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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.52 Bogotá Apr./June 2015

https://doi.org/10.7440/res52.2015.10 

Ciencias sociales, pensamiento histórico y ciudadanía: entre lo alegórico y lo virtual (Colombia, 1910-2010)*

Adrián Serna Dimas**

** Candidato a doctor en Antropología por la école des Hautes études en Sciences Sociales, París, (Francia). Profesor titular de la Facultad de Ciencias y Educación de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Colombia). Miembro del grupo de investigación "Representación, discurso y poder" de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Una historia en un mundo primordial. Una reflexión sobre arte, ciudadanía y universidad. Calle 14 7, n° 10 (2013): 12-46, y Promesa recóndita. Relatos sobre la cultura y el amor romántico. Bogotá: Universidad Distrital Francisco José de Caldas – Cooperativa Editorial Magisterio, 2014. Correo electrónico: aeserna@udistrital.edu.co

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res52.2015.10


RESUMEN

En décadas recientes el papel de la historia en la formación de ciudadanos se desplazó de un régimen de lo alegórico a uno de lo virtual. El régimen que revistió a la historia de un orden ejemplar acabado que por medio de la alegoría debía iluminar una esfera pública homogénea dio paso a un régimen que revistió a la historia de un orden crítico inacabado que gracias a la virtualidad podía sostener una esfera pública heterogénea. Este desplazamiento afectó las dimensiones cognitivas, didácticas, sociales, culturales y políticas del pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales. Esta situación ha sido compleja en contextos con conflictos profundos, donde el sistema educativo está sujeto a los alcances de la justicia transicional.

PALABRAS CLAVE

Ciencias sociales, pensamiento histórico, alegoría, virtualidad, ciudadanía, justicia transicional.


Social Sciences, Historical Thought and Citizenship: Between a Regime of the Allegoric and a Regime of the Virtual (Colombia, 1910-2010)

ABSTRACT

In recent decades, the role of history in citizen education has moved from a regime of the allegorical to a regime of the virtual. The regime that showed history as an established exemplary order that should enlighten a homogeneous public arena through allegory, has given way to a regime that showed history as an unfinished critical order that can support a public arena of diversities in virtualized form. This displacement has had an impact on cognitive, didactic, social, cultural and political dimensions of historical thought in the teaching of the social sciences. This situation has been complex in contexts with profound social conflicts where the educational system lies within the scope of transitional justice.

KEY WORDS

Social sciences, historical thought, allegory, virtuality, citizenship, transitional justice.


Ciências sociais, pensamento histórico e cidadania: entre o alegórico e o virtual (Colômbia, 1910-2010)

RESUMO

Em décadas recentes, o papel da história na formação de cidadãos deslocou-se de um regime do alegórico a um regime do virtual. O regime que revestiu a história de uma ordem exemplar acabada por meio da alegoria, devia iluminar uma esfera pública homogênea, deu lugar a um regime que revestiu a história de uma ordem crítica inacabada que, graças à virtualidade, podia sustentar uma esfera pública heterogênea. Esse deslocamento afetou as dimensões cognitivas, didáticas, sociais, culturais e políticas do pensamento histórico no ensino das ciências sociais. Essa situação tem sido complexa em contextos com conflitos profundos, nos quais o sistema educativo está sujeito aos alcances da justiça transicional.

PALAVRAS-CHAVE

Ciências sociais, pensamento histórico, alegoria, virtualidade, cidadania, justiça transicional.


No hay manera de fundir este corazón de plomo. Habrá que tirarlo como chatarra…

(Wilde 1951, 313)

Introducción: la izada de bandera y el mérito escolar

En Colombia, a finales de los años cuarenta, la agitación social se hace sentir en diferentes regiones, la pugnacidad partidista no da tregua, la vieja estructura de estamentos se descuaderna y pretende sobrevivir con el uso indiscriminado de la violencia. Aunque las causas detrás de estos fenómenos son estructurales, desde diferentes lugares se esgrimen como fundamentales el descuido en la enseñanza de la historia patria, el abandono del culto a los símbolos de la nacionalidad y la pérdida de la cultura cívica. Para responder a esta situación, el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez expide el decreto 2229 del 8 de julio de 1947, por medio del cual establece la "Institución de la Bandera":

    Artículo 1º. A partir del próximo 19 de julio, Día de la Juventud Colombiana, créase en todos los establecimientos de enseñanza primaria, secundaria, normalista, vocacional e industrial de la República, la Institución de la Bandera, cuyo objeto es fomentar el culto por los símbolos de la Nacionalidad Colombiana, y a la vez recompensar a los estudiantes que más se distingan por su comportamiento cívico y por su aprovechamiento intelectual.

    Parágrafo. Como manifestación externa de esta Institución, semanalmente se efectuará un acto durante el cual el alumno que más se haya distinguido, izará la bandera de la Patria mientras la comunidad canta el Himno Nacional. El alumno que al finalizar el año haya izado mayor número de veces el Pabellón Colombiano, como recompensa a sus méritos recibirá un premio especial del establecimiento, y, en igualdad de condiciones legales con otros aspirantes, será preferido para la adjudicación de becas nacionales o extranjeras.

    Artículo 2º. – Diariamente se darán a conocer a los estudiantes las efemérides universales y colombianas, utilizando los textos que para el efecto distribuirá el Ministerio de Educación […] (MEN 1949, 9)

Los fatídicos hechos del 9 de Abril alientan al Gobierno nacional a expedir nuevas disposiciones dirigidas a intensificar la enseñanza de la historia, sobre todo, luego de saberse que en ese día del odio, hasta el Museo Nacional —recién acogido en el otrora Panóptico Central— había quedado expuesto a la intemperancia de la turba. El decreto 2388 del 15 de julio de 1948 señala en sus considerandos "que el conocimiento de la historia patria, el culto a los próceres y la veneración por los símbolos de la nacionalidad son elementos inapreciables de fuerza social, de cohesión social y de dignidad ciudadana" y dispone la obligatoriedad de la enseñanza de la historia en la primaria y la secundaria, la definición de altos requisitos y de elevadas distinciones para quienes ejerzan la docencia en la materia, la asignación de fechas de conmemoración patriótica dentro del calendario escolar, el emplazamiento de símbolos en todas las escuelas y la delegación a la Academia Colombiana de Historia de la supervigilancia sobre los textos escolares y los materiales didácticos (MEN 1949, 6-8). En esta misma dirección, el decreto 3408 del 1 de octubre de 1948 señala la necesidad de "intensificar la historia patria en el bachillerato, con el propósito de atender mejor a la formación del ciudadano e imprimir en el educando un vigoroso sentimiento colombianista" y dispone los niveles, la intensidad y los cometidos de los programas de historia, así como la obligatoriedad para los colegios de segunda enseñanza de llevar registro del libro de la "Institución de la Bandera", como requisito para el reconocimiento oficial de los certificados y títulos que expidan (MEN 1949, 11-13).

Así, en esa medianoche que fue nuestro medio siglo, pretendimos a la historia por faro y a su conmemoración por guía, para hacer frente a un país desbarajustado por una desruralización violenta y por una urbanización empujada por la miseria. Una de las prácticas llamada a redimir a los próceres caídos, y a emplazarlos como referencia moral ejemplar para una sociedad en crisis, fue la "Institución de la Bandera", una suerte de rito histórico que, como señala Lévi-Strauss, permite "confiar a hombres vivos la carga de personificar a remotos ancestros" (Lévi-Strauss 1988, 343-344). "La izada de bandera", o simplemente "la izada", como empezó a ser conocida en los ambientes escolares, se convirtió en una solemnidad, que de manera transfigurada debía transferir ciertas representaciones del pasado, auspiciadas desde la historia escolar, a las prácticas cotidianas de los ciudadanos del presente.

Para esta transferencia transfigurada, que debía convertir los conocimientos catequéticos de la historia en fuente de las virtudes laicas de la ciudadanía, nada mejor que apelar al mérito escolar, esa suerte de carisma que la escuela de entonces, con el pensamiento psicológico, pedagógico y didáctico que la amparaba, consideraba ausente de la historia, esto es, ajeno o a distancia de cualquier injerencia social, cultural y política: el mérito escolar parecía entonces la consecuencia de unos entendimientos benditos por natura, expresiones de una genialidad no concedida por igual a todos. Entonces, el mérito escolar —atributo ahistórico o deshistorizado, que no era otra cosa que la denegación de los modos históricos como el mundo social predisponía a los distintos individuos para la escuela, y para el éxito escolar— se mostraba así como una obediencia natural al conocimiento, y como un conocimiento natural de la obediencia, que podía transmutar de manera casi milagrosa el conocimiento de la historia en virtudes morales y cívicas. E incluso, que podía revestir a la obcecación por la historia de un auténtico rasgo conductual de caracteres ejemplares (Bourdieu 1984, 134). Por esto, no era extraño considerar entonces, quizá todavía ahora, que todos los niños buenos sabían historia y, obvio, que eran ellos quienes debían ser llamados a izar la bandera cual si fueran próceres en miniatura.

El régimen de lo alegórico

Ahora, por sus orígenes en medio de un estado de excepción, por su puesta en escena con aires cuasi religiosos, por sus pretensiones de restituir un orden primordial en retirada, la izada de bandera puede verse como una práctica inscrita en un régimen que consideraba la historia como un objeto de culto que por medio de unos ritos delegados en instancias como la escuela podía eternizar unos valores pretéritos haciéndolos patentes e incontrovertibles para cualquier presente. Más allá, se puede afirmar que la izada de bandera fue una de las últimas expresiones de un régimen de lo alegórico que, inscrito en distintas materialidades —como los catecismos patrios, los monumentos e incluso los propios museos—, apelaba a la exacerbación de las formas cúlticas y ritualísticas para convertir unos contenidos fácticos en unos contenidos de verdad filosófica y que, de hecho, debía a lo cúltico y a lo ritualístico tanto el aura de autenticidad que requería la representación histórica como la eficacia simbólica que demandaba su teatralización pública, todo esto en unos tiempos en los cuales la representación y la teatralización de la historia aún eran consideradas por muchos, pero sobre todo por los viejos historiadores de academia, como asuntos que debían permanecer ajenos a la validez y a la verdad científicas.1

En el régimen de lo alegórico, la cosa y el concepto no pertenecen a dos dimensiones distintas, ubicadas en diferentes espacios o separadas en el tiempo, como lo presupone la lógica de la representación, sino que la cosa y el concepto están excesivamente próximos, incluso en contacto, y a veces, hasta yuxtapuestos. Por esto, en el régimen de lo alegórico, la representación histórica y la teatralización de la historia no están lejanas del pasado que representan y teatralizan: ellas no remontan las centurias, los decenios o los años para poner lo sucedido nuevamente en escena, sino que, por el contrario, la representación y la teatralización son expresiones, quizás las últimas, de cuanto del pasado pudiera existir. En este sentido, en el régimen de lo alegórico no se reconoce ninguna mediación que no sea la alegoría misma, la cual, aunque representa y teatraliza el pasado, lo hace por cuanto ella misma hace parte del pasado que es representado y teatralizado, y está inscrita en él, compartiendo naturalezas —siendo así, la alegoría, stricto sensu, no sería representación ni mediación de nada—. En consecuencia con lo anterior, se puede afirmar que en el régimen de lo alegórico la historia se nos ofrece como "una totalidad mítica", como "un paisaje primordial petrificado", que persiste y se prolonga sin miramientos en el espacio y en el tiempo, en virtud de la alegoría misma (Benjamin 2007, 381 y 383).

Esa presencia del pasado en la alegoría es a la que aspiran el catecismo, el monumento y el museo histórico, pues es a ella a la que deben su fuerza colosal para reclamar obediencias inmediatas: es lo alegórico lo que puede imprimir a estos dispositivos históricos clásicos un sentido de inminencia, de contundencia, de obviedad, para hacerlos innegables, incontrovertibles, e incontestables para cualquiera. Por la alegoría, gracias a ella y a través de ella, estos dispositivos se hacen un pasado que está presente. De hecho, de la presencia del pasado en el catecismo, en el monumento y en el museo en gracia a la alegoría, se deriva la convicción de que el carácter de éstos —su manufactura material, su grandiosidad, su estado de conservación— expresa como nada la fe que tienen los pueblos en su historia (Serna 2001; Chavarro y Llano 2010).

Por todo lo anterior, se puede afirmar que la alegoría, al hacer inminente la presencia del pasado, está en el centro del rito histórico, permitiendo el contacto entre los ancestros y los descendientes. Si se quiere, la alegoría es una bisagra fundamental de cualquier sistema ritual, ya que por ella circulan los tiempos. Valga recordar nuevamente a Lévi-Strauss cuando señala:

    El sistema del ritual tiene como función superar e integrar tres oposiciones: la de la diacronía y la de la sincronía; la de los caracteres periódicos o aperiódicos que pueden presentar la una y la otra; por último, en el seno de la diacronía, la del tiempo reversible y la del tiempo irreversible, puesto que aunque el presente y el pasado sean teóricamente distintos, los ritos históricos transportan el pasado al presente, y los ritos de duelo el presente al pasado, y porque las dos acciones no son equivalentes: de los héroes míticos, puede decir uno que verdaderamente retornan, pues toda su realidad está en su personificación; pero los humanos mueren de veras. (Lévi-Strauss 1988, 343-344)

Si una figura gravita alrededor de la alegoría, ésta es, sin duda alguna, la del héroe. Es inherente a la definición de la heroicidad la idea de la posteridad, de la permanencia, de la persistencia: la tarea heroica, para que lo sea, debe ostentar una aspiración de eternidad. La continuidad de la heroicidad en el tiempo, desde el episodio que presuntamente le dio origen en el pasado hasta la conmemoración que se mantiene en el tiempo hasta el presente, sólo puede ser posible en gracia a la representación y la teatralización que propone la alegoría —por esto, nada denuncia más el olvido de un prócer que la ausencia o el abandono de un monumento a su nombre—. De hecho, en virtud de la alegoría, el episodio original y la conmemoración, el pasado y el presente pueden permanecer unidos, inseparables, vinculados de manera estrecha, cuando no amalgamados sin diferencia. De allí, de este vínculo de la heroicidad con la alegoría, deriva su capacidad para imponer en las comunidades determinados valores fundamentales, trascendentes e imperecederos, y para instituir auténticas identidades colectivas (Giesen 2004, 21).

No obstante, nuestra izada de bandera no pudo restituir ningún orden primordial ni garantizar la perseverancia de los héroes, e incapaz tanto de asegurar el retorno de lo mítico como la imposición de la historia, atrapada en los propios desajustes que pretendió superar, terminó participando, como sus parientes de especie —esto es, como los catecismos patrios, los monumentos, e incluso los propios museos—, en la mitologización de la historia (que no es mito, tampoco historia, lo que la pone de manifiesto como ideología). Así, en un mundo social en crisis que urgía de referencias para ilustrar los dramáticos sucesos sobrevinientes, se apeló a la historia para, paradójicamente, pretender sostener una "imagen mítica del mundo", en la cual los individuos se vieran "exonerados del peso de la interpretación" pero también "privados de la oportunidad de llegar por sí mismos a un acuerdo susceptible de crítica" (Habermas 2010, 101).

La mitologización de la historia, que como tal no tenía la prerrogativa omnicomprensiva del mito, pero tampoco la potestad crítico-interpretativa de la historia, no tuvo cómo trasladar el pasado hacia el presente y, por lo mismo, sólo dejó una procesión de ancestros insepultos, también de fantasmas y fantasmagorías, que cuando pretendían ganar materialidad perdían toda autenticidad y eficacia simbólica —los corazones de plomo quedaron expuestos a ser sólo chatarra, como el del príncipe feliz—. éste fue, por ejemplo, el destino de los próceres, del propio Bolívar, a pesar de que se decía de él que no tenía "la felicidad de creer en la vida del otro mundo" (García 1989, 266). Porque Bolívar es entre nosotros una suerte de presencia espectral, que no tiene un lugar seguro ni cómodo para retornar por estas tierras, a pesar de su reivindicación por las más variopintas tendencias del espectro ideológico: él es apenas un fantasma.

Entre la religión cívica y la historia natural

Se puede afirmar que la mitologización de la historia no sólo agotó lo mítico al reducirlo a representación, sino que desactivó lo histórico al desmantelar la crítica, convirtiéndose así en objeto privilegiado de los cuestionamientos de unas concepciones decididas a trastear la historia de la religión cívica a los terrenos más profanos de las ciencias sociales, aunque éstas estuvieran entonces atrapadas en el viejo modelo naturalista del siglo XIX. Por efecto de estas ciencias sociales, la historia bien pudo emplazar al espacio y al tiempo como variables objetivas, definiendo de este modo su objeto en un pasado claramente distinto y distante del presente, del cual sólo pervivían evidencias, esto es, apenas estelas de lo sucedido, que serían la base para las operaciones metódicas del científico de la historia, en capacidad de purgar la cosa pasada, para representarla con la asepsia del concepto del presente. De esta manera, prosperó una suerte de convicción en la capacidad de la representación histórica para dilucidar de manera objetiva la realidad del pasado, desdeñando su teatralización en cuanto mera invención ideológica con fines políticos, todo ello ajeno a la noble empresa de la ciencia.

Para esta concepción científica, la historia prendada a la alegoría, a la que rotuló como historia de bronce, había sido en tradiciones como la latinoamericana un vehículo ideológico de las élites para auspiciar un sentido de unidad colectiva, en medio de unas sociedades marcadas por profundas brechas entre clases sociales; también, para promover un vínculo de la comunidad nacional con unos Estados capturados por unos grupos o estamentos reducidos o circunscritos; finalmente, esta historia de bronce había sido dispuesta para auspiciar intensos sentimientos nacionalistas que habrían de ser utilizados en distintos conflictos y guerras nacionales. Ante esto, decían los defensores de esta concepción científica, urgía una historia menos atada a la emoción y al sentimiento, cuestiones por demás con trasuntos religiosos, y más una historia dispuesta desde la razón y con la metódica de la ciencia. Esta historia racional y metódica debía ser enseñada lejos del apasionamiento, lo que urgía una auténtica didáctica moderna. De hecho, bien se puede decir que toda la didáctica de la historia no es otra cosa que un ejercicio contra la función alegórica del relato histórico (Betancourt 1995, 17-37; Santiago 1996, 17; Serna 2001, 17-21).

Precisamente, esta tensión entre la visión clásica y la visión científica es la que está en medio de los conflictos de la historia escolar en los Estados liberales, tal cual lo han planteado autores como Carretero, Rosa y González. Para estos autores, en estos Estados la historia escolar quedó atrapada entre la orientación de la racionalidad crítica de la Ilustración y la orientación de la emocionalidad identitaria del romanticismo (Carretero, Rosa y González 2006, 13). Para estos autores, estas dos orientaciones,

    […] han constituido la impronta de la historia escolar y definen aún hoy sus objetivos como cognitivos, destinados a la formación del conocimiento disciplinar, y sociales o identitarios, dirigidos a la formación de la identidad nacional. Sin embargo, como hemos indicado, desde mediados del siglo XX se viene generando una creciente tensión entre ambas instancias, que durante la última década se nos aparecen como contradictorias y difíciles de conciliar en la práctica escolar, tal como puede observarse en los casos en que, en diferentes países, la enseñanza de la Historia devino en tema de iracundo debate. (Carretero, Rosa y González 2006, 13)

El régimen de lo virtual

No obstante, tanto la visión clásica como la visión científica quedaron a su vez expuestas a las críticas de un nuevo pensamiento histórico que se fue confeccionando en el transcurso del siglo XX, a propósito de distintas circunstancias: los debates entre positivistas e historicistas sobre la naturaleza, el lugar y el cometido ético y político de la disciplina histórica; los efectos del giro lingüístico en las ciencias sociales en general, y en la disciplina histórica en particular; la ascendencia del constructivismo y el construccionismo en la pedagogía y la didáctica; la aparición de unas nuevas mediaciones que, derivadas de los avances de las tecnologías de la información y la comunicación, afectaron la difusión pública de los contenidos históricos. Estas circunstancias han estado ambientadas por diferentes controversias, como la verosimilitud de ciertos relatos históricos fundacionales, el peso de las hegemonías en el establecimiento de determinadas festividades históricas, la vacuidad que asiste a distintas conmemoraciones regionales o nacionales o, incluso, las posibilidades auténticas de las reivindicaciones de la memoria. Como refieren Carretero, Rosa y González:

    Creemos que todos estos fenómenos indican tendencias comunes, que de hecho a veces son contradictorias entre sí; a saber: a) la búsqueda de una relación significativa entre la representación del pasado y la identidad, ya sea ésta nacional, local o cultural; b) la demanda de historias menos míticas y más objetivadas; c) la necesidad de elaborar los conflictos del pasado con vistas a emprender proyectos futuros, como es el caso de la reinterpretación de los conflictos nacionales europeos en aras de un futuro común y, d) la todavía muy incipiente práctica de generar una comparación entre versiones históricas alternativas de un mismo pasado. (Carretero, Rosa y González 2006, 15)

El nuevo pensamiento histórico, de entrada, controvirtió el lugar de la historia escolar, sus tiendas de campaña instaladas en inmediaciones de los parajes eternos de la religión y de la cívica, reclamándola para los territorios más inestables de unas ciencias sociales que, desprendidas del naturalismo, estaban trenzadas ellas mismas en un profundo proceso de reconstrucción plagado de ambigüedades disciplinares e incertidumbres interdisciplinares contra el cientificismo de quienes las mantenían a la sombra de los modelos naturalistas. Como consecuencia de esto, el nuevo pensamiento histórico se hizo partícipe en algunos de los debates más incandescentes dentro de las ciencias sociales, entre ellos, el carácter de los métodos, los alcances de la representación histórica, la reivindicación de la narrativa y el uso político de la teatralización de la historia (Noiriel 1997; Ankersmit 2001; Guyver 2013). En últimas, se trataba de plantear hasta dónde la historia permanecía en la corriente de unas ciencias sociales todavía prendadas del modelo naturalista, o en qué medida ella se abría al diálogo con unas ciencias sociales decididas a proponer unos lugares propios (que incluso amenazaban su estatuto de ciencias).

Precisamente, en esta coyuntura se hicieron más recurrentes las críticas a la mitologización de la historia. En efecto, la declaración de continuidad del pasado hacia el presente, la imposición de determinados valores pretéritos como valores eternos y la sacralización de la representación histórica y de la teatralización de la historia, se consideraron asuntos que sólo habían sido posibles como consecuencia de una denegación estructural de las relaciones de poder inscritas en el discurrir histórico. De hecho, en estas circunstancias, la alegoría se convirtió al mismo tiempo en el objeto cuestionado y en el objeto privilegiado: ella tenía encriptados los enunciados donde la historia era auspiciada como mítica, donde la estructura impuesta era considerada como estructura natural, donde lo ontologizado era revestido de ontológico, donde las lógicas de la continuidad, la causalidad y la direccionalidad refundían las lógicas de la discontinuidad, la seriación y la dispersión. Por esto, si el discurrir del poder pretendía a la historia como mito para instaurar el mundo social como un orden natural, había necesidad entonces de aplicarle a la historia un análisis semejante al que aplicó la ciencia de los mitos para que éste, haciendo evidente los alcances de la mítica, pudiera hacer visible al mismo tiempo el discurrir del poder. Así lo expresa Michel Foucault cuando reivindica contra la historia al análisis enunciativo:

    Se gritará, pues, que se asesina a la historia cada vez que en un análisis histórico —y sobre todo si se trata del pensamiento, de las ideas, o de los conocimientos— se vea utilizar de manera demasiado manifiesta las categorías de la discontinuidad y de la diferencia, las nociones de umbral, de ruptura y de transformación, la descripción de las series y los límites. Se denunciará en ello un atentado contra los derechos imprescriptibles de la historia y contra el fundamento de toda historicidad posible […] (Foucault 2007, 26)

Sobre el enunciado como unidad fundamental de su empresa, dirá Foucault:

    El enunciado no es la proyección directa sobre el plano del lenguaje de una situación determinada o de un conjunto de representaciones. No es simplemente la utilización por un sujeto parlante de cierto número de elementos y de reglas lingüísticas. Para comenzar, desde su raíz, se destaca en un campo enunciativo en el que tiene lugar y un estatuto, que dispone para él unas relaciones posibles con el pasado y que le abre un porvenir eventual. Todo enunciado se encuentra así especificado: no hay enunciado en general, enunciado libre, neutro o independiente, sino siempre un enunciado que forma parte de una serie o de un conjunto, que desempeña un papel en medio de los demás, que se apoya en ellos y se distingue de ellos: se incorpora siempre a un juego enunciativo, en el que tiene su parte, por ligera e ínfima que sea. (Foucault 2007, 130)

Es desde estos nuevos lugares que se advierte que si la alegoría tiene la potestad de prolongar el pasado hasta el presente, ello es producto menos de una conciencia histórica imperturbable tutelada por dispositivos como los catecismos, los monumentos y los museos orientados a la tarea perseverante de sacar a flote lo pretérito, y más de un inconsciente histórico que establece para cada época, para cada sociedad, para cada grupo, cuanto puede ser denominado histórico. Aquí no entra más en juego la definición de la historia, ni sus concepciones, tampoco sus cometidos: más allá, lo que entra en juego es el estatuto mismo de la historicidad, que es, de hecho, el punto de inflexión entre el régimen de lo alegórico y lo que se puede denominar el régimen de lo virtual. Para entender el carácter de este régimen, bien vale citar a Lévy cuando señala:

    […] lo virtual, no se opone a lo real sino a lo actual. A diferencia de lo posible, estático y ya constituido, lo virtual viene a ser el conjunto problemático, el nudo de tendencias o de fuerzas que acompaña a una situación, un acontecimiento, un objeto o cualquier entidad y que reclama un proceso de resolución: la actualización […] La virtualización no es una desrealización (la transformación de una realidad en un conjunto de posibles), sino una mutación de identidad, un desplazamiento del centro de gravedad ontológico del objeto considerado: en lugar de definirse principalmente por su actualidad (una "solución"), la entidad encuentra así su consistencia esencial en un campo problemático. Virtualizar una entidad cualquiera consiste en descubrir la cuestión general a la que se refiere, en mudar la entidad en dirección a este interrogante y en redefinir la actualidad de partida como respuesta a una cuestión particular. (Lévy 1999, 11-12)

En consecuencia con esto, el régimen de lo virtual no se reconoce en la continuidad del espacio y el tiempo que le permite a la alegoría comunicar el pasado con el presente, como tampoco se reconoce en la exterioridad del espacio y el tiempo que le permite a la ciencia separar de manera absoluta el presente del pasado. El régimen de lo virtual no trata de poner las cosas y los conceptos en dos dimensiones distintas, sino de reconocer la materialidad de los conceptos y la conceptualidad de las cosas. De este modo, la representación histórica y la teatralización de la historia no conservan las huellas de lo que representan y teatralizan, sino que encarnan una representación y teatralización distintas del suceso, incluso a costa de reinventarlo o de reconfigurarlo. Bien se puede decir que la virtualización no es otra cosa que la ficcionalización del relato histórico.

Así, en este nuevo régimen, el pasado deja de existir como una presencia profunda, sostenido en una especie de sucesión de estratos conciliados entre sí en gracia a la alegoría, sino que irrumpe como una intermitencia, como un instante, como una fugacidad, que nada más se hace manifiesto queda capturado por el presente, que, valga la redundancia, lo hace una presencia. Ahora, en la discontinuidad inherente a esta situación, no hay más espacio para la imperturbabilidad de los héroes: de hecho, los héroes mismos entran a ser señalados, puestos en consideración. Y con los héroes entran en cuestión sus fábricas, habitualmente las guerras, que coparon el centro del relato alegórico. Es aquí donde esta propuesta de entender el pensamiento histórico entre el régimen de lo alegórico y el régimen de lo virtual adquiere más relevancia: ella no sólo permite recuperar el extenso tránsito que media entre la producción especializada de la historia, su incorporación a los dispositivos y las prácticas escolares, y su restitución a lo público en términos de unos habitus (en el sentido de Bourdieu), sino que, más allá, ella permite abrirles espacio a unos asuntos que en distintos contextos nacionales apenas se avizoran para el ámbito escolar, como los alcances de la justicia transicional, la cuestión de la memoria (histórica) y las vicisitudes de la memorialización.2

Pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales: más allá de las dicotomías

El pensamiento histórico en la escuela es un asunto que aparece de manera periódica en medio de diferentes debates, en especial en uno de ellos: el que suscita la incidencia de las ciencias sociales, incluida la historia, en la formación de la ciudadanía. En nuestro país, desde los orígenes de la escuela republicana, diferentes coyunturas han propiciado intensos debates sobre la naturaleza del pensamiento histórico, sobre su lugar en campos de conocimiento como el de las ciencias sociales, sobre sus modos de inserción en los dispositivos y las prácticas escolares como los currículos y las pedagogías, y sobre su incidencia en las costumbres, los hábitos, las acciones o las prácticas de los ciudadanos. En el transcurso del siglo XX se pueden ubicar cuatro coyunturas especialmente relevantes para propiciar estos debates.

La primera coyuntura, en los albores del siglo, en medio de la crisis suscitada por la guerra de los Mil Días y la secesión panameña, trajo el establecimiento de la Academia Colombiana de Historia y, con ella, de una visión canónica de la historia como una suerte de religión cívica vigilada por el Estado. La segunda coyuntura, a mediados del siglo XX, en medio del fragor de la violencia partidista que se hacía sentir en diferentes regiones del país, trajo los primeros contrapunteos entre una visión canónica de la historia y un pensamiento histórico más abierto a las ciencias sociales modernas que empezaban a despuntar en las universidades. La tercera coyuntura, entre los años setenta y ochenta, en medio de la intensificación del conflicto armado entre fuerzas del Estado, guerrillas y paramilitares, hizo manifiestas las crecientes distancias entre una visión canónica que no cejaba al reclamar la historia escolar para la cívica, una visión pedagógica y didáctica más atenta a la especificidad del conocimiento escolar, y una visión científico-disciplinar que demandaba desde las ciencias sociales modernas una historia decidida en la crítica y convencida de la emancipación. La cuarta coyuntura, en el cambio de siglo, en medio de la aparición de un nuevo régimen constitucional que pretendía contener un conflicto armado desbordado, auspició un pensamiento histórico sensible tanto a la especificidad del conocimiento escolar como a los distintos giros que afectaban a las ciencias sociales haciéndolas más atentas a la construcción de la democracia, al reconocimiento de la diversidad y a la reivindicación de las minorías (Aguilera 1951; Velandia 1988; Serna 2001; Chavarro y Llano 2010; Silva et al. 2010).

En el transcurso de estas coyunturas, el debate sobre la enseñanza de las ciencias sociales, el pensamiento histórico y la escuela quedó expuesto a una delimitación bastante problemática impuesta en buena medida por la predominancia de las miradas disciplinares —con su capacidad de blindar ámbitos de conocimiento—. En un lado se ubicaron las cuestiones relacionadas de manera específica con las dimensiones cognitivas, pedagógicas y didácticas del pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales, que, consideradas como dominios privilegiados de la psicopedagogía, la psicología, la pedagogía y la didáctica, debían ser la preocupación fundamental de los maestros en su quehacer cotidiano; en otro lado se ubicaron las cuestiones relacionadas concretamente con las dimensiones sociales, culturales y políticas del pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales, que, consideradas como dominios privilegiados de la historia, la sociología y la antropología, eran cuestiones que desbordaban el ámbito de competencia de los maestros (Serna 2001). Esta dicotomización se convirtió en una situación común en diferentes tradiciones nacionales y regionales, e introdujo tensiones ostensibles en el pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales (Carretero, Rosa y González 2006; éthier, Demers y Lefrançois 2010; Guyver 2013).

En efecto, el pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales, expuesto a la dicotomía entre lo didáctico-cognitivo y lo socio-político, quedó en medio de discursos que en algunas condiciones podían ser considerados abiertamente antagónicos, por ejemplo, los discursos sobre el desarrollo cognitivo y la construcción de nociones históricas, y los discursos sobre el carácter ideológico de cualquier conocimiento histórico. Las tensiones suscitadas por discursos tan antagónicos se hicieron especialmente manifiestas en el ejercicio del maestro, en el seno de la escuela (Carretero, Rosa y González 2006; éthier, Demers y Lefrançois 2010; Guyver 2013). Por esto, como lo muestran diferentes estudios, uno de los desafíos más importantes alrededor del pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales en la escuela, por lo menos desde los años noventa, ha sido construir lugares de encuentro, espacios de diálogo, en los cuales puedan concurrir los órdenes didáctico-cognitivos y los órdenes socio-políticos. Como señalan éthier, Demers y Lefrançois, estos lugares de encuentro tienen en común que reconocen que el pensamiento histórico es una construcción, de carácter metódico, que integra una perspectiva temporal y que propone una interpretación de naturaleza crítica (éthier, Demers y Lefrançois 2010, 62-64).

Un primer lugar de encuentro para articular lo cognitivo-didáctico y lo socio-político en el pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales ha sido propuesto desde el estudio de la representación social. Como lo refieren diferentes autores, la representación social —en cuanto proceso que permite establecer la relación entre el sujeto y el objeto, entre lo ideal y lo real, en general, entre los procesos de internalización y de externalización y los procesos de institucionalización y legitimación— resulta un marco pertinente para que el pensamiento histórico recupere el contexto social y cultural en el cual se enmarcan los procesos formativos-cognitivos, al tiempo que permite que el aprendizaje se desplace de una explicación causal y fáctica a una postura comprensiva, interpretativa y crítica (Ramírez y Gómez 2000; Santisteban 2010). Al respecto, Ramírez y Gómez refieren:

    […] la comprensión e interpretación son aspectos que se desarrollan en función de los procesos simbólicos y representativos más que en función de procesos lógico-operatorios. Hasta ahora la enseñanza de la historia se ha centrado en la explicación causal y fáctica, para lo cual, desde el punto de vista psicológico, resultan imprescindibles las estructuras lógico-operatorias […] Por el contrario, desde el punto de vista de la representación social, lo que se busca es la comprensión e interpretación a través de la atribución de sentido y significado que el estudiante proyecta y a la vez construye, mediante el mecanismo fundamental de la cognición social: la elaboración de narraciones para los diferentes dominios sociales en un periodo histórico determinado. (Ramírez y Gómez 2000, 13-14)

Un segundo lugar de encuentro para articular lo cognitivo-didáctico y lo socio-político en el pensamiento histórico para la enseñanza de las ciencias sociales ha implicado, además de la representación social, la construcción de conceptos. En efecto, los conceptos son construcciones en el lenguaje que tienen un peso sustancial en la divisoria de aguas que existe entre el conocimiento escolar y el conocimiento inscrito en campos de producción especializados: si se quiere, en los conceptos se expresa buena parte de la identidad del científico que produce los conocimientos históricos y del maestro que conoce las producciones históricas. De hecho, la construcción de conceptos permanece en medio de algunos de los debates más relevantes sobre el pensamiento histórico en la escuela, por ejemplo, los que involucran la relación entre edad y aprendizaje de la historia, entre estadios de desarrollo y construcción de nociones históricas o entre procesos de formación y desarrollo cognitivo. Al ubicar la construcción de conceptos como un lugar de encuentro entre lo didáctico-cognitivo y lo socio-político se busca, precisamente, incorporar una comprensión de lo conceptual ajustada a los distintos momentos de la formación en el tiempo para, desde allí, conducirla a los distintos momentos que permiten la conceptualización en la historia (desde la interrogación de las fuentes hasta la interpretación de los datos). Al respecto, Santisteban señala:

    La didáctica de las ciencias sociales o de la historia no crea conceptos, sino que recombina los existentes dando lugar a modelos de estructuras conceptuales originales, que forman parte de la construcción de la ciencia social escolar o de la historia escolar. Los modelos conceptuales ayudan a comprender las estructuras científicas de las disciplinas que estudian la sociedad, así como su funcionamiento como sistemas de producción de conocimiento. También nos acercan a un tipo de aprendizaje conceptual, siempre por encima del aprendizaje factual o memorístico, a la idea de construcción de conceptos y de estructuras conceptuales, cada vez más ricas y cada vez más complejas […] (Santisteban 2010, 36 y 37)

Un tercer lugar de encuentro para articular lo cognitivo-didáctico y lo socio-político en el pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales involucra, junto con el estudio de la representación social y la construcción de conceptos, la narrativa. En efecto, la narrativa, como modo de pensamiento, como práctica social, como género literario y como método investigativo, ha sido reivindicada desde las más diversas disciplinas, incluidas la historia (cf. Hayden White 1975), la lingüística (cf., Mary Louise Pratt 1977), la antropología (cf. James Clifford y George Marcus 1986) y la psicología (cf. Jerome Bruner 2006). Esta reivindicación de la narrativa reconoce que ella, al poner en juego al sí mismo y al otro, a la experiencia y al acontecimiento, desde el horizonte del lenguaje, puede por ello mismo introducir la historia de sí en la historia más amplia (Santisteban 2010; Gómez 2014). Valga traer a colación lo que refieren Ramírez y Gómez:

    […] la interpretación de la historia […] sólo es posible mediante la comprensión del juego de intencionalidades, acciones y problemas que se suscitan en un patrón cultural canónico diferente del nuestro, de otra época, y esta comprensión la efectúa el individuo a partir de la construcción de historias o narraciones que permitan reubicar la percepción de una situación o contexto histórico y otorgarle un significado interpretante […] El pensamiento narrativo posibilita así interpretar, a diferencia de explicar la historia desde el punto de vista de la representación social. Su carácter emblemático, axiológico y metafórico, asume el tiempo histórico en términos de lo que significa para los marcos experienciales de la memoria de los sujetos y a su vez sus regulaciones afectivas concretas. (Ramírez y Gómez 2000, 30)

Estos lugares de encuentro han igualmente redefinido la relación entre el pensamiento histórico, la enseñanza de las ciencias sociales y la formación ciudadana, confiriéndole relevancia a la noción de competencia. Por un lado, estos lugares de encuentro advierten que el pensamiento histórico se debe a unas competencias sociales específicas, asociadas, por ejemplo, con la construcción de la conciencia histórico-temporal, con las formas de representación de la historia, con la imaginación histórica y el pensamiento crítico-creativo, y con el aprendizaje de la interpretación histórica (Santisteban 2010). Por otro lado, estos lugares de encuentro advierten que las competencias sociales específicas relacionadas con el pensamiento histórico son inseparables de las competencias sociales que están en la base de las prácticas ciudadanas o, para decirlo de manera más puntual, de las competencias ciudadanas. En este sentido, las competencias relacionadas con el pensamiento histórico, por ejemplo, la interpretación crítica, no suponen el conocimiento de un contenido o de un modo de operación sino, más allá, una disposición práctica para estar en el mundo social y para participar en el espacio político (Gómez 2005; Santisteban 2010).

Ahora, como se refirió al comienzo de este apartado, es inevitable señalar que en tradiciones como la colombiana, las relaciones entre pensamiento histórico, enseñanza de las ciencias sociales y formación ciudadana han estado históricamente atravesadas por la presencia de diversos tipos de conflictos y de violencias, lo que ha llevado al esclarecimiento de un nuevo lugar de encuentro: la memoria (histórica). En efecto, en contextos expuestos a conflictos y violencias intensos se han generado diferentes movilizaciones sociales, acciones políticas e intervenciones oficiales que reclaman la urgencia de la memoria (histórica). En estas movilizaciones, acciones e intervenciones se ha invocado el papel determinante de la escuela, y, en ella, de la enseñanza de las ciencias sociales, para generar pedagogías de la memoria que permitan la construcción de auténticas sociedades democráticas (Jelin y Lorenz 2004; Carretero, Rosa y González 2006; Forges 2006; Guerra 2008; Herrera y Merchán 2012; Castro, Ortega y Vargas 2012). Precisamente, esto introduce el pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales a un ámbito particularmente complejo: el de la justicia transicional.

A modo de conclusión: la cuestión de la justicia transicional

Como quedó referido, el nuevo pensamiento histórico surgido en el transcurso de las últimas décadas está inscrito en un régimen de representación histórica y de teatralización pública de la historia que desafía lo alegórico y su pretensión de abroquelar con el pasado al presente, y que, por el contrario, reclama la virtualidad como potencia del presente sobre el pasado en forma de actualización. Las implicaciones del tránsito de un régimen de lo alegórico a uno de lo virtual son varias, entre ellas, la erosión del pasado como fuente de contenidos ejemplares. En contextos con conflictos sociales intensos, esto ha supuesto una crisis profunda en la representación histórica y en la teatralización pública de la historia: en efecto, la erosión del pasado como fuente de contenidos ejemplares ha traído consigo el desmoronamiento de la historia centrada en la figura clásica del héroe, la quintaesencia de las transacciones entre religión, historia y cívica, y la aparición, entre los escombros, de la figura siempre olvidada de la víctima, la que increpa las certezas de la heroicidad, la que pone en duda la ejemplaridad del pasado. Es aquí donde las ciencias sociales, el pensamiento histórico y la escuela son interpelados por coyunturas como las que plantea la justicia transicional.

Como refieren diferentes autores, las instituciones que se han encargado de la reflexión, la implementación o la evaluación de los sistemas de justicia transicional en diferentes contextos, poca o ninguna atención le han puesto al papel de la enseñanza de las ciencias sociales y, más específicamente, al de la historia escolar. Para estos autores, la incidencia de la justicia transicional en la historia escolar supone un proceso de largo aliento donde, en efecto, no sólo procede una renovación del espíritu de las instituciones, de los agentes encargados de tutelarlas y de los contenidos impartidos en ellas sino, más allá, una auténtica reconstrucción de las prácticas cotidianas con un espíritu ciudadano y democrático (Cole y Barsalou 2006, 2; Guerra 2008).

El proceso de reinvención social que supone la justicia transicional, entonces, involucra los distintos tránsitos y circuitos que hacen al pensamiento histórico en la enseñanza de las ciencias sociales en la escuela, desde su relación con los conocimientos especializados de las academias y las universidades, pasando por los dispositivos pedagógicos, didácticos y curriculares, hasta su teatralización pública en conmemoraciones y memoriales. Precisamente, el régimen de lo alegórico y el régimen de lo virtual permiten recuperar las conexiones de estos tránsitos y circuitos, poniendo de manifiesto los órdenes epistemológicos, teóricos y políticos que subyacen a las posibilidades de reinventar la enseñanza de las ciencias sociales en contextos de postconflicto (un asunto bastante más estructural que el simple llamado a la escuela y a los agentes escolares a hacer memoria).


Comentarios

* Este artículo es resultado de los proyectos de investigación "Escuela, patrimonio histórico y ciudad. Discursos escolares, formas de la historia y constitución de lo público en Bogotá, 1938-1991", financiado por el Centro de Investigaciones Pedagógicas de la Universidad El Bosque (1999-2000), y "Remembranza, contradicción y ciudad. Un estudio sobre la memoria y el conflicto en Bogotá", financiado por el Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano IPAZUD de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (2007-2010).

1 Sobre la relación entre lo cultico, lo ritualístico y lo auténtico en las sociedades primordiales, véanse Benjamin (2007, 401) y Habermas (2010, 78-77). Sobre la relación entre lo cúltico, lo ritualístico y la eficacia simbólica, véase Bourdieu (1977a; 1977b, 130-132).

2 La noción de memoria histórica resulta bastante incómoda por la superficialidad de sus definiciones, por la ambigüedad en sus relaciones tanto con la memoria como con la historia, y por la escasez de criterios que permitan entenderla en su especificidad más allá de lo político (sin que esto suponga desconocer de tajo el valor inestimable de las comisiones de memoria histórica, cuya labor desborda la propia noción que las define). No obstante, teniendo en cuenta que la denominación está consagrada en los marcos de justicia transicional y que ella es de uso extendido, no queda otra alternativa que usarla (entre paréntesis).


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Fecha de recepción: 03 de junio de 2014 Fecha de aceptación: 30 de septiembre de 2014 Fecha de modificación: 26 de noviembre de 2014