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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.52 Bogotá abr./jun. 2015

https://doi.org/10.7440/res52.2015.09 

La enseñanza de las ciencias sociales en Colombia: lugar de las disciplinas y disputa por la hegemonía de un saber*

Diego H. Arias Gómez**

** Doctor en Educación por la Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá (Colombia). Profesor asociado de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Colombia). Miembro del grupo de investigación "Amautas" (reconocido por Colciencias). Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Educación para la ciudadanía y la convivencia. Jóvenes para el empoderamiento y la transformación, Ciclo 5. Bogotá: Secretaría de Educación del Distrito – Fe y Alegría, 2014; ¿Qué cambia la educación? Políticas públicas y condiciones de los cambios educativos. Bogotá: Universidad de La Salle, 2014, y La estrechez de la excelencia docente en las políticas educativas: ¿ser bueno es estar bien evaluado? Revista Colombiana de Educación 67(2014): 47-65. Correo electrónico: diegoarias8@gmail.com

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res52.2015.09


RESUMEN

El presente escrito pretende mostrar algunos episodios que ilustran la manera como la enseñanza de la historia y las ciencias sociales en Colombia ha sido objeto de conflicto entre intelectuales, académicos y Estado. Este cuerpo de conocimientos se presenta como un apetecido campo susceptible de ser capitalizado por distintas lógicas de saber y de poder. El cambio en sus denominaciones y las periódicas invocaciones de actores sociales que pretenden rescatar su pertinencia en relación con las necesidades educativas del país, en realidad evidencian capítulos de tales tensiones, en las que los historiadores profesionales han tenido un importante protagonismo.

PALABRAS CLAVE

Enseñanza de las ciencias sociales, enseñanza de la historia, historia de la enseñanza, sociología de la educación.


Teaching Social Studies in Colombia: The Place of Disciplines and Dispute over a Hegemony of Knowledge

ABSTRACT

This paper presents some episodes that illustrate how the teaching of history and the social sciences in Colombia has been a source of conflict among intellectuals, academics and the state. This body of knowledge is presented as an attractive field that can be capitalized on by different approaches to knowledge and power. The change in the names and periodic invocations of social actors who seek to recover their relevance in relation to the educational needs of the country actually highlight chapters of such tensions, in which professional historians have played a leading role.

KEY WORDS

Teaching social sciences, teaching history, history of education, sociology of education.


O ensino das ciências sociais na Colômbia: lugar de disputa pela hegemonia de um saber

RESUMO

O presente texto pretende mostrar alguns episódios que ilustram a maneira como o ensino da história e as ciências sociais na Colômbia tem sido objeto de conflito entre intelectuais, acadêmicos e Estado. Esse corpo de conhecimentos apresenta-se como um apetecido campo susceptível de ser capitalizado por diferentes lógicas de saber e de poder. A mudança em suas denominações e as periódicas inovações de atores sociais que pretendem resgatar sua pertinência em relação às necessidades educativas do país, na realidade evidenciam capítulos dessas tensões, nas quais os historiadores têm tido um importante protagonismo.

PALAVRAS-CHAVE

Ensino das ciências sociais, ensino da história, história do ensino, sociologia da educação.


Quizás la propuesta más sensata sea dejar de enseñar historia en la escuela, dada la imposibilidad de contar a los niños relatos que no sean de buenos y malos. Otra alternativa es mantener la asignatura, pero cambiarla de nombre y que pase a llamarse "Mitos y leyendas patrias"; historia, de verdad, ya la estudiarán cuando sean mayores. Aunque, si no hay más remedio que mantenerla y llamarla historia, quizás podamos pensar en inventarnos otros mitos, que al menos sean auténticamente inocuos, o escasamente dañinos. (Álvarez 2007, 11)

Introducción

La enseñanza de las ciencias sociales en Colombia, como la escuela misma, no fue instaurada por la fuerza de una norma ni por la adaptación de algún autor en particular, aunque éstos hayan hecho su contribución. En este sentido, el presente artículo no es un estudio histórico, aunque acude a elementos de orden histórico; más bien, se inscribe en una pesquisa genealógica, que, al decir de Martínez (2012, 17), no persigue causalidades ni continuidades, sino "captar los escenarios de combate en el que se hacen evidentes las rupturas, las coincidencias y los desfases". Así, interesa más la confluencia de vectores que determinan el curso de los hechos que su clasificación o taxonomía, es decir, para el caso de las ciencias sociales escolares, importa la forma como los discursos políticos, académicos y periodísticos contribuyeron a crear representaciones de verdad, y no a ponderar la jerarquía de los mismos.

La transformación de la enseñanza de las ciencias sociales que aquí se describe opera entonces como un cuerpo de conocimientos cruzado por varias demandas, donde diversos actores inciden en su decurso. Se trata de rastrear un saber pedagógico en articulación con los procesos sociales y políticos que han forjado sus transformaciones, procesos que pueden ser de orden político (políticas educativas), social (crisis de algunos sectores), cultural (modernización de la escuela), ideológico (reivindicaciones que hacen académicos universitarios) o estrictamente pedagógico (demandas específicas de los docentes o ajustes en los libros de texto). En tal sentido, en la lógica de la presente exposición, no interesan tanto el orden o la clasificación de tales fuerzas, sino el resultado que han producido en la enseñanza de un saber escolar, esto es, las ciencias sociales y la historia. Por eso, se aclara que este texto busca describir la forma como se han materializado y variado las ciencias sociales escolares en las últimas décadas, no qué son o qué deberían ser.

En el marco de la construcción social del currículo (Goodson 1991), el presente trabajo aborda metodológicamente las transformaciones de la enseñanza de la historia y las ciencias sociales en Colombia desde la lógica de las tensiones y las luchas que la han hecho posible, más allá de la discusión entre la teoría y la práctica, propia de algunas perspectivas pedagógicas. Para Goodson (1991, 16), el currículo trata de la invención de una tradición, "de una herencia que hay que defender y en la que las definiciones deben construirse y reconstruirse con el tiempo". El carácter conflictivo de esta tradición implica el reconocimiento de metas y valores derrotados, invisibilizados. Por ello, para el autor, interesan las formulaciones oficiales de la materia escolar, pero también el estudio del proceso escolar, los manuales, y la historia de la pedagogía en los contextos particulares. Al respecto, afirma:

Hay que tener una buena noción sobre quién controla el currículum, qué grupos de interés tienen voz. Hay que tener un "mapa cognitivo" de quién define las asignaturas. Hay que tener algún sentido de la organización de grupos de disciplinas, de cómo influyen las universidades, y cómo otros grupos de interés, comerciales y de otro tipo, ejercen una influencia. La incorporación de asignaturas a la enseñanza no consiste en una decisión imparcial, racional sobre lo que se juzga de interés para los alumnos. Es un acto político concebido de modo mucho más amplio en el que todos los grupos de interés, tal como debe ser dentro de una democracia, tienen la palabra; pero es un error considerarlo un ejercicio objetivo y racional. Es un ejercicio eminentemente político. (Goodson 2000, 43)

Rodeos conceptuales

Algunos autores consideran que el proyecto de la modernidad se configuró a partir de dos ámbitos diferenciados en el escenario del conocimiento especializado: el de las disciplinas académicas, que fue garante de la producción del saber que requerían las sociedades, y el de la enseñanza, cuyo propósito radicó en hacer circular una información ya producida para que fuera apropiada por los ciudadanos (Rodríguez y Garzón 2004). Estas dos fuentes, al enclavarse en los ideales modernos, se concebían a sí mismas como puentes necesarios hacia el progreso y el bienestar. La escuela moderna, la de los sistemas públicos de enseñanza, nació como una institución al servicio de naciones modernas, como un instrumento para desarrollar en los nuevos ciudadanos los conocimientos y las habilidades necesarios para su sostenimiento y reproducción (Hobsbawm 1994).

Esta dinámica, iniciada desde el siglo XIX, tuvo, desde el principio, en la disciplina histórica un saber erudito al servicio de los nacientes Estados-nación, y por tanto, ésta fue forjadora de identidad y valores patrios; aquí, la escuela "se limitaba a reproducir en el aula de clase el conocimiento producido por los historiadores, con el cual se contaba como si fuera una verdad incuestionable y que, como tal, exigía del estudiante no tanto su comprensión sino su memorización" (Rodríguez y Garzón 2004, 24). La escuela fue, entonces, la eficaz plataforma de una historia que fungió como estandarte para unir a los ciudadanos y crear amor por el territorio.

Así, hasta casi finales del siglo XX, se asistió a una disciplina que esencializó el pasado, enalteció al extremo los próceres y perfiló una religión cívica como mecanismo de cohesión política de los Estados (Hobsbawm 1991), lo cual sacralizó una versión del pasado en pro de sus intereses, en buena parte de las naciones de Occidente. Correlato de esta tendencia, la historia escolar se preocupó por insuflar en la mente y en el corazón de los escolares profundos sentimientos de adhesión a la nación propia (Carretero 2007), y transmitir fragmentos amorfos y acríticos sobre hechos de pasado para darle forma a una identidad nacional, es decir, se seleccionaron trozos del pasado nacional, acontecimientos con fuerte carga moral, con frecuencia descontextualizados, y en función de intereses políticos demandados desde el presente.1 Estos relatos, abordados en la escuela, relievan que "los protagonistas de la historia fueron un selecto grupo de individuos que ofrecieron su vida para darle origen a la patria" (Lenis 2010, 138).

Subtítulo

Según Betancourt (2001), para la segunda mitad del siglo XIX, los esfuerzos en Colombia por consolidar desde la escuela una identidad nacional coincidieron con la producción intelectual presente en la literatura y el periodismo, especialmente. La nacionalidad se buscaba en la gesta y en los supuestos valores de los antepasados españoles. Ya en 1826, se empezó a adaptar un plan de estudios para las escuelas parroquiales, los cantones y las instituciones de formación profesional, que incluían principios de geografía, cronología e historia, aunque no especificaban estructura, extensión o énfasis (Lenis 2010). Recién después de la denominada Guerra de los Mil Días, y la separación de Panamá a principios del siglo XX, la clase dirigente emprendió la tarea de impulsar por múltiples frentes la unificación nacional; en este punto, la historia y su enseñanza tuvieron un papel estratégico. Se destacó para la época la fundación de la Academia Colombiana de Historia como ente encargado de divulgar la memoria oficial del país. Entre sus funciones se contaban "proteger las reliquias históricas, consignar y preparar los días conmemorativos, promover el resto de los símbolos patrios, preservar en la memoria popular a los artífices de la nacionalidad mediante estatuas y placas conmemorativas" (Betancourt 2001, 84); además, tenía potestad para fundar Academias regionales y supervisar y aprobar los textos para la enseñanza de la historia en el país. La Academia avaló —tras un concurso con motivo de la conmemoración del primer centenario de la Independencia— un manual de historia, cuya autoría fue de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, en 1911. Se trataba del Compendio de la Historia de Colombia, documento clave que se convirtió en la matriz conceptual y moral de la mayoría de textos escolares de historia hasta finales de 1970.

Pinilla (2003) profundizó en el estudio de este Compendio y caracterizó a sus autores como herederos de la tradición ideológica del período de la Regeneración y, como tales, perpetuadores de las ideas conservadoras. La invisibilización de los pueblos aborígenes, la idealización de los próceres nacionales, la naturalización de la República como la nueva madre patria —al punto de exigir dar la vida por ella—, y la devoción religiosa, fueron los pilares de la identidad nacional, según el texto en mención. Otro componente destacado en el Compendio consistió en la valoración que sus autores hicieron del hispanismo, tendencia incluso destacada en los líderes de 1810, que en el Acta de Independencia reconocían como monarca del Nuevo Reino al de España, siempre y cuando viniera a Santa Fe a gobernar.

En suma, el texto de Henao y Arrubla materializó el proyecto político de las élites de principios del siglo XX, que buscaba imponer un orden político caracterizado por el "retorno a concepciones medievales sobre subordinación del poder temporal al poder espiritual, la Iglesia como elemento cohesionador de la sociedad, la supeditación de la ley a la moral y el cambio del ciudadano burgués (inspirado en la revolución francesa) al ciudadano católico virtuoso" (Urrego, citado por Pinilla 2003, 114).

Llama la atención que durante más de seis décadas la enseñanza de la historia en el país no presentó mayores modificaciones ni aportes de otras lógicas ni desarrollos pedagógicos, al menos en la estructura ideológica y en la estrategia didáctica de un libro de texto oficial. De manera que "las discusiones pedagógicas que se llevaron a cabo años después en el país no se consideraron en las reediciones, tampoco se modificó la estructura narrativa de la obra, a pesar de la ampliación en la producción historiográfica" (Rodríguez 2010, 28). Además, en el Compendio se sacralizaba el suelo y se convocaba al lector a su defensa y conservación, se apelaba a un patriotismo hasta la muerte por los símbolos nacionales y, según Rodríguez (2010), se transmutó en el "ejemplo de los buenos" a un conjunto de individuos, representados en la élite, como legítimamente autorizados para llamar a la guerra, promulgar la memoria, defender la tradición y encarnar la autoridad.

En esta línea, Herrera, Pinilla y Suaza (2003) analizaron lo sucedido en la primera mitad del siglo XX a partir de lo expresado en los manuales escolares de ciencias sociales. Para los autores, de acuerdo con estos textos, la identidad nacional fue un modelo impuesto por la élite del altiplano que enfatizó en un ideal de ciudadano que desconoció las realidades culturales, impulsada, por demás, desde unos instrumentos doctrinarios y cerrados cuya estructura escrita no daba lugar a preguntas ni mucho menos a cuestionamientos del orden social vigente. Así que la historia enseñada tuvo la misión de incrementar el sentimiento patriótico a través del reconocimiento de los héroes nacionales y las gestas militares que se dieron en la Independencia; por su parte, la geografía escolar, que versaba sobre el conocimiento y uso del territorio, impulsaba en los estudiantes la capacidad de explotar las riquezas del país; y la instrucción cívica se inclinaba por generar ideales patrióticos, es decir, hábitos de disciplina, orden y respeto a las autoridades y la iconografía patria. Para estos autores,

    Se pudo establecer que el proceso de construcción de identidad nacional, estuvo directamente articulado a la construcción del proyecto político del Estado nación, entendido como proyecto de elite, que dejó de lado la diversidad cultural y la pluralidad de las expresiones políticas existentes en el país conduciendo, a la vez, a la sustitución de lo nacional por lo estatal y a la imposición de un modelo de cultura política distanciado del discurso democrático promulgado por las clases dirigentes del país. (Herrera, Pinilla y Suaza 2003, 178)

Cabe destacar el papel de la religión católica como modelo de ciudadanía virtuosa y estandarte del alma nacional, y como garante del orden y la ley. En los libros de escuela, la Iglesia, cuando no era la encargada directa de realizarlos, daba el aval para que los contenidos no se presentaran contrarios a su doctrina.

Esta fuerza religiosa se expresó en 1962 con una reforma del Ministerio de Educación Nacional (MEN) a los planes de estudio y los programas de educación media (Montenegro 1999). Aquí se asignó a la historia el rol de formación moral, democrática y cívica de los estudiantes; adicionalmente, se estipuló que la prehistoria americana y la historia de Colombia se enseñarían en el primer año de bachillerato; la historia de América, en el segundo año; historia moderna y contemporánea, en el tercero, e historia política de Colombia de los siglos XIX y XX, en el cuarto año. Salvo escasas modificaciones, la segmentación que señala determinados períodos históricos y ámbitos geoespaciales para ciertos grados, se impuso en la mayoría de currículos sobre la materia en las instituciones educativas a lo largo y ancho del país, incluso hasta el presente.

Por su parte, Álvarez (2013) ofrece unas importantes pistas para ubicar conflictos entre los intelectuales preocupados por la educación en la primera parte del siglo XX y sugiere un paréntesis en la continuidad que la mayor parte de la literatura indica para este período respecto a la enseñanza de la historia. Para este autor, la historia escolar de corte romántico y patriotero sufre una inflexión durante las décadas de 1930 y 1940 con la entrada al poder de los liberales, luego de una larga hegemonía conservadora. Se cambió el nombre de las clases de historia y geografía por el de estudios sociales, que las unificaron e inyectaron un inusitado interés por el tiempo presente, en desmedro de versiones heroicas del pasado. Según Álvarez (2013, 45):

    La preocupación por los fundadores de la patria, como símbolos de la unidad nacional, se consideró en este momento como un improductivo y obsoleto culto a los héroes. La idea de hacer amena la historia usando relatos vivaces, narrados con elocuencia y erudición, se consideró un culto a la memorización y al verbalismo inútil.

Como es de suponerse, tal giro, materializado en discursos y cartillas escolares, desató la más enconada protesta de políticos conservadores y representantes de las Academias de Historia, que veían en tales materiales la intromisión de la perdición y la disolución de la "auténtica historia", en pro de ideas radicales y peligrosas para la niñez y la juventud de la época. En este punto entraron en debate, especialmente, el papel de la historia precolombina, el aporte de la Colonia, de los grupos subalternos del país, y, por ende, las interpretaciones sobre el origen de la nación. Tal experiencia pedagógica se truncó con el triunfo en 1946 del Partido Conservador, se volvió a la historia y a las geografías patrias, separadas, y al clásico Compendio de Henao y Arrubla, que, dicho sea de paso, no había perdido vigencia en el período liberal, ya que coexistía en las prácticas escolares con las nuevas tendencias.

Por diferentes circunstancias, hacia finales del siglo XX la lógica de la enseñanza de la historia se vio alterada en Colombia (Arias 2005 y 2014; Arias y Ruiz 2013; Guerrero 2011; Rodríguez y Acosta 2008; Samacá 2009) y varios países del continente (Carretero 2007; Carretero y Kriger 2004 y 2010; Kriger 2011); algunos factores que incidieron en este nuevo perfil fueron: en lo internacional, el fin de la Guerra Fría; las lógicas globalizadoras, que recusaron las versiones nacionalistas en el currículo escolar (Carretero 2007); además, el impacto del neoliberalismo económico, que replanteó el rol de los Estados-nación y exigió nuevas habilidades en el entorno productivo y, por tanto, en el escolar (Laval 2004). En el ámbito nacional incidieron las modificaciones en la historiografía colombiana, que impusieron otras miradas sobre el pasado del país (Melo 1989 y 1999); además, la creciente escolarización de la población, especialmente en educación primaria; la apertura a ideas y corrientes políticas internacionales, y el dinamismo de los movimientos sociales, que hicieron visibles nuevos actores sociales y que, en lo pedagógico, condujeron a propuestas de innovación en el terreno de las prácticas y de las políticas educativas (Herrera y Pinilla 2001).

Este cambio desde una enseñanza patriotera y romántica hacia una más cosmopolita (Carretero y Kriger 2004) coincidió con la consolidación de la profesionalización de la historia como disciplina2 y de la enseñanza en historia en facultades universitarias, que si bien venía de años atrás, para 1979, según Montenegro (1999), pasó de impartirse de dos a treinta y seis instituciones de educación superior, con programas para formar docentes de historia para la educación básica.

Sobre este cambio, Samacá (2009) se pregunta por el tipo de memoria nacional que a finales del siglo XX transmitieron los libros de texto, especialmente de ciencias sociales. Sobre ello, considera que este material fue afín al ideal constitucional de 1991. Al respecto, afirma:

    El respeto y el reconocimiento del otro, la necesidad de resolver las diferencias a través del diálogo o la recreación de pequeñas asambleas constituyentes al interior del salón de clase, fueron formas "prácticas" de acercar a los estudiantes al momento histórico en que se encontraban y de hacerlos pequeños ciudadanos con espíritu democrático. (Samacá 2009, 286)

Esta transición, según el autor, tuvo como trasfondo el repliegue de la Academia Colombiana de Historia como orientadora de material pedagógico; en cambio, asumieron el protagonismo las universidades públicas y privadas, y sobre todo, el impulso de la llamada "Nueva historia", movimiento intelectual liderado por Jaime Jaramillo Uribe y Jorge Orlando Melo, entre otros. A su vez, se empezaba a hacer evidente la presión de organismos multilaterales que buscaban modernizar el sistema escolar y actualizar los contenidos de la enseñanza, incluidos, por supuesto, la historia y los textos escolares.

Algunos intelectuales de la "Nueva historia" publicaron textos para enseñanza de la historia en la década del ochenta,3 hecho que no estuvo exento de polémica para personajes de la Academia, que acusaron a aquéllos de incitar al comunismo y ridiculizar la vida democrática y republicana (Calderón 2011). Esta coyuntura puso en evidencia, de nuevo, el llamado de algunos intelectuales a definir el saber legítimo por ser enseñado en la escuela, pues los representantes de la Academia Colombiana de Historia eran otra vez desplazados como agentes autorizados, mientras que los nuevos historiadores ganaban posición en el MEN, en el campo intelectual de la educación del país y en el mercado editorial, en creciente aumento.

En el marco de la llamada renovación curricular (MEN 1984), en 1984 se materializó esta tensión por imponer un currículo oficial en la historia escolar, por cuenta de una reglamentación oficial que estipuló no sólo la integración de las tradicionales áreas de historia y geografía en la escuela, sino su fusión con otras disciplinas, en lo que se vendría a denominar área de ciencias sociales.

La enseñanza de las ciencias sociales en las últimas décadas

La Ley 115 de 1994, que reglamentó las normas generales que estipulan el servicio público de educación en el país, aumentó la confusión sobre los contenidos de lo social e histórico por enseñar en las escuelas del país, pues se declaró como área obligatoria para la educación básica, en un solo nombre: Ciencias Sociales, Historia, Geografía, Constitución Política y Democracia. Para escándalo de los historiadores, bajo esta denominación, y hasta la fecha, la ley organizó un compilado desarticulado de materias sin norte ni jerarquía alguna, haciendo que no sólo desaparecieran los postulados disciplinares, en aras de una supuesta interdisciplinariedad (Montenegro 1999; Sánchez 2013), sino que su tiempo escolar se comprimió al extremo de dejar un solo bloque académico en unas pocas horas a la semana (de 2 a 4 horas dependiendo de la institución).

Tal debate tiene otro punto de confrontación, años después, con la promulgación, por parte del MEN (2002), de los Lineamientos Curriculares de Ciencias Sociales, y más adelante, con los Estándares de Ciencias Sociales (MEN 2004). Las diferencias y las contraposiciones de enfoque y de acercamiento pedagógico entre estos dos documentos de la política pública son evidentes, por cuanto los primeros propendieron hacia una enseñanza más holística e integradora a partir de problemas y ejes generadores, y no postularon desarrollos temáticos por grado, mientras que los Estándares enfatizaron en contenidos específicos por ciclo académico y presentaron una adaptación de la conocida estructura migrada del currículo español de procedimientos ("me aproximo al conocimiento"), conceptos ("manejo conocimientos propios de las ciencias sociales") y actitudes ("desarrollo compromisos personales y sociales").

En particular, el aporte importante lo representan los Lineamientos Curriculares, que expusieron como innovadoras las propuestas de unos ejes que sirven de articuladores del currículo en el área; adicionalmente, propusieron preguntas problematizadoras para organizar el plan de estudios por grado; también se sugirieron ámbitos conceptuales que condensaron los saberes disciplinares que confluían en un tema específico y que, según el documento, recogían el legado histórico acumulado en las ciencias sociales. Por último, este documento de política pública esbozó la sugestiva idea de invitar a una estructura curricular flexible, abierta, integrada y en espiral. El gran inconveniente de estos Lineamientos, entre otros, fue el hecho de presentar un ejemplo por grado, cuya aplicación mecánica, por parte del mercado editorial, generó la materia prima de incontables textos-guía que diluyeron los fundamentos pedagógicos del enfoque y produjeron un retorno a la enseñanza tradicional memorística y repetitiva a partir de nuevos títulos, secciones y contenidos.

Por su parte, los Estándares básicos en ciencias sociales (MEN 2004) redujeron la complejidad que pretendieron los Lineamientos, no sólo porque no los mencionaron en sus fundamentos,4 sino porque aproximaron el problema de la calidad de la educación a una cuestión de "saber y saber hacer"; desconocieron lo contextual de lo social, es decir, el papel de los sujetos que intervienen en el acto educativo y la importancia del entorno; acabaron con la autonomía escolar al predeterminar los contenidos y las intencionalidades; homologaron la enseñanza de la ciencia con la ciencia propiamente dicha; expresaron por grado un mar de indicadores imposibles de abarcar en períodos del calendario escolar; y volvieron a los contenidos cronológicos y secuenciales que los Lineamientos, expresamente, pretendieron superar.

Además, en el país se dieron lineamientos curriculares para áreas cercanas a las ciencias sociales, con temas suscitados por la situación de violencia y por la coyuntura de la expedición de la Constitución de 1991: Educación ética y Valores Humanos y Constitución Política y Democracia, temas de legítimo interés pero que reflejan dos síntomas inquietantes: primero, que los vacíos que dejaba una enseñanza no integrada de las ciencias sociales eran suplidos por materias remediales, concebidas a veces como soluciones a emergencias, o según preferencias de los gobernantes (como ocurrió con la Cátedra Bolivariana, lo Afrocolombiano, la perspectiva de Género o la de Derechos humanos5; y, segundo, que se impuso una retórica sobre ética, ciudadanía y democracia que entró a solaparse formalmente con la enseñanza de las ciencias sociales.

Por otra parte, un momento importante sobre el posicionamiento de la historia disciplinar en la escuela lo tuvo la Secretaría de Educación de Bogotá en 2007, con la generación de una propuesta pedagógica denominada Colegios Públicos de Excelencia para Bogotá (SED 2007), que promovió para el área el llamado pensamiento histórico. Este trabajo estuvo liderado por un grupo de investigación en la enseñanza de la historia de la Universidad Nacional de Colombia. Se editaron cartillas por ciclos con orientaciones curriculares y material didáctico, pero finalmente esta propuesta no prosperó porque no llegó a todas las instituciones, no se hizo acompañamiento, y los cambios de funcionarios en la administración distrital truncaron el proceso.

Por último, una dimensión que hace más compleja la enseñanza de las ciencias sociales en Colombia tiene que ver con la aplicación de las pruebas nacionales, ya que, dada la fuerza que tienen los sistemas de clasificación en el país, la lógica de estos exámenes se levanta como otro interlocutor, al lado de académicos de universidades y docentes, que determina lo que se debe enseñar en las aulas.

La perspectiva normativa para la enseñanza de las ciencias sociales en Colombia, a propósito de los exámenes de Estado, fue la propuesta realizada por el Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (Icfes) (Icfes 1999; Ortiz et al. 2007). Los documentos que enmarcan la elaboración de estas pruebas definen las ciencias sociales como ciencias de la comprensión, cuyo carácter es hermenéutico; además, dicen incorporar las nuevas tendencias de la historia y de la geografía, consideradas como ejes de la enseñanza. A tono con las modas educativas en el mundo, los textos marcaron el énfasis en las competencias, más que en los contenidos, lo mismo que en la razón comunicativa, en el saber hacer, distinguiéndose tres ámbitos: el interpretativo, el argumentativo y el propositivo; además, el Icfes estipuló tres tópicos del saber: el tiempo y las culturas; el espacio, el territorio, el ambiente y la población; y finalmente, el poder, la economía y la organización social; cada uno de los cuales se distingue en tres subcomponentes: las teorías y los conceptos, los procedimientos y las técnicas y el ámbito crítico-reflexivo.

La lógica de los exámenes del Icfes, en la práctica, jalonó la elaboración de currículos en las instituciones educativas y la estructura de los libros de texto del área, pues, en el fondo, al prescribir las lógicas de la elaboración de las pruebas censales, se mide el rendimiento de los colegios y su clasificación en el ranking de calidad. Más allá de las discusiones de tipo epistemológico sobre la naturaleza de las disciplinas escolares, en el imaginario social y en las políticas educativas, serán los resultados de estas evaluaciones los que definirán la calidad de la educación impartida en el país.

En resumen, retomando a Mario Carretero (2007), se podría decir que, si bien en la mayoría de países occidentales (según el autor, también en China, Japón, Corea) la escuela y la enseñanza de contenidos escolares tuvieron un fuerte compromiso con la transmisión de sentimientos nacionalistas y, como tales, fueron promotores de identidad nacional durante el siglo XIX y buena parte del XX, a su vez, la década de 1990 expresa un importante cambio de perspectiva en un número considerable de ellos, fruto de una reconsideración del pasado desde la historia académica y con repercusiones en la historia escolar. Para Carretero, tales replanteamientos tienen en común varias cosas: a) la búsqueda de una nueva relación entre la representación del pasado y la identidad, sea nacional, local o cultural; b) el reclamo de historias menos míticas y más objetivadas; c) nuevas miradas sobre los conflictos del pasado, con miras a emprender proyectos futuros, y d) la necesidad de hacer comparaciones entre historias alternativas de un mismo pasado.

En esta transición se hace evidente la doble función de la escuela, que desde su nacimiento obedecía, por un lado, a un proyecto ilustrado-cognitivo, y por otro, a uno romántico-nacionalista (Carretero y Kriger 2004), y que luego de casi dos siglos de abnegado servicio a la patria pareciera deslizarse hacia la formación del ciudadano global. Los sistemas escolares sienten, así, el impacto de un mundo globalizado que cuestiona el sentido tradicional de una enseñanza volcada sobre la importancia de las fronteras nacionales; además, la escuela padece el embate de un mercado que reclama nuevas condiciones y habilidades en los ciudadanos del planeta, pero también de multitud de grupos étnicos, sociales y culturales que exigen el lugar y los derechos que los viejos discursos homogeneizadores les habían negado. Este conflicto, lejos de presentarse como un debate por situar la disciplina histórica en el centro o en la periferia de la enseñanza escolar, encarna más bien el recorrido de un saber que se construye en el marco de las vicisitudes de las épocas que enfrenta, en el que lógicas profesionales, disciplinares, socioeconómicas y políticas inciden en su configuración, y cuya definición finalmente se hace, en buena parte, al calor de lo que las políticas públicas prescriben.

Tal tensión se particulariza en cada país, incluso en cada región, y en cada escuela. Vale la pena ver en detalle cómo "el presente se configura como un momento de transición en el que lo nacional y lo posnacional luchan en el interior de las instituciones que, como la escuela, necesitan renovar su legitimidad" (Carretero 2007, 288). O en otras palabras, analizar cómo ese pasado, esa huella de la historia épica decimonónica aprendida en la escuela, emerge, resiste o coexiste con postulados contemporáneos que defienden valores democráticos, universales y, supuestamente, respetuosos de los otros.

El malestar de los historiadores

En torno a la década del 2010, varios hechos nacionales y educativos actualizaron el clamor de los historiadores por volver a posicionar su saber en el campo escolar. Tal hecho tuvo alcance mediático. El canal de televisión internacional History Channel organizó en varios países un concurso sobre el personaje nacional más destacado.6 En otras latitudes se otorgó a Benito Juárez (México), José de San Martín (Argentina), Winston Churchill (Inglaterra) y Ronald Reagan (EE. UU.) como los ganadores del concurso en sus respectivos países. En Colombia ganó sobradamente el polémico expresidente álvaro Uribe, en desmedro de otros personajes de la historia política y cultural.

Esta selección sirvió de excusa para que algunos intelectuales e historiadores señalaran la falta de conocimientos históricos que supuestamente caracteriza a la mayoría de los colombianos, señalando que su ignorancia proviene de la educación básica que reciben. Algunos historiadores, con eco en la prensa nacional, solicitaron a las autoridades del caso la modificación de la normativa que había excluido su saber disciplinar del currículo de la educación básica y media. Algunos ejemplos son:

En el editorial del periódico El Tiempo, 30 de marzo de 2012, se sentencia:

    El efecto de estos treinta años es cada vez peor: los colombianos no conocen su pasado y, como la estirpe de los Buendía, se sienten víctimas de un destino inevitable de violencia, corrupción, impunidad, arbitrariedad y exclusión, y discuten los problemas del país sin referencia seria a la experiencia previa.

    En esta situación dramática, es urgente un debate a fondo para discutir si se justifica volver a enseñar historia o si es posible mejorar la calidad en esta área crítica de la educación mediante formación de docentes, producción de contenidos de alto nivel y mecanismos para ayudar a los colegios a organizar algo que se les escapó del todo de las manos. (El Tiempo 2012)

Otro editorial, también de El Tiempo, afirmó el 2 de septiembre de 2013:

    Con la excusa de que la vieja historia que se enseñaba en las escuelas sólo servía para invitar, en vano, al patriotismo, ha terminado por enseñarse de afán una serie de eventos desenfocados, descontextualizados. Y se les ha negado a un par de generaciones la posibilidad de comprender por qué como nación hemos llegado, para bien y para mal, a donde hemos llegado. Hoy, cuando desde el Estado se le pide a la ciudadanía que comprenda las violencias de nuestra sociedad para seguir adelante, resulta indispensable que se les devuelva la herramienta de la historia. (El Tiempo 2013)

En agosto del mismo año, el mismo periódico, en un artículo titulado Historia, la gran materia olvidada en las aulas (Linares 2013), informa que la Asociación Colombiana de Historiadores reclama la pérdida de la asignatura, enfatizando en la importancia de conocer el pasado y en la necesidad de recuperar los contenidos que posibiliten a los estudiantes saber de dónde vienen y para dónde van, tener una vocación profesional más clara, una voluntad de cooperación y solidaridad definida, un pensamiento político adecuado y unas metas claras en la vida.

Por su parte, la revista Semana, en su edición del 24 de marzo de 2012, afirma:

    Mientras que en Estados Unidos los estudiantes y ciudadanos tienen casi que a diario referencias de su pasado, de sus padres fundadores, de la Constitución, de sus batallas, triunfos o tragedias —como la Guerra de Secesión o de Vietnam—, en Colombia el 70 por ciento de los presidentes no tienen una biografía y los textos con los que hoy se enseña el pasado son lamentables.

    Por eso, casi 30 años después de que el Ministerio de Educación decidió sacar del pensum de primaria y bachillerato la materia de Historia y crear la de Ciencias Sociales —una mezcla de Geografía, Economía, Política, Antropología, Sociología, Cultura e Historia—, un grupo de reconocidos historiadores e intelectuales le ha empezado a pedir al gobierno que, frente a la amnesia en la que cayó el país y ante semejante error pedagógico, permita de nuevo la enseñanza de la Historia como materia única de primero de primaria a grado once. (Semana 2012)

En esta misma línea, varios estudios sobre la historia de la enseñanza de las ciencias sociales en el país acotan como una de sus mayores debilidades haber diluido el saber disciplinar en la escuela (Acevedo y Samacá 2012; González 2011). La falta de rigor conceptual y metodológico, la carencia de referentes que ubiquen a los escolares respecto al pasado, y por tanto, la ausencia de la conciencia crítica que el saber histórico proporcionaría, se señalan como las principales causas, no sólo de la debilidad de la amorfa asignatura de ciencias sociales integradas, sino de la apatía y el desinterés de los estudiantes por cuestiones que atañen a la política y a los deseos de transformación social. Se asume ingenuamente que el retorno a la enseñanza de la historia mejoraría ostensiblemente la calidad de la enseñanza y generaría ciudadanos beligerantes, críticos y propositivos.

La reivindicación de la disciplina histórica de la que hacen eco algunos medios de comunicación vuelve a poner en la agenda pública el horizonte y sentido de las ciencias sociales escolares. Ante estas demandas de los historiadores caben algunas preguntas: ¿quién tiene potestad de definir los contenidos de tal enseñanza escolar?, ¿qué tipo de formación enseñan y cuál añoran?, ¿qué tan legítimo es su reclamo?

¿Qué se enseña en la escuela?

Contrario a la mirada de los historiadores, un reciente estudio (Arias 2014) demostró que los estudiantes recién egresados de la educación media evocan, de sus clases de ciencias sociales, fundamentalmente datos históricos: fechas insignes, personajes destacados, datos emblemáticos, acontecimientos políticos y militares relevantes, y recortes de períodos históricos instaurados por esta disciplina, entre otros. Es decir, los escolares mencionan en general elementos propios de un área del saber que supuestamente no reciben. Esta situación no sólo coincide con lo encontrado en otros países del continente (Carretero y Kriger 2004; Siede 2010), sino que pone en evidencia que la fuerza del conocimiento histórico como articulador del currículo oficial nunca se ha marginado de las escuelas, aunque quizá no con la insistencia y el rigor que desearían los historiadores profesionales. Sin embargo, Atehortúa (2005) señala la superficialidad de este uso, en particular, la presentación descontextualizada de los acontecimientos, la invisibilización de personajes subalternos, la ausencia de herramientas didácticas que contribuyan a la configuración de representaciones estructurales y sistémicas, y el uso desacertado y exageradamente abstracto de conceptos clave. Para el autor, predomina el aprendizaje repetitivo y memorístico, en el que tienen preponderancia los resúmenes y los cuadros sinópticos. Aunque prevalecen datos históricos, no se fortalece el pensamiento histórico, no se interroga el pasado, y el papel del sujeto, en su aproximación, es pasivo y acrítico.

A manera de ejemplo, sobre la presencia explícita del saber histórico en la enseñanza de las ciencias sociales, se presenta en la tabla 1 el contenido de dos libros de texto, de circulación vigente, en sus acápites sobre Colombia.

Parece que la historia ha estado manifiesta en la asignatura de ciencias sociales en el país, aunque quizá no con la fuerza que algunos actores desearían, pero ¿qué tipo de historia aparece?, ¿qué modelo de enseñanza se añora?

Rodríguez y Acosta (2008) sintetizan en seis tendencias la enseñanza de la historia y las ciencias sociales en los países de habla hispana, a partir de la revisión de documentos sobre el tema: 1) la enseñanza de la historia desde la perspectiva cognitiva, que plantea un énfasis en lo didáctico y en lo psicológico y, por tanto, en competencias y habilidades; a su vez, según los autores, su éxito coincide con las reformas educativas de varios países, aunque reducen aspectos conceptuales a procedimientos y formación de valores y normas; 2) la enseñanza desde la didáctica de las ciencias sociales, que reivindica el carácter específico de la didáctica y el carácter constructivo del conocimiento escolar; por tanto, preocupada por hacer propuestas pedagógicas válidas para varios contextos; esta mirada también descuida ciertos debates disciplinares; 3) la enseñanza de la historia desde las particularidades de la disciplina, que procura llevar a la escuela las discusiones de la historia y su método; empero, según los autores, esta corriente subestima los debates pedagógicos y se margina de la producción de textos y de las políticas públicas sobre el tema; 4) la enseñanza de la historia desde la didáctica crítica, que acentúa la noción de código disciplinar y educación política; en tal sentido, preocupada por estudiar los problemas sociales relevantes del presente y cuestionar la institucionalización de los saberes escolares; 5) la enseñanza de la historia a partir de la integración regional, impulsada por el Convenio Andrés Bello, con énfasis en la formación docente, y sin mucho éxito, según Rodríguez y Acosta (2008), dado precisamente su desconocimiento de las particularidades regionales y locales; y 6) tendencias emergentes, centradas en el trabajo sobre la memoria y su articulación con la educación y la escuela; aunque menos desarrolladas que las anteriores, se presentan como promisorias, dadas las coyunturas políticas de buena parte de los países del continente.

En la mayoría de estas tendencias subyace la tensión sobre la pertinencia de la disciplina histórica en la escuela, sobre los alcances de su trasposición didáctica (Chevallard 1998) y sobre el horizonte mismo del saber escolar, en cuanto saber cultural históricamente acumulado. Se da, así, en palabras de Cuesta (2000, 26), una puja por el "retorno a la historia de siempre, el regreso al viejo canon de historia escolar fundado en una renacionalización del pasado […] y en un afianzamiento de los esquemas cronológicos y conceptuales de siempre". Este autor, retomando a Nietzsche, menciona tres formas de mirar al pasado: la historia monumental, la historia anticuaria y la historia crítica. La historia monumental se centra en admirar las grandes gestas del pasado, proclive a ser conmemorado dada su grandeza. Por su parte, la historia anticuaria gusta de escarbar en el pasado para recuperar sus raíces, en una suerte de fetichismo histórico-cultural. Para Cuesta, estas dos vertientes han imperado en la enseñanza del área; en esta línea, sugiere una historia crítica que rechace los elementos monumentales y anticuarios, en pro de una "interpretación de la experiencia del pasado encaminada a poder comprender las actuales condiciones de vida y a desarrollar perspectivas de futuro de la práctica vital conforme a la experiencia" (Cuesta 2000, 29). La historia crítica, susceptible de ser enseñada en la escuela, se ocuparía, así, de provocar una enseñanza capaz de problematizar el presente, de cuestionar los imaginarios ideológicos de la realidad vivida por medio del estudio de los vacíos sociales que impiden una vida mejor.

Acogiendo este argumento, el asunto no es de más o menos historia, sino de responder al para qué de aquellos conocimientos que se desea introducir en la escuela, en aquella área preocupada por el devenir del sujeto, las sociedades y los grupos humanos, llámese historia, ciencias sociales o estudios sociales. Más allá del prurito científico que quiere cargar de rigor el saber escolar, en esta conflictiva dinámica por establecer los saberes legítimos escolares interesa identificar el sentido que tales conocimientos, implícita o explícitamente, declaran respecto al tipo de sociedad y de persona que persiguen, enunciar el proyecto al que le sirven de manera deliberada.

El conocimiento exhaustivo del pasado en la escuela, que algunos historiadores invocan, no es garantía de que se dé una ciudadanía propositiva y democrática. Tampoco lo es la supresión de las disciplinas en una posmoderna integración de las ciencias sociales en campos de saber, proyectos pedagógicos y núcleos problema. Ni cuando existía la enseñanza "pura" de la historia en la escuela, ni cuando se actualiza esta área del conocimiento en un esquema interdisciplinar devienen automáticamente sujetos políticos. Las posibilidades de deliberación, reflexión, argumentación, contrastación y pensamiento crítico son capacidades que dependen de variados y complejos factores biográficos, sociales e institucionales. La conciencia social que a veces se reivindica no es sólo virtud de una asignatura escolar, tampoco su defecto. El llamado de algunos intelectuales al retorno de la historia disciplinar en la escuela sobredimensiona la potencia de un saber particular.

Si preocupa que la escuela actual produzca ciudadanos conformes, pasivos y acríticos, no es por culpa de la historia científica o académica que dejan de recibir en sus aulas, quizá ello tiene que ver más bien con la forma como funciona la sociedad colombiana, es decir, con el tipo de sujeto que contribuye a configurar la estructura política, económica y cultural del país, aunque también le cabe responsabilidad al sistema escolar y, en este sentido, a las asignaturas que se imparten en la escuela, del preescolar al doctorado, incluida aquella centrada en lo social y lo histórico. Las opciones afectivas y políticas que los estudiantes configuran, en los tiempos que corren no sólo se vinculan con lo que la escuela les proporciona: cada vez tiene más peso lo que otros escenarios de socialización provocan, en otras palabras, algo de pensamiento histórico podrán aprender los niños y jóvenes en la escuela, y allí sus clases de ciencias sociales o de historia serán fundamentales, pero esta habilidad también se forja en la calle, el hogar, los medios de comunicación, la economía, las asociaciones y la realidad política del país, entre otros escenarios de la cultura política nacional, en donde puede estar la causa de una desazón que la escuela simplemente evidencia.

Adicionalmente, es clave la revisión de políticas públicas educativas responsables de la enseñanza de las ciencias sociales, expresada de momento en estándares, competencias y lineamientos curriculares, para examinar su pertinencia y provocar escenarios de discusión y debate en función de ajustes o cambios estratégicos, con la participación y la concurrencia de distintos actores sociales, incluidos, por supuesto, los académicos de la educación superior, que pongan de manifiesto sus posturas y que deliberen a propósito del saber escolar adecuado respecto a la nación que se desea para el futuro.


Comentarios

* El artículo es resultado de reflexiones derivadas de la tesis doctoral titulada "Identificación con la nación propia en jóvenes universitarios, maestros en formación. Imaginarios sociales de nación y escuela", gracias a la comisión de estudios otorgada por la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Colombia).

1 Esta mirada sobre lo que ha sido la enseñanza de la historia y las ciencias sociales es criticada por Carretero (2007, 24), quien señala que dicha experiencia buscó articular una disposición especialmente emocional, por demás "cargada de identificaciones, arrullada al ritmo de inflamados himnos que caen como bálsamo en el corazón y el cerebro de alumnos en medio de la sequedad de los aburridos contenidos escolares; una experiencia aplicada con el fin de generar una disciplina mental y corporal en lo que podemos caracterizar como performances patrióticas".

2 Creación de los departamentos de Historia en la Universidad del Valle (en 1963), en la Universidad Nacional de Colombia (en 1966) y en la Pontificia Universidad Javeriana (en 1968).

3 Historia de Colombia de Carlos Mora y Margarita Peña; Nuestra historia. Historia cercana de Rodolfo Ramón de Roux, e Historia de Colombia de Silvia Duzán y Salomón Kalmanovitz.

4 Un documento posterior (MEN 2008) intentó salvar tal desconocimiento al ofrecer una aproximación teórica a los estándares del área que el primer texto omitió.

5 En la práctica, estos proyectos transversales, asumidos casi siempre por los docentes de ciencias sociales, no han sido claros en su implementación por parte de la política pública, y se han instalado en el sistema escolar colombiano nominativamente con el ánimo de que la escuela solucione profundas crisis sociales. El caso más patente está en la promulgación de la reciente Ley 1620 de 2013 o "Ley de Convivencia escolar, formación para el ejercicio de los derechos humanos, la educación para la sexualidad y la prevención y mitigación de la violencia escolar".

6 El canal de televisión internacional History Channel, bajo un formato de la BBC de Londres, organizó en varios países del mundo un concurso en el que las personas votaban por el personaje más importante de toda la historia de su país. Los personajes provenían de cinco categorías: historia y política del siglo XIX, historia y política del siglo XX, artes populares y periodismo, artes, ciencias y humanidades, y deportes. La versión colombiana, titulada "El Gran Colombiano", contó con el apoyo de medios de comunicación. Luego de una votación preliminar de 743.901 votos, se seleccionaron 25 personajes, de los cuales ganó Uribe, con el 30% de un total de 1'132.183 votos.


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Fecha de recepción: 22 de mayo de 2014 Fecha de aceptación: 30 de septiembre de 2014 Fecha de modificación: 04 de noviembre de 2014