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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.56 Bogotá Apr./June 2016

https://doi.org/10.7440/res56.2016.07 

Sujetos de la masa. Visiones del nacionalismo despuás de la Primera Guerra Mundial*

Juan García-García**

** Doctor en Psicología Social por la Universidad Complutense de Madrid (España). Profesor de la Universidad de Extremadura (España). Miembro del Grupo de Estudios Sociales Aplicados (GESSA). Entre sus últimas publicaciones se encuentran: "Nación, sujeto y psique: la construcción psicológica del nacionalismo". Athenea Digital 15: 333-346, 2015, y "Nacionalismo e identidade nacional sob uma perspectiva psicossociológica" (en coautoría). En Identidade nacional e representaçoes do Brasil –abordagens integrativas, organizado por Marcus Eugênio Oliveira Lima, Ana Raquel Rosas Torres y Elza María Techio, 27-54. São Paulo: Scortecci Editora, 2016. jggsoc@unex.es

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res56.2016.07


RESUMEN

Una de las teorías más populares o difundidas del nacionalismo postula la existencia de oscuras fuerzas atávicas, la irrupción de pulsiones irracionales y la regresión a la barbarie, en un proceso colectivo que pasaría en todo caso por el control y la manipulación inconsciente de las masas. ¿Cuál es el origen de tal interpretación? En este artículo exploramos la influencia de la biología y la psiquiatría finisecular en la representación acadámica del nacionalismo al tármino de la Gran Guerra. Como veremos, la representación del nacionalismo tras la contienda habría de incorporar los conceptos y tárminos del atavismo, el degeneracionismo y la psicología de las multitudes, iniciando de este modo un giro epistemológico que sólo estará completo a mediados de siglo, con la popularización del psicoanálisis y la denuncia del Holocausto.

PALABRAS CLAVE

Nacionalismo, guerra (Thesaurus); psicología de las masas, degeneracionismo (palabras clave de autor).


Mass Subjects: Visions of Nationalism after World War I

ABSTRACT

One of the most popular or widespread theories of nationalism postulates the existence of dark, atavistic forces, the outbreak of irrational compulsions and the regression to barbarism, in a collective process that would in any case pass through the control and unconscious manipulation of the masses. What is the origin of such an interpretation? In this article we explore the influence of biology and turn-of-the-century psychiatry in the academic representation of nationalism at the end of the Great War. As we shall see, the representation of nationalism after the war would incorporate the concepts and terms atavism, degenerationism and mass psychology, thus initiating an epistemological turn that would not be complete until mid-century, with the popularization of psychoanalysis and denunciation of the Holocaust.

KEYWORDS

Nationalism, war (Thesaurus); mass psychology, degenerationism (Author's Keywords).


Sujeitos da massa. Visões do nacionalismo depois da Primeira Guerra Mundial

RESUMO

Uma das teorias mais populares ou difundidas do nacionalismo postula a existência de escuras forças atávicas, a irrupção de pulsões irracionais e a regressão à barbárie, num processo coletivo que aconteceria em todo caso pelo controle e pela manipulação inconsciente das massas. Qual á a origem dessa interpretação? Neste artigo, exploramos a influência da biologia e da psiquiatria finissecular na representação acadêmica do nacionalismo no final da Grande Guerra. Como veremos, a representação do nacionalismo depois da guerra foi a de incorporar os conceitos e termos do atavismo, o degeneracionismo e a psicologia das multidões, e iniciar, desse modo, um giro epistemológico que só estará completo em meados do sáculo, com a popularização da psicanálise e com a denúncia do Holocausto.

PALAVRAS-CHAVE

Nacionalismo, guerra (Thesaurus); psicologia das massas, degeneracionismo (palavras-chave do autor).


Se afirma con frecuencia que la Gran Guerra y el tratado de Versalles contribuyeron a reforzar y difundir por todo el mundo las bases ideológicas y doctrinales del nacionalismo, preparando además el terreno a los movimientos políticos radicales de los años treinta. Al tármino del conflicto, la aspiración a crear un Estado nacional independiente para cada nación cultural o átnica sería abanderada por Woodrow Wilson y las potencias vencedoras, que trataron de hacer efectiva en los imperios derrotados (Kramer 2011). Con todo, y casi al mismo tiempo, un sector importante de la intelligentsia -que había mantenido hasta entonces un planteamiento favorable al ideario difundido por Herder, Fichte o Mazzini- comenzó a posicionarse críticamente frente a la doctrina política y los movimientos de masas del nacionalismo. Durante los años veinte y treinta habrían de multiplicarse los discursos de denuncia y reprobación del nacionalismo, pronunciados por intelectuales y políticos pacifistas, socialistas, liberales o conservadores. "El nacionalismo no promete unificar sino desintegrar el mundo -decía el historiador norteamericano Carlton Hayes-, no promete preservar y crear sino destrozar la civilización" (Hayes 1926, 133). Para los críticos de entreguerras, el nacionalismo tenía que ver sobre todo con los prejuicios, la ignorancia y la estrechez mental, con la lógica de la xenofobia, el fanatismo y la pulsión de la guerra. Así, el objetivo primordial de sus escritos era la denuncia del nacionalismo como una amenaza para la paz mundial (Lawrence 2005).

De hecho, si el nacionalismo había sido visto previamente como una fuerza de progreso, libertad y paz entre los pueblos, para muchos de los intelectuales que vivieron la Primera y, pocos años despuás, la Segunda Guerra Mundial, se trataba de una fuerza regresiva, incivilizada y violenta; un verdadero peligro para la estabilidad y la paz. Filósofos, políticos, educadores, moralistas, sociólogos, incluso historiadores -que habían sido durante dácadas la punta de lanza de la doctrina y los movimientos nacionalistas-, citaban ahora a Le Bon y a Freud para denunciar sus consecuencias atroces e inhumanas. Desde esta perspectiva, el nacionalismo guardaba relación con conductas extremas, intolerantes y agresivas que debían ser explicadas desde la psicología y reprobadas en el plano de la moral. No es nuestra intención valorar aquí los efectos peligrosos o malignos de la ideología, ni discutir la verosimilitud o justicia de lo que Tiryakian denominaba una leyenda inmerecida -"la leyenda negra del nacionalismo"- (1989, 153-6). Nuestro propósito más bien es centrarnos en el modo en que se forjó el dictamen de los críticos. Porque la nueva representación acadámica del nacionalismo, levantada sobre las ruinas de las dos guerras mundiales, se construyó tambián sobre las bases o los cimientos del psicologismo (Ramírez 1992).

En este artículo vamos a destacar la influencia del lenguaje mádico-psiquiátrico en el debate acadámico y profano sobre el nacionalismo. Como veremos, la psiquiatría degeneracionista y la psicología de las masas de Taine, Tarde, Sighele y, sobre todo, Gustave Le Bon se habrían de convertir a partir de los años veinte en un recurso básico para la explicación y la condena moral de la ideología. Al tármino de la Gran Guerra, muchos intelectuales de derecha e izquierda describían el nacionalismo como una manifestación de las partes tenebrosas de la psique y como un síntoma inequívoco de "degeneración". Además, la conducta del nacionalista se asimilaba a la de las masas o multitudes irracionales y bárbaras, instigadas maliciosamente por una minoría de agitadores interesados e irresponsables, que seguían las leyes psicológicas de la sugestión, la hipnosis y la propaganda emocional. Se trata, sin duda, de una de las representaciones acadámicas y sociales más poderosas del nacionalismo. Representación que -con las variaciones que se quiera- ha llegado a nuestros días (García 2013).

Sujetos de la guerra: el retorno a la barbarie

A finales del siglo XIX, un número creciente de intelectuales europeos educados en los valores de la Ilustración y el positivismo, en la fe en la racionalidad humana y en la aplicación social del conocimiento científico, empezaron a considerar la irracionalidad como una característica definidora de la especie. Para entonces -como han señalado algunos intárpretes-, el pensamiento más profundo e innovador de las ciencias humanas y sociales estaba girando su foco de interás o preocupación a la "irracionalidad del sujeto": su conducta instintiva, procesos inconscientes, vida emocional, residuos, acción no-lógica (Baumer 1977; Cesa 1981; Hobsbawm 1983; Hughes 1979 [1958]; Parsons 1968 [1937]). Un cambio radical en la idea del ser social se produjo en el plazo de una generación. Así, con los tárminos y vocablos de la biología, la psiquiatría y la psicología de la ápoca, muchos autores pasaron a definir al sujeto como un ser irracional, heterónomo, determinado por necesidades instintivas y procesos inconscientes, fácilmente manipulable, motivado por sentimientos y asociaciones de imágenes, antes que por ideas, razones o argumentos (Sternhell 1978, 152). La influencia cultural de esta nueva noción de sujeto ha sido extraordinaria y ha condicionado el modo en que las ciencias sociales han explicado una serie de acontecimientos, procesos y movimientos políticos contemporáneos. De manera muy particular, el nacionalismo.

Para constatar el impacto que todo ello habría de tener en la visión acadámica del nacionalismo sólo hubo que esperar algunos años más, al período de la Gran Guerra y la posguerra posterior. Será entonces cuando se articule un discurso crítico, de factura psicológica y tono moralizador, contra una ideología y unos movimientos de masas a los que se vinculaba cada vez más estrechamente con la guerra. El nacionalismo es una condición de la mente, una manifestación de las partes tenebrosas de la psique, la expresión del instinto de lucha o de combate; o, como dirán otros, una supervivencia de la bestia salvaje en el interior del individuo civilizado. Los intelectuales de los años veinte y treinta readaptaban las viejas nociones del atavismo, la psiquiatría degeneracionista y la psicología de las masas para explicar el origen y el desarrollo de la guerra de 1914 y para recordar a su generación, a modo de ominoso presagio, que la tragedia podría repetirse en el futuro. En palabras del naturalista británico Ernest Hanbury Hankin:

    El nacionalismo es la agresividad de ese terrible ser, el hombre de las cavernas que se esconde en cada uno de nosotros. Ésta es la razón por la que el nacionalismo [...] puede conducirnos a la conducta enloquecida en la que todas las ideas de prudencia, de humanidad o de razón quedan en suspenso. (1937, 151)

Para empezar, la literatura científica de la ápoca abundaba una y otra vez en la noción de la "bestia interior", esto es, la presencia inquietante y perturbadora de un ser primitivo y salvaje que acechaba en las profundidades del yo y ponía en constante peligro las conquistas de la sociedad civilizada. La idea había alcanzado por entonces una enorme aceptación entre muchos intelectuales, como recordaba el psicólogo norteamericano George Malcolm Stratton: "Scratch a Russian and find a Tartar [...] scratch a civilized man and find a savage" (Stratton 1929, 252). De hecho, la misma brutalidad de la Gran Guerra parecía reforzar aún más la creencia decimonónica de que la civilización en curso ocultaba bajo su fina y frágil capa la herencia biológica de los ancestros -el primitivo, el salvaje, el animal-. Como una profecía fatalmente cumplida, el conflicto bálico era descrito como la manifestación final de aquella amenaza. Al tiempo que destruye los hábitos de comportamiento de la civilización -afirmaba el historiador Arnold Toynbee (1915, 3-4)-, la guerra "trae el sustrato salvaje del carácter humano a la superficie" y estimula "el instinto de venganza y de pillaje". Otro historiador, Rafael Altamira (1926, 6-7 y 12), sostenía que la guerra había activado un depósito de "pasiones primitivas", "instintos ancestrales" y "herencias bárbaras".

Con un discurso parecido, e incidiendo en la ferocidad de la guerra, algunos autores comenzaron a condenar la ideología y las pasiones del nacionalismo como una forma de supervivencia evolutiva, de regresión al pasado más remoto. Estamos ante la propuesta de "revivir el tribalismo primitivo" en una escala ampliada y más artificial, decía por entonces Carlton Hayes (1931, 12). Para Hayes y muchos de los nuevos críticos, el nacionalismo no era ya el despertar de los pueblos a su Historia y su destino. El nacionalismo era sobre todo el renacimiento, la reaparición, la irrupción de la bestia irracional y sanguinaria bajo la conciencia del sujeto civilizado. La civilización de nuestro tiempo no está ya amenazada por los enemigos o bárbaros del exterior -decía el sociólogo Charles Ellwood al comienzo de la Gran Guerra- sino por los "bárbaros interiores", la masa de individuos adoctrinados en las ideas del actual nacionalismo:

    [...] En ápocas de guerra internacional y revoluciones internas, con sus sangrientos conflictos entre pueblos y clases, el proceso de desintegración social y de reversión a la barbarie puede acelerarse al máximo [...] los instintos animales del hombre son terriblemente estimulados y dispuestos para hacerse con el control [...] Con doctrinas sociales [como las del "hipernacionalismo"] [...] la civilización occidental no está ya amenazada por los enemigos exteriores. Si sus muros van a ser alguna vez derribados no será por los bárbaros de África o Asia, sino por los bárbaros dentro de sus puertas. (Ellwood 1915, 12-13)

Desde esta óptica, las pasiones desatadas por el nacionalismo eran una manifestación de primitivismo, la derrota de la razón por los instintos brutales. Bien es cierto que no todos los críticos daban a la doctrina la misma entidad o relevancia en el devenir de las sociedades contemporáneas. Con un lenguaje darwinista, casi lombrosiano, algunos autores hablaban de una supervivencia o anomalía evolutiva, de una manifestación atávica residual que subsistía en pueblos o naciones específicos.1 Así, las conductas irracionales del nacionalismo se atribuían en este caso a un conjunto de países que, bajo su apariencia civilizada o moderna, eran por carácter o constitución racial pueblos "bárbaros" y "atrasados". Por ejemplo, el polígrafo Gustave Le Bon se refería a un supuesto "fondo de salvajismo ancestral" de los germanos, una herencia de las "hordas teutonas" que habría resucitado con toda su fuerza en el campo de batalla:

    El mundo ha contemplado con estupor los actos de bestialidad salvajes perpetrados en la lucha presente. Fueron obra de un pueblo poseedor de una cultura intelectual elevada, pero cuyos instintos de barbarie ancestral estaban contenidos sólo por sanciones sociales que la guerra hizo naturalmente desaparecer. (Le Bon 1916, 28-29)

La crítica del nacionalismo de los otros -el nacionalismo de los bárbaros- iba a ser ampliamente utilizada durante la contienda para denunciar, con intenciones propagandísticas, la conducta del enemigo. Los actos de "bestialidad salvaje" perpetrados por Alemania -añadía Le Bon- eran la consecuencia de "sus instintos ancestrales de conquista, asesinato y rapiña" (Le Bon 1916, 57). En sentido parecido, el cirujano británico Wilfred Trotter sostenía que el "instinto agresivo" del pueblo alemán se asemejaba al de una manada de lobos: "son una recrudescencia del tipo agresivo de gregarismo [...] una reaparición de la sociedad del lobo [...]" (Trotter 1947 [1915], 179).2 Asimismo, para el historiador inglás J. H. Rose, el nacionalismo era el resultado del "instinto intolerante y agresivo" de Alemania, un instinto que retrotraía a un estado de violencia y barbarie.

    El nacionalismo da señales de haber agotado su fuerza excepto entre los pueblos más atrasados. Esta guerra es la "reductio ad absurdum" del movimiento en su forma reciente, estrecha e intolerante [...] podemos estar seguros de que, cuando el infame nacionalismo de los años recientes haya llevado a su protagonista a la ruina, habrá una potente reacción a favor de los ideales internacionales [...] para asegurar el triunfo de la razón en lugar de la fuerza. (Rose 1916, 200-201)

Con todo, otros autores no creían que los instintos primitivos de horda, agresión y rapiña pudieran atribuirse de manera exclusiva a las naciones enemigas. Por ejemplo, muchos intelectuales pacifistas partían de la hipótesis de que los instintos bárbaros que habían conducido al nacionalismo y la guerra eran los instintos de todo el mundo, las tendencias y los impulsos emocionales arraigados en la naturaleza o constitución humana. Pervive en los hombres una disposición para el ejercicio de los sentimientos instintivos, una "bestia interior" que impulsa a la contienda, decía Bertrand Russell (1915, 369). Desde esta perspectiva, los impulsos irracionales del nacionalismo no podían considerarse una mera supervivencia de pueblos bárbaros y hostiles, sino un sustrato biológico común a toda la especie; una herencia animal en cierto modo reprimida o modificada, pero aún subsistente bajo las frágiles instituciones de la civilización.

    Hay en todos los hombres una disposición a buscar las ocasiones para el ejercicio de los sentimientos instintivos, y es esta disposición, más que cualquier hecho económico o físico inexorable, la que está en el fondo de las enemistades entre las naciones [...] La división del mundo en naciones es un hecho que debe ser aceptado, pero no hay razón para aceptar el nacionalismo estrecho que envidia la prosperidad de las otras naciones y la considera un obstáculo para nuestro propio progreso. Si un mundo mejor y más sano va a salir del horror de la inútil matanza, los hombres deben aprender a encontrar la gloria de su nación en la victoria de la razón sobre los instintos brutales [...] (Russell 1915, 369-376)3

Ésta será una visión muy difundida al tármino de la Gran Guerra. Una emoción tan poderosa como la de morir por la patria sólo puede entenderse como "la realización de un impulso básico", decía el sociólogo norteamericano Herbert Miller (1924, 4-5). Como Miller, muchos otros autores van a hacer hincapiá en el legado hereditario de la especie, en una serie de disposiciones, tendencias, impulsos o instintos que estarían detrás de la conducta "irracional" y "destructiva" del nacionalismo. Unos hablan de un "instinto gregario o de manada" (Bogardus 1920; Scott 1926 Howerth 1919); otros, de un "instinto territorial" (Mukerjee y Sen-Gupta 1928); algunos, de un "instinto de adoración" (Hayes 1926; Rocker 1977 [1937]); no pocos, de un "instinto de hostilidad, violencia o combate" (Pillsbury 1919; Sturzo 1924; Sulzbach 1929 y 1943), etcátera.

    El hombre [...] es un animal gregario [...] En tiempo de paz su condición gregaria no se manifiesta de forma visible, pero en guerra, cuando los lazos del sentimiento instintivo tejidos en el telar de la historia biológica y social [...] congregan a la gente, los fenómenos gregarios comienzan claramente a manifestarse [...] Una nación es entonces una manada. (Howerth 1919, 175)

    La asociación humana nació del conflicto, y los instintos que eran necesarios para el conflicto fueron los que inevitablemente se desarrollaron y sobrevivieron [...] la nacionalidad se desarrolla en oposición [...] es un sentimiento doble, de colaboración hacia todos los de dentro del grupo y de desconfianza hacia todos los de fuera. (Pillsbury 1919, 88-89)

Ahora bien, si la conducta ante la guerra tiene su origen en la naturaleza, en la constitución biológica de la especie, en la supervivencia de los instintos de combate, territorialidad o gregarismo, ¿quá otra cosa se podría hacer sino aceptar de forma pasiva sus efectos perniciosos? Y si, como afirmaban otros, la nación era la "unidad biológica" en la que habría actuado durante siglos el impulso gregario y combativo de la manada, ¿cómo sería posible evitar las guerras futuras con el extranjero? ¿Cómo confiar en que las normas y los tratados internacionales no serían transgredidos una y otra vez por el mandato imperativo de los instintos, la ley de la naturaleza? Para muchos intelectuales de entreguerras el nacionalismo belicista era una manifestación -lamentable y dolorosa, pero hasta cierto punto inevitable- de tendencias primitivas muy arraigadas en la especie humana. Porque los hombres son gregarios y combativos "por naturaleza", decía el sociólogo Walter Sulzbach (1943, 92-3).4

Por esta vía, los mismos autores que estaban denunciando los efectos irracionales y destructivos del nacionalismo participarían a la vez en su naturalización, convirtiendo una ideología política de su tiempo en herencia biológica de la especie.

Sujetos degenerados: la perversión de nuestro tiempo

Con todo, el nacionalismo combativo y jingoísta era algo más, y no sólo se describía como una herencia evolutiva de la especie, una expresión de los instintos primitivos de la humanidad. De hecho, los intelectuales de la ápoca utilizaban además el lenguaje del degeneracionismo para condenar y maldecir determinadas manifestaciones de la ideología. En este sentido, el nacionalismo se presentaba tambián como fenómeno patológico, crimen execrable y perversión moral de civilización. En ocasiones -decía el escritor Israel Zangwill-, la nacionalidad deja de desarrollarse con normalidad o en una conciencia saludable, y "degenera" en nacionalismo (Zangwill 1917, 46, 47). Necesitamos "regenerar" el cuerpo debilitado y enfermo de la vieja Europa de la "hipertrofia mórbida del nacionalismo", afirmaba Toynbee (1915, 488 y 490).

Así, el sujeto irracional, el sujeto bárbaro e inconsciente de las guerras del nacionalismo parecía asimilarse tambián al sujeto de la clínica. Como es sabido, las últimas dácadas del siglo XIX habían producido un número importante de trabajos e investigaciones clínicos sobre degeneración, morbilidad y perversión (Pick 1989). En concreto, el concepto degeneración evolutiva hacía referencia a la párdida creciente de normalidad psicofísica y moral de los miembros de un mismo linaje, a consecuencia de enfermedades adquiridas o hereditarias. Pero el diagnóstico finisecular del mádico degeneracionista no siempre se circunscribía a patologías individuales o a casos clínicos. Los mádicos de la ápoca hablaban a menudo de males que podían extenderse a colectividades, naciones y civilizaciones enteras. De hecho, con un lenguaje cercano al de la religión y la profecía, la medicina y la psiquiatría degeneracionista vertían los temores decimonónicos sobre el progreso y la vida moderna en una visión distópica del futuro, en el anuncio de una civilización urbana que conducía irremediablemente a una sociedad de enfermos, locos y criminales, una sociedad degenerada (Campos y Huertas 1999; Campos, Martínez y Huertas 2000; Huertas 1987; Nye 1984 y 1985; Pick 1989).

    [...] la enfermedad, vehiculada por la herencia, cristalizaba en la degeneración, alcanzando un carácter inquietante al manifestarse más allá del individuo. La locura, el alcoholismo, la tuberculosis, la sífilis [...] se convirtieron en patologías que lejos de agotarse en el individuo enfermo, se transmitían durante generaciones, degenerando la raza [...] Pero tambián la elevada mortalidad, sobre todo la infantil, la disminución de la talla, la miseria, las condiciones de trabajo, la extensión de la prostitución, la criminalidad, las transgresiones morales, etc., eran tomadas al mismo tiempo como causa y síntoma de degeneración. (Campos y Huertas 1999, 59)5

Aunque a principios del siglo XX los avances experimentales de la genática habían desacreditado ya el concepto mismo de degeneración evolutiva, el discurso y la retórica del degeneracionismo se seguirían utilizando en los foros acadámicos y en el debate político. Un ejemplo lo encontramos años más tarde en la denuncia y condena moral del nacionalismo al tármino de la Gran Guerra. En este sentido, los críticos van a describir la conducta del nacionalista como un desorden orgánico, psíquico y moral, como enfermedad, patología, vicio, mal, demencia, delirio, locura, infección, peste, virus, intoxicación, germen, perversión y maldición.

    [...] mientras que la mayoría de los hombres continúa aceptando incondicionalmente el deber del patriotismo [...] muchas voces se alzan a favor y en contra de la nacionalidad [...] Según la visión antinacionalista, el nacionalismo y el patriotismo en los que se funda es un tipo de enfermedad de la naturaleza humana [...] perfectamente comparable con la desafortunada propensión humana a la embriaguez [...] una tendencia que habrá de ser severamente reprimida y, si es posible, erradicada, antes de que los hombres puedan cumplir el deseo de vivir en paz y aceptable seguridad ...[...]. (McDougall 1927 [1920], 177)

Por un lado, no eran pocos los autores que utilizaban el lenguaje de la medicina y la psiquiatría para describir el nacionalismo como enfermedad, demencia o neurosis (Oakesmith 1919; Rose 1916; Wells 1929). Para la historiadora británica Carolyne Playne (1925), se trataba de una neurosis social causada por el estrás y la tensión de la vida moderna. Los psicólogos sociales Mukerjee y Sen-Gupta hablaban de una especie de "demencia" o "ceguera mental" que distorsiona la relación entre los pueblos y conduce a la guerra (1928, 263-7). La adhesión política al nacionalismo se describe a menudo como una patología de la mente y/o del cuerpo; como un estado mórbido, pernicioso, dañino. Para Alfred Zimmern (1918, 74, 95), Carlton Hayes (1926, 246 y 264) y Luigi Sturzo (1924, 283), el nacionalismo es un mal que necesita de "antídoto" para ser "curado".

    En Europa el nacionalismo ha llegado a hipertrofiarse, y se pervierte como una enfermedad [...] lo que puedo llamar sentimiento nacionalista mórbido o exagerado [...] es un odio rabioso, desgarrador, del extranjero, que sería risible por su puerilidad si no lo viáramos aún manifestarse en el mundo que nos rodea [...] El nacionalismo frustrado, pervertido e insatisfecho es una de las heridas sangrantes de nuestro tiempo. (Zimmern 1918, 74, 95 y 100)

De forma parecida, Harold Laski hablaba del nacionalismo como una "enfermedad" que amenaza con infectar al conjunto de la humanidad (1932, 26). Como los intelectuales degeneracionistas de fin de siglo, los críticos de posguerra tomaban muchos de sus tárminos del campo de la epidemiología. Así, el nacionalismo se presentaba como epidemia o infección, como virus o bacteria, como la peste del mundo moderno. Con ello no sólo incidían en la naturaleza patológica de la doctrina, sino que advertían de su rápida difusión a travás del contagio. El "virus del nacionalismo" ha penetrado poco a poco "en la sangre del pueblo alemán", decía la historiadora Mildred Wertheimer (1924, 159 y 178). Años más tarde, el escritor húngaro Adam de Hegedus hablaba de "una enfermedad contagiosa", una epidemia aun peor que la peste negra que asoló la Europa medieval (1947, 46-7). Para De Hegedus y otros intelectuales, el virus del nacionalismo habría infectado la mayor parte del continente europeo, haciendo estragos en los imperios Habsburgo y Otomano, y extendiándose por Oriente Próximo y la India (váase tambián Tagore 1929, 210; Toynbee 1954, 536-539).

A menudo, los mismos críticos recurrían al lenguaje de la toxicología y hacían aparecer al nacionalismo como un gas, veneno, droga o bebida alcohólica. A juicio del poeta y filósofo Rabindranath Tagore: "[...] la idea de nación es uno de los anestásicos más poderosos que el hombre ha inventado. Bajo la influencia de sus vapores todo el pueblo puede llevar a cabo su programa sistemático del más virulento egoísmo sin ser siquiera consciente de su perversión moral" (Tagore 1917, 57).

Como Tagore, muchos autores de entreguerras van a denunciar los efectos tóxicos de la ideología nacionalista. Rudolf Rocker habla de un "aire mefítico" (1977 [1937], 713); Carlton Hayes (1926, 271), de un "veneno"; Adam de Hegedus (1947, 98, 131 y 133), de una "droga peligrosa"; Paul Valáry (1931, 63) y Edward Carr (1967 [1945], 11), de una bebida alcohólica, un "vino espiritoso". En ocasiones -afirma el historiador Frederick Schuman (1931, 520)-, "el vino embriagador del nacionalismo" pervierte las mentes "casi al mismo grado que el opio o la locura". Al igual que hicieran la medicina y psiquiatría degeneracionista, los críticos del nacionalismo establecen una relación directa entre patología y vicio. Esto es, la enfermedad del nacionalismo aparece tambián como párdida de templanza, perversión del juicio o corrupción de normas, costumbres y valores.

    La solidaridad social [...] puede haber sido previamente necesaria para el grupo a fin de asegurar la unidad de acción [...] Pero cuando la existencia del grupo no está ya amenazada, lo que fuera una virtud social se convierte en un vicio que retrasa, más que asistir el progreso del grupo. El patriotismo, que en muchos casos es solamente un provincialismo exagerado, degenera en estrechez de miras y en la ceguera para las virtudes superiores, y el nacionalismo se convierte en "la gran maldición de la humanidad". (Wallis 1929, 819)

Ello nos lleva a otra similitud con la retórica degeneracionista: la constante valoración de la doctrina en tárminos morales y religiosos. A menudo se juzga al nacionalismo como una doctrina que incita a la ambición y agresión colectivas contra otras naciones en nombre de la propia, sin ningún tipo de límite o restricción moral. La lealtad incondicional y absoluta a la nación fomenta el "egotismo", el "odio", la "vanagloria" y el "vicio", sostiene el sociólogo Herbert Miller (1924, 184-186). El nacionalismo es una "epidemia de depravación moral", en palabras de Rabindranath Tagore (1929, 210). Para la valoración de la doctrina se utilizan a menudo conceptos y categorías extraídos de una cosmovisión religiosa. Así, se habla del mal o la maldad del nacionalismo, de su depravación o degeneración moral, de su naturaleza pagana:

    El amor a la patria, raíz del patriotismo, es comparable al de la familia [...] La teoría y el sistema del nacionalismo operan [sin embargo] una reversión de valores morales: las ideas de libertad y fraternidad de los pueblos desaparecen ante la de la nación, que deviene un verdadero "bien en sí mismo", un ídolo [...] El principio teórico del nacionalismo tiene un fundamento pagano, inmoral [...]. (Sturzo 1924, 270-279)

    El nacionalismo [...] representa una reacción contra el cristianismo del pasado, contra la misión universal de Cristo; vuelve a consagrar la anterior misión tribal de un pueblo elegido [...] no inculca ni caridad ni justicia; es orgulloso, no humilde [...] Repudia el revolucionario mensaje de san Pablo y proclama de nuevo la doctrina primitiva de que habrá judíos y griegos, y que serán ahora más judíos y griegos que nunca. El reino del nacionalismo es claramente de este mundo, y su realización conlleva el egoísmo y la vanagloria tribal, una intolerancia particularmente ignorante y tiránica, y la guerra [...] el nacionalismo no trae la paz sino la espada [...]. (Hayes 1926, 124-125)

A menudo, el mal del nacionalismo se describe con una carga o sentido profático, casi siempre apocalíptico. De hecho, el mal aparece en estos casos con mayúscula, como si se tratara de un castigo sobrenatural o divino, como Mal o maldición. "El nacionalismo es la maldición de nuestro tiempo", repiten muchos intelectuales de entreguerras, desde Gooch y Hayes hasta Wallis y Huizinga.6 Algunos autores se limitaban a recordar o parafrasear la lúgubre profecía de Lord Acton sobre la doctrina del nacionalismo: su curso estará marcado por la ruina moral y material, "para que prevalezca una nueva invención sobre la obra de Dios y los intereses de la humanidad". Otros readaptaban las metáforas y figuraciones bíblicas para vaticinar una visión igualmente aterradora de sus consecuencias:

    Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración [...] la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. (Zweig 2001 [1941], 13)

    [El nacionalismo es] [...] otro ejemplo de la herejía antigua, la del "poder espiritual" [...] que busca el dominio temporal; y en ningún sitio se ha demostrado más cierto que quien empuña la espada morirá por la espada. Las flores de la cultura, propagadas por "razones de Estado" degeneran en hierbajos hediondos; y el nacionalismo político se convierte en la cosa infame que el gran historiador Lord Acton declaró que sería. (Mumford 1922, 317)

En definitiva, el mal del nacionalismo se combatía con diferentes recursos retóricos o discursivos, pero utilizando muchas veces la polisemia vaga e imprecisa del degeneracionismo finisecular. Por un lado, el mal se entiende como afección o trastorno, como enfermedad, patología, locura, infección, epidemia. En segundo lugar, la naturaleza maligna del nacionalismo era entendida como maldad o vileza, esto es, como una doctrina inmoral que debe ser condenada o reprobada sin ambages. En tercer lugar, el mal se describe con un fuerte sentido profático, como designio divino o maldición. Con el verbo encendido de los profetas del degeneracionismo, los intelectuales de la ápoca anunciaban la presencia inquietante de un terrible mal que atribuían casi siempre a otras naciones, pero que podría en cualquier momento afectar a la propia. Los pecados y vicios del nacionalismo amenazaban con propagarse por todo el orbe como las plagas del Apocalipsis.7

Sujetos de la masa: la sugestión colectiva

Por último, si la conducta del nacionalista era agresiva, bárbara, cruel, irracional, inconsciente, inhumana, extrema, criminal, inmoral, degenerada... su comportamiento se asemejaba al del sujeto de las masas, tal y como había sido descrito algunas dácadas antes por la llamada psicología de las masas o multitudes (Fournial 1892; Le Bon 1931 [1895]; Sighele 1892; Tarde 1907 [1890]). De hecho, el nacionalismo era a menudo presentado como una doctrina política perniciosa y regresiva instigada por agitadores y demagogos irresponsables, una álite dispuesta a convertir al pueblo -a travás de la sugestión mental y la propaganda- en una masa criminal y bárbara, movilizada para la guerra. El destino de Alemania debe enseñarnos los peligros de una población urbana que puede "girarse en la dirección del nacionalismo fanático" -advierte el psicólogo norteamericano George Partridge- y "degenerar en el espíritu de la muchedumbre" (1919, 189).

Volvamos un momento al período finisecular. Las últimas dácadas del siglo XIX habían presenciado, junto al acceso a la vida política de la clase obrera, un número cada vez mayor de huelgas, manifestaciones en la calle y, desde 1890, celebraciones masivas del 1º de Mayo en las principales ciudades europeas. En este contexto, y con un planteamiento reaccionario, algunos autores buscaron en los tárminos y conceptos de la psiquiatría ("hipnosis"), la epidemiología ("contagio") y la criminología ("responsabilidad reducida"), una explicación científica de lo que a su juicio era la conducta irracional de las multitudes. En una multitud -decía Gustave Le Bon- se produce la inhibición de las funciones mentales superiores y el estímulo de las más bajas. Los miembros son guiados por instintos y mecanismos inconscientes, la sugestión y el contagio emocional. Los individuos que la integran no son dueños de sus actos:

    Desvanecimiento de la personalidad consciente, predominio de la personalidad inconsciente, orientación por vía de sugestión y contagio de los sentimientos y de las ideas en un mismo sentido, tendencia a transformar inmediatamente en actos las ideas sugeridas; tales son los principales caracteres del individuo en muchedumbre. No es el individuo mismo, es un autómata, en quien no rige la voluntad. Así, por el solo hecho de formar parte de una muchedumbre organizada, el hombre desciende muchos grados en la escala de la civilización. Aislado sería tal vez un individuo culto, en muchedumbre es un bárbaro [...] un impulsivo. Tiene la espontaneidad, la violencia, la ferocidad y tambián los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos. (Le Bon 1931 [1895], 40-1)

Un cuarto de siglo más tarde, acadámicos e intelectuales de todo el espectro político volverían a utilizar el esquema reduccionista de la psicología de las multitudes para dar cuenta del origen y el desarrollo de la Primera Guerra Mundial. A travás de la influencia o la sugestión mental de una álite, por medio del contagio de las emociones en una misma dirección, las naciones civilizadas habrían suspendido sus capacidades superiores de juicio y responsabilidad moral, de raciocinio y pensamiento crítico. Los pueblos más modernos y cultos se convierten de la noche a la mañana en muchedumbres irracionales y bárbaras, en multitudes criminales dispuestas para la guerra. Los ciudadanos, habitualmente pacíficos e inofensivos, se juntan y someten al poder colectivo de la masa, su individualidad consciente desaparece en la personalidad inconsciente de la multitud, y se prestan a cometer los crímenes y barbaridades propios de las tribus salvajes (Buell 1925; Greenberg 1937; Handman 1921; Hayes 1930; Howerth 1919; Kulp 1932; Martin 1920; Starr 1929). Para los intelectuales que habían vivido el conflicto bálico -su inopinado estallido, su duración en el tiempo y su extremada crueldad en vidas humanas-, la experiencia de la guerra parecía confirmar los conceptos básicos establecidos por la psicología de las multitudes. Los procesos mentales de un pueblo entero habían sido transformados.

    El ejemplo clásico de la multitud homicida es una nación en guerra [...] En tales momentos no sólo el ejárcito sino toda la nación se convierten en una masa criminal [...] Los procesos mentales de un pueblo entero son transformados. Cualquier interás [...] se subordina a la pasión por aniquilar al enemigo [...] Una nación se convierte en guerrera en la medida en que a su población se le haga pensar y comportarse como una multitud. (Martin 1920, 108-110)

    Ocurre hoy, como ha ocurrido en todas las ápocas, que las naciones aparentemente pacíficas y conscientes de su interás se convierten de la noche a la mañana en muchedumbres vociferantes por el anuncio de que sus gobernantes han optado deliberadamente por la guerra o han entrado tropezándose y tambaleándose en ella. (Fyfe 1940, 12)

El retrato de la población en guerra era muy parecido al que Le Bon había fijado a finales del siglo XIX para las masas/multitudes obreras: degradación de lo racional, desaparición de la conciencia, emotividad, impulsividad, primitivismo, sugestibilidad extrema, irresponsabilidad, amoralidad, criminalidad, brutalidad, sadismo... Aunque muchos intelectuales desconfiaban para entonces de las bases raciales de la conducta colectiva y criticaban la creencia de Le Bon en una mente supraindividual -"la mente de la masa"-, coincidían a menudo en calificar a las masas nacionalistas o patrioteras de irracionales, inconscientes y primitivas. El historiador y pacifista Rafael Altamira, que había formado parte de la Comisión encargada por la Sociedad de Naciones de elaborar el anteproyecto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, hablaba de masas o muchedumbres "ignorantes", "crádulas", "impulsivas", sujetas a todo tipo de "sugestiones" y "pasiones primitivas" (Altamira 1926, 6-8; 1935, 308-309). Por su parte, y criticando el patriotismo de la ápoca, Hamilton Fyfe se refería a las masas "irreflexivas", "crádulas", "estúpidas", "apasionadas", "sugestionables" e "histáricas" que habían jaleado el comienzo de la Gran Guerra (1940, 15-22, 110, 239 y 256-258). En tales circunstancias -afirmaba tambián Rabindranath Tagore-, todas las ideas de moralidad, humanidad y razón permanecen en suspenso:

    Con el crecimiento del nacionalismo, el hombre se ha convertido en la mayor amenaza para el hombre [...] El individuo piensa, incluso cuando siente; pero el mismo individuo, cuando siente con la multitud, no razona en absoluto. Su sentido moral se hace borroso. Esta supresión de la más elevada humanidad en las mentes de la multitud produce una fuerza enorme. Porque la mente de la multitud es esencialmente primitiva; sus fuerzas son elementales. En consecuencia, la Nación está siempre pendiente de sacar ventaja de este enorme poder de maldad. (Tagore 1922, 146-147)

Así, el nacionalismo aparecía estrechamente relacionado con la psicología irracional de las multitudes. Como se ha visto en la súbita e inesperada irrupción de histeria y odio de la Gran Guerra -repetía el historiador Mark Starr-, "las pasiones de la multitud" pueden ser excitadas en contra del extranjero a partir de las enseñanzas del nacionalismo (1929, 17). De hecho, la idea de masa, multitud o muchedumbre se convierte durante los años veinte y treinta en uno de los conceptos clave para representar la naturaleza misma del nacionalismo (Stratton 1929). En el ámbito de las relaciones entre países no ha sido aún posible introducir las restricciones de la razón, y "las condiciones de la muchedumbre a menudo prevalecen", afirmaba Luther Bernard (1936, 615). Los críticos de la ideología nacionalista describen a la mayoría de la población con lástima o desprecio, como chusma -decía William McDougall (1925, 46)-, como "una multitud dominada por prejuicios y pasiones irracionales", bajo el poder impulsor de instintos primitivos, y engañada con quimeras. Tambián Carlton Hayes, uno de los padres fundadores de los estudios del nacionalismo, participaba de esta visión:

    [...] en la actualidad, en todos los Estados nacionales hay un gran número de personas que [...] son víctimas potenciales de cualquier propaganda, en especial de la propaganda del patriotismo y el nacionalismo. Las masas irreflexivas a las que se dice sólo cosas buenas de su propio país [...] van a ser probablemente tan orgullosas y jactanciosas -y tan intolerantes- como ignorantes. Y es relativamente fácil influir a personas intolerantes, jactanciosas e ignorantes para que apoyen ese tipo de nacionalismo extremo que es defendido y propagado por los supuestos patriotas "al ciento por ciento". (Hayes 1926, 243)

Las referencias explícitas o implícitas a los psicólogos de las multitudes son frecuentes, con independencia de su adscripción acadámica e ideológica. Podían ser pacifistas (Rafael Altamira), progresistas (Charles Merriam), socialistas (Hamilton Fyfe), liberales (Walter Sulzbach) o anarquistas (Rudolf Rocker); podían defender en el ámbito de la ciencia ideas conductistas (Floyd Allport) o pragmatistas e interaccionistas (George Mead), pero al hablar del patriotismo "belicista" y "pernicioso", al referirse al nacionalismo extremo de su tiempo y criticarlo, todos ellos tenían algo de lebonianos. Un grupo de hombres en unidad convocados por la nación no es casi nunca más razonable que sus componentes individuales, decía el escritor y diplomático español Salvador de Madariaga. Cada individuo por separado puede ser hombre racional pero en unidad provoca la manifestación de fuerzas animales que, sofrenando el poder de la razón, "transforman un puñado de hombres en un populacho y hasta en una jauría" (Madariaga 1934 [1929], 48-9). El nacionalismo extremo muestra una gran semejanza con las descripciones de Le Bon, repite años más tarde el sociólogo Frederick Hertz:

    [...] el áxito de Hitler para hacerse con el poder demuestra que incluso una gran nación civilizada puede degradarse en una multitud mediante el hábil recurso de todos los medios tácnicos de propaganda para estimular los instintos latentes. [...] estos sistemas totalitarios [...] evidencian las más estrechas semejanzas con las descripciones de Le Bon, por ejemplo, la hipnotización de las masas por el líder y la supresión de la inteligencia y la moralidad por las emociones de las masas [...] El nacionalismo y racialismo modernos están siempre dispuestos a rechazar argumentos de razón y experiencia y exaltar la llamada del alma mística de la masa, el impulso del instinto, la voz de la sangre [...]. (Hertz 1944, 16 y 271-272)

Por lo demás, si el nacionalista se conduce como miembro de una multitud -como un sujeto que ha suspendido sus funciones mentales superiores, ha descendido en la escala de la civilización y se convierte en un bárbaro-, ello es así porque una minoría de agitadores y demagogos irresponsables habría secuestrado su voluntad. Muchos críticos de la ápoca, liberales o marxistas, describen a los líderes o portavoces del nacionalismo como una álite interesada y codiciosa -políticos y diplomáticos intrigantes, capitalistas en busca de mercados, empresarios de la industria de la guerra-, una álite dispuesta a extraer alguna ventaja personal de la sugestión o manipulación de las multitudes (Allport 1927; Bernard y Bernard 1934; Laski 1967 [1925]; Fyfe 1940; Hayes 1926; Rocker 1977 [1937]; Veblen 1964 [1917]). Hasta los años cuarenta -momento en que va a irrumpir con fuerza el psicoanálisis en la literatura sobre el nacionalismo-, los motivos ocultos del líder son considerados de naturaleza básicamente instrumental, la búsqueda de poder y de dinero (García 2013). En palabras de Rudolf Rocker:

    [...] se trata aquí siempre del egoísmo organizado de minorías privilegiadas, oculto tras el cortinaje de la nación, es decir, tras la credulidad de las grandes masas. Se habla de intereses nacionales, de capital nacional, de mercados nacionales, de honor nacional y de espíritu nacional; pero se olvida que detrás de todo sólo están los intereses egoístas de políticos sedientos de poder y de comerciantes deseosos de botín [...] El movimiento insospechado del industrialismo capitalista ha fomentado la posibilidad de sugestión nacional colectiva hasta un grado que antes no se hubiera siquiera soñado [...] por la prensa, el cine, la radio, la educación, el partido [...]. (Rocker 1977 [1937], 317-318)

A juicio de los críticos, la propaganda a travás de la prensa era el principal recurso de las álites para la sugestión interesada y maliciosa del nacionalismo. El breve, dogmático, categórico e inverificable cablegrama -había dicho John Hobson en plena Guerra de los Boers- es el modo perfecto de "sugestión jingoísta" (Hobson 1901, 11). Una minoría de pacifistas y disidentes denunciaría la prensa nacionalista durante los años de la Gran Guerra (Krehbiel 1916; Nicolai 1918; Russell 1918). Pero fue sobre todo al tármino del conflicto cuando aumentó la oposición de los intelectuales (Davis y Barnes 1927; Ewer 1929; Hayes 1926; Laski 1967 [1925]; Merriam 1966 [1931]; Whitehouse 1924). Por ejemplo, el politólogo Charles Merriam lamentaba el uso constante de una propaganda que tenía "un efecto hipnótico sobre las masas" y que era, de algún modo, "una reminiscencia del redoble del tambor en la tribu primitiva" (1966 [1931], 312). "A travás de los periódicos" -afirmaban los sociólogos Jerome Davis y Harry Barnes (1927, 179)-, "los hombres de Estado y los políticos intrigantes pueden jugar fácilmente con el orgullo nacional y las debilidades cerebrales de los ciudadanos", alimentando el provincialismo y "el instinto primitivo de la horda". Al poner el acento en la credulidad o sugestibilidad habitual de los lectores de prensa, los críticos de la ápoca daban a entender que la conducta irracional e inconsciente de las multitudes podía extrapolarse a la conducta de los públicos o a la de cualquier otra colectividad, con o sin interacción social directa. Algo que ya había sido sugerido dácadas antes por los propios psicólogos de las multitudes, y que repetiría Le Bon durante la Gran Guerra:

    La opinión pública constituye en los tiempos modernos una fuerza a la que los mismos soberanos no resisten [...] He repetido ya que hacer nacer un sentimiento y propagarle luego hasta tornarlo colectivo, era uno de los fundamentos esenciales de la política [...] Los periódicos son en todas partes agitadores potentes, porque manejan a su antojo los verdaderos factores afectivos de la opinión de las masas: la afirmación, la repetición, la sugestión y el prestigio. (Le Bon 1916, 200-201)

Veamos este último aspecto con más detenimiento. El concepto o idea de masa analizado a finales del siglo XIX por Taine, Tarde, Sighele y Le Bon encerraba sobre todo el significado de una agrupación humana transitoria, una multitud como las que habían protagonizado los fenómenos insurreccionales de la historia contemporánea de Francia -Revolución Francesa, Revolución de 1848, Comuna de París, etcátera-. Para ellos, la imagen más repetida de las masas implicaba la presencia de una muchedumbre de individuos reunidos en una calle o plaza de una ciudad europea que cometían tropelías y masacres sin cuento (Danziger 2000, 336). Pero los mismos autores ampliaban repetidamente el significado del tármino masa para referirse tambián a un público lector de periódicos, a un movimiento o clase social específico e, incluso, al conjunto de la sociedad. Millones de individuos separados entre sí -decía Le Bon- pueden tambián adquirir los caracteres de la muchedumbre psicológica, "[...] un pueblo entero, sin que se produzca en ál aglomeración visible puede convertirse en muchedumbre bajo la acción de ciertas influencias" (1931 [1895], 31). Así, todos los tipos de agrupaciones o colectividades podrían considerarse masas, esto es, entidades psicológicas homogáneas cuyos miembros existen en un estado de elevada sugestibilidad, credulidad, irresponsabilidad e irracionalidad (King 1990, 335).

De forma parecida, los intelectuales de los años veinte se servían de la indefinición de los conceptos básicos de la "ciencia de las masas", para articular retóricamente la crítica del nacionalismo y conjurar el fantasma de la guerra. En primer lugar, las masas regresivas del nacionalismo eran descritas como agrupaciones humanas transitorias, como muchedumbres enloquecidas, violentas y febriles que cometían todo tipo de desmanes en calles, plazas o trincheras.8 En segundo lugar, las masas inconscientes del nacionalismo parecían estar por todas partes, como si la ideología "perniciosa" y "maligna" se hubiera filtrado por todo el cuerpo social y amenazara al conjunto de sus instituciones.

    El nacionalismo es en nuestros días un interás vital de las vastas masas de la humanidad [...] Enseñado en la escuela, adoctrinado por medio de la instrucción militar, predicado por la prensa y desde la tribuna, personificado en el Estado nacional, simbolizado por la bandera, afecta a la vida del hombre moderno desde la cuna hasta la tumba. Es un credo profesado por las multitudes y un culto practicado por las multitudes. (Hayes 1926, 197)

Así, con el lenguaje vago y el tono de admonición y augurio fatal del degeneracionismo y la psicología de las masas, los intelectuales de la ápoca daban a entender que no había nadie inmune a los tambores de guerra del nacionalismo. Antes de que la Segunda Guerra Mundial y el recuerdo del holocausto judío incorporaran la perspectiva psicoanalítica a los presupuestos de la investigación -acotando en cierto modo las causas del nacionalismo extremo a la psicopatología del autoritario-, la responsabilidad o culpabilidad de la ideología se fijaba de forma mucho más genárica (García 2013). Sin duda, algunos países eran considerados más nacionalistas y pendencieros que los demás; algunos individuos y grupos de interás, más patrioteros y belicistas que el resto. Pero todos los individuos y colectividades, todos los pueblos o naciones podrían convertirse fácilmente -en una grave crisis del futuro- en multitudes bárbaras y degeneradas, en muchedumbres histáricas y homicidas, en turbas que ocupan las calles y plazas de la civilizada Europa para celebrar, otra vez, el retorno de la guerra.

Conclusión

Una de las teorías más difundidas y populares del nacionalismo postula la existencia de una serie de oscuras fuerzas atávicas, la reaparición de los instintos de sangre o territorio, y la irreparable sugestibilidad humana (Finlayson 1998). "El hombre puede ser fácilmente engañado en las masas" -repite el historiador George Mosse-, y el nacionalismo sigue siendo "una de las más duraderas tentaciones" (1987, 17). A pesar de sus presupuestos reduccionistas, este tipo de esquemas explicativos volvería a utilizarse a lo largo de los años noventa por acadámicos, políticos y periodistas para comprender, denunciar o lamentar los conflictos nacionalistas y las guerras en el Cáucaso y los Balcanes (Mommsen 1993; Ignatieff 1993; Kecmanovic 1996; Nairn 1997). Para muchos críticos contemporáneos de la ideología -observaba el politólogo e historiador Pierre-Andrá Taguieff-, el nacionalismo "representa la irrupción o el surgimiento de las pulsiones irracionales y bárbaras, desencadena la bestia sanguinaria [...] organiza y legitima los exterminios en masa del mundo moderno [...] una encarnación de la criminalidad colectiva políticamente organizada" (Taguieff 1993, 73-74).

Como hemos visto, esta teoría debe mucho a los tárminos y conceptos del atavismo, la psiquiatría degeneracionista y la psicología de las multitudes, un lenguaje que había tenido amplia circulación en el debate social y político de la generación de finales del siglo XIX, y que será reutilizado despuás de 1918 por los críticos del nacionalismo. En este sentido, los intelectuales de la ápoca empleaban la vieja retórica finisecular para explicar el origen de la Gran Guerra y criticar la irracionalidad subyacente de las masas. Sea como fuere, la guerra acabó provocando en Occidente un cierto giro epistemológico en la definición y el estudio del nacionalismo. "El nacionalismo es un problema para el psicólogo social y el filósofo interesados en la conducta de grupo y las emociones de masas, más que para el historiador", advertía Frederick Schuman (1931, 522). Un giro -del historicismo al psicologismo- que sólo estará completo despuás de la Segunda Guerra Mundial, con la popularización del psicoanálisis y la denuncia del Holocausto.


Comentarios

* El artículo se elabora a partir de la información de la tesis doctoral "Lenguajes de la psique, voces de la nación: el peso del psicologismo en la representación acadámica y social del nacionalismo", dirigida por Josá Ramón Torregrosa Peris y Sagrario Ramírez Dorado, Universidad Complutense de Madrid (García 2013). Quisiera mostrar mi agradecimiento a dos evaluadores anónimos, por sus valiosos comentarios y sugerencias.

1 En el campo de la antropología criminal, Cesare Lombroso había descrito en 1876 al l'uomo delinquente como una lamentable supervivencia biológica, un ser de otro tiempo, una peculiaridad atávica en la que perduraban los instintos feroces del animal y del hombre primitivo (Lombroso 1876). Con todo, el lenguaje lombrosiano del atavismo iba a perder influencia entre los mádicos, criminólogos y científicos sociales de finales de siglo, a favor de las tesis degeneracionistas. Sobre Lombroso, váase: Maristany (1973) y Gould (1997 [1981]).

2 Váase una valoración muy parecida en John Parsons (1918) y Walter Pillsbury (1919).

3 Váase tambián Russell (1917).

4 Aunque la referencia de este sociólogo alemán es de los años cuarenta, sus tesis sobre la vinculación instintiva del nacionalismo proceden de un libro anterior (Sulzbach 1929).

5 La medicina y psiquiatría degeneracionistas tuvieron tambián una fuerte influencia en el pensamiento de muchos autores latinoamericanos de la ápoca como Octavio Bunge (1903), Ricardo Rojas (1908) o Alcides Arguedas (1909).

6 Gooch (1924, 6), Hayes (1926, 246), Wallis (1929, 819). Sobre Huizinga, váase Snyder (1968, 29).

7 Con todo, y a pesar de la crítica frontal al nacionalismo, la mayoría de autores de entreguerras no dejaron de participar al mismo tiempo en la legitimación de la ideología. Por ejemplo, dando por supuesta la existencia inmemorial de la Nación, el territorio o el carácter nacional, y/o haciendo una defensa cerrada del vínculo natural del patriotismo (Laski 1967 [1925]; Hayes 1926; Partridge 1919; Sturzo 1924). Rafael Altamira ejemplifica bien la posición de muchos de estos intelectuales. Desde posiciones pacifistas, denuncia el nacionalismo belicista de la ápoca, pero nunca reniega del patriotismo ni de la existencia de los caracteres o las psicologías nacionales (Altamira 1998 [1902]; 1929; 1956 [1950]).

8 "Ninguna credulidad iguala a aquella de las horas de movilización y de los tiempos de la guerra [...] Con frecuencia, hasta desaparecen las formas ordinarias de sociabilidad [...] En una manifestación popular, el día de la declaración de la guerra, en medio de la multitud que linchaba a un individuo por no haber convenido gritar con todo el mundo 'Abajo Alemania', vimos damas de la mejor sociedad precipitarse sobre este desconocido y exigir, acto seguido, que fuera colgado de la primera farola sin que hubiera tenido tiempo de explicarse" (Coste 1929, 27). No es difícil encontrar descripciones muy parecidas de la conducta extrema y brutal de las multitudes en los libros de Taine, Tarde, Sighele, Fournial, Zola o Le Bon.


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Fecha de recepción: 30 de septiembre de 2015 Fecha de aceptación: 26 de enero de 2016 Fecha de modificación: 07 de febrero de 2016

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