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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.59 Bogotá jan./mar. 2017

https://doi.org/10.7440/res59.2017.12 

Debate

La venganza de las víctimas*

Sandrine - Lefranc**** 

** Doctora en Ciencia Política por el Institut d'Études Politiques de Paris (Francia). Investigadora científica del Institut des Sciences Sociales du Politique, CNRS/Université de Paris Ouest/École Normale Supérieure de Cachan. sandrinelefranccnrs@gmail.com


Las víctimas de violencia política sueñan con la venganza. ¿Quién lo imaginaría? ¿Qué más puede desearse después de haber sido envilecido, aterrorizado, desposeído de cuanto se tenía y de lo que se era, después de saber que sus parientes fueron torturados, asesinados y sus cuerpos "desaparecidos", o después de haber padecido uno mismo la tortura y la degradación? Vengarse de quien nos ha hecho sufrir se revela como una pulsión universal del individuo. "Revenge [...] is a universal phenomenon [...] much revenge behavior is impulsive, conceived and executed in the rage of the moment" (Elster 1990, 862). En contextos donde siguen conviviendo quienes han ejecutado y padecido una violencia extrema -como suele ocurrir después de represiones, guerras civiles o genocidios-, este apetito de venganza puede parecer legítimo para algunos, mientras que para otros aparece como una amenaza que se debe encauzar. Quienes en particular intervienen en el seno de organizaciones internacionales cuando un conflicto llega a su fin piensan a menudo que es necesario luchar contra la voluntad de venganza de las víctimas. Temen las consecuencias que puedan tener tales represalias -que se presumen desestabilizadoras- en el nuevo marco político.1

Y, sin embargo, sería difícil afirmar que las víctimas de la violencia política en realidad llevan a cabo actos de venganza. Muy a menudo esta es evocada pero de manera puramente teórica. Claro que algunos hombres que cometieron u ordenaron crímenes políticos fueron asesinados. Tal fue el caso de Jaime Guzmán Errázuriz, actor importante del Gobierno chileno de Pinochet, asesinado en 1991, o de algunos ejecutantes del genocidio judío cometido bajo el Tercer Reich. Pero no son muchos, a fortiori, si se tiene en cuenta el número de sus víctimas. Los pocos casos que han sido identificados como represalias contra criminales políticos tienen además poco que ver con una pulsión vengativa de las víctimas. Rara vez la venganza es el hecho de una víctima contra quien le ha causado daño. Hay quienes lo hacen en su propio nombre -grupos militantes o militares, como es el caso del grupo Berih'ah d'Abba Kovner, que se unió además al Ejército israelita- (Segev 1993, 140-152). No lo hacen de una manera impulsiva sino más bien colectiva y organizada, y por una causa que sin duda va más allá del pago de una deuda de sangre. Se trata de actos políticos. En cuanto a las grandes figuras de "vengadores" (como Simon Wiesenthal o la pareja Klarsfeld), acorralan a los criminales de guerra para llevarlos ante los tribunales de justicia. Y la justicia de Estado no es la venganza.

Por un lado, la certeza de una pulsión irresistible de venganza; por el otro, la escasa frecuencia con la que se constatan los hechos de venganza. ¿Qué le sucede a la víctima para que no desahogue su sed de venganza? Este problema llama la atención sobre un malentendido de los usos contemporáneos del apelativo de víctima, en el marco de las políticas posteriores a la violencia, como suele ocurrir en la universidad... Muchos social scientists -en ocasiones agobiados por disposiciones, clases y categorías sociales, y preocupados por humanizar su profesión- se interesan en las víctimas, con la esperanza de descubrir en ellas a personas singulares y abatidas. Para ellos, las víctimas aparecen como seres traumatizados, vulnerables, con identidades perturbadas, susceptibles de cuestionar los referentes identitarios, políticos y científicos existentes. Los expertos en políticas del posconflicto también expresan su deseo de querer estar lo más cerca posible de la verdad "subjetiva" de las víctimas, a las que sitúan en el centro de la experiencia de las comisiones de la verdad.

Desde esta perspectiva, la venganza de las víctimas es, en parte, un fantasma de universitarios y expertos. Las víctimas de violencias políticas son omnipresentes, pero de hecho, ausentes como personas. Son, ante todo, figuras producidas por un trabajo político. La víctima es una figura política y jurídica cuya importancia es reciente. Durante mucho tiempo, las víctimas no fueron consideradas centrales en las políticas relativas a las violencias masivas. Sacrificadas en el altar de los "héroes" (el militante sionista en Israel, el vencedor de la guerra en Estados Unidos, el militante de la resistencia en Francia, etcétera), las víctimas de la Segunda Guerra Mundial tuvieron que permanecer en silencio. Los procesos penales nacionales apenas comienzan a considerarlas como actores legítimos, mientras que la Corte Penal Internacional se propone, desde 2002, hacerles desempeñar un papel que ya no sea solamente el de testigos.

Sería erróneo, por lo demás, creer que esta víctima que ahora ocupa el centro es el legado, o más bien, el residuo único de las violencias políticas masivas. Su invención ha sido alimentada por procesos propios del derecho y movilizaciones en otros sectores sociales. Las movilizaciones feministas, así como las de otras minorías, han contribuido ampliamente. De índole política contestataria, la víctima se ha convertido con rapidez en una categoría académica, política, administrativa; y ha sido utilizada por expertos "multiposicionados" (es decir, que desempeñan papeles en sectores sociales diversificados) que hablan un lenguaje híbrido. Los dispositivos internacionales posteriores a los conflictos -la justicia llamada transicional o los programas de peacebuilding- se han inspirado así, en parte, en prácticas psicoterapéuticas -incluida su forma de inspiración religiosa, como en las técnicas de Alcohólicos Anónimos- o en otros métodos de resolución de conflictos. Dichas políticas de posconflicto se encuentran asimismo articuladas a movilizaciones que buscan reformar las prácticas jurídicas en países donde la paz está más arraigada. De este modo, la víctima se convierte en el actor central de una justicia restauradora, de manera paradójica cuando la crítica del derecho penal estadunidense, juzgado demasiado represivo, alimenta la atenuación de la justicia -por lo general poco represiva- contra los perpetradores de violencias masivas.

Sin embargo, trátese ya de una causa política subversiva o de un estatus administrativo, la víctima siempre es percibida a través de su sufrimiento -por estar herida, traumatizada o enlutada-. Un sufrimiento que, para algunos autores como Butler (2010) y otros filósofos anglosajones, se trata de reconocer en su afirmación singular -al precio tal vez de cierto aislamiento-, y para otros, especialmente historiadores y sociólogos franceses como Todorov (1998), se trata de denunciar cuando ese sufrimiento no se abre al de los demás, convirtiéndose en el caballo de Troya del comunitarismo, en una brecha en la ciudadanía y en una amenaza para la unidad nacional. ¡Las ciencias humanas y sociales muy a menudo se apresuran al volver a tomar esa libertad que habían cuidado en dar a las víctimas -ya sea que velen por ellas o las protejan- para que escribieran su historia, incluso la Historia! Cuando las víctimas escriben su Historia, los universitarios aplauden el fin de la dominación del relato del verdugo. Pero velan también por defender su monopolio sobre la escritura de una Historia objetiva y común.

Ese buen testigo, convertido en teoría por las ciencias sociales, aparece bajo los rasgos de la víctima razonable a quien protegen las políticas de paz y memoria contemporáneas. Comisiones de la verdad u otras modalidades que buscan establecer una "verdad" sobre el pasado violento, reparaciones simbólicas y materiales para las víctimas, justicia llamada transicional que da lugar a persecuciones penales pero solamente "en la medida de lo posible": estas políticas de factura contemporánea han puesto a las víctimas en el centro de la escena, invitándolas a tomar la palabra para narrar la manera en que vivieron los crímenes perpetrados contra ellas o sus parientes, "con sus propias palabras" (cito aquí a los miembros de la Truth and Reconciliation Commission de Sudáfrica).

Pero ese derecho a la palabra está estrictamente regulado. De hecho, el objetivo de dichas políticas no es sólo el reconocimiento de la víctima. Deben también contribuir a la consolidación de la paz y estabilización del nuevo orden político, al igual que las leyes de amnistía o los acuerdos establecidos entre gobiernos nuevos y "salientes". La búsqueda de lo que se denomina reconciliación implica a menudo, por ejemplo, la participación de "todas las víctimas", puesto que su estatus emana de una violencia física padecida. Los soldados y policías que conducen una política represiva parcialmente ilegal podrían pretender ese estatus, así como los antiguos "subversivos". Tal fue el caso en Chile y Sudáfrica. Además, se sugiere a las víctimas que no formulen denuncias políticas ni revelen el nombre de los verdugos. Deben mantener sobre todo -volveré sobre esto- un lenguaje de lamentación y sufrimiento que acentúe el traumatismo y la dificultad para "elaborar el duelo".

Científicos y expertos han querido expresar su interés por la persona de la víctima, incitada a decir lo que ha vivido en su propio nombre, en su lenguaje y a través de sus emociones. Pero en su lugar hacen hablar a las figuras, reguladas además por fuertes restricciones políticas. Ese malentendido pone al descubierto una tercera encarnación de las víctimas de violencia política: las víctimas son figuras políticas y personas; pero esas personas singulares desempeñan papeles, diversos papeles.

Si las víctimas recurren poco a la venganza, o no lo hacen, es tal vez porque no lo desean. Así como probablemente tampoco deseen a menudo "reconciliarse", contrario a lo que nos quieren hacer creer algunos actores de las políticas de paz cuando insisten en su magnanimidad (Tutu 1999). Cuando las ciencias sociales deciden dar cuenta de las expectativas y los actos de las víctimas, se ven muy a menudo tentadas a reducirlas a personas simples y sinceras -petrificadas en el traumatismo o movidas por un deseo vengador- o a rebajarlas al nivel de figuras que pueden ser tanto subversivas como razonables. Ahora bien, las víctimas son tan plurales como otros individuos que han sido menos golpeados por la violencia política. Ellas viven -como todos nosotros- vidas múltiples, sectorizadas, lo que es normal sobre todo en sociedades diferenciadas. Las víctimas viven varias vidas de forma sucesiva y paralela.2

No quisiera solamente recordar que el nombre de víctima es una etiqueta que se otorga durante un proceso social y político, a la vez complejo y competitivo, en el cual intervienen autoridades y numerosos expertos, las víctimas, sus representantes, otras víctimas concurrentes (Hacking 1991; Lefranc y Mathieu 2009). Por otro lado, no conocemos a ciencia cierta el punto de partida. ¿Estamos seguros de que tan sólo es la experiencia de la violencia, y nada más que esta, la que hace a la víctima? Antes de ella, empero, algunos podrán destacar que las condiciones en que se padece la violencia determinan su capacidad para convertir a un niño en víctima (Peschanski y Cyrulnik 2012). Un bombardeo traumatiza porque la madre está ausente, y al niño le parece un juego cuando ella está ahí para tranquilizarlo. ¿La víctima nace de la reacción traumática a esa violencia? ¿O de su percepción como víctima que tienen de ella los otros? ¿O aun de un proceso de consagración oficial? ¿Y qué decir entonces de las víctimas indirectas y de los descendientes de las víctimas?

Por otro lado, sabido es que las fronteras entre víctimas y verdugos no son impermeables. Cabría también mencionar que las instituciones del posconflicto autorizan un uso de estas categorías que en ocasiones tiene poco que ver con los actos objetivos y las pretensiones legítimas en el plano moral o político. El culpable puede así verse estimulado y pretenderse como víctima, al igual que Jeffrey Benzien, policía sudafricano convertido bajo el apartheid en verdugo de los opositores, quien ante el comité de amnistía de la Truth and Reconciliation Commission, y con la ayuda de la terapeuta que trataba su depresión, se presentó como víctima de una situación política y presa a la vez de recuerdos traumáticos. Frente a él, las víctimas -que él mismo había torturado- se rehusaban en cambio a asumir el papel de víctimas. Esos antiguos militantes del Congreso Nacional Africano preferían, de hecho, presentarse como los vencedores de una guerra justa y evocar que eran responsables políticos importantes, para finalmente gozar del estatus de superiores jerárquicos directos y ser así candidatos a la amnistía (Lefranc 2014b).

Lo mismo aconteció en el Comité de Violaciones de los Derechos Humanos de la Comisión, delegado en 1995 y 1996 para escuchar a las víctimas de violaciones graves de derechos humanos -cometidas entre 1960 y 1994- y poder reconocerlas integrando sus relatos en un informe y recomendando a la vez el otorgamiento de reparaciones. Las audiciones organizadas por el Comité a lo largo del país fueron el centro de un dispositivo considerado como un éxito a escala internacional. De hecho, se le concedió el poder de tratar a las víctimas y dar al mismo tiempo al país una unidad de la que jamás había gozado. Las víctimas -unas 2.000 personas- eran calurosamente invitadas a narrar durante las audiciones lo que les había sucedido y daban libre curso a todas las emociones que nacían del desbloqueo del traumatismo que había sido enterrado después del suceso violento. Lloraban, eran presa de convulsiones y finalmente eran consoladas por psicólogas profesionales puestas a su servicio. Esas emociones, expresadas de manera "libre" y "espontánea", debían ser comunicadas a los ofensores -en un diálogo que, de hecho, ha tenido lugar muy pocas veces-, al público y, a través de los medios de comunicación, a toda la nación. La hipótesis de un contagio de individuos liberados de sus traumas a una sociedad aún obsesionada por prejuicios etnorraciales está mal fundada (Lefranc 2014a). Pero lo que se omite en este escenario -y me interesa más aquí- es la capacidad que tienen las víctimas para experimentar, como todos los demás, emociones variadas y para alimentar expectativas diversas.

¿Por qué las víctimas deberían sentir y expresar emociones menos profusas que otras personas? ¿Por qué deberían ser privadas de la posibilidad de desempeñar papeles tan variados según los espacios sociales que frecuentan? ¿Por qué tendrían que aparecer ante las instituciones de pacificación sólo como personas francamente afectadas por recuerdos traumáticos o por un duelo inconcluso, o, de manera simétrica y en escenarios más políticos, ser tan sólo percibidas como llevadas por la cólera? Toda una multiplicidad de actitudes fue expresada ante la Truth and Reconciliation Commission: desde la militante ansiosa por denunciar a los criminales y evocar la causa, al leer sus notas, hasta la mujer preocupada, sobre todo, por el presente de una situación social muy difícil, pasando por aquella viuda encerrada en el recuerdo traumático y hacia la cual iba la preferencia de los miembros de la Comisión.

Esas mujeres y esos hombres acogidos como víctimas no solamente tienen formas diferentes de construir y presentar su experiencia, sino que todos, ya lo hemos dicho, no se perciben como víctimas. Pueden ser militantes, sobrevivientes, hombres que se enfrentan a dificultades cotidianas, etcétera. Las instituciones -y con ellas, a menudo, las ciencias sociales- intentan la mayoría de las veces minimizar esta diversidad, para quedarse sólo con el lamento de una víctima que sufre las consecuencias de la violencia física. Orientación bien pensada: la expresión del sufrimiento puede adaptarse a los imperativos de una situación política marcada -ya lo hemos visto- por el compromiso entre antiguos enemigos y por el hecho de apaciguar al mismo tiempo a una víctima percibida como si estuviera animada por una pulsión vengadora. Por eso es que los miembros de la Comisión sudafricana privilegiaron un registro terapéutico, llevando a las víctimas a evocar más sus pesadillas que sus acusaciones3 o compensaciones materiales. Privilegiar el dolor moral y psicológico permite, de hecho, individualizar su expresión, desalentar las reivindicaciones colectivas y, para usar una palabra fuerte, domesticar mejor las cóleras, los sufrimientos, las exigencias, etcétera. La inquietud de las víctimas expresada por las instituciones de justicia transicional -que las incitan a decir su sufrimiento- es un arte de la domesticación, así como las persuasiones al silencio acatadas por los sobrevivientes de la Shoah después de la Segunda Guerra Mundial, por lo menos en el espacio público (Diner 2009).

En efecto, las emociones son convenciones sociales. Son el producto de coacciones e interacciones -con los representantes de la institución, el público, los parientes, los otros...-, y no la emanación directa de estados psicológicos solitarios, internos. Traducen el papel que desempeña una víctima en un entorno determinado, como el contexto inmediato donde le son enviadas órdenes para que se apacigüe -o, por el contrario, aunque es poco común, para que se encolerice-, o en un entorno más amplio que no exhorte a la venganza. La pulsión vengativa que se sigue prestando a las víctimas y, en un sentido más amplio, a los sufrientes ha sido, de hecho, elaborada durante largo tiempo por numerosas instituciones, en primer lugar por las religiones y los Estados, a través de su dispositivo de justicia (Verdier 2004). Si damos fe a la psicología social experimental, esas prohibiciones han sido incorporadas muy eficazmente. Sólo una minoría de individuos, sin duda más desconfiados y competitivos que otros (Eisenberg et al. 2004; Zdaniuk y Bobocel 2012, 641), experimentarían una necesidad de reparación a través de la venganza, y la venganza no logra sosegarlos (Bushman 2002; Carlsmith, Wilson y Gilbert 2008). La mayoría ha acogido la interdicción de la venganza y delega claramente al Estado el poder para sancionar (Dray 2004). Si este no responde a las expectativas -por falta de seguimiento a las infracciones de derecho común o falta de procedimientos penales contra los crímenes políticos-, las víctimas de tales hechos tampoco manifiestan una pulsión de venganza, que se supone es universal en términos de actos.

La venganza de las víctimas de violencias políticas atemoriza casi en todo lugar. Y sin embargo no tiene lugar. Esta paradoja pone en evidencia un malentendido común en las ciencias sociales y los expertos en posconflictos. Dan por hecho que sitúan a las víctimas en el centro de los procesos y relatos, pero muy a menudo sólo quieren escucharlas si ellas se ciñen al reparto esperado: Erinias o Euménides, héroes vengadores o sabios que trabajan por la paz. No se escucha tanto a las personas; más bien se representa a las figuras llamadas a mantener el papel político que se les ha prescrito. En el marco de las políticas contemporáneas de justicia transicional, las víctimas de violencias políticas son exhortadas sobre todo a llorar, a decir su sufrimiento moral, a liberarse de las emociones traumáticas, más que a denunciar, expresar su cólera o reclamar una compensación material. Ese malentendido nos impele a estar más atentos a lo que dicen las víctimas en los escenarios públicos donde se evocan los pasados violentos. Y ante todo, a tener en cuenta su capacidad para mantener diferentes discursos, desempeñar papeles diversos, por la simple y llana razón de que ellas son, como todos nosotros, individuos plurales que habitan diferentes mundos sociales. Lo que una sociología banal se propone examinar para gente del común, en circunstancias normales, a eso debemos seguir prestando atención, si el desafío nos sensibiliza y despierta en nosotros la inquietud moral o la cólera política. El erigir a las víctimas en figura central de las políticas de paz y memoria puede tener un resultado paradójico: fuera del hecho de que todas las víctimas no aceptan entrar en el espacio público, las víctimas se vengan... rehusando llorar, rehusando aparecer públicamente para recordar mejor su causa política, su exigencia de justicia o incluso su resignación. Y, no obstante, sin vengarse.

Referencias

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** Traducción de Vicente Torres, Doctor en Littérature et Civilisation Françaises por la Université Sorbonne Nouvelle - Paris 3 (Francia), profesor asociado de la Universidad de los Andes (Colombia).

1Dos ejemplos, entre otros posibles: una conferencia organizada en Bogotá por la revista Semana, y la cual reunió a altos responsables con motivo de la negociación de los acuerdos de paz en Colombia http://colombia-kaf.ictj.org/role-truth-peacebuilding-complexities-contributions-and-myths, y el informe 2011 del Centro Internacional para la Justicia Transicional (respecto a Túnez, https://www.ictj.org/sites/default/files/ICTJ-Global-Annual-Report-2011-English_0.pdf

2"La producción de habitus homogéneos en todas las esferas de la vida es un sueño de profesor: Lahire (2001) -citando a Roger Benoliel y Roger Establet-: la unicidad del yo es una ilusión ordinaria puesto que vivimos y somos socializados en una pluralidad de mundos sociales" (Lahire 2001, 31 y 50). Ver también Veyne (2014 [1983]).

3En Ladybrand, el 26 de junio de 1997, un miembro de la Comisión evocaba así a una víctima-testigo: "You should not make personal insults against people. We have given notice to him about allegations that have been made against him, and it's not the correct place now to trade insults with somebody". Ver: http://www.justice.gov.za/trc/hrvtrans/index.htm

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