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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.59 Bogotá ene./mar. 2017

https://doi.org/10.7440/res59.2017.10 

Documentos

Semánticas históricas de la vulnerabilidad

Historical Semantics of Vulnerability

Semânticas históricas da vulnerabilidade

Danilo - Martuccelli** 

1* Doctor en Ciencias Sociales, Sociología, por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Francia). Profesor de la Université Paris Descartes (Francia), USPC, miembro del IUF, CERLIS-CNRS. danilo.martuccelli@parisdescartes.fr


RESUMEN

La vulnerabilidad es uno de los grandes términos que participan en el advenimiento de una nueva sensibilidad colectiva, más compasiva, frente a los fenómenos sociales. El artículo distingue, movilizando la noción de tipo-ideal, y bajo la forma de un análisis heurístico comparativo, cuatro grandes semánticas históricas de la vulnerabilidad (excluyente, moral, voluntarista y performativa). Cada una de ellas se estructura en la intersección de dos grandes factores: según el sentido ético o moral que se le otorga (o no) a la vulnerabilidad, por un lado, y, por el otro, según la función política que se le atribuye (o no). El texto argumenta adicionalmente que las razones y las formas del primado de una u otra de estas semánticas, en distintos períodos o sociedades, permiten una comprensión ampliada de la temática de la vulnerabilidad en el mundo de hoy.

PALABRAS CLAVE Víctimas; semánticas; vulnerabilidad; tipo-ideal

ABSTRACT

Vulnerability is one of the major terms involved in the advent of a new, more compassionate, collective sensibility towards social phenomena. Mobilizing the notion of ideal type, this paper analyzes using a comparative heuristic perspective, four major historical semantics of vulnerability (excluded, moral, proactive and performative). Each one of them might be understood as the result of the intersection of two major factors: the ethical or moral sense that is given (or not) to vulnerability, and the political function assigned (or not) to it. Additionally, this article argues that grasping the reasons of the primacy of one or another of these semantics and the forms they take in different periods or societies, allows a different understanding of the issue of vulnerability in contemporary world.

KEYWORDS Semantics; vulnerability; victims; ideal type

RESUMO

A vulnerabilidade é uma das principais termos envolvidos no advento de uma nova sensibilidade coletiva, mais compassivo, contra os fenómenos sociais. Artigo distingue, a partir do tipo ideal e sob a forma de uma análise heurística comparativa, quatro grandes semânticas históricas da vulnerabilidades (excluindo, moral, voluntarista e performativa). Cada um está estruturado na intersecção de dois factores principais: de acordo com o sentido ético ou moral que é dada (ou não) a vulnerabilidade, por um lado, e, por outro, com a função de política ligado a ele (ou não). O texto afirma ainda que as razões e as formas de a primazia de um ou outro destes semântica, em diferentes períodos e sociedades, permitem uma compreensão ampliada da questão da vulnerabilidade no mundo de hoje.

PALAVRAS-CHAVE Vítimas; semântica; vulnerabilidade; tipo ideal

En las últimas décadas, un conjunto de términos se ha impuesto para caracterizar una "nueva" sensibilidad frente a la cuestión social. Aunque sus diferencias son mayúsculas -tanto en lo que respecta a sus orígenes disciplinarios como a sus campos de aplicación-, algo les es sin embargo común: los aspectos "emocionales" y "compasivos" han ganado peso. Por supuesto, las emociones nunca fueron desconocidas en los análisis de la vida social -como lo demuestran los sentimientos de injusticia, la simpatía, el espectador imparcial, la solidaridad, las pasiones de las muchedumbres-, pero no es menos cierto que los nuevos términos imponen otro horizonte de significación. Tomando en cuenta este cambio, no resulta pues difícil considerar la hipótesis de que términos como compasión, care, precariedad, riesgo, victimización, víctimas, reconocimiento, memoria, perdón, por vías muy distintas, le otorgan a la vulnerabilidad una significación social y política inédita.

Pero ¿cómo entender la vulnerabilidad? En su sentido más amplio, la noción designa un rasgo común a todo actor humano (y por extensión, a toda sociedad): "la experiencia de estar expuesto a". Desde su primera caracterización, se hace así evidente que la toma en consideración de una cierta fragilidad humana es consustancial al término (Martuccelli 2014a), un aspecto muy presente en muchas de las lecturas propuestas desde la biología, la psicología o la filosofía de la existencia y los feminismos.

Sin embargo, este rasgo "antropológico" común ha conocido expresiones históricas y societales radicalmente divergentes. Si se descuidan estas especificidades, la vulnerabilidad se vuelve un equivalente de la finitud humana o de la precariedad existencial, incluso de la exclusión o de la pobreza, lo que se presta a una inflación incontrolada del término (Le Blanc 2007). Por universal que sea como dimensión de la existencia humana (Martuccelli 2011), la vulnerabilidad es siempre una experiencia relacional y contextual. No sólo no concierne por igual a todos los humanos en función de las sociedades, los períodos históricos, posiciones sociales o variantes identitarias, sino que ha sido objeto de muy distintas representaciones. La creciente importancia de la noción de víctima, y la diversidad de sus usos éticos y políticos, nos servirán como un indicador, en aras de este trabajo de recomposición conceptual.

En este artículo propondremos un análisis sociohistórico de distintas semánticas de la vulnerabilidad con el fin, sobre todo, de comprender, desde una perspectiva diacrónica y comparativa, las especificidades de la semántica propia de las sociedades actuales. Para establecer los perfiles de estas semánticas, movilizaremos la noción de tipo-ideal weberiano (Weber 1992 [1922]). Las cuatro semánticas, históricamente no exhaustivas, pero significativas, designan las maneras como sociedades y períodos distintos han lidiado con el tema de la vulnerabilidad. Cada una de ellas, como se verá, se construye por la intersección de dos grandes factores: según el sentido ético o moral que se le otorga (o no), por un lado, a la vulnerabilidad y, por el otro, según la función política que se le atribuye.

La semántica excluyente

La primera semántica, que denominaremos excluyente, bien visible en la Antigüedad occidental, no otorgó ninguna significación mayor a la vulnerabilidad. Si se trata de una dimensión insuperable de la condición humana que hay a la vez que aceptar y combatir -es probablemente la gran tensión de este tipo-ideal-, no posee empero per se ni valor político ni sentido moral. Pocas sociedades, en todo caso, se han construido políticamente contra la "debilidad" como Esparta; y la sombra de este modelo, muchas veces asociado a la virilidad o a los valores guerreros como virtudes ciudadanas, no se ha desvanecido desde entonces. En esta semántica, lo que se valora es el coraje, no el sufrimiento.

Sin embargo, nada sería más falso que concluir, entonces, acerca de la existencia en la cultura griega clásica de una insensibilidad hacia el sufrimiento, propio o ajeno, o incluso un desinterés por la crueldad. Por ello es importante comprender la forma precisa que la humanidad toma entre los griegos, y luego en los romanos. No sólo existe una sensibilidad hacia la naturaleza y los placeres de la vida (Dupont 2013); también existe, de manera explícita, una sensibilidad hacia la finitud humana. El último canto de la Ilíada (XXIV), aquel en el que el anciano-rey Príamo va a buscar con la ayuda de los dioses el cadáver de su hijo Héctor en la carpa de Aquiles, es probablemente uno de los testimonios más conmovedores que la literatura clásica ha dado al respecto. Frente al cuerpo yacente de Héctor, los dos hombres, el anciano-padre y el homicida del hijo del anciano-padre, se libran, sin que ello aplaque la cólera de Aquiles, a reflexiones cruzadas sobre la vida, los horrores de la guerra, el dolor, pero sobre todo sobre la gloria y la posteridad. Las palabras son conmovedoras; la sabiduría existencial profunda (Romilly 2011 [1979]).

En el marco de esta viva conciencia de la vulnerabilidad humana, sobre todo como finitud, la vulnerabilidad no tiene empero ni función política ni sentido ético. Los antiguos tienen, repitámoslo, la más viva conciencia de la vulnerabilidad de la condición humana, y la asunción de esta realidad está en la raíz de la conciencia de los estragos de la desmesura humana (hibris), y en la base de un conjunto explícito de ejercicios espirituales (Hadot 2002; Pavie 2012). Pero en sí misma, la vulnerabilidad no posee ningún valor; no es un ideal en torno al cual se construyen las Ciudades-Estados o los imperios, ni tampoco un horizonte propiamente ético o moral. A la muerte, que en muchas tradiciones sólo abre el camino del Hades y sus sufrimientos eternos, hay que oponerle la Gloria: la proeza en las Olimpiadas, en las artes, en la guerra, como da fe la Oración Fúnebre que Tucídides pone en labios de Pericles, en donde no se conmemoran los muertos y sus sufrimientos sino que se erige un himno a la gloria de la Polis (Loraux 1993 [1981]).

El no-sentido ético y la no-función política de la vulnerabilidad son claramente visibles en el gran arte político que es la tragedia griega. En ella, bajo distintas modalidades, tarde o temprano, es el combate entre la libertad y el destino lo que sella el sino de los héroes (Barel 1987); una "libertad" que puede en todo momento transmutarse en hibris. Pero, y a pesar de ello, en ningún caso existe un elogio de la vulnerabilidad o una valorización intrínseca de las víctimas, a lo sumo los espectadores pueden efectuar un trabajo de catarsis frente al horror de la tragedia.

La distancia insalvable entre esta semántica excluyente y la época moderna ha sido subrayada muchas veces. La tendencia de los modernos a valorizar la vida y lo cotidiano se contrapondría fuertemente a este universo de Grandeza y de Heroísmo. Los modernos amarían demasiado la vida como para poder hacer política en el sentido fuerte del término (Arendt 1995 [1950-1958]). No es un tema menor. El meollo de una de las grandes críticas de la modernidad -de De Tocqueville a Ortega y Gasset, pasando por Carlyle, Nietzsche y tantos otros- toma este camino. En el fondo, siempre es cuestión del fin de la Grandeza en manos de ese filisteo histórico que es el "pequeñoburgués". Hegel, en el amanecer de las sociedades modernas, trazó ya esta oposición entre el gusto de la vida del Esclavo y el deseo de libertad del Amo. La Gloria "pública", en verdad, militar y política, se opone a los "pequeños" bonheurs de la vida privada. Pierre Manent resume bien este contraste entre los "antiguos" y los "modernos": si los primeros estaban dispuestos a morir voluntariamente, la respuesta contemporánea "no es más la de arriesgar la vida por la gloria, sino de prolongarla por la medicina" (Manent 2012 [2010], 215 y 336). Difícil resumir mejor la diferencia de actitud entre dos épicas frente a la común vulnerabilidad humana.

Retengamos lo esencial: la vulnerabilidad, dimensión intrínseca de la condición humana, no tiene verdaderamente en esta semántica ni función política, ni sentido ético. Por extensión, no existe ninguna filosofía de la víctima.

La semántica moral

La segunda semántica, que denominaremos moral, es indisociable del cristianismo y de su período de hegemonía cultural e institucional. La vulnerabilidad humana, tanto en su origen -el pecado original- como en sus sufrimientos ordinarios -el "valle de lágrimas"-, se dota de una significación moral inédita. La vulnerabilidad no sólo se abre entre los cristianos a la cuestión propiamente moral del bien y del mal, en detrimento relativo de la cuestión propiamente ética predominante entre los griegos (Foucault 1984), sino que se instituye como una realidad humana fundamental, pero distanciada de la política.

Por supuesto, la Edad Media produce -en parte reinventa- nuevas figuras del heroísmo: los caballeros andantes, los cruzados, la santidad. Pero, en todos estos casos se trata de un heroísmo ambivalente. No sólo porque la fuerza personal conlleva siempre el reconocimiento de la vulnerabilidad humana -y del estigma del pecado-, sino también porque el renombre que se asocia con la heroicidad está en tensión con el espíritu cristiano de la humildad -esa virtud que, como escribió Agustín de Hipona, se pierde en el momento mismo en que se piensa en poseer-. El escollo de la humildad se volverá una prueba tan difícil para el cristiano como lo fue antes la tentación de la hibris entre los griegos.

Pero partamos desde el comienzo. En la semántica moral, la vulnerabilidad humana es insuperable. No hay respuesta desde la ciudad terrestre al problema de la evicción de la ciudad celeste. La vulnerabilidad intrínseca a los hombres -aquella que concierne al alma- no puede tener paliativo alguno en el orden de la política; en última instancia, cualesquiera que sean los compromisos entre los dos mundos, el objetivo final del cristiano es la salvación del alma, y, ante ello, la política -la ciudad terrestre- es irrelevante.

Desprovista de toda función propiamente política, la vulnerabilidad humana se dota de una pluralidad de sentidos morales: en su origen -el pecado original-, así como en sus manifestaciones ordinarias (pobreza, humildad, dolor, sacrificio). En clara divergencia con la semántica excluyente, en el universo cristiano la vulnerabilidad es, así, omnipresente en las representaciones artísticas (pictóricas o musicales), en las ceremonias religiosas y en los rituales. Nada lo expresa mejor que la Pasión de Cristo y su muerte en la Cruz para redención de la humanidad. La civilización cristiana le da un sentido moral inequívoco a la vulnerabilidad. Los humildes, los olvidados, los pobres, los últimos (lo que hoy en día se denomina las "víctimas"): es hacia ellos que se dirige, antes que nada, el amor de Dios.

Este es el corazón del cambio entre las dos semánticas. El sufrimiento humano se dota en este universo de un sentido moral. En este punto, Nietzsche no se equivocó: es la valorización del sufrimiento lo que subyace al paso de la "moral de los señores" (la Antigüedad) a la "moral de los esclavos" (la era cristiana). Por supuesto, esta actitud ni extirpó la crueldad ni evitó las guerras entre reinos cristianos. Pero dotó al sufrimiento de un sentido moral, sin otorgarle función política. La piedad, la compasión, el perdón, el arrepentimiento, la penitencia, el castigo, otra vez la humildad, se dotan de significaciones morales. Detrás de esta valorización del sufrimiento se impone la idea, de índole moral y no política, de una común humanidad de las almas, en claro contraste con lo que más tarde enunciará la igualdad ciudadana moderna (Rosanvallon 2011).

La semántica moral de la vulnerabilidad produce una figura particular y ambivalente del heroísmo y de la víctima, la del testimonio. Como señala Daniélou (1985 [1963]) en su interpretación de los primeros mártires, lo excepcional es que siendo individuos ordinarios, la fe les haya dado la fuerza de encarar con serenidad la muerte y el sacrificio. Difícil expresar mejor el carácter moral y trascendente de la vulnerabilidad de los cristianos y su orientación en última instancia hacia otro mundo. El castigo, la punición, la contrición, sobre todo el combate -permanente- contra la tentación del pecado, signan la vida del cristiano y su particular concepción moral de la vulnerabilidad, como lo muestran cabalmente las hagiografías de los santos (Gourevitch 1997).

La vulnerabilidad humana, inseparable del pecado original, lleva, así, a una valorización, plena de ambivalencia, del sufrimiento de las víctimas. El dolor y las penas ordinarias de la vida son el fruto del castigo divino al pecado humano, y al mismo tiempo son el camino, el único camino, hacia la redención. La vulnerabilidad es consecuencia y expiación del pecado. Por supuesto, si el término en sí mismo -vulnerabilidad- no es empleado casi en este período, su sentido es evocado plenamente. Pero, y aquí está lo esencial, en esta semántica la fragilidad humana tiene un fuerte sentido moral, pero una muy escasa función política.

La semántica voluntarista

Con el advenimiento de los tiempos modernos, la vulnerabilidad será objeto de otra semántica. En la raíz de esta nueva visión se encuentran la sensibilidad del Renacimiento, tanto hacia la naturaleza como hacia el hombre (Burckhardt 2012 [1860]), y una exaltación inédita, luego de siglos de cristianismo, de la vida y sus placeres terrenales. Esta nueva actitud dará lugar en el siglo XVII a un nuevo modo de conocimiento, la ciencia moderna, capaz de desentrañar las leyes del universo, y que estimulará una voluntad prometeica, gracias a la técnica, de dominio de la naturaleza (Toulmin 1992 [1990]). A esta primera gran transformación se añade la entronización de una nueva concepción de la política -en gran parte a través de las revoluciones de los siglos XVII y XVIII-, en cuanto ámbito por excelencia de ejercicio de la soberanía y voluntad humanas (Arendt 1985 [1963]).

Detengámonos un instante en estos dos procesos. Empecemos por la segunda modificación. En la raíz de la política moderna se encuentra una valorización política inédita de la vida humana. El nacimiento del individualismo y del liberalismo moderno es inseparable de la voluntad de preservar la vida humana en cuanto objetivo central del Estado (Strauss 1986 [1954]). Hobbes, en 1651, lo enuncia claramente en el Leviatán (2005): es el miedo a una muerte violenta a manos de otros hombres, por la avidez de los bienes, lo que funda el pacto político moderno. O sea, en este universo, la vulnerabilidad humana y el peligro a la que esta se ve sometida en la vida social -"el hombre es un lobo para el hombre"- tienen una función política, al mismo tiempo que pierden sentido moral. El sufrimiento, el dolor, la muerte, pierden progresivamente todo valor ético, al punto que el objetivo central de la biopolítica en las sociedades modernas devendrá en "hacer vivir y dejar morir" (Foucault 2004). Una actitud bien reflejada en el predominio creciente de la economía en los tiempos modernos.

Esta transformación de los fines de la política, y del voluntarismo que la sostiene, se prolonga y se imbrica con el proyecto de la técnica moderna. El crecimiento exponencial de la capacidad para yugular los fenómenos naturales produce un orgullo prometeico inédito en el siglo XIX y buena parte del siglo XX. Por supuesto, salvo en versiones extremas, nunca se pensó en realidad en lograr eliminar la vulnerabilidad intrínseca de los humanos. Sin embargo, bajo la impronta del Progreso se pensó en poder erradicar las enfermedades o las epidemias, poner las sociedades globalmente al abrigo de las catástrofes naturales, explayar -sin límites- el control humano sobre el mundo. El hombre se representó, como nunca antes, como el amo y el señor de la naturaleza. Esta creencia en el poder de la técnica fue tal, que terminó, incluso, por apoderarse de las mentes más atormentadas: Freud (1992 [1929]) y, en su estela, Elias (1993 [1983]) evocarán, así, la realidad de una sociedad en donde el miedo ya no proviene más de los fenómenos naturales sino, esencialmente, de las ansiedades producidas en la vida social.

Los vínculos entre estas realidades son decisivos: ambos trazan un programa de dominio extensivo tanto de la naturaleza como de la sociedad. Sin las posibilidades que permitió la técnica -en relación con las revoluciones industriales-, jamás se habría entronizado el ideal de una modernidad conquistadora. Es esta asociación lo que permitió el advenimiento de una nueva semántica, en la cual la vulnerabilidad humana tiene una inequívoca función política -la protección de la vida está en el origen mismo del pacto político-, pero está radicalmente desprovista de todo significado moral. El sufrimiento no tiene más razón de ser; el objetivo civilizatorio central de los tiempos modernos será, por el contrario, superarlo. En esta semántica, el sufrimiento, indisociable de la vulnerabilidad humana, es simplemente "inútil".

Lo que se afirma con esta nueva semántica voluntarista es la creencia inusitada en la capacidad humana de hacer conscientemente la historia, de plegar los hechos -sociales y naturales- a la voluntad colectiva. O sea, en el momento álgido de la modernidad conquistadora se impone una semántica voluntarista que pone en cuestión la fatalidad de la vulnerabilidad. Nada lo muestra mejor que las denuncias de injusticia -la existencia de sufrimientos diferenciales entre unos y otros era la prueba misma de la capacidad de un colectivo, si la voluntad se imponía, de poder extirparlos para todos-. La vulnerabilidad humana se vuelve así, en este período, una cuestión de desigualdad social: algo bien reflejado y medido por las tasas diferenciales de mortalidad, morbilidad, seguridad, pobreza. En esta semántica, la vulnerabilidad humana es pues aquello que puede -y debe- ser yugulado, gracias a la acción conjunta.

En aras de la consecución final de este ideal -la superación de la vulnerabilidad- fue posible aceptar y justificar los sufrimientos e incluso los crímenes (muchos revolucionarios, desde Condorcet hasta Trotsky, lo hicieron al precio de sus propias vidas). La razón es que, a diferencia de la semántica moral precedente, en donde el dolor es concebido como capaz de generar una virtud e incluso una sabiduría, en esta semántica el sufrimiento no tiene ningún sentido ético y no es objeto de ninguna valoración colectiva. La sociedad moderna se erige contra el sufrimiento y en favor del bienestar. Desprovistas de sentido moral, la vulnerabilidad y su expresión vía el sufrimiento se dotan de una función política inequívoca: puesto que la creencia prometeica supone la posibilidad de vencer la vulnerabilidad, el sufrimiento, todo sufrimiento, tarde o temprano -a menos que se justifique en pro del advenimiento de una sociedad "mejor"-, es juzgado como "gratuito" e "innecesario". La vulnerabilidad, que en sí misma no tiene ningún sentido moral, posee una incuestionable función política. Es desde ella que se evalúa el interés o no del sufrimiento. La vulnerabilidad se vuelve, en el fondo, "inaceptable" a ojos del Progreso. Cierto, la intrínseca vulnerabilidad humana no se desconoce, pero los sufrimientos son denunciados por lo que conllevan de inaceptable frente al ideal de la modernidad conquistadora. En la semántica voluntarista lo esencial es la instrucción política de la vulnerabilidad humana como una dimensión que es preciso regular, e incluso extirpar.

La semántica performativa

En este apartado, al que dedicaremos más espacio, desarrollaremos la hipótesis de una progresiva transición hacia una cuarta semántica. Como veremos, su constitución es el resultado de una profunda transformación de las representaciones a nivel de las capacidades colectivas de control de los fenómenos sociales y naturales, lo que entraña consecuencias mayores en la relación que se establece con las víctimas. Se elabora una semántica performativa que intenta otorgarle simultáneamente un sentido ético y una función política a la vulnerabilidad.

Una modernidad inquieta y vulnerable

Las percepciones contemporáneas de la vulnerabilidad son indisociables de la crisis del proyecto de la modernidad conquistadora. Aquello que se pensó que podía ser, si no necesariamente superado, por lo menos ampliamente regulado "regresa" con fuerza. Desde el informe del Club de Roma (Meadows et al. 1972), un rol inédito le toca a la ecología en esta inflexión. El entorno natural se representa como un ámbito que se sustrae a las capacidades de control humano. Cierto, muchos desafíos ecológicos son percibidos como una consecuencia de las acciones humanas (como el recalentamiento climático, el pillaje de recursos no renovables o, en parte, la proliferación de bacterias resistentes). Pero no por ello el cambio es menos profundo, como ejemplifica la fuerza que el imaginario de la catástrofe ecológica ha tomado en las últimas décadas (Diamond 2006 [2005]; Dupuy 2002; Martuccelli 2014b). Afirmaciones como las citadas unas líneas antes de Freud y Elias se han vuelto extemporáneas.

Un proceso análogo es observable del lado de los fenómenos sociales. En todas partes, incluidas las denominadas sociedades "centrales", que habían terminado autorrepresentándose como más o menos inmunes a ciertos problemas o, en todo caso, que los representaron como estando en declive (guerras, desregulaciones económicas y cracs bursátiles, inseguridad urbana y violencia, miseria, fin de la tortura y de la crueldad, violación de los derechos...) tienden cada vez más a percibir todos estos fenómenos como inamovibles e incluso inevitables.

Por supuesto, las representaciones de estos fenómenos son muy diferentes, pero, en todos los casos, lo que se deshace es la visión de una modernidad conquistadora, y tras ella, la formación de otra semántica de la vulnerabilidad. En este proceso de reconstrucción, otras nociones afines tienen un rol importante, como el principio de responsabilidad (Jonas 2009 [1979]) o las nociones de sociedad del riesgo (Beck 2001 [1986]) y de la vida precaria (Butler 2005 [2004]). Por vías distintas se impone una concepción infinitamente más relativa y humilde de las capacidades de control del entorno natural y social. En todos los casos, para poder actuar (en verdad, reaccionar) hubo antes que haber sido "herido" o por lo menos ser consciente de poder serlo. El imaginario moderno del poder se trastoca: el control se convierte en una cuestión de reactividad. O sea, existe primero una experiencia de vulnerabilidad, y luego, sólo luego, una respuesta posible. Incluso cuando la reactividad permite controlar los fenómenos, la representación de esta forma de poder no presupone más la posibilidad de eliminar la vulnerabilidad. Una nueva era se instala, así, en el núcleo de nuestros dispositivos de representación colectivos a medida que se imponen la evaluación de los riesgos, el lenguaje de las probabilidades y el imaginario de la reactividad (Martuccelli 2010). Esta toma de conciencia se acompaña de una representación paradójica del poder y de las capacidades de acción de los grandes actores sociales (Naím 2014 [2013]): nunca el poder se extendió tanto por el mundo; nunca ha sido percibido como tan impotente frente a ciertos desafíos.

Sobre esta toma de conciencia de las limitaciones humanas se impone un nuevo imaginario colectivo que subraya la necesidad de "cuidar", "acompañar", "reparar" los daños. La reconceptualización del Estado-providencia, desde una lógica de gestión de riesgos (Ewald 1986) a una concepción en torno al care social, es emblemática de este proceso (Tronto 2009 [1993]). Al "viejo" ideal de una sociedad justa se le añade el ideal de una sociedad decente, o sea, una sociedad que, sin menoscabo de las desigualdades, intenta evitar la humillación innecesaria de los individuos (Margalit 1996).

Más allá de la cuestión -casi imposible de dirimir- de saber si hay o no un incremento "objetivo" de las vulnerabilidades, lo importante reside pues en la transformación de la conciencia histórica. Más que un mundo gobernado por la pura impotencia -o el capricho de las entidades invisibles-, lo que se impone es la representación de una exposición permanente al horror (Cavarero 2007). Este sentimiento multiforme de exposición tiende a convertirse en el común denominador del imaginario de la época actual. Por supuesto, en la toma de conciencia de esta vulnerabilidad, las diferencias son mayúsculas entre los países y los grupos sociales (clases, género, edades). Pero más allá de estas diferencias se impone progresivamente una nueva concepción. La toma de conciencia de las interdependencias globalizadas entre los fenómenos hace que la vulnerabilidad se represente como insuperable y recurrente.

El rostro plural de las víctimas

Este cambio a nivel de la conciencia histórica, en lo que concierne a la vulnerabilidad, conlleva una profunda transformación en la relación que se entabla con las víctimas. Por supuesto, esta varía en profundidad según los países (y las víctimas); sin embargo, es posible indicar tendencias comunes.

El primer cambio se registra a nivel de la condición de víctima. El estatus de víctima se convierte, como nunca antes, en objeto de un trabajo colectivo. En el fondo, no se "es" una víctima; el convertirse o no en una víctima es el resultado de una estrategia social. Detrás de la explosión de los testimonios (memorias, juicios, obras de arte) o de las prácticas de victimización, lo importante es aprehender los nuevos usos sociales y políticos que se otorgan a la "condición de víctima" (Fassin y Rechtman 2007). Si el actor es por lo general juzgado como inocente, ser una víctima no implica ninguna "etiqueta pasiva". Por el contrario, se insiste en el hecho de que se trata de una dimensión que los actores tienen o tienden a apropiarse de múltiples maneras.

Esto es lo esencial: si las "causas" de su condición de víctima le son muchas veces ajenas, las "consecuencias" dependen ampliamente del actor. La panoplia de respuestas es muy amplia. Incluye, por ejemplo, el trabajo de la memoria, la presencia en el espacio público, demandas de reparación, reconocimiento o indemnización -estrategias que involucran por lo general a actores colectivos, ONG, movimientos ciudadanos y de DD. HH.-. Pero también incluye estrategias por las que ciertos actores-víctimas rechazan el apelativo -como es el caso de ciertas mujeres violadas en el marco de conflictos armados, que prefieren no denunciar los crímenes sufridos porque piensan que ello facilitará su reinserción futura en sus comunidades de origen (Agier 2009)-. Otras veces, por razones de autoestima o de vergüenza colectiva de una comunidad (Robin 2016), los actores deciden enfrentarse, vía un silencio estratégico, al daño sufrido. Otras veces, con el fin de obtener un derecho -o una ayuda-, los actores deben constituir un expediente pero deben, también, producir una justificación de sus reclamos a través de un relato en el cual, muchas veces, los infortunios de la vida y los sufrimientos corporales tienen una función mayor (Fassin 2004). La demanda -a veces la "súplica"- interpela, en nombre de los sufrimientos padecidos, a la compasión.

Cuando el proyecto de regulación de la vulnerabilidad, propio de la modernidad conquistadora, cesa de ser un horizonte y se impone la necesidad, ética y política, de reparar y acompañar a las víctimas, esto exige poder reconocerlas, precisamente, en cuanto víctimas. Esta necesidad performativa se convierte en el centro de esta nueva semántica: potencialmente, todos los individuos, en cuanto sujetos, son vulnerables. Lo esencial se juega entonces en la manera en que son -o no- reconocidos y se hacen -o no- reconocer como víctimas. Es porque todos somos conscientes de poder ser potencialmente víctimas de un destino maléfico, que se imponen la identificación, la compasión, el temor o el reconocimiento. En todo caso, la semántica performativa considera posible construir un sentido ético y una función política en torno a la visibilidad de la vulnerabilidad.

La transformación del régimen de historicidad actual (Hartog 2003; Koselleck 1990 [1979]) también permite entender la modificación de la capacidad de escucha de los colectivos. Si el carácter falaz de la afirmación de Pollak (2000) sobre el silencio de las víctimas de los campos de concentración es hoy reconocido, había en este análisis, empero, algo de justo: lo importante no residió en la imposibilidad del testimonio -lo indecible del horror de los campos- sino en la voluntad de las sociedades, tras la Segunda Guerra Mundial, de no escuchar a las víctimas. La situación contemporánea, no sin ambigüedades, es distinta. O sea, para comprender el proceso de construcción de la víctima es preciso interesarse no sólo en las estrategias de los actores, sino también en las actitudes de recepción de las sociedades (Gatti 2008).

Mientras más se reduce la confianza en la capacidad de hacer y cambiar el curso de la historia futura, más se incrementan la valoración de las víctimas y la preocupación por la historia pasada. Es porque la vulnerabilidad se representa como inextirpable y recurrente que es preciso repararla, reconocerla, indemnizarla. Es porque se impone la idea de la imposible erradicación de la miseria, del crimen, del abuso, que se vuelve imperioso, como una manera de paliar esta injusticia constitutiva de la vulnerabilidad humana, publicitar el destino de las víctimas. Esta es la razón profunda por la que el tema de la visibilidad de las "víctimas", en sentido estricto o amplio del término (minorías, dominados, explotados, refugiados...), se impone por doquier: en los medios de comunicación de masas (Macé 2006), en los análisis de la sociología (Bourdieu 1993) o en las políticas de la memoria (Hartog 2013).

La vulnerabilidad deja de ser un mero objeto de discusión política o moral; se "humaniza", se la percibe desde la experiencia y a escala de las víctimas. La vulnerabilidad, sobre todo, se representa a la vez como irreductible e inaceptable. Nada de extraño, por ello, que la cuestión de los sufrimientos de las víctimas desplace a la antigua temática de la denuncia política.

Si las raíces civilizatorias de origen cristiano tienen un rol plausible en este proceso, lo esencial empero es que en las sociedades contemporáneas (y no en las pasadas), la vulnerabilidad -y el sufrimiento- se dota de un sentido moral inédito. La vulnerabilidad, vía el sufrimiento, se percibe como una prueba ética y un camino de conocimiento de sí mismo. Es bajo esta modalidad que la víctima -el que sufre, el vulnerable- es depositaria de una valoración colectiva. Ser una víctima pudo ser antaño una tragedia personal, tal vez incluso una injusticia colectiva, pero, en el marco de la modernidad conquistadora, esta condición no tenía en sí misma ningún "sentido" propiamente ético. Es esto lo que cambia. La condición de víctima da a veces derechos, otras veces un reconocimiento, en todos los casos, un aura específica de humanidad e incluso de heroísmo, la sospecha de un acceso -vía el sufrimiento o el agravio- a una forma encarnada de la verdad. La frase se ha vuelto un elemento de sentido común: frente a los infortunios de sus vidas, muchos individuos dicen haber ganado humanidad y profundidad existencial. Las sociedades deben escuchar el testimonio de las víctimas porque expresan uno de los rostros actuales de la capacidad de resiliencia de los individuos ordinarios frente a los horrores de la historia.

La articulación de estos procesos da forma a una semántica propiamente performativa y a un conjunto de efectos perversos. Si toda semántica es indisociable de un modo de representación, sólo en la semántica actual la vulnerabilidad se conjura y enfrenta desde un trabajo propiamente performativo. En la base de esta perspectiva se encuentra la convicción, propia de una sociedad globalizada interdependiente, fuertemente marcada por el individualismo igualitario moderno, de que la vida de cualquier otro puede ser la propia. Si la tragedia griega fue un arte político que puso en escena la Polis y sus dilemas, la ficción contemporánea y los medios de comunicación de masas exponen masivamente las vicisitudes ordinarias de las vidas ajenas (Bodei 2013; Glevarec 2012). No es un asunto menor. Se constituye una estética en la que, mientras más visibles se hacen las vulnerabilidades ajenas, más se refuerza la conciencia de la propia vulnerabilidad.

Sin embargo, esta construcción performativa de la condición de víctima se encuentra en la base de una de las grandes dificultades de la semántica actual de la vulnerabilidad. En efecto, la identificación con la víctima nunca es inmediata: la reacción moral no se produce ante la mera visión de imágenes de sufrimiento (Boltanski 1993; Sontag 2003). En medio de una intensa cohabitación cotidiana con la vulnerabilidad, en la cual se mezclan entre sí todas las vulnerabilidades (ecológicas, políticas, económicas, sociales...), y en ausencia de un horizonte de superación colectiva, la semántica performativa produce, en un solo y mismo movimiento, formas específicas de acción y de abulia. Por supuesto, las imágenes del horror siguen suscitando, al menos en un primer momento, una reacción política o moral (cómo no evocar la foto, en el 2015, del cuerpo inerte del pequeño Aylan en una playa europea).

Se consolida así en las sociedades actuales una indiferencia de un nuevo cuño frente al sufrimiento ajeno. Las últimas décadas del siglo XX fueron el teatro de una metástasis de imágenes y discursos sobre el sufrimiento humano ante la cual es preciso rendirse a la evidencia. La opinión pública está cada vez más informada y es cada vez más, sino indiferente, por lo menos insensible al dolor ajeno. La consolidación de una semántica performativa de la vulnerabilidad coincide, en este sentido, con el advenimiento de un mundo en donde el conocimiento alimenta una impotencia voluntaria (Sloterdijk 1987 [1983]). El conocimiento no desencadena necesariamente la acción, por vía de la indignación o de la condena moral; por el contrario, muchas veces es movilizado como una manera de autopersuadirse colectivamente acerca de la imposibilidad de hacer algo -dada la talla de los desafíos de la miseria, los refugiados o las catástrofes- o, más cínicamente, del interés de no hacer nada, dados los costos que ello supondría (Bauman 1993; Martuccelli 2002).

Uno de los principales dilemas de la semántica performativa es cómo hacer para que el sufrimiento ajeno nos "toque", en un mundo en donde los ciudadanos están expuestos a tres mil mensajes comerciales por día. ¿Cómo hacer para evitar la "competencia de las víctimas" entre sí (Chaumont 1997)? Es dentro de este marco como hay que entender el sentido último de la pregunta de Butler (2005 [2004]): ¿Qué muertes podemos hoy llorar y cuáles no? Es casi inútil decirlo: la "regresión" moral con respecto al diálogo, ante el cadáver de Héctor, entre Aquiles y Príamo es flagrante.

Si la desesperanza y la tragedia nos chocan, la desnuda humanidad es insuficiente para producir un compromiso moral y social. Para que la vulnerabilidad suscite una forma de acción es preciso que el impacto comprensivo establezca una similitud social (y no sólo humanitaria) entre los individuos. El mejor ejemplo de esta perspectiva se encuentra en el feminismo que ha sabido, tanto a nivel nacional como internacional, entre mujeres próximas o distantes, construir una representación capaz de establecer resonancias entre situaciones plurales y diferentes. A pesar de las diferencias entre experiencias de vida o de intereses, el feminismo -como antes el movimiento obrero- ha sabido construir un horizonte de significación capaz de dar un sentido ético y una función política a las "víctimas", en verdad, a la dominación y a la explotación. La lección es evidente: la estética de la victimización (o de la injusticia) sólo obtiene sentido en el marco de una gramática política que no puede forjarse desde la pura exposición del sufrimiento humano per se.

En resumen: a medida que se debilitó el proyecto voluntarista de hacer la historia se consolidó una semántica performativa que impone el desasosiego humano como gran horizonte de percepción de la vulnerabilidad. Al concebirse como inextirpable y recurrente, al mismo tiempo que se dotaba de sentido ético y función política, la vulnerabilidad parece no tener otro destino que el de su reconocimiento. Tratar de expiarla, individual y colectivamente, gracias al trabajo de la memoria y la reparación. Algo que muchas veces, dada la impotencia colectiva, degenera en obscenidad visual.

Referencias

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