paradoja), el "abatimiento" de su cuerpo y persona activó, no tanto una identificación con la humildad de Jesús (es decir, con la dimensión de un Dios hecho carne vulnerable y humillada) sino una identificación con las estructuras de autoridad absoluta y de poder vertical (es decir, con fantasías, en todo caso, de descorporalización y de omnipotencia). En otro sentido, sin embargo, el performance es también una reformulación de las técnicas de evangelización en uso desde muy temprano en los procesos de conquista y colonización del continente, y en los cuales los indígenas eran reclutados para escenificar dramas de tipo religioso que no pocas veces codificaban, festiva y tras-cendentalmente, el hecho mismo de su derrota ante los españoles (Taylor 2003). Fueron éstos los casos, por ejemplo, de las representaciones de las luchas entre "Moros y Cristianos" en distintas partes de las Américas y de las suntuosas fiestas de Corpus Christi en el Cuzco (Dean 1999).

Las consecuencias de la teatralización ingeniada por Bayona, con estos modelos performativos de interpelación espiritual y subjetivadora como precedentes, fueron, no obstante, desastrosas para los esclavos. El amo, por el contrario, encargado de encarnar la figura de Cristo en la obra, bien supo cambiar el guión e invertir la ficción corporalizada antes de verse crucificado:

    Queriendo un Jueves Santo, el primer Conde de Casa Bayona excitar la humildad en la ceremonia del dia, labó los pies a doce esclavos de su Ingenio, les dio la mesa y sirvio a ella, ó por que no se lo proporcionaron otros pobres, ó por que creyó que con sus siervos abatía mas su persona y se les recomendaba mejor pero no le sucedio así, por que abusando aquellos del beneficio y del obsequio de su señor, se resistieron despues a trabajar. Fue preciso usar de alguna fuerza, quando se experimentó inutil la blandura y la persuasion. Entonces ellos de una vez levantaron la serviz, convocaron otros á tumulto, se sublevaron, insultaron aquel Yngenio y otros colindantes, y fue necesario que el Gobierno los aplacase con armas, á costa de mucha sangre y algunas vidas. 14

El recuento de estos incidentes pertenece a un documento enviado al rey de España en 1790 por un grupo de hacendados esclavistas de la zona circuncaribeña, apenas iniciado el malestar de las revueltas esclavas en la vecina colonia francesa de Saint Domingue, expresándole su más tenaz oposición a los primeros (y fallidos) intentos por codificar una legislación esclavista en la América española; a lo que se conoce como la real "Instructiva para suavizar la suerte de los negros esclavos" o "Real Cédula e instrucción circular a Indias sobre educación, trato y ocupación de los esclavos" de 1789 -ver transcripción del documento en García (1996) y Ortiz (1987)-.

Al igual que una buena parte de la legislación indiana, las disposiciones de la "Instructiva", benigna por demás para la época pero agudamente cónsona con los designios centralistas de las políticas borbónicas, jamás fueron implementadas. Entre otras cosas, ella imponía a los hacendados una serie de obligaciones tendientes a neutralizar sus arbitrariedades (a regular su soberanía) sobre las condiciones de vida del esclavo tanto en cuanto a las necesidades básicas para su existencia cotidiana como en relación con las intensidades de la violencia sobre su cuerpo, pero también le permitía al Estado asumir una función mediadora en las relaciones entre amos y esclavos. Entre otras cosas, la ley estipulaba una serie de guías para la vestimenta, la alimentación, las horas de descanso, los límites del castigo corporal del esclavo (junto a la posibilidad de proveer instancias de apelación jurídica, de intervención estatal, en casos de "abusos" y "excesos"), pero muy particularmente, disponía tiempo, sustraído de la rutina del trabajo, para su educación y participación en festividades religiosas.

En el documento, los eventos del Jueves Santo de 1727 son presentados como evidencia de la futilidad de cualquier esfuerzo por evangelizar a los esclavos y, especialmente, pretender que los amos lo subvencionaran con su propio peculio estableciendo capillas y capellanías en los ingenios y costeando los gastos de bautizos, comuniones, matrimonios y entierros. Haciendo del bozal (del cautivo recién llegado de África, y por ello no hispanohablante) el significante universal y reificado del sujeto esclavo mismo, el documento sugiere que los esclavos no pueden ser sujetos de lenguaje y que, por ende, la transmisión del verbo divino no tiene receptor posible en ellos. Las mercancías ni hablan ni entienden y están poseídas por una pasión iracunda e irracional:

    [... ] bárbaros, osados, ignorantes á los beneficios; nunca dexan los resabios de la gentilidad; el buen trato los insolenta; su genio duro y áspero; mucha parte de ellos no olvidan el horror de la transmigración [... ] son propensos a la desesperacion, al tumulto, al robo, á la embriaguez, alevosos, incendiarios, é inclinados a toda especie de vicios. [En una ocasión] sacaron el corazon al que los gobernaba, azandolo lo hicieron deleitoso plato de su ira (Moya 1790, s. p.).

En el documento, esta aseveración precede el recuento de los incidentes de la Última Cena que habían tenido lugar más de medio siglo antes de la intensificación de la trata esclavista en Cuba (que se aceleró con la breve invasión inglesa de La Habana en 1762), y cuando la probabilidad más alta era que la revuelta apostólica estuviera a cargo de esclavos criollos nacidos en la isla. No obstante, en 1790, para Moya y sus congéneres ya insertos en las sensibilidades de una racionalidad instrumental dura, sólo la coacción podía asegurar el sometimiento y la obediencia. El trauma, "el horror", la memoria indeleble de la violencia del paso tran-satántico (según se admite casualmente en el documento), los deshabilitaban como sujetos de lenguaje, cancelando la posibilidad de ser interpelados dentro de las redes dicursivas del poder colonial. Ocupando un grado de humanidad secundaria, si acaso, cualquier intento de subjetivación subyugante, planteaba Moya, no era más que una quimera: "nunca dexan los resabios de la gentilidad".

La distancia que media entre los eventos de 1727 y el documento de 1790 sugiere el tránsito de una concepción pastoral de la dominación esclavista a una explícitamente regida por la tropología de la guerra y la lógica de la eficacia instrumental; lo que Moreno Fraginals vio como sintomático de un proceso de secularización burguesa entre la plantocracia cubana y ligado a un weberiano desencantamiento del mundo (Moreno 2001). Mientras que la temprana actuación de Bayona (quien era uno de los hacendados más poderosos y de mayor prestigio en la época) registra cierto grado de confianza en las posibilidades de incitar un consentimiento, una subjetivación subordinada entre los esclavos ("excitar la humildad en la ceremonia del dia") a través de la interpelación corpora-lizada y performativa del lenguaje cristiano, para Moya y los demás hacendados de 1790, la más absoluta soberanía sobre el cuerpo del esclavo (las prerrogativas sobre la vida de la muerte y sobre la administración monopólica de la violencia) es lo que de manera exclusiva consituye la más contudente garantía de dominación sobre la vida esclava.

Tal pareciera que en 1727, en una coyuntura liminal cuando los pequeños trapiches patriarcales característicos de la temprana producción azucarera cubana aún no se habían convertido en las empresas impersonales de las masivas plantaciones de finales del siglo XVIII, fuera aún factible confeccionar una fantasía performática como la imaginada por Bayona, en la que se potenciaba la idea de un mundo esclavista armónico, y en el que la subyugación se podría fundamentar en actos de lenguaje (no de coerción y violencia). Se trata del sueño de una coexistencia libre de tensiones entre amos y esclavos y de la posibilidad de una esclavización voluntaria, gozosa y redentora, mediante el ejercicio de un poder pastoral. Es decir: la creencia en la posibilidad de la sujeción como vía oximorónica a una dominación espiritualmente cosificadora.

Sin duda, esta "confianza" en manera alguna cancelaba la posibilidad de que el fracaso de tan fantásticos intentos no culminara con un espectáculo de tortura. Sabemos que, una vez sofocada la rebelión (la cual, según Moya, se dio "á costa de mucha sangre y algunas vidas"), Bayona decidió no poner la otra mejilla, como su cristianísimo personaje se lo hubiera requerido, sino que, por el contrario, continuó desatando toda la fuerza de su ira, con el auxilio de perros y rancheadores, en la más virulenta cacería de esclavos. Luego de capturados, los doce apóstoles insurgentes no sólo fueron ejecutados a la vista de todos sino también decapitados, y sus cabezas terminaron siendo espectacularmente puestas en unas picas muy altas y exhibidas a plena luz del día, cual si se tratara de doce monumentales retratos, para el consumo visual y la edificación moral de los otros esclavos: una verdadera lección moral sobre las virtudes de la humildad y el sometimiento que el documento de Moya de manera conveniente silencia (Moreno 2001). Una vez más, encontramos que las movilidades del poder bajo la dominación, sus instancias de aparente juego, reversibilidad y libertad, se trenzan en las fronteras con el terror y la muerte, con "una violencia infinita e ilimitada". Las gestualidades del lenguaje, sus mímicas dirigidas a procurar la existencia consentida y "libre" de un sujeto-cosa, vinieron a golpearse sin remedio con los imperativos de la dominación.

Poder, dominación y esclavismo: la danza inmóvil de la muerte

Estas aporías de la voluntad de sujeción (assujettisement) bajo la dominación esclavista, dramatizadas fugazmente en los eventos de 1727, tuvieron, décadas después, otro momento de rearticulación insólita. Se trata de una instancia que en cierta medida conecta los impulsos de subjetivación pastoral codificados en las teatralizaciones trágicas de aquel Jueves Santo, por un lado, y la vocación hacia la inmovilidad coactiva expresada por parte de los hacendados esclavistas en el documento de 1790, por el otro. Poco antes de su muerte, en 1759, el primer Conde de Casa Bayona había iniciado la ampliación de una pequeña capilla en tierras de su señorío a las afueras de La Habana, y localizada justamente sobre los escombros del ingenio y de los corrales destruidos en la rebelión apostólica de 1727. Su objetivo era convertirla en una gran iglesia parroquial bajo la advocación de Santa María del Rosario (patrona de la orden dominica, también llamada Orden de los Predicadores, en alusión a su misión evangélica). Como parte de su programa decorativo, Bayona contempló comisionarle una serie de obras religiosas al pintor criollo José Nicolás de Escalera (1734-1804), de quien el Conde era una suerte de mecenas. Entre esas obras se encontraba un retrato de los donantes en el que se incluía lo que la historiografía del arte cubano ha venido a estimar como el primer retrato de un esclavo producido en la isla de Cuba durante el período colonial (y uno de los pocos en todas las Américas). Se trata de la única figura que aparece de cuerpo entero en el monumental lienzo triangular titulado La familia del Conde de Casa Bayona (ver la figura 3). Este lienzo ocupa un lugar privilegiado en la estructura arquitectónica de la iglesia: está colocado dentro de una de las pechinas del crucero bajo la cúpula, justo en una de las que se encuentra de frente al altar, careada, por así decirlo, con la presencia misma del Santísimo. Semejante a la obra de Moran, que nos permitía "ver" desde sus simbolizaciones y sensibilidades abolicionistas los límites y paradojas de la resistencia (del hábitat de la libertad) bajo la dominación esclavista, el retrato de Escalera -en su excepcionalidad y extraordinario enrarecimiento del lugar del esclavo bajo la economía simbólica de la plantación (dentro de cuya lógica su cuerpo era pura inmanecia e instrumentalidad, sitiada en el presente eterno del trabajo y la producción)- nos permite contemplar las aporías de la voluntad de sujeción dentro del dominio, las dinámicas de subjetivación dentro de la más absoluta inmovilidad. En cierto sentido, se trata de otro paroxismo del contacto con la muerte. 15

A pesar de ocupar, por un margen muy estrecho, el registro inferior dentro una composición altamente jerarquizada, la presencia de este hombre negro (o en rigor, mulato) es extraordinariamente prominente en el retrato (ver detalle, figura 4). Sentado a solas en el más bajo de los escalones, aparece en una pose de relativo desenfado: con una de sus piernas descansando sobre la otra, el brazo derecho alzado sobre la rodilla y el rostro contemplativo apoyado sobre la mano. La mayor parte de los miembros de la familia aparecen en actitud reverente en torno a la imagen del santo pero, de entre todos, es el esclavo el único que evoca iconográficamente con su gesto la pose de un pensador ilustrado. Con la mirada dirigida hacia lo alto, aparece en una actitud contemplativa y reflexiva, absorto en la aprehensión de la presencia santa y de la transmisión del Verbo sagrado. El libro que santo Domingo sostiene sobre su mano izquierda se abre, significativamente, en dirección hacia su rostro (en una interpelación directa a ese lugar del cuerpo en donde el sujeto, para decirlo con Deleuze y Guattari 1987, adquiere su dimensión metafísica). El esclavo, por su parte, atiende a la invitación evangélica y abraza el ofrecimiento divino. Distinto a los irreverentes esclavos rebeldes de los eventos del Jueves Santo de 1727, este esclavo, por voluntad propia y con pleno uso de razón, accede y responde a la interpelación divina. Su subordinación es un acto de entendimiento y no de coerción. Hay una ficción de agenciamiento en sus disposiciones. Las sombras de la coacción y el castigo (de "una violencia infinita e ilimitada") han desaparecido ya del horizonte de las inserciones pictóricas en virtud de esa sumisión racional y mediante el poder subjetivador del lenguaje, de la fuerza del Verbo sagrado.

La imagen visualiza ese poder performativo del lenguaje en lo que se nos ofrece como un intento renovado y enfático por desplazar los fracasos de las teatralizaciones corporalizadas del Jueves Santo de 1727. A través de una ficción de entendimiento redentor, el esclavo ha sido fijado, congelado (por así decirlo) en una pose de sobrecogimiento racional, serenamente embelesado y para siempre inmóvil entre las redes trascendentales de una divina sujeción. Apoteosis triunfal del poder pastoral, el retrato que lo inviste de un aura de inmortalidad también le da la más hermosa y absoluta de las muertes.

Tocada por la gracia, abrazando las enseñazas cristianas que una vez se le escaparon, integrada a la jerarquía benigna de un marco familiar y vista íntegramente junto a un cuerpo entero, es como si en este retrato la cabeza del esclavo, aquella que quedó puesta en una pica pudriéndose al sol una Semana Santa de 1727, hubiera encontrado la totalidad del ser que una vez brutalmente perdió. Sólo aquí, con las ficciones de vida eterna posibilitadas por la representación visual, logran el poder y la dominación, la sujeción y la subyugación, coexistir armónicamente instanciando el supuesto, tan accidentado y doloroso para Harriet Jacobs, los cimarrones del Gran Pantano Lóbrego y el cubano Esteban Montejo, de la libertad bajo la esclavitud.

Coda

Una de las corrientes más significativas en la historiografía y en el análisis cultural de la esclavitud en las Américas durante la segunda mitad del siglo XX ha tendido ha destacar las diversas formas de resistencia desplegadas por los subyugados contra el absolutismo del dominio esclavista. A partir de la década del cuarenta, la historiografía sobre la esclavitud comenzó a dar un giro paradigmático notable. Con este giro -que en no poca medida estaba relacionado con las nuevas sensibilidades políticas e intelectuales asociadas a los emergentes movimientos de descolonización global-, los relatores de ese pasado se dieron a excavar y a contar los hechos de las disidencias esclavas en sus múltiples dimensiones, como prácticas sutiles dirigidas a socavar las cotidianidades del régimen y como desafíos y rebeliones abiertos (e.g., Aptheker 1943; Bauer y Bauer 1942). Se trataba de producir relatos que subvirtieran el imaginario de la impotencia y la vicitimización a favor de recuentos del agenciamiento y protagonismo históricos. Y, no obstante, esta memoria concernida con el imaginario de los agenciamientos esclavos, tal vez sin procurarlo, también ha llevado a generar ciertos asor-dinamientos y "olvidos", parajes sobre los cuales dejan de refractarse y resonar otras tesis posibles sobre la historia. Según lo ha visto Matt Childs (2006), este giro, que sin duda ha ofrecido correctivos necesarios, matizando nuestro entendimiento de las complejas formas de existencia bajo la esclavitud de plantación, en no pocas ocasiones ha tendido, sin embargo, a minimizar, cuando no a borrar, el relato de la brutalización de los esclavos como condición de posibilidad ineludible del régimen. Sin coacción y violencia no hay esclavitud. Si la historiografía de las resistencias ha desentrañado, afín al modelo de "las armas del débil" acuñado por James Scott (1985), todo un arsenal de estrategias cotidianas de insumisión (perder tiempo en el trabajo, romper los útiles, no escuchar cuando el amo llama, sabotear), estos gestos jamás conllevaron la reversión de los posicionamientos o la alteración de las asimetrías. Las pugnas del poder, con sus restrictivas movilidades en situaciones estructuralmente congeladas, en modo alguno instanciaron la cancelación del dominio (de "una violencia infinita e ilimitada"), como Foucault en algunas de sus equívocas conceptualizaciones por momentos nos podría llevar a pensar. Por el contrario, en no pocas ocasiones lograron que las fronteras de la dominación se mostraran con toda su fuerza y alcanzaran su más diáfana realidad: a la lentitud en el trabajo, el látigo; a la destrucción de los instrumentos de labranza, el corte de una oreja; a la insolencia contra el mayoral, el cepo; al desaire a los avances sexuales del amo, la violación; a la fuga, los perros de los ranchea-dores; a la captura, la tortura y la muerte.

Es indudable que dentro del orden esclavista, de una manera u otra, siempre hubo resistencias, pero en esta reflexión lo que nos hemos preguntado, en diálogo con ciertas imprecisiones conceptuales en las fugaces teorizaciones foucaultianas sobre la esclavitud, es 1) si esas resistencias pueden ser concebidas como instanciadoras de relaciones de poder (i.e., fuerzas constitutivas de un campo abierto de posibles respuestas e invenciones capaces de revertir los posicionimientos asimétricos) y 2) si la dominación acaba conceptual y políticamente en donde comienzan los desafíos. Estas interrogaciones han requerido pensar la naturaleza de los campos de fuerza bajo la dominación esclavista y las particularidades de los horizontes de libertad que ellos (des)habilitan. La esclavitud, hemos sugerido, podría ser entendida como un estado de dominación en cuyo interior, y circunscrito por las delimitaciones propias de un régimen estructurado por una lógica del terror y la coerción, pugna siempre el poder; pero el poder, repetimos, no como una "relación" capaz de invertir potencialmente los posicionamientos sino en un segundo sentido insinuado pero no desarrollado por Foucault, como una articulación cuyos hilos se trenzan sólo en el contacto disolvente con la muerte.

Según lo hemos visto, de ese contacto con la muerte han dejado constancia los complejos modos en que el cima-rronaje, lejos de devenir el afuera absoluto de la plantación, se vio también estructurado por el horizonte del terror y la gramática de la coacción. Igualmente, las apuestas fantásticas desplegadas en los inicios del régimen de la gran plantación en Cuba -con miras a procurar un consentimiento espiritual y racional a la subyugación mediante las prácticas subjetivadoras de un poder pastoral- no fueron más que delirios momentáneos que terminaron estrellándose contra el espectáculo de la violencia física, en un primer momento, y más adelante, contra el paroxismo de la inmovilidad más absoluta en la representación retratística. Junto a las paradojas de la fuga y las aporías de los sueños de sujeción estuvo la muerte.

¿Esclavitud/relación de poder o esclavitud/estado de dominación? La distinción no es banal. De entenderla de un modo o de otro, en gran medida puede que dependa el que tras los lejanos cantos y sonaridades beligerantes del repique del tambor esclavos, también podamos escuchar los tonos desgarrados de la elegía y abrazar sus acentos.


Comentarios

1 Santiago Castro-Gómez (2007) ha argumentado convincentemente que la preocupación de Foucault por la microfísica del poder no está disociada de una propuesta metodológica que involucre el estudio de las puntualidades en los niveles más amplios, tanto mesoestructura-les (institucionales) como macroestructurales (geopolíticos y globales). Esto, por supuesto, no invalida la observación de que el archivo manejado por Foucault fuera fundamentalmente europeo y que ello fijara límites a sus reflexiones sobre los procesos modernos de subjetivación, de las que están prácticamente ausentes las problemáticas coloniales.

2 Este término es un neologismo teórico y no existe propiamente una palabra en español que le sirva de equivalente. "Instanciar" significa transformar en instancia/realidad, materializar una idea, activar, poner en escena, etc. Su uso es relativamente nuevo también en inglés.

3 "El sujeto y el poder" fue publicado originalmente en inglés bajo el título "The Subject and Power" (Foucault 1982a) como apéndice al libro de Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow (1982), Michel Foucault. BeyondSructura-lism and Hermeneutics, y casi simultáneamente en la revista Critical Inquiry (Foucault 1982b). Ambas versiones han sido consultadas pero cito y traduzco de esta última en diálogo con la traducción castellana aparecida en 1988 en la Revista Mexicana de Sociología (traducción de la autora).

4 Cito por la traducción castellana que se incluyó como apéndice a una versión abreviada y sin fecha de la Hermeneútica del sujeto de Foucault (Foucault s. f., 110-111; cursivas fuera de texto original). Entrevista con Michel Foucault realizada por Raúl Fornet-Betancourt, Helmut Becker y Alfredo Gómez-Muller el 20 de enero de 1984. Para la escritura de este ensayo se ha consultado el original francés publicado en Alemania por la revista Concordia bajo el título "L'éthique du souci de soi comme pratique de liberté".

5 De esta lógica de la dominación en su dimensión jurídica dejó clara constancia el juez de la Corte Suprema de Carolina del Norte, Thomas Ruffin, en una opinión de importantes consecuencias para la legislación esclavista estadounidense -el afamado caso de State vs. Mann de 1829-, en la que establecía como cuestión de derecho y máxima garantía para la pervivencia del régimen la más absoluta soberanía del amo sobre el cuerpo del esclavo: "Respecto a la esclavitud se trata de otra cosa. Su finalidad es el beneficio del amo, su seguridad y la seguridad pública; el sujeto [esclavo] condenado en su propia persona y en su posteridad está destinado a vivir sin conocimiento y sin la capacidad de hacer nada suyo, y a trabajar para que otros cosechen sus frutos. Qué consideración moral se le puede dirigir a tal ser para convencerlo de lo que es imposible y que salvo los más estúpidos sienten y saben que jamás será verdad: que él [el esclavo] debe trabajar para cumplir con un deber natural, o por su propia felicidad; tales servicios sólo pueden ser esperados de alguien que no tiene voluntad propia, de quien ha renunciado a su voluntad en obediencia implícita a la de otro. Ese tipo de obediencia es sólo el resultado de una autoridad ilimitada sobre el cuerpo. Nada más puede producir tal efecto. El poder del amo tiene que ser absoluto para que el sometimiento del esclavo sea perfecto [....] Al esclavo, para que permanezca como esclavo, hay que hacerlo sensible de que no hay instancia de apelación por sobre el amo; que su poder no puede ser usurpado por nadie; sino que es conferido al menos por las leyes humanas, si no por las divinas" (Ruffin 2003, 131). Traducción de la autora. Cursivas fuera de texto original.

6 Traducción de la autora. Cursivas fuera de texto original. Existe otra versión, un poco distinta, de "El sujeto y el poder" en la que se lee: "slavery is not a power relationship when a man is in chains, only when he has some possibility of mobility, even a chance of escape. (In this case is a physycal relation of constraint)" (Foucault 2000, 342) [la esclavitud no es una relación de poder cuando el hombre está encadenado, sólo si tiene alguna posibilidad de movilidad, incluso la oportunidad de fuga. (En este caso, se trata de una relación física de coacción)]. Esta frase, que hace aún más explícita la idea de que la esclavitud podría ser considerada como una relación de poder dependiendo de la movilidad del esclavo, no aparece sin embargo en la versión original del texto publicada en el libro de Dreyfus y Rabinow (1982) y tampoco en la de Critical Inquiry.

7 La bibliografía sobre las resistencias esclavas y el cimarronaje es copiosa; entre los trabajos que siguen siendo fundamentales están Freyre (2002), Schwartz (1992), Price (1996), Corzo la Rosa (1988), Deschamps (1983), Ortiz (1987), Blassingame (1979), Genovese (1974 y 1981), Franklin y Schweninger (1999), Baralt (1982), Nistal (2004). Sobre las dinámicas de coacción y trabajo asalariado en las sociedades de plantación, ver Piqueras (2009).

8 Una temprana impugnación de esta racionalidad instrumental se encuentra en el poderoso panfleto de corte confesional Thoughts upon the African Slave Trade, publicado en 1788 por John Newton. Aliado de William Wilberforce en las polémicas a favor del cese del comercio de esclavos en Inglaterra a finales del siglo XVIII; en este panfleto, Newton -quien había sido tratante esclavista por muchos años antes de ser ordenado ministro de la Iglesia anglicana, y conocido por ser el autor del bello himno "Amazing Grace", tan importante en la tradición musical afroamericana- da cuenta del testimonio de un hacendado de la isla de Antigua respecto a los cálculos en juego en el tratamiento a los esclavos y a las ventajas económicas que se podían generar al "extenuar rigurosamente sus fuerzas hasta el máximo, con poca relajación, poca comida y mucho uso", haciéndoles trabajar "hasta el cansancio" antes de que se volvieran "inútiles e inservibles", para luego ser reemplazados por "otros nuevos" (Newton 1788, 38-39; traducción de la autora). Newton cierra su relato indicando que en Antigua raras veces un esclavo lograba vivir más de nueve años a partir de su llegada a la isla. Sobre el precio de los esclavos en Cuba, Estados Unidos y Brasil hacia el siglo XIX, véanse los ensayos de Pablo Tomero (2002) y Laird Bergard (2002).

9 Habría también que mencionar aquí los diferentes horizontes de libertad posibilitados bajo diversos marcos jurídicos en distintas coyunturas históricas. En el caso de las colonias españolas, valdría tener presente cómo las probabilidades de manumisión y coartación provistas por la ley marcaron, así fuera vagamente, la experiencia cotidiana de los esclavos y sus imaginarios de vida. Ello, sin embargo, en manera alguna, anula el peso de la muerte como frontera dura de la soberanía esclavista. Sobre la problemática de esclavitud y libertad, y sobre los agenciamientos esclavos dentro del régimen pero de cara a la abolición, son fundamentales los estudios de Rebecca Scott (1985) y Thomas Holt (1991).

10 En su brillante desmontaje de los mecanismos de la dominación esclavista, Patterson insiste en que una de las técnicas para la desubjetivación de los esclavos lo fue precisamente el aislamiento genealógico (de ahí la importancia, muchas veces acrítica, en el pensamiento afroamericano del siglo XX, de la estructura familiar como espacio de resistencia). Dice Patterson que a los esclavos se los separó violentamente del mundo de los ancestros y que la posesión de un pasado en manera alguna debe ser vista como sinónimo de la posesión de una historia. Los esclavos, según él, difieren de otros seres humanos en el sentido de que "no se les permitió integrar libremente la experiencia de los ancestros a sus vidas, a conformar su comprensión de la realidad social a partir del legado de sentidos provisto por sus antecesores naturales, ni a anclar el presente vivo en una comunidad consciente de una memoria compartida" (Patterson 1982, 5. Traducción de la autora). Sin lugar a dudas, los esclavos, como parte de sus prácticas de resistencia, lograron reela-borar, con distintos matices y grados de intensificación, el legado de los ancestros en formas rituales, gestualidades y tradiciones performáticas (en el sentido de prácticas corporalizadas) de todo tipo. Por otro lado, en las colonias españolas de América, ya desde el siglo XVI (y como continuidad institucional de los que ya existían en la Península desde el siglo XIV), se establecieron cabildos africanos organizados según las distintas etnias. De modo que en el marco hispanoamericano, la alienación cultural tiene inflexiones muy distintas a la que se encuentra en otras sociedades esclavistas (ver Ortiz 1984). No por ello deja de ser cierto que la lógica de la dominación esclavista, particularmente en el contexto de la máquina plantación, procuró socavar la constitución de subjetividades libres a partir de múltiples dispositivos de disociación cultural. Para una discusión de éstos en el contexto cubano es importante, salvando las distancias que podrían conducir a distintas valoraciones morales del fenómeno, el ensayo de Manuel Moreno Fraginals "Aportes culturales y deculturación" (Moreno 1983, 24-49).

11 El nombre "Dred" es una alusión -inevitable para los lectores de la época- al esclavo liberto Dred Scott, célebre en aquel entonces por el inusitado procedimiento judicial que había iniciado desde 1846 para que se le reconocieran derechos de ciudadanía. En 1857 la Corte Suprema de Estados Unidos dictaminó en su contra, legalizando de manera unívoca la exclusión de los afroamericanos de la esfera ciudadana. Se podría decir que en la novela esa exclusión es metaforizada por el pantano como el espacio de abyección desde donde puja la amenaza reivindicadora de los esclavos contra el no-reconocimiento instaurado por el poder blanco.

12 La primera versión de este texto fue publicada en 1966 bajo el título Biografía de un cimarrón por la Editorial Siglo XXI de México.

13 Sobre esclavitud y evangelización, véase Olsen (2004). Sobre las conceptualizaciones cristianas de la esclavitud y sus usos como metáfora de devoción a Cristo son importantes los trabajos de Davis (1988), especialmente, pp. 62-111; Martin (1990) y Garnsey (1996, 153-235).

14 "Representación extendida por Diego Miguel de Moya y firmada por casi todos los amos de ingenio de esta jurisdicción—Havana, 1790". Archivo Nacional de Cuba (ANC), Junta de Fomento, Legajo 150, no. 7405. Ortografía original y cursivas mías. Una transcripción reciente de este documento se encuentra en García (1996, 69-89). El cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea nos ha brindado una ficcionalización fílmica de estos eventos en su extraordinaria película La Última Cena (de 1976) pero sin ceñirse rígidamente al expediente histórico disponible.

15 En mi ensayo "Between Violence and Redemption: Slave Portraiture in Early Plantation Cuba" (2012) discuto con mayor detalle la estética e historia de este retrato, sus condiciones de producción, los contextos urbanos, arquitectónicos, pictórico/narrativos y legendarios en los que se inserta y adquiere significación, así como sus enrarecidas relaciones filosóficas con los eventos de 1727. Acá sólo me interesa destacar brevemente las simbolizaciones aporéticas de la obra. Para una conjetura bien fundamentada sobre la identidad de los personajes en el lienzo, véase Ródriguez Morales; para una teorización e historiza-ción de la práctica oximorónica de los retratos de esclavos en el mundo transatlántico, véase Lugo-Ortiz y Rosenthal (2012).

Fecha de recepción: 1 de diciembre de 2011 Fecha de aceptación: 26 de marzo de 2012 Fecha de modificación: 20 de mayo de 2012


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Archivos consultados

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