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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.47 Bogotá set./dez. 2013

 

Participación política de desmovilizados: Universidad Nacional de Colombia y Naciones Unidas, 28 de abril de 2013*

Francisco Leal Buitrago

Profesor Honorario de la Universidad Nacional de Colombia y de la Universidad de los Andes, Colombia. Correo electrónico: frleal@uniandes.edu.co

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res47.2013.14


El proceso que se adelanta entre delegados del Gobierno y de las Farc en busca de una paz se convirtió en el caballito de batalla de la política nacional al inicio de la coyuntura electoral. Este hecho se debe al escenario de polarización política alimentado desde el Gobierno anterior, que se manifiesta ahora en el veto que figuras públicas plantean a la participación política de guerrilleros que se desmovilicen. Este problema y los factores que lo rodean requieren una explicación para su comprensión, en una sociedad anestesiada frente a la violencia y radicalizada en medio de odios, privilegios e insensibilidad ante los problemas sociales en el país.

Sobre esta base, y apoyado en investigaciones académicas, planteo inicialmente razones históricas que explican por qué, a lo largo de la historia del país, la política ha estado mediada por la violencia, con el propósito de entender el surgimiento de guerrillas, su vigencia y degradación, y la necesidad de poner fin a esta situación mediante una búsqueda de paz que incluya formas de participación política para quienes se desmovilicen.

Luego de esa explicación, abordaré el tema de la participación política. El objetivo de la participación es abrir nuevos espacios que permitan controlar los factores de inseguridad que subsistan en el país. Esta meta responde a la necesidad de fortalecer el Estado, para que adquiera la capacidad de institucionalizar los conflictos y negociar los intereses, en lugar de ser un factor más de conflicto.

En Colombia la política ha generado numerosos conflictos, que con frecuencia sobrepasan la capacidad de la sociedad para controlarlos. Esta tendencia se agravó, por cuanto su recurrencia facilitó el surgimiento de grupos de delincuencia organizada, como las guerrillas, los narcotraficantes y los paramilitares, que se mantienen y reproducen por la facilidad con que delinquen frente a los pocos riesgos que corren.

En el país persisten factores sociales que generaron condiciones favorables para que los procesos históricos desembocaran en la situación mencionada. La permanencia de esos factores fue facilitada por la forma como evolucionó la sociedad, en especial por el papel que desempeñaron los grupos dirigentes en la modernización capitalista, ocurrida desde mediados de los años cuarenta del siglo pasado. Al respecto, señalaré seis factores que son sobresalientes.

1. Regionalización acentuada, dispersa y con tendencia endógena, que ha dificultado una integración política para la formación de una nación claramente definida. En este ambiente, no se han creado referentes nacionales fuertes y estables. Esta debilidad política de la nación ha impedido el fortalecimiento de estructuras nacionales, como el Estado, los partidos políticos y la sociedad civil.

2. Debilidad política del Estado, que se expresa en la poca capacidad para generar credibilidad en sus instituciones, es decir, legitimidad. Esta situación se concreta en la limitada posibilidad de administrar los conflictos sociales para que no desemboquen en violencias. La debilidad estatal se ocultó durante más de un siglo en un bipartidismo premoderno, absorbente y sectario. La Iglesia católica, también absorbente y premoderna, sirvió de complemento a la sustitución distorsionada de funciones estatales.

3. Fragilidad de la sociedad civil, con pocas organizaciones hasta hace unas seis décadas, casi todas en representación de intereses de las élites. La proliferación posterior de esas organizaciones ha sido dispersa, y además tienen escasa capacidad de expresarse para crear efectos destacados. Las dificultades para ejercer liderazgos, debido a amenazas derivadas de la delincuencia organizada, han limitado también el fortalecimiento de la sociedad civil.

4. Concentración extrema de la riqueza y el ingreso, y consecuente polarización entre pobreza y riqueza sin cambios significativos. Esta situación fue amortiguada por el crecimiento de clases medias producto de la tardía modernización capitalista y la urbanización acelerada. Pero esta amortiguación tendió a estancarse desde los años noventa. La exclusión social de gran parte de la población es el corolario de este factor.

5. Reproducción permanente del campesinado pobre y excluido, debido a la existencia de amplias fronteras agrarias, aisladas y dispersas, que mediante colonizaciones espontáneas, consecuencia de la presión de los terratenientes, cumplieron el papel de válvula de seguridad para los conflictos sociales hasta hace pocas décadas. Esa clase campesina facilitó, al menos entre 1965 y 1985, la existencia de guerrillas.

6. Incapacidad de formular políticas sociales integrales -pero también de implementar las aprobadas- para incorporar a sectores excluidos y romper la tendencia de concentración de la riqueza y el ingreso. Esto ha facilitado la continuidad de acumulación de capital sin regulaciones y la permanencia de privilegios, entre los que sobresalen los de los terratenientes. Su representación política sobredimensionada, frente la población diversificada, ha contribuido a esta incapacidad de integración.

En un ambiente que incluía los seis factores mencionados, a mediados del siglo pasado comenzó un tardío y caótico proceso de modernización capitalista en la sociedad. Sus dos décadas iniciales exhibieron el sectarismo bipartidista, en el período conocido como "La Violencia", que provocó masacres e inesperados cambios sociales, además de alimentar la debilidad del Estado. Comenzó entonces una dispersa, rápida y desorganizada urbanización, y una inestable diversificación de la sociedad.

En medio de la violencia, y con el fin de acabar con ese caos, sectores liberales de las clases dirigentes forzaron un proyecto de modernización del Estado a través del régimen del Frente Nacional, entre 1958 y 1974. Esta modernización política se apoyó en un bipartidismo excluyente, que careció de proyecto de nación al reflejar los intereses de unas élites cobijadas aún por el exclusivo modelo oligárquico latinoamericano ahora agotado.

El proceso de modernización social y política integró y transformó antiguos problemas no resueltos en la sociedad -en particular el de tierras-, a los que se les agregaron los producidos por los nuevos cambios, sin que se plantearan soluciones efectivas. En búsqueda de soluciones, los grupos dirigentes trataron de incorporar sin éxito los conflictos sociales al nuevo régimen, para articular los intereses dispersos en la sociedad. Mediante este régimen, la burocratización y el clientelismo sustituyeron al sectarismo como motor de reproducción del bipartidismo, al expandir el aparato del Estado como medio de integración frente a la diversificación de intereses y el aumento de conflictos.

Este modelo de integración social supuso, además, que al suprimir la oposición democrática se limaban las asperezas políticas del bipartidismo y se disminuían los conflictos. Pero la diversificación social creció por fuera de un establecimiento limitado en su influencia a partir de la pérdida de las ideologías de pertenencia al bipartidismo, creando sus propios medios de protesta y oposición. La inestabilidad social desbordó así el control de las normas legales, a medida que su aplicación equiparó las protestas sociales con la subversión nacida de los rezagos de "La Violencia", los estímulos de la Guerra Fría y la ausencia de una oposición regulada. La estabilidad formal de las instituciones sirvió de amortiguador, e hizo pensar que los problemas sociales eran controlables con la continuidad de facto del Frente Nacional y la improvisada pero persistente represión oficial.

El contexto social y político en el que confluyó el país en los años ochenta estimuló el crecimiento del narcotráfico, mediante las necesidades campesinas en las zonas de colonización, su protección interesada por parte de la subversión y la penetración mafiosa en la economía nacional. El narcotráfico se convirtió en potenciador de problemas existentes, como la debilidad del Estado y la consecuente impunidad, la corrupción estimulada por el clientelismo y el aumento del gasto público, la acumulación capitalista desregulada y la diversificación de la violencia.

La ineficacia militar frente a la subversión indujo a los terratenientes a organizar grupos de paramilitares, con la anuencia del Ejército. Surgieron alianzas según regiones e intereses de grupos y sectores sociales, legales e ilegales, y aumentaron la delincuencia y las acciones terroristas, entre las que sobresale el exterminio de la Unión Patriótica. Las confrontaciones resultantes desembocaron en la ambivalente coyuntura de 1989 a 1991, que culminó con una nueva Constitución que reconoció una sociedad emergente, afirmó la descentralización y permitió la apertura del modelo de desarrollo. El día de la elección de la Asamblea Constituyente se produjo el fiasco de la toma militar de "Casa Verde", centro de operaciones del Secretariado de las Farc. El fin de la Guerra Fría y la aceptación estatal de su debilidad mediante negociaciones con los narcotraficantes rubricaron la nueva situación.

El temor por parte de quienes detentan privilegios, a que el nuevo régimen de la Carta del 91 se tradujera en un sistema político más democrático, indujo el inicio de cambios constitucionales e hizo resurgir los conflictos políticos en el establecimiento, el cual se reacomodó de acuerdo con las condiciones creadas por la apertura económica y el narcotráfico en expansión. La injerencia de Estados Unidos se hizo más ostensible, motivada por el fin de la Guerra Fría y su concepción prohibicionista y represiva contra las drogas. Así, este problema se volvió prioritario para la seguridad hemisférica.

La debilidad del Estado se expresó entonces en confusas alianzas para doblegar al grupo más desafiante de narcotraficantes, el cartel de Medellín, incluso con el apoyo de sus competidores, el cartel de Cali, lo cual confluyó en una confrontación indiscriminada del Gobierno con narcos y guerrillas. Ese enfrentamiento trajo consigo la dispersión del narcotráfico, a medida que el establecimiento disimulaba sus vínculos con los narcotraficantes y éstos buscaban la protección de guerrillas y paramilitares, sus nuevos socios antagónicos. Estos últimos grupos se expandieron a la sombra de la incapacidad estatal para confrontar a una subversión ya degradada.

La fragilidad política del gobierno de Samper, entre 1994 y 1998, derivada del descubrimiento de vínculos del establecimiento con los narcotraficantes, inhibió la posibilidad de retomar los intermitentes procesos de paz iniciados en 1982 y de buscar el control civil sobre la política militar de orden público intentado en el Gobierno anterior. Esta situación fortaleció las guerrillas, al amparo de los réditos brindados por el narcotráfico, el secuestro y la extorsión, y además, los partidos de izquierda mostraron incapacidad para definir una oposición democrática. Por su parte, los paramilitares también se fortalecieron, secundados por sectores empresariales y la permisividad de la Fuerza Pública. El Ejército sufrió entonces sus mayores derrotas frente a la subversión. Se impulsó así el sometimiento del control territorial y de las autoridades locales a la competencia entre guerrillas y paramilitares. La disyunción política entre el Gobierno Nacional y los gobiernos regionales y locales adquirió mayor visibilidad.

El final de la larga estabilidad macroeconómica y la expansión del conflicto armado interno reforzado por el desastre del Caguán mostraron que la violencia había dejado de ser funcional para muchos intereses dominantes. En el proceso del Caguán entre Gobierno y guerrilla, la arrogancia de las Farc les hizo creer que eran invencibles frente a la escasa capacidad política oficial, arruinando la mejor oportunidad de su larga historia para alcanzar una paz. Pero en ello influyó también la desconfianza estimulada por el exterminio de la Unión Patriótica. Con ello, la sociedad asumió enormes costos en vidas y recursos, y aumento de la delincuencia y el narcotráfico, además de frustrarse la posibilidad de fortalecimiento de la democracia.

En estas circunstancias, la dirigencia del país, inmersa en una sociedad atomizada y con organizaciones políticas con poca legitimidad, amedrentada por el terrorismo y con escaso liderazgo, claudicó ante el modelo de intervención del Plan Colombia liderado por la política hemisférica de Estados Unidos. La presión oficial de este país obligó a la Fuerza Pública a reorganizarse y adquirir mayor capacidad operativa, aunque con distorsiones derivadas de la política punitiva contra las drogas.

El desprestigio del proceso del Caguán influyó en el contundente triunfo del candidato presidencial que ofrecía mano firme contra la subversión. El prolongado gobierno de Uribe, inaugurado en 2002, se enfrentó con decisión pero con poca claridad a los problemas políticos, económicos y de seguridad del país. En el campo político, el Presidente subordinó al Congreso a sus requerimientos. Sus propuestas no buscaron eliminar las distorsiones institucionales sino acentuarlas, como ocurrió con la reelección presidencial. En ella, su contrincante, el Polo Democrático Alternativo, dilapidó luego el mayor capital político obtenido por la izquierda en el país. Y, a su vez, la necesidad del Presidente de mantener su capital político ayudó a que lo esencial se tornara secundario; además, el realce gubernamental de la autoridad sobre la libertad hizo aún más vulnerable a la democracia.

En el campo de la seguridad, pese a la falta de precisión en la publicitada "Política de seguridad democrática", el Presidente supo aprovechar los cambios operativos anteriores para arreciar la ofensiva militar en contra de las Farc y confrontar sus medios terroristas, bandoleriles y de sabotaje. La obsesiva presión presidencial por resultados medidos en muertes enemigas indujo a actos delictivos por parte de la Fuerza Pública. Por su parte, los paramilitares recibieron trato preferencial frente a las guerrillas, amparados por sus alianzas con dirigentes políticos regionales. La improvisación oficial en el largo y publicitado proceso de su desmovilización hizo más visibles sus alianzas políticas y provocó la fragmentación y posterior reproducción de antiguos grupos, aumentando la inseguridad en comarcas y ciudades.

En el actual Gobierno, cuyo presidente supo sacar ventaja política de su corto y eficiente paso por el Ministerio de Defensa, se abrieron espacios hacia el exterior. Pero hubo continuidad en el uso de medios militares frente al déficit de recursos políticos para hallar una esquiva paz. Ese énfasis militar contrastó con algunas reformas sociales que, aunque limitadas, son valiosas, dados los fracasos anteriores. Por otro lado, las conversaciones del Gobierno con las Farc se mantuvieron en secreto en sus comienzos. Pero una vez se conocieron, el expresidente Uribe hizo más visible su frustración al no haber podido introducir el caudillismo en un país con una larga historia de formalidad democrática. Sus obsesivas críticas al gobierno de Santos y su coalición se enfocaron entonces en el proceso que se adelanta en La Habana.

El recuento anterior, de un país que ha llevado su historia en medio de violencias, sirve de apoyo para tratar el punto dos de la agenda entre el Gobierno y las Farc. Se trata de la participación política por parte de eventuales desmovilizados de la guerrilla.

El actual panorama internacional es diferente al de hace poco más de dos décadas, cuando Colombia apareció ante el mundo por causa del narcotráfico y la violencia. En ese tiempo, las élites continuaban con indultos y amnistías cada vez que se agotaba uno de los tantos conflictos armados. Pero los efectos de la finalización de la Guerra Fría, como el realce de organismos multilaterales y los traumas causados por las guerras, situaron en el primer plano de las relaciones internacionales los DDHH y el DIH, además de normas y mecanismos para buscar y mantener la paz. Se quebró así el desgastado dogma formulado por Von Clausewitz (1992), cuando afirmó que "la guerra es la continuación de la política por otros medios".

De lo que se trata ahora es de entender que la guerra es el fracaso de la política en su búsqueda de paz, pues hoy su objetivo central es evitar la guerra institucionalizando los conflictos y negociando los intereses presentes en la sociedad. Esta premisa debería ser el eje de las conversaciones en La Habana, ya que éstas no son un sometimiento por parte de las Farc. De ahí la necesidad de buscar la participación política de quienes se desmovilicen, pero no mediante amnistías o indultos, sino a través de recursos internacionales y nacionales expresados en modelos de justicia transicional.

El acto legislativo, Marco Legal para la Paz, ha sido avalado por varios organismos nacionales consultados. Aunque es un marco normativo que ha recibido críticas, parece apropiado como mecanismo para lograr un equilibrio entre la búsqueda de una paz negociada y la satisfacción de los derechos de las víctimas. Hoy no se trata solamente de dictar sentencias condenatorias y privativas de la libertad, sino de buscar mecanismos alternativos que faciliten poner fin a conflictos armados, sin llegar a la impunidad. Los derechos de las víctimas, olvidados en indultos y amnistías pasados, y en las desmovilizaciones de paramilitares, son ahora la prioridad.

Reconocerlos, mediante la divulgación de la verdad y la búsqueda de reparación por parte de los victimarios, hace parte de los medios transitorios de justicia. También debe haber garantía de no repetición, incluida una rendición de cuentas por parte de las Farc. Así mismo, entre la multitud de casos que hacen imposible su investigación, seleccionar algunos destacados es imprescindible para llegar a una justicia razonable, en aras de una paz. Esto hace parte de una labor pedagógica de humanización del conflicto, no sólo para las víctimas sino para una sociedad anestesiada ante las tragedias, en la que priman ideologías radicales y vendettas.

Esta concepción no inválida las investigaciones de delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra -es decir, ataques planeados o generalizados contra la población civil-, que tienen mayor trascendencia y requieren una definición. Además, le daría validez a principios de investigación y justicia que no caerían en jurisdicción de la Corte Penal Internacional al no llegar a la impunidad. Este organismo tiene jurisdicción en el país a partir de noviembre de 2002 para delitos de lesa humanidad, y desde noviembre de 2009 para crímenes de guerra.

Pero el problema más grave no es jurídico, sino político e ideológico. Si bien las Farc se han ganado un repudio generalizado por sus desmanes y crímenes, y por su descaro al negar hechos repudiables en contra de las leyes, éste se ha acrecentado por conveniencia política del Gobierno anterior y por la del ahora expresidente y sus huestes. Quienes repudian esta guerrilla sin que medien intereses políticos, y comprendan la trágica situación de la sociedad colombiana, su reacción frente a un eventual éxito en las negociaciones sería de tranquilidad y de aceptación a la participación política de desmovilizados.

Pero no ocurre lo mismo con quienes han incorporado en sus opiniones y actuaciones públicas posiciones radicales y sentimientos de odio y venganza que contribuyen a alimentar la polarización de la opinión pública. Infortunadamente, el gobierno del presidente Santos no ha tenido la capacidad política suficiente para definir una posición de gobierno que busque al menos frenar el efecto de esos intereses desbocados. Algunas declaraciones de sus funcionarios sobre el proceso de paz no han sido afortunadas para ese objetivo fundamental. Aunque un poco tarde, esta ambivalencia ha comenzado a corregirse, pero no lo suficiente.

Un ejemplo al respecto es el del Ministro de Defensa, que ha oficiado de facto como portavoz del Gobierno, en lugar de un vocero adecuado, como sería el Ministro del Interior. Pero lo peor es que lo ha hecho a rajatabla contra la guerrilla, sin tomar una posición política apropiada que subordine su ideología y sus conveniencias personales frente a las fuerzas bajo su mando. Por eso no es de extrañar el tono de las declaraciones públicas de sus subordinados, que en cada frase incluyen adjetivos ya saturados, como terroristas, narcotraficantes, bandidos, y otros tantos del mismo calibre. ¿Cómo puede pues ambientarse en la sociedad una eventual paz con las Farc -como cuota inicial para proseguir con otras manifestaciones de inseguridad pública- si las autoridades fomentan la esquizofrenia que existe en este país fragmentado?

Las formas de una posible participación política son muy diversas y podrían caber en los recursos que brinda la justicia transicional. Unos pocos ejemplos sobre la materia: nuevos movimientos y partidos; cupos transitorios en órganos de representación popular; conmutación de penas por beneficios a las víctimas o a la sociedad; penas cortas con posibilidades posteriores de participación; e indultos a penas por delitos menores. Así, pues, no hay que olvidar que, por definición, la imaginación política es de hecho fértil, sin necesidad de que se desquicie, como ha ocurrido en el país.

Además de formas de participación política y otras medidas que serían refrendadas por la voluntad popular mediante mecanismos adecuados previstos en la Constitución, sería conveniente una reforma de fondo para inducir un sistema de partidos efectivo y democrático, que es inexistente. Habría que incluir allí un nuevo sistema electoral, así como reformas al régimen político para hacer más funcional la democracia. Sin esos cambios no tendría presentación abrir las puertas a una participación de guerrilleros desmovilizados en un campo minado por el clientelismo, la corrupción, las alianzas con criminales, y, lo peor, por ciertos delincuentes que ejercen la política. En ese caso, sería ofrecerles en bandeja de plata a los exguerrilleros la tentación de continuar delinquiendo.


Comentarios

* El texto fue presentado en el segundo foro sobre las negociaciones entre el Gobierno Nacional y las Farc en La Habana, organizado por la Universidad Nacional de Colombia y Naciones Unidas, Bogotá, 28 de abril de 2013.


Referencia

1. Von Clausewitz, Carl. 1992. De la guerra. Bogotá: Editorial Labor.         [ Links ]