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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.46 Bogotá mayo/ago. 2013

 

Solidaridad e insolidaridad en el constitucionalismo contemporáneo: elementos para una aproximación*

Gerardo Pisarello

Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, España. Profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, España. Entre sus últimas publicaciones están (en colaboración con Jaume Asens): No hay derecho(s). La ¡legalidad del poder en tiempos de crisis. Barcelona: Icaria, 2012; y Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo democrático. Madrid: Trotta, 2011. Correo electrónico: gerardo.pisarello@ub.edu

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.09


RESUMEN

Este artículo presenta algunos rasgos de la relación entre solidaridad e insolidaridad en el constitucionalismo moderno y contemporáneo. Para ello, se rastrean las condiciones de emergencia de las nociones de "solidaridad", en el marco de la Revolución Francesa, y de "solidarismo", en el contexto de las críticas al constitucionalismo liberal conservador del último tercio del siglo XIX. Se comentan algunos sentidos que la categoría de solidaridad adquiere en diferentes variantes de constitucionalismo social a lo largo del siglo XX y se procura mostrar las perversiones, cuando no el abandono, del principio de solidaridad como resultado de la expansión, en las últimas décadas, del constitucionalismo neoliberal. A partir de la crítica a esta concepción, se apuntan algunas condiciones para el surgimiento de un nuevo constitucionalismo solidario, fraternal y democrático, capaz de proyectarse en las relaciones públicas y privadas, dentro y más allá de las fronteras estatales.

PALABRAS CLAVE

Constitucionalismo, solidaridad, fraternidad, derechos sociales, democracia.


Solidarity and Lack Thereof in Contemporary Constitutionalism: Elements for an Approach

ABSTRACT

The purpose of this paper is to point out some features of the relationship between solidarity and lack of solidarity in modern and contemporary constitutionalism. In order to do that, the article traces the historical emergence of two distinct notions: that of "solidarity", in the context of the French Revolution, and that of "solidarism", used as a reaction to the late nineteenth century conservative constitutionalism. After that, the paper discusses the uses of "solidarity" in the various kinds of social constitutionalism that existed throughout the twentieth century. Thirdly, it attempts to show the perversions, if not the neglect, of the idea of solidarity in what might be called neoliberal constitutionalism. After offering a brief critique of this approach, the article tries to explore the conditions for the emergence of a new kind of constitutionalism founded on democratic solidarity and fraternity. In comparison with its previous versions, this constitutionalism should be able to project it basic features in public and private relationships, within and beyond state borders.

KEY WORDS

Constitutionalism, solidarity, fraternity, social rights, democracy.


Solidariedade e insolidariedade no constitucionalismo contemporâneo: elementos para uma aproximação

RESUMO

Este artigo apresenta algumas características da relação entre solidariedade e insolidariedade no constitucionalismo moderno e contemporâneo. Para isso, monitoram-se as condições de emergência das noções de "solidariedade", no marco da Revolução Francesa, e de "solidarismo", no contexto das críticas ao constitucionalismo liberal conservador nas últimas décadas do século XIX. Comentam-se alguns sentidos que a categoria de solidariedade adquire em diferentes variantes do constitucionalismo social ao longo do século e procuram-se mostrar as perversões, quando não o abandono, do princípio de solidariedade como resultado da expansão, nas últimas décadas, do constitucionalismo neoliberal. A partir da crítica a esta concepção, apontam-se algumas condições para o surgimento de um novo constitucionalismo solidário, fraternal e democrático, capaz de projetar-se nas relações públicas e privadas, dentro e fora das fronteiras do estado.

PALAVRAS CHAVE

Constitucionalismo, solidariedade, fraternidade, direitos sociais, democracia.


Introducción: en busca de la solidaridad perdida

La tensión entre solidaridad e insolidaridad atraviesa la historia del constitucionalismo moderno y contemporáneo, aunque no de manera unívoca. En ocasiones, el principio de solidaridad aparece como una aspiración emancipatoria, dirigida a articular ciertas categorías de sujetos en situación de vulnerabilidad y a impulsar relaciones igualitarias, no jerarquizadas, en distintas esferas sociales. En otros supuestos, en cambio, su utilización adquiere un sentido más bien compensatorio, como exigencia de equilibrio, aunque no necesariamente de remoción de las desigualdades existentes. A diferencia de la solidaridad, la insolidaridad no es una categoría explícita. Sin embargo, desempeña un papel estructural en ciertas concepciones jurídico-políticas que niegan el principio de solidaridad o que le otorgan un papel residual, subordinado a lógicas competitivas y excluyentes.

Las diversas declinaciones del principio de solidaridad permiten ligarlo también a diferentes movimientos y tradiciones constitucionales. A concepciones constitucionales radicalmente democráticas, inspiradas en valores cercanos como el de la fraternidad moderna, laica. Pero también, a perspectivas democráticas más limitadas, e incluso conservadoras, inspiradas en la necesidad de paliar o de compensar ciertas desigualdades políticas y económicas, pero sin plantear su erradicación. En ambos casos, el principio de solidaridad no opera como un principio aislado. Actúa más bien como un elemento que permea el conjunto del marco constitucional, así como los derechos, los deberes de los particulares y las obligaciones de los poderes públicos que en él se estipulan.

La irrupción del solidarismo en el marco de la crítica al constitucionalismo liberal conservador

En un sentido jurídico, el uso del término "solidaridad" se remonta a la obligatio in solidum con la que el derecho romano designaba la responsabilidad compartida de los miembros de una familia o comunidad por las deudas comunes (Arango 2012, XXXIII). A partir de los siglos XVIII y XIX, esta noción de ligamen común, de responsabilidad mutua entre individuos y sociedad, comienza a trascender el ámbito del derecho para extenderse a otros campos de la política o de la moral. En un primer momento, lo hace vinculada al concepto de fraternidad, tal como éste se configuraría en las corrientes democráticas, laicas, surgidas en la Revolución Francesa. Uno de los primeros en atribuirle este uso fue el saintsimoniano Pierre Leroux, en las primeras décadas del siglo XIX. En Leroux, la noción de solidaridad adopta un sentido similar al de fraternidad y se articula como un llamado a la refundación de los lazos sociales y a la eliminación republicana de las jerarquías que amenazan con llevar el despotismo a las relaciones políticas, económicas e, incluso, familiares. Así entendida, la solidaridad se presenta como el soporte de un nuevo ideal emancipa-torio, en cuya formulación Leroux tiene un papel igualmente destacado: el del socialismo democrático.1 Este ideal reclama el estrechamiento de los vínculos entre todas las clases domésticas -el llamado cuarto estado popular- y exige la extensión del principio de igualdad y de la propia democracia a todos aquellos ámbitos en los que puedan persistir relaciones despóticas públicas o privadas, es decir, patriarcales-patrimoniales.

La derrota del programa republicano democrático en 1848 y 1871 trajo consigo el eclipse del concepto emancipador de fraternidad. Éste continuó funcionando como lema oficial de la III República, pero perdió su radicalidad. Fue en este contexto, precisamente, cuando el concepto de solidaridad comenzó a abrirse camino, no tanto como ideal de emancipación radical, sino como exigencia de corrección, de moderación de los desequilibrios y desigualdades a los que conducían las relaciones capitalistas dominantes. El solidarismo, en realidad, encontró cabida tanto en concepciones laicas como religiosas. Estas últimas podían no ser democráticas, pero ambas compartían su crítica al liberalismo conservador y aceptaban algunas reformas en el capitalismo de fin de siglo.

El liberalismo doctrinario, en efecto, había impregnado buena parte de las concepciones jurídico-constitucionales dominantes tras la caída de la república jacobina y el derrumbe del imperio napoleónico. Buena parte de sus preocupaciones encontraron temprana expresión en la Constitución francesa de 1795. Concebido explícitamente como reacción a la Constitución de 1793, el texto de 1795 se cimentaba en tres elementos: la restricción censitaria de los derechos políticos, la conversión del derecho de propiedad privada y de la libertad de industria en derechos tendencialmente absolutos, y por tanto, en privilegios; y el bloqueo de cualquier extensión de los derechos sociales que pudiera alterar el orden vigente (Domènech 2004; Herrera 2009). Esta concepción del constitucionalismo y de los derechos pretendía ser una alternativa tanto al absolutismo monárquico (y religioso) como a los movimientos democrático-populares articulados en torno a la noción de fraternidad. Y anticipaba lo que serían los ejes principales del derecho napoleónico y del liberalismo doctrinario imperante durante buena parte del siglo XIX.

La concepción liberal partía de un individualismo tan radical como abstracto. Presuponía la existencia de individuos iguales y libres, que no mantienen lazos asociativos entre sí y que se limitan a intercambiar bienes en el mercado, incluida su fuerza de trabajo. Esta centralidad del sujeto individual era fundamental, ya que presuponía la ausencia de estamentos, asociaciones o fundaciones. La idea de sujeto sobre la que giraba el orden jurídico era la de un sujeto unitario -ni noble ni plebeyo, ni campesino ni mercader, ni rico ni pobre- que se expresaba ante todo a través de la propiedad y del contrato. El derecho a la propiedad privada individual, tal como se concibe en el Code Napoléon de 1804, y la libertad de contratación, fundamental en la consideración del trabajo dependiente y autónomo como simple locación de obra, aparecían como pilares de esta concepción jurídica. En ella, el papel de los propios poderes públicos quedaba claramente delimitado: su función era garantizar el cumplimiento de los contratos y orientar el aparato coactivo a la defensa del orden público, preservando la esfera privada patrimonial libre de cualquier injerencia que pudiera amenazar su reproducción.

Esta concepción individualista, en todo caso, no sólo se definía positivamente. Se asentaba, también, en el rechazo a cualquier aspiración colectiva que pudiera desafiar unas jerarquías económicas y políticas que, si bien existían en el plano material, eran negadas en términos formales. De ahí que implicara una renuncia abierta a la fraternidad o a la solidaridad entendidas como llamado a la articulación de las clases domésticas contra dichas jerarquías.

Como se ha apuntado de manera certera, el principio de solidaridad estaba ausente del constitucionalismo liberal doctrinario porque su fundamento implícito era el opuesto: la insolidaridad y el rechazo a cualquier articulación colectiva del demos que pudiera poner en riesgo el orden existente (de Cabo 2006).2 La expresión solidarismo, de hecho, se acuñaría por oposición al insolidarismo y al individualismo abstracto que habían dominado las relaciones económicas y jurídicas de buena parte del siglo XIX. Es entonces, en un contexto de importantes cambios en el propio capitalismo, cuando la solidaridad abandonó el ámbito de los valores morales y políticos para convertirse también en un principio jurídico. Esta transformación adquirió un sentido contradictorio. Como consigna política, la solidaridad mantuvo su fuerza emancipatoria entre algunos movimientos -como el anarquismo- que la seguían considerando un principio incompatible con la expansión de las relaciones capitalistas. En el mundo jurídico, en cambio, su significado dominante fue el de una exigencia compensatoria, de moderación de las desigualdades, pero en ningún caso de remoción radical de las mismas.

Como se apuntaba antes, esta irrupción de la solidaridad como principio jurídico coincidió con el eclipse de la fraternidad republicana y con los profundos cambios experimentados por el capitalismo en la segunda mitad del siglo XIX. Estos cambios incluyeron la aparición de algunos actores decisivos, como la macroempresa y el gran empresario, cuya posición de primacía sobre el trabajador condicionó de manera decisiva las relaciones jurídicas. Esta asimetría, en efecto, agudizó las desigualdades materiales y tornó cada vez más insostenible la ficción de la igualdad formal.3 Pero no fue absoluta. El proceso de concentración de las formas de producir también favoreció la convivencia continuada de los propios trabajadores en la empresa, lo que abrió paso a nuevas formas de articulación política y sindical entre ellos. La posibilidad de comunicación entre los explotados propició la aparición de movimientos socialistas, comunistas y libertarios con distintas propuestas de superación del orden burgués constituido. En ellas, la consigna de la solidaridad, entendida como solidaridad obrera, cobró un sentido emancipatorio y fue vista como un llamado a la eliminación de jerarquías en la esfera política y económica similar al que la fraternidad había comportado en los inicios del constitucionalismo republicano democrático.

Solidaridad y fraternidad eran, en otras palabras, cuentas de un mismo hilo rojo, conceptos que se alternaban o se superponían para designar una misma aspiración: la convergencia de las clases domésticas con el propósito de barrer las jerarquías económicas y políticas generadas por las relaciones capitalistas, tanto en el orden nacional como en las relaciones internacionales.4

No fue ésta, en todo caso, la única, ni siquiera la principal manera en la que la noción de solidaridad se abrió camino en la segunda mitad del siglo XIX. Junto a las concepciones emancipatorias, también despuntaron otros usos más moderados e, incluso, conservadores. Estos usos denunciaron, al igual que las perspectivas emancipatorias, la injusticia y la obsolescencia de ciertos presupuestos del orden liberal burgués. Pero no se plantearon derrocarlo, sino introducir cambios desde dentro del propio sistema que limaran sus aristas más excluyentes y desigualitarias. Esta propuesta de cambio desde adentro, moral, pero sobre todo jurídica, tenía su explicación histórica. Cuando el movimiento obrero agudizó su crítica democrática al capitalismo liberal, una parte de la oficialidad burguesa optó por ignorar dichas críticas y por volcar el poder punitivo del Estado a la represión de la disidencia y de los sujetos considerados peligrosos. Pero hubo otros sectores que postularon la necesidad de responder, dentro de ciertos límites, a las expectativas y exigencias del proletariado. Para ello, admitieron la necesidad de atenuar los desequilibrios sociales excesivos y abogaron por una intervención del Estado en el plano económico y social capaz de garantizar ese objetivo.

Las propuestas reformistas podían caber sin problema en el programa paternalista de Estados con connotaciones absolutistas, e incluso apelar a concepciones religiosas reacias a cualquier igualitarismo radical. Éste fue el caso de la legislación aprobada en la Alemania de Bismarck y en otros países de Europa en ámbitos como los accidentes laborales, el trabajo de los menores y de las mujeres, la higiene y la seguridad en las fábricas, los seguros de vejez o invalidez o los procedimientos de arbitraje entre patrones y obreros. Su propósito no era facilitar la confluencia democrática de los trabajadores a través de la ampliación de sus derechos políticos. Por el contrario, de lo que se trataba era de introducir, desde el Estado, un cierto equilibrio en las relaciones laborales, con el objetivo de desactivar las exigencias más radicales y de mantener, así, el orden constituido.

Con frecuencia estas intervenciones se hicieron en nombre de la solidaridad, pero su función era otra. No se trataba, ya, de una apelación a la hermandad de las clases y grupos subalternos, sino más bien a la empatía, a la caridad, o a una cierta responsabilidad de las clases y los grupos dominantes. La prohibición del abuso de derecho, el reconocimiento de la buena fe contractual y la asunción de criterios de responsabilidad objetiva en el derecho civil eran un reflejo de esta tendencia correctora, compensadora. Más que una solidaridad intraclase, la solidaridad compensatoria era una solidaridad entre clases, de ricos a pobres, de opulentos a miserables, que pretendía corregir situaciones abusivas, antes que superar las jerarquías socialmente fijadas. Para las lecturas más exigentes, esta noción de solidaridad se imponía como una devaluación de la fraternidad republicana (Debray 2009, 20). Para ello, rescataba temas propios de la fraternidad paulina, como la apelación genérica a la caridad entre hermanos, que lo son no por las relaciones horizontales que mantienen entre sí sino por su filiación común en relación con un mismo padre.

Esto explica, de hecho, el protagonismo que la solidaridad de matriz religiosa adquiriría en voces como las del obispo de Maguncia, Wilhelm Emmanuel von Ketteler, o en algunas encíclicas papales, como la RerumNovarum, de León XIII, de 1891.5

En el ámbito jurídico, el solidarismo aparecería vinculado a nombres como los del procesalista austríaco Anton Menger o el publicista francés Léon Duguit. Este último, de hecho, se había formado con el padre de la distinción entre solidaridad mecánica y orgánica, el sociólogo Émile Durkheim. A pesar de las diferencias que pudieran tener entre sí, los juristas solidaristas tendían a compartir sus críticas a la visión liberal del mundo. De entrada, la consideraban una concepción poco realista de las relaciones sociales, inspirada en un individualismo abstracto, atomístico, que minimizaba el papel de las interacciones colectivas. En respuesta a este sesgo, autores como Duguit postulaban la necesidad de partir, por el contrario, de la interdependencia entre los sujetos y de la complejidad social. Junto al sujeto individual -pilar básico del simplista orden burgués y garantía de su reproducción-, los solidaristas proponían dar entrada a un yo colectivo -los trabajadores o los consumidores como miembros de una colectividad organizada- que condicionaba de manera decisiva la vida social. Este punto de partida suponía un ataque a la línea de flotación de las concepciones liberales que, con su individualismo, proporcionaban numerosos elementos de justificación a la acumulación de propiedad y de recursos que se producía ante sus ojos. Para el solidarismo, lo que se apuntalaba con estos presupuestos era un derecho de clase, de minorías. Frente a ello, postulaba que el derecho privado se volviera más social, protegiendo la parte débil de los contratos y proscribiendo los ejercicios abusivos de los derechos patrimoniales.

Esto exigía, también, poner de relieve la inadecuación de la locación de obra romana para expresar la complejidad y la riqueza de la relación laboral, anticipando o acompañando de ese modo el surgimiento del derecho laboral.6 En el esquema solidarista, no sólo contaban los derechos, sino también los deberes, unos deberes que no se atribuían de manera homogénea a todos los individuos, sino en razón de su posición en el mercado y en la sociedad.7 Así, el derecho de propiedad privada pasaba a ser visto como una función social, es decir, como fuente no sólo de facultades sino de obligaciones, comenzando por la de no ejercerlo de manera antisocial. Y esto se extendía a ámbitos clave, como el laboral o el tributario. Como resultado de ello, el poder de dirección de las relaciones de producción reconocido a los grandes propietarios se veía matizado por su deber de garantizar unas condiciones laborales dignas, del mismo modo que los deberes tributarios se modulaban según la capacidad económica de cada quien, como exigía el principio de progresividad. Muchos de estos puntos de vista, evidentemente, acercaban al solidarismo al socialismo. Pero distaban de ser conceptos equivalentes. El solidarismo podía considerarse, en el mejor de los casos, un socialismo jurídico, reformista, tan extendido como criticado por los exponentes más radicales del socialismo político.8

El constitucionalismo social, entre la solidaridad como compensación y la solidaridad como emancipación

No sin tensiones, las versiones compensatorias y emancipatorias de la solidaridad y de la fraternidad confluyeron en las diferentes versiones del constitucionalismo social que se desarrollaron en el siglo XX. Su presencia fue relevante en el constitucionalismo social de entre-guerras, surgido de las revoluciones mexicana y rusa y de las repúblicas alemanas, austríaca o española, y en el constitucionalismo social construido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. En cierto modo, se podría decir que en el constitucionalismo social de entreguerras las nociones compensatorias y emancipatorias de la solidaridad convivieron en una suerte de equilibrio inestable. Este equilibrio se quebró con la reacción fascista y nazi y con la degradación estalinista de la Unión Soviética. El naufragio, precisamente, de los desarrollos más igualitarios y democráticos de los programas constitucionales de entreguerras contribuyó a que el constitucionalismo social de posguerra se articulara sobre bases diferentes. En ellas, el sentido compensatorio del principio de solidaridad desplazaría progresivamente al emancipatorio hasta confinarlo en un lugar subordinado en el conjunto del sistema constitucional.

Tanto la Revolución Mexicana como la Revolución Rusa se vieron a sí mismas como continuadoras del impulso democrático fraterno generado más de un siglo antes por la Revolución Francesa. Este vínculo estuvo presente tanto en la elaboración de la Constitución de Querétaro de 1917 como en la Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado, incluida como preámbulo de la Constitución soviética de 1918.9Ambos textos ligaban la solidaridad y la fraternidad a la recuperación del programa republicano de expansión de los derechos políticos y sociales de las capas populares, obreras y campesinas, nacionales y extranjeras.10 La Constitución mexicana lo hacía a través de cláusulas incisivas de limitación de la propiedad privada de los grandes medios de producción, como la tierra (artículos 27 y 123). La soviética, decretando su abolición y apostando de manera explícita por una sociedad sin clases, sin opresores ni oprimidos.11 Los elementos de compensación y los de emancipación convivieron en un equilibrio inestable también en el constitucionalismo republicano que se desarrolló en Alemania o España. En una línea más cercana al caso mexicano, los marcos constitucionales que se establecieron en estos países eran sociales, más que socialistas, aunque no cerraban un posible desarrollo en este sentido. En el texto de Weimar de 1919, el compromiso entre objetivos compensatorios y emancipatorios se explicaba por las diversas corrientes -corporativistas, cristianas, liberales, socialistas- que habían incidido en su elaboración.12 El texto constitucional no hacía mención expresa de la solidaridad, pero preveía novedosas formas de articulación y cooperación entre los trabajadores, además de reconocer nuevos sujetos colectivos como los partidos, los comités de empresa o los sindicatos. La Constitución republicana española de 1931 presentaba una estructura similar, aunque evocaba la solidaridad de forma explícita, al igual que la mexicana, al estipular los objetivos básicos de la educación pública (artículo 48). Aunque no evocara la expresión de manera literal, el compromiso del constitucionalismo republicano de entreguerras con una concepción robusta del principio de solidaridad era evidente. Ampliaba las vías de articulación colectiva de los sujetos vulnerables. Contemplaba, junto a la extensión del sufragio universal, vías de participación directa de las clases populares en las instituciones y fuera de ellas. Incluía, por primera vez, un elenco sistemático de derechos sociales. La contrapartida de ese reconocimiento era la apuesta por una constitución económica y tributaria ambiciosa. Se preveían mecanismos incisivos de intervención pública en la economía con fines correctores. Los deberes tributarios se supeditaban a la capacidad contributiva, y la protección de la propiedad privada, al cumplimiento de su función social, al tiempo que se contemplaban vías audaces para la socialización de la economía.13

El nazismo y el fascismo plantearon la neutralización y el desarme radical de este programa constitucional. Si la solidaridad democrática incluía la idea de conflicto, de lucha por la universalización de los derechos y contra los privilegios, la solidaridad corporativa fascista consideraba su negación como un requisito indispensable para el mantenimiento del orden social.14 El fascismo criticaba el individualismo liberal, pero lo hacía desde premisas corporativas, estamentales, reacias a cualquier articulación democrática y plural de los colectivos vulnerables. En su práctica, el fascismo y el nazismo se ocuparon de quebrar cualquier lazo de solidaridad emancipatoria entre los trabajadores: declararon ilegal la huelga, barrieron todo vestigio de libertad sindical, estatizaron el derecho laboral y llevaron a la empresa el Führerprinzip, es decir, la idea de que ésta constituía una comunidad formada por un jefe -el empresario- al que los operarios quedaban subordinados por un férreo vínculo de obediencia.15

Esta experiencia y la pronta irrupción de la Guerra Fría llevaron al constitucionalismo social de posguerra, sobre todo en Europa, a moderar sus objetivos emancipatorios y a priorizar los compensatorios.16 Esto suponía desactivar aquellas cláusulas que podían conducir a la transformación radical o a la superación de las relaciones capitalistas, para priorizar las que se ceñían a regular su funcionamiento en un sentido más equitativo. Esta aceptación del capitalismo como horizonte política y jurídicamente insuperable no sólo comportaba una renuncia a objetivos igualitarios más radicales, sino también una contención del propio principio democrático. Se consagraron, así, derechos políticos y sindicales amplios, pero se priorizaron las vías representativas, en detrimento de la participación directa, y se reforzó el papel del Ejecutivo y de los tribunales constitucionales. Asimismo, se introdujeron límites a la propiedad privada, pero en un marco constitucional que, al aceptar la economía de mercado, renunciaba a la democratización plena de la empresa capitalista.17

Si la solidaridad, en todo caso, ganó espacio en el ámbito de los ordenamientos internos, también logró proyectarse en la esfera internacional. La Declaración de Filadelfia de 1944 y la Declaración de Derechos Humanos de 1948 procuraron sentar las bases de un marco universalizable en el que la solidaridad y la fraternidad traspasaran las fronteras.18 Este propósito se vería reforzado con el despliegue de las luchas anticolonialistas y con el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de los pueblos, primero, y del derecho al desarrollo. Sin embargo, permanecería atenazado por las exigencias de la Guerra Fría y por los intereses neoimperiales en disputa.

En realidad, ni el lenguaje de la fraternidad ni el de la solidaridad tuvieron un papel relevante en las constituciones aprobadas en la posguerra inmediata. La Ley Fundamental de Bonn de 1949 no los mencionaba, y la francesa de 1946 apenas lo hacía de manera tangencial en su Preámbulo. Sólo la italiana de 1948 estipulaba en su artículo 2 que la república reconocía y garantizaba los derechos inviolables del hombre, así como "el cumplimiento de los deberes inderogables de solidaridad política, económica y social".19 Esto no quiere decir que las posibilidades de articulación de los trabajadores y otros colectivos vulnerables desparecieran, ni que se dejaran de contemplar mecanismos públicos de intervención equilibradora en las relaciones productivas o de consumo. Por el contrario, el propio principio del Estado "social", presente en muchos textos de esta época, ya implicaba una voluntad tuitiva de los colectivos más débiles y un compromiso corrector de ciertas desigualdades por parte de los poderes públicos.20 Lo cierto es que cuando la solidaridad aparecía consagrada explícitamente como principio jurídico, lo hacía básicamente en dos sentidos. A veces, para designar la responsabilidad común de ciertos agentes públicos -así, por ejemplo, cuando se hablaba de la "responsabilidad solidaria" de los miembros del gobierno-. Pero sobre todo, como una cláusula de habilitación de medidas destinadas a equilibrar situaciones de desigualdad diversas: económicas, sociales, culturales, ambientales o territoriales.

La ofensiva del constitucionalismo neoliberal y las posibilidades de un constitucionalismo republicano, democrático, fraternal y solidario

Ahora bien, si la solidaridad, implícita o explícitamente, pasó a formar parte del núcleo del constitucionalismo social generado durante buena parte del siglo XX, lo cierto es que en el último tercio del mismo, buena parte de los principios estructurales que permitieron su despliegue comenzarían a erosionarse. Son numerosos, como es sabido, los factores que contribuirían a este proceso: desde las transformaciones productivas y tecnológicas experimentadas por el capitalismo fordista hasta su creciente mundialización, en un contexto de ascenso de corrientes neoliberales partidarias de su desregulación y desconstitucionalización. A la luz de estos fenómenos, el principio de solidaridad pasaría, en poco tiempo, de ser un elemento corrector de las desigualdades inherentes a las relaciones capitalistas a desempeñar un papel secundario, casi marginal, e incluso, a subordinarse a lógicas de mercado claramente insolidarias, tanto dentro de los estados como en la esfera internacional.

Este proceso comenzaría a ganar visibilidad a partir de finales de la década de 1970. La Constitución portuguesa de 1976, por ejemplo, claramente influida por la Revolución de los Claveles, apenas recogía en su versión original unas pocas menciones a la solidaridad. Llamativamente, a medida que ese rasgo fue perdiendo peso, el principio de solidaridad fue ganando presencia, pero como factor, a menudo, de atenuación de algunos de sus objetivos más ambiciosos. La reforma constitucional de 1989 aparcó el objetivo de transformar la república en una "sociedad sin clases" del art. 1, reemplazándolo por la voluntad de construir "una sociedad libre, justa y solidaria". Asimismo, ésta y otras reformas sucesivas incorporaron previsiones relacionadas con el apoyo estatal a "instituciones particulares de solidaridad social" (art. 63) o a entidades mutualistas, sin carácter lucrativo, cuyo principal objetivo fuera la "solidaridad social" (art. 82.4.d); con la "solidaridad intergeneracional" como objetivo en materia ecológica (art. 66.d); con la solidaridad como objetivo de la educación pública (art. 73) o con el ejercicio por parte de las regiones autónomas de sus competencias fiscales de acuerdo con la "solidaridad nacional" (art. 227.1.;)'). También, en la más moderada Constitución española de 1978 alcanzó la solidaridad una cierta relevancia. Se consagró, por ejemplo, como fundamento de la utilización racional de los recursos naturales (art. 45.2), y sobre todo, como principio de articulación territorial entre las diferentes regiones y nacionalidades internas (art. 2). A partir de esta idea de solidaridad territorial, precisamente, se encomendaba al Estado el establecimiento de "un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español" (art. 138.1), se condicionaba el ejercicio de la autonomía financiera por parte de las Comunidades Autónomas (art. 156.1) y se preveía un Fondo de Compensación destinado a corregir los desequilibrios territoriales (art. 158.2). Este tipo de previsiones acabó por fijar el papel corrector, compensatorio de la solidaridad en el constitucionalismo social. De esa manera, se alejaba de su sentido más propiamente transformador, presente en el constitucionalismo de entreguerras y en las cláusulas más avanzadas del constitucionalismo de posguerra.21 Pero le permitía adquirir, al mismo tiempo, mayor densidad jurídica, y proyectarse en diferentes direcciones: como principio de articulación de vías colectivas de participación y como cláusula de habilitación de intervenciones públicas equilibradoras de diversos tipos de desigualdad.

Naturalmente, todas estas transformaciones no se explican simplemente por los cambios tecnológicos y por las modificaciones operadas en las formas de producción, de consumo o de comunicación. También coinciden con el auge de un liberalismo doctrinario de nuevo cuño que, sobre todo tras el fin de la Guerra Fría y la desregulación de los mercados financieros, iría ganando hegemonía y colonizando diferentes esferas políticas y jurídicas. Este nuevo liberalismo guarda más de un punto de contacto con el liberalismo posnapoleónico. El individualismo abstracto decimonónico, por ejemplo, es reemplazado por la postulación de un homo economicus supuestamente racional y motivado de manera casi unilateral por la maximización de beneficios.

Esta caracterización del individuo justifica la aversión del nuevo liberalismo a las articulaciones colectivas y a las intervenciones públicas correctoras, ambas presentadas como fuente de autoritarismo y de ineficiencia económica.22 Y justifica, a su vez, su programa de reformas constitucionales, basado en tres puntos fundamentales: la limitación de la capacidad de incidencia política de las clases populares, o bien a través de cambios en los sistemas electorales, o bien a través del control de los medios de formación de la opinión pública y de financiación de los partidos; la restricción de los derechos sociales y laborales que integraban el núcleo del constitucionalismo social; y un nuevo blindaje del derecho de propiedad privada y de las libertades de mercado, comenzando por la libre circulación de capitales, mercancías y servicios.23

Este programa ha acabado por penetrar de manera profunda en las constituciones sociales vigentes. A veces, limitando su capacidad normativa, otras, subordinando sus preceptos más garantistas a lógicas privatizadoras o mercantilizadoras.24 La efectividad de esta operación ha venido asegurada por la irrupción, en el ámbito supraestatal, de nuevos marcos constitucionales con un fuerte sesgo antisocial, como los surgidos de los llamados Consensos de Washington y de Bruselas. La hegemonía de este constitucionalismo neoliberal ha producido significativas mutaciones en el alcance del principio de solidaridad. Éste no ha desaparecido, pero ha pasado a ocupar un papel marginal, cuando no se ha subordinado sin más a lógicas individualistas y privatizadoras. Con arreglo a esta concepción, la solidaridad aparece, de manera creciente, como una actividad voluntaria, supeditada a la buena disposición de los individuos, y reacia, en todo caso, a intervenciones públicas que sólo conducirían a su desnaturalización.25 La deriva experimentada por la Unión Europea en las últimas décadas ofrece un ejemplo notable de esta realidad. La incorporación a los tratados de un derecho de la competición casi ilimitado y de rígidas reglas monetaristas materialmente constitucionales ha conducido a una clara subordinación de la lógica de la solidaridad a las exigencias de la competitividad y del dumping social.26 Esta lógica no sólo ha priorizado los intereses de los grandes inversores y de los Estados que los acogen. También ha contribuido a desactivar las intervenciones públicas correctoras de las actuaciones del mercado y a desarticular los derechos políticos y sociales de las poblaciones más vulnerables.

En este contexto, la solidaridad puede mantenerse como referencia normativa de algunos derechos, como ocurre, por ejemplo, con ciertos derechos sociales y laborales recogidos en la llamada Carta de Niza.27 Pero su función ha experimentado una nueva mutación. Lejos de corregir los abusos provenientes de ciertos poderes económicos, de lo que se trata, en el nuevo esquema, es de garantizar que éstos no sean interferidos de manera excesiva o desproporcionada por intervenciones públicas o por derechos como la negociación colectiva o la huelga.28

Naturalmente, esta patrimonialización de los derechos fundamentales y esta degradación del principio social y democrático no podían dejar incólume el principio del Estado de derecho. Así, junto a su rostro privatizador, el constitucionalismo neoliberal presenta un rostro punitivo y antigarantista, que despliega una política de "tolerancia cero" con los excluidos y con los disidentes, y que no duda en proyectarse en otros ámbito territoriales.29

Si el constitucionalismo neoliberal tiende a marginar el papel correctivo de la solidaridad dentro de los estados, también lo hace en la esfera regional e internacional. En este sentido, los tratados de libre comercio, las cartas de recomendación de las instituciones financieras y los programas de ajuste se presentan como dispositivos dirigidos a exportar esta lógica privatizadora y neocolonial en favor de los estados y regiones más fuertes. Esta lógica insolidaria -que tiene en la guerra su expresión acaso más cruda- puede convivir con las apelaciones a la solidaridad presentes en los programas de cooperación, de ayuda al desarrollo, y en numerosos documentos y declaraciones de Naciones Unidas. Pero se trata de una convivencia inestable, en la que el alcance de la solidaridad, o bien se desvanece, o bien se adecua funcionalmente a las estrategias neocoloniales.

Ciertamente, esta deriva antisolidaria y antidemocrática dista de conformar una tendencia uniforme, exenta de contradicciones, resistencias y contratendencias. Por el contrario, si los cambios estructurales y tecnológicos experimentados por el capitalismo financiarizado han contribuido a erosionar las bases tradicionales de la solidaridad, también han generado nuevas condiciones para la articulación cooperativa de los colectivos más vulnerables y para la emergencia de nuevas demandas igualitarias. Según los datos empíricos disponibles, una mayoría significativa de la población mundial vive de relaciones cooperativas, de vecindad, en régimen economía informal. Esta base material está en el origen, por ejemplo, de muchos de los procesos de renovación y refundación constitucional ocurridos en regiones como América Latina en las últimas décadas. Estos procesos han mostrado la realidad, si no de un poder constituyente nuevo, sí de nuevos factores constituyentes colectivos -movimientos indígenas y campesinos, nuevas y viejas expresiones sindicales, clases medias excluidas, trabajadores precarizados y pobres urbanos- con capacidad para regenerar las relaciones políticas, económicas, culturales y jurídicas (de Cabo 2006, 12). Ha sido la alianza solidaria entre este nuevo "cuarto estado", de hecho, la que ha permitido la irrupción progresiva de un nuevo constitucionalismo en el que la solidaridad parece recuperar su papel corrector y compensador, además de incorporar algunas viejas y nuevas aspiraciones emancipatorias. Las referencias a este nuevo constitucionalismo latinoamericano suelen remontarse a la Constitución brasileña de 1988 y a la colombiana de 1991.

Pero se expresa, sobre todo, en las nuevas constituciones de Venezuela, de 1999; de Ecuador, de 2008, y de Bolivia, de 2009. No en vano, estos últimos textos, nacidos de procesos constituyentes caracterizados por un elevado nivel de participación popular, son los que más menciones a la solidaridad contienen en el derecho constitucional comparado. Estas alusiones suelen reflejarse en lo que históricamente han sido las grandes aspiraciones del solidarismo democrático: la expansión de los derechos de participación de los grupos y clases más vulnerables, el reconocimiento de derechos sociales generalizables y la imposición de cargas y deberes específicos a los ejercicios de la propiedad privada y de la libertad de empresa.

La solidaridad, en efecto, aparece en estas constituciones como un elemento definitorio de la forma de Estado, la organización territorial o los valores en los que se inspira el ordenamiento.30 Pero califica, además, las políticas públicas sociales y ambientales,31 la participación32 y los deberes ciudadanos,33 la actividad económica y el desarrollo,34 la seguridad, e incluso unas relaciones internacionales caracterizadas simultáneamente por la aspiración a la integración latinoamericana, por el respeto al derecho de autodeterminación de los pueblos y por el rechazo al colonialismo y a las injerencias ilegítimas, con fines de dominación, en las políticas domésticas.35

Este solidarismo democrático, claramente vinculado a muchas de las exigencias de la antigua fraternidad republicana y del constitucionalismo social más garantista, no apela a una idea etnicista o patriarcal del demos. Por el contrario, exhibe una fuerte preocupación por vincular la solidaridad al respeto de la plurinacionalidad, el antirracismo y el antisexismo. Naturalmente, se trata de un programa constitucional, que, como tal, está expuesto a incumplimientos, distorsiones y demoras en su concreción.36Pero ofrece bases nada desdeñables para la articulación de un constitucionalismo democrático, fraternal y solidario, más allá de las fronteras estatales. No es casual, de hecho, que algunas de sus preocupaciones centrales -desde el gobierno público, social y ecológico de la economía hasta una nueva redistribución vinculada a la satisfacción de derechos, pasando por la profundización democrática- hayan estado en el centro de las movilizaciones indignadas y de algunas propuestas constituyentes que se han ido gestando tras el estallido de la crisis financiera.37 Estas movilizaciones y estos procesos constituyentes que llaman a "ocupar el mundo" contra la actual concentración oligárquica de poder político, económico y mediático convocan a la cooperación entre el 99% de la población mundial, contra la insolidaridad del 1% restante. La fórmula puede resultar excesiva o restrictiva.38 Pero expresa bien un estado de cosas en el que la solidaridad y la fraternidad, concebidas como aspiraciones igualitarias, aparecen como un antídoto necesario, quizás el único, para revertir la degradación violenta a la que el actual capitalismo financiarizado está conduciendo a la humanidad.


Comentarios

* El presente trabajo se elaboró en el marco del Proyecto "La gran fabricación y la invisibilidad de la historia: la recategorización decimonónica de las humanidades, la filosofía política, el derecho y la teoría económica, y algunas de sus consecuencias en el siglo XX", financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad de España (Código: FFI2012-33561).

1 En realidad, Leroux acuñó originariamente el término "socialismo" para el peligro de una planificación abusiva de la sociedad. Más tarde, lo utilizó para designar el ideal de una sociedad capaz de reconciliar los imperativos de la libertad y la igualdad. En 1848, fue candidato por los demócratas socialistas a la Asamblea Constituyente, donde ocupó escaño junto a los montañeses. Defendió a los insurgentes de junio, padeció el exilio y murió al tiempo que estalló la Comuna de 1871, que envió dos representantes a sus exequias.

2 La demofobia, el rechazo de las multitudes pobres, fue un rasgo central del aristocratismo y del liberalismo doctrinario del siglo XIX. Ya en 1791, en un debate en la Asamblea Nacional Constituyente, Isaac Le Chapelier justificó sin tapujos su oposición a los clubes y agrupaciones populares surgidos al calor de la revolución: "Vamos a hablaros de esas sociedades que el entusiasmo por la libertad ha formado [...] Como todas las instituciones espontáneas que los motivos más puros concurren a formar, y que bien pronto se desvían de su fin [...] estas sociedades populares han tomado una especie de existencia política que no deben tener. Mientras duró la Revolución, ese orden de cosas fue casi siempre más útil que perjudicial [...] Pero ahora que la Revolución ha terminado [.] hace falta para la salud de esta Constitución que todo vuelva al orden más perfecto [...] Destruidlas y habréis eliminado el freno más potente a la corrupción". Con el crecimiento y la organización de las clases obreras y populares, esta demofobia se tradujo en el despliegue de una severa política punitiva contra los grupos considerados "peligrosos". Esta política antigarantista incluía la pena de muerte para los criminales graves (asesinos) y para los disidentes (como en la Comuna de París). Para el resto de población molesta se recurrió a otras formas de control y disciplinamiento: el encierro en prisiones, los juicios interminables, la expansión de la prisión preventiva o provisional, e incluso la deportación. En la periferia, esta concepción tuvo su correlato en un colonialismo y un racismo implacables. En América Latina, las oligarquías locales vinculadas a los intereses centrales sancionaron constituciones y códigos penales con algunos elementos garantistas, primero, y "peligrosistas", más tarde, copiados de Estados Unidos y Europa, respectivamente. Al respecto, ver Zaffaroni (2009, 45 y ss.).

3 Esta desigualdad y la primacía de la máquina sobre el trabajador hacen visibles, además, fenómenos marginales o fácilmente ocultables en la pequeña empresa, como los accidentes de trabajo o, en general, la inseguridad laboral (Grossi 2008, 163).

4 La noción de fraternidad que articulaba el constitucionalismo republicano democrático no se limitaba a un etnos nacional, sino que tenía, además, un fuerte componente internacionalista. Baste recordar la firme crítica al colonialismo realizada por Robespierre, precisamente, en nombre de dichos principios republicanos (Gauthier 2002).

5 Ya en el siglo XX, Pío XII recordaría en la encíclica Summi pontificatus que es un error, "ampliamente extendido [.] el olvido de esta ley de solidaridad humana y de caridad, dictada e impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora".

6 En este sentido, fueron paradigmáticos dos ensayos de Anton Menger: uno de 1886, Das Recht auf den vollen Arbeitsertrag (incluido en Menger 2004), y otro de 1890, Das Bürgerliche Recht und die besitzlosen Volksklassen (Menger 1998).

7 La negación como "metafísica" de la categoría de derechos subjetivos encuentra una de sus formulaciones más contundentes, de hecho, en la obra de Léon Duguit (1975, 178).

8 El primer uso conocido de la expresión "socialismo jurídico" se atribuye a Friedrich Engels y Karl Kautsky, quienes se valieron de ella para criticar con dureza el trabajo del procesalista austríaco Anton Menger. Engels y Kautsky, en efecto, utilizaron en 1887 las páginas de la Neue Zeit para denunciar al Juristensozialismus como un falso socialismo abanderado por juristas que deformaban y falseaban el mensaje de liberación contenido en la obra de Marx.

9 La Constitución mexicana de 1917 establecía en su art. 3 que la educación pública debía promover la "fraternidad [.] y la igualdad de derechos entre los hombres", así como la erradicación del "privilegio" y la conciencia de la "solidaridad" internacional. La Declaración soviética, por su parte, reconocía como uno de sus fundamentos la búsqueda de "la confraternización más extensa posible entre los obreros y campesinos de los ejércitos en guerra" (art. III.I).

10 El art. 20 de la Constitución soviética de 1918 reconocía los derechos políticos de los ciudadanos rusos a todos los extranjeros que vivieran en el territorio de la república, que trabajaran y que pertenecieran a la clase trabajadora.

11 En el caso soviético, la realización de este programa socialista exigía la supresión de "aquellos derechos que pudieran ser utilizados individual o colectivamente contra la revolución" (artículo 23 de la Constitución) y la inclusión, al mismo tiempo, del deber de trabajar como medio para eliminar "los elementos parasitarios de la sociedad" (artículo 6 de la Declaración).

12 Uno de los arquitectos de la Constitución de 1919, Hugo Preuss, intentó diseñar un Estado/comunidad con elementos corporativos, en la línea de su maestro, Otto von Gierke, quien había lanzado críticas definitivas contra los proyectos pandectistas del Bürgerliches Gesetzbuch y defendido la tradición germánica dominada por el asociacionismo. Ver al respecto, Grossi (2008, 188).

13 El artículo 153 de la Constitución de Weimar recordaba que la propiedad "obliga" y que, precisamente por ello, quedaba sujeta a expropiación por causa de utilidad pública y con criterios flexibles de compensación. El artículo 156, por su parte, contemplaba el control público de la economía en beneficio del interés general, o bien a través de la nacionalización de sectores claves, o del posible desarrollo de formas cooperativas de propiedad. La Constitución republicana contenía una previsión similar en su artículo 44: establecía que toda la riqueza del país, sea quien fuera su dueño, estaba subordinada a los intereses de la economía nacional y afectaba al sostenimiento de las cargas públicas. Asimismo, disponía que la propiedad de toda clase de bienes podía ser objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad social. En principio, esta medida requería adecuada indemnización, pero la exigencia podía levantarse con el voto de la mitad más uno de los miembros del Parlamento.

14 Sobre esta relación entre solidaridad y conflicto, ver Ferrajoli (2007, 65 y 66).

15 Esta cuestión fue estudiada de manera penetrante por Franz Neumann en un texto señero escrito en 1942, en su exilio norteamericano: Behemoth. The Structure and Practice of National-Socialism (Neumann 1943, 443).

16 No es posible analizar aquí otras variantes de constitucionalismo social (o socialista) como las surgidas en América Latina, África o Asia, al calor de las luchas anticolonialistas. En América Latina, por ejemplo, muchas exigencias solidaristas se canalizaron a través del constitucionalismo populista. En países como Brasil o Argentina, este modelo constitucional, nacionalista y proteccionista exhibió rasgos de paternalismo policial, pero al mismo tiempo abrió el protagonismo político a sectores hasta entonces excluidos y desató el odio de las oligarquías precedentes, de sus ideólogos y, en más de una ocasión, de las grandes potencias extranjeras (Zaffaroni 2009, 48 y ss.). Naturalmente, éste no fue el único tipo de constitucionalismo social existente en la región. Existieron, de hecho, otras versiones reformistas, como en las repúblicas de Uruguay, Chile o Cuba, cuya Constitución de 1940 ejercería una influencia importante en el resto de la región e, incluso, en el propio escenario cubano instalado tras la caída de la dictadura de Fulgencio Batista.

17 Este cambio de paradigma fue especialmente visible en casos como el alemán, cuya Ley Fundamental de Bonn se había concebido, en más de un punto, con el propósito de evitar los excesos y la "ingobernabilidad" de la República de Weimar y de su Constitución. Sobre esta cuestión ha llamado la atención recientemente Müller (2012, 39).

18 La Declaración de 1948 establecía en su Preámbulo que los seres humanos, "dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con otros". Esta invocación de la fraternidad se ha señalado, asimismo, como fundamento de los deberes hacia la comunidad recogidos en el art. 29.1. Sobre el papel de la Declaración de Filadelfia en este contexto, ver Supiot (2010).

19 Esta previsión específica contribuiría a que los desarrollos doctrinarios y jurisprudenciales fueran en Italia más amplios, aunque no necesariamente profundos, que en otros países. De manera prototípica, puede verse el ensayo, escasamente garantista, de Giuffré (2002).

20 En este sentido lo entendería, hacia los años noventa del siglo pasado, el tribunal constitucional español: "el concepto de lo social significa una acción tuitiva del más débil o desvalido cuando surge un conflicto" (sentencia 123/1992).

21 Como la cláusula transformadora consagrada en el art. 3.2 de la Constitución italiana de 1948, y reproducida, con algunas variantes, en el art. 9.2 de la Constitución española de 1978. Dicho precepto prevé la obligación de la República de suprimir los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impidan el pleno desarrollo de la persona humana y la participación efectiva de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país.

22 Esta crítica contrastaba, claro, con indulgencia frente al autoritarismo de la gran empresa y con el visto bueno otorgado a aquellas intervenciones públicas que, aunque insuficientes, se proponían beneficiarla.

23 El fin del régimen de convertibilidad dólar-oro, impulsado por el presidente de Estados Unidos Richard Nixon en 1971, y la abrogación, en 1999, de la denominada Ley Glass-Steagall, que había contribuido a mantener separada la banca comercial de la banca de inversión, fueron dos hechos decisivos para la financiarización de las relaciones económicas. Un cambio cuyo impacto en el constitucionalismo social sería notable.

24 Los ejemplos en este sentido son abundantes: la reforma de 1992 del emblemático artículo 27 de la Constitución mexicana, referido al derecho a la tierra; las modificaciones introducidas a la Constitución portuguesa de 1976, con el objetivo de descargarla de sus componentes más socializantes y de adecuarla al nuevo marco europeo; o las reformas a los artículos 81 de la Constitución italiana y 135 de la española, con el propósito de imponer la reducción estructural del déficit y del endeudamiento público y de asegurar el pago de la deuda pública a los acreedores externos.

25 Ver, en este sentido, la posición de Giuffré (2002, 50). Para una crítica de este punto de vista, vinculado a una auténtica "concepción neoliberal de la solidaridad", De Cabo (2006, 26).

26 A propósito de esta cuestión, ver las lúcidas consideraciones de Wolfgang Streeck (2012, 63).

27 La Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea está organizada en torno a VII Títulos. El IV, precisamente, versa sobre la "solidaridad", y está compuesto por once artículos. En él se consagran diferentes derechos sociales, desde el derecho a la información y a la consulta de los trabajadores en la empresa hasta el derecho de negociación colectiva, a la protección en caso de despido laboral, o a la tutela del medio ambiente. El problema, en realidad, reside en que estos derechos están subordinados a la libertad de empresa y a la propiedad privada consagradas, sin las limitaciones propias del constitucionalismo social, en el Título II de la propia Carta y en el núcleo duro de los tratados. Sobre esta concepción patrimonializada de los derechos de solidaridad en la Unión Europea ha llamado la atención, entre otros, Antonio Cantaro (2006, 129).

28 Basta recordar, en este sentido, la jurisprudencia favorable a las libertades de mercado establecida por el Tribunal de Justicia de Luxemburgo entre diciembre de 2007 y junio de 2008 en los célebres asuntos Viking, Laval, Rüffert y Luxemburg.

29 Sobre este autoritarismo antigarantista, que se despliega con fiereza sobre los considerados "enemigos" y que constituye el otro rostro del remozado liberalismo doctrinario del siglo XXI, ver Zaffaroni (2009, 57).

30 Ver, por ejemplo, el Preámbulo y los arts. 2 y 156.13 de la Constitución venezolana (CV), el Preámbulo, el 8.II y el 270 de la boliviana (CB), y el Preámbulo o el art. 238 de la Constitución ecuatoriana (CE).

31 A veces lo hace de manera genérica, como en el art. 85.1 CE. Otras, con referencias más específicas a la relación entre solidaridad y políticas de salud (arts. 84 CV; 18.III CB y 32 CE); de vivienda (art. 19.II CB); educativas (arts. 102 CV; 78 CB; 27 CE); de seguridad social (arts. 86 CV; 45.2 CB; 34 y 367 CE); ambientales (397.5 C E) o de protección del agua (art. 373 CB).

32 La Constitución venezolana estipula el deber de todas las personas de cumplir con las "responsabilidades sociales y [...] participar solidariamente en la vida política, civil y comunitaria del país, promoviendo y defendiendo los derechos humanos como fundamento de la convivencia democrática y de la paz social" (art. 132). La Constitución ecuatoriana también contiene una previsión general sobre solidaridad en materia de participación (art. 595), y la boliviana lo hace al referirse a los derechos de los trabajadores (art. 51).

33 A los deberes de solidaridad se refiere, de manera concreta, el art. 83.9 de la Constitución ecuatoriana. La venezolana, por su parte, invoca las "obligaciones [...] de solidaridad, responsabilidad social y asistencia humanitaria", que corresponden a los particulares, según su capacidad.

34 Las referencias en este ámbito son múltiples. Comprenden mandatos al legislador para llevar adelante intervenciones correctoras, pero también reconocimiento de actores y ámbitos económicos situados fuera de la lógica privada de mercado y de la puramente estatal. Ver, entre otros, los arts. 123 y 299 CV; 55, 306.2, 310, 311, 330, CB; y 66.15 y 270 CE.

35 La Constitución venezolana estipula que las relaciones internacionales de la república se rigen, entre otros, por el principio de "solidaridad entre los pueblos en la lucha por su emancipación y el bienestar de la humanidad". El art. 255 de la Constitución boliviana, por su parte, establece el rechazo y la condena de "toda forma de dictadura, colonialismo, neocolonialismo e imperialismo", al tiempo que postula la "cooperación y solidaridad entre los pueblos y Estados". La Constitución ecuatoriana, por su parte, contiene un precepto muy expresivo, el 416, en el que proclama "la independencia e igualdad jurídica de los Estados, la convivencia pacífica y la autodeterminación de los pueblos, así como la cooperación, la integración y la solidaridad" (416.1); promueve "la conformación de un orden global multipolar con la participación activa de bloques económicos y políticos regionales, y el fortalecimiento de las relaciones horizontales para la construcción de un mundo justo, democrático, solidario, diverso e intercultural" (416.10); "impulsa prioritariamente la integración política, cultural y económica de la región andina, de América del Sur y de Latinoamérica" (416.11), y fomenta "un nuevo sistema de comercio e inversión entre los Estados que se sustente en la justicia, la solidaridad, la complementariedad, la creación de mecanismos de control internacional a las corporaciones multinacionales y el establecimiento de un sistema financiero internacional, justo, transparente y equitativo", rechazando, al mismo tiempo, que las controversias con empresas privadas extranjeras se conviertan en conflictos entre Estados.

36 Para una valoración crítica de estos procesos, ver, entre otros, Uprimny (2011, 110 y ss.).

37 Como resultado de la crisis (y de otros factores internos) se han abierto procesos constituyentes en países tan disímiles como Islandia, Túnez y Egipto. También han ido ganando terreno, aunque con fuerza desigual, iniciativas constituyentes en Chile, Francia y España, y han crecido las voces que demandan un proceso constituyente de ámbito europeo capaz de contrarrestar el sesgo crecientemente antidemocrático adoptado por la Unión Europea. Para el caso francés, pueden verse las propuestas recogidas en www.pouruneconstituante.fr. Para el caso español, y desde un punto de vista constitucional, puede consultarse Viciano etal. (2012).

38 El economista Paul Krugman considera que el 99% es una cifra que apunta demasiado bajo, ya que en los últimos tiempos, una parte importante de las ganancias obtenidas por el 1% ha ido a parar a un segmento más reducido, el 0,1%, integrado por el millar más rico. Ver, entre otros, Krugman (2011).


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Fecha de recepción: 1° de octubre de 2012 Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013 Fecha de modificación: 3 de abril de 2013