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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.50 Bogotá set./dic. 2014

 

La 'cuestión' del mal y la Modernidad. A propósito de una lectura desde Walter Benjamin*

Alexánder Hincapié García**

** Doctor en Educación por la Universidad de Antioquia, Colombia. Docente titular de la Universidad San Buenaventura, Colombia. Integrante del Grupo Interdisciplinario de “Estudios Pedagógicos” (GIDEP) y del Grupo de investigación sobre “Formación y Antropología Pedagógica e Histórica” (FORMAPH). Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Paternidad y diferencia cultural. Reflexiones histórico antropológicas para el debate. Revista Virtual Universidad Católica del Norte 37 (2012): 266-290, y El sexo como verdad. Morfología corporal ambigua y expectativas corporales en torno al cuerpo. En Educación, eugenesia y progreso: biopoder y gubernamentalidad en Colombia, eds. Andrés Klaus Runge y Bibiana Escobar García. Medellín: Universidad Autónoma Latinoamericana, 153-185. Correo electrónico: alexdehg@yahoo.es

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res50.2014.15


RESUMEN

El presente trabajo plantea la “cuestión” del mal en franca relación con la Modernidad. Dentro de las tesis que se proponen es que el mal no puede estudiarse partiendo hacia la búsqueda de sus orígenes, sino inscribiéndolo dentro de unas coordenadas específicas en términos históricos y culturales. En este caso, las coordenadas están situadas en el mundo moderno y en una Modernidad que lanzó la promesa del progreso y abrió la puerta, incluso, a la corrección antropológica, vistiendo esa corrección como un gesto necesario para refundar a la humanidad misma.

PALABRAS CLAVE

Mal, modernidad, educación, cosmopolitismo, cultura.


The 'Question' of Evil and Modernity. Regarding a Reading from Walter Benjamin

ABSTRACT

This paper presents the “question” of evil in direct relation to modernity. The proposed theses hold that evil cannot be studied by searching for its origins, but by inscribing it within specific historical and cultural coordinates. In this case, the coordinates are located in the modern world and a Modernity that launched the promise of progress and in fact opened the door to anthropological correction, disguising it as a necessary gesture for re-founding humanity itself.

KEY WORDS

Evil, modernity, education, cosmopolitism, culture.


A 'questão' do mal e a Modernidade. A partir de uma leitura de Walter Benjamin

RESUMO

O presente trabalho propõe a “questão” do mal numa simples relação com a Modernidade. Dentro das teses que se propõem está a de que o mal não pode ser estudado partindo à busca de suas origens, mas sim inscrevendo-o dentro de umas coordenadas específicas em termos históricos e culturais. Nesse caso, as coordenadas estão situadas no mundo moderno e numa Modernidade que lançou a promessa do progresso e abriu a porta, inclusive, para a correção antropológica, vestindo essa correção como um gesto necessário para refundar a humanidade em si.

PALAVRAS-CHAVE

Mal, modernidade, educação, cosmopolitismo, cultura.


[...] nos damos cuenta que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. (Levi 2012, 47)

La barbarie está alojada en el propio concepto de cultura. (Benjamin 2009a, 104)

 

Formación y cosmopolitismo: sobre una idea de “cultura occidental”

Desconfianza en el destino de la literatura, desconfianza en el destino de la libertad, desconfianza en el destino de la humanidad europea, pero sobre todo desconfianza, desconfianza y desconfianza en todo entendimiento: entre las clases, los pueblos, los individuos. (Benjamin 2012a, 74)

Kant (2003), en un texto que recoge algunas conferencias bajo el título Pedagogía, aborda, como es de esperarse de un texto que lleva dicho título, el problema de la formación en un marco de aspiraciones liberales y democráticas. La tradición, como han supuesto los pensadores ilustrados, aparece como ese escollo que debe ser vencido, por medio de la educación, para que el hombre alcance su destino: la humanidad. Kant (2003) sostiene que por medio de la educación el hombre se humaniza; en cierto sentido, la educación es la sutura en la oposición entre animalitas y humanitas. Paso siguiente, el mismo Kant sostiene que el hombre no es otra cosa distinta a lo que la educación hace de él. Entiende que por la educación el hombre habrá de ser disciplinado, instruido, civilizado y moralizado.

Esbozado brevemente, Kant (2003) define la disciplina como una acción negativa sobre la animalidad del hombre; es decir, acción que suprime y borra. Cuando Kant habla de acción negativa, no está presuponiendo un valor, o al menos, no uno censurable. Al contrario, la disciplina la entiende como aquello que destruye en el hombre la barbarie. La disciplina se constituye así, para Kant, en el punto de partida de cualquier educación posible, pues es a través de ella que la humanidad enfrenta la barbarie que siempre amenaza con invadir los bienes alcanzados por el espíritu (o la cultura). La instrucción, por su parte, significa para Kant la oportunidad de adquirir y desarrollar habilidades ligadas a los contenidos propios del horizonte cultural o del reino del espíritu. En una acepción restringida, la cultura aparece asimilada con la instrucción y con contenidos objetivables de los que el individuo, formado, debe participar. La civilidad, a su vez, se entiende como una especie de prudencia, por la cual los hombres deben conducirse, según las costumbres, en cuestiones de trato social, formas y modos de convivencia. Finalmente, la moralidad no significa otra cosa que el fin último, y más importante, de la educación. La moralidad tiene que entenderse como el uso de la razón dirigiendo la conducta del hombre. En otras palabras, el hombre moralizado es aquel que actúa conforme a principios no impuestos, sino por principios que él ha hecho suyos en el proceso de alcanzar su humanidad a través de la educación.

Ahora bien, la educación en términos kantianos acuña un concepto tal vez más elevado y del cual los anteriormente esbozados (disciplina, instrucción y civilidad) apenas serían partes constitutivas, que habrían de reunirse en el concepto de cosmopolitismo.1 Sólo el concepto de moralidad, que Kant lo entiende como el fin mismo de la formación, estaría a la altura del cosmopolitismo. Lejos de querer agotar una posible discusión ligada a las distintas acepciones de este concepto, podemos recuperar dos acepciones que Kant mismo nos ofrece. La primera sostiene que el hombre está llamado a participar de la igualdad entre los seres racionales, independientemente de su rango o posición social. Esta igualdad entre los hombres no es otra que aquella que dimana del principio que informa que el hombre no puede ser un medio, porque el hombre siempre habrá de ser un fin: para sí mismo y para sus semejantes. Incluso, más allá de todo esto, el hombre tiene el derecho de ser merecedor de la estimación de los demás hombres y, al mismo tiempo, tiene el deber de ofrecer dicha estimación a los otros (Kant 2009a).

Si Kant ha comprendido que es el egoísmo natural lo que permite al hombre desarrollar sus capacidades, al tiempo que requiere vivir con otros hombres, por lo cual forma sociedades que, posteriormente, querrá deshacer (la insociable sociabilidad), también desde Kant habríamos de entender que el hombre se alza desde un vacío en su creación y, con esto, es el hombre mismo el que debe trabajar por completar el plan (o destino) de su naturaleza: humanizarse. Este plan sigue los fines de la razón, dado que ésta nunca se pervierte y siempre elige los fines buenos (supone Kant). Humanizarse, entonces, es el fin bueno y correcto que el hombre persigue guiado por su capacidad de razón. Continuando con lo expuesto, otro de los fines de la razón informaría la necesidad de la preservación de los demás hombres, por cuanto de ellos depende la propia preservación de la individualidad. En otras palabras, el hombre, por sus disposiciones naturales (Kant 2003), estaría orientado hacia el cuidado y la preservación de todos y cada uno de los hombres.2

La segunda acepción que Kant (2003) nos ofrece sobre el concepto de cosmopolitismo la encontramos, nuevamente, en el texto Pedagogía. Desde allí vendríamos a suponer que el cosmopolitismo responde a una educación basada en la necesidad de educar, no para el presente, sino pensando en el futuro de los pueblos. Asimismo, una educación anclada en la idea del bien universal. Idea que redunda reiterando que el hombre sólo puede ser un fin para el hombre, por lo cual tiene valor en sí mismo, debe ser respetado y es merecedor de cuidado y preservación. Hegel (2004), de hecho, dirá que un hombre vale por ser hombre, y no por ser germano, italiano o judío. No se supone con Kant (2009a) que del hombre puede decirse que es un racional ciudadano del mundo, pero, en todo caso, sí se puede afirmar que el hombre es un ser capaz de razón, y es por ello que hay que apelar a la posibilidad de realizar una educación que reconozca la igualdad racional entre los hombres. En un sentido hegeliano, la razón es el único aspecto común entre los hombres y Dios. De la misma manera, el hombre adquiere valor únicamente porque se superpone a la mera naturalidad, y ese superponerse es uno de los fines que la razón elige (González 1975).

Lo anteriormente expuesto no quiere decir que el hombre siempre actúa conforme a una máxima que lo orienta hacia los otros, de manera que el hombre no osaría dañar al hombre. En sentido preciso, lo que se quiere sustentar, en una perspectiva kantiana, es que si todo hombre es capaz de razón, habrá entonces que poder exigírsele a cada uno que haga uso de su capacidad moral para actuar correctamente con relación a los otros. En otras palabras, el cosmopolitismo vendría a ser la idea del progreso que la humanidad tendría que alcanzar cuando se ha hecho la idea racional y correcta de sí misma.

Ahora bien, el contexto histórico-cultural en el cual Kant puede pensar el cosmopolitismo, es el de una Europa que ha alcanzado unas condiciones de sostén material y espiritual para gran parte de su cuerpo social. De hecho, si tomamos un ejemplo, el XIX es el siglo donde definitivamente aparece el concepto infancia, como referente de una nueva sensibilidad desarrollada por los adultos con respecto a los niños (Ariès 1987). En ese mismo sentido, el XIX será recordado como el siglo en el cual se pretende que los niños abandonen definitivamente las calles para ser escolarizados o puestos en cuarentena, como sostiene Ariès (1987). En todo caso, un nuevo ambiente social impregnado de ideas liberales sobre la posibilidad del bienestar general de la humanidad y la confianza en poder alcanzarlo. Así, en el siglo XIX se advierte entonces que la pobreza y la ignorancia tienen que ser vencidas porque ellas son las principales enemigas de la infancia (Robertson 1982).

Este contexto necesariamente sirve de contraste para la explotación, la miseria y la vulnerabilidad antropológica que Europa realizó en las colonias y que, por ejemplo, no permitía que los niños, racialmente clasificados, fueran sustraídos de la lógica de la producción y del capital: los niños del mundo colonial no podían abandonar las calles para ingresar a las escuelas. Ciertamente, estos niños no eran accesorios dentro de la explotación, porque ésta se dirigía de modo expreso contra ellos por ser parte constitutiva de la maquinaria que generaba riquezas (Pedraza 2007). En un ensayo que reúne en su título dos (im)pensables recíprocamente, Hegel y Haití, Buck-Morss (2005) señala la contradicción de los intelectuales humanistas, entre ellos Rousseau y Kant, que elaboraron profusos y complejos sistemas filosóficos en torno a la idea de la libertad de los hombres, el cosmopolitismo y la educación, pero fueron incapaces de generar un compromiso sustantivo en contra de la barbarie colonial. La misma que Europa extendió sin menoscabo de las ideas sobre la capacidad universal de razón y el llamado de los hombres, sin distinción, a participar en una comunidad racional. Hablamos, pues, de una Europa que trazaba bárbaros sistemas de clasificación sociorracial y socioeconómica; en últimas, reiterando que el estatuto antropológico nunca ha sido un hecho dado, sino que, al contrario, responde a complejas demarcaciones que lo hacen posible para algunos y, entre tanto, lo niegan para otros.

Si eventualmente tanto Rousseau como Kant pueden aparecer contradictorios, esto no se debe exclusivamente a las incapacidades de su filosofía para llevar a término las consecuencias radicales de la idea de la libertad y de la igualdad racional entre los hombres. Más allá de todo esto, la contradicción expresa los elementos que constituyen la Modernidad. Si la época moderna produce la idea de cultura como uno de los logros más elevados del espíritu, y si por ello la cultura es lo que Europa, en una perspectiva teleológica, debe establecer hasta en el último rincón del orbe en nombre del progreso, entonces entendemos el diagnóstico de Benjamin (2012b) que apunta que, dada la miseria y la devastación, no hay un documento de cultura que no sea un documento de barbarie y, en ese sentido, los “proyectos” pedagógicos modernos, que en mucho se vinculan de una u otra forma con Rousseau y Kant, proponiéndose como “documentos de cultura”, son, al mismo tiempo, el ejercicio de la barbarie.3

Elípticamente, no es extraño suponer que el hombre -aquel que se tiene por humano (y entendemos por ello no una esencia o sustancia, sino aquello que es digno de ser respetado, cuidado y preservado)- no ha sido, ni es, un criterio antropológico establecido sin ninguna mediación, sino un estatuto que se alcanza y se forma (de manera vacilante, porque siempre puede ser negado) en el marco de unas posibilidades históricas, materiales, políticas y culturales, que se relacionan con la procedencia étnico-racial, la nacionalidad, la sexualidad y la clase social (Butler 2012). En el presente, tendríamos que añadir que, incluso, la nacionalidad actúa para otorgar o negar el estatuto antropológico. La procedencia nacional de los sujetos, por mucho, muestra la posibilidad de que los hombres sean considerados verdaderos hombres (Fanon 2007).4

En otras palabras, determinados sujetos históricos pueden interpretarse como antropológicamente más capaces de encarnar y merecer los ideales humanos. Para este punto, por ejemplo, nos sirve situar el duro contraste entre los niños que en Europa son reconocidos mediante el nuevo concepto de infancia y los niños explotados en América, Asia y África, por efecto del mundo colonial. Si las miradas de ambos tipos de niños se enfrentasen, lo que destacaría es que esas miradas no se establecen entre seres humanos, sino entre los antropológicamente reconocidos y los antropológicamente negados. Los niños que, mediante el concepto de infancia, deben ser protegidos y los niños que no pueden ser arrancados de la explotación laboral porque no son suplementarios al sistema de producción de bienes materiales y riqueza.

Para reiterar lo que estoy planteando, permítaseme incluir un fragmento del libro Si esto es un hombre de Primo Levi. El fragmento expone, sin muchas reservas, de qué modo el estatuto antropológico vacila cuando dos miradas, históricamente desiguales, se cruzan en el intersticio donde se decide qué merece ser reconocido como antropológicamente valioso. Primo Levi, para mencionarlo de modo sucinto, fue un judío italiano llevado por las fuerzas del nacionalsocialismo, durante la Segunda Guerra Mundial, a un campo de concentración, donde, como es sabido, judíos, gitanos y homosexuales realizaban trabajos forzados, mientras una muerte lenta se dosificaba, llevándose primero el espíritu y, finalmente, el cuerpo. Con ocasión de una posible nueva asignación de funciones, en la cual se valoraban las condiciones de Levi para esa asignación, un oficial lo inspecciona y, a juicio de Levi, le lanza una mirada en la que es posible imaginar la duda del alemán con respecto a la naturaleza de esa criatura que tiene frente a sus ojos:

    [...] aquella mirada no se cruzó entre dos hombres; y si yo supiese explicar a fondo la naturaleza de aquella mirada, intercambiada como a través de la pared de vidrio de un acuario entre dos seres que viven en medios diferentes, habría explicado también la esencia de la gran locura de la tercera Alemania.

    Lo que todos nosotros pensábamos y decíamos de los alemanes se percibió en aquel momento de manera inmediata. El cerebro que controlaba aquellos ojos azules y aquellas manos cuidadas decía: “Esto que hay ante mí pertenece a un género que es obviamente indicado suprimir”. (Levi 2012, 138)5

Lo expuesto hasta este momento, si seguimos a Kant, nos permite postular que el cosmopolitismo no apela a las condiciones de la experiencia, sino a principios a priori universales que se despliegan desde el “proyecto pedagógico moderno” que Kant desarrolló, fundamentalmente, en Pedagogía (2003), Antropología (2004), Filosofía de la historia (2009a) y La religión dentro de los límites de la mera razón (2009b). Por lo cual, el cosmopolitismo ha sido, en realidad, un cosmopolitismo etnocéntrico con el cual la Modernidad se instala como el punto de llegada al cual deben arribar los pueblos, teniendo como referente a Europa (y, especialmente, a cierta Europa). Si se nos permite una radicalización, el cosmopolitismo no es tanto el reconocimiento de la dignidad absoluta de todos los hombres, sino el recurso filosófico con el cual cierta Europa (y en general, lo que se nombra como “cultura occidental”) se entrega a sí misma los ideales antropológicos.

Echeverría (2010) sostiene que hablar de la “cultura occidental”, pretendiendo hacerlo como desde Europa quiere que se haga, supone imaginar una cultura que está más allá de los particularismos nacionalistas. Es decir, supone imaginar una cultura universal que, incluso, es capaz de borrar los nacionalismos (pese a la evidencia contraria), la idea de “culturas particulares”, las clasificaciones raciales y el menoscabo con el cual son producidos determinados sujetos históricos (el judío, el árabe, el musulmán, el sudaca o el inmigrante del “Tercer Mundo”, por ilustrar algunos casos).

No obstante, la “cultura occidental” es en realidad, una elaboración imaginaria que no describe nada (no está en el orden de la experiencia), pero sí prescribe un punto de llegada, no alcanzado y siempre pospuesto (como el progreso mismo, que sólo deja ruinas mientras anuncia que al final se le encontrará inevitablemente). La elaboración imaginaria de lo que habría de ser la “cultura occidental” es un sueño producido por el Siglo de las Luces, que, en la época en la que Walter Benjamin vivió, naufragaba estrepitosamente con la Primera y Segunda Guerra mundiales, en un siglo “[...] que parece ser el Siglo de las Tinieblas” (Echeverría 2010, 28).6

Probablemente, esa “cultura occidental”, cosmopolita, ilustrada y universal, esa cultura imaginada, si bien no del todo haciéndose depender de los intelectuales judíos (como sugiere Echeverría), sí puede pensarse como lo que la condición judía reclamaba para su asimilación definitiva en Europa. En otras palabras, una ciudadanía universal (cosmopolita) sería la esperanza de cada sujeto histórico menoscabado y todo pueblo errante. Habría que tener presente, si se quiere, una serie de judíos intelectuales, tal vez distantes a las formas ortodoxas, deseosos de hacer parte de un mundo secular e ilustrado que les ofrecía, por primera vez, la posibilidad de la ciudadanía, no sólo alemana sino también europea. Particularmente, para los judíos alejados de las comunidades de la tradición, este sueño era prometedor. El mismo Benjamin, como refiere Wohlfarth (1999), no se reconocía en una Erlebnis judía, en el sentido de “experiencia vivida tal cual sucedió”, en cuanto judío y solamente judío. Más bien, su relación con lo judío respondía a una Erfahrung, entendida como una experiencia compartida entre judíos e, incluso un poco más, entre alemanes, en torno a que los judíos eran portadores de un “sentido de la idea” evidente: el judío, donde vaya, sigue siendo judío.

Obviamente, el desconocimiento del elemento judío en el trabajo de Benjamin, en función de una interpretación que exclusivamente lo asimila al materialismo histórico o que pretende limpiar lo judío de la interpretación estética, no sólo sesga el pensamiento benjaminiano, sino que, en síntesis, lo desconoce en su complejidad abigarrada, que cita tanto al romanticismo alemán como al marxismo y la teología judía (Forster 2001; Löwy 2012).7 Podríamos pensar que Benjamin se sabía judío, pero principalmente lo sabía porque, al aparecer como tal para los demás, era empujado a una Erfahrung judía. En otros términos, ser llamado judío, y ser tratado como se trata a todos aquellos nombrados de esa forma, no supone recuperar una Erlebnis que establece la condición sustancial, sino que obliga a reflexionar la “cuestión judía” al no poder ser otra cosa más que un judío.8 Hitler, por ejemplo, hizo irreconciliable ser judío y alemán. Wohlfarth (1999) nombrará esta extraña condición como lo que era propio, no de los hombres extranjeros, sino de los hombres del extranjero. Los primeros son aquellos frente a los cuales era posible anteponer una distancia, si se quiere, política, cultural, geográfica e, incluso, racial; pero los segundos, para el caso de los judíos en Alemania, eran aquellos que, nacidos allí y estando allí, no se les permitiría decirse que hacían parte de Alemania o que tenían derecho a estar allí: eran de otra parte, aun cuando siempre hubiesen estado allí.

La situación histórica de los judíos en Alemania, particularmente desde finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, y el proyecto eugenésico de Hitler (proyecto que extendió por toda Europa) son un ejemplo paradigmático en torno a la “cuestión” del mal. En este trabajo no interpretamos el mal como un dato esencial, por lo tanto, posible de entenderse estableciendo historias de larga duración que pudiesen remontarnos hasta su origen. Al contrario, el mal tiene unas coordenadas que lo sitúan históricamente y que nos permiten pensar con el telón de fondo de determinados hechos de la historia. A propósito de ello, nos hemos servido del testimonio de Primo Levi (2012). El mal del que podemos hablar, el mal que podemos si acaso testimoniar (no explicar, porque, como sugiere Levi, explicarlo significaría haber resuelto la “cuestión”), es un mal que nos empuja a seguir pensando la Modernidad. No obstante, aceptamos nuestra limitación: ante la manifestación del mal, no pocas veces, el habla enmudece y las palabras no pueden ser dichas (Forster 1997). Si elaboramos un recurso teológico político, se podría sostener que el mal es “[...] esa nada inescrutable que ni Dios mismo puede explicar” (Gómez-Esteban 2014, 54), y es pertinente anotar, siguiendo al mismo Gómez-Esteban, que no hay una única expresión o manifestación que lo agote, ni tenemos la posibilidad de predecir cuándo hará su aparición. Sin embargo, justo por lo antes señalado, nuestra responsabilidad moral con el hombre, con el mundo y con la vida, nos obliga a resistirlo y a imaginar las formas de hacerlo.

Para finalizar esta primera parte, es importante añadir que si la Modernidad es el reino del hombre en el mundo, también (o precisamente por eso) la Modernidad será la época en la que el hombre pone en duda su condición de ser viviente y donde se juega las posibilidades de su existencia en la política (Foucault 2002), y nosotros añadimos: en una política reducida al Derecho. No dudamos, si es necesario aclararlo, de que si las condiciones de la vida humana dependen del Derecho, y de éste depende el reconocimiento de la vida que merece ser vivida, entonces el mal no es ajeno a la política moderna, sino que el mal la constituye.

El mal y el mundo moderno

Imaginaos ahora a un hombre a quien, además de a sus personas amadas, se le quiten la casa, las costumbres, las ropas, todo, literalmente todo lo que posee: será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la necesidad, falto de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo; hasta tal punto que se podrá decidir sin remordimiento su vida o su muerte prescindiendo de cualquier sentimiento de afinidad humana; en el caso más afortunado, apoyándose meramente en la valoración de su utilidad. Comprenderéis ahora el doble significado del término 'campo de aniquilación', y veréis claramente lo que queremos decir con esta frase: yacer en el fondo. (Levi 2012, 48)

La pregunta por el mal, sugiere Forster (2001), parece una pregunta que tiene por destino no ser agotada. Plantearla, o volverla a plantear, necesariamente conduce hacia territorios que la versión moderna de la ciencia ha desatendido. Caso concreto, la literatura, la teología, el mito, la tragedia y la historia comparada de las religiones, para el desencanto de los censores epistemológicos, no pueden abandonarse si tenemos claro, y lo tenemos a propósito de los acontecimientos del siglo XX, que el mal, comoquiera que se le nombre, ha sido parte de nuestras preciadas joyas: cultura, civilización, democracia, progreso, derechos e, incluso, humanismo.

La “cuestión” del mal, para ser exactos, no se agota en los saberes modernos (psicología, sociología, antropología, derecho, entre otros). Estos saberes, incapaces de responder a lo avasallante, simplemente han optado por dar la espalda y cederlo a la filosofía, como si con ello se le restase fuerza a su realización. La maniobra que cede el problema o, si acaso, la que lo encubre vistiéndolo con términos seculares, menos infectados por la teología o la literatura, podríamos suponer, agudiza el problema del mal, porque nos abandona a su disposición y nos deja incapaces de encontrar los medios para interpretarlo y resistirlo. No es extraño entonces, que el XX, un siglo lleno de promesas humanitarias, derechos humanos o búsquedas de sentido, fuera un siglo donde asistimos narcotizados al espectáculo de lo impensable.

Frente a este estado de cosas, los saberes modernos, insisto, se apertrechan en términos seculares (relativismo, psicopatía, intolerancia, creencias irracionales, conflicto de intereses, negación de la ley, quiebre del orden simbólico, y algunos otros tantos términos), que banalizan el mal y sus efectos, desconociendo, o tal vez siendo indiferentes, a la realidad que nos enseña, radicalmente, que la banalización del mal -contrario a lo que supondríamos- lo fortalece. Tal vez, haber banalizado el mal, suponer que éste podría ser corregido con ideales ilustrados y con una ciencia secularizada al servicio del progreso, fue lo que nos permitió asistir a (y participar de) lo impensable: la experimentación biológica y la guerra como una mercancía más de consumo.

Forster (2001) afirma que en Benjamin hay un regreso a la teología, hacia un saber olvidado por los aires ilustrados, significando este regreso un acorralamiento a la estructura y al andamiaje que, justamente, han servido de soporte a la racionalidad técnica, heredera de la Modernidad. Cabe aclarar que el regreso benjaminiano a la teología, regreso que anticipará parte del trabajo de Giorgio Agamben o Jacques Derrida (incluso con la cierta reticencia que Benjamin le despierta), no supone un gesto reaccionario o medieval, sino la búsqueda de caminos, preguntas y posibles respuestas abandonadas y que se constituyen en prioridades en un momento histórico de crisis del mundo moderno. En todo caso, “Una teología negativa que se desborda sobre su peculiar interpretación de la revolución como un acontecimiento excepcional que se desentiende y que rechaza la certeza de una espera necesaria. El mesianismo compartido de Kafka y Benjamin es negativo” (Forster 2001, 12).

Señalando tan sólo un aspecto de la concepción teológico-negativa de Benjamin sobre la revolución, tendríamos que acuñar que asistimos a un mundo encantado con las etéreas palabras de un pacifismo que rechaza los valores de la violencia y que la desplaza al lugar de lo demoníaco (curiosamente, invistiendo al Estado como el único que puede ejercerla).9 A un mundo narcotizado con mercancías que niega cualquier posibilidad de una revolución que no sea subjetiva o pacífica, a ese mundo encantado y narcotizado, Benjamin (2009a) le opone un “tiempo ahora” de la revolución. Entendiendo por ello que la revolución no tiene razones para ser lo que permanentemente se desplaza a un futuro no realizable, sino que ésta tendría que ser lo que siempre se puede realizar ahora, si se abre la puerta a la fuerza mesiánica redentora que vendría a reparar -en el presente, y no en el futuro- el daño causado a los vencidos. El permanente Estado de excepción, que es la norma para los oprimidos (Benjamin, 2012b), estado en el que lo poco que se tiene puede ser arrebatado, nos lanza un nuevo imperativo moral: no hay un fracaso comparable con la miseria de no poder redimir a los vencidos.

En otras palabras, si con Kant (2003 y 2009a) se entiende que la educación moralmente más elevada nos debe preparar para el futuro, con Benjamin (2012a y 2012b) podríamos decir que la educación tiene que prepararnos, no para el futuro, sino para hacerle justicia al pasado. Pero ¿cómo redimir a las víctimas del Estado moderno? ¿Cómo reparar la destrucción ejercida en nombre del progreso y la cultura? ¿Cómo actuar moralmente contra el fascismo?

Löwy (2012, 80), tímidamente, en una nota al pie a propósito de la tesis VI Sobre el concepto de historia, reparó en una sugerencia señalando que: “Lieb y Benjamin compartían la convicción de que era preciso resistir al fascismo con las armas en la mano”.10 Este punto, problemático como puede parecer, podría señalar las aporías del mundo moderno: por un lado, unos derechos formales que garantizan la vida; por el otro, unas prácticas sustantivas que la destruyen. Unos derechos ontológicamente defendidos, pero históricamente negados. Un rigor del derecho que señala la inviabilidad de la violencia, pero un Estado que usa la violencia técnicamente perfeccionada para instaurar el orden del horror.11 Así, el fascismo, al igual que otros acontecimientos que a Benjamin (2012a y 2012b) le permiten hablar de la catástrofe, son productos enteramente modernos, o, al menos, es en la Modernidad donde éstos se han servido de la capacidad destructiva de la racionalidad técnica y de una Ilustración que ha mostrado otra cara de lo que se decía iríamos a alcanzar. Si otrora el desarrollo de una técnica, cada vez más eficiente y eficaz en el dominio de la naturaleza, fue el sueño de una Ilustración que presagiaba el control absoluto del ser humano (y por eso, la Modernidad fue llamada el reino del hombre en el mundo), el siglo XX mostró que la técnica perfeccionada se volvía, con todas las garras de la barbarie, contra el hombre mismo.

El testimonio de Primo Levi sobre la vida en un campo de concentración alemán es un caso ilustrativo con respecto a la técnica vuelta contra el hombre y a la barbarie impensable. Según las promesas de los siglos XVIII y XIX, el mal tenía sus días contados. Kant (2003), en sus lecciones de pedagogía, propone que el mal no sería otra cosa que la negativa a someter los instintos (animalitas) a la disciplina. Promisoriamente, un mal que desaparecería a medida que el hombre fuese perfeccionando la educación, y con ello, la misma naturaleza humana, teniendo presente que en el hombre, supone Kant, sólo hay gérmenes para el bien; el mal, que se pensaba agonizante, reaparecía (si es que alguna vez estuvo ausente) en el siglo XX, capaz de poner a prueba, mediante la técnica perfeccionada, las condiciones de la vida misma.12 Sin embargo, resulta paradójico que la misma buena intención de mejorar al hombre puede encubrir el mal. Forster (2001) señala que el mal que se oculta en las buenas intenciones trae la semilla del totalitarismo, pero, a su vez, la democracia tampoco es el territorio que el mal no osa cruzar. Radicalmente, las aspiraciones fascistas o democráticas de mejorar o corregir lo humano no son opuestas; incluso, en dichas aspiraciones se aguarda la aparición de las tentativas del genocidio moderno (Tattián 1997).

Si la educación ilustrada soñada por Kant dice hacernos humanos, la técnica perfeccionada por la racionalidad, en el Lagger, nos dice Levi (2012, 64), significa: “[...] una gran máquina para convertirnos en animales”. No es el caso seguir a Levi en aquello de que no habría razones para convertirnos en animales; lo humano no es el más allá donde se corrige lo animal. Lo interesante por señalar, a propósito de lo que Levi (2012) nos permite pensar, no es la supuesta animalización del hombre por el uso de la técnica, sino la capacidad de la racionalidad para convertir al ser humano en cualquier cosa y ofrecer esa cosa a la lógica del capital como una mercancía.

Reparemos en una cuestión más que nos revela el mal en la Modernidad. Es en esta época cuando la técnica ha adquirido, por derecho, la capacidad de codeterminación de la entera vida social. Sin embargo, nosotros todavía no hemos sido capaces de demostrar si estamos, o estaremos, en capacidad de asimilar lo que eso supone, mínimamente, en la intimidad (llámense relaciones de parentesco, sexuales o de amistad). Ahora bien, en la esfera pública, el ejemplo claro de codeterminación de la vida social por la técnica, lo encontramos en la guerra biológica con la que experimentaron Alemania y Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, abriendo la puerta de un camino sin aparente retorno. Benjamin (2009c) lo anticipó en sus Teorías del fascismo alemán: la separación, idealmente administrada por el Derecho Internacional, entre “población civil” y “población en guerra” queda obsoleta. Del Derecho Internacional, difícilmente puede provenir atenuación alguna; no hay separación posible entre las poblaciones, la guerra biológica nos enlista a todos como “población en guerra”.

Ya lo hemos dicho: el siglo XX mostró la experimentación en la guerra biológica como el campo de procedimientos que pueden transformar el hombre en una cosa que, a su vez, cumple la función de la mercancía dentro del mercado. La guerra misma puede ser rentabilizada a través de la profusa labor informativa.13 La destrucción de un hombre, el testimonio de Levi, no es la anécdota cultural o histórica que, accidentalmente, (nos) ocurrió. Al contrario, es la expresión abierta de una destrucción que se solapa en todo aquello que se nos ha dicho avanza hacia el progreso.

Para finalizar, proponemos dos puntos adicionales en la comprensión del mundo moderno y el mal. Forster (2001) señala que Benjamin descubre (al igual que Marx), los rasgos esenciales de la burguesía. En primer lugar, uno de esos rasgos es la capacidad, en apariencia sin límites, para producir riquezas. Sin embargo, riquezas que se prometen para todos mientras reaseguran unas condiciones de clase. En últimas, una riqueza que es el fin que la burguesía persigue para sí misma y que, proporcional a la riqueza que obtiene para sí, es la miseria y la destrucción que produce a su alrededor. Sumado a lo anterior, esa riqueza sólo puede ser sostenida sistemáticamente sobre la base de la producción de mercancías que se incardinan en todas las relaciones sociales (codeterminación). De este modo, si la lógica del capital enajena la naturaleza, la incardinación de mercancías en todas las esferas de la vida social implica, necesariamente, la enajenación del hombre mismo. Las relaciones entre los hombres resultan, pues, una mercancía más.

El segundo rasgo de la burguesía es la violencia que la funda. La violencia burguesa reina, al lado de la mercancía, colonizando las formas del derecho (y produce el derecho), como aquello que ha de preservarla de su destitución. En este sentido, un aspecto tal vez no lo suficientemente señalado es aquel que descubre en el derecho no su función de administrar justicia (si es que lo hace), sino su maleabilidad a la hora de ponerse al servicio de quien pueda retribuirle. En últimas, el mal se expresa en la capacidad del mundo moderno de modificar, hasta el último extremo, la vida. Expresamente, el mal fragmenta la vida, y sus posibilidades, en mercancías de consumo, con la promesa (irredimible) de progreso y riqueza y con el sostén de la violencia que descansa en el derecho.

El hilo conductor que nos lleva a percatarnos del carácter destructor de la burguesía y de la sociedad de consumo, el diagnóstico que nos permite interpelar la capacidad burguesa de preservar el imperativo de la destrucción y del consumo como elementos indispensables para el progreso, también nos conduce a afirmar lo que Benjamin (2009a) señaló: la principal medida revolucionaria tiene que hacerse cargo de evitar que el statu quo sea preservado. El materialista histórico, por tanto, no puede dejar de denunciar la catástrofe del mundo moderno y las ruinas producidas por el progreso.

Apunte final

El ahora de la cognoscibilidad es el instante del despertar.

(Benjamin 2009a, 133)

Seguramente, como bien lo expresó Deleuze (2006), ni los Derechos Humanos sirven de corrección al mundo moderno, ni son la prevención del mal futuro, pues éstos no darán muerte a los privilegios con los que el capital los viste. A lo mejor, si nuestra existencia, tal como sostiene Foucault, se ha hecho depender de una política reducida al Derecho (y el Derecho responde a aquella violencia fundadora y conservadora que sostiene los valores liberales y los privilegios burgueses), entonces hay razones para temer, en cualquier caso o en cualquier programa liberal de reforma social, la irrupción intempestiva de un mal que, inesperadamente, nos encontrará (otra vez) sin respuesta alguna o, al menos, sin respuestas que puedan ilustrar la destrucción.


Comentarios

* Este artículo hace parte de la investigación en curso “Estado, promesas nacionales y desencanto”. Es una investigación inscrita en la línea de “Estudios culturales y lenguajes contemporáneos”, Facultad de Educación, Universidad de San Buenaventura, seccional Medellín (Colombia), contemplada dentro del plan de trabajo del investigador. Este artículo fue leído, parcialmente, en la II Jornada de Teología Política, el 8 de mayo de 2014, en la Casa de la Lectura Infantil (Medellín).

1 Para una revisión detallada del concepto cosmopolitismo, se sugieren los trabajos de Lutz-Bachmann (2013) y Cortés (2013).

2 La nombrada “subjetividad política”(una suerte de duplicación del significado, por cuanto la subjetividad, si se produce como el efecto vacilante de las prácticas, los discursos y las instituciones sociales, es, por principio, política), tan bien ponderada en las ciencias sociales -y con la que se intentarepararel formalismo kantiano y la posición del idealismo trascendental-, lejos de ofrecer una lectura a la “cuestión” del mal, cierra cualquier discusión posible.Gómez-Esteban (2014) plantea que el contemporáneo escarceo conceptual sobre la “subjetividad política” redunda en una liberal definición afirmativa. La “subjetividad política” es, entonces, el ejercicio de la autonomía, la democracia, la participación y el derecho a la identidad. No obstante, este enfoque afirmativo resulta problemático porque se niega a imaginar una subjetividad formada en oposición a los valores liberales ya mencionados. De entrada, se puede percibir, si se solicita precisión, que el escarceo conceptual 1ubjetividad política” desprende tres problemas: 1) da la espalda a los recursos analíticos ofrecidos por pensadores como Marx, Nietzsche, Benjamin, Foucault, Deleuze, Derrida, Butler y Agamben, y, con ello,borraimportantes líneas de lectura negativa sobre la Modernidad y el liberalismo; 2) gira sobre el mismo eje al no imaginar una respuesta distinta para la “política moderna” que no sean losgloriososvalores del liberalismo y 3) no ofrece posibilidades para plantear la “cuestión” del mal y la subjetividad, pues no posee elementos para imaginar la formación de sujetos en desafío a la “subjetividad política” instituida.

3 Nótese, por ejemplo, a Kant (2003), en un gesto que remite a África, Asia y a la América colonial, caracterizando al “salvaje” como un animal que no ha desarrollado su humanidad.

4 La política norteamericana con respecto a “Oriente” es una interesante ilustración. Si bien las razones que se citan en torno a la intervención y la guerra sistemática que Estados Unidos libra en “Oriente” (con el silencio de los organismos internacionales) dicen tener que ver con razones democráticas, de fondo se establece a “Oriente” como el campo donde los hombres deben ser corregidos antropológicamente, en cierto sentido: la refundación de “Oriente” no es sólo económica y política, sino también antropológica. De hecho, en términos de género, Spivak (2003) dirá que la guerra de Estados Unidos en “Oriente” se libra sobre un tropo que instala una presunción: las mujeres oscuras deben ser salvadas, por heroicos hombres blancos, de la violencia de malvados hombres oscuros, por el bien de la libertad y la democracia. Antropológicamente, “Oriente” debe ser corregido y liberado de sí mismo.

5 El resaltado es del autor.

6 La Primera y Segunda Guerra mundiales pueden dar fe de ello. Hiroshima y Nagasaki se convirtieron, para Estados Unidos, en un campo de experimentación biológica, donde la población civil fue sometida a armas químicas de destrucción masiva. Irónicamente, décadas después, este mismo país capaz de destruir a poblaciones enteras para poner a prueba sus armas, se transforma en el censor moral que vela porque en el mundo nadie más pueda volver a usar las armas ya probadas. Ahora bien, jamás se ha garantizado que Estados Unidos no recaerá en su utilización. Continuando con los ejemplos, Vietnam (otra vez Estados Unidos implicado), el conflicto de los Balcanes, el conflicto árabe-israelí, Ruanda, las dictaduras militares latinoamericanas, el período de la Violencia colombiana de los años cuarenta y cincuenta, y la reforma agraria, preparada a sangre y fuego por los paramilitares en Colombia, y que le abría el camino a la inversión de las multinacionales, confirman el criterio de Echeverría (2010): el XX ha sido el siglo del horror, no porque sea posible imaginar una época más bondadosa, sino porque con la Revolución Francesa (revolución burguesa) y el Siglo de la Ilustración, se prometió que nada parecido a lo que sucedió podría volver a suceder.

7 Además de lo anterior, y tal vez más complejo todavía, Benjamin encuentra en la teología y en el mesianismo judío las claves para pensar el materialismo histórico y para imaginar una salida a la “imaginación política moderna”.

8 En este punto, la solución que Marx (2008) propuso para la “cuestión judía” es demasiado abstracta. Si el judío, permanentemente, es obligado a replegarse sobre su ser judío y, por lo mismo, siempre es percibido como tal (y de Heidegger se desprende que ser es ser percibido), entonces, incesantemente, es devuelto a la condición que se le ha asignado: no puede abandonarla. Por tanto, la “cuestión judía” no puede resolverse con criterios abstractos de emancipación.

9 Y por Zaratustra sabemos que el Estado es el más frío de los monstruos (Nietzsche 2009). El Estado destruye pueblos y luego usurpa sus lugares para hablar en nombre de pueblos que ya no existen. Así, cuando las voces del Estado dicen: “Yo soy el pueblo” o “Somos el pueblo”, privaos de oír esas voces que confunden, mienten y asesinan. Me separo completamente del punto de vista de Hernández (2011), para quien la representación del “Estado fallido” es Colombia. Yo, por el contrario, sostengo que el Estado es una figura fallida, no hay una experiencia satisfactoria y plena que pueda servir de contra-ejemplo. Así, no es que Colombia sea incapaz de crear las condiciones para la seguridad y la paz, como lo haría un verdadero Estado (pontifican algunos), sino que el Estado es justamente toda la devastación que se supone éste debe vencer y corregir. Una suerte de ideal propio de un “pacifismo tísico” (Benjamin 2009c), incapaz de reparar en la violencia que funda y conserva la figura del Estado. Lejos, pues, de encontrar realizado el ideal hegeliano de un Estado capaz de corregir los desfases morales y la injusticia de la sociedad civil (Hegel 2004). El Estado hegeliano jamás ha sido realizado.

10 Para entender claramente la cuestión aquí tratada, se recomienda el texto Para la crítica de la violencia de Benjamin (1999). Corriendo el peligro de que mi exposición sea esquemática, Benjamin supone que la violencia no es lo opuesto al derecho natural o al derecho positivo, porque si bien el primero supone que la violencia es aceptable si se persiguen fines justos, el segundo advierte que debe considerarse, ante todo, la legalidad de los medios, y se detiene poco a analizar el mundo de los fines. Con lo cual, no preguntarse por los fines implica hacer irrelevante la violencia que se instituye por la sobredeterminación de los medios. (Nótese, por ejemplo, el derecho usado para sancionar la protesta social, independientemente de que los motivos de la protesta sean justos, dado que desde el Derecho se establece cómo se puede protestar, cuándo y a través de qué medios). No obstante, uno y otro retienen para sus formas una violencia fundadora o conservadora de derecho. Para salir del impasse que ha llevado a la “imaginación política moderna” a optar por un derecho natural o un derecho positivo, Benjamin (1999) se sirve de Sorel y plantea el problema de dos tipos de huelgas: la general política y la general proletaria. Si bien la huelga general política aspira a corregir el Estado, y por lo tanto es reformista con respecto al derecho, la segunda busca abolir el derecho, partiendo de la base de que éste siempre ha servido para preservar intereses particulares. Con lo cual, la figura misma del Estado es derrocada. De hecho, vale anotar que cualquier política de reforma, por social que se proponga y por mucho que quiera corregir los defectos del sistema, es una política burguesa. Avanzando a Sorel, Benjamin verá las similitudes entre la violencia mítica y el derecho. La similitud, al parecer, es que ambos fundan, manifiestan y conservan un poder. La violencia mítica para los dioses no es, ni siquiera, el medio de sus fines, sino expresión manifiesta de su existencia y, radicalmente, la fundación del derecho es también un poder que no quiere renunciar a su violencia. No se trata, simplemente, de un derecho necesario para la realización de un orden determinado, sino que el derecho mismo exige su aceptación, de tal modo que ni siquiera nos es posible hacernos la pregunta por la inevitabilidad del derecho. Por eso mismo, la violencia no se dirige meramente hacia el cumplimiento del orden sino que, abiertamente, es la manifestación de un poder que no tiene que justificarse (como el poder de los dioses). No obstante, habría un tipo de violencia divina que no instituye ni preserva, sino que interrumpe: “Sólo el Mesías consuma todo acontecer histórico, y en este sentido: sólo y primeramente él libera” (Benjamin 2009b, 141). Igualmente, a diferencia de la violencia de la reformista huelga general política que aspira a corregir el Estado a través del derecho, la violencia revolucionaria de la huelga general proletaria, que se asemeja a la violencia divina (no mítica), interrumpe el derecho para hacer innecesario el Estado, puesto que éste, como ya se sabe, ha surgido por la imperiosa necesidad de proteger, asegurar y preservar a unos cuantos en sus privilegios. En un giro teológico político, tendríamos que decir que la violencia revolucionaria es fulminante como la ira de Dios. Abiertamente, me veo obligado a interpelar la incapacidad del derecho para considerarse a sí mismo como un posible germen del mal, suscribiendo, fácilmente, que justo él es su corrección. Para un análisis amplio del problema del derecho, se recomienda el texto de Ruiz (2013).

11 En el caso colombiano, no es poco el paramilitarismo construido como un brazo que las fuerzas del Estado no pueden exponer, pero sin el cual no pueden funcionar. Asimismo, el recurso sistemático de los “falsos positivos”, para ilustrar, cínicamente, el compromiso del Estado con la defensa de los colombianos: ¿cuáles?

12 Es necesario matizar esta afirmación. Kant (2003), en sus lecciones sobre la educación, despliega un optimismo pedagógico que confía en poder alcanzar la perfección del ser humano. No obstante, en La religión dentro de los límites de la mera razón, al abordar la “cuestión” del mal radical, elabora una serie de argumentos que rozan la aporía; en últimas, Kant probablemente duda de las posibilidades que tenemos de responder la pregunta en torno al porqué del mal y, no obstante, no poder responder dicha pregunta no niega la presencia del mal entre los hombres. Para un análisis de esta “cuestión” en Kant, se recomienda el texto de Revault (2010), Lo que el hombre hace al hombre y, principalmente, el texto de Bernstein (2005), El mal radical.

13 Benjamin (2010), por ejemplo, afirmó que algo que agudiza la crisis de la experiencia en la Modernidad es la sustitución de la narración por la información. Mientras que la primera requiere tiempo, la segunda es instantánea y requiere que, en borrasca, lo informado sea reemplazado por el consumo de más información. Cabe destacar, como apunta Jay (2009), que la crisis de la experiencia en la Modernidad, más que un problema de individuos, refleja el agotamiento de la cultura y su recaída en el mal y la barbarie.


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Fecha de recepción: 16 de septiembre de 2013 Fecha de aceptación: 11 de febrero de 2014 Fecha de modificación: 25 de mayo de 2014