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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.52 Bogotá abr./jun. 2015

https://doi.org/10.7440/res52.2015.01 

Presentación

Evaluación, competencias históricas y educación ciudadana*

Cosme J. Gómez Carrasco** , Pedro Miralles Martínez*** , Sebastián Molina Puche****

** Doctor en Historia Moderna por la Universidad de Castilla-La Mancha (España). Profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Facultad de Educación de la Universidad de Murcia (España). Correo electrónico: cjgomez@um.es

*** Doctor en Historia Moderna por la Universidad de Murcia (España). Profesor titular de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Facultad de Educación de la Universidad de Murcia (España). Correo electrónico: pedromir@um.es

**** Doctor en Historia Moderna por la Universidad de Murcia (España). Profesor de la Facultad de Educación de la Universidad de Murcia. Correo electrónico: smolina@um.es

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res52.2015.01


El presente número temático parte del intenso diálogo internacional que se ha abierto desde hace unos años en la comunidad científica sobre la investigación y aplicación en el aula de las competencias educativas, los procesos de evaluación, la enseñanza de la historia y la educación ciudadana. Este dossier se origina en un proyecto de investigación I+D+i financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad de España, y coordinado entre la Universidad de Santiago de Compostela, la Universidad de Barcelona y la Universidad de Murcia. Concretamente, esta idea surge del grupo de investigación "Didáctica de las Ciencias Sociales" (DICSO) de la Universidad de Murcia a través del proyecto "La evaluación de las competencias básicas en Educación Secundaria Obligatoria desde las ciencias sociales". El equipo desde donde parte la propuesta cuenta con una notable experiencia de investigación en el análisis de los procedimientos e instrumentos de evaluación en ciencias sociales, las competencias educativas y el pensamiento histórico, a través de la participación y dirección de diversos proyectos competitivos en la última década. Los contactos internacionales de este grupo de investigación en Europa (Italia, Francia, Portugal y Reino Unido) y Latinoamérica (Brasil, Chile, Ecuador y Argentina) fueron el acicate para la propuesta de un dossier en una revista de gran impacto internacional como es la Revista de Estudios Sociales. Con la aceptación de este número temático en 2013 por parte del equipo editorial de la Revista, comenzamos el proceso de divulgación y evaluación de este proyecto, que se ha cerrado con nueve textos de alta calidad, en el que participan investigadores de once universidades de cinco países (Colombia, Chile, Reino Unido, Canadá y España).

Es indudable el gran papel que están teniendo los procesos de evaluación en la organización escolar y en el currículo. Quizás se deba en gran parte a la influencia de las evaluaciones internacionales (PISA, PIRLS, ICCS…) que, pretendidamente, persiguen buscar la excelencia y medir los niveles de calidad de las instituciones y sistemas educativos, clasificando al alumnado y divulgando los ranking de países, desde los que presentan una supuesta excelencia en su sistema educativo hasta los que se clasifican como deficientes. Desde hace veinticinco años la evaluación ha tenido una entidad propia en todas las modificaciones legislativas realizadas en el ámbito educativo en España, tanto en la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE, 1990) como en la Ley Orgánica de Educación (LOE, 2006), y también en la reciente Ley Orgánica de la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE, 2013). Desde la propuesta curricular expuesta en la LOGSE a comienzos de la década de 1990, la evaluación se conceptualizó, al menos en el plano teórico, como un proceso de diálogo, comprensión y mejora del proceso de enseñanza y aprendizaje, y no sólo como un marcador o calificación que evaluara los objetivos alcanzados. La función evaluadora se fundamentó como un proceso integrado en el modelo de enseñanza y aprendizaje, prestando especial atención a sus controles internos y respondiendo a las exigencias de racionalidad, sistematización, control de variables y contraste de resultados. Por ello, desde una concepción abierta, toda propuesta de mejora e innovación educativa debe incidir en estas nuevas dimensiones de la evaluación, en nuevos instrumentos de obtención de información y análisis de la misma (Miralles, Molina y Santisteban 2011).

La aparición en la década del dos mil del nuevo concepto pedagógico de competencias supuso un nuevo reto e impulso para el concepto de evaluación educativa. La necesidad de educar en competencias, con un alto nivel de contenidos procedimentales, y de aplicar conocimientos interdisciplinares, destrezas y actitudes a situaciones determinadas, debía obligar a una mayor presencia de la evaluación formativa en dicho proceso educativo. Estas competencias han pasado a ser elementos integrantes de los nuevos currículos y de las rutinas diarias de los docentes, ante la necesidad de desarrollar sistemas de evaluación que recojan información sobre los tres tipos de contenidos (conceptos, procedimientos y actitudes), y su movilización de forma adecuada a través del planteamiento de situaciones verídicas, que requieran la actuación activa del alumno ante problemas reales para aplicar sus conocimientos de manera creativa.

Así mismo, la implementación, el desarrollo y la evaluación de las competencias básicas han tenido que aplicarse de forma transversal en todas las áreas. En opinión de López (2013), las ciencias sociales y la historia son disciplinas que hacen posible el desarrollo y aprendizaje de estas competencias educativas básicas, no sólo la social y ciudadana, redefinida en la actual LOMCE como "Competencias sociales y cívicas". Hay que intentar superar una interpretación de las competencias que se conecte únicamente con la competitividad. Ser competente implica saber interpretar el medio en el que el alumno interactúa, saber proponer alternativas, ser capaz de argumentar. Estas operaciones necesitan de unos conocimientos sobre cómo es y cómo funciona la sociedad, cómo se han ido generando y modificando las relaciones humanas a lo largo del tiempo, qué consecuencias han tenido y tienen las acciones que realizan las personas y los colectivos (López 2013). Comprender los significados de las acciones humanas en diferentes contextos forma parte de la esencia de las ciencias sociales. Para ello, los docentes deben ser conscientes de que los conocimientos sociales son imprescindibles para la formación de personas competentes, capaces de desenvolverse en el mundo actual. Sin embargo, para ser efectivos y cumplir las demandas sociales que los nuevos currículos explicitan han de superarse ciertas rutinas y reformular la práctica docente. No se trata de prescindir de conocimientos disciplinares, sino de utilizarlos de manera más vinculada a los retos actuales y a las vivencias del alumnado.

En este sentido, es necesario que entendamos el estrecho vínculo entre la formación histórica del alumnado y el desarrollo de una ciudadanía democrática, crítica y responsable (Molina, Miralles y Ortuño 2013). Esto no significa que la historia deba estar necesariamente al servicio de la educación cívica y ciudadana, sino coadyuvarla desde los valores propios que se desprenden de la enseñanza de la historia y de la disciplina, y que potencian la formación de los individuos para reconocer y orientarse en el mundo actual. Y esa interpretación que necesariamente condiciona la práctica docente debe abandonar la concepción de un saber histórico heredado del siglo XIX, para entender esta disciplina como un saber útil en el siglo XXI. Para conseguir esta cuestión es necesario que los conocimientos históricos estén conectados con la adquisición de capacidades cognitivas complejas y de competencias sociales y educativas.

Siempre que se impulsa desde los poderes públicos un cambio legislativo que afecta a los currículos escolares surgen grandes debates en torno a qué contenidos de historia deben adquirir los estudiantes. Pero no se trata de un hecho privativo del caso español: el trabajo de Diego Arias muestra algunos episodios donde la enseñanza de las ciencias sociales en Colombia ha sido objeto de conflicto entre intelectuales, académicos y el Estado. En este proceso los historiadores profesionales han tenido un importante protagonismo, según el propio autor. Más allá del prurito científico que quiere cargar de rigor el saber escolar, en esta conflictiva dinámica por establecer los saberes legítimos escolares interesa identificar el sentido que tales conocimientos implícita o explícitamente declaran respecto al tipo de sociedad y de persona que persiguen. Relacionado con este texto, el artículo de Adrián Serna reflexiona sobre la problemática que surge en torno a la enseñanza de la historia, las ciencias sociales y la ciudadanía en contextos de conflictos sociales intensos. Una relación entre la educación ciudadana y la enseñanza de la historia que también es abordada por el artículo de María Isabel Toledo y otros colaboradores sobre los temas controversiales y la percepción de los estudiantes. En este trabajo se muestran los resultados de una investigación a gran escala y de corte cuantitativo sobre el trabajo didáctico de temas controvertidos por parte de profesores de Secundaria de Historia, Geografía y Ciencias Sociales en Chile.

Es cierto que en el caso de la enseñanza de la historia, los debates suelen girar siempre alrededor de qué contenidos históricos concretos se deben introducir en el currículo, dejando al margen una cuestión más importante: por qué los estudiantes deben saber historia. El empecinamiento en los contenidos históricos sustantivos (fechas, datos, conceptos y acontecimientos) enmascara que este enfoque de enseñanza de la historia está íntimamente ligado a la construcción de identidades sociales, culturales y políticas, y a la transmisión de una memoria colectiva (Carretero et al. 2012). La enseñanza de la historia desde un enfoque fundamentalmente descriptivo y conceptual provoca una creencia epistémica general en la que pasado e historia son realidades miméticas, cuando en realidad no es así. El pasado es el objeto de estudio de la historia, y, por definición, el pasado es inabarcable en toda su complejidad y extensión, y además imposible de conocer con exactitud de manera empírica, por cuanto no es factible tener en mente o controladas todas las variables que explicaron los hechos pasados. Sin embargo, a través del trabajo de los historiadores, dicha intangibilidad se hace cognoscible merced a la metodología propia de la disciplina y a que se aplican criterios de inclusión y omisión a la hora de estudiar y abordar el pasado, y a la hora de transmitirlo en el aula. Los alumnos, por tanto, deben aprender desde edades tempranas cómo se construyen esas narrativas del pasado, así como las herramientas disciplinares para interpretarlas adecuadamente y de una forma crítica. Esto les permitirá entender el pasado más allá de manipulaciones políticas e ideológicas (Wineburg 2001).

Precisamente, partiendo de las premisas epistemológicas que definen la disciplina de la historia, este dossier aspira a mostrar miradas diversas sobre qué y cómo se está evaluando en la materia de historia, la definición de un modelo de aprendizaje acorde con las nuevas investigaciones que ahondan en las capacidades cognitivas que se movilizan para la construcción del pasado; y vincular este conocimiento con el desarrollo y aplicación de las competencias educativas básicas, la formación ciudadana y crítica. En este sentido, el artículo de Hilary Cooper aborda cómo planificar la progresión en el aprendizaje de la historia en Educación Primaria ante los nuevos cambios curriculares en Inglaterra. Frente a la tradición de grupos de investigación ingleses de análisis del pensamiento histórico a través de niveles de progresión, este trabajo plantea que los estudios de casos a pequeña escala pueden ser muy útiles para avanzar en las investigaciones sobre competencias históricas.

La inclusión de las competencias básicas en el sistema educativo implica tener que revisar el concepto actual de evaluación, en el que todavía en la materia de Historia se sigue valorando principalmente la adquisición de conocimientos conceptuales, y en la que el uso del examen tiene una supremacía casi incontestada como instrumento de medición (Calatayud 2000; Gómez y Miralles 2013). Las investigaciones sobre la enseñanza de la historia demuestran que los procedimientos y criterios de evaluación siguen estando ligados a unas finalidades culturalistas, a una pretendida "objetividad", al uso casi exclusivo del libro de texto como material didáctico y al predominio de unos contenidos excesivamente conceptuales y descontextualizados de la realidad social (Miralles, Gómez y Sánchez 2014; Muñoz y Martínez 2011). El proceso de evaluación que se efectúa del contenido disciplinar se realiza como si fuera un conocimiento estático, imperecedero e inmutable. La presentación de la evaluación de hechos y datos descontextualizados es una tónica general, y lo más preocupante es que el profesorado presta más importancia a la cantidad que a la calidad. Dirigir la educación hacia la consecución de competencias educativas básicas exige un cambio en la concepción de la enseñanza y de la práctica en el aula que conlleva también una reflexión sobre la naturaleza de la evaluación del alumnado y los métodos e instrumentos utilizados para la misma. La idea subyacente a este planteamiento supone que el aprendizaje no puede concebirse, ni exclusiva ni principalmente, como la adquisición de los conocimientos disciplinares —como tradicionalmente se realizaba en la mayor parte de las áreas curriculares, muy especialmente en las ciencias sociales—, sino que los docentes deben tener en cuenta la capacidad de aplicar dichos conocimientos en situaciones nuevas que pueden plantearse cotidianamente en la vida adulta (Tiana 2011).

En consecuencia, y si supuestamente la historia permite el desarrollo de una capacidad inquisitiva frente al porqué del mundo actual y fomenta el pensamiento crítico necesario para mejorar la sociedad, el hecho de enseñarla de una manera tan descontextualizada y como un producto cerrado contribuye al bajo nivel alcanzado en las pruebas de evaluación y al escaso interés mostrado por la materia escolar entre el alumnado. Y, por tanto, cabe cuestionarse si los estudiantes con tan bajo nivel de conocimiento pueden alcanzar una conciencia social y un nivel de desarrollo en el pensamiento que les permitan la noción histórica, y con ello, sentirse parte del contexto social y colaborar en su entendimiento y transformación. O lo que es lo mismo, si van a alcanzar debidamente las competencias básicas. Así, tanto el artículo de Cosme J. Gómez y Pedro Miralles —sobre la evaluación de los contenidos históricos a través de los exámenes— como el de Javier Trigueros, Jorge Ortuño y Sebastián Molina —sobre la percepción de los alumnos de la evaluación en historia— inciden en un planteamiento diagnóstico. Ambos trabajos concluyen la necesidad de cambiar el modelo cognitivo de la enseñanza de la historia y buscar una evaluación que favorezca y evalúe el pensamiento histórico, ya que los resultados muestran la hegemonía de preguntas repetitivas y memorísticas, sin profundizar en la relevancia de los procesos históricos, la causalidad, el cambio y la continuidad, o saber emitir juicios razonados y propios.

En este sentido, la introducción de las competencias puede ser una oportunidad para incluir en la enseñanza una democratización de los modelos de evaluación. El objetivo final sería poder llevar a cabo una evaluación del alumnado que conecte con las necesidades reales en el futuro desempeño ciudadano y profesional. Intentar averiguar qué sabe o qué es capaz de hacer, utilizando estrategias y procedimientos evaluativos nuevos, incluyendo tareas complejas y contextualizadas que obligan a una evaluación prolongada en el tiempo, y no sólo al final del proceso (Perrenoud 2008). El trabajo de Angela Bermudez plantea cuatro herramientas para la indagación crítica en el área de ciencias sociales, integrando el pensamiento crítico, la enseñanza de la historia, la educación moral y la pedagogía crítica. En el artículo se describe para cada herramienta lo que se permite realizar al docente, y cómo cada una de ellas articula la función epistémica de fomentar la comprensión con la función social de cultivar ciudadanos pensantes, responsables, pluralistas y no violentos.

No obstante, buena parte del interés y personalidad de este dossier es que va más allá del concepto de evaluación como un ente abstracto. La intención es buscar una mayor precisión y plasmación práctica en el ámbito concreto de una materia educativa tan importante como la historia. La adaptación del proceso de enseñanza-aprendizaje a las competencias básicas exige una evaluación adecuada a las características propias de cada una de las áreas de conocimiento. Es decir, la aplicación de las competencias educativas básicas y los procesos de evaluación deben ser adecuados a los fundamentos epistemológicos, pedagógicos y cognitivos de cada materia, y deben ser adaptados a cada una de las etapas educativas. Así, en el trabajo de Pellegrino, Chudowsky y Glaser (2001) se incide en que cada evaluación, independientemente del propósito, debe apoyarse en tres pilares: un modelo teórico de cómo los estudiantes representan el conocimiento y desarrollan competencias en el ámbito temático en el que se les evalúa; las tareas o situaciones que permiten observar el desempeño de los estudiantes; y un método de interpretación para hacer inferencias a partir de las pruebas de rendimiento obtenidas de este modo. Si la presencia de las competencias básicas en los currículos oficiales requiere una formación de los alumnos con unos conocimientos que puedan dar respuesta a los problemas planteados en la sociedad actual, este sistema evaluador debe basarse en estos tres pilares.

Formar al alumnado con base en competencias supone dotarlos de una habilidad específica para interpretar y conferir nuevos sentidos a la realidad sobre la que actúan. Pero también, el profesorado debe tener muy claro el modelo cognitivo de aprendizaje de la materia —en este caso, qué significa que sus alumnos adquieran conocimiento sobre historia—, su relación con las competencias, los instrumentos, o las tareas que permitan obtener información sobre esa adquisición de conocimientos, y una serie de herramientas que permitan interpretarla. Frente a esta cuestión, los marcos legislativos que proponen una enseñanza por competencias (tanto la LOE como la LOMCE, en el caso de España) carecen de situaciones concretas que indiquen a los docentes cómo llevar a cabo tales principios y, mucho menos, cómo evaluar la adquisición de esas competencias. Por esa misma razón, resultan totalmente necesarias todas aquellas actividades que permitan tener unos criterios e instrumentos claros que ayuden a valorar la consecución de las competencias básicas y de capacidades cognitivas complejas. Y en este sentido, igualmente importante es que los docentes tengan la capacidad de utilizar en el aula diversos tipos de tareas que permitan interpretar los niveles de progresión del alumnado en la comprensión histórica.

Así, el artículo de Stéphane Lévesque y Paul Zanazanian sobre la concepción de la enseñanza de la historia en futuros profesores en Canadá muestra que estos docentes en formación tienen bastante clara la necesidad de aplicar una metodología didáctica basada en métodos de indagación. Sin embargo, este estudio también indica que existen deficiencias y problemas diversos en la concepción epistemológica de esta disciplina, en el uso de fuentes primarias y en la concepción sobre el papel de la historia en la escuela. En un plano similar se encuentra el trabajo de Jorge Sáiz y Ramón López Facal. En este caso, se analizaron las competencias históricas del alumnado de Educación Secundaria y del alumnado del Máster de Formación del Profesorado, a través de sus narrativas sobre la historia de España. Los resultados muestran que la mayoría de los estudiantes de Secundaria no utilizan contenidos estratégicos o de segundo orden, mientras que en las narrativas del profesorado en formación, estas habilidades están relacionadas con el empleo de contenidos sustantivos.

Resulta por lo tanto trascendental definir el modelo cognitivo de aprendizaje de la historia para adaptar la enseñanza y la evaluación de competencias básicas en esta materia. En las dos últimas décadas, un gran número de trabajos han abordado esta cuestión a través de un debate que ha girado alrededor de qué historia se debe enseñar y del valor educativo de los conocimientos históricos. Autores como Peck y Seixas (2008) han incidido en tres formas de concebir la educación histórica del alumnado: la primera se centra en la narrativa de la construcción de la nación; la segunda se enfoca hacia el análisis de problemas contemporáneos en un contexto histórico (más cercano al enfoque de los estudios sociales); y la tercera busca comprender la historia como un método, como una manera de investigar desde esta área de conocimiento y, por lo tanto, aprender a pensar y reflexionar con la historia. Esta última concepción de la educación sitúa la disciplina histórica con un lenguaje y una lógica propios, que hace uso de esas herramientas para generar nuevos conocimientos. El reto de este enfoque en la enseñanza de la historia está en plantear su aprendizaje tanto desde la necesidad de conocer los contenidos generados desde la larga tradición científica como desde la de profundizar en los contenidos procedimentales propios del historiador (Gómez, Ortuño y Molina 2014). Esto obliga a practicar una enseñanza de la historia mediante el trabajo directo con fuentes y a enfrentarse a las diversas interpretaciones sobre determinados procesos o hechos (Chapman 2011).

Las últimas investigaciones realizadas han incidido en los contenidos históricos estratégicos o de segundo orden. éstos se definen por la posesión o el despliegue de diferentes estrategias, capacidades o competencias para responder a cuestiones históricas y entender el pasado de una forma más compleja. Este último tipo de conocimientos históricos están relacionados con habilidades del historiador: la búsqueda, la selección y el tratamiento de fuentes históricas, la empatía o la perspectiva histórica (VanSledright 2014). Es por tanto necesario incidir e investigar en el diseño de otras formas de evaluación que capten el aprendizaje de habilidades y destrezas en los alumnos, y, cómo no, de competencias que introduzca un nuevo modelo cognitivo de aprendizaje de la historia.


Comentarios

* Este artículo es producto de los proyectos de investigación "La evaluación de las competencias básicas en Educación Secundaria desde las ciencias sociales" (EDU2012-37909-C03-03), "Familia, desigualdad social y cambio generacional en la España centro-meridional, ss. XVI-XIX" (HAR2013-48901-C6-6-R), financiados por el Ministerio de Economía y Competitividad; y el proyecto "La formación en identidad regional en ciencias sociales a partir del patrimonio inmaterial. Aplicaciones didácticas para Educación Secundaria Obligatoria"(18951/JLI/1318951/JLI/13), financiado por la Fundación Séneca, Agencia Regional de Ciencia y Tecnología de la CARM.


Referencias

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