La época de la desregulación anímica
Las publicaciones especializadas calculan que, en la actualidad, casi el 25% de los estadounidenses padecen alguna forma de trastorno bipolar, también conocido popularmente como “enfermedad de las emociones”. Las prescripciones de medicación para estabilizar el estado de ánimo se han incrementado en ese país un 4000% desde mediados de los años noventa (Leader 2015). Aún más, el diagnóstico de “trastorno bipolar infantil” se ha extendido como la pólvora y está llevando a atiborrar a niños muy pequeños, de dos y tres años, con medicamentos de efectos neurotóxicos (Frances 2014). Los síntomas de la bipolaridad infantil -grandiosidad, sueño disminuido, locuacidad, pensamiento acelerado, distractibilidad, agitación psicomotriz…- recuerdan poderosamente las características de casi cualquier infancia. De algún modo, el diagnóstico parece más bien una descripción de la incapacidad contemporánea de muchos adultos para gestionar ciertas expresiones emocionales infantiles que les resultan problemáticas (García de Vinuesa, González y Pérez 2014).
Como es sabido, el inicio de esta epidemia de bipolaridad coincide sospechosamente con la fecha de finalización de las patentes de los principales medicamentos antidepresivos, a mediados de los años noventa del siglo pasado (Whitaker 2015). Fue entonces cuando la industria farmacéutica presionó con éxito para que los psiquiatras recategorizaran un amplio conjunto de síntomas, cuya combinación pasó a ser considerada patológica, y relajaran sus criterios diagnósticos. De ese modo, se logró aumentar exponencialmente el número potencial de consumidores de psicofármacos, supuestamente capaces de proporcionar estabilidad emocional.
Pero sería equivocado interpretar la bipolaridad de manera exclusiva como el resultado de una conspiración del Big Pharma1 y las asociaciones profesionales psiquiátricas. Los usuarios respondieron con genuino entusiasmo a las promesas de una ortopedia farmacológica que embridase sus emociones. Así que tal vez no sea exagerado pensar que la bipolaridad es una expresión privilegiada del malestar psíquico de nuestra época, del mismo modo que la ansiedad fue la enfermedad mental característica de la posguerra, y la depresión, la de los años ochenta del siglo XX (Leader 2015, 10). El correlato subjetivo del capitalismo global del siglo XXI parece ser la “desregulación destructiva del estado de ánimo”, una categoría que se introdujo en el DSM-5 -la quinta edición del Manual diagnóstico y estadístico, editado por la American Psychiatric Association-, precisamente para evitar el sobrediagnóstico de bipolaridad infantil, y que consiste, básicamente, en una montaña rusa emocional.
En primer lugar, merece la pena señalar la copertenencia entre la bipolaridad y el papel central -tanto ideológico como material- que ocupan las tecnologías de la información en el capitalismo contemporáneo. Para los neoliberales, el mercado es, esencialmente, un sistema de transmisión de información a través de los precios que debe discurrir lo más depuradamente posible, con la menor fricción institucional (Hayek 1980, 77-91). De ahí que, ya desde los años setenta, como señaló David Harvey (2007, 8), los defensores de la restauración mercantilizadora mostraran un gran interés en las tecnologías capaces de almacenar, transferir y analizar información, utilizando enormes bases de datos para guiar la toma de decisiones individuales en el mercado global.
La bipolaridad parece un trastorno adaptativo a esta hipertrofia comunicativa. El carrusel emocional se retroalimenta con la sobreabundancia de canales comunicativos personales, transformando en un ideal de vida lo que en el pasado se consideraba un síntoma patológico:
Si el síntoma capital de la manía se definió en otra época como el intento compulsivo de conectar con otros seres humanos, actualmente eso es casi una obligación: si no estás en Facebook o en Twitter, algo debe de andar mal en ti. Lo que en otro tiempo eran signos clínicos de psicosis maniaco-depresivas, se han convertido ahora en el objetivo de las terapias y del aprendizaje para alcanzar el éxito. (Leader 2015, 10)
Lo que lleva, en segundo lugar, al curioso hecho de que la bipolaridad está rodeada de un halo paradójicamente positivo. En nuestra cultura, la enfermedad mental siempre ha estado asociada al sufrimiento psíquico. A nadie se le ocurriría sugerir que hay una depresión positiva o fructífera (Styron 2009). Los intentos de valorizar la experiencia de la esquizofrenia desde la antipsiquiatría nunca sobrepasaron el ámbito de la contracultura. En cambio, la idea de que existe una “manía” productiva está muy asentada en la cultura contemporánea. Numerosos artistas y empresarios de éxito han manifestado que padecen alguna forma de bipolaridad. En la cuarta temporada de la exitosa serie televisiva Homeland, la protagonista, una espía norteamericana que padece una forma aguda de trastorno bipolar, decide dejar de tomar su medicación cuando se enfrenta a un caso particularmente difícil que requiere toda su capacidad mental y su energía. Es como si los períodos de depresión fueran el precio a pagar por los momentos de autoexpresión aumentada.
De algún modo, la epidemia de bipolaridad parece la última etapa de la tormentosa relación que ha mantenido el capitalismo con las emociones colectivas: el reflejo anímico definitivo de un sistema económico autoexpansivo y universal, incapaz de convivir con cualquier tipo de limitación, y al mismo tiempo enormemente frágil e inestable, sujeto a una sucesión de crisis y depresiones crecientemente catastróficas. Es como si un cierto exceso emocional fuera un componente subjetivo necesario de un sistema social cuya subsistencia depende de la reproducción ampliada de capital. Como apunta Fisher (2016, 66), “si la esquizofrenia es la enfermedad mental que señala los límites exteriores del capitalismo, como quieren Deleuze y Guattari, el trastorno bipolar puede ser la enfermedad mental propia del ‘interior’ del capitalismo”. Las teorías clásicas de la alienación entendían que los trabajadores capitalistas padecían un déficit de subjetividad, eran carcasas de fuerza de trabajo cuyas posibilidades de autodesarrollo habían sido aniquiladas por la falsa conciencia, la explotación y la competitividad (Fromm 1966; Marx 2013). Hoy más bien ocurre lo contrario: los ciudadanos del capitalismo avanzado están demasiado llenos de subjetividad, rebosan emociones. Y ese exceso parece una terrible fuente de malestar y sufrimiento.
Los orígenes del capitalismo emocional
El desarrollo de esta cultura capitalista del exceso afectivo ha sido en sí mismo tumultuoso y ha discurrido por distintas vías, a menudo conflictivas entre sí. Desde el principio, una parte significativa de las teorías económicas que desempeñaron y desempeñan un papel central en la autocomprensión de la sociedad moderna aspiraron, como una de sus tareas centrales, a contener y aprovechar el magma emocional que liberó la transición al capitalismo.
En un trabajo muy importante, William Davies (2016) recuerda cómo Jeremy Bentham fue el pionero en la investigación del papel de las emociones como cemento social e indicador de la idoneidad de un sistema social. Esta línea especulativa fue crucial en los albores de la denominada “revolución marginalista”, que supuso el inicio de la economía ortodoxa contemporánea. Al fin y al cabo, los economistas políticos clásicos no sentían particular interés por las cuestiones de índole psicológica, como los sentimientos o la felicidad: “Según razonaban, si el objetivo era la generación de riqueza, los recursos que debían estudiar tenían que ser de tipo físico: mano de obra, alimentos, capital fijo, tierra. […] Tal como ellos lo veían, los problemas de la economía, en último término se reducían a cómo dominar mejor las fuerzas de la naturaleza” (Davies 2016, 61). Es una tradición teórica materialista que llega plenamente a Marx y que se prolonga hasta Sraffa (1960) o Steedman (1977). El marginalismo encontró una vía matemática para abrir la economía a la psicología, relacionando el concepto mercancía con las emociones que suscita en sus usuarios: las mercancías ya no se definían por ninguna propiedad específica de su proceso productivo; podían ser cualquier cosa que produjera placer o evitara el sufrimiento.
Jevons (1871) -junto con los otros fundadores del marginalismo: Menger, Walras y Marshall- logró esquivar el problema de nuestra inaccesibilidad al aparato emocional de las personas (la ausencia de hedonímetros o utilímetros) mediante un aparato matemático basado en la comparación entre distintas preferencias. El precio por pagar fue una concepción muy rígida y restrictiva de la subjetividad humana, que asumía principios polémicos, como la transitividad de la preferencia, y eludía los fenómenos de intensionalidad,2 que fueron catalogados sistemáticamente como irracionalidades (Perelman, 1998; Schick 1997). Dicho de otro modo, la arquitectura económica de nuestras sociedades está basada en la hipótesis de que el cálculo hedónico -el placer y displacer revelados en nuestras elecciones en el mercado- es una guía certera para garantizar la subsistencia material colectiva, mientras que otro tipo de emociones -relacionadas, por ejemplo, con la obligación, la satisfacción, la compasión, la serenidad, el recelo o el respeto- sólo son relevantes en la medida en que se puedan reducir a las primeras.
Casi desde el primer momento resultó evidente que la economía ortodoxa era un marco interpretativo demasiado exiguo para, por un lado, intervenir en el laberinto anímico al que el capitalismo había arrojado a las instituciones tradicionales familiares o laborales, pero también, por otro lado, para aprovechar económicamente las posibilidades que ofrecía una gestión más compleja de las emociones propias de la subjetividad moderna. Como han explicado Eva Illouz (2007; 2009; 2010) y Arlie Russell Hochschild (2009), existe un juego de espejos complejo entre la creciente sentimentalización de las relaciones mercantiles y el modo en que las emociones personales y familiares están atravesadas cada vez más por estrategias de gestión de inspiración económica, donde los sentimientos íntimos son objeto de proyectos de maximización y optimización.
Ante el enclaustramiento matematiforme de la economía, otras disciplinas asumieron la responsabilidad de intervenir en el orden de los afectos capitalistas. La difusión del psicoanálisis en Estados Unidos a principios del siglo XX dio lugar a una nueva cultura emocional, marcada por una concepción patologizadora de la identidad personal y la vida familiar, y que, a partir de los años veinte, se expandió al léxico del marketing y el management. Elton Mayo (1933) y otros psicólogos del trabajo contribuyeron a difundir estrategias laborales en las que la gestión de las emociones ocupaba un lugar central. Los gerentes debían saber trabajar en equipo, ser empáticos y tener tacto:
El lenguaje de la psicología se adaptaba particularmente bien a los intereses de gerentes y empresarios: los psicólogos parecían prometer nada menos que aumentar las ganancias, combatir los conflictos laborales, organizar relaciones no confrontativas entre gerentes y trabajadores, así como neutralizar la lucha de clases mediante su incorporación al lenguaje benigno de la personalidad y las emociones. El lenguaje de la psicología resultaba atractivo a los trabajadores porque era más democrático, dado que ahora la buena dirección dependía de la personalidad y la capacidad de entender a los otros más que el privilegio innato y de la posición social. (Illouz 2007, 46)
Como explicaron Robert Bellah et al. (1989), el terapeuta se convirtió en la imagen especular del gerente. También él se especializó en movilizar recursos para una acción efectiva, sólo que en este caso se trata de recursos interiores del individuo, y el único criterio para medir la eficacia es la satisfacción personal:
El terapeuta [como el directivo] acepta la organización de la sociedad industrial como un contexto no problemático de la vida. El objetivo de la vida es alcanzar alguna combinación entre trabajo y “estilo de vida” que sea económicamente posible y psicológicamente soportable, es decir, que “funcione”. Para el terapeuta, y para el directivo, los fines están establecidos; la atención se centra en la eficacia de los medios. (Bellah et al. 1989, 75)
Esta emocionalización de las relaciones económicas tuvo un carácter relativamente amable hasta finales de los años sesenta y principios de los setenta. Fue entonces, en pleno declive del modelo de acumulación capitalista keynesiano de la posguerra, cuando apareció un nuevo marco de gestión emocional mucho más agresivo (Ehrenreich 2012), que Foucault tematizó tempranamente con el concepto “empresario de sí” (Foucault 2007, 264), que ha tenido una amplia recepción en la teoría crítica y el campo de estudios biopolíticos (Barry, Osborne y Rose 1996; Han 2014; Virno 2003). Desde esta perspectiva, la restauración neoliberal habría logrado superar la contradicción entre los discursos laborales marcados por la responsabilidad y el ascetismo de origen calvinista y el hedonismo consumista:
Las nuevas técnicas de la “empresa de sí” alcanzan, sin duda, el colmo de la alienación al pretender suprimir todo sentimiento de alienación: obedecer al propio deseo y al Otro que habla en voz baja dentro de uno mismo, todo es lo mismo. El management moderno es en este sentido un gobierno “lacaniano”: el deseo del sujeto es el deseo del Otro. Al poder moderno le corresponde hacerse el Otro del sujeto. A esto tiende, ciertamente, la construcción de las figuras tutelares del mercado, de la empresa y del dinero. Pero, sobre todo, es lo que permite obtener sofisticadas técnicas de motivación, incentivación y estímulo. (Laval y Dardot 2013, 333)
En efecto, el neoliberalismo sacó a la luz afinidades monstruosas entre los partidarios de la mercantilización y un conjunto de discursos críticos que habían circulado en espacios contraculturales y antagonistas (Boltanski y Chiapello 2002). Las nuevas estrategias gerenciales incorporaron un feroz rechazo al modo en que el capitalismo corporativo típico de la posguerra limitaba la creatividad y abogaron por formas de empresariado supuestamente antiburocráticas. Según Thomas Frank (2011), los orígenes de esta concepción del management, tan contracultural como rabiosamente schumpeteriana, se remontan a los años sesenta, y, desde su punto de vista, es un error entender este proceso como una mera cooptación interesada y espuria de las críticas artísticas de la alienación. Se trata de un trayecto de influencia mutua que reverbera en distintos aspectos de la autocomprensión emocional contemporánea.
La normalización de esta retroalimentación entre la crítica antagonista de la alienación y la ultramercantilización se produjo en los años ochenta del siglo pasado. Seguramente, su primera expresión teórica en las ciencias sociales fue la famosa teoría de Ronald Inglehart (2002) acerca la transformación posmaterialista de las sociedades occidentales, que habría producido una pérdida de interés generalizada en los conflictos materiales -la lucha de clases- y una preocupación creciente por otro tipo de valores relacionados con los afectos o la autoexpresión individual. Posteriormente, Anthony Giddens (2004) interpretó este proceso como una extensión de los procesos de emancipación y de la cultura cívica progresista a la esfera íntima. En esta “democracia de las emociones” (Giddens 2000) desempeñan un papel fundamental las nuevas formas de relaciones afectivas y familiares “puras”, basadas en la comunicación emocional fluida (Giddens 2004). El exceso emocional de la modernidad capitalista sería, así, el precio a pagar por la libertad de una sociedad no tutelada, una exuberancia que la terapia y otras formas de intervención experta nos ayudarían a gestionar (Giddens 1997).
De la crítica reaccionaria al contramovimiento neocomunitarista
En un ensayo hoy un poco olvidado pero muy influyente en su momento, Lionel Trilling (1973) elaboró una arqueología de las transformaciones subjetivas que han conducido a esta autocomprensión colectiva en términos de una democratización emocional. A través de textos literarios, Sincerity and Authenticity rastrea la aparición histórica de una cultura de la sinceridad en los albores de la modernidad europea. En ese período, la sinceridad era entendida como la “congruencia entre la manifestación y el sentimiento real”, de modo que uno, “al mostrarse verdadero consigo mismo, evitaba ser falso con los demás” (Trilling 1973, 6). Según Trilling, fue un elemento crucial de la moralidad compartida durante varios siglos hasta que, ya en el siglo XX, esta comprensión no finalista de la sinceridad dio paso a una fortísima cultura de la autenticidad, en la que la búsqueda de una relación verdadera con el yo empezó a considerarse un objetivo en sí mismo: “El propósito de la autenticidad es el autoexamen, más que la comunicación dirigida a los demás; la autenticidad, así, no tiene que ver con representar un papel, y es precisamente la orientación pública que subyacía a la sinceridad -que surgió durante una época que presenció el florecimiento del teatro- la que hace que la noción resulte sospechosa para el nuevo temperamento antisocial” (Trilling 1973, 15).
Poco sorprendentemente, un conjunto de autores -como Christopher Lasch, Richard Sennett, Alasdair MacIntyre, Charles Taylor o Robert Bellah-, a los que a veces se ha etiquetado como “reaccionarios de izquierda”, fueron los primeros en señalar que este imperio de la autoexploración iniciaba una reacción en cadena de desfundamentación ética. Las comunidades tradicionales eran exoesqueletos emocionales que, si bien podían ser alienantes o patriarcales, prevenían los efectos autoinmunes de la ultrarreflexividad sentimental sobre la moral común. Bellah denominó “individualismo expresivo” a esta forma de autoconstrucción de una identidad posmaterialista, a menudo interesada en valores altruistas y cooperativos, pero que, al igual que el “individualismo egoísta” tradicional, no cuenta con otro criterio de decisión que la ganancia y pérdida, en este caso emocional: “Si el yo se define por su capacidad para elegir sus propios valores, ¿en qué se basan entonces esas mismas elecciones? […] Al no existir criterios objetivables respecto a lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo, el yo y sus sentimientos se convierten en nuestra única guía moral” (Bellah et al. 1989, 108).
En Tras la virtud (2001), Alasdair MacIntyre habla de “emotivismo” para referirse a esta forma de subjetividad incapaz de identificarse incondicionalmente con ninguna de las perspectivas morales que adopta, que considera que los juicios de valor, y específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias, actitudes y sentimientos: “El yo peculiarmente moderno, el yo emotivista, cuando alcanzó la soberanía en su propio dominio perdió los límites tradicionales que una identidad social y un proyecto de vida humana ordenado a un fin dado le habían proporcionado” (MacIntyre 2001, 49). Esta carencia de límites apropiados para establecer juicios éticos hace que, para el emotivista, cualquier cosa puede ser criticada, incluida su propia perspectiva. Pues, desde este punto de vista, ser un agente moral consiste precisamente en ser capaz de adoptar una posición universal y abstracta liberada de cualquier particularidad social, por cuanto la capacidad ética se sitúa en el sujeto, y no en las prácticas sociales que adopta. La cuestión es que esta subjetividad libre de trabas, arrojada a su propia autoexpresión, conduce al borde del nihilismo: “este yo democratizado, que no tiene contenido social necesario ni identidad social necesaria, puede ser cualquier cosa, asumir cualquier papel o tomar cualquier punto de vista, porque en sí y por sí mismo no es nada” (MacIntyre 2001, 51).
Por eso, paradójicamente, la democratización emocional allana el camino para la subordinación gerencial y terapéutica. La independencia de la autoexploración subjetiva de cualquier valor heredado conduce a una indefensión emocional al borde mismo de la vida dañada sobre la que diferentes expertos intentan intervenir. Un amplio abanico de especialistas en distintas disciplinas a caballo entre la terapia y la gestión de recursos humanos proclaman su destreza para tutelar las emociones que emanan de subjetividades demasiado débiles para articularlas con sentido. Lasch (1999) resumió con acidez el modo en que el individualismo expresivo emotivista era un billete de ida a la sumisión y el malestar compartido:
El hombre económico ha dado paso al hombre psicológico de nuestra época: el último producto del individualismo burgués. El nuevo narcisismo está obsesionado, no por la culpa sino por la ansiedad. Relajado y tolerante en la superficie, halla escasa utilidad en los dogmas de la pureza racial y étnica, aunque a la vez extraña la seguridad que brindan las lealtades grupales […]. Sus actitudes sexuales son permisivas antes que puritanas, aunque su emancipación de los viejos tabúes no le trae la paz en lo sexual. A la vez que abriga profundos impulsos antisociales, ensalza la cooperación y el trabajo en equipo. […] Codicioso, en el sentido de que sus antojos no tienen límites, no acumula bienes y provisiones para el futuro, […] pero exige gratificaciones inmediatas y vive en un estado de deseo inagotable, perpetuamente insatisfecho. (Lasch 1999, 16-17)
Ahora bien, ¿es la crítica reaccionaria la última palabra de la relación del capitalismo con las emociones?; ¿es la epidemia de bipolaridad la etapa definitiva de la evolución subjetiva asociada a la progresiva desinstitucionalización mercantil? William Davies (2012; 2013) ha sugerido que, tras la crisis de 2008, tal vez se esté produciendo entre las élites capitalistas un contramovimiento adaptativo similar al que Boltanski y Chiapello (2002) detectaron en el neoliberalismo. Según Davies, se están popularizando entre algunos sectores de las clases dominantes nuevos mecanismos de gobernanza basados en una especie de neocomunitarismo hegemónico y conciliador. El objetivo es preservar algunos elementos cruciales del sistema de estratificación neoliberal desactivando, en cambio, sus aspectos más autodestructivos. Frente a la crítica ética al liberalismo político de Charles Taylor, Michael Sandel y Alasdair MacIntyre, el bagaje teórico de este neocomunitarismo consensual hunde sus raíces en la crítica psicológica y neurológica reciente a la economía neoclásica (Kahneman y Tversky 2000), con el objetivo de poner en marcha políticas tecnocráticas de contención de la conflictividad social y la inestabilidad sistémica.
Desde esta perspectiva, la preservación de la economía de mercado requiere tomar en consideración a agentes que deben ser entendidos no meramente como decisores racionales sino como individuos socializados, cuyas elecciones vienen dadas por haces emocionales complejos, sesgos, hábitos y relaciones interpersonales. Frente al énfasis neoliberal en la competición como criterio de selección de las decisiones adecuadas, este neocomunitarismo hegemónico buscaría recursos tecnocráticos para establecer políticas económicas que garanticen la sostenibilidad del modelo de acumulación y limiten la incertidumbre y la exuberancia irracional. Las nuevas ciencias emocionales -la psicología cognitiva y la neurología, antes que la terapia tradicional-, auxiliadas por la recolección masiva de datos en las redes sociales, proporcionarían las bases para gestionar el malestar colectivo, no ya a través de la satisfacción del deseo consumista, sino mediante una gestión tecnocrática de la felicidad individual (Davies 2012).