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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.47 Bogotá set./dic. 2013

 

El dolor crónico en la historia*

Javier Moscoso

Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesor de investigación de Historia y Filosofía de las Ciencias en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas - Centro de Ciencias Humanas y Sociales. Correo electrónico: javier.moscoso@cchs.csic.es

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res47.2013.13


Introducción

John J. Bonica definió el dolor crónico como una forma maléfica que impone al enfermo, a su familia y a la sociedad un grave estrés emocional, físico, económico y sociológico. El concepto implica que el dolor ya no funciona como señal y que adquiere en consecuencia la característica de una afección autónoma que debe considerarse en sí misma como una enfermedad. Al contrario de lo que ocurre con el dolor agudo, el dolor crónico no atraviesa culturas ni períodos históricos; no es un fenómeno universal ni en la historia ni en la cultura (Kleinman et al. 1992, 3).1 Por supuesto que la existencia de un sufrimiento persistente, que se manifiesta a lo largo de intervalos temporales continuos, no atañe en exclusividad a la práctica médica del siglo XX. Los dolores de cabeza o de espalda, los de los miembros amputados, las llamadas causalgias o neuralgias, han existido siempre. Pero eso no quiere decir que podamos considerar "enfermos" a quienes en el pasado hayan sufrido semejantes padecimientos. Aun cuando estuviéramos tentados a pensar que la cronicidad del dolor puede haber afectado a la humanidad en su conjunto a lo largo de la historia, no sucedería lo mismo con la idea, extraña, de que quienes sufrieron esos males fueron también enfermos de eso.

El presente artículo pretende sugerir que el surgimiento de la medicina del dolor y, de modo más general, la nueva política del dolor que aparece a mediados del siglo XX no están relacionados con la sustitución de marcos teóricos, o con la modificación y objetivación del objeto de estudio, sino con otras condiciones culturales relacionadas con la acotación de la experiencia. Al contrario de la interpretación más extendida, que hace de la aparición de la medicina del dolor la conclusión inevitable de las dificultades y obsolescencias de un modelo teórico agotado, me gustaría sugerir aquí una alternativa de mayor imbricación cultural. De manera general, quisiera plantear cómo la medicalización del dolor crónico no ha dependido tan sólo de factores internos dentro de la práctica hospitalaria y la teoría clínica, sino también, y sobre todo, de la formación y categorización de grupos humanos. Aun cuando la relación entre el dolor y la guerra no requiere ulteriores clarificaciones, la medicalización del dolor no sólo tuvo como protagonistas a los cirujanos de campaña, sino a grupos de población militar que había que reintegrar a la vida civil.

Dolor crónico

En una publicación de 1982, Patrick D. Wall y Ronald Melzack decían escribir para ilustrar un tipo de dolor intratable y crónico que había atormentado a miles de seres humanos a lo largo de la historia (Wall y Melzack 1996 [1982], 36 y ss.). El texto de estos dos ilustres neurofisiólogos partía de una distinción inicial entre el dolor agudo, que había sido desde antiguo uno de los signos visibles de la enfermedad, y el dolor crónico, que describían como una enfermedad en sí misma o, de manera más precisa, como un conjunto de síndromes lesivos. En la década de 1980, muchos miembros de la comunidad científica -fisiólogos, neurólogos o anestesistas- reconocían que mientras que el primero, el agudo, podía mantener un grado de utilidad -al menos en cuanto permitía anticipar la presencia de alguna condición subyacente-, el segundo (el crónico) sólo podía interpretarse como un desorden que causaba una gran cantidad de sufrimiento al paciente, a su entorno familiar y a la sociedad en su conjunto, sin que su presencia pudiera justificarse por razonamiento clínico alguno (Bonica y Albe-Fessard 1976, 17. Citado por Natas 1996, 22). A partir de la segunda mitad del siglo XX, el espacio material de esta nueva enfermedad había comenzado a poblarse con rapidez. La medicina había empezado a distinguir entre el dolor útil y el sufrimiento inútil, entre el dolor de laboratorio y el sufrimiento clínico, entre el dolor periférico y el dolor central, entre el dolor de los miembros y el dolor de las vísceras. Si bien la distinción entre dolores agudos y crónicos ya estaba presente en la fisiología romántica, hizo su aparición explícita en la segunda mitad del siglo XX. La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor, fundada en 1973, dependía tanto de esta distinción entre lo transitorio y lo crónico que cabe decir que cuando el dolor alcanzó plena visibilidad en el ámbito de la investigación clínica, ya no lo hizo como un único objeto, sino como varios.2

En lo que concierne a su desarrollo clínico, el sufrimiento humano se disolvió en una tipología de seres intermedios o síndromes lesivos (Wall y Melzack 1996 [1982], 284 y ss.). Algunos de entre ellos, como la causalgia, el miembro fantasma o la neuralgia del trigémino, ya eran viejos conocidos de la medicina, aunque no siempre con esos nombres. Otros muchos, sin embargo, aparecieron al socaire de las nuevas parcelaciones y condujeron, también, a la multiplicación de los marcos teóricos y las hipótesis explicativas. En 1986, la Asociación para el Estudio del Dolor propició la primera gran clasificación de los llamados "síndromes de dolor crónico".3 La fibrositis, el síndrome de la boca ardiente o la tendinitis comenzaron a convivir con la diversificación de la migraña o del dolor de espalda persistente. El mundo se llenaba de nuevos pobladores: la alodinia, la anestesia dolorosa, la disestesia, la hiperalgesia, la hiperestesia, la parestesia, la neuritis o el dolor periférico describían realidades que hasta entonces sólo habían tenido una existencia literaria, ocultas en los relatos incompletos, a veces increíbles, de los seres humanos afectados.

El interés clínico y académico por este nuevo objeto propició que en 1967 se fundara la Sociedad de Dolor Intratable. La revista Pain, dependiente de la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor, comenzó a publicarse en 1974 (Natas 1996). Para sus protagonistas, la aparición de esta nueva medicina parecía la culminación de un proceso, el último capítulo de una secuencia narrativa que había llevado a los seres humanos desde la lógica de la resignación a la tecnología de la resistencia. Después de la abolición del sufrimiento quirúrgico a mediados del siglo XIX, y de la introducción masiva de analgésicos en la cultura del consumo del siglo XX, razonaban estos médicos, faltaba por encontrar un tratamiento eficaz para combatir el sufrimiento asociado a la enfermedad incurable o terminal, pero también a la artritis reumatoide, a la neuralgia facial o a los síndromes postraumáticos, es decir, a las distintas variedades de la agonía física prolongada o intratable que había afligido a la humanidad entera desde los tiempos más remotos. Los cirujanos y neurólogos siempre interpretaron su historia de ese modo: como resultado de la proliferación de fenómenos anómalos que el marco teórico heredado parecía incapaz de explicar, pero también como la culminación necesaria de un proceso histórico más amplio que incluía la llegada de la mirada humanitaria al lecho del dolor y de la muerte.

Aun cuando el valor diagnóstico del dolor agudo nunca estuvo cuestionado, el sufrimiento (crónico o terminal) se disolvía en una familia de experiencias que sobrepasaba con creces, cuando no contradecía, los elementos teóricos sobre los que se había constituido la relación entre la lesión y el daño. Ése siempre fue el primer problema:

    Los médicos están dispuestos a admitir muy rápidamente que el dolor es una reacción de defensa, una advertencia afortunada que nos pone en aviso sobre los peligros de una enfermedad. ¿Pero a qué llamamos una reacción de defensa? ¿De defensa contra quién?, ¿contra qué? ¿Contra el cáncer que con tanta frecuencia produce síntomas cuando ya es demasiado tarde? ¿Contra las afecciones cardíacas, que se desarrollan siempre en silencio? (Leriche 1949 [1937], 30)

Así pretendía el cirujano René Leriche repudiar la falsa concepción que asociaba la presencia del dolor a un mal necesario y que, sobre todo en Francia, había sido la base de la investigación fisiológica desde comienzos del siglo XIX. La semiótica de los lamentos, la traducción de los gestos expresivos en signos clínicos, había permitido, entre otras cosas, hablar del sufrimiento animal o del dolor en la infancia, pero siempre se mostró incapaz de explicar cuál podía ser la advertencia que proporcionaba una neuralgia de trigémino, o de qué podía proteger el sufrimiento que acompañaba un carcinoma.

Desde el punto de vista clínico, tanto los casos de lesiones sin síntomas como los de síntomas sin enfermedad, o al menos sin enfermedad visible, evidenciaban un triple proceso de ocultación relacionado con la perspectiva experimental y con la práctica clínica. La materialización institucional del dolor crónico, su comprensión al mismo tiempo médica, clínica y cultural, dependió de la inversión de ese triple proceso de ocultación que limitaba el testimonio del paciente, que no atendía al dolor terminal y que mostraba aun menos interés por resolver o paliar el sufrimiento de grupos marginales y clases desfavorecidas, incluida en esta categoría la clase no menor del enfermo desahuciado.

Por una parte, los manuales de fisiología publicados en la segunda mitad del siglo XIX apenas se referían a los dolores viscerales, es decir, a todos aquellos que no se acomodaban fácilmente a las prácticas de laboratorio y a sus procedimientos mecánicos de objetivación y manipulación experimental. Aun cuando estos dolores internos fueran mucho menos excepcionales que los externos, la fisiología prefirió concentrarse en el estudio de lo infrecuente, mientras que lo cotidiano -los dolores que se sienten en el órgano o los que resultaban de la estimulación del sistema nervioso central- adquiría tintes de excepcionalidad. En segundo lugar, los esfuerzos de objetivación de la enfermedad habían arrumbado las cualidades narrativas del paciente, junto con todos sus recursos retóricos. El testimonio del paciente, apenas verbalizado, casi siempre dramático, sólo se hacía comprensible desde la lógica de la enfermedad mental. No ocurría, como ahora, que al sufrimiento físico se le reconociera una dimensión psicológica, sino que el enfermo de dolor crónico terminaba con frecuencia sus días en el olvido o en el cuaderno de notas de un psiquiatra (Jewson 1979). En 1919, James Mackenzie distinguía dos métodos de aproximación a la enfermedad: el propio del laboratorio, que buscaba la comprensión de los signos de la enfermedad a través de su reproducción experimental, y el que dependía de la medicina hospitalaria, que entendía el síntoma en relación con la vida del paciente (Mackenzie 1919, 31-32 y 67). Para John Ryle, uno de los exponentes de la nueva medicina social, el médico no debía ver la enfermedad en el cuerpo del paciente, sino entender a cada enfermo en el contexto de su enfermedad. Su aproximación clínica no dependía de procedimientos mecánicos de objetivación, sino de la educación de los sentidos (del médico) y la acumulación de testimonios (de pacientes). Por un lado, la medicina hospitalaria debía descansar en el examen minucioso, el interrogatorio exhaustivo y la descripción detallada de los experimentos que la propia naturaleza operaba de manera espontánea en el organismo humano. Por el otro, la misma resistencia al tratamiento que el paciente vivía como un infierno debía conducir al médico a la redefinición de sus fines y propósitos (Ryle 1948 [1928], cap. 3, 438; Ryle 1935, 35-36).4

Por último, pero no menos importante, la desigual distribución del daño entre sectores diferentes de la población también condujo a la invisibilidad social y al olvido clínico de grandes grupos humanos. Esa última forma de ocultación no sólo afecta a la historia de la medicina, sino que constituye un fenómeno de mucho mayor alcance relacionado con la elaboración cultural del dolor crónico, que tuvo una incidencia especial en los cuerpos y en los modos de existencia de los sectores de población más desprotegidos.5 El aspecto de los hijos de las clases trabajadoras de Londres, por ejemplo, era "pálido, delicado, enfermo [...], muchos padecían enfermedades de los órganos nutritivos relacionados con la nutrición, curvatura y distorsión de la columna y deformidad en las extremidades" (Picard 2006, 232). También el cuerpo del trabajador se avejentaba y encorvaba de manera prematura. Al menos desde la segunda mitad del siglo XIX, cada vez aparecen más testimonios relativos a la forma en la que cada profesión parecía otorgar los signos de la reiteración mecánica y monótona de las acciones de la vida laboral. No sólo que cada oficio tuviera una "fisiología" -según habían escrito algunos viejos tratadistas románticos, y que parecían dispuestos a confirmar algunos cronistas modernos-, sino que los movimientos reiterados de la actividad profesional, unidos al uso de sustancias químicas, deformaban el cuerpo del trabajador hasta el extremo de producir lesiones morfológicas.

Aun cuando de todas las enfermedades se pueda decir, de manera casi tautológica, que han sido "construidas", lo que la enfermedad crónica debe a su contexto social es todavía más determinante. El dolor crónico ocupa un espacio, y no menor, en muchas condiciones intratables o incurables. Al mismo tiempo, aparece de manera recurrente en enfermedades nerviosas de larga duración, tanto si a esas enfermedades se les atribuye un origen orgánico como psicológico. Estas evidencias históricas sugieren que la ausencia o presencia de la expresión "dolor crónico" no permite por sí sola esclarecer la naturaleza de la enfermedad. El problema no depende de la existencia de un nombre -que, por otra parte, no pasó a tener un uso extendido hasta la década de 1970-, sino de la forma en la que el paciente interpreta sus síntomas y de la manera en la que pudieron encuadrarse en un contexto médico y cultural que los hiciera significativos (Baszenger 1998, 63 y ss.). La distinción entre el dolor agudo y el dolor crónico, sobre la que Wall y Melzack intentaban explicar que el surgimiento de la medicina del dolor no es una prerrogativa del siglo XX, y que tampoco permite explicar por sí sola el desarrollo de la medicina paliativa (Morris 1998, cap. 4). La medicalización social del dolor crónico no depende tan sólo de la presencia de un nombre, sino del modo en el que el ser humano dialoga, de manera reiterativa, con su dolor físico.6 Lo que confiere credibilidad y valor emocional a la narración que el paciente hace de sus síntomas no es la adecuación a un marco teórico que siempre se muestra insuficiente, mucho menos aún la correspondencia siempre cuestionada entre lesión y dolor, sino la semejanza con otras narraciones de lo mismo (Kleinman et al. 1992, 9).

La militarización

Tiempo antes de que Wall y Melzack desarrollaran su nueva teoría del dolor, el neurólogo y escritor norteamericano S. Weir Mitchell (1829-1914) había encontrado material de estudio en la experiencia vivida durante la Guerra Civil. En parte como respuesta emocional a un conflicto en el que murieron más de seiscientos mil soldados, y en parte también por la introducción de las balas cónicas giratorias. Mitchell se enfrentó a las consecuencias materiales de un episodio nacional en el que medio millón de hombres regresaron a casa mutilados. Para cuando comenzó a escribir su tratado sobre el miembro fantasma, sobre la causalgia y la neuritis ascendente, unos quinientos mil hombres habían resultado heridos, y de los sobrevivientes, muchos regresaron desahuciados.7 Como a otros muchos médicos y cirujanos, la excepcionalidad del conflicto le brindó la posibilidad de convivir con una enorme variedad de lesiones en nervios periféricos. Sus dificultades provenían de tres lugares distintos. En primer lugar, Mitchell debía buscar antecedentes clínicos para determinar si el fenómeno había sido descrito con anterioridad. En segundo lugar, el cirujano consideraba imprescindible buscar un remedio paliativo, un tratamiento que pudiera producir una mejora significativa en la condición de los heridos. Por último, pero no menos importante, debía valorar la naturaleza de los casos observados, ya fuera para considerarlos como ejemplos de trastornos psicogénicos, de lesiones orgánicas o, lo que sería aún peor, del deseo soterrado por parte del soldado de exagerar sus síntomas. Este último problema tenía una especial relevancia, puesto que la ausencia de elementos diagnósticos que pudieran considerarse objetivos facilitaba que los síntomas fueran encuadrados con frecuencia en el contexto de la enfermedad mental. Incluso, Mitchell describe en ocasiones a los heridos de este modo: "el soldado se convierte en un cobarde y el hombre más fuerte apenas está algo menos nervioso que la niña más histérica" (Mitchell, Morehouse y Keen 1864, citado por Meldrum 2003, 2471)8. Tiempo atrás, el doctor Joinville hubiera dicho que los soldados "gritaban como parturientas" (Dauzat 2007, 73). El paciente se vuelve histérico, "si podemos usar el único término capaz de ilustrar los hechos" (Mitchell, Morehouse y Keen 1864, 103, citado por Cervetti 2003).9 En el caso de la causalgia, Mitchell sabe bien que el temperamento del paciente se tornaba progresivamente irritable. El sonido de un periódico, un pequeño soplo de aire, las vibraciones producidas por una banda de música o el golpeteo de los pies al caminar incrementaban el dolor y disparaban la angustia (Mitchell, Morehouse y Keen 1864, 102-103).

A comienzos del siglo XX, otro cirujano militar, William Livingston, también defendió que los estudios sobre producción, transmisión y recepción de señales nerviosas habían escamoteado la razón al paciente hasta el punto de que sus gestos y palabras sólo podían comprenderse desde la lógica de la enfermedad mental. La ausencia de correlación entre el estímulo y la respuesta ponía la carga de la prueba en el enfermo, cuyas quejas parecían falsas o excesivas en relación con cualquier estímulo que pudiera desencadenarlas: "Yo sabía que algunos exageraban sus quejas y asumí que, una vez hubiera identificado la causa de su dolor, sería capaz de determinar, a partir de la naturaleza de sus lesiones orgánicas, si sus lamentos eran reales o debidos a algún factor psicológico", escribió Livingston (1998 [1957], 87 y 4).10 El interés de este profesor de la Universidad de Oregón en el dolor provenía de sus experimentos con modelos animales, y sobre todo, de su experiencia como médico militar durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, como jefe de la División de lesiones nerviosas periféricas del Hospital Naval de Oakland, aprendió que para el paciente, la severidad del dolor era mucho más significativa que las opiniones expertas sobre lo que el paciente debería sentir o sobre la forma en la que los impulsos ascendían por sus nervios. Consciente de las dificultades, Livingston defendió que el dolor no se entendiera como una entidad científicamente establecida, sino como un concepto flexible y dinámico que debía incluir tanto elementos psicológicos como sensoriales (Livingston 1943, 62).

Tanto para Mitchell como para Livingston, el argumento más convincente a favor de la realidad del síndrome doloroso del miembro fantasma no dependía de una nueva definición del dolor, y ni siquiera de una reestructuración de la práctica médica (Bailey y Moersch 1943). Lo que permitía mantener los relatos de los soldados en el esquema propio de la racionalidad clínica, incluso en aquellos casos más extraordinarios, era la notable semejanza de los casos Livingston (1943, 9).11 La condición inicial para que el malestar subjetivo adquiriera relevancia clínica dependía de la capacidad de acotar la experiencia dilatada del paciente, de modo que las vivencias individuales pudieran compararse. Para que el malestar se estableciera no sólo como enfermedad, sino también como una condición aceptada socialmente, la cronicidad debía abandonar el ámbito de la experiencia privada y encuadrarse en una experiencia colectiva susceptible de adecuarse a la misma estructura narrativa de otro conjunto de males. Por sí sola, la mera incurabilidad no determinaba nada, pues siempre hubo enfermedades crónicas que, o bien no fueron medicalizadas, o bien no afectaban a la consideración social del paciente.12 Por el mismo motivo, no a todo malestar ha correspondido históricamente un contexto clínico significativo (Szabo 2009).13

Lo que no fue nunca aplicable a los segmentos de población proletaria de la Europa industrial sí encontró acomodo en una población itinerante que ya vivía de acuerdo con parámetros excepcionales. Me refiero, por supuesto, a la población militar. Desde los tiempos del emperador romano Marco Aurelio -que escribió sus Meditaciones con los cadáveres aún calientes de los legionarios romanos- hasta los cirujanos militares de la Segunda Guerra Mundial, la historia del dolor ha estado siempre ligada al enfrentamiento sangriento y al hospital militar. Mitchell sabe bien que el final de la Guerra Civil no supone tan sólo la reconciliación de los contendientes, sino la formación de una memoria colectiva a partir de los trozos de los heridos y mutilados de guerra.

Al contrario que otros enfermos de dolor crónico e intratable, como los enfermos de cáncer -una enfermedad que durante el mundo moderno afecta especialmente a las mujeres-, los soldados heridos en el frente constituyen un grupo social que debe ser restituido, y su dolor no puede ser eludido. Aun cuando los grandes nombres relacionados con el surgimiento de la medicina del dolor eran cirujanos o anestesistas militares -incluidos, por supuesto, Mitchell y Livingston, pero también el propio John Bonica-, la relación entre la formación de un nuevo tipo de dolor, el intratable, y un nuevo grupo humano, el enfermo de dolor crónico incurable -representado por la población militar, por los cientos de soldados heridos en los campos de batalla-, sigue siendo terreno inexplorado. Sin embargo, es preciso reconocer que la agrupación de síntomas relacionados con el dolor fue también ligada al proceso, igualmente esencial, de creación de un grupo, de una clase de los que hasta entonces no pertenecían a ninguna. El dolor crónico intratable y el enfermo de ese dolor se relacionan en el espacio público del hospital militar. Allí, bajo la experiencia dramática de la guerra, los heridos no construyen su enfermedad, pero sí permitieron que la reiteración sistemática de sus síntomas los convirtiera, por primera vez en la historia, en genuinos enfermos de dolor crónico.

Conclusiones

He intentado sugerir cómo la medicina del dolor y, de modo más específico, la aparición de unidades y especialidades relacionadas con el dolor crónico intratable no dependían de cuestiones nominales ni de revoluciones teóricas. No es ni la distinción entre el dolor agudo y el dolor crónico, ni la aparición de la Gate Control Theory o de la noción pragmática del Pain Clinic, la que puede considerarse responsable de este desarrollo clínico. Por el contrario, he intentado proponer cómo la nueva conceptualización del dolor dependió, en buena medida, de la puesta en valor de un grupo humano, los heridos en la Guerra Civil americana, o en las dos guerras mundiales del siglo XX, cuyos síntomas no podían quedar ni culturalmente olvidados ni socialmente relegados. Sólo esa puesta en valor, que no tuvieron por ejemplo los enfermos de cáncer, permitió que sus "anomalías" pasaran a ser significativas, sin caer tampoco en la esfera de la enfermedad mental. Lo que los protagonistas vieron en los años sesenta del pasado siglo como el inicio de su cambio de modelo, más bien parecería entonces la conclusión, o al menos una de ellas: antes de que el dolor crónico pasara a ser una enfermedad, el enfermo de dolor crónico intratable debía convertirse en enfermo. Su drama, el drama de estos pacientes, debía resolverse no desde la lógica del olvido o del abandono, sino la de la resistencia y la reconciliación.


Comentarios

* Este texto está inspirado en el capítulo VIII de mi libro Historia cultural del dolor, publicado en 2011 por la editorial Taurus, y en 2012, en su traducción al inglés, por la editorial Palgrave-Macmillan.

1 "Unlike acute pain, chronic pain (lasting for months or years) is not a ubiquitous experience. Nor has it been shown to be universal, crossing cultures and historical epochs".

2 La definición de dolor que proporciona la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASP) merece ser citada por extenso: "An unpleasant sensory and emotional experience associated with actual or potential tissue damage, or described in terms of such damage. Note: The inability to communicate verbally does not negate the possibility that an individual is experiencing pain and is in need of appropriate pain-relieving treatment. Pain is always subjective. Each individual learns the application of the word through experiences related to injury in early life. Biologists recognize that those stimuli which cause pain are liable to damage tissue. Accordingly, pain is that exper ience we associate with actual or potential tissue damage. It is unquestionably a sensation in a part or parts of the body, but it is also always unpleasant and therefore also an emotional experience. Experiences which resemble pain but are not unpleasant, e.g., pricking, should not be called pain. Unpleasant abnormal experiences (dysesthesias) may also be pain but are not necessarily so because, subjectively, they may not have the usual sensory qualities of pain. Many people report pain in the absence of tissue damage or any likely pathophysiological cause; usually this happens for psychological reasons. There is usually no way to distinguish their experience from that due to tissue damage if we take the subjective report. If they regard their experience as pain and if they report it in the same ways as pain caused by tissue damage, it should be accepted as pain. This definition avoids tying pain to the stimulus. Activity induced in the nociceptor and nociceptive pathways by a noxious stimulus is not pain, which is always a p sychological state, even though we may well appreciate that pain most often has a proximate physical cause".

3 Esta primera clasificación se publicó en la revista Pain. Merskey (2002 [1986]).

4 Sobre Ryle (Porter 1993). Véase también Garro (1992).

5 Sobre las polineuritis, sobre todo las ligadas al alcoholismo, véase Sournia (1986); véase también Moriceau (2002).

6 Sobre la experiencia y la voz del enfermo, véase Rieder (2003, 215-230), y sobre la anorexia, Albano (2003, 51-67) y Shuttleton (2003, 68-91).

7 Sobre el caso de George Dedlow, véase el magnífico artículo de Goler (2004). En relación con el contexto histórico, véase Faust (2009).

8 "The soldier becomes a coward, and the strongest man is scarcely less nervous than the most hysterical girl".

9 (Mitchell, Morehouse y Keen 1864, 103), citado por Nancy Cervetti (2003): "As the pain increases, the general sympathy becomes more marked. The temper changes and grows irritable, the face becomes anxious, and has a look or weariness and suffering. The sleep is restless, and the constitutional condition, reacting on the wounded limb, exasperates the hypersthetic state, so that the rattling of a newspaper, a breath of air, another's step across the ward, the vibrations caused by a military band, or the shock of the feet in walking, give rise to increase pain. At last the patient grows hysterical, if we may use the only term which covers the facts".

10 "The complaints of these patients seemed to be excessive in relation to any cause I could identify. Their symptoms did not remain confined to the distribution of any single somatic nerve or spinal segment, and in some cases they spread beyond the injured limb to other extremities or distant internal organs [...] I knew that patients sometimes exaggerated their complaints of pain but I assumed that when I had identified the cause of their pain I could tell from the nature of the organic lesion whether their pain complaints were real or due to psychological factors".

11 Más adelante, Wall y Melzack (1996 [1982], 62) consideraron un error la división del dolor propio del miembro fantasma en orgánico o psíquico.

12 Véase Rousseau et al. (2003). Véase también el clásico de Rosenberg y Golden (1997); y Cassell (2004 [1991], 47). Los diabéticos o los hipertensos no están permanentemente enfermos.

13 Véase también Lewis (2007).


Referencias

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