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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.50 Bogotá set./dic. 2014

 

Amarres de la coyuntura política colombiana

Marco Palacios*

* D. Phil. Oxon (Politics) (Oxford University, Reino Unido). Estudios de Asia (Área China) en El Colegio de México. Historiador y Abogado. Profesor-investigador de El Colegio de México, CEH, y de la Facultad de Administración de la Universidad de los Andes (Colombia). Correos electrónicos: mpalacios@colmex.mx y mapalaci@uniandes.edu.co

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res50.2014.03


Quizás porque existe un sesgo partidista inclinado a la visión liberal de la Violencia, Balas de la ley, de Alfonso Hilarión, publicado en los albores del régimen militar de Rojas Pinilla, es una de esas narraciones que, pese a su verosimilitud y méritos literarios, ha pasado más bien desapercibida en las bibliografías y los estudios sobre el tema (Hilarión 1953). Como muchas narrativas, la del teniente Hilarión encadena hechos y situaciones que serían perfectamente intercambiables con algunas más recientes de este 2014. Su lectura, de principio a fin, permite comprender mejor las razones de esa fatigosa reiteración de figuras retóricas o lugares geográficos a que estamos sometidos. Ahí parece inscribirse ese lugar común de invectivas que hoy entrecruzan olímpicamente y por todas partes el llamado uribismo y la coalición variopinta de gobiernistas; algo así como "paras" vs "castrochavistas". Por fortuna no estamos en los tiempos de la Violencia, cuando las movilizaciones populares, antes y después del asesinato de Gaitán, ampliaban considerablemente el compás de participación electoral. Pese al lenguaje pugnaz de estos bandos actuales, más de la mitad de los votantes voltea la espalda y no acude a las urnas; además, si la fuerza de Uribe en el Congreso pesa como minoría que debe ser tenida en cuenta, el país no está partido en dos como en la década de 1940.

I

Advierto desde ahora que en la pasada campaña electoral apoyé a Santos y hasta me puse de columnista improvisado en el periódico digital Las 2 Orillas, sumando para atajar la carrera de Uribe y su caudal que con los años terminó configurando un populismo facho, de corte sentimentalista y patriarcal arcaico. Aunque siempre resulta trabajoso ser neutral en el análisis de la coyuntura política, trataré de serlo aquí gracias a que no me interesa personalmente la disputa en el seno de la élite política que maneja el Estado en todos sus niveles territoriales y resquicios funcionales. Me mueve, por el contrario, la creencia de que Colombia requiere doblar la página de las guerrillas de izquierda y la contrainsurgencia cum derecha paramilitar si pretende acercarse al estatus de sociedad abierta, dispuesta a emprender reformas razonables de cuño igualitario, congruentes con los principios constitucionales del "estado social de derecho".

Quisiera llamar la atención sobre la importancia de enfocar los amarres que pueda tener la actual coyuntura política con el proceso histórico subyacente. Vuelvo entonces al lienzo irónico de El Carnero (c. 1638) que, cumplidos 70 años, pintó para la posteridad el criollo santafereño Juan Rodríguez Freile. Picante y poderosa narración, salpicada de espadas desnudas, ludibrio y amagos que amenizaban los frecuentes alborotos de conquistadores, adelantados, encomenderos, cristianos viejos, en fin, españoles de esos que torna criollos la incubadora de la conquista y colonización, cuando resistían disposiciones que estimaban lesivas a sus intereses y expectativas; honores y franquicias. No era raro que en semejantes faenas los mandamases del Nuevo Reino formaran bandos personalistas conforme a tiempo y lugar, como aquellos "monzonistas, lopistas y moristas", a raíz de la Visita del Licenciado Juan Bautista de Monzón en 1581. En esos episodios puede hallarse la génesis del civilismo conspirativo y oligárquico, entonces amparado en el célebre obedezco pero no cumplo.

Las luchas de poder trascurrían en atrios, zaguanes, corredores, salones, de las corporaciones tutelares de las "repúblicas de españoles": la Audiencia y la Catedral, centros de "justicia y paz", y, claro está, en sus réplicas locales en un espacio geográfico descomunal y desconocido, muy laxamente articulado desde Santafé. Las corporaciones del reino, a las que se fueron integrando colegios y seminarios, semilleros de meritocracia, es decir, de Licenciados y Doctores, móviles, funcionaban conforme a reglas de juego formales e informales de la Corona española, su Consejo de Indias y el Patronato, que, en conjunto, formaban una de las más poderosas y prestigiosas maquinarias imperiales de la cristiandad.

Puesto que las corporaciones jurisdiccionales dictaminaban y concedían privilegios y canonjías, eran hervideros de intrigas, consejas, traiciones, todo tras el velo de ficciones y procedimientos legales autolegitimadores. En su núcleo sobresalía la familia católica patrilineal, asentada en la primogenitura, base del patriarcado, germen de los padres tutelares de la patria.

El poder residía en las ciudades dominadas por núcleos familiares, base de nuevos patriciados que, como en la Europa renacentista, "invertían" en el Estado ocupando empleos que representan, simultáneamente, honor y una forma de aseguramiento patrimonial entre generaciones: a una genealogía familiar parecía corresponder una genealogía de cargos públicos; los patriciados criollos, siempre dispuestos a cooptar mediante matrimonio a funcionarios españoles, competían ferozmente en el regateo cotidiano por posiciones contractuales dentro del Estado. Así se neutralizaban mutuamente y, aparte de la fuerza del sistema normativo formal, contribuían a cerrar las vías del liderazgo carismático -en el tipo weberiano- y del arribismo social incontrolado, aunque por la vía de la carrera corporativa o del comercio y la minería, se podía ascender ordenadamente en la escala social.

En esos tejemanejes fue asentándose un igualitarismo elitista inter pares. La estabilidad del orden imperial lo requería, y la Corona pagó el precio pues, en últimas, se trataba de dividir para reinar. La primera gran concesión fue la extensión del derecho "absoluto" de propiedad privada a los criollos. Pasó de los solares urbanos a las aguas y tierras agropecuarias y a la ampliación de los derechos de concesiones de minas, trabajadas por esclavos traídos de África, todo a costa de la hacienda pública, del patrimonio real y de los intereses de las comunidades indígenas, reorganizadas en congregaciones.

De este modo, se estableció la gramática básica que habría de regular la política y las formas de conversación pública todavía vigentes en Colombia. Hacia 1560 se había configurado la imagen colectiva de esas "repúblicas" dándose por supuesto su carácter primordial de ínsulas de civilización europea, lugares en que circulaba el poder contante y sonante en un mar de indios, esclavos y castas, todos debidamente adoctrinados y sometidos por la espada y la cruz.

II

Mientras que hoy los herederos de los mandamases criollos -por apellido o por indistintas formas de asimilación familiar y cultural: cacaos ligados al gran capital globalizado, terratenientes, propietarios de medios de comunicación concentrados, políticos profesionales, altos magistrados, cúpulas castrenses, fabricantes de "opinión pública"-se reparten en los poderes constitucionales y metaconstitucionales, unos 48 millones de colombianos conforman el pueblo, depositario de la soberanía nacional que ejerce puntualmente los días señalados para elegir mandatarios y representantes.

Este principio de gobierno electivo, popular, representativo, distribuido equilibrada y armónicamente en las tres ramas del poder de Monstequieu, surge con los inciertos movimientos que muy pronto se llamarían de Independencia nacional, primera revolución política cuyo lenguaje y sentido final, de pretensión "universal", nos son enteramente comprensibles y familiares.

En la Nueva Granada -que, a diferencia de México, Cuba o Perú, fue apenas tocada levemente por el liberalismo gaditano (La Representación del muy ilustre Cabildo de Santafé a la Suprema Junta Central de España de Camilo Torres, 1809, es su principal expresión ideológica, enriquecida por sucesivos movimientos constitucionales del patriciado de los años de 1811 a 1816, que buscaron inspiración en la libertad de los franceses o en el documento de Filadelfia)-, el asunto capital de la década de 1820 fue compartido a lo largo y ancho de esa Hispanoamérica emergida del Imperio, salvo las Antillas, que seguirían españolas hasta el fin del siglo XIX: cómo trasplantar el frondoso árbol de cuerpos de la monarquía católica al vivero de una república constitucional que, pese a la influencia social de las guerras bolivarianas y su pathos, podía ser "de papel", según Bolívar mismo. Advirtamos que los crímenes feroces fueron expurgados a conveniencia de las narrativas de esas guerras, como de las de "caballeros" del siglo XIX, como de la Violencia en que estuvieran implicados los Directorios Conservador o Liberal, o la Fuerza Pública.

El trasfondo de la cuestión es recurrente: cómo transformarlo todo sin cambiar el sustrato social, mental, comercial, fiscal, forjado en los tres siglos anteriores. Cómo gobernar convirtiendo los súbditos jerarquizados del rey, desiguales legal, social, ocupacional y geográficamente ("pueblos", villas, ciudades), en ciudadanos, individuos iguales "por naturaleza". Cómo reconfigurar un mapa político-administrativo adecuado a nuevas realidades de poder. En últimas, éstas resultaban de la Restauración del absolutismo de Fernando VII en 1814, la derrota de Napoleón en junio de 1815, el Congreso de Viena, 1814-1815. En América, de la pujanza de Estados Unidos que permitió a Monroe, en 1823, proclamar la famosa Doctrina que declaró clausurado el poder de las potencias europeas en América. Eso fue tres años después del alzamiento militar de Riego en Sevilla; a los pocos meses de aquel pronunciamiento, ya en pleno Trienio liberal español (1820-1823), Bolívar y Morillo -en ese momento el jefe de la mayor fuerza militar española en Sudamérica- pudieron pactar un Armisticio que sólo puede explicarse en el contexto constitucionalista de la Península y en razón del nuevo equilibrio de poder en Europa. Así, Bolívar y Morillo consiguieron representar dos caras del liberalismo moderno.

III

A más de 400 años de la república santafereña de El Carnero y unos 200 años después del establecimiento de la República constitucional de Colombia (sean las de 1811-1816, o la bolivariana de 1819-1821 o la neogranadina de 1831), ¿cómo se gobierna y mediante qué técnicas y lenguajes? Por ahí podemos bosquejar respuestas, puesto que es evidente la continuidad de un sistema de control estatal a cargo de oligarquías legal-civilistas, acaso en el mejor estilo de Andrés Díaz Venero de Leyva, el primer presidente de la Real Audiencia de Santafé, 1564-1574. No en vano las prestidigitaciones legalistas del arzobispo Caballero y Góngora en Zipaquirá sirven de ejemplo para captar cómo se desmontó la insurrección comunera del Socorro de 1781, el más portentoso alzamiento en tierras colombianas, poderosa coalición de castas, estamentos, rangos o incluso clases medias en un sentido moderno, con un claro liderazgo de notables de provincia (Aguilera 1985).

Parecería sencillo comparar secuencialmente grupos de bandos opuestos desde bolivarianos y santanderistas con el presente; con lo interesante que pudiera resultar un ejercicio así, sería imposible; para empezar, carecemos de una historiografía que ilumine el contendido y permita el análisis.

Para los fines del ensayo, baste decir que hoy subsisten la desigualdad social básica de los habitantes (en índices de desigualdad, Colombia es 12 entre 173 países) (United Nations 2013, 152-155), el formalismo legal (baste ver los protocolos notariales que forman la tradición de dominio de los bienes raíces, del siglo XVI al presente) y la materialidad de la traza en cuadrícula del centro histórico de la ciudad capital. No poca cosa, pero insuficiente para apreciar las confusiones mentales, los dilemas morales, los miedos y ansiedades, las esperanzas alentadas o destrozadas, a que nos somete un país urgido, desde la década de 1940, de resolver asuntos de desigualdad o de guerra y paz.

Sobre el tratamiento de estos temas fundamentales, sugiero emprender dos tareas: primera, desmitificar la técnica estatal que consiste en partir de las ficciones legales; deberíamos volver los ojos a Bentham y apoyarnos en criterios similares a los que empleó si queremos desenmascarar los intereses de quienes manejan el Estado moderno, de suerte que podamos fundar una crítica radical a la supuesta neutralidad de éste (citado por Philip Abrams 1988, 63 y 82). Segunda, y del lado de la sociedad, estamos en mora de describir cómo manejan los políticos los temas sociales y cómo manipulan los de guerra y paz; advertir el efecto, deliberado o no, que opaca, cuando no oculta del todo, el tupido cuadro de desigualdades entre los colombianos, así como los mecanismos clientelistas del poder político-jurídico destinados a autoperpetuarlas. Un ángulo poco atendido de las prácticas políticas nos remite a un viejo problema de filosofía: el papel de los sentimientos, las amistades, los afectos. Así, habremos de sacar a la luz aquello que Baruch Spinoza llamó "pasiones primarias", deseo, placer y dolor, y sus derivadas: amor, odio, esperanza, miedo (Spinoza 1677). En estas claves emocionales, acaso más que en las racionales del arsenal de las ciencias sociales contemporáneas con sus técnicas estadísticas refinadas, las élites, con el auxilio de especialistas en manipulación del lenguaje mediático -visual, oral, escrito-, tratan de inventar "narrativas" para ganar "mentes y corazones" o, simplemente, elecciones.

En la pasada campaña electoral, Uribe, maestro del histrionismo sentimental, patriarcal, filtrado en una retórica agresiva que salpica de diminutivos, fue superado por el aprendiz que, acaso subliminalmente, mostró con economía de gestos y sobriedad en qué consiste estar enraizado de familia en el corazón de una élite atemporal; cómo para ser buen paterfamilias no hay que ser buen jinete. Mostró, de paso, que un tropezón en bicicleta da cualquiera poniendo buena cara, sin el rictus de solemnidad y rigidez corporal de Uribe, y ganó mucho entre los pobres y sectores de las clases medias socialmente inseguras, acaso más inclinadas al discurso populista de Uribe.

Por supuesto que hay ventaja en ser gobierno que en estar en oposición contumaz; pero lo actual de la mermelada es el nombre, puesto que ya desde los tiempos de El Carnero el gobernante de turno sabía que debía repartir ciertos recursos estatales entre aspirantes y servidores de la cosa pública. Uribe la anunciaba y la untaba en vivo y en directo en consejos comunitarios populacheros; Santos la distribuye asépticamente, con métodos de esa "nobleza de estado" criolla que posa de tecnocracia moderna.

Al regresar a un pasado no muy lejano, habrá que recordar que el tipo de político liberal oligárquico -"enruanado" lo llamaba el aristócrata Bolívar- se mueve con agilidad en el sistema de pesos y contrapesos. Sin comparar personas, mencionemos, por un lado, la carta de apoyo de "Tirofijo" a Alberto Lleras en los inicios del Frente Nacional,1 y por el otro, el feroz obstruccionismo de Álvaro Gómez Hurtado a todo lo que sonara a reformismo del tipo Alianza para el Progreso. Claro está, hay que entender que el programa de la administración Kennedy frente al "castro-comunismo" era parte de la Guerra Fría, contexto diferente de la "guerra a las drogas" del Plan Colombia, adosado al paquete de la lucha global al terrorismo a raíz del 11 de septiembre de 2001, haciendo sinergia con la lucha contraguerrillera, al que parece aferrarse el uribismo sin percatarse de que eso también es pasado.


Comentarios

1 Declaración suscrita por los exguerrilleros del Tolima. 1958. Archivo General de la Nación (AGN). Ministerio del Interior, caja 4, carpeta 30. Comando de las Fuerzas Armadas, Boletín Informativo n° 167 del 8 septiembre de 1958.

 


Referencias

1. Abrams, Philip. 1988. Notes on the Difficulty of Studying the State (1977). Journal of Historical Sociology 1, n° 1: 58-89.         [ Links ]

2. Aguilera Peña, Mario. 1985. Los comuneros: guerra social y lucha anticolonial. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.         [ Links ]

3. Hilarión Sánchez, Alfonso. 1953. Balas de la ley. Bogotá: Editorial Santafé         [ Links ].

4. Spinoza, Baruch. 1677. Ethics, Part III. On the Origin and Nature of the Emotions. http://www.gutenberg.org/files/3800/3800-h/3800-h.htm#chap03.         [ Links ]

5. United Nations. 2013. Human Development Report 2013. http://hdr.undp.org/sites/default/files/reports/14/hdr2013_en_complete.pdf.         [ Links ]

Archivo

6. Archivo General de la Nación (AGN). Colombia. Ministerio del Interior y Comando de las Fuerzas Armadas, Boletín Informativo.         [ Links ]