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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.59 Bogotá ene./mar. 2017

https://doi.org/10.7440/res59.2017.01 

Presentación

El ciudadano-víctima. Notas para iniciar un debate

Gabriel - Gatti** 

María Martínez**** 

* Doctor en Sociología por la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (España) y profesor titular de la misma institución. g.gatti@ehu.eus

** Doctora en Sociología por la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (España) e investigadora post-doctoral (programa de perfeccionamiento de personal doctor del Gobierno Vasco) en University of California, Santa Barbara (Estados Unidos). maria.martinezg@ehu.eus


Víctima y ciudadano: la fusión de figuras antagónicas

Víctima y ciudadano han sido, hasta bien recientemente, figuras antagónicas; la víctima era lo que no era el ciudadano, y el ciudadano era lo opuesto a la víctima. Así fue, en épocas de héroes y villanos, de guerras y pelea por los fundamentos, por las solidaridades básicas. En épocas de personajes extraordinarios. Entonces, víctima era un mártir o un héroe o un sacrificado por los demás, el conjunto social que lo definía por lo que ya no era: uno de nosotros. Pues si algo caracterizaba a este personaje social era su condición de expulsado del común, de ese común que en la modernidad se llama ciudadanía. Uno se constituía por el otro, lo que no era, lo era el otro: la singular normalidad de ese común era lo que la víctima no era. Una lo había perdido todo o casi todo, el otro existía gracias a esa pérdida. Hoy -esta es nuestra hipótesis- ya no es así, y la arquitectura a partir de la que se organiza la figura de la víctima no es la que fue. Ahora, ciudadano y víctima no son antagónicos. Al contrario, cohabitan, se prestan atributos. Es más, llegan incluso a fusionarse en una nueva entidad, rara, paradójica: el ciudadano-víctima. Sobre algunos aspectos de esa fusión trabajan este texto y los artículos que componen este número monográfico de la Revista de Estudios Sociales.

La cada vez mayor centralidad de la víctima y su competencia, primero, y fusión, después, con el ciudadano podrían ser explicadas de múltiples maneras. Abordaremos algunas solamente, que atienden a los aspectos nominales, morales, geográficos y también, y sobre todo, estructurales de ese proceso. Por él, este nuevo y complejo personaje ocupa terrenos que antes eran del dominio del ciudadano, organiza nuestro espacio moral, representa cada vez a más sujetos en el espacio público, nombra cada vez más posiciones subjetivas, está, literalmente, en todas partes, está, además, del mismo modo. Se ha emplazado, en fin, en un lugar central de las sociedades contemporáneas. Y este humano en posición de desdicha es tan central en nuestra arquitectura moral que en torno a él se ha organizado un poderoso edificio, de personajes, de valores, de prácticas.

La víctima, pues, está en todas partes. ¿Cabe pensar que es porque hoy se han multiplicado las formas de violencia contra el otro, y que eso, en consecuencia, multiplica los motivos de sufrimiento, que hay, dicho de otro modo, más víctimas reales? Puede ser, y es, de hecho, esa la hipótesis fuerte desde la que trabaja en su texto Pilar Calveiro. ¿Es posible argumentar que nos encontramos hoy ante una nueva sensibilidad colectiva, más compasiva, más emocional, ante los fenómenos sociales? También puede ser, y así lo argumenta Danilo Martuccelli en otro de los trabajos invitados a este número. El mundo se llenó de sujetos que lo son porque son vulnerables, porque son "susceptibles de ser heridos" (Soulet 2005, 55).

De lo primero no hay duda: las violencias son múltiples, y víctimas las hay a espuertas. Es más, su multiplicación es una constatación forzosa: las hay de toda causa, y hoy se es víctima tanto si el motivo de victimización atiende a violencias extraordinarias, aquellas que hacían a los pactos que sostienen las solidaridades más visibles -terrorismo, violencia de Estado, policial, torturas, etcétera-, como si lo es de razones más banales y ordinarias (accidentes de tráfico y de otros medios de transporte, enfermedades y negligencias médicas, catástrofes naturales, accidentes laborales, ataques de animales, trabajar en contacto con materiales tóxicos, y un larguísimo etcétera). Todos ellos se llaman igual, parecen igual, se piensan igual, se tratan igual. A la segunda hipótesis nos sumamos. Permite entender esta propagación generalizada del nombre víctima, su sobrepresencia, como una manifestación de nuestro imaginario, ese que Didier Fassin (2010) ha nombrado "economía moral del humanitarismo", para el que el humano en posición de desdicha, la víctima, es central, su clave de bóveda. La economía moral del humanitarismo admite, quizás más que eso, propicia a esos sujetos, los construye, como Sandrine Lefranc trabaja en su texto en este número. Son sujetos que lo son porque sufren y que por eso ocupan el centro de los espacios político, mediático, judicial. Pero la economía moral del humanitarismo es más que un soporte de ideas, que una matriz moral, que un imaginario; tiene traducciones bien concretas: una pléyade de dispositivos, oficios y saberes asociados a ellos, ampliamente transnacionalizados, que operan en cualquier parte del globo sobre dolores y sufrimientos que razonan como, también ellos, siendo universales (así, los textos de Caterine Galaz y Paz Guarderas, y Ana Guglielmucci en este número, que reflexionan sobre esos dispositivos, sobre esos saberes, en situaciones sociales y en contextos geográficos distintos) y que coadyuvan en el desarrollo de modos de hablar, de testimoniar, de presentarse, de performar, propios de las víctimas: dispositivos para contar el dolor, para hablar del dolor, para curar el dolor, para organizar el dolor, como da cuenta otro de los textos invitados a este número, el de Alejandro Castillejo.

Por todas partes hay víctimas, y por todas partes, también, las profesiones que las asisten, curan, piensan; también las leyes que reglan y reglamentan su reconocimiento, su existencia y asistencia; y lo mismo con las disciplinas que generan saberes en torno a esa figura: psicología de las catástrofes, economía del desarrollo, antropología de la urgencia, sociología de las transiciones... El nombre víctima no sólo se expande, sino que además soporta y define formas innumerables de estar en la vida social, de identidad, si se quiere. Y lo hace a lo largo del globo y de maneras sorprendentemente parecidas. La economía moral del humanitarismo es, ciertamente, imperial: lo invade todo. Sus categorías y oficios no sólo se desplazan fácil y rápido, sino que lo hacen a todas partes del globo, a toda época (como trabaja Juliane Bazzo en su texto al reflexionar sobre cómo una experiencia pasada puede ser ahora leída desde la categoría de víctima) y sin inmutarse en apariencia: víctima parece, hoy, ser lo mismo allí donde se manifieste.

Lo ocupa todo. Tanto, que de aquel excluyente "pocos son víctimas", un lema que protegía un territorio al que pocos podían entrar, pasamos a un universalizante e inclusivo "todos somos (o podemos ser) víctimas", donde todos los sufrimientos caben. No parece que la causa importe en las víctimas de hoy; poco cambia si la razón es "de las viejas", de las de antes, o de las que más recientemente dan acceso a esta categoría. Es lo mismo, sí, un desaparecido en España, que en Camboya, que en Colombia o en Argentina, o un refugiado en 1960 que hoy, si viene de Siria, o un niño víctima del bullying o una víctima de trata o de feminicidio. Sólo parecen importar la desdicha, el padecimiento mismo, que es lo que hace a un sujeto susceptible de decirse con criterio que es una víctima. La víctima es un sujeto que sufre (Gatti y Martínez en prensa). Cualquiera, no pocos. En realidad, todos. Un ciudadano que es al tiempo víctima.

Vladimir Jankélévitch dijo una vez: "¿Cómo se puede estar a la vez fuera y dentro? [...] Una puerta ha de estar abierta o cerrada, e incluso una puerta entreabierta ya está abierta; un hombre ha de estar dentro de la sala o fuera de la sala. Pero también puede estar en el umbral, pasar una y otra vez del interior al exterior" (1989, 16). A lo que Bachelard añadió que pensar en puertas y en umbrales nos daba acceso a todo "un cosmos de lo entreabierto" (1975, 261). Es el caso: el ciudadano-víctima aúna a dos contrarios. Y para nosotros, modernos, científicos sociales, el manejo de esta paradoja resulta inquietante. Es incómoda de manejar teóricamente; es incómoda de manejar empíricamente; es incómoda de manejar también metodológicamente. Requiere inventiva (un buen ejemplo es la innovadora propuesta metodológica de Isabel Piper y Marisela Montenegro). Incomoda, en efecto, bregar con un sujeto que para ser una cosa ha de ser también su contrario, que es pasivo y agente, que es silente y parlanchín, que es ruidoso y sensato, que hace del dolor, del sufrimiento, de lo que despojaba de derechos y destituía de la condición de sujeto, de ciudadano, lo que precisamente lo constituye como ciudadano (el texto de Estela Schindel afronta una de las paradojas del ciudadano-víctima: la necesidad de mostrarse como víctima para ser reconocido como ciudadano; también se unen a esta reflexión los trabajos de Carolina Botero y de Carol Chan). Paradójico y realmente inquietante para las ciencias sociales. Las herramientas teóricas y metodológicas heredadas se entienden bien y analizan con facilidad figuras sociales propias del campo de la ciudadanía; también ayudan a abordar a sus muchos contrarios (el pobre, el subalterno, el marginal, el extranjero, el disidente..., incluso la víctima). Pero ¿cómo actuar con ellas cuando enfrentamos personajes en los que se funden los opuestos? Muchos, inscritos en tradiciones de pensamiento poderosas -por ejemplo, Wieviorka (2003), en sociología, o Garapon y Salas (2007), en el campo del derecho-, han apostado a desanudar estas paradojas. Otra opción, por la que apostamos en este número, es pensar cómo hacer para trabajar con una figura, el ciudadano-víctima, en la que se aúnan atributos de naturaleza antitética, por asumir las paradojas que la caracterizan. Retengamos dos: la de la palabra y la de la agencia.

Primera paradoja del ciudadano-víctima: ¿pueden hablar las víctimas?1

"¿Pueden hablar las víctimas?". Detrás de esta pregunta hay un paralelismo quizás un poco simple y sin embargo plausible con aquella otra de Gayatry Chakravorty Spivak, "Can the subaltern speak?" (1988), ¿pueden hablar los subalternos? En Spivak, la pregunta implicaba una respuesta: el subalterno no puede hablar, al menos no en su condición de tal. En esas circunstancias, para comunicarse está condenado no tanto al silencio como a la ventriloquía, esto es: son otros los que hablarán por él, por el oprimido, por el loco, por el pobre... Y si no, si no se somete al silencio o a la portavocía, la única palabra posible es la toma de la palabra real, o lo que es lo mismo: dejar de ser subalterno y auparse a un registro de discurso donde el discurso sea realmente audible, pues suena a la palabra normal. Pero el precio es alto: deja de ser subalterno.

El subalterno no tiene pues siquiera el derecho a hablar: no tiene acceso a la lógica con la que se produce la palabra con sentido. Si el subalterno lo es, si lo sigue siendo, no comunica, nunca, pues no pueden darse las condiciones discursivas para hacerlo. Sólo le queda o dejarse hablar o hablar por sí mismo sin ya ser lo que es: subalterno. Ahora bien, se pregunta Spivak, ¿es posible trazar un itinerario para encontrar una palabra del subalterno que sea audible sin renunciar a su condición? Hagámonos una pregunta parecida a la de Spivak: ¿Pueden hablar las víctimas? Y si pueden, ¿cómo? Si lo hacen como víctimas, las palabras a las que tienen acceso son de escasa audibilidad si no es por mediación de traductores, de ventrílocuos. Bajo esa forma, dos son las palabras a mano de las víctimas.

Una es la de la terapia, propia de las víctimas cuando nos acercamos a ellas como sujetos del trauma y objetos de la cura. En esos contextos, la palabra sirve para certificar el trauma y, hecho esto, abordar su tratamiento. Puede ser la palabra parlanchina del psicoanálisis (Boltanski 1993), puede ser la casi inaudible de los test para medir la incidencia del Post Traumatic Stress Disorder (PTSD) (Rechtman 2002). Ambas estandarizan y universalizan las medidas de la buena víctima. En la primera, "la víctima deberá producir un discurso personalizado, que integre el acontecimiento en su historia personal pasada e inmediata [...]. Solamente la puesta en forma narrativa de la experiencia singular es susceptible de ser convincente" (Rechtman 2002, 784); en la segunda, al contrario, deberá callar, dejar que el síntoma fluya por su cuerpo: "no es necesario investigar sus emociones, su historia anterior, sus antecedentes, sus narraciones, para aportar una prueba suplementaria" (Rechtman 2002, 786). O ruido quejoso o silencio traumado...

La otra es la palabra del testimonio, más llena de variantes (Castillejo 2013), más ruidosa, de apariencia más activa porque suele ser de denuncia, aunque cada vez más se la trata como si fuese palabra terapéutica (Van Dijk, Schoutrop y Spinhoven 2003). Sobra repetir ya que el testimonio se lee, después de Auschwitz, como la palabra propia de las víctimas (Alexander et al. 2004) y que se ha convertido en su forma maestra cuando la víctima habla en público (De Sousa 2013): palabra dolorosa y difícil que bordea lo irrepresentable, palabra útil e imposible. Esa condición de "palabra pública justa" de las víctimas se ha remarcado últimamente, a partir de la protocolización de los procesos de toma y emisión de testimonios en el contexto de la expansión planetaria de los dispositivos de construcción de verdad propios de la justicia transicional, una forma de construir moral, compartida, extendida y prolífica en herramientas para canalizar la palabra justa de las víctimas: grupos terapéuticos, testimonios colectivos, encuentros víctimas-victimarios, dispositivos de storytelling o truthtelling... (Lefranc 2009). Llorosa, indignada, reclamante, sensata... Para ser buena, esto es, audible y comprensible, la palabra de la víctima ha de emitirse enmarcada y canalizada.

La palabra de la víctima, si es buena víctima, está, en efecto, encerrada entre esas dos opciones. Ambas son, como decíamos, palabra mediada, palabra siempre subalterna. Puede tener palabra propia -esta quizás sea su tercera opción- pero sólo si se escapa de su lugar de víctima: cuando resista, cuando deje de ser subalterna, de ser víctima, y vuelva a ser ciudadano, resistencia y resiliencia mediante. Ese régimen de audibilidad sí es reconocible.

¿Cómo puede hablar (y ser audible) la víctima de otro modo que no sea la terapia o el testimonio? Veena Das ha propuesto el concepto comunidad de dolor (Ortega 2008) para referirse a lo que es común a las muchas instancias en las que sujetos dañados se funden con otros iguales y organizan formas de expresión singulares, no reconocibles fuera de ellas: grupos de familiares, comunidades de duelo... En esas instancias, los dolientes no dejan de serlo. Y hablan, pero no lo hacen del modo esperado: ni para la cura, ni para la denuncia, ni a través de otros que las interpretan. Pero hablan: en modo ficción, en silencio, por el cuerpo dolorido y roto. Otras escrituras, otros lenguajes.

El trabajo de Das parte de la pregunta por lo que queda tras las situaciones de extrema violencia. ¿En ellas sólo caben la reparación, la cura, el llanto o la asistencia? ¿Sólo se puede ser dejando de ser vulnerable, víctima o sujeto dañado? Veena Das -como otros, por ejemplo Butler (2006)- orienta su inquietud a entender cómo es posible teóricamente lo que ya vemos empíricamente: comunidades soportadas por lo que a priori las diluye: el dolor, el sufrimiento, la violencia. Con ello, facilita el camino para poder reflexionar sobre el lenguaje que cabe en esas situaciones, precisamente cuando no hay condiciones para el lenguaje, y sobre si el lenguaje que se despliega en ellas realmente lo es; esto es, si realmente se comunica. ¿Es posible, se pregunta, crear sentido cuando no se dan las condiciones para el sentido? ¿Es posible la palabra? Sí: el dolor, sostiene Das, "no es algo inexpresable que diluya la comunicación" (2008, 348). Al contrario, requiere reconocimiento, y ese reconocimiento construye comunidad, no sólo con quien lo interpreta o comprende o cura, sino con aquellos con los que el mundo extraño que sigue a la pérdida debe ser digerido, gestionado, compartido. Allí, aparecen opciones nuevas: la ficción, el silencio, la conexión entre cuerpos quebrados (Ortega 2008). Son formas de habitar, en permanencia, el dolor y la pérdida. Y aunque conviven con ellos, ni son el lenguaje de la terapia, ni el del testimonio, ni el de la resiliencia.

¿Pueden hablar las víctimas sin dejar de ser víctimas? Y en ese caso, ¿su palabra es palabra? Spivak planteó su pregunta -"¿pueden hablar los subalternos?"- en el fulgor de un movimiento, muy generalizado en las ciencias sociales de hace algunos años, inquietas por pensar en el estatuto de la palabra de aquellos (mujeres, negros, indios, locos) que habiendo sido pensados como objetos (de atención, de cuidado, de mirada científica, de política pública, de compasión) buscaban salirse de ese lugar. Como aquellos, las víctimas hacen uso en ocasiones de la palabra que les corresponde (testimonio o terapia), en otras, de la que las saca de ese lugar (resiliencia). Pero a veces, ni de una ni de otra: movimiento constante y reversible entre esos registros, instalación en los registros propios de las inhabitables comunidades en las que sin embargo habitan. Allí hay palabras difícilmente reconocibles, pero palabras al fin, pues comunican y hacen sentido. Ni son de los ciudadanos ni de las víctimas y son de ambos. Es la palabra del ciudadano-víctima.

Segunda paradoja del ciudadano-víctima: ¿pueden las víctimas actuar (colectivamente)?

La segunda paradoja emerge del encuentro entre víctima y acción. La paradoja lo es para la tradición sociológica para la que sujeto e identidad, por un lado, y acción, por el otro, son inseparables; uno no funciona sin el otro (Kaufmann 2004, 173). El sujeto lo es precisamente por su capacidad de acción, acción a través de la que se hace y hace el mundo. El ciudadano es el prototipo de este sujeto hacedor y sigue siendo el referente de nuestra concepción de sujeto. Siendo la víctima la figura de naturaleza opuesta a la del ciudadano, la no-acción será, en buena lógica, lo que la constituya. No es sólo una cuestión de semántica, que asocia víctima con pasividad e incapacidad de acción, sino el dato constitutivo de la víctima cuando es el opuesto del sujeto de acción prototípico, el ciudadano.

Partiendo de este esquema, la consecuencia lógica es la real imposibilidad de abordar teóricamente la acción de las víctimas. La acción de las víctimas es un impensable teórico porque es un imposible empírico. Ahora bien, la multiplicación de las víctimas, su competencia con el ciudadano por el centro, y los reclamos de acceso a la ciudadanía mediante su reconocimiento, precisamente, como víctimas, invitan a pensar lo que hasta hace poco parecía impensable: que las víctimas actúan. En efecto, la de víctima es hoy una posición buscada para acceder a la ciudadanía, y en ese reclamo se despliega acción. Para ilustrar las tensiones que esta paradoja comporta, centraremos nuestro argumento en un tipo de acción concreta, la acción colectiva. Planteamos, primero, cómo la acción colectiva de las víctimas es un impensable para las teorías de los movimientos sociales y de la acción colectiva; y, segundo, nos interrogamos por las modalidades de acción de quien todo indica carece de acción.

Las teorías de la acción colectiva y de los movimientos sociales, en especial las de origen estadounidense (Cohen 1985), soportan sus presupuestos epistemológicos de la acción sobre un tipo de sujeto concreto. Para las teorías de la movilización de recursos, de la estructura de oportunidades políticas y del proceso político, deudoras de la "teoría de la elección racional" de Mancur Olson (en Cohen 1985), el sujeto susceptible de acción y movilización es aquel que emprende la acción sólo tras un cálculo de costes y beneficios, y únicamente si los beneficios superan los costes. Y es sujeto pues despliega un tipo de acción muy concreta, la "acción racional con arreglo a fines" (Weber 1977 [1921]), aquella que permite ese cálculo de costes y beneficios, una acción propia de un sujeto estratega, autónomo y racional, la más moderna y la más consciente (Dubet 2010). Acción y sujeto, lo vemos, van de la mano; lo que queda fuera, no es ni sujeto, ni acción, ni por supuesto movilización.

En un trabajo ya clásico, Piven y Cloward (1979) argumentaron que las teorías de los movimientos sociales no consideran ciertos movimientos como tales, puesto que los sujetos que los conducen no son pensados como susceptibles de acción. Mediante el análisis de los que llaman "movimientos de pobres" (de parados y trabajadores precarios, de derechos civiles y a favor del Estado de Bienestar), estos autores sostuvieron que este tipo de movimientos no son estudiados porque no operan con las formas de organización de otros movimientos sociales, y, por eso mismo, son declarados fallidos. Podríamos decir que algo similar sucede cuando estas teorías se enfrentan a las movilizaciones de víctimas: ni consideran a las víctimas susceptibles de movilización, pues no son siquiera pensadas como agentes, ni por lo tanto alcanzan a ser consideradas objetos de investigación. Para que lo fueran, su acción debiera corresponder a la de otros movimientos sociales: la acción racional con arreglo a fines, y el repertorio de acción (Tilly 1995) que principalmente va asociado a esta, la reivindicación ante el Estado.

Pero las víctimas hoy se movilizan y actúan. ¿Cómo estudiar, sin embargo, un objeto que parece impensable? ¿Cómo abordar la movilización de quien en cuanto víctima es considerado incapacitado de acción? En trabajos como el de Lefranc y Mathieu (2009), el objeto se aborda, pero para hacerlo se ven obligados a pensar que las víctimas no son más que un "actor como otro cualquiera" (Lefranc y Mathieu 2009). De hecho, se preguntan estos autores: "¿tienen las 'movilizaciones de las víctimas' características tan singulares que no pueden ser objeto de una lectura apoyada en las herramientas de análisis 'ordinarias'?" (Lefranc y Mathieu 2009, 13). No, responden: las víctimas son un actor como otro, y, por tanto, nuestras herramientas "ordinarias" nos sirven para su análisis. Un ejemplo claro de esta apuesta es la de Lilian Mathieu en su estudio sobre las movilizaciones de prostitutas en Francia (2001). En él se pregunta por qué los individuos en situaciones más desfavorecidas, los más precarios, los más dominados, son los que menos se sublevan contra la situación. Concluye que es debido a la "falta de recursos y a una debilidad organizativa, que han de subsanar para hacer escuchar sus quejas" (Mathieu 2001, 11). Lo que esta apuesta esconde es, siguiendo a Piven y Cloward (1979), una mirada analítica que busca encontrar siempre una forma específica de acción y movilización social: sólo pareciéndose a otros movimientos sociales -adquiriendo sus mismas formas organizativas, haciéndose con recursos similares, asumiendo sus mismos repertorios de acción- podrán existir e incluso tener éxito (Piven y Cloward 1979).

Estos enfoques permiten, es cierto, cuestionar la idea de que la víctima es una figura pasiva, e insisten: es un "actor como otro cualquiera". Pero a través de esa insistencia terminan por indicar, de manera quizás un tanto fortuita, que la acción de las víctimas cuestiona su propia ontología: "la víctima como actor movilizado deja paso a la sospecha (una sospecha moral): si se moviliza, si recurre a recursos y al cálculo, su mismo estatus de víctima se fragiliza" (Lefranc y Mathieu 2009, 23). La víctima que actúa (colectivamente) no es en realidad víctima, muestra justo que abandona esa condición; o dicho de otro modo: víctima y acción no funcionan juntas, son incompatibles.

¿Cómo aprovechar teóricamente esta paradoja? En lugar de intentar resolverla, bien sea asumiendo que la víctima no tiene agencia, o bien insistiendo en que la víctima es un "actor como otro cualquiera", nuestra apuesta pasa por plantear que las herramientas teóricas y analíticas disponibles sólo ven un tipo de acción al que corresponde un tipo de sujeto, y preguntarnos si otro tipo de acción no es posible. Hay opciones para resolver este interrogante y algunas propuestas. La de Marc-Henri Soulet de la "acción débil" (2003) como la acción propia de los vulnerables, de las víctimas, es una de ellas. Esta "acción débil" no es la acción estratégica, utilitarista, en busca de un fin, propia del ciudadano; al contrario, es una acción en la que el único recurso disponible es la experiencia misma de vulnerabilidad, de victimización. La "acción débil" busca ordenar esa experiencia en un "universo de sentido" (Soulet 2003, 193). Así vista, la víctima actúa, pero su acción no es la de un actor cualquiera, la acción racional con arreglo a fines. Es otra: acción que puede pasar por el simple acto de juntarse, de crear redes de apoyo afectivo para dar sentido a lo ocurrido, para reconstruir la experiencia de sufrimiento con otros que "han pasado por lo mismo", de constituir "comunidades de dolor" (Ortega 2008), de abrir procesos que transformen el victimismo en acción, de generar espacios para resignificar o habitar las categorías disponibles (Mahmood 2005).

Acción racional con arreglo a fines y "acción débil" se fusionan de manera extraña y compleja en ese lugar repleto de tensiones que es el del ciudadano-víctima. He ahí la paradoja de la acción en la era de los ciudadanos-víctimas: el sujeto de la acción es también un sujeto desagenciado.

Notas conclusivas sobre el ciudadano-víctima

El ciudadano-víctima ostenta el rango de hipótesis, de propuesta abierta, de interrogación teórica y analítica, y hasta cierto punto de contradicción conceptual. La hipótesis es, por un lado, de cariz temporal, ya lo hemos dicho: antaño, víctima era un excluido de la ciudadanía que ocupando esa posición exterior al común permitía su existencia; la víctima era lo que no era el ciudadano -héroe, chivo expiatorio, mártir-. Era, en definitiva, un sujeto extraordinario, una excepción respecto a lo normativo, cuyo lugar lo ocupaba el ciudadano. Hoy, la víctima ya no es un sujeto excepcional; la multiplicación del número y la democratización de causas que pueden producir modalidades diferentes de esa figura no sólo hacen que esta ocupe cada vez más espacio social, sino que sobre todo se sitúe en una posición cada vez más central, aquella hasta ahora ocupada en su totalidad por el ciudadano, con quien primero compite y luego termina fusionándose.

La víctima, entonces, ya no es un sujeto excepcional, extraordinario; no es un personaje propio del orden de lo sagrado. Ha perdido su singularidad aristocrática y es ya un sujeto común, un ciudadano ordinario. Pero también no lo es, pues precisamente el hecho de que una catástrofe, algo extraordinario, lo que fuere, afecte a su integridad de ciudadano es lo que justifica que pensemos en ella -y ella se piense- como una víctima, un sujeto del orden de lo no-común. A algunas dimensiones, teóricas, metodológicas, morales y políticas también, y sobre todo empíricas, esto es, que hacen a situaciones observables donde se manifiesta este nuevo personaje, el ciudadano-víctima, se dedica este número. Nuestro objeto es, encarna, un poderoso oxímoron, que aúna figuras de características pensadas excluyentes: por un lado, la víctima, que fue imaginada, aún lo es, como una entidad pasiva; por el otro, el ciudadano, que no; a la una se la asiste y el otro asiste; la primera es y define identidad desde el sufrimiento individual, mientras que el segundo lo hace desde la participación en lo público; el segundo tiene palabra y agencia, la víctima, dado que es su contrario, carece de ellas. Las dos caras se funden, se prestan atributos: para el uno (el ciudadano), la condición sufriente, que fue anatema, deviene sine qua non; para el otro (la víctima), la agencia y la palabra proactivas son una opción, cuando no eran siquiera imaginable. El ciudadano-víctima no cancela las tensiones entre las dos figuras que fusiona; las combina en una tensión que es permanente y que no se resuelve. No es ni uno ni otro pero es como uno y como otro.

Referencias

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1Los dos parágrafos que siguen sintetizan argumentos desarrollados extensamente en Gatti y Martínez (2016).

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