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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.59 Bogotá jan./mar. 2017

https://doi.org/10.7440/res59.2017.13 

Debate

Las policromías del terror: mediaciones entre la tecnología, la confesión y la experiencia de la víctima en la Colombia de justicia y paz

Alejandro - Castillejo** 

* PhD. en Antropología por la New School For Social Research (Estados Unidos). Profesor asociado y director del Programa de Estudios Críticos de las Transiciones Políticas (PECT) de la Universidad de los Andes (Colombia). acastill@uniandes.edu.co


Se dice que sólo los locos escuchan voces, que ese delirio es constitutivo de su locura. Uso la metáfora de las voces qua hablan entre ellas o que interpelan al sujeto para describir un escenario donde las relaciones entre lo fantasmal y la violencia se articulan con mayor elocuencia. El argumento: las sociedades escuchan voces, inventan mecanismos para oírlas o desplazarlas, sobre todo cuando son producto de la violencia humana, una violencia que desestructura el mundo de la vida, no que lo articula: la muerte puede también restablecer el orden de las cosas. En las audiencias de versión libre -un ejercicio caleidoscópico de búsqueda de verdades con cuentagotas-, el carácter espectral de la víctima, encarnada en una voz sin cuerpo y sin rostro, se condensa. ¿Qué nos dicen las audiencias de la sociedad que las permitió? ¿Cómo entonces convivir con estos fantasmas?

En Colombia se escucha con frecuencia la frase las voces de las víctimas (y ramificaciones como "las víctimas han hablado" o "hay que escuchar a las víctimas") para hacer referencia al reconocimiento de una experiencia cataclismica en el contexto del conflicto armado o de la guerra. Es una frase trillada sin duda, pero no menos compleja cuando se logra entrever su densidad semántica, cuando se historiza. Se escucha en reuniones oficiales, en reuniones de organizaciones de víctimas, en los medios de comunicación masivos, en juntas de académicos, y además es parte incluso de la retórica política, al punto que en ocasiones ha sido puesta al servicio de agendas opuestas. En otras palabras, es un término común en el discurso humanitario en Colombia. Y resulta curioso, cuando se compara con otros escenarios de conflicto, que es el término víctima, y no sobreviviente, el que tiene mayor ascendencia en este contexto. En este sentido, la voz es una especie de certificado de existencia de la condición de victimización; como si fuera en la palabra, paradójicamente, donde se certifica lo traumático. La obsesión por la voz toma unos matices peculiares: la sociedad colombiana parece escuchar voces en todas partes, fragmentarias, a pedazos, literalmente. Rastros y despojos que deja la violencia; algunas son reconocidas como voces, otras no son reconocidas o, lo que es peor, son inaudibles. ¿Cuáles han sido entonces las condiciones de audibilidad que han permitido esta aparente polifonía?

El escenario de la versión es en realidad un conjunto de escenarios interconectados: dos salones u oficinas debidamente acondicionados y conectados por un sistema de comunicación de audio y video administrado por auxiliares de la Fiscalía. En el primero de ellos se encuentran los versionados: un grupo de varios hombres, usualmente el comandante de frente y sus subalternos. Es difícil imaginar la cantidad de crímenes cometidos por algunos de ellos: en una ocasión había uno -no mayor de 30 años- que era acusado de haber asesinado a más de cincuenta personas con sus propias manos: a bala, descuartizadas a macheta, a golpes. En otros casos, la suma de crímenes puede ascender a miles: el paramilitarismo era una gran red militar y clientelar, al punto en que la línea divisoria entre el orden institucional y el no institucional parece más la excepción que la regla. Hay otra sala, la que los funcionarios llaman Sala de Víctimas, que está acondicionada con asientos frente a una pantalla de televisión. A ella asisten víctimas certificadas o por certificar. También se acercan víctimas que, habiéndose enterado de la versión por algún conducto, a través de alguno de los edictos publicados en medios, deciden ir independientemente a preguntar por sus muertos. A seguirles el rastro.

La audiencia usualmente comienza a media mañana. Luego de identificar cada uno de los asistentes a la sala de versionados y certificar la presencia de víctimas en la otra (que en ocasiones puede estar localizada en otra ciudad o región del país) se da comienzo a ese destilado que se ha denominado, no sin mucho debate, verdad jurídica e histórica. El fiscal retoma la diligencia, que en ocasiones también puede extenderse semanas enteras a lo largo incluso de años, como ha sucedido con comandantes de frente del Bloque Norte. El individuo continúa una narración de eventos: en este ejercicio, lo que hace es relatar y a la vez declarar lo que él considera los crímenes realizados por él o el frente bajo su mando. El fiscal recibe incluso una lista con anticipación. El peso de la verdad y, en el fondo, la autoinculpación que estimula el proceso recaen en el propio paramilitar, no en la versión del doliente. Esto se realiza estructuradamente. Al principio, el fiscal busca definir la organización jerárquica del frente durante el período de operación, desde su nacimiento hasta su desmovilización, para luego localizar geográficamente los lugares donde operaron. El cruce entre tiempo y espacio permitiría potencialmente establecer la autoría de crímenes realizados pero no reconocidos por los victimarios; crímenes que son llevados a la Fiscalía por parientes de la víctima pero que ningún frente ha reconocido. Es en este punto, en este encuentro -cuando nadie reconoce la muerte de una persona pero hay una víctima en la sala que la busca-, donde se crea un espacio fantasmal que se encarna en la voz de la víctima, en la voz de un pariente cercano que la reclama. Este espacio fantasmal se da fundamentalmente debido al cruce entre el procedimiento judicial que lo posibilita y el aparataje tecnológico que lo permite.

La sala de versionados tiene una o dos cámaras de video. La sesión se filma en su totalidad. Una de las cámaras registra de manera usual desde alguna esquina superior frente al grupo. La otra hace una especie de panorámica a la altura de las personas, horizontal a sus rostros, pero distante. Las cámaras no son operadas por nadie, y esencialmente lo que hacen es crear una imagen digital del proceso sin otro tipo de intervención técnica: no hay en ningún momento diferentes tipos de tomas, close-ups a los rostros, como en una telenovela o un documental. Las cámaras son estáticas, y aparentemente no presentan distorsión o manipulación de la realidad, de lo que acontece. En este uso tecnológico hay una intención objetivista y documental. No obstante, hay en este mirar desde allá una modalidad de consignación, en la medida que relaciona la historia como visualidad. La historia es aquello registrado por la cámara. Sin embargo, son instrumentos de captación audio-visual que también establecen un punto de vista. La audiencia se desarrolla en este contexto de vigilancia permanente. Y no es para menos: los cuerpos presentes representan el mal, el crimen, sus redes, sus lazos: el paramilitarismo es una iniciativa tanto militar como clientelar.

Las cámaras son una prótesis del gran sistema de vigilancia que estructura la vida cotidiana de las ciudades contemporáneas, donde el combate al mal permite a una autoridad abstracta (la comunidad, el bien, la ley, la patria) una mirada invasiva, obligatoria, sobre el sujeto en cualquier escala. La cámara, la foto, son elementos sustanciales para pensar nuestra relación con el poder en el mundo contemporáneo. Una mirada incluso intimista: durante las audiencias, la mirada de la ley se mantiene impávida, inmutable, permanente, registrando, hasta donde sea posible, los comentarios, las actitudes, las manías de los hablantes, sus desatinos, dubitaciones, desconcentraciones y evasiones. Es una mirada que penetra en la intimidad de la matanza, en la intimidad del asesino, que relata con cierta trivialidad la manera como picaban a las personas para desaparecer el cuerpo, poniendo en duda hasta la propia realidad del dolor, del trabajo del duelo.

La sala de versiones está sellada del "exterior" en un sentido espacial, inmediato: el proceso produce relaciones de exterioridad e interioridad. Todo lo importante, lo que la gente espera -luego de años de silenciamiento-, se da en el marco de ese espacio semiclausurado: el destino de los cuerpos, de sus pedazos, las razones de los asesinatos, el trabajo del duelo: respuestas a preguntas que anidan en las pesadillas de quienes las viven. Todo sucede adentro. Sin embargo, la narrativa de los crímenes nos habla también de un más allá, de un allá, de un otro lugar, de un espacio que está a la vez por fuera del orden de la ley, habitando una especie de confín, de periferia normalizada y concebida como el orden del mundo. La narrativa del crimen, que a la vez es justificado por los propios agresores, plantea diferentes modalidades del afuera y del adentro.

En el espacio de la versión, sin embargo, la verdad se destila en un escenario circunscrito, vigilado por un circuito cerrado de televisión. En este escenario, de manera usual -antes de comenzar propiamente-, quienes la rinden están casi siempre en silencio: se sabe que son escuchados, que sus movimientos son observados, si bien con discreción; que sus palabras pueden desatar tormentas, que se pueden inculpar o traicionar. El arte de versionar radica en el control y la administración de la palabra, incluso cuando el objeto es dejarla libre en una turbulenta emanación de hechos. Es un ambiente lúgubre, tenso hasta cierto punto, donde el ámbito de lo privado se desdibuja, donde el tono de la voz se disminuye, donde las conversaciones son murmullos de multitud o chasquidos semisecretos. Ellos mismos, incluso en el momento de declarar, vigilan sus propias palabras: lo que dicen o cómo lo dicen, en una rítmica que adquiere cadencia conforme el versionado se apersona de su propia verdad. En muchos casos se plantean verdaderas confrontaciones íntimas con las maneras de hablar, de referirse al otro, eufemismos legales: "el hecho en cuestión", "lo que hicimos", "los eventos", "las circunstancias de aquel día". Los coloquialismos y los regionalismos son mutilados conscientemente: versionados que al hablar se equivocan usando alguno se corrigen al instante disculpándose con el fiscal o advirtiendo con anticipación: "[...] el día que hicimos la vuelta [el asesinato], como se dice vulgarmente, doctor [...]". Con esto se evidencian sus actos fallidos, el miedo a no parecer arrepentidos, a ofender incluso a las víctimas trivializando lo realizado, a ser malinterpretados o incluso a ser descubiertos en la banalidad del propio acto de hablar: hay, en todo caso, una condena por ser proferida y un perdón por ser solicitado frente a un público escéptico.

Afuera, por otro lado, se suscita una dinámica distinta, aunque conectada con la anterior. Las víctimas van llegando poco a poco durante la mañana. La sala se adecúa con asientos plásticos mientras un ayudante de la Fiscalía toma los nombres de los asistentes, quienes quedan registrados dentro de una hoja de asistencia. En general, a estas audiencias sólo ingresan víctimas y personal autorizado. En uno de los costados se encuentra una televisión en cuya pantalla aparecen las imágenes de la audiencia y los enlaces satelitales con cualquiera de las salas de víctimas que hayan sido arregladas para la diligencia. En ocasiones, un Video Beam y una pantalla de proyección reemplazan la televisión. Alguna de estas se pueden dar donde la masa crítica de víctimas sea mayor, en los pueblos o cabezas municipales cercanos a los escenarios de la muerte. Por un rato, se sientan también en silencio, intercambiando aquí y allá comentarios sueltos con el vecino de asiento. No son escenarios muy concurridos, y en ocasiones, quienes asisten son en realidad los abogados defensores en busca de acontecimientos y hechos delictivos que intentan clarificar los casos asignados, particularmente los abogados de oficio de la Defensoría del Pueblo.

Los intercambios verbales entre las personas se dan en función de la experiencia vivida de la violencia: "Vengo por mi esposo, que fue asesinado" o "Vine a que me den razón de mi hijo, que se lo llevaron en noviembre de 1998", haciendo clara alusión a los detenidos sentados al otro lado de la pantalla. Como lo ha establecido una serie de investigaciones sobre las relaciones entre el testimonio y lo traumático, víctimas de violencia en general transforman información que puede ser fragmentaria en un relato cargado de detalles específicos que se repiten. Con frecuencia estos relatos se congregan en patrones colectivos o núcleos semánticos compartidos por varios testimonios en un contexto cultural particular. Las madres y hermanas, porque la mayoría de los acudientes son mujeres, recuerdan con relativa precisión circunstancias relativas a la muerte de sus seres queridos: detalles de contexto que sitúan a la persona en una red de relaciones espaciales y temporales.

En otros contextos sociales, como el de sobrevivientes del régimen racista del apartheid en Sudáfrica, esta información contextual se estructura o se ordena inconscientemente en historias que con el tiempo tienden a estandarizarse a fuerza, o bien de repetición en contextos de entrevistas e investigaciones sociales o jurídicas (cuando la víctima se convierte en informante profesional), o bien a fuerza de trasegar preguntas sin respuestas. Con frecuencia estas historias constituyen itinerarios de sentido en donde macroprocesos históricos se entrecruzan con microprocesos personales. Así, narrativas de mujeres sobre eventos traumáticos suelen diferir de las de los hombres, en la medida en que cada cual localiza su testimonio en un lugar de enunciación diferente. Ante años de silenciamiento forzado, sobrevivientes del terror y la guerra localizan la violencia exactamente en el cuerpo de su ser querido o en el cuerpo de la comunidad dañada, porque es un cuerpo, en realidad, el que ha sido desmembrado con la muerte y el desplazamiento forzado. Así, dentro de la audiencia circula información: nombres de personas, fechas y lugares específicos. Es un intento por unir piezas, por armar la imagen.

El silencio se va transformando en conversaciones y discusiones de diverso tipo. Los rastros de los muertos y exhumados van dando paso a un torbellino de emociones. Algunas madres guardan estoico silencio, absolutamente aterrorizadas por el hecho de estar sentadas ahí. Otras comienzan a hablar duro, afirmando su sorpresa ante lo que pasaría en los siguientes momentos. La atmósfera sigue siendo densa, y en ella el silencio crónico y el miedo instalado conviven de forma contradictoria con el reclamo a voz en cuello: la madre que llora desconsolada, incapaz de articular palabra, se sienta al lado de otra madre, de una hermana o de un padre que de manera abierta hablan al público asistente, enfrentando en su imaginación al paramilitar, a su rendición de cuentas. Los ánimos se caldean por momentos hasta que, al fin, la audiencia comienza.

El versionado continúa desarrollando los detalles de la "conformación del grupo armado ilegal", como reza la terminología oficial. El fiscal, por otro lado, es responsable por el desarrollo de la audiencia, en la medida en que interpela de un modo directo en busca de aclaraciones. Luego de pasar por detalles operativos o financieros del grupo, el paramilitar hace un listado donde referencia los crímenes o delitos en los que reconoce participación por acción directa o por línea de mando (porque era el responsable final de las actuaciones de sus subalternos en un momento dado). Aparece en el escenario una macabra lista de nombres, junto a los crímenes de los que fueron objeto. Durante la versión se dan mayores detalles, con frecuencia atrozmente exactos, pese al tiempo que ha pasado. Se sabe que en las cárceles circula información, al punto de ser casi oficinas de atención al público.

El listado de nombres es en sí reminiscente de la manera como operaban. Con lista en mano, y acusaciones de supuesto colaboracionismo con la guerrilla, unidades de hombres armados llegaban a las cabeceras de los pueblos, a las fincas o a los barrios y, luego de agrupar la gente, identificaban las personas para posteriormente ejecutarlas, a veces en la espesura del monte, a veces en la misma plaza, a veces frente a la familia. En la lógica de la matanza y el paramilitarismo, la idea es culpar a la víctima de su propia miseria y muerte, en el marco de una violencia que se cree restaurativa del orden social.

En Colombia se han asesinado activistas y políticos de izquierda bajo esta lógica. Y hoy día no sobran quienes sin armas pero con palabras realizan el mismo ejercicio de profilaxis. Esta enunciación de crímenes serviría a la Fiscalía para localizar los parientes del muerto. Son ellos quienes finalmente asisten a las versiones, cuando las casi siempre difíciles condiciones económicas y de transporte lo permiten. A través de abogados representantes, los investigadores y asistentes del fiscal realizan una lista de los "casos que serán tratados durante la siguiente diligencia de versión, de tal manera que los interesados puedan asistir". Es bajo esta expectativa que se da el encuentro judicial e histórico de la versión libre. Judicial, porque se enmarca en un proceso de esta índole, e histórico, porque a través de este encuentro se instaura una serie de concepciones del pasado.

La realidad de la declaración permite a otras víctimas acudir. Algunas, relacionadas con eventos directamente realizados y confesados por el versionado. Otras, urgidas por la necesidad de encontrar o reincorporar al muerto al mundo de los vivos. En todo caso, la versión del paramilitar encuentra resistencia, al menos, en dos niveles: en cuanto a la veracidad y la justificación de sus actos (cuando hay un manto de duda en los detalles y las explicaciones que ofrece para autojustificarse luego de reconocer lo que hizo), y, en cierto sentido, en cuanto a la existencia del acto mismo. Extraigo un fragmento donde se ilustra la segunda posibilidad, dado que es en ese instante cuando tanto la tecnología como la metodología de la audiencia instauran el espacio espectral de la víctima descorporizada.

Ante la eventualidad que una víctima requiera información de alguien y crea que la persona que declara puede tener conocimiento de dicha información, la dinámica es la siguiente: un asistente funge como mediador entre las dos salas. La víctima, durante una sesión de audiencia, puede interpelar al victimario, aunque de manera indirecta, sin tener acceso a un rostro. Esto es parte de un protocolo de anonimato u ocultamiento del rostro, que se estableció por razones de seguridad. Sin embargo, este anonimato es relativo, ya que indicios de identidad son desplegados de manera permanente. Lo puede hacer a través de un formato estandarizado de preguntas que se distribuye al comienzo de la sesión. Este es un procedimiento rutinario. El formato llenado es pasado al fiscal, quien lo lee en voz alta, punto por punto. El paramilitar responde. La segunda posibilidad se da cuando el asistente en la sala de víctimas intermedia: toma la información que la víctima le da in situ y la traduce, por decirlo así, a través del micrófono a la sala de audiencias. Allá escuchan y los paramilitares responden. En este procedimiento, la interacción y conversación son muy complejas, y la traducción es una especie de formalización impromptu que en ocasiones tiene una carga interpretativa significativa. El asistente toma la información que le da la persona y extrae los datos jurídicamente relevantes.

Esta mediación está conformada por un circuito lingüístico y performativo sectorizado. Los versionados escuchan pero no pueden ver a quien les habla. Las víctimas pueden ver y oír la respuesta que dan y que se refleja en los recuadros de la pantalla, usualmente poco nítidos y con pocas posibilidades de atender a detalles faciales expresivos. En realidad, el rostro desaparece de la pantalla en el fuerte granulado de una definición de baja calidad. Lo importante en este contexto es la voz, lo que se dice, no necesariamente lo que se ve. En medio de esta voz flotante, sin rostros, que viene transportada por un eco, como si fuera de ultratumba, se da lo que podría llamarse una verdad caleidoscópica, construida a partir de fragmentos que, conectados a través de un principio rector, configuran una imagen . El escenario de las versiones es fundamentalmente acústico -sin que con esto no se considere su dimensión visual inseparable-, en donde los días pasan con hombres autoinculpándose y culpando a otros en medio de voces descorporizadas, una detrás de la otra, día tras día, caso tras caso. Un escenario polifónico de múltiples voces estructuradas por un formato de relaciones que las posibilita, definidas por unas condiciones de enunciación y una serie de reglas de interacción, de temporalidades que las ordenan. Pero las voces no poseen cuerpos en la inmediatez: no existe un cara a cara, que, de hecho, es vetado por los protocolos de seguridad. De nuevo, eso no quiere decir que esos protocolos no se rompan en condiciones específicas. La fenomenología que se gesta en este encuentro se concentra en un voz-a-voz donde incluso en ocasiones se negocia, en un ejercicio similar al del caleidoscopio, la posibilidad de la existencia de nuevos hechos jurídicos, en últimas, nuevos cuerpos de nuevas víctimas.

La dinámica de las intervenciones parece devenir en transacciones que buscan las coordenadas espaciales del hecho, de la muerte. Las referencias de la víctima, un viejo mayor y visiblemente nervioso, son comunicadas al asistente en largos intervalos de tiempo. El anciano habla muy bajito, y aunque el asistente tiene disposición para entender, parece costarle trabajo. La interacción es fragmentaria, lenta, incluso angustiosa. Pasan los minutos, la audiencia se extiende de manera inesperada. Con frecuencia el proceso es más escueto: saben o no saben, luego de un corto ejercicio caleidoscópico. El asistente toma una hoja de papel, ante el desconocimiento del versionado, y dibuja -interpretando las palabras de la víctima- una especie de mapa de la zona: una representación a mano alzada: "para arriba queda la finca El Morichal", dice el viejo. El asistente interpreta ese arriba, no en un sentido fluvial, río arriba, sino geométrico: dibuja un recuadro que llama la finca, encima, en la parte posterior de la hoja de papel. El viejo mira y repite insistentemente, "El Floral, ahí queda", señalando la hoja en general. Aquí emerge una mediación adicional, una visualidad adicional, un modelo de representación adicional. El procedimiento busca localizar un lugar basado en fragmentos de experiencia. Luego de 25 minutos, el fiscal no logra establecer nada. Una mezcla de nombres y una serie de cartografías se entrecruzan. Había una finca, una tienda, una zona con el mismo nombre, al parecer. El asistente remite verbalmente la información de un proceso visual. Se genera una confusión. El caleidoscopio gira de un lado al otro. Los fragmentos no se consolidan. Nada sucede. La imagen completa es imposible, y la sensación de totalidad es un juego de espejos discursivos. La verdad es incompleta. La completitud es un abstracto, un artefacto. El muerto no existe pero ahí está. El lugar no existe, de cara al proceso judicial, que produce lugares, hechos y tiempos. El viejo se va con su fantasma. El paramilitar dice no conocer, no obstante conocer. La fuerza de la verdad recae, a la larga, sobre lo que él quiera reconocer. La voz se retira. Hay una fila de personas esperando hablar de su caso. Mientras esto sucedía, los otros asistentes a la sala de víctimas hacían sus charlas, sin poner mayor atención. Murmuraban, hablaban duro. El fiscal está cansado. Cierra la sesión y la convoca para la tarde, a fin de continuar la agenda. Más voces vendrán. A la salida, el viejo habla, lo cojo en su decepción: "Machete es un mentiroso", contesta. El viejo campesino se fue con su versión libre, con el muerto desvanecido, y con él, las indemnizaciones y demás reparaciones establecidas por la ley de reconciliación nacional.

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