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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.47 Bogotá set./dic. 2013

 

La democracia como política pública: oportunidades para el fortalecimiento democrático*

Alejandro Monsiváis Carrillo

Profesor-investigador en el Departamento de Estudios de Administración Pública de El Colegio de la Frontera Norte, México. Correo electrónico: amonsi@colef.mx

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res47.2013.02


RESUMEN

En este trabajo se argumenta que la democracia debe ser un objeto de interés para las políticas públicas. Ante algunas objeciones provenientes de la teoría política, se muestra que las políticas relevantes para la democracia son las que incumben a la realización del principio de inclusión política efectiva. Esto implica llamar la atención hacia el diseño institucional del régimen, las condiciones que promueven los valores, la competencia y la representación democrática, y los modelos participativos en las políticas públicas. También se discuten algunos factores relacionados con los procesos de cambio institucional que afectan a las políticas relacionadas con la democracia. Este planteamiento pretende contribuir a promover un diálogo más activo entre la teoría política, el análisis comparado y los estudios de política pública.

PALABRAS CLAVE

Democracia, teoría normativa, política pública, diseño institucional, participación, representación.


Democracy as Public Policy: Opportunities for Strengthening Democracy

ABSTRACT

This paper will argue that democracy should be treated as an object of policy studies. Against some opposing theoretical views stemming from political theory, I will sustain that the public policies which are relevant for democracy are those pertaining to effective political inclusion. This requires casting light on the institutional design of political regimes, on the conditions that promote democratic values, electoral competition and political representation, and on the models of participatory governance in public policy. This paper will also discuss some factors related to the processes of institutional change that affect policies related to democracy. This paper aims to stimulate a more dynamic dialogue between political theory, comparative politics and policy studies.

KEY WORDS

Democracy, normative theory, public policy, institutional design, representation, participation.


A democracia como política pública: oportunidades para o fortalecimento democrático

RESUMO

Neste trabalho, argumenta-se que a democracia deve ser um objeto de interesse para as políticas públicas. Ante algumas objeções provenientes da teoria política, mostra-se que as políticas relevantes para a democracia são as que incumbem à realização do princípio de inclusão política efetiva. Isso implica chamar a atenção para o desenho institucional do regime, para as condições que promovem os valores, para a competência e a representação democrática, e para os modelos participativos nas políticas públicas. Também se discutem alguns fatores relacionados com os processos de mudança institucional que afetam as políticas relacionadas com a democracia. Essa abordagem pretende contribuir para a promoção de um diálogo mais ativo entre a teoria política, a análise comparada e os estudos de política pública.

PALAVRAS-CHAVE

Democracia, teoria normativa, política pública, desenho institucional, participação, representação.


La democracia es un tema central para la filosofía política, la teoría constitucional y la investigación política comparada (Christiano 2003; Shapiro 2003; O'Donnell 2010). Pero desde estos campos suele ponerse poca atención a los programas públicos que se requiere implementar para conseguir que los mecanismos de la democracia funcionen. Para los estudios sobre política pública, a su vez, la democracia es ante todo una condición dada en el tras-fondo, que enmarca la definición e implementación de políticas sectoriales y transversales (véase, a manera de ilustración, Bardach 2009; Kraft y Furlong 2009; Guess y Farnham 2011). El objetivo de este trabajo es mostrar que la democracia amerita ser tratada de manera sistemática como un fenómeno que se materializa a través de un amplio conjunto de políticas y programas públicos.

Para fortalecer la democracia, y en especial las democracias emergentes, hacen falta visión y voluntad políticas, pero también la capacidad de resolver cuestiones prácticas de diseño institucional y edificación de programas. No se trata de "despolitizar" la democracia sugiriendo que su sostenibilidad puede ser vista como una cuestión de planeación estratégica o de un análisis costo-beneficio, sino de llamar la atención hacia las instituciones, las políticas y los programas que constituyen el soporte de la participación, la competencia y la gobernanza democráticas.

Este planteamiento pretende contribuir a promover un diálogo más activo entre la teoría política, el análisis comparado y los estudios de política pública. Para desarrollar este argumento comenzaré defendiendo la idea de que la democracia puede ser considerada una cuestión que incumbe a la política pública. En segundo lugar, señalaré que las políticas públicas relevantes para la democracia son aquellas necesarias para realizar el principio de inclusión política efectiva. Esto permite identificar tres áreas de oportunidad: el diseño institucional del régimen, las condiciones que promueven los valores, la competencia y la representación democrática, y los modelos participativos en las políticas públicas. Discutiré cada uno de estos temas, para luego introducir algunas consideraciones acerca de los principales desafíos que enfrentan las iniciativas de cambio y reforma en las políticas relevantes para la democracia. El texto concluye con una reflexión final.

La democracia como objeto de la política pública

La democracia es un objeto de investigación propio de la teoría y la filosofía política y del estudio comparado de los regímenes políticos. La teoría política discute los fundamentos normativos de la democracia, su consistencia lógica y su acomodo con otros principios e ideales morales y políticos (cf. Estlund 2009; Knight y Johnson 2011). La investigación empírica sobre la democracia analiza cuáles son sus formas, manifestaciones y determinantes, y sus consecuencias para la estabilidad política, el desarrollo económico o el bienestar social (Boix 2003; Inglehart y Welzel 2005; Przeworski et al. 2000). La teorización normativa y la investigación empírica sobre la democracia constituyen dos campos especializados de indagación, a pesar de que constantemente las cuestiones que se plantean en un campo confluyen con las que se discuten en el otro (Munck 2009; Przeworski 2010; O'Donnell 2010).

El campo en el que la democracia no ha encontrado un lugar claramente definido es en el del estudio de las políticas públicas. Considerando las diferencias en las teorías sobre la política pública (Sabatier 2007), se puede decir que bajo este rubro se inscriben cuestiones relacionadas con el estudio de los modelos de definición, planeación, implementación y evaluación de las acciones que se realizan con un carácter obligatorio en nombre del interés público (Kingdon 2002). En ese sentido, la política pública no es simplemente una acción de relevancia colectiva o que involucre a distintos actores gubernamentales y sociales. Es una acción que, a través de distintos medios, pretende alcanzar un objetivo que está respaldado por la legalidad y la autoridad estatales.

La cuestión aquí, entonces, es ésta: ¿puede ser la democracia considerada como un objeto de la política pública? De forma intuitiva, dado que la democracia es por definición un asunto que involucra a la comunidad política en su conjunto, podemos considerar con toda naturalidad que puede serlo. Sin embargo, por más intuitiva que parezca, la idea de considerar la democracia como objeto de la política pública puede dar lugar a varias objeciones, que quedan sintetizadas en este planteamiento: si la política pública es una intervención autorizada desde la esfera gubernamental, que se realiza conforme a un programa estratégico de acción, entonces la democracia no puede ser un objeto de la política pública, debido a las condiciones de "politización", "autogobierno", y "equilibrio" que caracterizan la democracia.

La politización es una característica ontológica de la democracia. Es esa cualidad la que la hace elusiva al voluntarismo o la acción unilateral, pues se asume que la comunidad política, la ciudadanía, las leyes y la acción pública son instancias cuyos sentidos están permanentemente en disputa (Mouffe 2000; Rancière 1999). Desde este punto de vista, es objetable la idea de que la democracia pueda quedar regulada -"domesticada" o "despolitizada", por así decir- por los modelos de la gestión pública. Para ser justos, es cierto que la ontología política de la democracia se define por la controversia y la disputa tanto simbólicas como políticas. Pero los desacuerdos normativos, la institucionalización contingente y la inestabilidad también caracterizan las políticas públicas. La distinción que hay que hacer, en todo caso, es la que hay entre la filosofía constitutiva de la democracia y el nivel de institucionalización que un régimen alcanza. En la práctica, cuanto mejor institucionalizado esté un régimen, los principios democráticos pueden operar de una forma más vibrante y auténtica. Las políticas públicas contribuyen a tal propósito.

Una objeción más de fondo proviene de asumir que el principio rector de la democracia es el autogobierno.1 En teoría, cuando una comunidad política adquiere plena soberanía, se asume que la democracia se convierte en la forma de organización política de esa colectividad. Aunque esta noción sea en la práctica mucho más compleja, lo que implica es que la democracia sería una forma de coordinación política que emana de la voluntad del colectivo. Podrá instituirse como resultado de una serie de procesos históricos y sociales, pero más allá de modelos constitucionales y de instituciones concretos, la democracia tendría que operar a partir de la transformación de las voluntades individuales en una voluntad colectiva, que sería el auténtico sustrato del autogobierno. Esta objeción no tiene en cuenta, en primer lugar, que la teoría contemporánea de la democracia ha dejado atrás las nociones sustantivas del autogobierno, para dar paso a modelos que tienen como punto de partida la noción de la "soberanía popular como procedimiento" (Habermas 1998). En segundo lugar, se pasa por alto que las normas, las instituciones y los procesos democráticos no están atados a los gobiernos nacionales: los procesos políticos transnacionales y el derecho internacional también pueden pensarse en clave democrática (Bohman 2010).

Un planteamiento ligeramente distinto es introducido por la noción de la democracia como equilibrio (Przeworski 1991). En la que se entiende la democracia como un equilibrio estratégico, que representa la decisión racional para cualquier actor en una situación dada. En este caso, se enfatiza que la democracia no se consigue por decreto ni se sostiene a partir de un mandato externo. Su atributo principal es su autosostenimiento, en la medida en que se convierte en el punto de equilibrio en torno al cual convergen las consideraciones utilitarias de los actores. En la práctica, obviamente, no siempre se alcanza el equilibrio democrático, puesto que ciertos agentes pueden encontrar otras vías más eficientes para alcanzar sus fines. Lo que esto implica es que las políticas destinadas a preservar y fortalecer la democracia estarían de más. En última instancia, lo que importa es el cálculo estratégico de los actores poderosos.

La concepción de la democracia como un equilibrio estratégico sería la razón más fuerte para desestimar que la democracia pueda ser objeto de política pública. Si la sostenibilidad de la democracia depende del cálculo de costos y beneficios, jugar bajo tales reglas supone para los agentes decisivos que lo que se haga o deje de hacerse en materia de política pública es inconsecuente. Enfocando más la lente, sin embargo, se puede concluir precisamente lo contrario. La edificación de instituciones y procesos que constituyan garantías de imparcialidad, inclusión y equidad en la contienda por el poder y de responsabilidad en el ejercicio del gobierno puede influir decisivamente en los cálculos de los agentes. Es más probable que un agente acepte resultados adversos a sus preferencias si la evidencia pública muestra que las condiciones han sido justas o imparciales, que si percibe, en cambio, que hay una ostentosa manipulación de las instituciones a favor de alguna de las partes.

Estas consideraciones sirven al propósito de dar sustento a la intuición normativa de que la democracia puede ser un objeto de la política pública. Si hiciera falta, este hecho es reconocido en la práctica por múltiples actores sociales y políticos que impulsan reformas y cambios de distinta índole: la representación legislativa de minorías, la equidad en las campañas electorales, la fiscalización de los partidos políticos y la participación en los gobiernos locales, entre muchos otros. Lo mismo puede decirse de las acciones promovidas por organizaciones como el Institute for Democracy and Electoral Assistance (IDEA) o el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Las tareas de asistencia y promoción de la democracia a escala internacional, a partir de esfuerzos multilaterales, de agentes gubernamentales u organizaciones independientes son tan numerosas y dinámicas que han dado lugar a una creciente agenda de investigación (Burnell 2008; Buxton 2006).

Democracia e inclusión efectiva

Hablando en términos más precisos: ¿qué significa que la democracia sea un tema de interés para las políticas públicas? Hay que comenzar por especificar el dominio en el que aplica esta cuestión. Este dominio está constituido por los regímenes que cumplen con los criterios mínimos para ser considerados democracias: elecciones libres y limpias, sufragio universal, libertades civiles, de asociación y de expresión, entre otros (Munck 2007; Mainwaring, Brinks y Pérez-Liñan 2007). Por lo tanto, las políticas públicas que son de interés en este marco son aquellas que están implicadas en la operación de la democracia, más que aquellas vinculadas con las transiciones desde los regímenes autoritarios.

Sería poco práctico hacer una lista de las políticas y los programas públicos que podrían ser democráticamente relevantes. Es más conveniente identificar el objetivo que deben perseguir esas políticas. Entonces, la pregunta es ésta: ¿qué persigue una política pública que tiene por objeto la democracia? Puede parecer obvio, pero su cometido es optimizar los bienes democráticos. Son bienes democráticos aquellos que garantizan que la conducción de los asuntos públicos en un régimen político dependa en última instancia del juicio político colectivo de un conjunto de ciudadanos que se reconocen como libres e iguales. Este precepto está formulado todavía en un plano normativo y abstracto; pero sirve para distinguirlo de otros fines de la política que podrían confundirse con bienes asociados a la democracia. Por ejemplo, se podría esperar que una política de fortalecimiento democrático combatiera la corrupción o la impunidad, o que promoviera unas políticas sociales específicas. Por deseables que sean estos fines, no constituyen propiamente el foco de las políticas de robustecimiento democrático.

Para avanzar un paso adelante es necesario hacer otra distinción: por un lado, hay condiciones asociadas con el funcionamiento de la democracia, y por el otro, se encuentran los atributos que constituyen este régimen. Las condiciones son los factores externos que inciden en el desempeño de la democracia, pero que no deben confundirse con sus atributos. Hay cuatro tipos de condiciones externas que son importantes en este contexto. El primer tipo es el de la solidez de la burocracia estatal. Mazzuca (2007) considera que los problemas que se le atribuyen a la "calidad" de la democracia en realidad se originan en una burocratización insuficiente de la administración pública. En lugar de constituir un aparato profesionalizado y eficaz, el Estado se encuentra atrapado por relaciones neopatrimoniales de patronazgo, clientelismo y particularismo. Para que la democracia funcione hace falta una burocracia estatal profesionalizada y eficiente -pero la construcción de esta burocracia, por más relevante que ésta sea, no es en sentido estricto parte de una política de fortalecimiento democrático-.

Una segunda condición es de carácter normativo, y está estrechamente vinculada con la edificación de un poder estatal apegado a los derechos humanos. En el Estado de derecho, la acción estatal debe quedar limitada y controlada por la legalidad -una legalidad que, por principio de cuentas, protege la libertad y el patrimonio de los individuos-. Llevando más lejos este planteamiento, la legalidad que organiza el ejercicio de la autoridad estatal debe estar formulada de tal manera que contribuya a lograr que cada persona pueda tener una vida digna y plena (Donnelly 2006). Esto implica introducir la noción de los derechos humanos en el centro de la concepción del Estado de derecho. Sin embargo, la articulación normativa entre legalidad, derechos humanos y democracia no debe confundirse con una realidad empírica. La construcción del gobierno de la ley, la práctica de los derechos humanos y el fortalecimiento de la democracia son procesos que pueden seguir trayectos distintos y ritmos dispares.

Las dos condiciones siguientes están asociadas con la idea de una democracia sustantiva. Para ser real, se podría decir, una democracia debe estar basada no simplemente en una igualdad política formal o procedimental. Esto supone que los ciudadanos serían iguales tanto en términos políticos como en términos de bienestar social, que constituirían una auténtica comunidad democrática, y no estarían meramente aglutinados en torno a una serie de procedimientos. Este postulado se cumpliría si y sólo si se verificaran tres condiciones. La primera, que exista un régimen que permite el debate público y la competencia por los puestos de gobierno; la segunda, que las condiciones materiales de vida de la población sean homogéneas en cuanto a distribución de la renta, el bienestar y el desarrollo humano. La tercera, que exista una auténtica integración social entre los miembros de la sociedad política.

Si se acepta este postulado, sólo podrían considerarse democráticos aquellos regímenes con elecciones competitivas en los que haya una distribución del ingreso igualitaria y una cohesión social fuerte. Su número quedaría reducido a unos cuantos. Pero la razón para rechazar este planteamiento no es simplemente que reduzca la contabilidad de democracias en el mundo. Se fundamenta en la especificidad propia de la democracia política. La democracia es una forma de conducir los asuntos públicos, de tal manera que permita adoptar decisiones legítimas y colectivamente eficientes bajo condiciones de preferencias heterogéneas, convicciones normativas plurales y diversas estructuras de distribución del bienestar.

¿Cuáles son, entonces, los atributos de la democracia que deben ser considerados temas clave de la política pública? El ideal de la democracia es distribuir de manera equitativa el poder político en el régimen, de manera que todos aquellos que se vean implicados por las acciones o decisiones de la autoridad pública participen en la configuración y el control de esa autoridad. Si en la sociedad existen desigualdades debidas a la prosperidad, el talento, el mérito, la suerte, la condición sociocultural o cualquier otro atributo, esas diferencias no deberían traducirse en disparidades políticas. Para que esto no suceda, el sistema político debe estar basado en el principio de inclusión efectiva, o empowered inclusion, en los términos de Warren (2006): cada persona debe tener iguales oportunidades de participar en los asuntos públicos. Este precepto se traduce en derechos e instituciones políticos concretos. El más conocido es la norma de "una persona, un voto", pero sus implicaciones pueden generalizarse de manera más amplia.

Para fines heurísticos, una imagen un tanto estilizada de la democracia sería ésta: se trata de un régimen en el que la población adulta está facultada y tiene oportunidades equitativas para participar en los asuntos públicos; en el que se aceptan y se fomentan el disenso, la contienda argumental, la oposición programática; un sistema en el que los hechos y razones, las expectativas y las pruebas, se presentan y discuten en los espacios públicos, hasta construir acuerdos y formar mayorías autorizadas para elaborar las leyes y políticas; un régimen de gobierno que actúa conforme a las rutas trazadas por la deliberación pública en los espacios y momentos previstos para ello, y en el que la ciudadanía emite un veredicto político y electoral acerca de la calidad de los procesos y los resultados. Sería de esperar que en este régimen la conducción de las políticas rindiera resultados colectivamente óptimos y que las instituciones y los gobernantes contaran con aprobación y legitimidad públicas.

Si se quiere hacer realidad esta imagen hay que contar con ciudadanos activos y capaces de tener incidencia pública, partidos representativos, funcionarios responsables, líderes visionarios, y demás. Pero también se requieren instituciones, organizaciones públicas y programas que sostengan la operación cotidiana de la democracia. En los siguientes apartados discutiré algunas de las claves necesarias para estudiar las políticas que cumplen funciones centrales para la democracia.

La configuración institucional de la democracia

La democracia requiere una estructura institucional que regule la manera en que se articulan preferencias políticas, deliberación pública, votos, poderes legislativos, políticas públicas y mecanismos de rendición de cuentas.2 Esta estructura está integrada por las instituciones formales, como las constituciones políticas, las leyes y los ordenamientos normativos o reglamentarios que están respaldados por la autoridad del Estado (Carey 2000), pero también por las instituciones informales, que pueden llegar a tener igual o mayor influencia que las formales en la operación de la democracia (Helmke y Levitsky 2004).

El conglomerado de instituciones formales e informales que constituyen unas democracias es producto de la historia y sus contingencias. Esto significa que son consecuencia de procesos de sedimentación social de largo plazo y que en su historia llevan las huellas de los conflictos en los que esas estructuras han estado inmersas. Las instituciones democráticas, al mismo tiempo, son resultado de propósitos y estrategias políticos que surgen como respuesta a coyunturas precisas (Katznelson y Weingast 2005). Han sido promovidas por actores y líderes concretos que, con mayor o menor éxito, han tratado de dar una orientación específica a esas instituciones. Las instituciones perduran, pero sus contenidos, sentido y consecuencias se ponen en juego cotidianamente. Aunque en buena medida el entorno institucional viene "dado", y es por lo general difícil revertirlo o cambiarlo de fondo, es susceptible de ser reformado. Esta tensión entre permanencia y cambio llega a ser institucionalizada en los regímenes democráticos. Por ejemplo, se espera que la estructura institucional de un régimen sea estable y esté investida de valor simbólico (Huntington 1968) -como la constitución norteamericana, por ejemplo, que permanece inalterada en lo básico-. Al mismo tiempo, todas las constituciones tienen previsiones para ser reformadas, usualmente mediante mecanismos que dificultan los cambios oportunistas.

Es cierto que el cambio constitucional o las reformas a las instituciones políticas no siempre obedecen al propósito de optimizar el bienestar colectivo -la hipótesis suele ser que los políticos o los partidos buscan maximizar su poder (Benoit 2007)-. Sin embargo, aun en situaciones en las que se pretenda construir instituciones dirigidas al interés público, no es posible elegir de manera axiomática. Las instituciones tienen múltiples efectos, y no todos ellos son convergentes. La eficacia, decisión y adaptabilidad tienden a estar en oposición respecto a la representatividad, la inclusión y la política de la negociación. En los sistemas presidenciales, el fortalecimiento del poder ejecutivo puede ser aprovechado por líderes poco dispuestos a someterse al contrapeso de otras instituciones; simétricamente, el pluralismo en el Congreso puede dar entrada a partidos pequeños que ejerzan chantaje sobre el partido en el gobierno. Tensiones semejantes se encuentran en otros bloques institucionales: sistemas electorales que fortalezcan los partidos políticos pueden ir en detrimento de la conexión electoral con los votantes, mientras que las reglas electorales personalizadas pueden generar clientelismo y particularismo. La centralización de la autoridad puede inducir a poca responsabilidad, inflexibilidad, y a ser poco eficiente; la descentralización o el federalismo pueden producir descoordinación y fragmentación.

Para abordar las cuestiones de diseño institucional, por lo tanto, es prudente ir paso a paso y no perder de vista las implicaciones en el conjunto de cambios focalizados y puntuales. Al propio tiempo, es preciso tener en cuenta que la configuración institucional de la democracia tiende a seguir pautas generales en la organización del poder. Esto es importante para evaluar la congruencia global del diseño institucional de la democracia. De acuerdo con Lijphart (2000), las democracias en el mundo se apegan a modelos de tipo mayoritario o de tipo consensual. En los primeros se tienen instituciones que inducen a la reducción de actores en el espacio político y la formación de mayorías compactas y decisivas; en los segundos se incentivan el pluralismo, la inclusión y la coordinación negociada entre múltiples actores. El planteamiento de Lijphart contribuye a entender mejor el funcionamiento de los regímenes parlamentarios o semipresidenciales, pero no muestra de qué manera los sistemas presidenciales pueden adoptar esquemas consensuales de coordinación política. El modelo "neomadisoniano" de Carroll y Shugart (2007) resulta más certero para explicar las dinámicas políticas de estos regímenes. Estos autores muestran que los sistemas presidenciales dispersan el poder en relaciones de autorización y transacción, y resaltan, al mismo tiempo, las dificultades en el proceso de formulación de políticas que pueden surgir a raíz de la fragmentación del espectro político.

La tensión de fondo parece radicar, como sugieren Gerring y Thacker (2008), en la manera en que los arreglos institucionales configuran la autoridad democrática. De acuerdo con estos autores, una larga tradición de teóricos y analistas políticos han resaltado las virtudes de los modelos que fragmentan y dispersan el poder. En cambio, ellos favorecen un modelo "centrípeto" de la democracia, en la que la inclusión y la proporcionalidad pueden contribuir a la toma oportuna y eficaz de decisiones si se combinan con reglas que faciliten la concentración de la autoridad democrática. A partir de evidencia empírica muestran que los sistemas parlamentarios con sistemas electorales de lista cerrada y de partidos fuertes tienen mejor desempeño que otros sistemas con mayor dispersión del poder. Los hallazgos son sugerentes, pero no han cerrado de manera definitiva el debate. Su contribución principal consiste en describir de qué manera se pueden combinar el pluralismo y la eficacia política en un modelo democrático de gobernanza.

Los resultados de la investigación empírica en torno a las instituciones de la democracia ofrecen valiosos insumos para impulsar y orientar procesos de cambio y reforma institucional. En tales procesos, el contexto importa, y es deseable que las alternativas sean discutidas y debatidas ampliamente en la esfera pública y los espacios de decisión. Los tomadores de decisiones -líderes, legisladores, asambleas constituyentes- deben alcanzar equilibrios entre sus aspiraciones normativas, las demandas de la ciudadanía, las problemáticas a las que pretenden dar respuestas y las características de las reglas que promueven. Es tentador ofrecer soluciones drásticas o introducir reformas parciales sin considerar el efecto global de las mismas. Por ejemplo, la introducción de mecanismos de democracia directa como reacción a la desconfianza ciudadana en las instituciones representativas puede constituir un remedio parcial o incluso contraproducente. Los problemas de la representación pueden encontrar solución a través de reformas en las propias instituciones representativas. Promover la influencia ciudadana en la toma de decisiones puede también lograrse a través de otros mecanismos de gobernanza, y no solamente a través de figuras como la iniciativa popular o el referéndum -abordaré esta cuestión más adelante, al entrar en el tema de la participación y las políticas públicas-. De la misma manera, puede ser más efectivo hacer reformas puntuales en un sistema presidencial que dar un salto, sin poner atención al detalle, del presidencialismo al parlamentarismo. En este sentido, Colomer y Negretto (2005) han sugerido una serie de medidas precisas y viables para "parlamentarizar" el presidencialismo. No se trata de armar un pastiche sino de incorporar mecanismos para la formación de mayorías en regímenes que, como regla general, tienden a promover la fragmentación legislativa, el bloqueo o la acción unilateral.

La inclusión efectiva: valores, competencia y representación

La democracia requiere la existencia de condiciones que promuevan oportunidades equitativas para tomar parte en los asuntos públicos y, particularmente, en los procesos electorales. Las leyes, agencias gubernamentales, políticas, y los programas públicos, son necesarios para ofrecer garantías y oportunidades de inclusión, equidad e imparcialidad. Puesto de otra forma, se requiere una activa regulación y una intervención estatales para robustecer la calidad de la participación política, el debate público, la formación de organizaciones políticas y la competencia por los votos y los puestos de elección popular.

El punto de partida es la constitución jurídica, institucional y simbólica del demos: los preceptos que definen quiénes y bajo qué condiciones están facultados para autogobernarse. Es aquí donde se ponen en juego los umbrales para el acceso a la ciudadanía y el ejercicio de los derechos políticos. Un régimen democrático está basado en el principio de que la población adulta, por encima de cierto umbral de edad, tiene derecho a asociarse, votar y ser votada. Este principio contempla restricciones, que están ligadas a situaciones particulares: una edad por debajo del umbral requerido, estar cumpliendo una pena por la comisión de un delito, ciertas formas de trastornos psicopatológicos, o la condición migratoria, entre otras. Al definir las condiciones de habilitación del acceso y ejercicio de los derechos políticos, empero, debe buscarse la aplicación de medidas que otorguen garantías, que busquen limitar las restricciones establecidas sobre criterios que pudieran ser discriminatorios o inconsistentes con los parámetros internacionales de promoción de los derechos humanos.

En segundo lugar, para impulsar la equidad e inclusión políticas es indispensable promover una robusta cultura pública, que pueda apropiarse y darles sentidos concretos a valores como participación, deliberación, pluralismo, legitimidad, derechos humanos, legalidad, rendición de cuentas, no-discriminación, entre otros. El arraigo colectivo de los valores asociados a la democracia es un componente un tanto intangible pero de vital importancia para la vida pública de una sociedad política. En estos temas existe mucho que hacer por parte de los actores políticos, los gobernantes, las organizaciones sociales y los programas públicos. Los valores de una cultura democrática son atrayentes, pero son también polisémicos y controvertidos. Sin dejar de lado que la mejor manera de promover una cultura es dotándola de sentido en la práctica, es posible también impulsar ambiciosos programas de educación cívica y desarrollo de capacidades ciudadanas, que estén dirigidos a infantes, jóvenes, sectores focalizados de la ciudadanía, y hacia el electorado en su conjunto.

En tercer lugar, aparece la necesidad de mejorar las condiciones institucionales y políticas que estructuran el debate público, la competencia electoral y el ejercicio de la representación. Por así decir, se trata de robustecer las reglas y los procesos de una "poliarquía" (Dahl 1989). Para alcanzar tales propósitos, la estructura regulatoria, administrativa y jurisdiccional de la democracia es de una relevancia estratégica. La demarcación de los distritos electorales, la conformación del padrón electoral, la logística organizativa de los comicios, la adjudicación legal de las controversias legales relacionadas con los derechos políticos y las elecciones, entre otros procesos, necesitan ser operadas por organizaciones y programas públicos que garanticen legalidad, imparcialidad, pericia técnica, eficacia y eficiencia. Son el tipo de cuestiones que quedan englobadas en el concepto de "gobernanza electoral" (Mozaffar y Schedler 2002). La función de la gobernanza electoral es, en otras palabras, establecer la estructura organizacional, regulatoria y jurisdiccional para la realización de elecciones libres y limpias. Existe evidencia que muestra que la creación de órganos de gobernanza electoral autónomos y eficientes incide favorablemente en la calidad de las elecciones (Hartlyn, McCoy y Mustillo 2008).

Una cuestión central para la regulación de la competencia política, por otra parte, es la relacionada con la organización de las campañas electorales. Éste es un campo donde las controversias normativas y empíricas son intensas. Incumbe a la regulación de los períodos destinados a la contienda electoral, los modelos de financiamiento y el acceso a los medios masivos de comunicación, entre otros (IDEA 2003; Zovatto 2004). Existen diversos modelos de regulación, en los que la tensión entre equidad y libertad se manifiesta de manera compleja. El principio de equidad sugiere medidas regulatorias más pronunciadas, mientras que el principio de libertad, en general, recomienda mecanismos de mercado en la competencia política. Por un lado, como en los modelos europeos, se promueve el predominio del financiamiento público sobre el privado y el establecimiento de procedimientos equitativos de acceso a los medios públicos y privados de comunicación masiva; por el otro, siguiendo el modelo estadounidense, se ponen pocas barreras al flujo de recursos privados a las campañas, los candidatos y los partidos, y la desregulación del acceso a los medios.

Los modelos regulatorios más estrictos benefician al interés público a través de medidas que crean espacios para la manifestación de distintas voces, pero pueden resultar demasiado rígidos y, por otro lado, ineficaces: los recursos privados suelen encontrar rutas insospechadas para llegar a los bolsillos de los políticos en campaña. Los modelos menos regulados reducen los costos administrativos de supervisión y fiscalización, pero pueden inducir a una influencia desmedida de poderosos intereses económicos en la política. Identificar los modelos regulatorios más apropiados y eficaces para la competencia democrática en un contexto determinado es uno de los desafíos de política pública más importantes que se enfrentan en el marco de la gobernanza electoral.

De manera simétrica, otra función pública crucial es establecer mecanismos para la representación democrática. Por un lado, se encuentran las reglas constitucionales que establecen las condiciones en las que los ciudadanos pueden formar asociaciones políticas, participar políticamente o postularse a puestos de representación popular. Por otro, las regulaciones que implican directamente a las asociaciones y partidos políticos.

Precisamente porque el rol de los partidos políticos en las democracias contemporáneas es clave, controvertido, y se encuentra en transformación, es necesario promover políticas que impulsen su rol de organizaciones que cumplen importantes funciones en los procesos de reclutamiento político, postulación de candidatos, difusión de programas de gobierno, elaboración de leyes y rendición de cuentas (IDEA 2007). De lo que se trata es de ofrecer condiciones para definir en qué consiste su rol de entidades de interés público, fortalecer su estructura organizativa, fomentar su estructuración programática y sus vínculos con el electorado.

Por tratarse de organizaciones políticas que dependen de los incentivos proporcionados por el sistema electoral, de su desempeño en las elecciones y de las reglas que estructuran la organización legislativa, no es posible crearlas por mandato, ni regularlas como si se tratara de organizaciones sociales filantrópicas o de carácter cívico. Sin embargo, es necesario que los partidos políticos encuentren marcos jurídicos que les den certeza institucional, que protejan los derechos políticos de sus miembros y que permitan a la ciudadanía en su conjunto fiscalizarlos como a otra entidad estatal.

Las cuestiones asociadas con la regulación de la participación, la competencia, la gobernanza electoral y la representación política son de primera importancia para la calidad de la democracia. En los regímenes contemporáneos, se trata de cuestiones que requieren un destacado desarrollo de capacidades organizacionales y técnicas para ser instrumentadas con certeza y eficacia.

Innovaciones participativas

Un tercer campo de oportunidades para impulsar políticas públicas relevantes para la democracia es, precisamente, el de la participación en las políticas públicas. En este plano, la apuesta es doble: en el diseño e implementación de políticas y programas públicos, incorporar elementos participativos sirve a los propósitos de mejorar la eficiencia y la eficacia de las políticas, al mismo tiempo que se promueven la inclusión y el fortalecimiento de las capacidades políticas de distintos sectores de la ciudadanía. Se trata, sin duda alguna, de dos expectativas que deben ser objeto de estudios empíricos, con la finalidad de determinar en qué medida y bajo qué circunstancias pueden cumplirse ambas simultáneamente.

Los esquemas participativos provienen de un replanteamiento del rol del Estado y las agencias gubernamentales en las políticas públicas. La política pública ha dejado de ser considerada como una responsabilidad exclusiva de una burocracia estatal unificada y centralizada. El concepto de gobernanza alude precisamente a una transformación en el rol que tiene el Estado en la vida pública, dejando de cumplir una función directiva para fungir más bien como una instancia de coordinación (Kooiman 2000; Cerrillo 2005; Pierre y Peters 2000). La gobernanza se estructura como un conglomerado de actores estatales, gubernamentales, organizaciones sociales y empresas, entre otros, cuyas formas de articulación son de carácter reticular, más que de índole jerárquica o mercantil -de ahí que se hable de redes de política pública-(Adam y Kriesi 2007; Marsh y Smith 2001; Rhodes 2006). Los esquemas emergentes de gobernanza y las redes de política pública suponen diversas relaciones de cogestión, responsabilidades compartidas y colaboración entre actores provenientes de distintos sectores. Sin embargo, estas descripciones suelen aludir solamente a una faceta de estos cambios en la coordinación pública. Otra cara de la gobernanza es el proceso de "achicamiento" del Estado, que es consecuencia de la introducción de mecanismos de mercado en la provisión de bienes y servicios públicos. Esta tendencia puede generar modelos de acción pública más flexibles e inclusivos, pero también puede reproducir o ampliar desigualdades preexistentes, como consecuencia de la reducción de la función redistributiva del Estado. De la misma manera, la conformación de redes de política puede constituir arreglos más eficaces para responder al entorno, pero también puede tener como consecuencia mayores dificultades para distinguir responsabilidades concretas y ser objeto de fiscalización o rendición de cuentas.

Por otra parte, los esquemas participativos de acción pública también son resultado del surgimiento de diversas iniciativas que pretenden remediar el malestar y la insatisfacción con la democracia (Newton 2012).De entrada, hay que mencionar el impulso que han tenido diversos mecanismos de democracia directa: plebiscito, referéndum, iniciativa o consulta popular, revocación de mandato, etc. Estos instrumentos responden, en gran medida, al deterioro en la relación entre representantes políticos y ciudadanía, que tiene un carácter generalizado, aunque en algunos casos se presenta con particular intensidad. Para fortalecer la gobernanza democrática, los mecanismos de democracia directa son elementos que aportan a la renovación de la relación entre participación ciudadana y políticas públicas; pero también es preciso resaltar que este tipo de instrumentos representan sólo una parte del conjunto de iniciativas participativas de reciente creación.

Otro tipo de mecanismos están insertos en los procesos de diseño e implementación de políticas públicas y tienen un carácter más participativo, procesual y deliberativo. Son modelos participativos de gobernanza que han tenido una extensa difusión (Fung 2006). Es en este plano, como argumenta Warren (2009), en el que se han registrado las aportaciones democráticas más importantes durante las últimas décadas. Por su carácter emergente y su disposición a romper moldes preestablecidos, en la literatura se les conoce como "innovaciones democráticas" (Gurza e Isunza 2010; Smith 2009).

Se trata de numerosos esquemas de acción pública en los que las relaciones e interacciones entre agentes gubernamentales, especialistas y expertos, grupos de interés, públicos beneficiarios, organizaciones sociales y ciudadanía en general adoptan pautas de horizontalidad, colaboración y coordinación. Sus atributos y características son tan variados como los fines que persiguen o los contextos en los que surgen. Para describirlos se puede hablar de modelos de "gobernanza participativa empoderada" (empowerd participatory governance) (Fung y Wright 2003), "esferas de participación" (participatory spheres) (Cornwall y Schattan 2007), entre otros. Los esquemas emergentes suelen estar ligados a la definición e implementación de programas a escala local, en áreas que tienen que ver con la organización urbana, la educación pública, los servicios de salud, la administración del medio ambiente o la supervisión y contraloría social del ejercicio del gasto público, entre otras. También existen innovaciones semejantes que se aplican en instituciones o programas de alcance nacional.

En muchos casos se trata de instrumentos de acopio de información o de apertura de espacios para la consulta con los implicados por una política concreta. Los que más han captado la atención de los especialistas son los que incorporan formas de participación que tienen un rol determinante en la configuración de la agenda, la toma de decisiones y/o la fiscalización y evaluación de un programa público. Otros modelos de participación se constituyen como interfaces socio-estatales (Isunza 2006), que introducen mecanismos de control y rendición de cuentas (Hevia 2006). Un amplio número de iniciativas de gestión pública participativa han surgido como respuesta a escenarios y coyunturas concretas, en los que llega a confluir una serie de movimientos y redes asociativos fuertes e influyentes con otros agentes gubernamentales, funcionarios y tomadores de decisiones que se muestran dispuestos a implementar programas ambiciosos.

Las innovaciones democráticas son indicativas de que en la concepción, implementación y evaluación de las políticas públicas hay espacios para la experimentación y la innovación. Las iniciativas participativas contribuyen a promover la creación de espacios de confluencia social-estatal, la deliberación pública, la participación y el fortalecimiento de competencias y capacidades cívicas. Pueden servir para incorporar puntos de vista plurales en la gestión pública, fortalecer la legitimidad de las acciones colectivas y disminuir las dinámicas de exclusión de que son objeto diversos grupos o sectores sociales -si bien los efectos de las desigualdades socioeconómicas y de otra índole persisten y suelen difíciles de modificar, los modelos participativos pueden ayudar a revertir parcialmente tales condiciones-.

Trayectorias, oportunidades y desafíos

Si se considera que la democracia es un objeto de la política pública, entonces debe asumirse que es susceptible de mejorarse de manera propositiva y estratégica. La democracia puede funcionar mejor, en gran medida, si existen instituciones, organizaciones gubernamentales y programas adecuadamente diseñados y certeramente conducidos. Fortalecer la calidad de la democracia implica, como se ha señalado, desarrollar políticas eficaces en los planos del diseño institucional, la regulación de la competencia política y la gobernanza participativa.

Los retos para construir tales políticas son múltiples. Uno de los principales se origina en el carácter distributivo de las políticas asociadas a la democracia: en la medida en que establecen condiciones favorables para la inclusión política efectiva, trastocan los equilibrios políticos basados en diversas formas de disparidad. Este factor puede elevar los costos de las iniciativas de cambio. Es importante, por lo tanto, investigar de manera sistemática la manera en que se construyen políticas públicas eficaces que están destinadas a sostener las dinámicas democráticas.

Habitualmente se piensa que el cambio en las políticas sigue dos modelos prototípicos: uno es la de la planeación centralizada, empujada "desde arriba" por las élites políticas; el otro es la ruta desde "abajo hacia arriba", impulsada por iniciativas participativas. Para muchos, las opciones democratizadoras suelen venir "desde abajo" y "desde afuera" del aparato estatal: de la sociedad civil, de las grassroots organizations. Lo cierto es que, en la práctica, entran en juego otras dimensiones que le dan un sentido más complejo y matizado a la construcción de las políticas públicas. Una propuesta innovadora en ciertos contextos puede servir para enmascarar intentos por mantener el statu quo en otros escenarios. La experimentación con instrumentos legales o con mecanismos de apertura y participación puede ser eficaz mientras una cierta coalición de actores mantenga posiciones estratégicas en el gobierno, pero puede debilitarse si cambian esas posiciones. También puede presentarse el caso siguiente: sin cambios formales en las reglas y en los objetivos de algún programa, es posible que con cierta visión y cierto empuje se puedan alcanzar metas más sólidas y permanentes que las que se lograrían si se sigue la ruta de los cambios formales.

Para fines analíticos, es necesario formular planteamientos que permitan captar la complejidad de los procesos de cambio y reforma en las instituciones y las políticas públicas (Mahoney y Thelen 2010). Es indispensable tener en cuenta que la implementación de reformas o innovaciones democráticas tiene lugar en contextos estructurados por las trayectorias y los procesos históricos. La estructura del Estado, la organización económica, la cultura jurídica, las formas asociativas, los grupos de interés, los modelos de gestión o las rutinas organizacionales son elementos que se han construido a lo largo de rutas institucionales concretas, a partir de las contingencias que sucedieron o las decisiones que se adoptaron en momentos clave (Mahoney 2003; Pierson 2000). Estas rutas son las que estructuran los desequilibrios de poder, las alternativas disponibles de acción en un momento dado.

Concretamente, la definición e implementación de instituciones y programas que fortalezcan la democracia requieren una óptima combinación entre estructuras de oportunidad, compromisos normativos con la democracia y capacidades organizacionales. Las estructuras de oportunidades son las que permiten crear condiciones propicias para la acción cooperativa y el alineamiento de intereses (McAdam, Tarrow y Tilly 2003, 14-18). Estas oportunidades permiten redefinir el equilibrio de poder en un escenario dado y generar incentivos para la coordinación entre distintos actores en torno a una meta colectivamente eficiente. Se producen cuando hay modificaciones repentinas en la correlación de fuerzas en un escenario dado, cuando se fisuran ciertas coaliciones o cuando se configuran otras.

En una circunstancia determinada, para los actores puede resultar estratégico favorecer el surgimiento de políticas que den certidumbre democrática: un órgano de administración electoral independiente, por ejemplo, que evite los conflictos políticos y las posibilidades de fraude. Sin embargo, la ideología y los valores democráticos de los actores políticos y sociales son elementos decisivos (Welzel e Inglehart 2009). Los compromisos normativos con la democracia influyen en el alcance y contenido de las reformas institucionales. De hecho, es el compromiso normativo con la democracia lo que puede hacer la diferencia en momentos en los que los líderes políticos, la ciudadanía o los movimientos sociales deben tomar decisiones difíciles y riesgosas. Las convicciones democráticas han sido cruciales para enfrentar el recrudecimiento del autoritarismo en las dictaduras, durante los procesos de transición o en situaciones en las que se ha requerido innovar en el plano de las políticas públicas. Si entre las élites políticas o entre actores sociopolíticos relevantes las convicciones democráticas son superficiales, disminuyen las posibilidades de que surjan propuestas políticas innovadoras en ese sentido.

Este señalamiento conduce a resaltar el rol que desempeñan las capacidades estatales y gubernamentales para la implementación de las políticas públicas.3 Las contingencias y los eventos imprevistos pueden crear oportunidades favorables para ciertas políticas, que pueden ser capitalizadas por agentes con firmes convicciones democráticas. Pero esas oportunidades también se ven sujetas a los imprevistos de la implementación. No siempre es posible mantener la continuidad entre los propósitos y las capacidades. Los actores políticos pueden proponerse fines claros e inequívocos, pero contar con pocas capacidades públicas para realizarlos. Tener la capacidad de cumplir con un propósito público implica contar con recursos económicos, tecnología, normatividad apropiada y capital humano. Si se quiere impulsar una ambiciosa política de fiscalización de las finanzas de los partidos políticos, por ejemplo, no solamente hacen falta instrumentos normativos garantistas y facultativos. También se requieren personal capacitado y recursos financieros y administrativos para alcanzar las metas establecidas.

De esta manera, pueden verse los principales desafíos que enfrenta la construcción de políticas públicas para la democracia. Por un lado, las alternativas y posibilidades concretas de reforma dependen de las trayectorias y decisiones previas, que han estructurado al Estado, el gobierno y su relación con la sociedad. Por otro, se encuentra la necesidad de crear oportunidades estratégicas de reforma o profundización institucional, que vengan respaldadas por firmes convicciones democráticas y disposiciones a innovar. Finalmente, se encuentra el desafío de consolidar, al mismo tiempo, capacidades públicas suficientes para establecer y llevar a cabo las políticas esperadas.

Conclusiones: políticas públicas para la democracia

El objetivo de este trabajo ha sido señalar que el fortalecimiento de la democracia requiere poner atención a las políticas públicas. Una aseveración en este sentido puede parecer obvia y trivial, pero no lo es. En primer lugar, se requiere disipar la idea de que la democracia no puede ser objeto de las políticas públicas, pues eso implicaría "despolitizar" o convertir en un asunto de objetivos y programas lo que en realidad es una cuestión eminentemente política. Luego, es necesario delimitar el campo de las políticas públicas que son directamente relevantes para la democracia, pues podría decirse que, en última instancia, todas lo son. Además, es necesario señalar a qué se debe que ciertas políticas a favor de la democracia puedan prosperar más que otras.

En este trabajo he argumentado que las políticas públicas que pueden contribuir a fortalecer la democracia son aquellas directamente vinculadas con la materialización del principio de inclusión efectiva. Las políticas de fortalecimiento del Estado o de desarrollo económico y social pueden ser decisivas, pero son otras a las que hay que poner atención, en este caso concreto: las vinculadas al diseño constitucional, a las condiciones que promueven los valores, la competencia y la representación democrática, y a la introducción de mecanismos de participación y deliberación en las políticas públicas. Se trata de un conjunto amplio y diverso de normas, instituciones, agencias estatales y programas gubernamentales, que pueden estar en tensión entre sí o alcanzar, cada uno, niveles de institucionalización dispar.

El desarrollo de políticas públicas para la democracia lo que intenta es producir condiciones efectivas de equidad e inclusión política. Este desarrollo se enfrenta a múltiples obstáculos, originados en las disparidades políticas estructuradas a lo largo del tiempo y la historia de cada régimen. De ahí que el diseño institucional, las reformas y las innovaciones en materia de política pública requieran no solamente encontrarse respaldados por capacidades efectivas de actuación pública, sino por coyunturas políticas propicias y convicciones democráticas firmes.

Para cerrar este trabajo, es preciso hacer dos señalamientos más. El primero, es que hay que resaltar la importancia de impulsar investigaciones en torno a las agencias de gobierno, las políticas y los programas que contribuyen a hacer que el debate público, las elecciones, los procesos legislativos, la gobernanza, y demás componentes del proceso democrático, funcionen de acuerdo con lo previsto. Si en torno a esta agenda convergen la teoría política, el análisis político y los estudios de política pública, es de anticipar importantes contribuciones. El segundo, es de tipo programático: el ejercicio de la función pública requiere recursos humanos con la formación técnica adecuada, pero también con un ideario democrático a la vez afianzado y fluido. Conseguir esto implica impulsar expresamente este tipo de formación entre los políticos y servidores públicos. Los compromisos normativos con la democracia, la legalidad y los derechos humanos no se adquieren de modo espontáneo; es necesario promoverlos en la práctica, pero también como parte de la capacitación profesional y técnica de los responsables de las políticas.


Comentarios

* Este trabajo es producto del proyecto de investigación 153597, financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México, del cual el autor es titular. El autor agradece los comentarios de los revisores anónimos de este texto.

1 Uno de los exponentes clásicos de este planteamiento es Rousseau (2003). Es conocida la crítica que hace Schumpeter (1970) a esta visión, "clásica", de la democracia. Przeworski (2010, 17-43) revisa y replantea la crítica al ideal de la democracia como "autogobierno".

2 Los enfoques institucionalistas han tenido una extensa influencia en el estudio de la política y la democracia. Para un panorama general y las diversas agendas de investigación vigentes, véanse: Goodin (2003), Rhodes, Binder y Rockmann (2008) y Shapiro, Skowronek y Galvin (2007).

3 En América Latina, como muestran Zuvanic e Iacoviello (2010), las capacidades burocráticas del Estado constituyen el "eslabón más débil" en el proceso de formulación de políticas. Back y Hadenius (2008), por otra parte, sugieren que el fortalecimiento de la democracia puede significar una mejora en las capacidades estatales, evidencia que resulta alentadora para los países latinoamericanos.


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Fecha de recepción: 30 de octubre de 2012 Fecha de aceptación: 11 de abril de 2013 Fecha de modificación: 29 de abril de 2013