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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.50 Bogotá Sept./Dec. 2014

 

La revolución militar posindustrial*

Guillem Colom Piella**

** Doctor en Paz y Seguridad Internacional por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, España. Profesor de la Universidad Pablo de Olavide, España. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Cambio y continuidad en el pensamiento estratégico estadounidense desde el final de la Guerra Fría. Revista de Ciencia Política 33, n° 3 (2013): 675-92, y El ocaso de la defensa británica durante la Guerra Fría. Ayer 93 (2014): 215-38. Correo electrónico: gcolpie@upo.es

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res50.2014.12


RESUMEN

El artículo estudia los cambios sociales, políticos, demográficos, económicos y tecnológicos que han experimentado las sociedades avanzadas y que han comportado la sustitución del paradigma militar contemporáneo por otro de modelo militar posindustrial que refleja la sociedad actual. Estos cambios son constitutivos de una Revolución Militar que ha transformado el Estado, la sociedad y la manera de concebir la guerra.

PALABRAS CLAVE

Revolución militar, Guerra Fría, guerra total, sociedad posindustrial.


The Post-Industrial Military Revolution

ABSTRACT

The article analyses the social, political, demographic, economic and technological changes that advanced societies have experienced and that have entailed the replacement of the modern military paradigm by a new post-industrial military model which reflects the current society. These changes constitute a Military Revolution that has transformed the state, society and the concept of war itself.

KEY WORDS

Military revolution, Cold War, total war, post-industrial society.


A revolução militar pós-industrial

RESUMO

Este artigo estuda as mudanças sociais, políticas, demográficas, econômicas e tecnológicas que as sociedades avanças têm experimentado e que têm comportado a substituição do paradigma militar contemporâneo por outro modelo militar pós-industrial que reflete a sociedade atual. Essas mudanças são constitutivas de uma Revolução Militar que vem transformando o Estado, a sociedade e a maneira de conceber a guerra.

PALAVRAS-CHAVE

Revolução militar, Guerra Fria, guerra total, sociedade pós-industrial.


Introducción

Actualmente las sociedades avanzadas conciben la guerra de forma distinta que en el pasado. Esta transformación va más allá de la aplicación de las tecnologías de la información al ámbito de la defensa, tal y como afirman los partidarios de la Revolución en los Asuntos Militares; la mutación de los conflictos armados, como creen los teóricos de las Guerras Posmodernas; la profesionalización de la milicia, como asumen los expertos en relaciones civiles-militares, o el acomodo de los ejércitos al mundo posmoderno, como sostienen muchos sociólogos.

Observados aisladamente, ninguno de estos cambios logra captar la complejidad, la profundidad y el alcance de estas transformaciones que han experimentado las sociedades avanzadas y que han redefinido la forma de afrontar los conflictos armados. Los teóricos de la Revolución en los Asuntos Militares asumen que la aplicación militar de las tecnologías de la información ha motivado profundos cambios doctrinales, organizativos, logísticos, tácticos y armamentísticos que han revolucionado la forma de combatir y garantizado la supremacía de los ejércitos que la han conquistado (Boot 2006; Friedman y Friedman 1998).

Por su parte, los partidarios de las Guerras Posmodernas consideran que el final de la Guerra Fría y la consolidación de la globalización han facilitado la proliferación de conflictos que, motivados por la fragilidad del Estado, el auge de los extremismos violentos y el incremento de la criminalidad transnacional, se caracterizan por la difuminación de la frontera entre guerra, terrorismo y crimen; el enfrentamiento de Estados con una amplia gama de actores no estatales; la violación sistemática de los derechos humanos; el desarrollo de una lucrativa economía de guerra, o la imposibilidad para resolver el conflicto de forma satisfactoria (Kaldor 1998; Van Creveld 1991). Otros expertos apuntan como principal factor la profesionalización de los ejércitos, que ha terminado con el paradigma de ciudadano-soldado, erosionado el ethos marcial y dificultado las relaciones entre el colectivo civil y el militar (Janowitz 1990; Moskos y Wood 1988; Cohen 1985).

Los teóricos de los ejércitos posindustriales entienden que las fuerzas armadas se están adaptando al mundo posindustrial mediante la reducción de su tamaño, la externalización de las funciones ajenas al combate, la centralización de la gestión estratégica, la descentralización táctica y la integración de los ejércitos para combatir en red (King 2006). En cambio, muchos críticos sostienen que los ejércitos avanzados emplean la tecnología para incrementar su asimetría militar y controlar todas las vertientes de unos conflictos totales, permanentes, amorales, alegales y enfocados tanto al mantenimiento del nuevo orden mundial (Hardt y Negri 2004) como al servicio del imperialismo de Occidente mediante guerras de cuarta generación (Bonilla 2003).1 Finalmente, algunos sociólogos asumen que la posmodernidad ha sido el elemento que ha transformado los ejércitos porque ha asimilado los valores civiles y los militares, reducido las diferencias corporativas entre el ejército, la armada y la fuerza aérea, forzado la participación en labores humanitarias e impuesto el desarrollo de fuerzas multinacionales (Booth, Kestnbaum y Segal 2001; Moskos, Williams y Segal 2000).

Entonces, ¿qué ha cambiado en los últimos tiempos? Si se contextualizan estas afirmaciones, se ponderan estos factores y estas transformaciones se observan en su conjunto y bajo el prisma teórico de la Revolución Militar, puede identificarse un cambio de mucha mayor entidad: la era contemporánea ha concluido, y con ello, una forma de combatir. La Guerra Total, posibilitada por el crecimiento demográfico experimentado por las sociedades europeas durante el siglo XVIII y las revoluciones Francesa e Industrial, y caracterizada por el empleo de todos los medios del Estado-nación para el esfuerzo bélico, ha sido sustituida por otro modelo más limitado, selectivo y plural que refleja el nuevo orden social, político, económico, ideológico y tecnológico de las sociedades avanzadas.

Fraguados en la Guerra Fría y consolidados tras la desaparición del orden internacional bipolar, estos cambios han producido una Revolución Militar que ha transformado la relación entre el Estado, la sociedad y la forma en que ésta concibe la guerra y combate en ella. Conociendo estos elementos, el artículo estudiará estos cambios sociales, políticos, demográficos, económicos, tecnológicos e ideológicos que han experimentado las sociedades avanzadas -países con un sistema político estable, una economía capitalista posindustrial, y pertenecientes al antiguo bloque occidental-, que han consolidado una Revolución Militar que ha sustituido el modelo militar contemporáneo por otro privativo de la sociedad posindustrial.

Para lograr este objetivo, el trabajo se estructurará en dos partes: la primera presentará el concepto de Revolución Militar y expondrá su pertinencia para analizar estos cambios que han alterado la manera de concebir la guerra. La segunda estudiará estas transformaciones que han motivado la sustitución del paradigma militar contemporáneo por un modelo posindustrial.

La revolución militar

El término Revolución Militar fue concebido por el historiador Michael Roberts para describir los cambios que se produjeron en el arte bélico durante el siglo XVI y que facilitaron la consolidación del Estado Absoluto y los ejércitos modernos (Roberts 1967). Éste estimaba que las innovaciones tácticas, doctrinales y tecnológicas realizadas por el rey Gustavo Adolfo II de Suecia motivaron la creación de los ejércitos permanentes e impulsaron el desarrollo de las instituciones políticas modernas; por lo que el auge de la guerra moderna hizo posible y necesaria la consolidación del Estado Absoluto. Paralelamente, estos ejércitos organizados, adiestrados y sufragados por las monarquías europeas experimentaron importantes innovaciones organizativas, tácticas, operativas y tecnológicas que facilitaron la expansión del poder europeo por todo el globo. Su éxito fue tal que, a partir de entonces, el estilo militar europeo fue imitado por todos los imperios del planeta (Black 2000, 154-155).2

Aunque esta idea ha sido objeto de acalorados debates historiográficos articulados en torno al carácter revolucionario del cambio, su cronología o elementos definidores,3 en 1991 -tras la espectacular victoria en la Guerra del Golfo- el historiador Clifford Rogers adaptó esta idea a la coyuntura del momento. Éste entendía que una Revolución Militar era un fenómeno que surgía cuando importantes cambios sistémicos en las esferas cultural, política, social, demográfica o económica se articulaban de tal forma que lograban transformar el Estado, la sociedad y su relación con la guerra (Rogers 2000).

A partir de entonces, este concepto adquirió cierta notoriedad entre la comunidad de defensa anglosajona para explicar -tal y como haría la Revolución en los Asuntos Militares años después4- las transformaciones que estaban produciéndose en el armamento, la organización, las tácticas y el funcionamiento de las fuerzas armadas por la explotación de las tecnologías de la información (Friedman y Friedman 1998; Cohen 1996; Fitzsimonds 1995). No obstante, si bien existía la tendencia a equiparar ambos conceptos, muchos expertos consideraban que una Revolución Militar era un fenómeno exclusivamente castrense, pero de alcance y efectos estratégicos (Krepinevich 1994; Odom 1993); mientras que otros sostenían que este cambio no sólo debía transformar la esfera militar sino también alterar la relación entre la milicia, la sociedad y el Estado (Knox y Murray 2001; Toffler y Toffler 1993; Parker 1988).

De esta forma, mientras que la Revolución en los Asuntos Militares acabó utilizándose para explicar los cambios en la tecnología, estructura, organización y táctica militares, Alvin y Heidi Toffler definieron la Revolución Militar como una transformación de la relación entre la guerra, el Estado y la sociedad, al concluir que:

    [...] una Revolución Militar acontece cuando una nueva civilización surge para desafiar a la antigua; cuando toda una sociedad se transforma y obliga a redefinir las fuerzas armadas a todos los niveles: tecnológico, cultural, político, organizativo, estratégico, táctico, doctrinal o logístico. Cuando esto sucede, la relación entre el ejército, la economía y la sociedad se transforma y se altera el equilibrio de poder en la Tierra. (Toffler y Toffler 1993, 32)

En consecuencia, una Revolución Militar entraña un cambio de paradigma en la forma de concebir, organizar y hacer la guerra (Baumann 1997). Y para ilustrar la trascendencia del cambio, Alvin y Heidi Toffler formularon un modelo basado en tres períodos u olas, en los que el estilo de combatir refleja el modo en que la sociedad genera su riqueza.5 Así, las sociedades agrícolas, o de primera ola, eran sedentarias, tenían una marcada estratificación social y política, la agricultura era su fuente de riqueza y su conocimiento técnico-científico era elemental. En consecuencia, estos pueblos combatían por el control de los recursos naturales; sus ejércitos eran reducidos, poco profesionalizados, escasamente adiestrados y financiados por los terratenientes; y los combates se realizaban cuerpo a cuerpo con armamento simple. Con la Revolución Industrial irrumpió la segunda ola, una sociedad burocratizada, centralizada y jerarquizada, con un sistema productivo industrial estandarizado y un notable desarrollo técnico-científico. Esta sociedad, caracterizada por la producción y el consumo en masa, comportó un estilo de guerra masivo: la Guerra Total, una forma de combatir en la que todos los recursos nacionales eran puestos a disposición del Estado para infligir la mayor destrucción al adversario. Este paradigma alcanzó su punto más álgido durante la Segunda Guerra Mundial, y su cenit, con el arma nuclear. No obstante, la segunda ola empezó a dar muestras de cambio durante la década de 1950, cuando los modos de producción, organización y vida propios del mundo industrial empezaron a ser sustituidos por otros distintos. La Revolución de la Información marcó el fin de este período y el inicio de la sociedad posindustrial. Esta sociedad desmasificada y descentralizada, con un modo de producción intensivo, eficiente e individualizado, y con una estructura de poder difusa y heterogénea, recibe el nombre de tercera ola.

Además, éstos argumentaron que la Guerra del Golfo de 1991 fue la primera en mostrar las características de las guerras de tercera ola, puesto que este conflicto enfrentó un ejército de segunda ola como el iraquí -una fuerza de corte industrial, numerosa, jerarquizada y equipada con armas diseñadas para el desgaste- contra un ejército de tercera ola como el estadounidense: pequeño, flexible, eficiente, capaz de operar con gran autonomía, equipado con armas inteligentes, capaces de batir los centros de gravedad adversarios con una precisión sin precedentes, y sin daños colaterales significativos.

Aunque este argumento es muy discutible,6 lo cierto es que la Operación Tormenta del Desierto sirvió para que estos autores establecieran los rasgos del paradigma militar de tercera ola. A diferencia de los grandes ejércitos industriales, jerarquizados, formados por ciudadanos-soldados con una limitada instrucción y con un estilo de guerra económicamente ineficiente basado en la destrucción en masa, dada la inherente imprecisión del armamento moderno, los Toffler sostenían que los nuevos ejércitos estarían formados por tropas altamente adiestradas, con un elevado conocimiento técnico-científico; se organizarían en unidades pequeñas, flexibles y heterogéneas, y dispondrían de armamento sofisticado y diseñado para la destrucción selectiva. Además, estos ejércitos operarían con un conocimiento del campo de batalla, una rapidez, una flexibilidad y una precisión sin precedentes, por lo que la guerra de tercera ola se convertiría en un ejercicio exacto, preciso, selectivo, económico y apenas violento.

Aunque estos planteamientos han tenido una gran aceptación práctica, puesto que han sido esenciales para trazar las características de la Revolución en los Asuntos Militares y guiar los procesos de transformación militar desde el final de la Guerra Fría,7 en el plano teórico éstos han sido superados por las concepciones planteadas por MacGregor Knox y Williamson Murray. Éstos también asumen que una Revolución Militar es una transformación que modifica la relación preexistente entre el Estado, la sociedad y la guerra, puesto que "[...] altera fundamentalmente la naturaleza de la guerra al transformar la sociedad, el Estado y la institución militar, modificando la forma en que ésta genera, concibe y emplea su poder militar" (Knox y Murray 2001, 6-7). Sin embargo, abordan con mayor rigor histórico y precisión conceptual tanto la evolución del arte de la guerra como las distintas Revoluciones Militares que pueden haberse sucedido hasta nuestros días. Aunque, según éstos, desde la Edad Media se han producido cinco transformaciones de este tipo -la creación del Estado moderno, las revoluciones Francesa e Industrial, la Primera Guerra Mundial y la Revolución Nuclear-, que han promovido sendos estilos de concebir y hacer la guerra,8 el presente artículo analizará una sexta Revolución Militar que se ha producido en las sociedades avanzadas y ha reemplazado el paradigma militar contemporáneo por otro de estilo posindustrial.

La revolución militar posindustrial

La Revolución Militar posindustrial ha acabado con el modelo contemporáneo y transformado -tal y como han puesto de manifiesto las operaciones militares realizadas desde 1991- la forma en que las naciones avanzadas conciben la guerra y combaten en ella. En efecto, el fin del orden internacional bipolar acabó con los dos pilares militares de la Guerra Fría (la Destrucción Mutua Asegurada9 y los grandes ejércitos convencionales), comportó la desaparición de la Guerra Total y facilitó la consolidación de un nuevo estilo militar posmoderno de corte posindustrial.

El paradigma militar contemporáneo, producto del crecimiento demográfico experimentado por las sociedades europeas durante el siglo XVIII y de las revoluciones Francesa10 e Industrial,11 se fundamentaba en dos ejes: por un lado, la Guerra Total, un tipo de conflicto en el que todos los medios económicos, demográficos, tecnológicos y sociales de la nación eran puestos al servicio del Estado para el esfuerzo bélico.12 Por otro lado, el estilo de guerra napoleónico, que, definido por el general corso y codificado por Clausewitz y Jomini, se basaba en el empleo de grandes unidades en acciones de maniobra y desgaste, en las que el volumen y la concentración de fuegos eran los factores primordiales, ya que su objetivo era infligir al enemigo la máxima destrucción. Esta forma de operar maximizaba los vastos recursos que brindaba la Guerra Total (Paret 1986, 132-135).13

Este estilo militar proporcionaba al Estado-nación contemporáneo una capacidad sin precedentes para movilizar, al menos potencialmente, a toda la población masculina adulta, y hacerlo de tal manera que estos ciudadanos sin vocación ni experiencia previas en el oficio de las armas aceptaran luchar por su patria, y que los gobiernos pudieran soportar un elevado número de bajas sin que ello minara el apoyo social ni tampoco las futuras capacidades de reclutamiento. Estas facultades eran imprescindibles para sostener las largas campañas militares típicas de este período y mantener una presión permanente en el campo de batalla (Paret 1986; McNeill 1989, 190-205).

El punto culminante de este modelo se alcanzó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando un centenar de millones de personas entre combatientes y civiles participaron en un conflicto de dimensiones y efectos globales. Sin embargo, en agosto de 1945 se produjo un suceso que transformaría la guerra y determinaría las relaciones políticas entre la Unión Soviética y Estados Unidos hasta 1989: el arma nuclear.

La invención del arma absoluta supuso la culminación de la Guerra Total, puesto que su letalidad alteraba cualquier relación entre los fines políticos y los medios militares que podían emplearse en un conflicto. A partir de entonces, y durante la Guerra Fría, los intentos de ambas superpotencias se orientaron a cómo limitar su empleo y evitar así una escalada bélica de consecuencias imprevisibles (Freedman 1992, 37-39). Sin embargo, fue también durante este período cuando un conjunto de cambios de muy distinta naturaleza y procedencia se combinaron para impulsar una Revolución Militar que acabaría con el paradigma militar contemporáneo.

En primer lugar, a pesar del conflicto latente que enfrentaban Estados Unidos y la Unión Soviética, muchos países del bloque occidental comenzaron a reducir el volumen de sus fuerzas armadas. Este proceso, coincidente con la profesionalización de la milicia y el progresivo abandono del servicio militar obligatorio, culminó con el final de la Guerra Fría y terminó con la leva en masa, uno de los pilares de la Guerra Total (Black 2000, 274-276; Van Creveld 2000, 35).14

¿Por qué se produjo esta reducción del tamaño de los ejércitos occidentales? Por muy diversas razones, la más importante de las cuales fue el advenimiento del arma nuclear, que convertía en inútil el armamento convencional e irrelevante el volumen de las fuerzas armadas (Freedman 1992, 59-68). No obstante, el potencial destructivo del arma nuclear pronto se reveló inutilizable, puesto que su empleo podía poner en riesgo la supervivencia de la nación, e incluso la de la humanidad misma. Por lo tanto, aunque la Destrucción Mutua Asegurada era la culminación de la Guerra Total, los potenciales costes de un ataque nuclear eran inadmisibles y sus beneficios eran irrelevantes (Mueller 1989).

En consecuencia, en un período en el que existía un riesgo real de desatarse un conflicto nuclear entre ambas superpotencias, mantener enormes ejércitos convencionales no era el primer objetivo de los países occidentales;15 por lo que éstos procedieron a reducir la entidad de sus ejércitos liquidando la conscripción obligatoria y profesionalizando las fuerzas armadas (Black 2000; Van Creveld 1991).

Este proceso produjo varios efectos, entre los que destacan el incremento de la separación entre la esfera civil y la militar, o la civilización de los cuadros de mando de las fuerzas armadas, debido al progresivo reemplazo de los valores militares tradicionales -tales como la disciplina, el valor, el patriotismo o la abnegación- por los dominantes en la sociedad civil (Cohen 1985, 79-87). Esta tendencia se acentuó tras la penetración de valores posmodernos y posmaterialistas en la esfera militar (Booth, Kestnbaum y Segal 2001); la reducción de la endogamia en las fuerzas armadas (Janowitz 1990) y la tecnologización de la carrera militar, que redujo los incentivos de los cuadros de mando para continuar transmitiendo el modelo heroico y brindó a los militares otro modelo que imitar, el del profesional civil con dedicaciones similares (logística, informática, electrónica, recursos humanos o telecomunicaciones) (Moskos y Wood 1988). En otras palabras, la reducción del tamaño de los ejércitos, su profesionalización y el fin de la conscripción incrementaron la brecha social entre la esfera civil y la militar, a la vez que difuminaron las diferencias estructurales y culturales existentes entre ambos colectivos (Moskos 2000, 11), impulsaron la convergencia entre los valores civiles y los valores militares (Janowitz 1990), debilitaron el tradicional ethos militar (Moskos, Williams y Segal 2000) y convirtieron el oficio de las armas en una profesión, más que en una vocación (Moskos y Wood 1988).16

El segundo factor explicativo de la crisis del modelo militar contemporáneo es sociodemográfico. Durante la segunda mitad del siglo XX, el crecimiento demográfico de las naciones avanzadas experimentó una importante inversión, coincidente con profundos cambios en su estructura social y familiar. No sólo aumentó la esperanza de vida y disminuyó la natalidad -exceptuando el breve período de baby boom de la posguerra-, sino que el modelo familiar tradicional extenso dio paso a la familia nuclear, con un limitado número de hijos. Este proceso coincidió con otros cambios en la estructura social de estos países, puesto que cada vez más personas habitaban en las ciudades y trabajaban en los sectores industriales y de servicios, siendo cada vez menos las que vivían en el campo. Igualmente, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la expansión del capitalismo industrial y de los bienes de consumo revolucionó las bases económicas y sociales de los países occidentales.

Además, en el plano cultural, sus ciudadanos estaban también mejor educados que sus homólogos del pasado y vivían en regímenes más democráticos. Esta situación proporcionaba a la ciudadanía la capacidad para controlar y deponer las élites políticas, en caso de que éstas no actuaran de acuerdo con la voluntad mayoritaria de la población, incrementando así la dificultad política para preparar a ciudadanos-soldados o lograr el apoyo social necesario para iniciar y sostener cualquier campaña militar (Mueller 1989; Luard 1988).17

En conclusión, estas sociedades no sólo eran más educadas, ricas, individualistas y democráticas que sus homólogas del pasado, sino que sus ciudadanos se mostraban también menos proclives a dar sus vidas por la patria o la nación (Luttwak 1995).18 Esta tendencia se agudizó durante la década de 1960 -coincidiendo con la Guerra de Vietnam, la explosión de la contracultura y del movimiento hippie en Estados Unidos- y acabó generalizándose al resto de los países avanzados.

Sin embargo, estos elementos quedaron ensombrecidos por la irrupción de los valores posmodernos, surgidos a finales de los setenta, y que coincidieron con una profunda crisis de las sociedades occidentales (Lyon 1994). En esta coyuntura -marcada por la redefinición del Estado del bienestar, una intensa crisis industrial y económica y el creciente desinterés de los ciudadanos por la sociedad que les rodeaba- no sólo afloraron valores como el narcisismo, el nihilismo, el individualismo y el hedonismo, sino que también se popularizaron entre los electorados y los partidos políticos valores posmaterialistas como el ecologismo y el pacifismo (Inglehart 1991, 67-70; Lyon 1994, 23-30).

Esta sociedad más individualista y basada en un orden político, económico y social distinto del anterior también tendría importantes consecuencias para las fuerzas armadas, pues la clásica separación entre la esfera civil y la militar se dilató, y el modelo del ciudadano-soldado quedó herido de muerte.

Los efectos de estas transformaciones se manifestaron con toda su intensidad con el fin de la Guerra Fría y la consiguiente disminución del riesgo de conflicto global. En consecuencia, los países occidentales abandonaron de forma definitiva la conscripción obligatoria, método que proporcionaba a la nación vastos recursos demográficos para el esfuerzo militar pero cuyos costes sociales, políticos y económicos eran inadmisibles en las sociedades avanzadas de fin del siglo.

Una vez estudiados los cambios de naturaleza social, política y cultural que acabaron con el modelo del ciudadano-soldado, el primer pilar de la Guerra Total, a continuación se explicará la erosión del segundo pilar de la misma: un sistema económico y productivo industrial que proporcionaba importantes recursos financieros al Estado para el esfuerzo militar y ofrecía vastas cantidades de armas seriadas, homogéneas y notablemente eficaces en manos de conscriptos con limitada instrucción (Black 2000, 275; Paret 1986, 123-126).

El modelo económico industrial fordista, que dominó las sociedades occidentales desde la década de 1930, y que fue responsable de la expansión experimentada por el capitalismo industrial durante más de tres décadas, empezó a mostrar signos de agotamiento durante los años sesenta, coincidiendo con las primeras reconversiones industriales, una creciente inflación y los primeros indicios de sobreproducción. Paralelamente, la globalización pareció abrir una nueva etapa en el desarrollo de las sociedades capitalistas, mucho más interconectadas entre ellas que antaño (Keohane y Nye 1988, 18-23). Estas tendencias se hicieron patentes en 1973, cuando, a raíz de la Guerra del Yom Kippur, los países avanzados entraron en una crisis financiera, industrial y de consumo que afectó al conjunto de sus economías.

Esta situación coincidía con profundas transformaciones en su estructura socioeconómica, pues el modelo fordista-taylorista -extensivo, homogéneo, mecanizado y rígido- estaba siendo reemplazado por un nuevo patrón productivo más individualizado, intensivo y flexible a la vez: la sociedad industrial mutaba hacia una sociedad de servicios. Se había inaugurado una sociedad posindustrial (Bell 1976).

Simultáneamente, otro cambio que transformaría la vida humana tanto en las sociedades avanzadas como en el mundo en desarrollo estaba a punto de producirse: la revolución de la información. Los importantes avances tecnológicos en el campo de la informática y las comunicaciones estaban creando un mundo más interconectado que nunca, una sociedad en red donde la información puede transmitirse de forma casi instantánea a cualquier punto del globo, con un coste irrisorio y suma facilidad. Esta revolución tecnológica sentó las bases de la Era de la Información y ha posibilitado la emergencia de la Era del Conocimiento (Castells 1997).

Las aplicaciones de esta revolución tecnológica al campo militar parecían infinitas, especialmente en un momento en el que el paradigma bélico napoleónico había entrado en crisis.19 Cierto, estas tecnologías no sólo ofrecían unas capacidades inimaginables años atrás en materia de obtención, gestión o acumulación de información, inmediatez en la toma de decisiones, automatización en las operaciones y precisión en los ataques,20 sino que también parecían ser la solución a la erosión del modelo de ciudadano-soldado y a la creciente dificultad del mundo avanzado para emplear la guerra como instrumento político (Black 2000, 289-291; Castells 1997, 489-493; Van Creveld 1991, 192-202).21

Fue necesario esperar hasta el final de la Guerra Fría para que el mundo no sólo tomara conciencia del alcance de estas transformaciones, sino también para que surgieran nuevos retos, problemas y realidades que obligarían a reformar las arquitecturas defensivas de los países avanzados. Éste es el último elemento de la Revolución Militar posindustrial.

El final del orden bipolar comportó la reestructuración de las políticas de seguridad y defensa occidentales: la desaparición de la amenaza sobre la que habían construido su entramado defensivo y la aparente estabilidad global permitieron a sus gobiernos cobrar el dividendo de la paz y reducir el volumen, las capacidades y los medios de sus ejércitos. No obstante, mientras los países ampliaban el concepto de seguridad más allá de la defensa territorial y relajaban el análisis estratégico al vislumbrar un mundo unipolar carente de grandes amenazas, las fuerzas armadas aumentaron su participación en operaciones consideradas residuales hasta entonces, y que, con el tiempo, se demostrarían más complejas y requerirían más medios de lo esperado (Smith 2006; Gyarmati y Winker 2002).22

Y es que la amenaza de desatarse un conflicto global, contemplado como factible hasta entonces, dio paso a un mundo donde se combinaban riesgos de distinta naturaleza y procedencia, tales como Estados fallidos y débiles, peligros medioambientales, migraciones incontroladas, extremismos violentos, competición por los recursos, redes criminales transnacionales y proliferación de armas de destrucción masiva (Gray 2005; Hoffman 2007; Rid y Hecker 2009). En otras palabras, el institucionalizado, organizado y estable orden bipolar estaba siendo reemplazado por un mundo más complejo, heterogéneo, cambiante y caracterizado por la coexistencia e interconexión de una amplia variedad de actores capaces de disputar el protagonismo del Estado en la escena internacional. Un orden donde la frontera entre la paz y la guerra, la seguridad interior y exterior, o entre el frente y la retaguardia, se ha desvanecido (Hardt y Negri 2004). Un orden donde conviven dos mundos de la política con intereses, conductas y dinámicas contradictorios, y donde el estratificado y regulado sistema de Estados westfaliano coexiste con otro mundo anárquico y confuso en el que interactúan los actores excluidos del primero: territorios sin Estado, movimientos insurgentes, bandas terroristas o grupos criminales (Rosenau 1990). Un sistema donde el recurso a la guerra como medio para resolver las disputas internacionales se reduce entre el mundo desarrollado, se mantiene entre los países en desarrollo y las potencias emergentes y prolifera en las áreas donde el Estado es incapaz de proporcionar los servicios básicos a su población; motivando la proliferación de nuevas guerras (Kaldor 1998; Van Creveld 1991), requiriendo el desarrollo de ejércitos posmodernos (Moskos, Williams y Segal 2000) o postindustriales (King 2006), y obligando a la comunidad internacional a participar en guerras de elección (Foley 2010) para difundir los valores cosmopolitas (Kaldor 1998).23

En esta coyuntura, los ejércitos occidentales no sólo debían reducir y reestructurar su potencial humano y material por la disipación de la amenaza soviética, el fin de la conscripción o la reducción del gasto militar, sino que también estas fuerzas diseñadas, equipadas y organizadas para combatir contra el Pacto de Varsovia en un conflicto total tenían que reorganizarse para satisfacer las demandas del entorno estratégico de la pos-Guerra Fría (Gyarmati y Winker 2002).

Este conjunto de transformaciones, observadas a lo largo del artículo, se manifestaron por primera vez durante la Guerra del Golfo de 1991. Esta guerra no sólo fue un conflicto justo y legal desde la perspectiva del derecho internacional (Turner 1999),24 sino también más rápido (la guerra duró un mes, debido al elevado ritmo de las operaciones militares), limitado (debido a los objetivos de la intervención y los medios empleados por la coalición), limpio (con menos bajas propias y daños colaterales) y preciso (los blancos eran destruidos con mayor facilidad), gracias al empleo de las tecnologías que habían estado desarrollándose durante los años anteriores. Precisamente, estos factores motivaron que muchos expertos proclamaran la existencia de una Revolución en los Asuntos Militares, que transformaría el estilo de combatir de los países que la conquistaran.25

En resumen, la Guerra del Golfo parecía ser una manifestación acerca de las profundas transformaciones políticas, sociales y económicas experimentadas por las naciones avanzadas, que también estaban afectando la forma de hacer la guerra. En otras palabras, siguiendo las tesis de Alvin y Heidi Toffler (1993), este conflicto demostró que la imprecisión y la destrucción en masa propias del modelo social y productivo industrial habían sido sustituidas por una nueva forma de guerra basada en agilidad, precisión, economía de fuerzas y conocimiento; cualidades que proporcionaban a estos ejércitos -compuestos por fuerzas profesionales bien adiestradas, equipadas con armamento sofisticado, que disfrutaban de un amplio conocimiento del entorno operativo e integradas en unidades pequeñas, flexibles y organizadas en red- una capacidad sin precedentes para combatir con una rapidez, efectividad y precisión asombrosas, sin bajas propias ni daños colaterales significativos (Sloan 2002; Friedman y Friedman 1998).

Aunque las intervenciones realizadas entre 1991 y 2013 relativizarán las cualidades y mostrarán los límites del estilo posmoderno de hacer la guerra, moderando las proclamas tecnocéntricas de los teóricos de la Revolución en los Asuntos Militares (Colom 2013), puede concluirse que los vastos cambios sociales, políticos, económicos y militares experimentados por las sociedades avanzadas en las últimas décadas constituyen una Revolución Militar, que reemplazó el paradigma militar contemporáneo por otro modelo muy distinto.

Este nuevo paradigma militar parece caracterizarse por una limitación en todas sus vertientes: los ejércitos son menos numerosos y completamente profesionales, poseen armamento diseñado para la destrucción selectiva, su actuación se somete al derecho de guerra, y su relación con el resto de la sociedad se ha reducido. Y es que mientras sus valores se civilizan y el perfil vocacional deja paso al ocupacional, también se asume que en caso de guerra el Estado no deberá movilizar todos los medios económicos, políticos y sociales a su alcance para el esfuerzo bélico, ni tampoco concebir las grandes batallas típicas del modelo militar anterior. Y, si lo necesitara, es discutible que pudiera conseguirlo (King 2006; Van Creveld 2000). En este sentido, es posible exponer los rasgos fundamentales de este estilo militar propio de las sociedades avanzadas:

  • Este modelo limitado, selectivo y plural se fundamenta en las tecnologías de la información, cuya explotación proporciona a los ejércitos posindustriales precisión, eficiencia, potencia de fuego, movilidad, conocimiento del entorno operativo e inteligencia sobre el adversario sin precedentes (Colom 2008; Friedman y Friedman 1998). Estas capacidades permiten conocer todo lo que sucede en el teatro de operaciones y batir los objetivos enemigos de forma rápida, precisa y resolutiva, limitando también las bajas propias y los daños colaterales (Freedman 2006, 45-50; Sloan 2002).26
  • Las intervenciones en el exterior requieren un amplio pero fácilmente quebrantable apoyo doméstico, que puede obtenerse cuando éstas son consideradas legítimas, alegando razones morales o humanitarias, de amenaza directa a la seguridad nacional o de defensa de intereses vitales (Black 2000, 274); se someten al derecho internacional y se desarrollan conforme a los criterios de guerra justa (Turner 1999), y se asume que las fuerzas desplegadas no afrontarán riesgos importantes ni sufrirán un elevado número de bajas (Freedman 2006). Ello dificulta significativamente el uso de la fuerza como herramienta de política exterior (Luttwak 1995).27
  • Cualquier operación militar -desde una intervención humanitaria hasta una acción de guerra convencional- se desarrolla en un marco confuso, complejo y cambiante, donde coexisten numerosos actores, y en el que factores ajenos a los militares (sociales, políticos, económicos o mediáticos) limitan la autonomía de acción, condicionan el curso de la misión y pueden determinar su desenlace (Everts e Isernia 2001). Ello hace que cualquier detalle de la misión pueda ser conocido por la ciudadanía y sometido al escrutinio público.28
  • Las intervenciones militares deben ser cortas para limitar sus costes económicos, políticos, humanos y sociales e impedir la erosión del apoyo doméstico o las presiones de la comunidad internacional (Freedman 2006; Castells 1997). Aunque ello lleva a los gobiernos a utilizar la fuerza de manera resolutiva para conseguir los objetivos estratégicos con la mayor brevedad posible,29 las experiencias en Afganistán e Iraq permiten relativizar este supuesto.30
  • Ninguna operación militar debe involucrar a ciudadanos comunes (Moskos, Williams y Segal 2000; Luttwak 1996). Éstas deben ser ejecutadas por fuerzas profesionales -o por reservistas, en caso de necesidad- encuadradas en ejércitos regulares y por contratistas militares privados (King 2006; Singer 2003). Las funciones y el protagonismo de estos controvertidos actores que permiten externalizar las labores de apoyo a la fuerza aumentarán y su actividad se regulará, por lo que éstos normalizarán su presencia en el campo de batalla futuro.31
  • Cualquier adversario que no haya adoptado el estilo militar posmoderno intentará explotar -como han demostrado Afganistán e Iraq y podría observarse en China32- las vulnerabilidades inherentes de este modelo actuando de forma asimétrica,33 evitando el enfrentamiento directo, prolongando el conflicto, empleando tácticas contrarias a las leyes y los usos de la guerra o actos de gran impacto psicológico, todo ello con el objetivo de erosionar el apoyo social e influir en las decisiones políticas de los gobiernos de las sociedades avanzadas (Freedman 2006; Rid y Hecker 2009). En consecuencia, aunque las guerras convencionales no desaparecerán, los ejércitos avanzados deberán prepararse para combatir en conflictos irregulares e híbridos, antítesis del estilo militar posmoderno y pilar de las nuevas guerras.

En definitiva, este paradigma militar posmoderno guarda enormes similitudes con el modelo de tercera ola propuesto por Alvin y Heidi Toffler, y en él convergen elementos de la Revolución en los Asuntos Militares (la centralidad de la tecnología o las tácticas, las doctrinas, los conceptos y orgánicas propuestos por sus teóricos); los ejércitos posmodernos (la asimilación entre los valores civiles y los militares, la participación en labores humanitarias o el desarrollo de fuerzas multinacionales); los ejércitos posindustriales (la externalización de funciones, la centralización estratégica, la descentralización táctica o la integración de los ejércitos para combatir en red), o la profesionalización de la milicia (el fin del modelo de ciudadano-soldado o un nuevo marco de relaciones civiles-militares).

Surgido tras una Revolución Militar que acabó con el paradigma contemporáneo de combatir, este nuevo modelo traslada los rasgos de la sociedad posindustrial y los valores posmodernos a la manera de concebir y hacer la guerra. Las características que definen a la sociedad posindustrial -desmasificada y descentralizada, con una estructura de poder difusa y un modo de producción individualizado, especializado, eficiente, flexible y en red- pueden aplicarse a las fuerzas armadas: proyectadas para la acción conjunta entre los ejércitos, combinada con unidades de otros países e interagencia con otros actores, se organizan en formaciones pequeñas, flexibles, modulares y altamente proyectables. Están formadas por unidades completamente profesionales y preparadas para aplicar con eficacia el potencial militar, mientras que las labores de apoyo son externalizadas o realizadas por fuerzas de reserva. Esta tropa está adiestrada para sacar el máximo partido al armamento actual -tecnológicamente avanzado y diseñado para batir con precisión los objetivos enemigos- y operar con flexibilidad en una amplia gama de misiones, caracterizadas éstas por un férreo control estratégico para evitar controversias políticas y por la descentralización en el nivel táctico, para garantizar el logro de los objetivos militares.

Aunque este nuevo paradigma militar puede ser el idóneo para conservar y ampliar la supremacía de las sociedades avanzadas contra cualquier adversario industrial de segunda ola en un conflicto regular, las experiencias recientes han revelado las limitaciones de este modelo frente adversarios irregulares y expuesto las debilidades de las sociedades avanzadas y su concepción de la guerra. El tiempo determinará si este enfoque posmoderno es compatible con las Guerras Posmodernas y con los conflictos asimétricos, antítesis y complemento natural de la guerra convencional desde el inicio de la historia.

Conclusiones

Este artículo ha examinado la Revolución Militar que experimentaron las sociedades avanzadas durante la Guerra Fría y que ha reemplazado el paradigma bélico contemporáneo -fundamentado en la Guerra Total y el estilo militar napoleónico- por un nuevo modelo más limitado, selectivo y plural. Susceptible de definirse como posindustrial, posmoderno o de tercera ola, éste refleja el orden político, social, económico, demográfico, ideológico y tecnológico de estas sociedades.

Aunque estas transformaciones han sido analizadas desde distintas ópticas -la tecnológica, por la Revolución en los Asuntos Militares; la estratégica, por las Guerras Posmodernas; la organizativa, por los Ejércitos Posmodernos; la relacional, por los Ejércitos Posindustriales, y la ocupacional, por muchos sociólogos-, el trabajo ha empleado el concepto Revolución Militar para estudiar este conjunto de cambios que han dado lugar a una nueva forma de concebir la guerra. A grandes rasgos, esta transformación ha estado motivada por los siguientes factores:

  • Cambios en la estructura de poder del sistema internacional motivados por el final de la Guerra Fría, la consolidación de la globalización y el surgimiento de un marco de relaciones internacionales en constante evolución; la difuminación del poder y de la centralidad del Estado; la proliferación de actores internacionales no estatales, y la consolidación de un nuevo entorno de riesgos y amenazas.
  • Cambios económicos y tecnológicos, fundamentados en la sustitución del modelo productivo industrial por otro sistema más individualizado, flexible y complejo. Asimismo, la economía se ha globalizado totalmente, y la revolución tecnológica ha transformado todas las esferas de la sociedad, abriendo paso a la Era del Conocimiento.
  • Cambios sociales, culturales y demográficos, que han acabado con el modelo de ciudadano-soldado, y con ello, la posibilidad de disponer de ejércitos masivos; transformado el marco de relaciones civiles-militares y comprometido los valores militares tradicionales.
  • Cambios sociopolíticos, que reducen la autonomía de unos gobiernos cada vez más sujetos al control público, dificultan el empleo del poder militar como herramienta de política exterior y presionan para que los ejércitos se utilicen en labores humanitarias y para la gestión de crisis.

Consolidada tras el fin de la Guerra Fría, y en una coyuntura histórica irrepetible -la desaparición de la amenaza sobre la que Occidente había creado su defensa, el triunfo de los valores liberales, la espectacular victoria sobre Iraq o la aparente estabilidad del nuevo orden internacional-, esta Revolución Militar forjó un nuevo estilo posmoderno de concebir y hacer la guerra que reflejaba las características y los valores de las sociedades avanzadas de fin de siglo y prometía garantizar su supremacía bélica en cualquier conflicto futuro.

No obstante, en Afganistán e Iraq se pudieron observar las limitaciones de este estilo militar, que parecía haber olvidado que la guerra es un choque de voluntades antagónicas, que la destrucción y la muerte son sus elementos definidores y que el enemigo intentará explotar cualquier debilidad del contendiente para imponer su voluntad. En consecuencia, de la misma forma que los modelos militares anteriores precisaron de un período de adaptación para consolidarse, es probable que las enseñanzas de estos conflictos y las previsiones estratégicas futuras permitan refinar y afianzar este estilo militar. Ello plantea nuevos interrogantes que deberán responderse en futuros trabajos centrados en refinar las características y los rasgos definidores de este paradigma tras los recientes conflictos.


Comentarios

* El artículo es producto de una investigación personal del autor acerca de la transformación de los conflictos, y no contó con financiación externa.

1 Ampliamente extendido entre los autores críticos, este enfoque en las guerras de cuarta generación no sólo tiene pocas similitudes con el concepto originario de Estados Unidos; sino que la doctrina tradicional lo ha desechado porque se fundamenta en una enorme simplificación de la historia bélica.

2 Parker (1988) establece que los elementos clave de esta revolución son la creación en Francia de una artillería pesada capaz de emplearse tanto en asedios terrestres como en batallas navales; el desarrollo en Italia de un nuevo estilo de fortificación invulnerable a la artillería existente y capaz de resistir largos asedios; la creación del Galeón, un navío robusto, capaz de navegar a grandes distancias y montar armamento pesado; y la invención en los Países Bajos de un nuevo sistema de fuego con mosquetes y arcabuces.

3 Ejemplos de estos debates pueden hallarse en Black (1991), Rogers (2000) o Parker (1988).

4 Esta idea se forjó en 1993 para describir las transformaciones que estaban produciéndose en los procedimientos, tácticas, doctrinas y organización del Ejército estadounidense, a raíz de la aplicación de las tecnologías de la información. Derivada del concepto soviético Revolución Técnico-Militar -empleado para explicar el impacto de una nueva tecnología sobre la conducción de las operaciones militares-, la Revolución en los Asuntos Militares articuló el análisis estratégico mundial y la política de defensa estadounidense en los noventa hasta su sustitución por la Transformación, en 2001 (Colom 2008; Kagan 2006).

[5] Este argumento fue originalmente planteado en La Tercera Ola, donde Toffler afirmaba que la humanidad ha conocido tres etapas históricas con un orden social, económico, político y militar específicos.

6 Este conflicto es menos revolucionario de lo imaginado al enfrentar un ejército típico de la década de los setenta como el iraquí contra el estadounidense, más moderno, mejor preparado, conocedor de la doctrina soviética y en una coyuntura histórica inmejorable para que pudiera poner en práctica las capacidades militares desarrolladas después del fiasco de Vietnam. Igualmente, la coalición desplegó y amasó durante cinco meses medio millón de efectivos para enfrentarse a un número similar de oponentes, y el despliegue terrestre poco se diferenció del realizado durante la Segunda Guerra Mundial: formaciones lineales constituidas por grandes unidades preparadas para enfrentarse al Pacto de Varsovia. Finalmente, el armamento de precisión representó un 10% del total de proyectiles lanzados por la coalición (Friedman y Friedman 1998, 262).

7 De hecho, los estudios realizados durante los años noventa para analizar los cambios que estaban produciéndose en la esfera militar adoptaron el marco teórico de la tercera ola (Metz 1994, 126), guiando también los orígenes de la Transformación que lanzó Donald Rumsfeld en 2001 para conquistar la Revolución en los Asuntos Militares, e inspiraron la Transformación emprendida por la Alianza Atlántica en 2002 para adaptar los ejércitos de sus miembros al panorama estratégico actual y futuro.

8 Exceptuando la Revolución Nuclear -cuyos detractores indican que no puede calificarse como tal porque no acabó con las formas de guerra convencionales-, los expertos asumen este marco de análisis.

9 Ésta puede definirse como un punto de equilibrio estratégico en el que un conflicto nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética comportaría la destrucción -estimada en un 50-70% del tejido industrial y un 33-40% de la población- de ambos contendientes. Esta situación se alcanzó en los años sesenta, cuando los arsenales atómicos de ambas potencias alcanzaron la paridad; sus fuerzas nucleares se organizaron en una tríada que garantizaba la capacidad de contragolpe, y la disuasión unilateral dejó paso a la disuasión mutua.

10 La Revolución Francesa erigió los pilares del Estado-nación contemporáneo, introdujo el nacionalismo y la ideología en la ecuación de la guerra y sentó las bases de la nación en armas, por lo que a partir de entonces "[...] la guerra se convirtió repentinamente en un asunto del pueblo, un pueblo de más de treinta millones de personas, cada una de las cuales se consideraba a sí misma ciudadana del Estado" (Clausewitz 1976 [1832], 592).

11 En el plano militar, la Revolución Industrial proporcionó las capacidades necesarias para fabricar más y mejores armas seriadas, facilitó la creación de un complejo militar-industrial al servicio del Estado y un incipiente mercado armamentístico mundial, incrementó la calidad y cantidad de los medios materiales, tecnológicos y logísticos de los ejércitos y brindó al poder político una capacidad financiera sin precedentes para apoyar el esfuerzo bélico (McNeill 1989, 262-300).

12 No obstante, conflictos como la conquista de las Galias, las Guerras Púnicas, la Guerra de los Treinta Años o las guerras de religión que asolaron Europa también podrían merecer este calificativo (Challiand 2005).

13 Surgido a raíz del perfeccionamiento de las reformas realizadas por Francia tras la Guerra de los Siete Años (la creación de academias militares, el desarrollo de artillería más móvil y precisa o la organización de los ejércitos en divisiones independientes capaces de separarse en formaciones más pequeñas); la explotación de la leva en masa; el aprovechamiento de las rutas terrestres para mejorar el sostenimiento de las campañas y la ejecución de acciones de maniobra y choque que, combinando artillería, infantería y caballería, permitían aplicar la fuerza de manera resolutoria en el momento preciso (Paret 1986, 132-135); el estilo militar napoleónico inauguró una nueva etapa en el arte operacional que tuvo su cenit en la Segunda Guerra Mundial.

14 En general, los países occidentales reemplazaron la conscripción universal masculina por un servicio obligatorio limitado que desembocó en fórmulas híbridas -ejércitos compuestos por fuerzas profesionales y una reserva voluntaria- y en fuerzas totalmente profesionales. A modo de ejemplo, Estados Unidos mantuvo las levas hasta 1973, cuando creó un ejército profesional apoyado por una reserva voluntaria; Gran Bretaña mantuvo la conscripción hasta 1960, cuando creó un ejército profesional y una reserva territorial; Francia mantuvo la leva en masa hasta 1962 y un servicio militar selectivo hasta la profesionalización de la milicia tras el fin de la Guerra Fría, y Canadá posee desde la Segunda Guerra Mundial un modelo híbrido de fuerzas regulares y reservistas a tiempo parcial. La única excepción relevante es Alemania, que mantuvo entre 1956 y 2011 un servicio militar obligatorio complementado con una alternativa civil de mayor duración.

15 Esta decisión -motivada por el poder disuasorio del arma atómica y la necesidad de limitar el gasto en defensa- choca con la estrategia soviética, fundamentada en el mantenimiento de unas formidables fuerzas convencionales preparadas para una rápida invasión del territorio aliado y para evitar una escalada nuclear.

16 Concretamente, Moskos entiende que el modelo institucional depositario de las virtudes y tradiciones castrenses es reemplazado por un modelo ocupacional (especialmente entre los puestos técnicos, logísticos o de especialistas). No obstante, éste indica que los ejércitos tienden a modelos plurales, con un núcleo institucional y una masa ocupacional.

17 Actualmente, el apoyo popular constituye un elemento vital de cualquier intervención armada. En este sentido, no sólo es cada vez más difícil para un gobierno enviar tropas al extranjero, sino también lograr el apoyo doméstico necesario. En este sentido, sólo parece posible alegando razones morales, de amenaza directa a la seguridad, o por la defensa de los intereses vitales (Black 2000, 274-276).

18 Concretamente, éste entiende que se debe a que las sociedades han entrado en una etapa posheroica que, debido básicamente a la baja natalidad de las familias nucleares, convierte a las unidades familiares en menos tolerables a las pérdidas humanas.

19 En general, las aplicaciones militares de esta revolución se dividen en plataformas (tripuladas o controladas remotamente, invisibles a los sistemas de detección y con una elevada automatización), sensores (sistemas de mando, control, comunicaciones, ordenadores, inteligencia, observación, adquisición de objetivos y reconocimiento) y armas (de precisión e inteligentes), todos ellos integrados en red (Colom 2008, 153-163).

20 Es conveniente apuntar que el armamento de precisión e inteligente revolucionó la forma de planear y conducir las operaciones militares, pues ahora sería posible lanzar un proyectil fuera del alcance de los sistemas antiaéreos enemigos, con una elevada probabilidad de impacto, restringiendo el daño colateral del ataque, limitando el factor humano o la aversión a atentar contra vidas humanas; y con ello, reduciendo el coste económico, político y militar de cualquier acción militar (Friedman y Friedman 1998, 242). Además, a raíz de la Guerra del Golfo, estos elementos mediaron para que el mundo asumiera que las armas de precisión permitirían combatir de forma quirúrgica, limpia y conforme a los criterios de guerra justa, discriminando entre beligerantes y no combatientes y minimizando el riesgo de sufrir bajas propias; popularizando la creencia en la posibilidad de combatir según el criterio de las cero bajas, que tan difícil se ha demostrado en Afganistán e Iraq (Foley 2010, 23-33; Freedman 1998, 77).

21 Aunque el alcance de esta tendencia podrá observarse con la eclosión de las operaciones de paz y las controversias generadas por las guerras de Afganistán e Iraq, durante la Guerra Fría se produjo un importante auge de los movimientos pacifistas y antinucleares y creció la oposición popular a las intervenciones militares. Mención especial merece la crisis de los euromisiles (1977-1987), donde la principal baza soviética para mantener la situación derivada del despliegue de sus misiles era el poder de los movimientos pacifistas occidentales -especialmente el alemán-, para evitar que la Alianza Atlántica procediera al despliegue de misiles similares.

22 Hasta entonces, la misión primordial de los ejércitos era la defensa territorial y la guerra regular contra ejércitos enemigos, y su doctrina, adiestramiento, material y organización respondían a esta finalidad. Pero a partir de ahora, éstos se vieron forzados a realizar una amplia gama de misiones -asistencia humanitaria, gestión de crisis, interposición, estabilización o reconstrucción- para las cuales no estaban preparados, en un entorno multinacional, compartiendo espacio con otros actores (organizaciones internacionales, ONG y empresas privadas) y un marco más complejo que en el pasado, donde factores ajenos a los militares podían condicionar el curso de la misión y determinar su desenlace. En Afganistán e Iraq estos mismos ejércitos se vieron obligados a realizar operaciones antiterroristas y contrainsurgentes o coordinarse con el resto de los actores presentes en el terreno, labores para las que tampoco estaban preparados y que motivaron un cambio de rumbo en su proceso de transformación militar (Kagan 2006). En este sentido, obsérvese que la participación en labores de apoyo a la paz y el desarrollo de fuerzas multinacionales constituyen características de los ejércitos posmodernos, y que estas operaciones se realizan en el marco de guerras posmodernas.

23 No obstante, los enfoques críticos asumen que estas guerras se llevan a cabo para imponer el nuevo orden mundial de la pos-Guerra Fría y expandir la hegemonía de Occidente (Hardt y Negri 2004).

24 El conflicto parecía una guerra justa, tanto desde una dimensión filosófica -el pensamiento agustiniano-tomista entiende que la proporcionalidad y la discriminación de los no combatientes son motivos suficientes para calificar una guerra como justa- como normativa, legitimada por la Resolución 678 (1990) de las Naciones Unidas, que exponía que las operaciones se desarrollarían en conformidad con el ius ad bellum, y la intervención terminaría con el restablecimiento del statu quo ante bellum, la liberación de Kuwait, pero no la deposición de Saddam Hussein -y realizada conforme a los requerimientos del ius in bello en relación con la proporcionalidad, discriminación e inmunidad de los no combatientes-. Paradójicamente, una década después este mismo escenario serviría -junto con Afganistán y Guantánamo- para popularizar los debates jurídicos acerca del estado de excepción permanente y poner en entredicho los preceptos de la guerra justa (Agamben 2004).

25 No es extraño que en la pos-Guerra Fría esta idea cobrara interés entre la clase militar y política, pues no sólo prometía compensar la reducción de efectivos humanos con tecnología, sino que ofrecía a los gobiernos la posibilidad de continuar empleando a las fuerzas armadas como herramienta de política exterior con unos costes políticos, económicos y sociales asumibles por sus electorados (Colom 2008). Además, Estados Unidos -principal promotor de esta revolución- también se interesó por las posibilidades que ésta ofrecía para incrementar su ventaja militar frente a sus posibles competidores, contribuyendo así al mantenimiento de su hegemonía política en el siglo XXI (Kagan 2006, 171-177). Obsérvese que estas mismas ideas acerca del papel de la tecnología para incrementar la asimetría de capacidades y posibilitar conflictos totales susceptibles de librarse en todas las esferas de la vida humana están muy presentes en las teorías críticas (Hardt y Negri 2004).

26 Precisamente, esta idea es central entre los teóricos de la Revolución en los Asuntos Militares, que la definen como sistema de sistemas: la integración de tropas, armas, sensores y plataformas en un metasistema capaz de acumular vastos volúmenes de información sobre el campo de batalla y explotarla de inmediato para combatir en red (Colom 2008, 164-66). No obstante, aunque estas capacidades son efectivas contra ejércitos industriales -como demostró la Operación Libertad Iraquí, cuando las fuerzas estadounidenses batieron a voluntad las concentraciones de fuerzas enemigas-, lo son mucho menos contra adversarios irregulares, tal y como se ha visto en Afganistán e Iraq, donde era difícil obtener una imagen clara de la situación, identificar los objetivos, evitar daños colaterales y fijar blancos cuyo valor justificara el empleo de las costosas armas de precisión (Echevarria 2010).

27 Obsérvese que las intervenciones realizadas por Occidente desde 1991 se han justificado por motivos humanitarios (Balcanes, Somalia, Líbano o Libia) o por amenaza a la seguridad internacional (Afganistán e Iraq).

28 Exceptuando hechos como los abusos en la prisión de Abu Ghraib o la impunidad de los contratistas militares privados en Iraq, que escandalizaron a la opinión pública mundial, forzaron la actuación de la justicia, motivaron el establecimiento de nuevos códigos de conducta pero apenas alteraron las líneas maestras de la intervención; el ejemplo más claro de esta situación es la participación europea occidental en Afganistán. Muchos de estos países se vieron forzados -por su pertenencia a la Alianza Atlántica y la indisimulada presión estadounidense- a enviar fuerzas para estabilizar el país. Aunque la mayoría de los gobiernos justificaron esta intervención por motivos humanitarios, fijaron como objetivo la construcción de un país moderno y democrático o establecieron importantes salvaguardas al uso de la fuerza (como la no participación activa en misiones de combate ni contrainsurgencia), la creciente negativa de la opinión pública doméstica -motivada por las bajas en combate, la violencia insurgente, la incapacidad para crear un gobierno estable, la corrupción endémica del país, la falta de éxitos claros o los años transcurridos desde el inicio de la operación- ha obligado a los gobiernos a redefinir sus compromisos, alterar sus estrategias o fijar calendarios específicos para su retirada del país.

29 Precisamente, Estados Unidos desarrolló doctrinas específicas para lograr estos objetivos, como en el caso de las Operaciones Rápidas y Decisivas, que explotaban la supremacía militar norteamericana para lograr victorias rápidas, veloces y concluyentes, y la Dominación Rápida, para paralizar al enemigo con ataques rápidos y coordinados contra sus centros de gravedad (Sloan 2002). En el plano práctico, Washington también asumió que las campañas afgana e iraquí serían rápidas y decisivas, puesto que desplegó y concentró las fuerzas con gran rapidez, intentó realizar sin éxito ataques de decapitación -siguiendo la doctrina de Dominación Rápida-, y las invasiones duraron poco más de un mes. Sin embargo, estas esperanzas quedaron truncadas tras el paso de las operaciones de combate a las labores de estabilización y el florecimiento de la insurgencia (Echevarria 2010; Kagan 2006).

30 No obstante, los autores críticos defensores de las guerras de cuarta generación consideran que estos conflictos se dilatan en el tiempo porque emplean otros instrumentos (protestas, guerra sucia, propaganda, subversión, bloqueos económicos, terrorismo, etcétera) para desestabilizar al adversario, y que forman parte de la misma guerra. En este sentido, para ellos la Guerra del Golfo se habría dilatado desde 1991 hasta la actualidad, pasando por distintas fases y empleando distintos medios.

31 Empleados en actividades de seguridad, inteligencia, logística, asesoría, adiestramiento, mantenimiento o combate, los contratistas militares han adquirido un gran protagonismo en los recientes conflictos porque no sólo ofrecen protección a empresas, organizaciones internacionales u ONG, permiten a los ejércitos centrarse en acciones de combate y externalizar las labores de apoyo, sino que estos actores todavía operan en un vacío normativo que los hace especialmente útiles para realizar acciones sensibles sin que los gobiernos tengan que comprometer fuerzas regulares, ni asumir su autoría ni aceptar las bajas como propias (Van Creveld 1991; Singer 2003).

32 Dos oficiales chinos sugirieron que, ante la dificultad del país para combatir convencionalmente contra Estados Unidos, podría recurrirse a acciones de guerra sin restricciones (empleo de armamento de destrucción masiva, terrorismo, ciberguerra, ataques contra flujos financieros y redes de información, manipulación de las opiniones públicas o guerra legal), para anular la supremacía militar estadounidense (Liang y Xiangsui 2004). Aunque estos planteamientos han sido reiteradamente negados por Beijín, no debe descartarse que cualquier potencial adversario de un ejército posindustrial usara tácticas similares.

33 Entre estas debilidades destacan la volubilidad de la opinión pública doméstica y la permeabilidad a las presiones internacionales; el pánico a las bajas propias y el temor a los daños colaterales; el sometimiento al derecho de guerra; la ansiedad por los costes políticos y electorales de las operaciones; la exigencia de restringir su alcance, impacto y duración; la reticencia a utilizar fuerzas terrestres o la necesidad de emplear la fuerza de manera limitada y restrictiva (Smith 2006; Gray 2005).


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Fecha de recepción: 16 de septiembre de 2013 Fecha de aceptación: 19 de marzo de 2014 Fecha de modificación: 25 de mayo de 2014