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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.59 Bogotá jan./mar. 2017

https://doi.org/10.7440/res59.2017.09 

Otras voces

Cultura del automóvil y subjetividades en Colombia (1950-1968)*

Automobile Culture and Subjectivities in Colombia (1950-1968)

Cultura do automóvel e subjetividades na Colômbia (1950-1968)

Óscar Iván - Salazar Arenas**** 

** Doctor en Ciencias Humanas y Sociales por la Universidad Nacional de Colombia. Profesor asociado del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá. Últimas publicaciones: "Fervor y marginalidad de las ciclomovilidades en Colombia (1950-1970)". Revista Colombiana de Sociología 39 (2): 49-67, 2016, y "De liebres, tortugas y otros engendros: Movilidades urbanas y experiencias del espacio público en la Bogotá contemporánea". Revista Colombiana de Antropología Volumen 49 (2): 15-40, 2013. oisalazara@unal.edu.co


RESUMEN

Este artículo describe elementos de la cultura del automóvil, un tema poco estudiado en las investigaciones sobre transporte y cultura urbana. Con base en casos colombianos se busca sustentar cómo prácticas, creencias, valores y emociones asociados al automóvil trascendieron el universo de los autos, a tal punto que buena parte de los cambios culturales de las ciudades estuvieron asociados a las automovilidades. El argumento se desarrolla por medio de la discusión del papel de la autonomía, la noción de personalidad conductora y las jerarquías sociomateriales propias del sistema de automovilidad. El trabajo está basado en revisión y análisis de prensa y boletines estadísticos del período 1950-1968, referentes a los casos de Bogotá y Barranquilla.

PALABRAS CLAVE Transporte; automovilidades; cultura urbana; subjetividades

ABSTRACT

This paper describes elements of automobile culture, a topic that has hardly been studied at all in research on transport and urban culture. Based on Colombian cases, the paper shows how the practices, beliefs, values and emotions associated with automobiles have transcended the universe of cars, to the point that many of the cultural changes in cities were related to automobilities. The argument is developed through a discussion of the role of autonomy, the notion of the driver personality and the automobility system's own socio-material hierarchies. The research is based on the review and analysis of press items and statistical bulletins from the period of 1950-1968 referring to the cases of Bogota and Barranquilla.

KEYWORDS Automobilities; transport; urban culture; subjectivities

RESUMO

Este artigo descreve elementos da cultura do automóvel, um tema pouco estudado nas pesquisas sobre transporte e cultura urbana. Com base em casos colombianos, busca-se sustentar como práticas, crenças, valores e emoções associados ao automóvel transcenderam o universo dos automóveis a tal ponto que boa parte das mudanças culturais das cidades esteve relacionada com as automobilidades. O argumento desenvolve-se por meio da discussão do papel da autonomia, a noção de personalidade condutora e as hierarquias sociomateriais próprias do sistema de automobilidade. Este trabalho está baseado em revisão e análise de imprensa e boletins estatísticos do período 1950-1968, referentes aos casos de Bogotá e Barranquilla (Colômbia).

PALAVRAS-CHAVE Transporte; automobilidades; cultura urbana; subjetividades

Introducción

Hasta hace poco tiempo los automóviles y las prácticas asociadas a ellos habían sido asuntos de indagación fragmentaria en las ciencias sociales, usualmente vinculados a los estudios de transporte. Aun si reconocemos la importancia de algunas reflexiones sobre el significado del automóvil en Francia (Barthes 2006; Baudrillard 2004), las preguntas por la dimensión cultural del auto han comenzado a ser investigadas de manera sistemática desde hace relativamente poco (Miller 2001). De la mano de los estudios de las movilidades, en el siglo XXI los carros han sido repensados como parte de sistemas complejos (Featherstone 2004; Urry 2004 y 2007), objetos de deseo, movilización de las emociones, clave para comprender prácticas urbanas contemporáneas (Salazar 2013; Sheller 2004; Sheller y Urry 2000 y 2003; Thrift 2004), factor decisivo para entender diferencias e inequidades sociales o la construcción de ciudadanía, principalmente en casos norteamericanos y europeos (Cresswell 2006; Seiler 2008). La dimensión cultural del auto en algunos países de América Latina en las primeras tres décadas del siglo XX ha sido estudiada por Giucci (2007), pero, aparte de algunas reflexiones recientes sobre los automóviles a comienzos del siglo pasado en Bogotá (Castro-Gómez 2009), el tema ha recibido escasa atención en las ciencias sociales colombianas.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en el siglo XX el mundo occidental vivió un importante período de expansión de la industria del automóvil y otros transportes impulsados por combustión de gasolina. En Colombia, el aumento en las importaciones de vehículos y autopartes se dio en medio de grandes transformaciones de las vías urbanas y las carreteras, sobre todo en las cuatro principales ciudades y sus regiones de influencia (Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla). Además del proceso industrial o los cambios urbanísticos, las transformaciones tenían que ver con aspectos culturales vinculados a las prácticas de movilidad de la población. El significado de los carros, las controversias o la recepción del público no han sido analizados sistemáticamente por las ciencias sociales en Colombia. Muchas de las críticas que se les hacen a los automóviles reproducen ideas y conclusiones foráneas, y es ya hora de revisar con bases empíricas propias cuáles han sido los efectos de las automovilidades en nuestras ciudades.

No pretendo aquí agotar este asunto, aunque sí sumar esfuerzos para esta revisión, centrado en una dimensión que resulta marginal en los estudios técnicos de transporte: la cultura del automóvil. Mi pregunta central apunta a responder ¿cómo se convirtieron en hegemónicas las automovilidades en nuestras ciudades sin la masificación en el uso del automóvil particular? El argumento que presento para responder a esta pregunta es que los cambios culturales asociados al auto fueron decisivos en este proceso. Así, mi objetivo es presentar elementos claves de la cultura del automóvil en Colombia durante las décadas de 1950 y 1960, centrado en dos ciudades que para ese entonces representaban experiencias urbanas distintas, pero que fueron impactadas por la expansión del sistema de automovilidad. Por una parte, Bogotá, como capital y ciudad más grande del país, atravesó transformaciones urbanas sin precedentes. Por otro lado, Barranquilla había sido la ciudad puerto más importante hasta la mitad del siglo XX, y en los años cincuenta todavía era puerta de entrada y salida de mercancías, pasajeros, punto de contacto con el exterior y paso obligado para entrar o salir de Colombia por vía aérea. Prestar atención a lo que ocurrió en ambas ciudades permite describir diversos aspectos de un proceso que no fue sólo bogotano ni de las ciudades andinas más grandes.

Luego de una breve descripción general de nuestras automovilidades en relación con las automovilidades masificadas de Estados Unidos, me concentraré en describir la manera como se producían subjetividades vinculadas al uso del carro y algunos de sus efectos en otros campos de la experiencia urbana. Hablaré de dispositivo de automovilidad para referirme a un complejo de fuerzas, objetos, instituciones, agentes relacionados con los automóviles que operan conjuntamente, aunque muchas veces de formas contradictorias, y que tienen como uno de sus principales efectos la producción de subjetividades automovilizadas.1 De acuerdo con Giucci, se trataría de subjetividades propias de una modernidad cinética que aspira al movimiento constante, o al "puro ser-que-genera-movimiento" (Giucci 2007, 18). Así, los conductores y pasajeros, pero también las autoridades de tránsito o los expertos en transporte, hacen parte y son resultado del dispositivo. También me referiré al "sistema de automovilidad" siguiendo a Urry (2004 y 2007), para aludir a la multiplicidad de objetos, tecnologías, técnicas, saberes, prácticas o materialidades que se ensamblan en el universo de los automóviles.

Las fuentes de este trabajo son principalmente prensa, magazines y boletines estadísticos del período comprendido entre 1950 y 1968. La indagación incluyó el análisis de contenido de las publicaciones, interpretación de significados, comparación de casos y construcción de algunos indicadores estadísticos.

Automovilidades foráneas y propias

De acuerdo con Urry (2007), el sistema de automovilidad implica una serie de componentes que en su combinación generan y reproducen su carácter específico de dominación sobre los demás sistemas de movilidad. De las características enumeradas por Urry, me interesa resaltar aquí sólo algunas de ellas. En los países donde se ha masificado su uso, el carro constituye uno de los objetos de mayor consumo individual, es signo de adultez, marcador de la ciudadanía y base de la sociabilidad y las redes de contactos. La automovilidad es un complejo sistema de conexiones técnicas, sociales, institucionales e industriales. En muchos casos ha llegado a constituirse en una forma de movilidad predominante que reorganiza el tiempo, el espacio y la experiencia de los sujetos. La cultura del automóvil constituye un discurso dominante sobre el bienestar y sobre lo que resulta indispensable para ser un ciudadano móvil moderno. La combinación de estos aspectos ha estabilizado el sistema como un modo de movilidad que constituye un camino de dependencia para el orden urbano y las prácticas cotidianas de desplazamientos. Aunque no utilicemos el automóvil, es indispensable moverse en la ciudad en función de los vehículos, ya que los demás sistemas dependen irreversiblemente de la automovilidad (Urry 2007, 115-119).

A pesar de que muchas de estas circunstancias se repiten en nuestro medio, su ensamblaje particular difiere de lo acontecido en Estados Unidos y Europa. En este texto me concentraré en la emergencia y consolidación de subjetividades automovilizadas que se ensamblan con el espacio urbano, como parte de la cultura de lo "auto". Aunque compartamos las voces críticas al modelo de ciudad basado en el automóvil particular, es necesario comprender a los conductores en relación con el sistema de movilidad del que hacen parte, y no sólo como individuos que conducen una máquina. Argumento entonces que los conductores de vehículos deben ser analizados como subjetividades móviles que suponen formas de pensar y actuar, o formas de ser, estar y percibir el mundo. Conducir un automóvil supone incorporarse a un tecno-paisaje compuesto de objetos, símbolos, lugares, cuerpos fijos o en movimiento; implica que para habitar ese universo se incorporen unas formas de conducta que moldean al "buen conductor". Al estudiar las automovilidades en distintos momentos del siglo XX en Estados Unidos, Seiler (2008) señala que el dispositivo de automovilidad que produce a esos conductores -en cuanto aparato, matriz de inteligibilidad o formación- está constituido por una red coordinada y multifacética de poderes y saberes. La automovilidad implica un ensamblaje múltiple de mercancías, instituciones, escenarios, nodos de capital, sensibilidades y modos de percepción, así como la producción de sus propios sujetos (Seiler 2008, 6).

Sin embargo, hay diferencias notables entre nuestra automovilidad y la de Estados Unidos, el primer país en donde el uso del carro particular llegó a masificarse. En nuestro caso, a mediados del siglo XX el acceso al automóvil no era masivo. En 1952 se hablaba de una relación de 35 habitantes por automóvil en Bogotá, con 20 mil vehículos para una población de 600 mil habitantes, mientras que en Los Ángeles (EE. UU.) la relación era de 2,5 habitantes por automóvil ("Urbanismo. Espacio vial" 1952). Veinte años después se reportaban 30 habitantes por automóvil, y sólo el 13% de las familias en la ciudad tenían un carro (Llewelyn-Davies et al. 1973). En el plano nacional, las cifras regionales y de Bogotá, calculadas incluyendo todos los tipos de vehículos automotores, mostraban una concentración de autos mucho más alta en la capital que en el resto del país (ver la tabla 1). El departamento del Atlántico tenía la segunda concentración más alta en relación con su población, debido a una alta automovilización en Barranquilla, capital del departamento.

Tabla 1 Número de habitantes por vehículo automotor en Bogotá y departamentos de las ciudades principales 

1951 1961 1967
Bogotá 33,3 22,5 29,9
Atlántico 71,5 42,5 44,0
Valle del Cauca 119,5 61,7 58,0
Antioquia 152,0 78,3 89,9
Colombia 163,6 72,4 72,1

Fuente: elaboración propia con base en el Anuario General de Estadística (DANE 1952, 1962a, 1967a, 1967b), el Anuario Municipal de Estadística (Contraloría Municipal 1951) y el Anuario Estadístico de Bogotá, D. E. (1962b y 1974a).

A pesar de que no había masificación del uso del automóvil, su influencia era evidente en las reformas propuestas por el urbanismo moderno desde finales de la década de 1940 en Colombia y en las obras viales efectivamente adelantadas desde los años cincuenta. Ante los recurrentes problemas de tráfico en sectores específicos del centro y el norte de Bogotá, y en las calles aledañas al Paseo Bolívar en Barranquilla, prácticamente no hubo resistencia o voces críticas que plantearan una alternativa distinta a ensanchar las calles y construir avenidas para facilitar la circulación. Tras la desaparición del tranvía de Bogotá en 1951, después de la mitad del siglo XX los automóviles y autobuses ganaron cada vez más terreno, sin que existiera otro sistema de movilidad urbano motorizado que les hiciera contrapeso o les planteara competencia.

Se generó entonces una coproducción urbana paradójica: con la expansión de las vías, la construcción de avenidas y autopistas, el tecno-paisaje de las ciudades estaba reestructurándose de acuerdo con las automovilidades; el incremento de vehículos en las calles era notorio, pero la masificación en el uso del carro particular estaba lejos de producirse. Aun sin masificación, el sistema de automovilidad se expandió para darles cabida no sólo a los vehículos particulares, sino también a taxis y autobuses, y reconfiguró las demás movilidades urbanas. Si bien el proceso comenzó décadas atrás, los años cincuenta y sesenta fueron decisivos para la consolidación y estabilización del sistema (ver los gráficos 1 y 2).

Fuente: elaboración propia con base en el Anuario Municipal de Estadística (Contraloría Municipal 1950; 1951; DANE 1956b; Dirección Nacional de Estadística 1953), el Anuario Estadístico de Bogotá (DANE 1957, 1958b, 1959b, 1961a, 1961b, 1962b, 1963b, 1964, 1965b, 1966, 1967c, 1974a, 1974b) y el Anuario General de Estadística (DANE 1952, 1955, 1956a, 1958a, 1959a, 1962a, 1963a, 1965a, 1967a, 1967b, Dirección Nacional de Estadística 1952).

Figura 1 Vehículos motorizados con matrícula vigente en Bogotá, 1946-1966 

Fuente: elaboración propia con base en cifras del Anuario General de Estadística (1950-1967). No hay datos de los años 1956, 1957, 1959, 1960, 1962 y 1964. En esos casos, el gráfico muestra la tendencia inferida entre la cifra anterior y la posterior.

Figura 2 Vehículos motorizados con matrícula vigente en el Atlántico, 1949-1967 

Cultura del automóvil y de lo "auto"

Como parte de los cambios urbanos se instauró progresivamente una cultura del automóvil que tuvo amplios efectos en diferentes campos. Una de las características del sistema de automovilidad es su capacidad autopoiética y de expansión constante, que continuamente produce nuevos lugares, nuevas prácticas, nuevos tipos de conductores (Urry 2007, 112). Así, a lo largo del siglo XX se remodelaron los lugares específicos donde se instauraba la influencia del carro, y las prácticas de las personas se debieron amoldar a esas condiciones. En Estados Unidos, desde las primeras décadas del siglo XX, conducir se convirtió en un medio fundamental para hacer parte de la nación y ser ciudadano:

Para los hombres blancos de clases medias y obreras, conducir se mostró capaz de potenciar una analogía de la soberanía del yo atenuada por la taylorización y el régimen burocrático y, de forma más general, de masculinizar la identidad del consumidor. Para mujeres, inmigrantes y gente de color, grupos cuya automovilidad fue cuestionada tanto como su adecuación para la ciudadanía, el asiento del conductor fue la señal del molde para esa adecuación así como de las ventajas de ser un americano pleno. (Seiler 2008, 42)

En este sentido, conducir se convertía en una práctica de sí, en la medida en que implicaba autogobernar el propio cuerpo, los pensamientos y los afectos a través de la incorporación de técnicas específicas para manejar un vehículo, así como la incorporación de sí mismo al automóvil.2 De forma extendida, saber conducir empezó a volverse norma generalizada, la licencia de conducción comenzó a utilizarse como documento de identificación ante las autoridades, usar un auto se volvió medio de acceso al mercado, símbolo de éxito personal, de pertenencia a la nación y del "estilo de vida americano". A su vez, el saber conducir proveía libertad y suponía asumir riesgos antes inexistentes. Así,

Como en la sexualidad, los placeres emancipatorios de la automovilidad y su potencial destructivo demandaron de la construcción de un aparato, consistente en elementos legislativos, técnicos, médicos, culturales, económicos, políticos, éticos y arquitectónico/espaciales que simultáneamente podrían habilitarla y constreñirla, cultivarla y regularla, gobernarla y permitirla. Y, como la sexualidad, la automovilidad proveyó un medio crucial para el despliegue de una subjetividad de la libertad normalizada y moderna. (Seiler 2008, 61)

En los años cincuenta, la automovilidad norteamericana se vio potenciada aún más por el proyecto del Sistema Interestatal de Autopistas Nacionales y de Defensa iniciado en 1956, y la profusión de nuevos lugares estrechamente vinculados a los automóviles, tales como las estaciones de servicio, los "restaurantes para motoristas" ("Así son los Estados Unidos..." 1960) o los moteles, que eran pequeños hoteles ubicados a la orilla de las carreteras ("Los moteles..." 1966), y que definitivamente consolidaron la influencia de la automovilidad dentro y fuera de las ciudades.

El eco mediático permanente en Colombia de las diferentes prácticas automovilizadas en Estados Unidos y Europa hacía parte fundamental del universo de representaciones y construcción de nuestras automovilidades. Y aunque en nuestro caso no habría una influencia tan evidente del automóvil en la identidad nacional, sí existía un deseo de transformación física y cultural a través del carro. Calibán, editor del periódico El Tiempo, decía:

Poseer un auto es el ideal de millones de familias. Si se les permitiera a los grandes productores de automóviles, General Motors, Ford, Fiat, Simca y demás montar aquí sus fábricas y no se les abrumara de impuestos, el colombiano podría comprar un auto barato o caro. [...] El jefe de familia, además de sus hijos jóvenes, se convertiría en ser superior. Le nacerían alas o ruedas, que para el caso es lo mismo. Tendría más aliciente para trabajar y para imponerse a los predicadores de desorden. El auto es factor de estabilidad y satisfacciones. Se acabarían las charlas de café y el ocio, madre de todos los vicios. Podría aprovechar los fines de semana. Y sobre todo, no tendría que servirse de los inmundos buses. (Calibán 1963)

Al igual que lo ocurrido en Estados Unidos a comienzos del siglo, el automóvil prometía libertad y transformación en medio de un proceso de urbanización acelerada. Era visto además como medio de ascenso y de prestigio, factor de orden social y moral, sinónimo de autonomía, y era además un objeto masculinizado.

El valor de la autonomía se encarnaba perfectamente en el automóvil, tanto en Estados Unidos como en Colombia, pero en sentidos distintos. En el primer caso, Rose (1999) señala un importante giro en la racionalidad política de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, en el cual se resaltaban los límites de los poderes públicos del Estado y se veía como indeseable la interferencia del poder coercitivo de la Policía en el reino privado. La opinión pública, las presiones de la sociedad civil y la conciencia personal fueron erigidas en principios reguladores de las preferencias personales. Para que esto fuera posible debían producirse sujetos autónomos, capaces de autogobierno y autocontrol. En este proceso fue central estimular las competencias de elección individual y el desarrollo de las tecnologías del consumo, con el objeto de brindarles a los individuos herramientas y recursos para la autonomía (Rose 1999, 271). El automóvil fue fundamental en ese proceso.

En nuestro caso, la autonomía que prometía el automóvil implicaba una transformación cultural -simbólica y material- y era signo de progreso. Si seguimos a Calibán, suponía dejar de usar "los inmundos buses" y olvidarse de prácticas ociosas para aprovechar el tiempo y trabajar. El autocontrol tenía entre nosotros el peso de un proceso civilizatorio desigual, en el que el automóvil servía más para la distinción y la movilidad social que para la integración a una comunidad imaginada o una ciudadanía universal. Este sentido de las automovilidades se revela en historias de éxito personal de individuos que por medio del automóvil, o valiéndose de él en algún momento de su vida, lograban progresar y sobresalir. Tal fue el caso de Fernando Mazuera Villegas, quien llegaría a ser alcalde de Bogotá, y que en sus inicios como empresario logró conseguir buena cantidad de dinero gracias a sus negocios con una empresa de taxis (Mazuera 1972, 44-46). En la historia de vida de otro empresario, dueño de una cadena de restaurantes, el esfuerzo y el autosacrificio personal en sus años de juventud trabajando dieciocho horas diarias como conductor de una empresa y taxista, finalmente lo llevaron al éxito ("De chofer a millonario" 1965). En estos casos, la autonomía y una forma particular de automovilidad, como el ser taxista, se traducían en capital económico y éxito personal.

Por otro lado, la nota de Calibán opone el automóvil al desorden urbano reiterado constantemente por la prensa. Las décadas del cincuenta y el sesenta, en muchas ciudades colombianas, fueron años de profundos cambios físicos de las calles, y al final de la década del cincuenta hubo crisis permanentes en el sistema de transporte público basado en autobuses, especialmente en Barranquilla y Bogotá, debido al costo de los pasajes. La representación del automóvil particular apostaba por erigir al carro en una necesidad y en solución al caos urbano, pero desconocía que aquello que se veía como desorden era en gran medida producto de la expansión del sistema de automovilidad.3 La fascinación con el automóvil impulsada constantemente por la publicidad, la aparición de nuevos lugares que hacían parte del sistema y el impulso del discurso modernista de los nuevos arquitectos hacían difícil ver las posibles consecuencias de la automovilidad y sus tecno-paisajes.

Además de los automóviles, el comercio fue uno de los primeros campos en los que se expresó y concretó la naciente cultura de lo "auto". Los antecedentes del autoservicio y la autonomía en la decisión de compra en Colombia se encuentran en los almacenes Ley de Barranquilla, Cali, Bogotá y Medellín, que desde los años cuarenta ya dejaban la vitrina abierta y sin vidrios para el acceso directo del público a los productos ("Comercio. Mostrador abierto" 1951). También, almacenes tradicionales como el Tía inauguraron en 1958 en Barranquilla el autoservicio para compra de dulces ("El 'Auto-servicio' en el Tía" 1958). Antes de esta disposición espacial, la norma en los almacenes eran las vitrinas cerradas con puertas de vidrio que exhibían la mercancía pero impedían su manipulación por el comprador, y sólo podían ser abiertas por los vendedores.

Pero el rediseño completo en las formas de comprar centradas en la autonomía y el autoservicio en Colombia lo realizó por primera vez Sears en Barranquilla, en 1953, con su almacén por departamentos ("Sears abre su primer almacén en el país", 1953). El ensamblaje completo incluía la arquitectura y sus condiciones de conexión con la ciudad por medio de vías para automóviles, equipamientos para los vehículos como estaciones de servicio ("Estación de servicio Sears" 1958); la distribución de las mercancías dentro del almacén, con pleno acceso al público; y la redefinición de las interacciones comprador-vendedor ("14 años tienen de funcionar..." 1967).4 El Sears de Barranquilla condensaba la multiplicidad de sentidos de la cultura de lo "auto" como síntesis del valor cultural de la autonomía y la automovilidad como dispositivo de coproducción de subjetividades.

Sears construyó en Barranquilla un edificio propio que incluía cuatrocientos parqueaderos gratuitos para clientes en un sector cercano a una zona residencial. Este tipo de construcción era novedoso en Colombia pero hacía parte de la estrategia que el almacén había implementado con éxito en Estados Unidos. A diferencia de la mayoría de almacenes, establecidos en las zonas comerciales y congestionadas del centro de las ciudades, Sears fue pionero en la creación de un tipo de almacén plenamente automovilizado: "La mayoría de los almacenes Sears se encuentran [...] fuera del perímetro comercial, pero accesibles al público, y además cuentan con espaciosos estacionamientos para automóviles" ("Sears en la América Latina" 1953). La ubicación en la ciudad era además óptima para su acceso por la avenida Olaya Herrera y por calles pavimentadas que conectaban con los barrios de las clases alta y media de Barranquilla, especialmente con los barrios El Prado y Boston.

El inmenso local comercial concentraba la atención de los compradores al ofrecer gran cantidad de productos en un solo sitio. Esta configuración espacial del lugar, a la que hoy ya estamos acostumbrados, era novedosa porque implicaba cierto secuestro temporal de los visitantes en un mismo sitio, a diferencia de los locales ubicados en las zonas comerciales de la ciudad, donde era posible visitar varios almacenes, comparar precios, y era indispensable la interacción con los vendedores. La vieja forma de consumo implicaba ser un peatón, mientras que la nueva imponía una inserción en las automovilidades, o al menos en las prácticas de lo "auto". La experiencia de compra era autónoma, estaba centrada en las decisiones del comprador, con una distribución espacial de góndolas y productos que eliminaban o reducían las intermediaciones humanas para acceder a los productos.

En un análisis sobre los supermercados y las plazas de mercado en los años 1970, Martín-Barbero (1981) señalaba las diferencias entre supermercados como Carulla y las plazas de mercado, en términos del tipo de intercambio que allí se daba. En las plazas de mercado, el intercambio era tanto económico como simbólico, en el sentido en que se entiende el intercambio en los trabajos de Marcel Mauss, e implicaba necesariamente la interacción y la comunicación entre las personas. En los supermercados, el énfasis se hacía ante todo en el intercambio económico centrado en el valor de cambio, y se reducían o minimizaban las interacciones o las fricciones entre vendedores y compradores, del mismo modo como ocurría en los almacenes Sears. Precisamente, la individualización de la compra y la disminución en la interacción humana llevarían a pensar que lo único que contaba era el intercambio económico. Sin embargo, también estaban en juego la instauración de una cultura de la autonomía y la potenciación de sujetos capaces de autogobernarse y autodirigirse de manera libre, aunque regulada, en relación estrecha con el dispositivo de automovilidad.

La cultura de lo "auto" supone entonces dos dimensiones que se condensan en el automóvil como objeto y en las automovilidades como sistema de prácticas. La automovilidad "involucra la fusión del yo humano autodirigido como en la noción de autobiografía, y de objetos o máquinas que poseen la capacidad de movimiento como algo que es automático o autómata" (Urry 2007, 119). En cuanto a la experiencia urbana, la cultura de lo "auto" se refiere ante todo a la manera como los individuos adquieren progresivamente una autonomía que antes no tenían para moverse y actuar en el espacio y relacionarse con la ciudad. Supone un ejercicio de reflexividad y autocontrol de tal tipo que lleva a los sujetos a interactuar ante todo con objetos y materialidades de la ciudad, y a reducir la intervención o la mediación humana. Esta experiencia es coproducida y mediada, en el sentido de Latour (2008), por los equipamientos urbanos para las movilidades, desde el pavimento hasta las señales de tránsito, pero también por lugares antes inexistentes como el almacén Sears o las innovaciones en las formas de compra y circulación por el almacén.

Pero la "automatización" en el funcionamiento de la ciudad, antes que el desplazamiento de la agencia humana, supone la incorporación de unos códigos de conducta, unos hábitos y unos saberes que nos permiten interactuar con una población de personas, objetos y vehículos cada vez más densa. Aparentemente, en el funcionamiento cotidiano del dispositivo de automovilidad, los individuos reducen su intervención a un papel de supervisión o al de agentes que accionan el mecanismo y esperan sus resultados. Sin embargo, los objetos no actúan solos, sino que actuamos a través de ellos al convertirlos en mediadores de las prácticas. Hay que evaluar entonces lo que se elimina pero también lo que se añade de interacción humana, material y tecnológica.

Personalidad conductora y emociones automovilizadas

Una contraparte de la automatización del funcionamiento urbano era la incorporación de códigos de conducta que demandaban un ejercicio reflexivo de los sujetos para saber cómo y cuándo actuar; suponían también adquirir experticias como el "saber conducir", que integraban la conducta, la personalidad, el saber técnico y el ejercicio reflexivo del autocontrol y el monitoreo de sí mismo. Autocontrol era también saber controlar el propio cuerpo para conducir el automóvil; el autocontrol entonces no era sólo la vigilancia de la propia conducta, sino también la traducción de las propias capacidades en una práctica corporal orientada a las movilidades. La presencia de los automóviles reforzaba e impulsaba ciertas dimensiones de un proceso civilizatorio con énfasis en la individualización (Elias 1989), a la vez que introducía nuevas formas de relación con la materialidad urbana que suponían incorporar un saber-hacer, un saber-moverse por la ciudad.

Pasada la mitad del siglo XX, el tratamiento del tema de los conductores por parte de la prensa era muy afín al lenguaje de la psicología o el psicoanálisis y aludía constantemente a la noción de personalidad. En tal sentido, el conjunto de representaciones mediáticas de las conductas y emociones de los conductores de la época puede describirse en función de lo que podemos denominar personalidad conductora. Los textos se centran en las características que adquiere, posee o puede incorporar el sujeto como efecto de su condición de ser conductor de automóvil; describen ese conjunto como algo que se adquiere y que puede ser moldeado.

Así, la personalidad conductora alude a unas formas de comportamiento, emotividad y racionalidad encarnadas en la persona, antes que como efectos de su ensamblaje con un sistema de movilidad y el universo de las relaciones sociales en las que estaría inmerso todo conductor. La personalidad conductora centraba la atención en los aspectos puramente humanos de la condición de conductor resaltando su agencia y responsabilidad plena, aunque esta hiciera parte de un ensamblaje más amplio, que iba desde el sistema de automovilidad hasta sus relaciones con los demás sistemas y sujetos, tales como peatones o ciclistas y otros tipos de actores. En tal sentido, la personalidad conductora hacía parte de la subjetividad móvil de los conductores, pero no la agotaba.

La personalidad conductora de mediados del siglo XX puede describirse a través de tres aspectos: el saber conducir, que suponía la incorporación de conocimientos y habilidades para poder guiar un vehículo; la buena conducta como condición para salir a la calle y relacionarse en público con otros conductores, con peatones y con la autoridad policial; y el control de las emociones derivadas de la práctica de conducción o de otras experiencias incorporadas por parte de quien manejaba. Los tres aspectos suponían una puesta en escena pública, pero mientras que la buena conducta y el saber conducir eran condiciones por desplegar y habilidades para utilizar, la emotividad era aquello que se debía aprender a controlar para alcanzar un desempeño eficaz, seguro y adecuado como conductor.

Saber conducir suponía pasar por un entrenamiento del cuerpo y la percepción, y desde los primeros códigos de tránsito se reglamentaron los procedimientos y conocimientos necesarios para obtener una licencia. Dentro de los requisitos siempre habían existido medidas tendientes a evaluar la habilidad del conductor por medio de un examen o el paso por una escuela de conducción. Pero más allá de la obtención del pase, el afán por mejorar las habilidades de los conductores era objeto de atención constante en la prensa. La preocupación estaba motivada en los riesgos de accidentes de tránsito y sus fatales consecuencias para la vida humana, ante lo cual era necesario persuadir del peligro y sus consecuencias. De este modo, se publicaban permanentemente diversos artículos que incluían recuentos de accidentes de tráfico, con detalles de las víctimas y fotografías, recomendaciones para manejar en la noche, consejos para la utilización de las luces ("Todos somos posibles asesinos" 1950), llamados de atención sobre el peligro de los niños en las vías ("¡Cuidado con los niños!" 1956), consejos para no dormirse en las carreteras y autopistas ("Trece sugestiones..." 1965) y recomendaciones sobre el uso de cinturones de seguridad (J.R.B. 1966b).

Además de las habilidades para conducir y la capacidad para monitorearse a sí mismo, tanto en serio como en broma se insistía en la relación entre el saber conducir y el buen comportamiento. Este vínculo fue permanente desde los primeros códigos de tránsito de Bogotá (Concejo Municipal de Bogotá 1912) y Barranquilla (Asamblea Departamental del Atlántico 1931), comenzando por la exigencia de presentar un certificado de buena conducta para obtener el pase, pasando por los estudios psicológicos y criminalísticos sobre las relaciones entre delincuencia y contravenciones de tránsito, hasta las caricaturas y los test de personalidad para autoaplicárselos, publicados en los años sesenta en la revista Cromos. La buena conducta de los automovilistas a mitad del siglo XX tenía dos caras: una, la de los antecedentes disciplinarios y de policía alusivos a eventuales delitos y contravenciones, que se referían directamente al cumplimiento de las normas de policía y los reglamentos de tránsito. Y la otra, la del comportamiento cortés y educado frente a los demás conductores, los peatones, los pasajeros y la autoridad policial. Ambas caras estaban íntimamente ligadas, en la medida en que se complementaban como discursos para moldear al buen ciudadano.

Pero era en el cruce entre la buena conducta y el saber conducir, y sobre todo en los modos de conducir, donde se expresaba la personalidad conductora. A pesar de las normas de tránsito y los manuales de urbanidad, las prácticas de conducción adquirían formas particulares, que en algunos casos llegaban a asimilarse a las identidades nacionales. Así, una cronista colombiana que describía la expedición de un nuevo reglamento de tránsito en Inglaterra afirmaba que, "comparados con la velocidad francesa, la impulsividad italiana o la imprudencia suicida de mis compatriotas, estos conductores londinenses parecen un modelo de prudencia y lentitud" (Echegoyen 1961, 3). Al ponerse en escena y ensamblarse con un sistema de automovilidad particular, la personalidad conductora adquiría características concretas, unos modos de conducir vinculados a las circunstancias y que progresivamente se iban naturalizando como la manera colectivamente aceptada de hacerlo. Era la experiencia de haber observado a otros conductores con modos de conducir distintos la que le permitía a la periodista ver la velocidad, la imprudencia suicida o la lentitud como características de distintos modos de conducir.

Podría decirse que la pretensión normalizadora de los reglamentos y las reglas de cortesía generaba una expectativa que nunca se realizaba tal como el discurso la imaginaba. Pero la representación del conductor ideal como un tipo monolítico de conductor unificado por las normas y los códigos de interacción de la cortesía funcionaba en doble sentido. Operaba como horizonte ideal para una subjetividad móvil deseada, pero también como una descripción que nombraba y visibilizaba únicamente lo que el Estado podía controlar. De este modo, las campañas de policía buscaban traducir el reglamento en práctica, combinando los códigos de policía y de tránsito con el discurso de la cortesía (Salazar 2016a, 126-159). Inevitablemente se produjeron zonas grises que empezaron a dejar en el olvido o en una situación de sospecha constante otras movilidades no motorizadas como las de los ciclistas o los zorreros (Salazar 2016b).

La tensión relacionada con las emociones en la generación de la personalidad conductora nos remite de nuevo al problema del autocontrol, pero ya no sólo de un sujeto centrado en las reflexiones y autoevaluaciones de su conducta, sino de uno que lo hace en relación estrecha con una máquina que debe maniobrar. La prensa de los años sesenta hablaba de la capacidad o incapacidad del conductor para controlar sus emociones o lo que se derivaba de ellas. Algunas eran la sensación de libertad, el gusto por la velocidad, la aventura y el riesgo, la frustración o el enojo ante los atascos de tráfico, la furia frente a la manera de conducir de los demás, las emociones de la conquista amorosa o la autoafirmación y el ascenso social. Se trata de emociones con sentidos ambivalentes, que pueden describirse esquemáticamente de acuerdo con los placeres y los riesgos de conducir.

Del lado de las narrativas sobre los riesgos, en un artículo publicado en Cromos se decía que "La mala disposición para conducir vehículos parece un nuevo pecado original [...] Los autos modernos están construidos como una invitación a la agresividad y al desfogue de impulsos primitivos [...] Lo que en automovilismo se llama deporte, es sinónimo de agresión y de vorágine" (J.R.B. 1966a, 12). En las narrativas de estas emociones automovilizadas, el discurso de la psicología cumplía el papel de otorgarles sustento científico a las recomendaciones y los consejos, a la vez que se reforzaba la asociación entre buena conducta y buen conductor. Pero tratándose fundamentalmente de una adaptación de un texto publicado en otro medio, probablemente en inglés, llama la atención también el recurso de apelar a nuestra emotividad religiosa católica con la alusión al pecado original y el sentimiento de culpa implícito que este acarrea. En esta misma línea, había frecuentes llamados de atención sobre el potencial asesino que había tras el volante, descritos en la publicidad e historias morales sobre las consecuencias de los accidentes (Robins y Robins 1961, 24).

De este modo, uno de los riesgos percibidos en la automovilidad era el riesgo moral, que permitía hablar de lo que en el lenguaje técnico sobre los accidentes de tránsito se denominaban "errores humanos", pero por vía de la urbanidad y la cortesía:

Gentes corteses, sosegadas, de exquisita cultura en cualquier sitio que no sea el del volante de su automóvil, que están siempre listas a auxiliar a sus semejantes, cuando andan sobre cuatro ruedas se tornan en una especie de demonios intolerantes dominados repentinamente por el prurito de imponer su voluntad, de pasar primero, de atropellar, de considerar que la vía les pertenece por encima de cualquier consideración de orden legal, de instinto de conservación o de simple urbanidad. (Restrepo 1967, 37)

Se percibe el riesgo de la transformación de la personalidad de un sujeto civilizado a uno primitivo que se deja llevar por sus instintos. Es incapaz de autocontrol, aunque maneje el automóvil: "Se trata evidentemente de un acto de debilidad de una fuga de su propia personalidad que busca respaldo en la fuerza del motor, como si el número de caballos de que éste dispone, mitigara los complejos y aliviara las amarguras que se van acumulando en el corazón, a las cuales sólo se les puede dar desahogo con el respaldo de la fuerza mecánica" (Restrepo 1967, 37).

Pero había otro tipo de respuesta ante los riesgos de las automovilidades. Ante los potenciales fallos humanos por impericia, autoconfianza excesiva o falla en la estimación de las propias capacidades, adquirían importancia las innovaciones tecnológicas para la seguridad. En las décadas de 1950 y 1960 se produjeron y comenzaron a utilizar ampliamente varios dispositivos tecnológicos novedosos dentro del automóvil o en las vías, como la iluminación y señalización con pintura reflectiva, y se experimentó simulando accidentes para evaluar las reacciones de los automovilistas en carreteras reales, o en laboratorios para mejorar las condiciones de seguridad de los vehículos.

Estas innovaciones también tuvieron efectos en las emotividades automovilizadas y fueron objeto de debate o resistencia, como en el caso de los cinturones de seguridad, que se veían como una amenaza a la libertad individual (Baudrillard 2004, 77; J.R.B. 1966b, 12). Estos casos hacían parte del desarrollo de tecnologías que facilitaban la incorporación del conductor al cuerpo del automóvil, y que prefiguraban desarrollos posteriores de la ergonomía o el software para mejorar el control y facilitar la comunicación o las percepciones del exterior que se veían atenuadas o dificultadas por el vehículo mismo (Thrift 2004, 48-52). Hacen evidente el hecho de que quienes están vinculados a culturas automovilizadas no sólo sienten el carro, sino que además sienten a través del carro y con el carro (Sheller 2004, 228).

El lado de las emociones placenteras estaba representado por excelencia en la participación en competencias deportivas. La dificultad para explicar o narrar la emoción de ganar una carrera revelaba la distancia entre los discursos normativos que buscaban moldear la personalidad automovilizada y lo que impulsaba a muchas personas a conducir en una carrera. El título de una nota sobre la primera carrera de velocidad en la Costa, entre Barranquilla y Cartagena, realizada en 1953, muestra la ambivalencia entre razón y emoción: "Razón del triunfo. Nos apasiona el automovilismo". El periodista conversaba con los ganadores, un hombre y una mujer casados -él piloto, ella copiloto-, y le preguntaba a la mujer por lo que quiso hacer cuando fueron declarados ganadores. Ella respondió: "muchas cosas pero más que todo me dieron ganas de llorar de alegría...!", y sobre si pensaba que ganarían: "En absoluto. No tenía esas aspiraciones porque me encantan, me emocionan las carreras únicamente...!". Y cuando le preguntaron al esposo por qué le gustaban las carreras, este afirmó: "Porque soy un rabioso aficionado del automovilismo, sencillamente!" ("Razón del triunfo..." 1953, 6). Las respuestas evidencian la dificultad, incluso la imposibilidad, de explicar lo que están sintiendo. Aparentemente no hay más razón que una sinrazón para el gusto por las carreras: la pasión por el automovilismo.

Pero además de las emociones, que aparentemente no pueden ser explicadas, hay evidentes efectos de ellas. En 1963, la corredora paisa Lucy de Rojas afirmaba: "la velocidad me aleja de los problemas" ("Doña Lucy de Rojas..." 1965), y sobre lo que ocurría cuando comenzaba una carrera, decía:

Se siente un poco de complejo, de temor en los instantes mismos que preceden a la arrancada, y en los primeros kilómetros. Luego poco a poco las manos se le pegan al timón, los ojos se le clavan en la carretera, y la pierna derecha se le endurece sobre el acelerador. De ahí en adelante todo se mecaniza. Sobreviene el vértigo de la velocidad, pero como que al mismo tiempo se hace imperceptible. Ya no se piensa ni en la vida ni en la muerte, sencillamente correr al máximo y estar pendiente de las curvas. ("La primera volante colombiana" 1963, 43-44)

A partir de este relato podría decirse que hay un cierto "olvido de sí" cuando se da el ensamblaje del cuerpo y la máquina, por cuanto la práctica de conducir se mecaniza. El discurso normativo y de la prevención pareciera hablar de lo contrario: es necesario controlar los propios impulsos y las emociones para ser un buen conductor. Pero si entendemos el autocontrol en su acepción de controlar el automóvil, entonces el autocontrol cobra otro sentido y se muestra la doble incorporación de la que hablamos: la de adquirir unas habilidades específicas, un saber hacer, por medio del entrenamiento y la práctica -autocontrol del cuerpo-; y la de unirse al automóvil por medio de una conexión que es tanto física como emocional: hay que sentir el automóvil para controlarlo, y ello implica un movimiento que va más allá de las normas de tránsito o de la personalidad conductora ideal. Si es posible cierto "olvido de sí" en la práctica de conducir, es porque se han incorporado un esquema de conducta, una serie de habilidades y disposiciones que en gran medida automatizan el control del automóvil.

De acuerdo con Sheller, las emociones son un tipo de conocimiento no-cognitivo, que comportan la ambigüedad de ser aparentemente instintivas y a la vez ser resultado de un moldeamiento cultural. "Las emociones se sienten en y a través del cuerpo, pero están constituidas por marcos de relaciones y culturas afectivas [...] Las emociones, en esta perspectiva, no son simplemente 'sentidas' o 'expresadas', sino más bien provocadas, invocadas, reguladas y manejadas a través de expectativas, patrones y anticipaciones". Hay además una relación estrecha "[...] entre moción y emoción, movimiento y sentimiento, autos y motivos" (Sheller 2004, 225-226). De esta forma, las emociones automovilizadas de los conductores descritas arriba están insertas en marcos regulatorios y prácticas colectivas como las carreras; también hacen parte del universo de las personalidades conductoras; y además son potentes productoras de sentido, prácticas y efectos en la vida diaria.

Jerarquías y fricciones automovilizadas

En los códigos de tránsito existían dos tipos de conductores de vehículos automotores: los aficionados, correspondientes a quienes manejaban carro particular, y los profesionales, quienes trabajaban como choferes, ya fuera de transporte público o como conductores de autos institucionales. Esta separación normativa se traducía en un sistema de jerarquías materiales y simbólicas entre tipos de conductores y vehículos. Además de este factor, las diferencias generacionales y de género resultaban decisivas. Veamos un ejemplo de las maneras como se coproducían estas jerarquías sociomateriales y algunas de sus fricciones, en los casos de los vehículos conducidos por choferes de transporte público.

En un estudio sobre taxistas de Bogotá en 1960, la descripción del gremio era la siguiente:

Todos estos hombres tienen una característica común: han recibido muy poca educación escolar y no han aprendido un oficio distinto al de chofer. De allí proviene toda su actitud ante el transporte. No tienen la noción de la responsabilidad moral ni civil. No tienen los conocimientos técnicos básicos para saber cómo manejar eficientemente un carro. No tienen la disciplina mental para cumplir estrictamente las reglas de tráfico y no cometer imprudencias. Son individuos fácilmente influenciables en sus opiniones ya que carecen de una capacidad de raciocinio desarrollada. Ni siquiera son capaces de reflexionar sobre su propio estado de chofer para darse cuenta de que su profesión es menos remunerada que muchas otras que no exigen especialización de trabajo y que podrían desempeñar. (Funk 1960, 24)

Los taxistas de Bogotá eran primitivos e ignorantes, según esta descripción, que hacía parte de un estudio sobre el funcionamiento de las condiciones del servicio de taxis en la ciudad, especialmente centrado en los aspectos económicos e institucionales.

Como una explicación alternativa e hipotética de la aparente inconsciencia sobre lo mal remunerados que estaban, podría decirse que los aspectos no económicos, tales como los valores incorporados en el automóvil, sus ventajas frente a otros vehículos y las emociones automovilizadas, podrían explicar mejor aquello que Funk percibía como ignorancia y falta de "disciplina mental". En la época, tener un automóvil era un importante signo de estatus, mucho más que en la actualidad. El costo de los vehículos era muy alto, y durante varios años fueron objetos de difícil adquisición por el cierre o la limitación de las importaciones de vehículos al país. En esas condiciones, ser taxista significaba una oportunidad de ascender socialmente, de vivir de un modo directo la cultura de lo "auto" y sus emociones, además de la expectativa del posible enriquecimiento, reforzada por historias de éxito como la del taxista millonario y la del exalcalde Mazuera.

La percepción de Funk era consecuente con la manera en que taxistas y conductores de transporte público eran vistos por sectores académicamente formados y de un estatus social medio y alto. En contraste, una polémica sobre el uso de uniforme como exigencia para los taxistas nos muestra la contraparte dentro del sistema de jerarquías sociomateriales de la cultura del automóvil. Una norma de 1953 que modificaba el funcionamiento del servicio de taxis en Bogotá incluyó la exigencia para los conductores de utilizar uniforme. La medida generó resistencia entre los taxistas, que dijeron sentirse discriminados y afirmaron no tener dinero para pagar el uniforme. Un periodista interpretaba el sentir de varios de ellos diciendo que "no es justo que un conductor de taxi use obligatoriamente un uniforme, en tanto que el 'doptor' que maneja su propio automóvil pueda vestir camisa de cuello, corbata y vestido de paño inglés" ("Los choferes de taxi deberán trabajar usando un uniforme" 1953). Incluso, uno de los taxistas hablaba del uniforme como un "distintivo de policía" que limitaba la libertad en el vestir ("Los choferes de taxi hablan sobre la obligación de vestir uniformes" 1953).

En cuanto a los estilos de conducción, los choferes de transporte público también se veían cuestionados. Sin duda, la informalidad en las condiciones de trabajo de conductores de taxis y buses tuvo efectos decisivos en los estilos de conducción y las tácticas que se impusieron en el gremio para maximizar las ganancias. Del lado de los buses, en la década de 1950, en Barranquilla no existía una empresa pública de transporte urbano de pasajeros, y en Bogotá se dio un giro definitivo de la primacía del sistema público basado en tranvías (que funcionó hasta 1951), trolebuses y buses diésel, a la hegemonía del sistema privado semiformal de las empresas particulares (Alvear 2007; Castañeda 1995; Corredor 1981). La flexibilidad de este sistema motivaba prácticas de competencia agresivas que eran toleradas por las autoridades viales y sufridas por los pasajeros. Entre las décadas del sesenta y el setenta se acuñó el término "la guerra del centavo" para aludir a este tipo de prácticas.

En el caso de estos conductores, puede afirmarse que el tipo de transporte público que se consolidó en Colombia desde mediados del siglo XX ayudó a redefinir el valor de la autonomía que encarnaban las automovilidades, hasta el punto de invertir su sentido. Ni el taxista ni el conductor de bus, aun si eran dueños de su vehículo, tenían la autonomía plena del conductor de carro particular. Tanto buses como taxis tenían la flexibilidad del automóvil, y contaban con la ausencia de un jefe o de un sistema de trabajo formalizado y burocratizado, pero para ello debían arrendar o vender su autonomía al volverse conductores de otros. Además, la autonomía del conductor se veía limitada por la definición de rutas y horarios previamente asignados. En estos casos, el valor de la autonomía encarnada en el automóvil revela consecuencias perversas como la informalidad y la precariedad laborales.

Conclusiones

La personalidad conductora como una representación ideal e individualizada de la síntesis de la buena conducta y el saber conducir, en realidad se diluye en estilos de conducción asociados a grupos, y en emotividades referidas a tipos de vehículos conducidos, preferencias y tipos de conductores. Estamos frente a un sistema de jerarquías sociomateriales y simbólicas, y no sólo frente a sujetos que incorporan individualmente sus habilidades de conducción. Los modos de conducir hacen parte de la práctica cotidiana, de las artes de hacer y de una experiencia incorporada que cambia de manera constante y que también transforma a quien conduce. En los modos de conducir se cruzan además las representaciones estereotípicas, los discursos que buscan civilizar al conductor, las máquinas que se conducen y los tipos de relaciones que el vehículo conducido establece con otros vehículos y cuerpos cuando circula por la calle. Los estilos de conducción hacen parte de la construcción de subjetividades automovilizadas que están sociomaterialmente jerarquizadas porque son jerarquías del automóvil-conducido o del conductor-de-automóvil, y no sólo de las personas o de un "orden social" abstracto.

Más allá de un ámbito aislado de la vida urbana, las prácticas cotidianas de movilidad y los valores de autonomía, libertad, independencia y flexibilidad asociados al mundo de los carros tuvieron una innegable influencia en las formas de vida urbanas de la época. Las ciudades no sólo cambiaron materialmente con nuevas vías, diseños de calles, especificaciones técnicas y vehículos, sino que hubo también un alto impacto simbólico y práctico en las relaciones sociales y la interacción cotidiana de personas y objetos en las calles. Por ello es necesario hablar de una "cultura de lo 'auto'", dado que las prácticas, las formas de pensar y sentir, también se reensamblaron en torno a los automóviles.

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** Este artículo se deriva de la investigación doctoral "Hacer circular y dejar pasar. Los ensamblajes de la movilidades urbanas en Bogotá y Barranquilla a mediados del siglo XX". Para su realización conté con una comisión de estudios concedida por la Universidad Nacional de Colombia (2010-2014), y una pasantía en el Departamento de Lenguas Romances y Literatura de Harvard University (2013-1014).

1Sigo aquí la concepción de dispositivo de Foucault, que tiene como uno de sus principales efectos la subjetivación de los individuos y sus cuerpos, al inscribirlos en complejas redes de saber-poder. Más que en el sujeto, el énfasis es en los procesos de subjetivación; es decir, en los medios y procesos que generan, como uno de sus principales resultados, formas de ser, actuar y pensar particulares que no existen independientemente de los dispositivos que los producen. Al respecto, ver García (2011).

2De acuerdo con Foucault (1999), las técnicas de sí (que luego rebautizaría como "prácticas de sí") son entendidas como prácticas que "permiten a los individuos efectuar, solos o con la ayuda de otros, algunas operaciones sobre su cuerpo y su alma, sus pensamientos, sus conductas y su modo de ser, así como transformarse, a fin de alcanzar cierto estado de felicidad, de fuerza, de sabiduría, de perfección o de inmortalidad" (Foucault 1999, 445).

3Dentro de los análisis críticos pioneros sobre los problemas urbanísticos de la automovilización pueden verse los trabajos de Mumford (1966) y Jacobs (1993), publicados originalmente en 1963 y 1961, respectivamente, justo en la época en que Estados Unidos estaba expandiendo su sistema de carreteras.

4En 1967, Sears tenía almacenes en Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla, Cartagena, Santa Marta, Guaduas y Pereira. Sin embargo, no todos tenían las características de las instalaciones de Barranquilla.

Recibido: 01 de Mayo de 2016; Aprobado: 11 de Octubre de 2016

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