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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.50 Bogotá set./dez. 2014

 

La coyuntura actual en el contexto del último medio siglo en Colombia

Malcolm Deas*

* Historiador inglés, realizó estudios de Historia Moderna en la University of Oxford (Reino Unido). Tiene un Honorary Doctorate de la Universidad de los Andes (Colombia). Sus líneas de investigación se centran principalmente en la historia política, económica y social de Colombia, Venezuela y Ecuador durante los siglos XIX y XX. Correo electrónico: Malcolm.deas@lac.ox.ac.uk

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res50.2014.02


He conocido al país durante medio siglo; y en esos años, a dieciséis de sus presidentes -Alberto Lleras Camargo fue casi el primer colombiano a quien conocí, en una visita que hizo a Oxford en 1963-.[1] Escribo estas reflexiones políticas desde allá, blindado por la larga perspectiva, y por la lejanía. Espero que el ejercicio ayude a clarificar de dónde ha venido Colombia en estos cincuenta años, y adónde va.

Primero, los grandes cambios sociales

La población se ha urbanizado, en algunas décadas a un ritmo asombroso. No hay movilidad geográfica sin movilidad social y política, y la migración a las ciudades produjo una nueva clase media, mucho más grande, y contribuyó a la paulatina muerte de las viejas lealtades sectarias. Se cambió la posición de la mujer, desde la clase alta hacia abajo, encontrando poca resistencia en una sociedad supuestamente machista. El poder de la Iglesia católica resultó ser en gran parte un espejismo, incapaz de resistir la planificación familiar y la competencia de las iglesias evangélicas. Se multiplicaron las universidades, y con esto, la capacidad potencial del país para analizar sus propios problemas. De la escasa televisión en blanco y negro se ha llegado a los universales canales en colores, de un país muy mal comunicado con el resto del mundo al país con el segundo aeropuerto en tráfico en América del Sur. Los colombianos viajan más, dentro y fuera del país. La vieja economía cafetera ha sido reemplazada por la nueva, la del petróleo y la minería. Han llegado nuevos patrones de consumo: en las esferas altas, un lujo sin precedentes, y en las bajas, los celulares, las motocicletas, aun el carro coreano o chino. Ha crecido mucho la corrupción.

Segundo, ciertos ciclos experimentados

Los ciclos de la economía ilegal: de las esmeraldas, negocio de la primera "gente emergente", a la marihuana y a la cocaína; el auge y declive de los grandes carteles; los ciclos de la lucha armada, de violencia, homicidio, secuestro, crimen organizado; auge de la guerrilla en los sesenta, con el estímulo de la Revolución Cubana; declive, renacimiento bajo otros estímulos, hasta su tope al fin del siglo; auge y declive del paramilitarismo; los intentos de hacer la paz, desde el presidente Turbay en adelante.

Tercero, unos cambios institucionales

El Frente Nacional fue desmantelado desde 1974. En 1991 fue abandonada, después de 105 años, la Constitución de 1886, y reemplazada por la nueva Carta, reformadora del viejo centralismo, llena de derechos. Las Fuerzas Militares y la Policia Nacional han aumentado su capacidad, y ahora están bajo un Ministero de Defensa civil -Colombia ahora tiene el Ejército más formidable de América Latina-.

El propósito de repasar estos cambios y ciclos -de manera muy somera y distante, sin intentar hacer justicia a los muchos esfuerzos encomiables de los gobiernos que tuvieron que lidiar con tan grandes retos-, es tratar de ubicar lo que me atrevo a llamar "la agenda política profunda" del país en su coyuntura actual.

Empezamos con la paz. Ahora se reconoce que la guerrilla no tiene ninguna posibilidad de llegar al poder por la vía de la lucha armada. Aunque tal resultado nunca fue probable, su imposibilidad no fue tan clara a mediados de los años noventa del siglo pasado. El conflicto ha limitado, hecho más estrecha, la agenda, concentrándola necesariamente en la seguridad: que el presidente Uribe haya reconocido la importancia fundamental de ese derecho, aunque no es explícitamente reconocido en la Constitución de 1991, explica en gran parte su alta y larga popularidad. La relativa seguridad de la que han gozado los bogotanos acomodados por casi toda la historia republicana explica por qué muchos de ellos no entienden este fenómeno.

Regresemos a la búsqueda de la agenda profunda. Si se llega a un acuerdo, ciertas obligaciones del Gobierno van a aparecer con una mayor claridad. Una es la necesidad de gobernar todo el territorio de la nación. En muchas partes, un acuerdo va a producir situaciones delicadas: la paz puede ser desestabilizadora, porque inyecta incertidumbre en los arreglos pragmáticos entre las guerrillas y los demás que existen en la periferia. Manejar adecuadamente estos problemas venideros va a exigir un salto cualitativo en la competencia del Gobierno nacional.

No va a ser fácil lograrlo. La Costitución de 1991 rompió algunas cadenas de mando y disminuyó su poder en provincia. No obstante la decentralización, la provincia y la periferia siguen echando las culpas al Gobierno nacional. Éste sigue siendo mal informado, como sigue siendo mal y tardíamente informada la opinión metropolitana. Colombia no tiene una prensa nacional, los periódicos principales son bogotanos, y los periódicos de provincia los leen muy pocos bogotanos. De vez en cuando, la periferia produce escándalos -Buenaventura, La Guajira- y protestas -Catatumbo, Putumayo- que el Gobierno nacional parece incapaz de anticipar y de solucionar.

El alto grado de tolerancia con la cual se miran estos déficits de buen gobierno, a veces se explica referiendo a "la gobernabilidad": sin llegar a arreglos con los elementos de poder real de ciertas regiones, es imposible sostener una administración. Bajo tal argumento, mantener "la gobernabilidad" llega a ser hasta una excusa para no gobernar, pero no gobernar tiene sus consecuencias.

Los escándalos son muy visibles desde el exterior. En el último medio siglo, los colombianos han llegado a conocer y a entender mucho más el mundo exterior, pero no se dan cuenta de que el mundo exterior conoce todavía muy poco a Colombia, y su mala fama persiste, no sin razón. No ayuda una diplomacia muy desigual, por no decir más.

Y ahora, esta incapacidad de comprender los problemas lejanos preocupa más, con la perspectiva de un acuerdo de paz. Se ha invitado a la guerrilla a hacer política. Si acepta la invitación, su liderazgo no va a abandonar sus ambiciones, ni va a contentarse con uno u otro municipio lejano, o con unas cuantas juntas de acción comunal. Dejando las armas, lo probable es que vaya a seguir combinando otras formas de lucha: marchas, movimientos sociales, paros, bloqueos, todo lo que viene a la mano, y que les conviene. Así va a ser, así debe ser, y los que han hecho la invitación no deben ser sorprendidos. Eso sería, en la trajinada metáfora, matar al tigre y asustarse con el cuero. No se puede decir cuánto éxito va a tener la nueva competencia política, pero la va a haber. Quizá la "luna de miel" con la guerrilla reinsertada va a ser corta, pero de todos modos ella y sus aliados van a ofrecer un nuevo reto a "la gobernabilidad".

Mirando atrás, en los últimos cincuenta años de política colombiana, además de cambios y ciclos, se nota una gran continuidad. Cada presidente terminó su período, el calendario electoral nunca sufrió interrupción. Los dos partidos tradicionales paulatinamente perdieron su dominio, pero ninguno de los dos desapareció, y ambos siguen dando señales ocasionales de vida; y puede ser que vayan a tener más larga vida que la mayoría de sus nuevos rivales. La ola populista de la Anapo creció, nunca llegó a la mitad de los sufragantes, y bajó. La izquierda siguió débil, con su eterna secuencia de cambios de nombre y de divisiones internas. Aquí ha habido un cambio: el sindicalismo en el último medio siglo se ha debilitado; fue mucho más fuerte en los años sesenta, cuando por primera vez vine al país.

Después de hacer este breve tour d'horizon de la historia política reciente, la tentación inmediata es gritar: "¡Qué país tan lampedusiano! ¡Qué habilidad de hacer sólo los cambios necesarios para que todo siga igual!".

¿Las cosas van a seguir así con el fin del conflicto? Tal vez no. Ofrezco un tour d'horizon más actual, de un próximo futuro posible.

Con el fin de la balacera, la agenda va a cambiar. Miremos uno de los puntos ya anunciados: el agro.

En los cincuenta años pasados, como anotamos al principio, la población se urbanizó, y sus dirigentes tardaron en darse cuenta de que, sin embargo, el conflicto siguió teniendo en el campo su escenario y algunas de sus principales raíces. Mientras tanto, se habían olvidado casi completamente las polémicas de los años sesenta sobre la reforma agraria. Mientras algunos economistas celebran la memoria de Albert Hirschman -con todos sus encantos, un economista poco práctico y nebuloso en sus consejos-, muy pocos recuerdan las observaciones críticas de Lauchlin Currie: lo importante no es necesariamente la distribución de la tierra, es el aumento del ingreso campesino, y la provisión de servicios de buena calidad en el campo. No pretendo explorar todos estos argumentos acá, ni dictaminar quién tuvo la razón; sólo quiero señalar su pertinencia actual y la pobreza comparativa de los debates recientes. El olvido no se limita a la época de la Alianza para el Progreso; cubre también los programas rurales de los sucesivos gobiernos de las décadas posteriores, que si algo han mostrado, es cómo es de difícil establecer economías campesinas sostenibles -no imposible, pero harto difícil-.

Además de la amnesia, el Estado padece de la falta de un adecuado equipo administrativo en este campo, como queda claro en el libro de despedida, con tono bastante pesimista, que publicó el exministro de Agricultura Juan Camilo Restrepo. Aún faltan muchos datos esenciales y actuales, por ejemplo, sobre los baldíos. Acá tenemos un ejemplo muy claro de la necesidad de hacer un salto cualitativo en las capacidades del Gobierno. Una nueva "ciudadanía rural" no se puede lograr con improvisaciones y la alegre repartición de subsidios.

Esto me trae a la mente otra especulación: ¿Cuáles son las consecuencias políticas de los cambios en la forma de la economía nacional, el paso de la vieja economía cafetera a la nueva minera-petrolera? A grandes rasgos, la primera garantizaba cierto grado, al menos en apariencia, de distribución del ingreso; no produjo un Estado con muchos recursos. La segunda concentra muchos recursos en el Estado y ha producido esta sensación de estar pasando por los años de las vacas gordas que se siente en ciertas partes y ciertos estratos. Va con los aumentos en la corrupción, y con la autocomplacencia -complacency- política: no nos preocupamos, hay plata para todo.

La tolerancia colombiana de la corrupción, sin duda, tiene varias explicaciones. Una de ellas es la prolongada historia de tener gobiernos pobres, con el resultado de que la excusa de la falta de recursos, que "no hay con qué", fue por tanto tiempo plausible. Otra es una participación ancha en la corrupción, propiciada por el clientelismo en todas sus múltiples formas, y otra, la ineficacia de los órganos de control, que, lejos de ser solución, son parte del problema, y la enredada crisis general de la justicia. Sin embargo, es posible que esta tolerancia vaya a disminuir. Una amenaza menor a las malas costumbres es la democratización del análisis político, representada por la feliz acuñación del término mermelada por el ministro de Hacienda Juan Carlos Echeverry, que las resumió en una sola y conveniente palabra. Otra, y que da más esperanza, es la emergencia de una fuerza genuina de oposición en el Congreso, sin la cual no puede existir una fiscalización eficaz.

Escribo estas reflexiones a principios de agosto de 2014. Los periódicos están llenos de gabinetología y uno y otro artículo menor sobre otras prometidas reformas de la ya frecuentemente reformada Constitución. La especulación sobre los posibles ministros no promete nada nuevo, y las reformas políticas parecen ir en contravía de una ampliación democrática. Se asume que la reelección por un solo período del presidente es antidemocrática, mientras que se puede argumentar que la experiencia de los dos recientes turnos en las presidenciales muestra lo contrario, y mientras ciertas mentes dan por asegurado el futuro ascenso del actual vicepresidente. Al mismo tiempo, se restringe la participación ciudadana prometiendo alargar excesivamente los períodos de mando de los gobernadores y alcaldes. En resumidas cuentas, el mensaje es que nada tiene que cambiar, y que algunos cambios tienen que ser reversados, para que todo siga igual. Hay un aire de improvisación, incoherencia e irrealidad.

Recuerdo a un habitante del bajo fondo de El Cartucho, quien confesó que le gustó salir a otras partes de la ciudad de vez en cuando, "para paniquear a la gente". Para paniquear a mis lectores, les voy a recordar la Venezuela de antes de 1998: un país petrolero-minero, un gobierno rico, aunque el precio del petróleo no era bueno; un sistema político inerte, con dos partidos dominantes en decadencia, incapaz de renovarse, maquinarias ya sin mística; un "consumismo" desbordado, altos niveles de corrupción en los reducidos círculos de favorecidos, servicios públicos de dudosa calidad... Allá pasó algo: vino el chavismo.

Por fortuna, existen diferencias, además de similitudes, con la política colombiana. En Colombia ha habido siempre una circulación de élites más vigorosa, gusten o no gusten las élites, al nivel nacional y al nivel local. Hay un sector privado más grande y más independiente que su equivalente venezolano. La ideología de las Fuerzas Armadas es decididamente constitucionalista, sus oficiales no tienen ni lealtades partidistas ni la costumbre de conspirar. No hay un pasado autoritario...

Tampoco ha habido mucho populismo. Algunos comentaristas han deplorado esa relativa ausencia, atribuyéndole las desigualdades del país, como si una experiencia populista fuera una fiebre juvenil por la cual hay que pasar para llegar a una democrática madurez. Me parece que los ejemplos de Argentina y de Venezuela no apoyan esa tesis. Sin embargo, un tour d'horizon colombiano completo debe contemplar la posibilidad de una nueva ola populista. Y uno debe recordar que los populismos, en su mayoría, no se anuncian desde muy lejos: nacen de sorpresa. Nacen acompañados de protestas. Nacen para llenar un vacío.

Protestas recientes ha habido, pero no en escala brasileña: más bien, en unas dosis homeopáticas -los paros, las marchas, las "dignidades"-. Cierto vacío se siente, pero no es un vacío que abarque todo el panorama político, en gran parte gracias al uribismo. Con algunos rasgos populistas, es el mayor obstáculo para otros populismos.

Entonces, asumiendo que al fin las conversaciones de La Habana terminen en un acuerdo -he evitado fatigar al lector con especulaciones sobre eso, confiando en que ya ha leído suficientes-, Colombia va a experimentar un sistema, no de gobierno y oposición, sino de gobierno y oposiciones. Nunca ha sido una república fácil de gobernar, y no va a ser fácil de gobernar.


Comentarios

[1] Ocho bogotanos, tres antioqueños, y uno de cada uno de los departamentos de Boyacá, Cauca, Huila, Norte de Santander  y Risaralda; tal vez nueve "oligarcas", pero por lo menos dos de ellos venidos a menos, y no todos "oligarcas" bogotanos...