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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.44 Bogotá sep./dic. 2012

 

El lugar de la persuasión en sociedades degradadas: sobre Albert Speer*

Ángela Uribe Botero**

** Doctora en Filosofía de la Universidad de Antioquia, Colombia. Profesora Asociada del Departamento de Filosofía, Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: auribeb@unal.edu.co

DOI-Digital Objects of Information: http://dx.doi.org/10.7440/res44.2012.13


RESUMEN

En el texto trato de hacer un contraste entre el sentido del término "persuasión", tal como Aristóteles lo usa en la Retórica, y el sentido del término "fascinación", propuesto por Hannah Arendt en Orígenes del totalitarismo. Ilustro esta diferencia haciendo referencia al tipo de relación que sostuvieron Albert Speer y Adolf Hitler. Teniendo en cuenta tanto las definiciones de los dos términos como esas referencias, concluyo para mostrar por qué en aquello que llamo "órdenes sociales degradados" no hay lugar para la retórica.

PALABRAS CLAVE

Persuasión, fascinación, retórica, Albert Speer, Aristóteles, Hannah Arendt.


The Place of Persuasion in Degraded Societies: On Albert Speer

ABSTRACT

In this paper I try to contrast the sense of the term "persuasion", as defined by Aristotle in his Rhetoric, with the sense of the term "fascination", proposed by Hannah Arendt in her Origins of Totalitarianism. I illustrate such contrast through references to the relationship between Albert Speer and Adolf Hitler. By considering the use of the two terms and the references, I reach a conclusion that shows why, in what I call "degraded social orders", there is no place for rhetoric.

KEYWORDS

Persuasion, Fascination, Rhetoric, Albert Speer, Aristotle, Hannah Arendt.


O lugar da persuasão em sociedades degradadas: sobre Albert Speer

RESUMO

No texto trato de fazer um contraste entre o sentido do termo "persuasão", tal como Aristóteles o usa na Retórica, e o sentido do termo "fascinação", proposto por Hannah Arendt em Origens do totalitarismo. Ilustro esta diferença fazendo referência ao tipo de relação que mantiveram Albert Speer e Adolf Hitler. Levando em conta tanto as definições dos dois termos como essas referências, concluo para mostrar por que naquilo que chamo "ordens sociais degradadas" não há lugar para a retórica.

PALABRAS CHAVE

Persuasão, fascinação, retórica, Albert Speer, Aristóteles, Hannah Arendt.


En las primeras páginas de su libro Albert Speer, el arquitecto de Hitler: su lucha con la verdad1 Gitta Sereny (1996) hace explícita la motivación que la llevó a dedicar más de veinte años de su trabajo como biógrafa a la vida de Albert Speer. Esta motivación puede ser puesta en términos de las siguientes dos preguntas: ¿Cómo pudo Speer -con la formación que recibió, con el sofisticado interés por la cultura que dejaba ver y con su decidida devoción religiosa- haber hecho todo lo que estuvo a su alcance por convertir en realidad el alucinante sueño milenario de Hitler? ¿Cómo pudo, en fin, disponerse para ser alguien, no solamente inmoral o amoral, sino, por muchos años, "extinguido moralmente"? (Sereny 1996, 52). Entre 1934 y 1942, Albert Speer sirvió a Hitler como arquitecto del Tercer Reich, y más tarde, a partir de 1942 y hasta 1945, fue su ministro de Armamentos. La importancia de una biografía sobre Speer se debe, entre otras cosas, al hecho de que él fue el único aparentemente arrepentido entre los veinticuatro condenados ante el Tribunal Internacional de Núremberg, en 1946, por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.

En sus largas conversaciones con Speer y en el intercambio de cartas que por más de cuatro años sostuvo con él, Sereny insistió en las preguntas que expresaban la motivación para escribir su libro. Lo hizo de tantas maneras como el contenido de sus conversaciones con él lo exigía una y otra vez: aludiendo a los monumentales proyectos arquitectónicos que Hitler le encomendó y a los que Speer dedicó más de ocho años de su vida; aludiendo a los últimos tres años de una guerra que él sabía perdida y durante los cuales, como ya se dijo, Speer fue ministro de Armamentos; aludiendo a las condiciones de esclavitud a las que eran sometidas millones de personas en las fábricas de armas que estaban a su cargo; y aludiendo, por último, a su ignorancia voluntaria sobre los asesinatos masivos en los campos de exterminio del Reich. A cada una de estas alusiones -y sobre las que Sereny insistió, mirando muchas veces, incluso, el rostro aparentemente culposo de Speer-, éste respondía siempre del mismo modo: Hitler ejercía sobre él una suerte de poder hipnótico (Sereny 1996). En lo que sigue exploro el sentido de aquello que probablemente está contenido en el término "hipnosis" dentro del contexto de la relación entre Hitler y Speer. Hago esto, sin embargo, acudiendo a un contexto más amplio que aquel descrito por Sereny en su libro; es decir, a un contexto que trasciende la biografía personal de Albert Speer y sitúa su relación con Hitler, más bien, atendiendo a algunos de los rasgos que caracterizaron a la Alemania nazi. Es decir, aun cuando el propósito de este trabajo presupone que el vínculo entre Speer y Hitler estuvo mediado por la hipnosis de la que habla Speer, este mismo propósito me obliga a tomar distancia de los detalles que dan forma a las particularidades de la relación entre los dos. De acá se sigue una consecuencia que es, si se quiere, analítica: si la razón por la cual se lee aquello que se cuenta sobre la relación entre Hitler y Speer no responde solamente a un interés por la forma como transcurrió la vida de éste o a un interés por las causas que explican su cercanía con Hitler, quizás el término "hipnosis" deba ser sustituido por otro. Quizás, por lo tanto, deba admitirse que dicho término no tiene un satisfactorio sentido aclaratorio en el contexto amplio al que me refiero y al que, a mi modo de ver, es preciso atender, dadas las personas de quienes se trata en la relación. Paso, en lo que sigue, a aclarar esta afirmación.

Aun cuando Speer haya insistido en responder a las preguntas de Sereny haciendo referencias directas y constantes a la "hipnosis", esa insistencia no termina por ofrecer al lector un sentido preciso del término. Mi inconformidad respecto de la falta de precisión por parte de Speer en el uso que él hace del término hipnosis responde, por una parte, al hecho de que Hitler era, nada más y nada menos, el líder de un régimen totalitario, y Speer era el arquitecto y el ministro de Armamentos de ese régimen. Dicha inconformidad responde también a que Speer era, al mismo tiempo, uno más entre los millones de alemanes que quiso responder a la fuerza con la que se impuso en la Alemania nazi el culto a la imagen de Hitler. Esto último, es decir, "el culto a la imagen de Hitler", es lo que anima mi interés en sacar la relación entre Hitler y Speer del contexto vagamente delimitado por Speer como una "hipnosis".

Lo anterior, formulado en términos positivos, equivale a lo siguiente: la relación entre Hitler y Speer estuvo mediada por un fenómeno amplio, por un fenómeno que los trasciende a ellos mismos y a las afirmaciones que cualquiera de los dos hubiera podido hacer sobre esa relación; es decir, por un fenómeno social. Este fenómeno, según Hannah Arendt, es característico de los movimientos de masas, y el término que lo designa es "la fascinación" (Arendt 1994). Paso, en lo que sigue, a aclarar el sentido atribuido por Arendt a este término. Hago esto con el fin de establecer un contraste entre la fascinación, como la entiende ella, y el término "persuasión", tal como es definido por Aristóteles en la Retórica.


Persuasión y fascinación

En su propósito de entender la naturaleza de la relación entre Hitler y Speer, Gitta Sereny se ocupó de establecer contactos cercanos con quienes rodearon a Speer durante los años en los que sirvió como arquitecto y como ministro de Armamentos del Tercer Reich. Una de esas personas, Maria von Below, respondiendo a las preguntas de Sereny, dice lo siguiente.

    After all [Hitler] didn't gain the loyalty of decent and intelligent men by telling them his plan was murder and allowing them to see that he was a moral monster. He persuaded them because he was fascinating. But to say that today is almost blasphemy. I don't know [...] why so many people want to deny that extraordinary [...] spark in him (Sereny 1995, 113-114).2

Seguramente es cierto, como lo afirma Von Below, que quienes sirvieron lealmente a Hitler hasta el final de la guerra no lo hicieron convencidos de que un dictador, incitador de la guerra y asesino de decenas de millones de personas, es mejor que uno que no lo es. Sin embargo, más allá de si se considera una blasfemia afirmar hoy acerca de Hitler que él tenía una "chispa extraordinaria", sólo por el hecho de que los "monstruos morales" no pueden parecer atractivos a otros, lo que creo es que las palabras de Von Below no tienen sentido. Con esto me refiero a que no tiene sentido afirmar que una persona se ve persuadida por otra por el hecho de que ésta le resulta a ella "fascinante". Como lo veo, la persuasión y la fascinación designan dos categorías distintas de relaciones entre personas. Esto conduce a pensar que la persuasión no es el resultado de la fascinación. A mi modo de ver, conduce, también, a pensar que quien está fascinado por la personalidad de alguien no está, de ningún modo, persuadido de lo que ese alguien afirma. Volveré sobre esto más adelante.

El hecho de que, para justificar su adhesión a él, Von Below y tantos otros alemanes de la época hicieran referencias constantes a "la chispa en Hitler", muy probablemente remite a lo que muchos han llamado "las dotes de orador del Führer". Entre esos "muchos" se encontraba innegablemente Speer. Las siguientes son sus palabras sobre las supuestas calidades oratorias de Hitler: "Hitler understood the art of public speaking, of pauses, of silence, of inducing, inciting, and inflaming passion" (Sereny 1995, 98). Propongo examinar estas palabras a la luz de aquello que Aristóteles habría entendido por "el arte de hablar en público". El examen que hago de ellas, de la mano del sentido que Aristóteles dio a este arte, me exige discutir, también, la siguiente afirmación de uno de los intérpretes de Aristóteles: "In an ideal city rhetoric has a minimal role to play, in a very corrupt one it has dressed itself up as politics and taken control" (Reeve 1996, 203).

¿Qué significa el hecho de que una persona realmente domine el arte de hablar en público? Quien domina el arte de hablar en público domina aquello que Aristóteles describió como "el arte de la retórica", y es, con ello, un orador. Parte del sentido del término "arte" en este contexto tiene que ver con el hecho de que la retórica es para Aristóteles (1990) un método. Esto significa que a su oficio no le es propio el ocuparse de los objetos de un modo teórico (como lo hace la ciencia); antes bien, lo propio de la retórica es andar adecuadamente el camino a través del cual se llega a una finalidad práctica determinada. En este sentido, que un orador deje ver un verdadero dominio del arte en el que se desempeña significa que él está bien dispuesto para conseguir el fin propio del arte que domina: persuadir sobre la verdad o sobre la verosimilitud de lo que afirma (RET 1354a 1-15). Por lo visto, entonces, el propósito de persuadir no se consigue de cualquier manera. En el contexto de la Retórica esto significa que el buen orador es únicamente aquel que está familiarizado con aquello que es constitutivo del arte de la retórica, y aquello que es constitutivo de la retórica coincide -para Aristóteles- con las distintas pruebas por persuasión (cf RET 1354a 2-5).

Al primero de estos tipos de prueba lo denomina Aristóteles "el talante", es decir, el modo como el orador se presenta ante su audiencia. El talante remite, entonces, a la actitud con la que un orador se dispone para hablar ante otros (ethos) (RET 1356a 1-3; 1377a 20-25). En la medida en que un orador consiga -mientras pronuncia su discurso, y dado su talante- presentarse ante su audiencia de un modo que sea digno de confianza para ella (Carey 1996), habrá él cumplido con una imprescindible condición para persuadirla. Por su parte, antes de que el orador pronuncie su discurso ante la audiencia no obtiene él el crédito que espera obtener de ella. No se tiene talante ante una audiencia por la vía del renombre o de la fama. En palabras de Aristóteles: "Es preciso que también [el crédito concedido al orador por la audiencia] acontezca por obra del discurso y no por tener prejuzgado cómo es el que habla" (RET 1356a 9-11). En el segundo libro de la Retórica Aristóteles deja ver de qué modo el talante del orador se relaciona con un conjunto de tres elementos que son, si se quiere, constitutivos del talante y, por lo tanto, evidentes en el discurso mismo: la sensatez, la virtud y la benevolencia (RET 1378a 5-8). De nuevo, será un mal orador o no lo será en absoluto (y por lo tanto, no conseguirá persuadir) quien, mientras se dirige a su audiencia, no deje ver estos tres elementos.3

La segunda de las pruebas por persuasión, muy estrechamente relacionada con la primera, se constituye a partir de la disposición emocional (pathos) que producen en la audiencia tanto el talante del orador como el discurso pronunciado (RET 1356a 13-15). Un buen orador es, entonces, hábil en conseguir que la audiencia esté en determinada disposición emocional en relación con el talante de quien se dirige a ella, y por lo tanto, también, en relación con el contenido del discurso (RET 1377b 25-30). Esta actitud remite a aquello que Aristóteles designa como "el crédito", el cual da cuenta de la estrecha relación entre el talante y la disposición afectiva en el auditorio. Si el talante del orador no se deja ver y si, con ello, la disposición emocional por parte del auditorio no es la adecuada, entonces, la relación que se establece entre uno y otro no podrá estar mediada por la confianza (i.e., el "crédito") y, por lo tanto, no se habrá conseguido el fin de la persuasión.

Al tercer tipo de prueba por persuasión lo llama Aristóteles "el discurso mismo" (logos) (RET 1356a 1-5); es decir, el conjunto de palabras que pronuncia el orador. Este tipo de prueba, como las dos primeras, está -según Aristóteles- necesaria e intrínsecamente relacionada con ellas, de un modo, si se quiere, negativo. Esto significa que si, por una u otra razón, la audiencia encuentra dificultades para atender al "discurso mismo", el objeto de la persuasión no se consigue.

Al comienzo del libro II de la Retórica dice Aristóteles lo siguiente: "La retórica tiene por objeto formar un juicio" (RET 1377b 20). Sin embargo, dados los tres tipos de pruebas por persuasión, para Aristóteles ha de haber una notoria diferencia entre alguien que consigue "formar un juicio" y cualquiera que simplemente pronuncia una serie de palabras. Esto se relaciona con el hecho de que la retórica es un arte solamente si puede conseguir su finalidad a través de medios intelectualmente respetables (Barnes 1999). Algunos de los intérpretes de Aristóteles insisten en que para él aquello sobre lo cual se habla en el discurso no es subsidiario del modo como se habla sobre ello. Lo contrario parece ser el caso. Si el componente afectivo del discurso (ethos y pathos) está desarticulado en relación con "el discurso mismo" (logos), por lo visto, el propósito de "formar un juicio" no se consigue.

Dado el contexto a partir del cual quisiera explicar la diferencia entre la persuasión y la fascinación, acudo a la posibilidad de que, según Aristóteles, el sentido del término "juicio" en la Retórica trascienda a aquel que lo define nada más que como un conjunto de palabras con contenido proposicional. En efecto, no se requiere del arte de la retórica para formarse un juicio del tipo "siete más cinco es igual a doce". Por otra parte, para persuadirse de lo que dice un orador no basta con ser objeto de una serie de sobresaltos emocionales que son nada más que la consecuencia de la forma como se expresa el orador, de su fama o de su "chispa", por más "extraordinaria" que ésta sea. Esto último remite a lo que he afirmado acerca de la relación entre el arte de la retórica y la dignidad de los medios a través de los cuales el orador obtiene su propósito. La interpretación que hace Martha Nussbaum acerca del lugar de las emociones en la Retórica es útil en este contexto. Según ella, "In Aristotle's view, emotions are not blind animal forces, but intelligent and discriminating parts of the personality, closely related to beliefs of a certain sort, and therefore responsive to cognitive modification" (Nussbaum 1996, 303). Más adelante, dice ella lo siguiente: "[The aspiring orator] needs to know what really produces emotion; and it seems to be the underlying assumption of the whole rhetorical enterprise that belief and argument are of the heart of the matter" (Nussbaum 1996, 305).4 Para Aristóteles, pues, alguien que habla ante un público no consigue "formar un juicio" en él solamente a través del vigor y del entusiasmo que pone en sus palabras.

Creo poder dar algunas razones para mostrar cómo lo anterior es, sino cercano, por lo menos comparable al modo como Hannah Arendt entiende la relación entre la vida política y la capacidad para formarse un juicio. En términos generales, un juicio es para ella un conjunto de palabras que da forma a un enunciado sobre un hecho del mundo. De la misma manera como hay distintas formas de ser de los hechos del mundo, también hay distintas maneras de ser de los juicios (Arendt 1978). Un juicio expresa -en el ámbito de la vida política, y según Arendt- la capacidad para diferenciar entre lo correcto y lo incorrecto (Arendt 1978), la capacidad para evaluar y, en últimas, para tomar distancia en relación con el contenido pro-posicional de lo que otro dice, de lo que uno mismo ha dicho o está por decir.

Es justamente esta capacidad para evaluar y para hacer diferencias lo que se compromete, hasta desaparecer, en los regímenes totalitarios. De la mano de la propaganda creadora de cultos, de la mano de la mentira hiperbólica y de la mano del terror, los adeptos a un régimen totalitario no son más que una suerte de acomodados violentamente del lado de una serie de personajes que se disponen a conducirlos. La consecuencia de esto es que los conducidos terminan por perder, como dice Arendt (1994), la capacidad de vivir, realmente, una experiencia común. Esto se explica porque "una experiencia común" se construye, para ella, sólo a partir de lo que dicen unos y otros sobre los hechos que les conciernen en el ejercicio de la vida juntos; por lo tanto, la pérdida de la capacidad de vivir una experiencia común pasa, necesariamente, por la pérdida de la capacidad para juzgar. Aquel de quien se vuelven fanáticos, aquel que les ha vendido la imagen de conductor de sus almas, les ha ahorrado, de paso, el trabajo de tener que formarse una opinión sobre algo (Arendt 1994); les ha ahorrado el trabajo de estar entre otros haciendo afirmaciones sobre lo que ocurre; en últimas, les ha minado la capacidad de comunicarse. Ésta es, como lo veo, la característica más importante de lo que identifico como "un orden social degradado": allí donde falta la comunicación entre las gentes sobre lo que sucede en el mundo de la vida en común (es decir, donde faltan las opiniones sobre lo que ocurre) falta también la vida en común y, por lo tanto, no hay política en el sentido estricto del término. Este uso de los términos "un orden social degradado" puede ser puesto en relación con el uso que del mismo término hace C. D. C. Reeve. Según él, un orden social degradado es un orden social corrupto, es decir, nada más que un conglomerado de gentes en medio del cual los sentimientos tanto de quienes hablan como de quienes escuchan no están adecuados a las circunstancias de hecho al que se refiere el discurso (Reeve 1996, 203).

Paso a aclarar lo anterior valiéndome de las palabras de Speer. Haciendo referencia al vínculo mediado por la hipnosis que -según Speer- caracterizó su relación con Hitler, dice él lo siguiente sobre el momento en el que solicitó formar parte del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (NSDAP, o Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) en 1931: "I think now that [...] my reaction to Hitler was indeed more to him -to his magnetism-, if you like, than to his speech" (Speer, en Sereny 1995, 84). Propongo que el término "discurso" usado acá por Speer se entienda en el mismo sentido en el que Aristóteles hace uso de los términos "el discurso mismo" (logos). Dicho uso es, creo, también cercano a aquello que Reeve parece entender por "las circunstancias del hecho al que se refiere el discurso". El "discurso" y "las circunstancias del hecho al que se refiere el discurso" remiten, grosso modo, pues, a lo que Aristóteles llamó "el discurso mismo".

El tipo de reacción descrito por Speer, según lo que he dicho sobre Arendt, es característico de los contextos en los que predomina, a cambio de la comunicación real entre personas, la fascinación. El término sirve para describir una suerte de estado de éxtasis en quien la siente; una suerte de embelesamiento por un objeto o por una persona cuya presencia es imponente e intimidatoria, hasta el mutismo; hasta la entrega. Es de este uso del término "fascinación" de donde derivo alguna cercanía con el término "hipnosis". Después de todo, lo característico de la hipnosis es el hecho de que la conciencia del hipnotizado está prácticamente en manos del hipnotizador. De lo anterior se sigue que entre el fascinado y el fascinante difícilmente hay algún lugar para el intercambio de algo que remita al "discurso mismo".

La fascinación de Speer y de tantos otros millones de alemanes por Hitler responde, más bien, a lo que Arendt describe como "el culto al líder". Como vimos, la propensión en los sistemas totalitarios a este tipo de culto convierte al líder en la ocasión para que la audiencia resuelva, de la manera más fácil, el hecho de que ella no está interesada en formarse juicio alguno sobre lo que afirma quien habla (Arendt 1994). Esto, por la época, y bajo las condiciones en las que Speer conoció a Hitler, significaba también que el Führer tampoco tuvo la pretensión correspondiente en relación con su audiencia. Antes que buscar que su audiencia se formara un juicio, su pretensión fue la de levantar una imagen en torno a su personalidad (Kershaw 2007); justamente, una imagen que resultara imponente e intimidatoria. A través de alaridos lejanos, a través de la supuesta convicción que dejaba ver en la forma vehemente como subía las manos y cerraba sus puños al hablar, a través de la propaganda diseñada por otros y a través, entre otras cosas, de las extravagancias arquitectónicas de Speer, terminó Hitler por conseguir que millones de alemanes se convirtieran nada más que en masa organizada y servil (Canetti 1981). A las descripciones de Hannah Arendt y de Elias Canetti sobre esa masa organizada y servil podría añadirse la consecuente definición de "la masa": una masa es el conjunto de muchas personas que han decidido suspender el juicio y a cambio de él se han dispuesto para una suerte de feligresía frívola.


Las pasiones en la retórica

Al comienzo del libro II de la Retórica dice Aristóteles lo siguiente: "las pasiones son, ciertamente, las causantes de que los hombres se hagan volubles y cambien en lo relativo a sus juicios en cuanto que de ellas se siguen pesar y placer" (RET 1378a21-24). Lo anterior significa, entre otras cosas, que quien quiera persuadir a una audiencia ha de proponerse despertar en ella determinadas emociones. Como vimos, sin embargo, esto no sucede de cualquier manera. Si, en medio de la conmoción emocional, un auditorio no puede identificar a alguien con talante, entonces el auditorio no podrá concederle a quien habla el crédito necesario para ser persuadido por él. Como vimos también, no se persuade verdaderamente a un auditorio sobre la base de lo que han dicho otros acerca de quién es aquel que habla; tampoco se persuade sobre algo solamente incitando al auditorio a una serie de sobresaltos afectivos. Para el contexto al que he venido refiriéndome, esto significa que si el orador no se presenta ante su audiencia como alguien a quien ésta pueda darle algún crédito, lo que sucede no es precisamente que se "forma un juicio". Al vínculo mediado por la confianza le es constitutivo el hecho de que tanto el orador como su audiencia sean parte de un orden social no degradado; es decir, le es constitutivo el hecho de que los sentimientos tanto de uno como de la otra estén adecuados a las circunstancias del hecho al que se refiere el discurso (Reeve 1996, 203), al discurso mismo.

Quizás sea cierto que toda la estratagema que dio lugar al culto en torno a la imagen de Hitler estuvo mediada por su convicción acerca de que "las pasiones son las causantes de que los hombres se hagan volubles" (RET 1378a20). Sin embargo, también es verdad que esa convicción en él no atendía a la posibilidad de que las pasiones que suscitaban sus alaridos y las artimañas propagandísticas que rodeaban su figura cambiaran en nada "lo relativo a los juicios" de nadie. Esto se corresponde adecuadamente con el perfil de Hitler que uno de sus más importantes biógrafos consigue transmitir a los lectores: más que un orador,

Hitler fue, al comienzo de su vida política, un simple "agitador de cervecería" (Kershaw 2007, 150). Que con el tiempo este agitador de cervecería haya pasado a convertirse en el ídolo, encaramado en las tarimas de Núrem-berg diseñadas por Speer, no cambia en nada el hecho de que la histeria fuera solamente histeria. Aquello que conocía Hitler no era, entonces, "el arte de la palabra". Lo que conocía era, más bien, la manera de "avivar los fuegos de la cólera" en aquellos a quienes supuestamente se dirigía (Kershaw 153). Sus alaridos contra la oposición, contra los judíos y contra todo lo que no fuera teutón, puestos en sencillas y cortas frases, servían poco más que para levantar el delirio de persecución y, con éste, el odio. Del lado de una audiencia ávida de ser conducida, no tanto hacia la formación de un juicio como hacia el fanatismo, esos alaridos producían fácilmente el efecto esperado, y ese efecto era, justamente, minar en la audiencia la capacidad para formarse un juicio.


La persuasión en sociedades degradadas

Las rígidas estructuras de organización social que sirvieron de base a la formación de los sistemas totalitarios en el siglo pasado no fueron -según Hannah Arendt-, estrictamente hablando, organizaciones políticas:

    The result was that the majority of their membership consisted of people who never before had appeared on the political scene. This permitted the introduction of entirely new methods into political propaganda, and indifference to the arguments of political opponents [.] Therefore they did not need to refuse political opposing arguments and consistently preferred methods which ended in death rather than persuasion, which spelled terror rather than conviction (Arendt 1994, 10).

En la primera parte de la Retórica Aristóteles afirma que los temas sobre los que versan los discursos de los oradores son siempre objeto de controversia. Cuando se dirige a su auditorio, un buen orador no puede más que tener esto claro. Si sabe ser un buen orador, asume como condición de su fuerza persuasiva el hecho de que hay opiniones que son contrarias a aquella sobre la cual pretende persuadir (RET 1354a 39-32). La retórica, en esta medida, presupone una condición de pluralidad que es claramente negada en un orden social degradado. La relación entre Speer y Hitler es paradigmática de este tipo de orden social. Cuando afirmo que Albert Speer no sólo fue uno de los hombres más cercanos a Hitler, antes y durante la guerra, hago referencia al hecho de que él era nada más que uno entre los millones de alemanes fascinados a los que se refiere Arendt. La condición para la fascinación es, justamente, no haber aparecido nunca antes en un escenario político; nunca antes haber tenido que refutar un argumento político. Speer es, una vez más, un buen ejemplo de esta suerte de frivolidad. En sus propias palabras: "[Yo era] por encima de todo [...] un arquitecto" (Speer 2001, 43), "[estaba], convencido, [como] los demás camaradas del Partido, de que la política era demasiado complicada"; "no había elegido al NSDAP" (Speer 2001, 40). En esas condiciones, entonces, difícilmente sabría él quién era, realmente, Hitler (es decir, si era sensato, virtuoso y benevolente); no sabría cuál podría ser la fuente de su confianza ciega en él; no sabría, en últimas, qué sentido podría tener lo que decía. Si esto es así, difícilmente sabría él, también, a qué respondía aquello que él mismo llamó "arte de hablar en público"; en sus propios términos, no sabría a qué respondían esos silencios, esas pausas y esa serie de incitaciones a sentir ciertas pasiones (Sereny 1995). Speer estaba bien informado quizás sobre el renombre y la fama de un soldado que se había dispuesto para salvar a Alemania. Al parecer, es poco más que a esas condiciones de superficialidad en la información que tenía Speer sobre Hitler a lo que se refiere Arendt cuando habla de la fascinación. Para ella, lo que sigue a esas condiciones, en un contexto en el que son generalizadas, es la elección de "otros métodos"; unos métodos que terminan por acercarse más a la violencia que a la persuasión.

Vuelvo ahora a la cita a la que hice referencia al comienzo de este texto. Dice C.D.C. Reeve: "In an ideal city rhetoric has a minimal role to play, in a very corrupt one it has dressed itself up as politics and taken control" (Reeve 1996, 203). En el artículo del cual tomo esta afirmación, ella está antecedida por una serie de remisiones a la Ética a Nicómaco y a la Política de Aristóteles. A través de estas remisiones el autor del artículo pretende dar unidad a los tres textos de Aristóteles; es decir, a la Ética, a la Política y a la Retórica. Reeve sigue a la Ética a Nicómaco para sostener que en sociedades degradadas alguien como un "agitador de cervecería" puede, muy fácilmente, aparecer ante su audiencia como si fuera un político, aun cuando no lo sea. Dado lo que he dicho sobre la relación que hay para Aristóteles entre los tres tipos de persuasión, el autor no sigue, me temo, a Aristóteles cuando afirma que en las sociedades así descritas la retórica tiende a separarse de la política hasta convertirse, ya sea en una suerte de adulación charlatana, o en pura demagogia (Reeve 1996). Si, como lo afirma también el autor, en sociedades degradadas la retórica se viste de política hasta tomar su lugar, entonces la retórica podría ser, dadas las circunstancias, equivalente a la agitación o a la charlatanería, y, por lo tanto, en determinados contextos, ser un orador sería lo mismo que ser un agitador o un charlatán.

Como vimos, para Aristóteles "persuadir a alguien de algo" significa conseguir que ese alguien se forme un juicio sobre algo. Vimos también de qué modo, según él, la retórica es un arte. ¿Cómo puede, entonces, la retórica, en determinados contextos, llegar a ser lo mismo que la charlatanería o la agitación? En efecto, la ética, según Aristóteles (1985), forma parte de la política (EN 1094b 10-14). Más aun, es verdad también que, para él, la "facultad de las palabras" puede ser puesta al servicio de propósitos injustos (RET 1355b 1-5). Pero ¿equivale, según Aristóteles, la facultad de las palabras a la retórica? Al parecer, éste no es el caso:

Y si [alguien sostiene que] el que usa injustamente de esta facultad de la palabra puede cometer grandes perjuicios, [se deberá contestar que], excepción hecha de la virtud, ello es común a todos los bienes y principalmente a los más útiles, como son la fuerza, la salud, la riqueza y el talento estratégico; pues con tales [bienes] puede uno llegar a ser de gran provecho, si es que los usa con justicia, y causar mucho daño, si lo hace con injusticia (RET 1355b 1-5).

Si bien, según Aristóteles, las palabras pueden ser puestas al servicio de propósitos injustos, ¿puede decirse lo mismo acerca de la retórica? ¿Hay retórica incluso allí donde no se cumplen las condiciones para que quien habla consiga formar un juicio sobre algo entre aquellos a quienes dirige su discurso? La conclusión de Reeve (1996) sobre la que he llamado la atención sugiere que hay retórica también cuando la forma como se habla desplaza el contenido de lo que se dice. Hemos visto que no hay retórica allí donde la forma como el hablante se expresa desplaza el contenido de lo que él dice; en términos de Aristóteles, "el discurso mismo". He tratado de mostrar esto atendiendo, entre otras cosas, a las afirmaciones que hace Martha Nussbaum (1996), en el sentido de que para Aristóteles las creencias están indisolublemente ligadas a las condiciones afectivas en las que tiene lugar el discurso, de un modo que son las primeras las que determinan las condiciones en las que estas últimas tienen lugar. De ser esto cierto, no podría ser verdad que en órdenes políticos degradados la retórica asciende hasta tomar el lugar de la política. La pregunta que surge de esta serie de hipótesis es, entonces, la siguiente: ¿estaría Aristóteles de acuerdo tanto con la sugerencia como con la conclusión de Reeve? De nuevo, como lo admite Aristóteles, las palabras pueden ser puestas al servicio de causas injustas. Esto, sin embargo, no significa que lo mismo pueda decirse sobre la retórica. Usar las palabras con un propósito perverso o usarlas en el vacío, por más empeño que se ponga en ello, es, para Aristóteles, muy distinto a valerse del arte de la retórica para hacer lo mismo.

Mi idea de acercar la definición que da Aristóteles del "arte de la retórica" al sentido que Arendt atribuye al término "juicio" responde justamente a la intención de mostrar que allí donde no hay una disposición para formarse -o para buscar que se forme en otro un juicio sobre lo que se dice-, tampoco hay, en estricto sentido, persuasión. La relación entre Albert Speer y el Führer es un buen ejemplo de ello. Como vimos, un conjunto de palabras no equivale, sin más, a un juicio. Un juicio, en el contexto de la política, es la expresión de una suerte de disposición para la vida en común; la disposición para tomar distancia sobre lo que se afirma o sobre lo que se escucha. En términos generales, un juicio, en este contexto, es la expresión más visible de la capacidad de discernimiento, y con ello, de la capacidad de vincular las propias creencias a una serie de compromisos (Nussbaum 1996). En la medida en que una determinada audiencia carezca de esta capacidad, no hay lugar a ninguna forma de persuasión. Allí donde esa capacidad es pasada por alto por quien habla y es pasada por alto en nombre de algo que no es la política, falta también el orador.

El núcleo de mi argumento contra la conclusión de Reeve reside justamente en aquello que, según entiendo, es el sentido atribuido por Aristóteles al término "persuasión". Con las referencias a la relación entre Hitler y Speer he intentado mostrar que allí donde no hay persuasión no hay retórica, y tampoco hay orador; justamente porque donde se ha suprimido la capacidad para formarse un juicio, donde la mentira es hiperbólica y el desdén por los hechos es contagioso, no hay nada sobre lo cual persuadir. Si, como parece ser el caso, Reeve está de acuerdo conmigo en que este tipo de mentira y este tipo de desdén son justamente parte de lo que define a un orden social degradado, entonces, yo no podría estar de acuerdo con él en que en los órdenes sociales degradados la política ha sido sustituida por la retórica. Si, según la definición de Aristóteles, la retórica es el arte de la persuasión, entonces en un orden social degradado no es la retórica lo que reemplaza a la política. En un orden social degradado, en efecto, bien puede haber algo que se vista de política. Sin embargo, ese algo difícilmente es la retórica. En ocasiones como la que he descrito sobre el contexto social de la Alemania nazi, lo que reemplazó a la política fueron la fascinación, el embelesamiento y el culto a una imagen.


Comentarios

* El texto hace parte de los resultados del proyecto "Moral y sociedad" que fue presentado por el grupo Relativismo y Racionalidad, ante la Dirección de Investigaciones de la Universidad Nacional, en la Convocatoria 2010 para financiar proyectos de investigación. Agradezco a Catalina González, a María del Rosario Acosta y a Ignacio Ávila por sus comentarios a una versión anterior de este texto. Agradezco también a los pares evaluadores designados por la Revista de Estudios Sociales por sus comentarios y sugerencias.

1 Este título corresponde a la edición en español del original: Albert Speer: His Battle with Truth (Sereny 1995). Ver Sereny (1996). Las citas de este texto son tomadas de la versión original, en inglés.

2 Énfasis añadido.

3 En la Retórica Aristóteles hace referencia al hecho de que una descripción precisa de estos tres elementos remite a "los análisis de las virtudes" (RET 1378a 15-20). Creo que en el contexto de este trabajo no es necesario llevar a cabo esa descripción.

4 Énfasis añadido.


Referencias

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Fecha de recepción: 9 de abril de 2012 Fecha de aceptación: 8 de agosto de 2012 Fecha de modificación: 29 de agosto de 2012