La afectación emocional de poblaciones en situación de conflicto es un tema ampliamente reportado en los informes de agencias como Human Rights Watch (HRW), Organización Mundial de la Salud (OMS) y Médicos Sin Fronteras (MSF), entre otros. Así, el reporte de HRW (2018), denominado “La resistencia contra el desafío populista”, pone especial atención a la violación de Derechos Humanos en el marco del ejercicio de prácticas políticas extremas, dictatoriales y de abuso general del poder, que terminan afectando a las personas al generar fenómenos de opresión, inequidad, pobreza extrema, violencia estructural y fractura del tejido social.
Por su parte, la OMS, en su informe sobre la situación de salud en el mundo en el 2017, indica que al menos un cuarto (23%) de la población adulta sufre de abuso físico, y un tercio (35%) de las mujeres ha experimentado violencia física o sexual, tanto por parte de sus parejas como en otros contextos, en algún momento de su vida. Asimismo, se reporta que en 2015, 152.000 personas fueron asesinadas dentro de conflictos armados, siendo esto equivalente al 0,3% de las muertes ocurridas en ese año. Es de indicar que este dato no incluye las muertes derivadas del efecto indirecto de las guerras (epidemias, pobre alimentación y dificultad de acceso a los servicios de salud, por ejemplo) (OMS 2017).
Médicos Sin Fronteras (2017), da cuenta de lo que la organización denomina “Otras Situaciones de Violencia” (OSV), para referirse, por ejemplo, a los efectos de la violencia derivada de los procesos de daño ocasionados por Organizaciones Criminales (OC), maras o pandillas, e incluso los Estados mismos. Así, se reportan datos sólo para América Latina, que muestran, por ejemplo, cómo en el tránsito por territorio mexicano hacia Estados Unidos, en la llamada huida del Triángulo Norte de Centroamérica, un 50,3% de los hondureños, guatemaltecos o salvadoreños que habían huido de sus países lo habían hecho por razones directamente relacionadas con la violencia. Además, un 68,3% de las personas que cruzan los territorios mexicanos fueron víctimas de violencia. Un alto porcentaje de las consultas atendidas por esta organización fue relacionado con la violencia física intencional, y entre 2016 y 2017 se atendieron 231 casos de violencia sexual en alguna de las clínicas de MSF operativas dentro de los albergues situados a lo largo del territorio mexicano (MSF 2017, 20).
Por último, en Colombia, los datos de la Encuesta Nacional de Salud Mental (2015) indican que el 7,7% de la población entre 18-44 años y el 6,1% de 45 años o más que fue encuestada reportaron la presencia de violencia intrafamiliar como el principal evento traumático, en una población de casi el doble para las mujeres que para los hombres (9,4% frente a 5,3%, entre los 18 y 44 años, y 7,2% contra 4,5%, en las personas mayores de 45 años). Asimismo, el 10,7% de las personas entre 18 y 44 años y el 10,4% de los mayores de 45 reportaron la vivencia de eventos traumáticos relacionados con la violencia organizada. Por otro lado, los mayores de 18 años reportaron haber vivido desplazamiento forzado en un 18,7%, mientras que los niños entre 7 y 11 años fueron afectados por el mismo fenómeno en un 13,7%, y entre los 12 y los 18 años, el 18,3%. En conclusión, la vivencia de algún hecho de violencia relacionado con el conflicto armado fue reportada por el 7,9% de las personas encuestadas en todos los rangos de edad (Ministerio de Salud y la Protección Social 2015).
En línea con lo anterior, Gómez-Restrepo, Cruz-Ramírez, Medina-Rico y Rincón (2018) reportan, respecto de la población infantil en Colombia, que de los niños expuestos a desplazamiento, el 13,2% puntuó alto para estrés postraumático, siendo una cifra alta y similar a la reportada por Attanayake et al. (2009), lo cual permite concluir que el fenómeno del desplazamiento puede elevar las cifras de este trastorno y ocasionar problemas de salud mental que requieren una oportuna intervención. Datos en la misma línea son reportados por Gómez-Restrepo et al. (2016) respecto de la población adulta, indicando que las personas que han vivido en regiones especialmente afectadas por el conflicto tienen un mayor riesgo de sufrir trastornos del afecto y trastornos de ansiedad. Cifras que están relacionadas con estudios de prevalencia en otros países (Roberts et al. 2009; Steel et al. 2009 ).
Los hechos de violencia que resaltan las diferentes organizaciones arriba mencionadas dan lugar a la generación de importantes secuelas en la salud mental de las personas y las comunidades, que enfrentan actos de tortura, secuestro, violencia sexual, entre otros, cuyo objetivo es “[…] provocar el sufrimiento de la víctima y al mismo tiempo imponer el miedo mediante castigos ejemplarizantes, para lograr así el control y sometimiento de la población” (MSF 2017, 20); además de romper el tejido social, producir el deterioro de las condiciones de vida y aumentar los cinturones de pobreza que terminan en el deterioro de la calidad de vida de las personas afectadas (Bocanegra 2015; Borda Bohigas et al. 2015).
Las situaciones de violencia que se vienen mencionando tienen sus orígenes en conflictos políticos diversos, pero también en convicciones étnico-raciales y religiosas. Un ejemplo de esto son la radicalización yihadista y el impacto que tiene en la generación de acciones terroristas, por un lado, pero también en la afectación de las familias de los llamados radicales. El recrudecimiento de la radicalización religiosa ha sido estudiado por muchos autores, entre ellos McGilloway, Ghosh y Bhui (2015), quienes sostienen que la radicalización obedece a una amplia gama de variables interactivas influenciadas por vulnerabilidades personales, factores contextuales y presión de grupo.
Trujillo, Ramírez y Alonso (2009) indican que para el caso del terrorismo yihadista hay al menos tres formas de abordarlo: la sociológica-estructural, la psicopatológica y la psicosocial. La primera enlaza variables económicas, políticas y sociales que explican el surgimiento de la violencia extrema; la segunda se centra en el carácter psicopático que lleva a algunos individuos a adoptar medidas como el propio suicidio en nombre de una causa de orden superior, y la tercera centra su interés en la relación del individuo con su grupo, incluidas las prácticas de manipulación psicológica. Esta es la aproximación que efectúan Trujillo y colaboradores en el artículo presentado en este monográfico. Siguiendo una línea de más de diez años del grupo de investigación, realizan un análisis de contenido a partir de los modelos de Lifton (1961) y de Singer y Lalich (1997) para dilucidar evidencias de la posible manipulación psicológica a la que pudieron ser expuestos los implicados en una sentencia judicial, que es su objeto de estudio. Los hallazgos confirman resultados previos obtenidos por Trujillo (2009) y Trujillo et al. (2009), y deducen la utilidad de conocer el impacto de factores psicológicos como los mencionados en la denominada manipulación psicológica, para emprender acciones que mitiguen, reduzcan y protejan a los jóvenes (principal foco de los grupos que reclutan) del impacto de las influencias de grupo sobre el adoctrinamiento.
El impacto de las violencias diversas que se han venido mencionando se traduce en cuadros severos de ansiedad, depresión, trastornos del comportamiento y estrés postraumático, además de los incontables problemas para el ejercicio de la ciudadanía, la violación de los Derechos Humanos y el goce de la calidad de vida (Bogic, Njoku y Priebe 2015; Gómez- Restrepo et al. 2016; Moya 2018; Roberts et al. 2009; Steel et al. 2009). Por esto se hace perentoria la intervención eficaz por parte de distintas instancias, y a través de conocimiento especializado como el que aporta la psicología.
En línea con lo anterior, los conflictos aquejan la salud mental no sólo por la exposición directa o vicaria al trauma, sino por el impacto a nivel de la afectación de las condiciones de vida, los cambios en los estilos productivos, la modificación e, incluso, precarización del empleo, la dificultad para acceder a la satisfacción de las necesidades básicas y el aumento de la pobreza. Moya (2018) indica que la experiencia de la violencia induce altos niveles de aversión al riesgo, lo cual compromete las decisiones económicas de las personas afectando las dinámicas de la pobreza. Su estudio, conducido con una muestra colombiana, concluye que las medidas de intervención psicológica son necesarias, por las consecuencias psicopatológicas en sí mismas de la exposición a la violencia, pero además por las implicaciones económicas que tiene la guerra y que terminan elevando los niveles de pobreza de los territorios que enfrentan los conflictos (Ibáñez y Moya 2010).
El estudio de Brewin, Andrews y Valentine (2000) encontró que cuando se habla de estrés postraumático se identifican como factores de riesgo la gravedad del trauma, la falta de apoyo social y el estrés vital a los que se ven enfrentadas las personas. Esto podría perfectamente enlazarse con las consecuencias económicas del trauma, constituyendo un círculo vicioso, por cuanto la precariedad de las condiciones de vida, que es en parte una secuela del desplazamiento o del conflicto en general, redunda en un mayor riesgo para el desarrollo de Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT).
Lo anterior supone, por lo tanto, pensar que las intervenciones psicológicas y psicosociales se hacen necesarias, pero deben sobrepasar los umbrales de lo individual. Para esto se requiere considerar al menos dos formas de comprensión. Una, la clásica, basada en la identificación de patologías, lo cual corresponde a una mirada médica, psiquiátrica, de hecho, que ha tratado de homogeneizar las reacciones al trauma desde una perspectiva de enfermedad. Es la forma en que los manuales de diagnósticos, por ejemplo, han respondido a las manifestaciones emocionales derivadas del conflicto, la guerra y el trauma en general, bajo la forma del denominado y controvertido TEPT, como bien puede observarse en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM5) (2014). A esta mirada se refieren Aranguren y Rubio en su artículo en el presente monográfico, indicando que a las intervenciones clínicas que se basan en la aproximación al TEPT se les cuestiona su intento reduccionista, por cuanto buscan mostrar este trastorno como una forma estandarizada de respuesta a las diferentes formas de violencia (Aranguren-Romero y Rubio-Castro, 19).
Por su parte, otros autores, como Borda Bohigas et al. (2015), señalan que la insuficiencia del concepto “estrés postraumático” también radica en que se trata de una comprensión individual que resulta inconveniente cuando son evidentes las afectaciones colectivas que fenómenos como la violencia derivada del conflicto generan en todo un colectivo, incluso en un país. Es por esto que surge otra aproximación, más contemporánea, para describir los impactos de la violencia en la salud mental individual y colectiva, que coincide con el concepto “trauma histórico” (Gone 2013). Como bien lo señalan Borda Bohigas et al. (2015, 42), este nuevo concepto se inscribe como una reacción al carácter individual que presenta el TEPT, por cuanto “no estudia las repercusiones colectivas ni generacionales e ignora el contexto histórico y cultural donde se produce el trauma”. Asumir esta aproximación permite una comprensión más abarcadora, que recoge el impacto derivado del trauma no sólo para una población en particular, sino para entender y explicar asuntos como la transmisión generacional o el impacto en los modelos y estilos de crianza de futuras generaciones (Evans-Campbell 2008).
En consonancia con lo anterior, Moon (2009) critica fuertemente los dispositivos de Estado que ante las situaciones de conflicto legitiman las acciones para atender los traumas de guerra, bajo la denominación “alteraciones psiquiátricas”, al dejar de lado lo estructural que atraviesa un conflicto: las causas políticas, ideológicas, económicas, sobre las cuales los Estados tienen responsabilidades colectivas.
La comprensión de la afectación emocional por la violencia, más allá de una patología individual, permite, a su vez, hacer aproximaciones de tipo no clínico, y, en ese sentido, admite integrar en los procesos de recuperación de las personas a líderes y miembros de la propia comunidad, aumentando con ello, por un lado, el sentido de reconstrucción de las personas y las comunidades y, por otro lado, la incorporación de estrategias y prácticas que forman parte del denominado tejido social, que tanto se ve afectado durante los procesos de guerra y conflicto. Esta es la mirada que Aranguren y Rubio ofrecen en su artículo al hablar del fortalecimiento de las herramientas comunitarias para la gestión emocional, lo cual permite no sólo que la atención sea ofrecida por personas de la comunidad, sino la recuperación de prácticas ancestrales y el diálogo entre saberes propios de las comunidades. Esto fomenta también la integración de formas alternativas para la intervención, que sobrepasan las fronteras de lo tradicionalmente llamado psicológico y se apropian de herramientas como el arte, las manifestaciones culturales, y cualquier forma de expresión que permita dar un lugar a la reparación emocional, como bien lo describe Gil (2010).
Por otra parte, Brew et al. (2018), en una revisión sistemática de la literatura sobre el impacto de la guerra en la salud mental, concluyen que al analizar las variables que mejor predicen desenlaces negativos en este ámbito, incluida las psicosis, se encuentra que la severidad del trauma y la vivencia de abuso sexual tienen un peso relevante en las consecuencias emocionales. Esto es especialmente llamativo, dada la frecuencia con que, en las situaciones de conflicto, ocurren fenómenos de abuso sexual. Está bien documentado que en conflictos armados, por ejemplo, los cuerpos de las personas, en especial los de las mujeres, son usados como armas de guerra (Abramowitz y Moran 2012; Asakura 2016; Centro Nacional de Memoria Histórica 2013; Vu et al. 2014).
La revisión de Vu et al. (2014, 1) señala, por ejemplo, que aproximadamente una de cada cinco mujeres desplazadas o refugiadas experimenta violencia sexual. En esta línea, el reporte de Abramowitz y Moran (2012) sobre el trabajo con mujeres en Liberia tras la guerra muestra el éxito de las intervenciones en posconflicto para reducir los niveles de violencia basada en género, en la medida en que se busca una transformación de la cultura, en el marco de los derechos humanos y el reconocimiento del empoderamiento de las mujeres para establecer un nuevo orden social, a pesar de los obstáculos impuestos por los modelos culturales tradicionales. El estudio en mención llama la atención sobre otras expresiones de violencia contra las mujeres, como las que ocurren por parte de la pareja y, en general, en los contextos familiares. Este recurrente modo de violencia no sólo deteriora las condiciones de las mujeres, sino que afecta las familias, e infortunadamente se ha normalizado en diversas culturas a partir del mantenimiento de patrones machistas de relación, que validan diferentes formas de maltrato. Arroyo et al. (2017) plantean que la denominada “violencia del compañero íntimo” (IPV, por su sigla en inglés) afecta a millones de adultos y niños cada año y puede dar lugar a homicidios, procedimientos legales, la amenaza al bienestar infantil y la necesidad de refugio de emergencia para los sobrevivientes y sus familias.
Es por la anterior que un importante corpus de conocimiento se ha desarrollado alrededor de intervenciones que buscan mejorar las condiciones de los sobrevivientes y erradicar estas formas de agresión. La revisión de Arroyo et al. (2017) mostró dentro de sus hallazgos que, pese a la heterogeneidad de los estudios evaluados, las intervenciones a corto plazo son más efectivas que las de a largo plazo, y que las intervenciones basadas en Terapia Cognitivo Conductual que se adaptaron a los sobrevivientes de IPV lograron los mayores tamaños de efecto. No obstante, se señalan las limitaciones de los estudios por no reportar, en muchos casos, la presencia de un grupo de control, o mediciones en el tiempo que muestren el mantenimiento de los resultados.
Otra forma de violencia contra la mujer (aunque también contra el hombre) es la denominada violencia de pareja. Esta incluye diferentes tipos: terrorismo íntimo, terrorismo íntimo familiar, resistencia violenta, control y violencia mutua, y violencia situacional (Johnson 2017). Para este último tipo de violencia, entendido como un problema de salud pública, Jaramillo y Ripoll presentan en este número la adaptación de un protocolo de intervención sistémico para atender violencia situacional, mostrando la relevancia de hacer adaptaciones culturales que permitan utilizar evidencia disponible, pero ajustada a las necesidades del entorno. Las autoras concluyen que una intervención breve tiene el potencial para mostrar efectividad en este tipo de violencia. Esta conclusión va en línea con lo planteado por Arroyo et al. (2017) sobre la eficacia de las intervenciones breves.
Ahora bien, así como la violencia de género no ocurre de manera exclusiva dentro del marco del conflicto, sino en la cotidianidad de la vida de las personas, otros fenómenos como el desplazamiento no ocurren tampoco por razones políticas o de conflicto armado. Tal es el ejemplo que exponen en el presente número Da Silva Marques et al. al analizar el caso del desplazamiento ocurrido por la construcción de la represa de Itá, en Brasil. Las autoras señalan que este proceso, enunciado como proyecto de desarrollo, tuvo impacto en la salud mental de las familias afectadas. Así, destacan que las situaciones de violencia, de violación de derechos, y el impacto generado por esta gran obra de infraestructura, han conllevado grandes trastornos en las formas de vida, además de las consabidas transformaciones ambientales. Al analizar el estudio se reportan como hallazgos, a nivel emocional, algunos muy similares a los expresados por personas que son víctimas del desplazamiento por razones de otro orden. Es decir, el desplazamiento genera sentimientos de desarraigo, de incertidumbre por el futuro y de pérdida de la identidad cultural, e implica una reacomodación del estilo de vida, lo que tiende a retrasar el ajuste de las personas.
Lambert y Alhassoon (2014), en un estudio sobre desplazamiento forzado, muestran cómo el tratamiento de los factores culturales es una condición necesaria que se debe incorporar en cualquier forma de intervención con estas poblaciones. Así, señalan, por ejemplo, que con frecuencia la movilidad de los grupos afectados por el desplazamiento no considera las nociones de salud mental que tienen dichas comunidades y, por lo tanto, se imponen formas de atención y tratamiento que pueden vulnerar las creencias y prácticas, en lugar de incorporar la riqueza de saberes que traen estas personas desde su historia personal y social.
Por su parte, el estudio de Nosè et al. (2017) recoge evidencias de la afectación emocional sobre las personas en situación de desplazamiento, y aunque centra su atención en la presencia de trastornos, muestra también cómo el fenómeno como tal afecta la identidad de una comunidad, implica retos de ajuste que no siempre se logran de manera exitosa y, además, confronta a las personas con la idea de la muerte, el sufrimiento, el desarraigo y el rechazo en las nuevas zonas de acogida. Razones de más para considerar, en línea con Lambert y Alhassoon (2014), por qué las intervenciones que toman en cuenta la cultura y la diversidad en la experiencia de vida son cruciales para avanzar en su eficacia.
Lo anterior hace ineludible retomar lo expresado por Bocanegra (2015) acerca de la necesidad de revisar el entramado cultural del conflicto (el colombiano, en este caso) y, así, romper las fronteras disciplinares para ofrecer alternativas más constructivas y efectivas en la recuperación del tejido social, mediante la incorporación de prácticas y expresiones culturales que representen la identidad de las distintas culturas del país y permitan, tal como lo señalan Borda Bohigas et al. (2015, 47), “vincular a las comunidades en su desarrollo, entrenar a los prestadores para abordar las situaciones específicas y apoyar la investigación en estos escenarios”. En este sentido, el proyecto ACOPLE, abordado por Aranguren y Rubio en su artículo, es una forma de mostrar cómo se puede mejorar la atención a las víctimas de la violencia a partir de la gestión de la salud mental desde la formación de los interventores atendiendo a necesidades de contexto, lo cual ha demostrado ser, además, un importante factor de protección para estos gestores, dentro de lo que los autores denominan la “ética del cuidado de sí”.
Sin lugar a dudas, los procesos de intervención psicosocial con víctimas generan en los intervinientes un impacto importante que también ha descrito la literatura. La denominada “fatiga por compasión”, por ejemplo, es una manera en la que se han recogido algunas de las reacciones emocionales de las personas cuando afrontan y atienden el dolor de otros (Miller y Sprang 2016). El impacto que tienen el dolor y el sufrimiento de otros sobre nuestro propio bienestar ha sido descrito y estudiado de diversas formas, incluso experimentales. Martí-García y sus colaboradores muestran en el presente monográfico un estudio donde ponen a prueba cómo el procesamiento emocional de imágenes de muerte y de violencia tiene un comportamiento influenciado por la cultura e, incluso, mediado por diferentes emociones. Al comparar estudiantes ingleses y españoles, encontraron que las imágenes de muerte fueron reportadas como más desagradables por los españoles y generaron mayor activación, mientras que en las de violencia no hubo diferencias entre los grupos. Los datos son consistentes con lo descrito por Bradley et al. (2001) acerca del procesamiento emocional de imágenes. Pareciera que las imágenes de muerte resultan menos impactantes, siempre que no conecten con experiencias o dolores propios, según los hallazgos de Martí-García et al.
Lo anterior muestra cómo, con frecuencia, las personas que se ven expuestas de manera regular al trabajo con víctimas de violencia o trauma en general pueden ser más vulnerables a desarrollar, incluso, traumas vicarios. Esto sin contar que muchas veces las personas que atienden las situaciones de violencia también son afectadas por fenómenos similares a los que atienden. Los autores que abordan el tema de la fatiga por compasión, por ejemplo, indican que las personas que desbordan su atención en el espíritu de ayuda, o se comprometen excesiva y altruísticamente con la satisfacción de las necesidades de otros, o asumen la escucha y atención al dolor emocional de otros, tienen más riesgo de desarrollar síntomas emocionales concomitantes que la gente que no lleva a cabo este tipo de trabajos (Miller y Sprang 2016; Thompson, Amatea y Thompson 2014).
No obstante, también hay evidencia de la denominada “resiliencia vicaria”, entendida como el proceso positivo de afectación que tienen los terapeutas por la exposición a la resiliencia de sus clientes, a partir de lo observado en la atención a personas con traumas (Figley y Kiser 2013). Borda Bohigas et al. (2015) igualmente dan cuenta de este fenómeno al analizar el impacto del trauma histórico sobre las personas y las comunidades, evidenciando la disminución de los índices de suicidio, de consumo de alcohol, e incremento de conductas pro-sociales, que si bien se asocian con la resiliencia, también pueden conectarse con el efecto positivo de trabajar con personas afectadas por el trauma y recibir beneficio de su propio crecimiento en medio de la adversidad. En línea con lo anterior, Aranguren y Rubio plantean en su artículo que las personas que fueron formadas dentro del proyecto ACOPLE como gestores comunitarios de salud mental reportaron beneficios a nivel de su propio bienestar a partir de este proceso formativo y del involucramiento con otras personas víctimas de violencias.
Lo anterior es objeto del estudio que aporta al presente número Virginia Hernández-Wolfe, quien efectúa una revisión de la literatura sobre el tema y recoge incluso estudios previos realizados por su grupo en Colombia y Estados Unidos. En su trabajo aborda los conceptos “resiliencia” y “resiliencia vicaria” y muestra el efecto que puede tener la interacción de un terapeuta con su paciente en situación de trauma en el desenlace de resultados negativos en salud mental (fatiga por compasión, por ejemplo) o positivos (resiliencia vicaria). Usa el ejemplo de dos experiencias en Colombia con profesores y con madres comunitarias, y señala las bondades que para ambos grupos representa estar en contacto con niños y estudiantes resilientes, al mejorar las capacidades de ambos (profesores y madres comunitarias) para emplear estrategias educativas constructivas, desarrollar mejores habilidades de afrontamiento y gestionar mejor sus experiencias emocionales, además de reducir el riesgo de fatiga por compasión.
Este panorama final permite dilucidar cómo dentro de los procesos de recuperación de las comunidades, tras la vivencia de fenómenos de violencia, dentro o fuera del conflicto armado, las intervenciones psicológicas, más allá de las terapéuticas o clínicas per se, cobran un lugar preponderante, por cuanto pueden favorecer la reconstrucción y la recuperación de la memoria de un país y del disfrute pleno de derechos.
Los procesos de pacificación que describe Kelman (2010) suponen un proceso de negociación, de restablecimiento de las relaciones, de restitución de la confianza, de reconstrucción del tejido social, que es el capital fundamental con el que cuenta un Estado. En este punto, la reconciliación es un paso necesario y puede ser el resultado de un proceso de resolución de conflictos exitoso. Es de interés de los investigadores cómo se produce este proceso, cuáles son las variables que lo describen y, de manera especial, cómo se puede evidenciar (Alzate y Dono 2017). En este sentido, el trabajo que aportan al presente número Alzate et al. constituye una herramienta valiosa, por cuanto aporta a los investigadores evidencia sobre las propiedades psicométricas de dos instrumentos que pretenden medir la disposición hacia la reconciliación social, abriendo así un espacio a la medición cuantitativa de este proceso, que bien puede articularse con los diseños cualitativos y la recolección de datos por métodos propios de otras formas de obtención del conocimiento en ciencias sociales.
Así las cosas, el presente número hace un recorrido diverso por distintas formas de violencia, relacionado con la necesidad de impactar desde el discurso y la práctica psicológica en los efectos que el conflicto, la exposición al trauma y la guerra ocasionan en la salud mental, la calidad de vida y el bienestar no sólo de individuos sino de comunidades. Pero a su vez muestra la necesidad de traspasar las fronteras disciplinares, ya que los fenómenos que ocupan el interés de estos procesos escapan a una aproximación única y limitada y, por el contrario, requieren el involucramiento de distintos saberes disciplinares y también los propios de las comunidades donde dichos problemas se enclavan. Asimismo, se enuncia el papel protagónico que ha de darse a las personas implicadas en estos procesos, no sólo desde el lugar y el reconocimiento político como víctimas que les den acceso a la restitución de derechos, sino también como sujetos capaces de ejercer un cambio importante dentro de sus comunidades, como agentes y gestores de los procesos de transformación social, desde experiencias resilientes que compongan y restituyan el capital social de una comunidad, de un país.