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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.60 Bogotá abr./jun. 2017

https://doi.org/10.7440/res60.2017.05 

Temas Varios

Efectividad del daño y desdibujamiento del sujeto: aproximaciones a las narrativas sobre el sufrimiento en el conflicto armado colombiano*

Effectiveness of Harm and Blurring of the Subject: Approaches to Narratives of Suffering in the Colombian Armed Conflict

Efetividade do dano e desvanecimento do sujeito: aproximações às narrativas sobre o sofrimento no conflito armado colombiano

Juan Pablo Aranguren Romero** 

** Doctor en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, Argentina). Profesor del Departamento de Piscología, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes (Colombia), e investigador del Comité Interdisciplinario de Estudios Sobre Violencia, Subjetividad y Cultura. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Managing Testimony and Administrating Victims. Nueva York: Palgrave Macmillan - Springer International Publishing, 2016, y Cuerpos al límite: tortura, subjetividad y memoria en Colombia (1978-1982). Bogotá: Ediciones Uniandes, 2016. jp.aranguren@uniandes.edu.co


RESUMEN

En este artículo discuto algunas formas de relación con el sufrimiento humano que han caracterizado los emprendimientos investigativos y la práctica de la defensa de los derechos humanos en Colombia, y que han sido constitutivas de ciertos tipos de narrativas sobre la guerra y la violencia política en el país. Sostengo que estos modos de relación han sido delineados, en parte, por las lógicas y gramáticas de la guerra y la violencia, y han contribuido a desdibujar las tramas intersubjetivas que hacen posible el testimonio, por lo que obligan a reflexionar críticamente acerca de los impactos de la guerra y la violencia desde una ética de la escucha.

PALABRAS CLAVE Ética; violencia política; guerra; Colombia; daño; escucha

ABSTRACT

In this article I discuss some ways of relating to human suffering that have characterized research undertakings and the practice of defending human rights in Colombia that have constituted certain types of narratives about war and political violence in the country. I argue that these modes of relationship have been partly delineated by the logics and grammars of war and violence, and have contributed to blurring the inter-subjective storylines that make testimony possible, which calls for critical reflection on the impacts of war and violence from an ethics of listening.

KEYWORDS Ethics; Colombia; war; harm; listening; political violence

RESUMO

Neste artigo, discuto algumas formas de relação com o sofrimento humano que têm caracterizado os projetos de pesquisa e a prática da defesa dos direitos humanos na Colômbia, e que têm sido constitutivas de certos tipos de narrativas sobre a guerra e a violência política no país. Sustento que esses modos de relação vêm sendo delineados, em parte, pelas lógicas e gramáticas da guerra e da violência, e vêm contribuindo para desvanecer as redes intersubjetivas que tornam possível o depoimento, razão pela qual obrigam a refletir criticamente sobre os impactos da guerra e da violência a partir de uma ética da escuta.

PALAVRAS-CHAVE Colômbia; ética; guerra; escuta; dano; violência política

Registrar el sufrimiento

En los últimos 35 años, diferentes organizaciones han asumido el reto de defensa de los derechos humanos en Colombia. El trabajo de organizaciones surgidas durante la década del setenta, tales como el Comité Permanente por los Derechos Humanos (CPDH),1 el Comité de Solidaridad con Presos Políticos (CSPP)2 y el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep),3 va a ser fundamental para dar visibilidad a las graves violaciones a los derechos humanos que se cometían, por ese entonces, en el país. Dicha labor, centrada inicialmente en el registro y denuncia de la violencia ejercida por parte del Estado colombiano contra organizaciones sindicales, grupos políticos de izquierda y movimientos estudiantiles, campesinos e indígenas, posibilitó la elaboración de un conjunto de informes que hicieron posible que estos hechos tuvieran una resonancia nacional e internacional, que incluyó la realización de debates en el Congreso de la República, la visita y el informe de Amnistía Internacional, y la visita y el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, realizados todos ellos en los albores de los ochenta. Las denuncias de estas organizaciones permitieron reconocer las magnitudes y densidades de las violaciones a los derechos humanos en Colombia cometidas por el Estado colombiano, en el marco de la aplicación del Estatuto de Seguridad Nacional,4 y generaron un campo de visibilidad inédito en el país sobre estos hechos, particularmente sobre detenciones y torturas. De esta manera, permitieron fijar un listado de nombres de los detenidos, sus edades, fechas y lugares de detención, tipos de tortura a los que fueron sometidos, presuntos responsables, entre otros datos, que revelaban la sistematicidad de la tortura. Así, se constituyó el informe del Cinep,5 pero también el Informe de Amnistía Internacional6 y otros documentos de la época, como el libro Documentos Testimonios (Foro Nacional por los Derechos Humanos 1979) y el libro Represión y tortura en Colombia (Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos 1980).

No cabe duda de que los esfuerzos por construir un proceso de sistematización de los hechos de violencia política a finales de la década del setenta en Colombia han resultado fundamentales para los procesos de denuncia y han operado bajo la necesidad de visibilización, dirigida a contrarrestar el peso de las versiones estatales que niegan la existencia de tales prácticas. Sin embargo, como mostraré en este artículo, esta necesidad va a caracterizar un modo de relación entre el sufrimiento, la práctica de defensa de los derechos humanos y la investigación académica, que delinea una narrativa sobre la efectividad del daño, que contribuye a la invisibilidad tanto del sufriente como de quien lo escucha.

Sistematización del sufrimiento e invisibilidad del sujeto7

El documento de sistematización de detenciones y torturas, publicado por el Cinep en 1982, presenta voluminosas tablas que dan cuenta de la magnitud de casos de detención y tortura reportados entre 1970 y 1981. Los casos están clasificados según una tipología y presentados en una tabla. El segundo volumen alude a las formas de represión individual y presenta una tabla con numerosas columnas. En la primera columna aparecen los nombres de las víctimas, y en las siguientes, una serie de casillas con una abreviatura o un número que representa un grupo de códigos. Los códigos de las primeras columnas especifican el género y la edad de la persona y el tipo de actividad que desempeñaba. Las siguientes columnas refieren al tipo de organización de pertenencia del detenido, a la fecha y el lugar del allanamiento, al sitio de reclusión y a la situación jurídica del detenido. De ahí en adelante, la clasificación se enmarca en una categoría general llamada "Atropellos y torturas". Esta sección se subdivide en 80 números (80 casillas). Cada número corresponde a un tipo de práctica asociada a la tortura. Así, por ejemplo, el número 1 corresponde a "Ahogamiento en agua" ("Submarino"); el número 12, a "Asfixia"; el número 20, a "Crucifixión"; el número 65, a "Unción de miel", y el 80, a "Secuelas de tortura".8 Las siguientes 14 columnas están agrupadas en una categoría llamada "Responsables", que a su vez se subdivide en "Responsables Colectivos" (Ejército, Policía, DAS, F2, Otros, Funcionarios Públicos, Particulares); "Responsables Individuales" (Nombre, Cargo o Actividad) y "Responsable de" (Allanamiento, Detención, Heridas, Torturas, Asesinato). La clasificación de la tabla permite, así, que a cada nombre de un detenido (en la primera columna) le corresponda, según el caso, una "X", un dato o un espacio en blanco, según el tipo de tortura infligida y el presunto responsable (en cada una de las siguientes columnas).

Como herramienta para la denuncia, en efecto, la base de datos va a resultar de gran utilidad, y por el volumen de datos recolectados, revela que lo acaecido en el período estudiado no corresponde a hechos aislados. Sin embargo, como se puede entrever, el listado de personas y las casillas en las que son clasificadas según el "tipo de tortura y atropello" reducen al sujeto al dato sobre el daño o al registro de la tipología del hecho violento.

El proceso de sistematización muestra a los sujetos sólo como los objetos del sufrimiento, los presenta según la clasificación de sus padecimientos, o según la relevancia y precisión de sus denuncias. Bajo este esquema, dicha sistematización se inscribe en el mismo tipo de narrativa que pretende denunciar; no logra salir de la lógica que la tortura ha producido, o sea, la de la administración del sufrimiento.

Las sistematizaciones revelan cualidades, cantidades y clasificaciones en los esquemas del horror, pero poco o nada dicen de estos sujetos ni mucho menos de su sufrimiento, aunque sí de su administración. Un nombre, una edad, una ocupación, un lugar y una fecha de detención, tres, cinco o quince formas de tortura y algún dato sobre su torturador. El documento es eficaz en la denuncia, pues recrea de modo sistemático la empresa del horror, pero es completamente limitado en cuanto a revelar las formas en las que los sujetos se sitúan dentro de la tortura. En sentido estricto, poco o nada dice del sufrimiento humano que se vincula a estas prácticas, aun cuando podamos suponer e intuir el sufrimiento en los nombres que clasifican las formas de tortura.9 El régimen de representación en el que se inscribe la sistematización tabular se anuda con el carácter burocrático del hecho violento. No hay pues sufrimiento, ni emociones, ni sujeto, ni cuerpo, sólo datos que se suman uno tras otro en un voluminoso texto. Este se muestra entonces impactado por la tortura misma: datos que parecen inagotables, a los que podría siempre sumarse uno más, o alguien más. El sujeto desaparece, es borrado, pero también escapa a esta representación; sus emociones, sus tácticas y sus estrategias, sus entregas y sus resistencias no circulan en la sistematización del sufrimiento.

Sostengo que, al privilegiar la necesidad de dar visibilidad a los hechos de violencia política y conflicto armado, en particular en contextos como el colombiano, donde han operado prácticas sistemáticas de silenciamiento y negación, las narrativas al respecto han terminado por amplificar -particularmente en las denuncias- el lugar del hecho violento, por encima del sujeto. Incluso reduciendo, en muchos casos, a una tipología de victimización a quienes los han padecido.

Los efectos de esta preeminencia del hecho violento y sus daños se expresan en una suerte de ontologización de la violencia y la guerra, que define a las víctimas por su victimización. De allí que "los desplazados", "el torturado" o "la víctima de masacre" afloren como nominaciones en las que el lugar del sujeto pareciera borrarse, más aún cuando tienden a venir acompañadas de una recreación sobre los eventos asociados con el hecho violento, en el que la preeminencia de la narración se concentra en el hecho, y no en el sujeto que lo ha experimentado. ¿Es la persona la que habla en la denuncia? ¿O es su cuerpo dolorido? ¿O es el lenguaje mismo de la empresa genocida?

Este tipo de narrativa, como he señalado, si bien es recurrente en denuncias y en iniciativas dirigidas a hacer visible la existencia de los actos de violencia, también se hace presente -incluso en la actualidad- tanto en escenarios judiciales -donde a la víctima se le exige demostrar, comprobar y detallar la forma de ocurrencia del hecho violento- como en emprendimientos investigativos, comisiones de memoria y entrevistas de caracterización o de tipo diagnóstico de personas víctimas de la guerra o de la violencia política, propias, estas últimas, de las ciencias de lo "psi".10 En cualquiera de los casos, este tipo de narrativa se enmarca en una necesidad de traducción de las expresiones de violencia y sufrimiento (y de las experiencias asociadas a ellas) al lenguaje de los derechos humanos, de la psicopatología, de la estadística o de la política. Estos lenguajes confluyen en la preeminencia otorgada al daño, en la relevancia de los "cuántos" y, eventualmente, en la de los "quiénes" (aludiendo a un presunto responsable), en donde importan menos los sentidos y significados otorgados por quien los narra.

Visto de ese modo, en la traducción a este lenguaje austero en emociones, y de corte sistemático y práctico,11 tiende a operar un proceso de violencia epistémica que desdibuja a los sujetos allí implicados. Los listados de personas, las casillas en las que son clasificadas según el "tipo de hecho violento" y los formatos en los que se condensan sus padecimientos operan en un régimen de representación en el que los sujetos son desdibujados y convertidos en datos que pueden ser ordenados y sistematizados, pero también seleccionados, borrados o desaparecidos. En esa medida, el régimen de representación en el que ingresa el proceso de sistematización de seres humanos y de sufrimientos parece recrear, justamente, la lógica de la sistematicidad del hecho violento. El intento por sistematizarlos termina por enmascarar o sepultar, "dentro de coherencias funcionales o sistematizaciones formales" (Foucault 1992, 21), la dimensión subjetiva y humana allí implicada.

Dar voz: la palabra como acto liberador y la subalternización del sujeto

Mientras que las narrativas concentradas en la denuncia y en hacer visible la sistematicidad de las violaciones a los derechos humanos terminaron -quizá, sin pretenderlo- por enmascarar e invisibilizar al sujeto-sufriente -de la mano con el "giro subjetivo" (Sarlo 2005) en las ciencias sociales y con la "cultura testimonial" de finales de los ochenta (Huyssen 2002)-, el sujeto va a intentar ser "rescatado" en una nueva narrativa que hará eco tanto en organizaciones de derechos humanos como en los trabajos académicos y en los emprendimientos editoriales, a través de la recolección de testimonios y memorias. El "rescate del sujeto" y la "cultura de la memoria", visibles particularmente después del regreso a la democracia en los países del Cono Sur (Jelin 2001; Sarlo 2005), van a tomar fuerza en Colombia muy adentrado el siglo XXI, junto con la emergencia de los escenarios transicionales en el país (CNMH 2013a).12

Como resultado de este "boom de la memoria", en la práctica de la defensa de los derechos humanos en Colombia, pero también en la investigación académica sobre el conflicto armado colombiano, se instalará una "nueva" forma de relación con el sufrimiento del otro, que parte de dos principios esenciales: por un lado, que es necesario dar voz a las víctimas, y, por el otro, que la palabra es el acto liberador por excelencia13 (CNMH - University of British Columbia 2013). El primero de ellos termina por suponer una cierta filantropía con la experiencia del sufriente, sostenida en la idea de dar voz a quien no la tiene, que deviene, en realidad, en una subalternización del otro, basada en el supuesto de su imposibilidad de hablar. El segundo, por su parte, presume que el acto de testimoniar, a través de la palabra, es condición suficiente de sanación y elaboración del sufrimiento.14

Con todo, ambos principios confluyen en la idea de que la presentación pública de los testimonios constituiría un fin en sí mismo que coadyuvaría -cuando no constituiría- a los procesos de reparación de las víctimas. Como he mostrado en otro texto (Aranguren 2012), el punto crítico de esta producción testimonial está en el hecho de que, tanto para los diseñadores de políticas (policy makers) como para una parte importante de la sociedad colombiana, la reparación se limita a la presentación pública del dolor de las víctimas, independientemente de la posibilidad de escucha de ese dolor.

Indudablemente, la puesta en evidencia de las narrativas de las víctimas constituye un aporte fundamental en su dignificación y en el reconocimiento de su voz y su memoria; sin embargo, el proceso de reivindicación, dignificación y reconocimiento de las voces y memorias queda incompleto si estas no resuenan en los aparatos judiciales para adelantar las investigaciones correspondientes y para tomar las medidas concernientes a la reparación (Aranguren 2016, 45). Así, de poco sirve que en las memorias se nombre a los victimarios, o se diluciden con claridad las estructuras de responsabilidad, si la memoria de las víctimas se convierte en un fin en sí mismo. Si la puesta en circulación de la memoria de las víctimas se conforma con el ejercicio catártico, y si el efecto de esta cultura testimonial se reduce solamente a la presentación pública de las memorias, la voz de las víctimas termina por reinscribirse en una subalternización de sí misma. Así, en realidad, el mayor problema no es recolectar los testimonios, ni divulgarlos, sino, justamente, encontrar para ellos una escucha efectiva.

Ahora bien, que el testimonio de las víctimas se sitúe en estos principios de subalternización y catarsis encarna al mismo tiempo desdibujar el vínculo intersubjetivo que hace posible al testimonio. Al ubicar la palabra como la vía por excelencia de elaboración de la experiencia vivida -y, en este caso, de la situación límite-, el vínculo intersubjetivo en el que se origina aparece desdibujado, de la misma manera que otros contenidos ligados a este proceso de elaboración que no necesariamente tienen un correlato en la palabra hablada. Desde esta preeminencia de la palabra, el sujeto situado ante el dolor de los demás aparece como prescindible, desconociendo las condiciones sociales en las que se inscribe. Es por ello que resulta significativo considerar que los testimonios se anclan con fuerza en las condiciones sociales que los vuelven comunicables, que tales condiciones cambian con el tiempo y con el lugar en donde se originan, y que quien se sitúa a la escucha de estas palabras relacionadas con situaciones de dolor y sufrimiento cumple un rol significativo. Esto, sin duda, obliga, tal como señala Pollak (2006), a que antes de interrogarnos por las condiciones que hicieron posible la supervivencia de la víctima, nos cuestionemos por las condiciones que hacen posible el testimonio.

Entre el compromiso y el distanciamiento: el desdibujamiento del sujeto implicado ante el dolor de los demás

Tal como se ha planteado hasta aquí, tanto en las narrativas asociadas con la denuncia y con la necesidad de visibilización de las violaciones a los derechos humanos como en aquellas asociadas con el "giro testimonial" y la recolección de memorias de las víctimas, el sujeto-víctima tiende a ser, sin que sea la pretensión de dichas narrativas, desdibujado. En el primer caso, por el privilegio otorgado al daño y al sufrimiento, que se concentran en el hecho victimizante, antes que en la víctima, y en el segundo, por la subalternización de la voz del sufriente gestada de la mano de la idea de la palabra como un acto liberador en sí mismo.

Sin embargo, a esta borradura primordial del sujeto-víctima se le suma la del sujeto situado ante la escucha de estos hechos. Al privilegiar el registro de la denuncia y el testimonio de la víctima, poco o nada se sabe del sujeto de la escucha que pregunta, indaga o entrevista sobre estos hechos. El sujeto situado ante el dolor de los demás aparecería, a lo sumo, como parte del dispositivo de registro del hecho violento. Desdibujado y transfigurado por dichos dispositivos, parece como si simplemente estuviese anclado a un grabador de voz, a una cámara de video, a una cámara fotográfica o a un formato de caracterización o entrevista; como si en los actos de registrar y testimoniar no mediara ningún tipo de relación intersubjetiva, y como si el que escucha se limitara al registro. Aun cuando es difícil no suponer que, como resultado de cada registro de un hecho de violencia narrada, hay alguien que la escucha, en la mayoría de los casos poco trasciende la idea de que ese alguien también es afectado, tocado por la voz del sufriente y con-movido por lo que escucha. Así, quien escucha tiende a aparecer sin rostro, sin rasgos de sus emociones implicadas en el acto de escuchar.

En este proceso de traducción de la experiencia del sufriente al dato de la denuncia, o al testimonio escrito, pareciera desconocerse entonces la trama de relaciones intersubjetivas que hacen posible la enunciación de la víctima, de manera tal que se termina por borrar de la escena a quien está situado ante el dolor del otro, presentándose como un ente que se limitaría, desde el distanciamiento, a registrar el sufrimiento. Este desdibujamiento del sujeto implicado ante el dolor de los demás se hará evidente en la práctica de la defensa de los derechos humanos en Colombia (Hernández 2000), en las investigaciones académicas y en los emprendimientos transicionales,15 a partir de una tensión entre compromiso y distanciamiento (Elias 1990) que delinea el quehacer cotidiano de quienes se han ocupado de estar ante el dolor de los demás.

Quien está ante el dolor de los demás se desdibuja en nombre de una ciencia, de una disciplina o de un saber que supuestamente hablarían a través de él, bajo lo que se podría denominar una lógica mística; es decir, la de un sujeto que se profesa entregado, pero por ello mismo capturado (incluso ofrecido sacrificialmente) y al mismo tiempo borrado por el saber y la verdad en nombre de los cuales habla. En este caso, el sujeto que está ante el dolor de los demás se representaría como un mero instrumento a través del cual hablan los derechos humanos, la institución o el derecho, el protocolo o la técnica. También, bajo esta lógica mística, entre la intimidad del dolor y el sufrimiento de las víctimas y los actos de hacerlos públicos o de re-presentarlos, quien se sitúa ante la palabra del sufriente, es decir, quien solicita la palabra o el testimonio, tiende a aparecer solamente como un vehículo de transmisión, o de repente, y a lo sumo, también como un amplificador de la voz del otro. En cualquiera de los casos, quien está ante el dolor de los demás aparece como si se borrara en nombre de un marco epistémico frente al cual se muestra tan sólo como un instrumento.

La explicación de esta lógica mística se emparenta, por supuesto, con la de la tradición del pensamiento moderno en Occidente, que dio origen a la idea de un conocimiento distanciado de sí mismo, es decir, cuya posibilidad de pensamiento sólo se da en virtud de una "toma de distancia" respecto de sí (Elias 1987), pero también por una suerte de narrativa heroica que emerge como parte del compromiso que conlleva la defensa de los derechos humanos o el interés en la investigación en torno al conflicto armado. Quien se sitúa ante la experiencia del sufriente, dispuesto a "conocer el horror", tiende a presentarse a sí mismo, "entre bastidores", como un actor indispensable, pero al mismo tiempo innecesaria o incómodamente protagonista. Se trata, desde este punto de vista, de un sujeto al que, en virtud del contexto en el que se inscribe su trabajo, se le insta casi que indiscutiblemente al compromiso activo, y en donde cualquier viso de toma de distancia puede ser interpretado como la ausencia de dicho compromiso. Pero, justamente, este sujeto aparece distanciado de la relación que construye con el otro, en tanto que se muestra como un ente de registro del dolor de los demás. Es así como activistas, investigadores, jueces, fiscales, forenses, líderes, profesionales de la salud mental, acompañantes de comunidades, fotógrafos y periodistas, que se han situado de algún modo ante el dolor de la violencia política y la guerra en Colombia -si se quiere, que se han situado de algún modo en un estar-ahí ante la experiencia del sufriente-, han tendido a quedar subsumidos y desdibujados en la comprensión sobre la violencia política y la guerra, y ello debido, en parte, a los modos de relación entre el lenguaje de los derechos humanos y el sufrimiento que he explicado hasta aquí.

Sin embargo, algunos trabajos relativamente recientes han reflexionado en torno a las implicaciones de escuchar experiencias de violencia política y guerra, surgidas de la misma tradición de las organizaciones de derechos humanos, pero situadas en un campo epistemológico crítico: se trata del trabajo psicosocial.

El trabajo psicosocial y la defensa de los derechos humanos: una ética de la escucha

A la par del trabajo dedicado e incansable de varias organizaciones en pos de denunciar las violaciones a los derechos humanos en Colombia, y de acompañar a las comunidades en medio de la violencia política y la guerra, otras asumieron el reto de acercarse a estas experiencias desde un horizonte epistemológico distinto, pero bajo el mismo compromiso con la defensa de los derechos humanos de las víctimas. Estas organizaciones asumieron el reto de realizar el trabajo psicosocial (la atención, la intervención, pero también un estar-ahí) con víctimas de la violencia política y el conflicto armado en el país.16 Estos esfuerzos han sido significativos para identificar los daños y los impactos a nivel individual, familiar y colectivo, pero también, en un intento de ir más allá de las narrativas sobre el daño, para reconocer estrategias y mecanismos de afrontamiento entre las víctimas, fortalecer el tejido social y proponer escenarios organizativos en contra de la impunidad y hacerles frente a los intentos de parálisis y silenciamiento que han impuesto los actos de guerra.17

El trabajo realizado por estas organizaciones -si bien articuló desde sus inicios una mirada académica sobre el ámbito de lo "psi", con el derecho internacional de los derechos humanos y con una mirada crítica sobre el contexto sociopolítico del país, y si bien buscó nutrirse permanentemente de la experiencia acumulada de otros países (intentando responder solidaria y eficazmente a las demandas de las comunidades que habían padecido los horrores de la violencia)-, en la mayoría de los casos, se surtió bajo la lógica de un trabajo colaborativo, dialógico e intersubjetivo que terminaría por descentrar el lugar disciplinar de lo "psi" como un ámbito de experticia. Como resultado de ello, el trabajo psicosocial emprendido por los profesionales vinculados a estas organizaciones supuso la deconstrucción de la intervención como práctica y la co-construcción de lo psicosocial como un saber.

Este proceso de deconstrucciones y co-construcciones les permitirá también a las organizaciones centradas en el trabajo psicosocial proponer una mirada crítica a las maneras de relación con las experiencias de violencia política y guerra en el contexto colombiano. De esta manera, considero fundamental destacar seis aportes fundamentales: i) reconocer no sólo los daños sino también los recursos de las víctimas para afrontarlos; ii) reconocer que los registros de denuncias, la toma de testimonios y la realización de entrevistas comprometen emocionalmente a las víctimas, corriendo el riesgo de revictimización o de generar un nuevo daño, si no se tienen en cuenta los cuidados necesarios; iii) reconocer que, más allá de la palabra, existen otras expresiones y otros lenguajes que se constituyen también en formas de testimoniar; iv) reconocer que los actos de testimoniar se anclan no sólo en las condiciones psíquicas, físicas o emocionales del testigo, sino también en las condiciones sociales que lo hacen sentirse interpelado y movilizado a testimoniar; v) reconocer que las narraciones, los testimonios y entrevistas constituyen una experiencia intersubjetiva en la que quien entrevista, registra y pregunta tiene un rol protagónico; y vi) reconocer que en los escenarios de trabajo con víctimas, quien se sitúa ante el dolor de los demás también está expuesto de algún modo al sufrimiento del otro, y que, por lo tanto, se hace necesario que quienes desarrollan este tipo de trabajos reconozcan sus propios límites, generen prácticas de autocuidado emocional y vislumbren dichas prácticas de protección como parte de la garantía de una ayuda efectiva.

En el fondo, la apuesta de articulación de "lo psicosocial" con la defensa de los derechos humanos permite reflexionar críticamente sobre lo que significa desarrollar una práctica en contextos de violencia política y guerra; se trata de considerar los efectos de estos delineamientos de la violencia política y la guerra en los modos de relación con el sufrimiento humano. En esa medida, también ha permitido reconocer que el trabajo psicosocial necesita de profesionales que dimensionen los contextos de violencia social y política en los que se inscriben los sufrimientos de las víctimas, de manera tal que la ayuda o la atención brindada parta, entre otras cosas, de que los impactos de la violencia se expresan no sólo en un síntoma individual, sino también en los ámbitos familiares y comunitarios -si se quiere, en un síntoma social- en los que, de hecho, el profesional también está inmerso.

Ahora bien, en el intento de rescatar al sujeto situado ante el dolor de los demás, tanto el trabajo psicosocial como los emprendimientos investigativos aunados a él han intentado caracterizar el impacto sufrido por escuchar historias relacionadas con la violencia política y la guerra (Rodríguez, Rondón y Manrique 2013). Una gran parte de estos trabajos se ha sustentado en un emergente campo de investigación que busca caracterizar el nivel de daño que padecen quienes están ante las experiencias de sufrimiento, basados en la idea de que dicho sufrimiento, de alguna manera, se transfiere como resultado de la relación intersubjetiva que se teje en la producción de los testimonios, las entrevistas, la terapia psicológica u otros escenarios de escucha o registro de experiencias de victimización. Este tipo de trabajos se puede entender bajo lo que se podría denominar la lógica del contagio. Así, conceptos como "trauma vicario" (McCann y Pearlman 1990), "trauma por compasión", "trauma secundario" (Figley 1995), "agotamiento empático", "síndrome de estrés por empatía" (Figley 2002), "crecimiento vicario pos-traumático" (Vicarious Post-Traumatic Growth) (Arnold et al. 2005), burn-out o "agotamiento emocional", y el mismo "trastorno de estrés postraumático", se han erigido en formas emergentes de nominación de estas experiencias. Como se puede entrever, este intento por rescatar al sujeto implicado en la escucha del sufrimiento termina por enmarcarse en la misma narrativa sobre la efectividad del daño que he reseñado en torno a las experiencias de las víctimas, por lo que, del mismo modo, desdibuja la experiencia subjetiva y la reduce al "padecimiento contagiado".

Otras perspectivas han intentado mirar críticamente estas formas de caracterización de la experiencia de quienes escuchan o registran el dolor del otro, proponiendo conceptos como "altruismo nacido del sufrimiento" (Altruism Born Suffering) (Staub y Vollhardt 2008; Tedeschi y Calhoun 2004) o "resiliencia vicaria" (Hernández, Gangsei y Engstrom 2007), pero de algún modo mantienen la idea de que, si bien ya no es el daño el que se contagia, es la fortaleza de la sobrevivencia la que de algún modo se transfiere en la relación intersubjetiva. Es interesante, sin embargo, que en este tipo de trabajos ya no se trata de entrever solamente el sufrimiento o la efectividad del daño, aunque de cierta forma se mantiene la idea de que el contenido emocional de la experiencia circula en un sola vía, la que va desde el sufriente -resiliente- hacia quien lo escucha, por lo que es difícil entrever el tipo de implicación que tiene el sujeto situado ante el dolor del otro con los contextos de violencia política y guerra.

El encuadramiento de la guerra y el sujeto implicado

En 2002, en el marco del seminario internacional Ética en la Investigación Social y Educativa, realizado en la Universidad de Antioquia (Colombia), la profesora María Teresa Uribe de Hincapié describía, en una ponencia denominada "La investigación social en tiempos de guerra", un conjunto de desafíos para los investigadores que se han ocupado de indagar sobre las experiencias de la violencia sociopolítica y la guerra en Colombia. La ponencia se preguntaba por "la manera como los investigadores sociales y sus trabajos están impactando los contextos bélicos", y abordaba, entre otras cosas, "la significación de las palabras en la guerra y los límites de la ciencia, la cultura y la ética en el tema de los conflictos armados" (Uribe de Hincapié 2002, s. p.). Se insistía allí en dos obligaciones éticas para los investigadores: i) su compromiso con el saber y el conocimiento, la revisión crítica de lo dicho y la búsqueda incesante de nuevos mapas cognitivos para acceder de manera más responsable a unas realidades cambiantes y elusivas, y ii) la determinación de los límites, las fronteras y las restricciones que los tiempos de guerra les imponen a sus quehaceres.

Uribe de Hincapié inscribía estos desafíos en los claroscuros que la guerra impone como parte de "sus lógicas, sus gramáticas y sus dramáticas" (s. p.), y que se expanden hacia el conjunto de la sociedad, incluidas la academia y la investigación. Se refería al impacto que las mismas dinámicas de la guerra tenían en la producción de conocimiento. En efecto, la guerra termina por incidir en los horizontes epistemológicos, en los discursos y en las narrativas, en los saberes disciplinares y en la academia; sus efectos devastadores terminan por enmarcar maneras de conocer y de sentir, y por delinear formas de relación y de definición de la alteridad, incluso llegando a demarcar las políticas de reconocimiento de la vida, la humanidad o la dignidad. Es lo que Judith Butler denominó "marcos de guerra", aludiendo a las formas como los contextos bélicos regulan las "disposiciones afectivas y éticas a través de un encuadre de la violencia selectivo y diferencial" (Butler 2010, 13). Puesto de esta forma, los marcos de guerra tendrían efectos sobre las maneras de relación con la alteridad. Estos marcos delimitarían nuestro modo de comprensión sobre la experiencia de sufrimiento del otro e, incluso, condicionarían nuestro lugar epistémico ante el dolor de los demás.

Como he propuesto en este artículo, en virtud de dicha incidencia epistémica, y al intentar delimitar la definición de la vida, los marcos de guerra también terminarán por desdibujar la humanidad y la vida implicada de quienes se sitúan de algún modo ante el dolor del otro. Sin embargo, como bien sostiene Butler, los marcos de guerra tienden a ser altamente exitosos, pero no por ello lo son completamente: "tales marcos estructuran modos de reconocimiento, especialmente en épocas de guerra, pero sus límites y su contingencia se convierten en objeto de exposición y de intervención crítica igualmente" (Butler 2010, 42). Así, si bien estos marcos de guerra delinean las formas de relación con el sufrimiento, se hace necesario, ya no simplemente reconocer los modos de enmarcación, sino intentar, más bien, reconocer a los sujetos allí implicados. Esto supondría, siguiendo la crítica de Michel de Certeau a Michel Foucault, no privilegiar en el análisis el aparato productor de la disciplina, sino más bien los procedimientos cotidianos que los seres humanos hacen, aún dentro de estos marcos (Certeau 2007). De manera tal que al indagar, ya no solamente acerca de las formas en las que se constituyen los "marcos de guerra", sino acerca de comprender los modos en los que los sujetos implicados en ellos se sitúan ante la guerra misma, es posible reconocer, si bien no necesariamente actos de impugnación y resistencia -ni siquiera en lo que se enmarca bajo el concepto de resiliencia-, sí prácticas cotidianas que hacen algo con o dentro de ellos.

Estas artes de hacer muestran su potencia en virtud de una relación con el otro; son una manera de situarse en relación con él, y acaso por ello sea necesario preguntarse no solamente por quienes han padecido los sufrimientos de estos marcos de guerra de forma directa, en cuanto víctimas o sobrevivientes, sino también por quienes de algún modo se han situado dispuestos a estar ante el dolor de los demás. Deslindarse entonces de un cierto lugar común que privilegia las narrativas sobre el daño supone concentrarse en aquellas otras narrativas de sujetos que, aun habiendo padecido formas devastadoras de violencia, o aun estando inscritas dentro de los marcos reguladores de una disciplina o de un quehacer institucional, se muestran reveladoras de una interpelación de las gramáticas y las lógicas de la violencia política y la guerra.

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* Este artículo hace parte de la investigación Ante el dolor de los demás: repertorios institucionales y prácticas intersubjetivas en el trabajo psicosocial con víctimas del conflicto armado colombiano, financiada por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes (Colombia).

1El CPDH se originó a partir del Foro Nacional por los Derechos Humanos y las Libertades Democráticas, celebrado en Bogotá durante los días 30 y 31 de marzo y 1 de abril de 1979. El Foro fue un escenario que convocó a diversos sectores de la sociedad colombiana a discutir sobre las violaciones a los derechos humanos que se venían presentando en el país como resultado de las medidas de represión tomadas durante el gobierno del presidente Julio César Turbay Ayala. Tras el Foro se acordó la creación de un Comité de carácter permanente que recibiría las denuncias y acompañaría a las víctimas o sus familiares en los trámites ante las autoridades, adelantaría acciones de cabildeo con organizaciones internacionales y de denuncia ante los medios de comunicación.

2El CSPP surgió en 1973 a raíz de la detención de varios dirigentes sindicales de la Unión Sindical Obrera (USO) que participaban en una huelga obrera de la industria del petróleo. Los sindicalistas fueron capturados y procesados en un consejo verbal de guerra.

3El Cinep, una fundación sin ánimo de lucro, fue creada en 1972 por la Compañía de Jesús. Sus orígenes se remontan a 1944, con la conformación de la Coordinadora Nacional de Acción Social. Desde entonces se ha enfocado a la investigación y a la promoción de las organizaciones populares. Hacia finales de la década del setenta se constituyó en una organización defensora de derechos humanos, con una Oficina de Derechos Humanos que investigaba y daba asesoría para la denuncia y búsqueda de desaparecidos y víctimas de detención y tortura. Ello dio origen en 1987 al Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política, que sistematiza información relativa a las violaciones a los derechos humanos en Colombia.

4Durante el período comprendido entre 1978 y 1981, las medidas de represión contra el movimiento social en Colombia se intensificaron, debido a la entrada en vigor del Decreto 1923 de 1978, más conocido como Estatuto de Seguridad Nacional. El decreto fue promulgado al inicio del mandato del presidente Julio César Turbay Ayala.

5 Se trata de la investigación realizada por Jaime Torres Sánchez y Fabio Barrera Téllez, presentada en dos volúmenes. Allí se documenta el número de asesinatos causados por las Fuerzas Armadas, se clasifican las acciones represivas según los responsables, se registra la frecuencia de atropellos y torturas, y se presentan sendos cuadros en los que se consideran las formas de represión individual y colectiva entre 1970 y 1981. Las bases de datos elaboradas por los autores también incluyen algunos datos desde 1967 y presentan datos de más de siete mil detenciones y torturas cometidas en Colombia entre 1970 y 1981 (Cinep 1982).

6El informe de Amnistía realizó una recolección de testimonios de víctimas de tortura por todo el país, que se complementa con los peritajes médicos realizados a casos seleccionados (Amnistía Internacional 1980).

7Algunas de las consideraciones de este apartado son desarrolladas en mi libro Cuerpos al límite: tortura, subjetividad y memoria en Colombia (1978-1982) (2016).

8El total de las categorías se presenta así: "1-Ahogamiento en agua ('Submarino'); 2-Ahogamiento por introducción de objetos en la boca; 3-Ahogamiento por vendas; 4-Aislamiento e incomunicación; 5-Allanamientos; 6-Amarradas; 7-Amenazas; 8-Amenazas a familiares; 9-Aplicación de reflectores luminosos; 10-Arrastramientos; 11-Asesinato; 12-Asfixia; 13-Capuchas y capirotes; 14-Caminatas; 15-Caminar sobre vidrios, piedras calientes, etc; 16-Cambios bruscos de temperatura; 17-Chantajes; 18-Colgadas; 19-Columpio; 20-Crucifixión; 21-Decomisos; 22-Desaparecido; 23-Desnudadas; 24-Destrucción de objetos; 25-Esposadas, 26-Exigencia de salvoconductos; 27-Fracturas; 28-Golpes; 29-Golpes amortiguados; 30-Golpes con objetos diversos; 31-Heridas; 32-Inhalacion de gases; 33-Ingestión de excrementos; 34-Insultos e injurias; 35-Impedimentos para realizar actividades fisiológicas; 36-Intento de envenenamiento; 37-Introducción de objetos por la vagina; 38-Introducción de objetos por el ano; 39-Inyeccion de Pentotal u otras drogas; 40-Lanzamientos; 41-Lavadas; 42-Levantamiento de las uñas; 43-Mordeduras; 44-Mutilaciones; 45-Obligada imitación de animales; 46-Patadas; 47-Picana (choques eléctricos); 48-Pinchazos; 49-Planton; 50-Privación de alimentos; 51-Prohibición de alimentos de primera necesidad; 52-Puños; 53-Quemaduras; 54-Robos y saqueo; 55-Ruidos; 56-Secuestro; 57-Sentadas en hormigueros; 58-Sentadilla y ejercicios forzados; 59-Tentativa de asesinato; 60-Simulacro de fusilamiento; 61-Soborno; 62-Suplicio chino; 63-Torturas psíquicas; 64-Trotes; 65-Unción de miel; 66-Violaciones y abusos sexuales; 67-Vendas en la cara; 68-Expulsión o extrañamiento de la región o del país; 69-Procedimientos para la pérdida sensorial; 70-Interrupcion de tratamiento médico; 71-Castración o intento; 72-Interrogatorios prolongados; 73-Despido; 74-Desalojo; 75-Ahorcamiento o intento; 76-Obligada aceptación de buen trato; 77-Suicidio; 78-Introducción de armas en la boca; 79-Seguimiento y hostilidad; 80-Secuelas de tortura" (Torres y Barrera 1982, 20).

9Sobre la tortura en Colombia, véase Aranguren (2016).

10De hecho, este tipo de caracterizaciones ha tendido a convertirse en un fin en sí mismo tanto en el trabajo clínico de psicólogos y psiquiatras como en las intervenciones psicosociales.

11Rebecca Saunders (2008), a propósito de la Comisión Sudafricana de Verdad y Reconciliación (CSVR), señala que las audiencias que propició la CSVR, si bien propugnaron generar cierto impacto pedagógico y catártico, se mantuvieron en un plano expresivo que no operó una real transformación ni injerencia en los procedimientos de reparación a las víctimas. Según Saunders, la CSVR terminó por seleccionar tan sólo un grupo de testimonios que consideró simbólicos o paradigmáticos para las audiencias públicas, desintegrando también la experiencia individual de los testimonios en fragmentos seleccionados bajo los estándares de los derechos humanos y con los fines de reconciliación de la nación. Así, lo que empezó como un ejercicio catártico para las víctimas, pronto se desintegraba en un proceso de selección, según intereses racionales y nacionales.

12La Ley 975 de 2005, conocida como "ley de justicia y paz", habilitó el desarrollo de una serie de políticas tendientes a respaldar el proceso de reinserción de los grupos paramilitares, y a la par impulsó la creación de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), para construir una política de reparación a las víctimas de la violencia y generar las condiciones para la reconciliación nacional. Bajo el mandato de esta misma ley se creó en la CNRR el Grupo de Memoria Histórica (GMH), que luego se constituyó en el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), tal como se conoce hoy en día. El Centro ha producido más de cincuenta libros, videos, exposiciones en museos, entre otros.

13Como lo indica la presentación online del capítulo 5, "Las memorias de los sobrevivientes", del informe ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad, "Son los relatos de las personas que han sufrido la guerra. Es el retrato vivo, descarnado y humano del sufrimiento y del modo como las víctimas sobrevivieron y rescataron sus vidas de las condiciones más adversas. Este capítulo nos ayuda a comprender quiénes son las víctimas del conflicto armado en Colombia" (CNMH 2013b, s. p.). Por su parte, el resumen ejecutivo del citado informe llama a este capítulo "La voz de los sobrevivientes", y señala en uno de sus apartados: "Los relatos rescatan a las víctimas y testigos como seres humanos que, por encima del desbalance de poder en el que estuvieron frente a los actores armados, responden con dignidad a situaciones adversas y buscan alterar los resultados de una violencia que parece irremediable" (CNMH 2013c, 79).

14Presente en la tradición judeocristiana, y más adelante en la historia del campo de lo "psi" en Occidente, la idea de la palabra liberadora encarna la noción de que transformar emociones, sensaciones, afectos y silencios en palabras constituye un acto de sanación esencial. Articulada con la confesión auricular, con la autorreflexividad cartesiana y con la reafirmación freudiana del método catártico, la idea de la existencia de un "yo-interior", que emergería a partir del autocontrol de las sensaciones y las emociones, sitúa la palabra, ya como el mecanismo de constatación del "yo verdadero" residente en ese interior del individuo, ya como la vía para la elaboración de la emocionalidad del sujeto, es decir, para dar-sentido a las experiencias, incluidas aquellas consideradas como traumáticas o límite.

15Al respecto, véase el ensayo "Aprender a ser humano", escrito por María Emma Wills, que reflexiona sobre la experiencia de la investigadora al escuchar historias desgarradoras de dolor y sufrimiento como parte de su trabajo en el CNMH (Wills 2014).

16Entre estas se destacan la Corporación Avre (fundada en 1992), la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (creada en 1990) y la Corporación Vínculos (fundada en 2003).

17La inscripción del trabajo psicosocial como parte de la defensa de los derechos humanos de las víctimas en Colombia supuso una revisión de los presupuestos epistemológicos de la psicología, muy de la mano de la propuesta de Ignacio Martín-Baró, que resonó en toda América Latina. Esta definición de lo psicosocial parte, entre otras cosas, de no reducir la explicación sobre problemas sociales a variables de la psicología individual ni abstraerlos de su contexto histórico. Subraya, justamente, que las formas de explicación centradas en la psicología individual han terminado por reducir las explicaciones de los impactos de las dictaduras militares o la represión política a argumentos de emoción, personalidad, e incluso de aprendizaje o adaptación (Martín-Baró 1983).

Recibido: 28 de Mayo de 2016; Aprobado: 11 de Noviembre de 2016

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