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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.68 Bogotá ene./abr. 2019

https://doi.org/10.7440/res68.2019.04 

Dossier

Integración regional y políticas de industrialización en América Latina: la historia de un amor conflictivo*

Regional Integration and Industrialization Policies in Latin America: A Conflictive Love Story

Integração regional e políticas de industrialização na América Latina: a história de um amor conflituoso

Julia Eder** 

** Magíster en Estudios de Desarrollo y Magíster en Letras Hispánicas. Investigadora Asociada en el Departamento de Estudios sobre Políticas y Desarrollo del Instituto de Sociología de Johannes Kepler Universität, Linz, Austria. Últimas publicaciones: “Progressive Industrial Policy - A Remedy for Europe!?” (en coautoría). Journal für Entwicklungspolitik 34 (3/4): 108-142, 2018; “Abhängige Entwicklung und regionale Integration. Motive für die Gründung der Eurasischen Wirtschaftsunion (EAWU)” [Desarrollo dependiente e integración regional. Los motivos para la formación de la Unión Económica Euroasiática (UEE)]. Kurswechsel 3: 42-51, 2017. julia_theresa.eder@jku.at


RESUMEN:

El artículo discute la relación entre integración regional e industrialización en América Latina durante los últimos setenta años. Con este propósito, se demuestra cómo el pensamiento estructuralista de la CEPAL y las dinámicas integracionistas, en la práctica, se han influido entre sí. Se esboza cuáles fueron las posturas acerca de la industrialización regional en el viejo regionalismo, en el regionalismo abierto y en los regionalismos del siglo XXI, y cómo estas fueron moldeadas por los conflictos entre diferentes grupos sociales. Concretamente, se introducen los ejemplos del Pacto Andino, del MERCOSUR y del ALBA. La contribución del artículo consiste en reflexionar críticamente sobre las experiencias latinoamericanas con la elaboración e implementación de política industrial común en diversos contextos.

PALABRAS CLAVE: América Latina; CEPAL; desarrollo productivo; industrialización; integración productiva; integración regional; política industrial

ABSTRACT

This paper discusses the relationship between regional integration and industrialization in Latin America over the past seventy years. To this end, it shows how ECLAC’s structuralist thought and integrationist dynamics have influenced each other in practice. It outlines the positions on regional industrialization found in old regionalism, open regionalism and in 21st century regionalisms, and how such positions were shaped by conflicts between social groups. Specifically, it introduces the Andean Pact, MERCOSUR and ALBA as examples. This paper's contribution consists in reflecting critically on Latin American experiences of drafting and implementing common industrial policy in diverse contexts.

KEYWORDS: Latin America; ECLAC; industrialization; industrial policy; productive development; productive integration; regional integration

RESUMO

O artigo discute a relação entre integração regional e industrialização na América Latina durante os últimos setenta anos. Com esse propósito, demonstra-se como o pensamento estruturalista da CEPAL e as dinâmicas integracionistas, na prática, tiveram influências entre si. Esboça-se quais eram as posturas sobre a industrialização regional no velho regionalismo, no regionalismo aberto e nos regionalismos do século XXI, e como eram moldadas pelos conflitos entre diferentes grupos sociais. Concretamente, os exemplos do Pacto Andino, do MERCOSUL e do ALBA são introduzidos. A contribuição do artigo consiste em refletir criticamente sobre as experiências latino-americanas com a elaboração e implementação de política industrial comum em diversos contextos.

PALAVRAS-CHAVE: América Latina; CEPAL; desenvolvimento produtivo; industrialização; integração produtiva; integração regional; política industrial

Introducción

Por su legado colonial, los países de América Latina tradicionalmente estuvieron poco conectados entre sí. Las relaciones de intercambio se dirigían sobre todo hacia los antiguos poderes coloniales, España y Portugal, y luego también hacia los grandes centros industriales, sobre todo Gran Bretaña y Estados Unidos. Debido a la rápida expansión del capitalismo a finales del siglo XIX se incrementó la demanda de alimentos y minerales en Europa. Transferencias de capital y masivas olas migratorias hacia América del Sur permitieron desarrollar actividades de explotación y exportación de materias primas, que se intercambiaban por bienes manufacturados de los centros. Después de lograr la independencia formal, sólo algunos países latinoamericanos, como Argentina y Brasil, lograron iniciar a finales del siglo XIX un proceso de industrialización vinculado a la agroexportación. Otros países no lograron crear una base industrial propia bajo las condiciones paracoloniales que seguían vigentes (Prebisch 1959, 4; Sunkel 1998, 231-233).

En las primeras décadas del siglo XX, el modelo de acumulación basado en la exportación de productos agrícolas, caracterizado por el “desarrollo hacia afuera”, mostró cada vez más señales de agotamiento. Las dos guerras mundiales y la crisis económica mundial causaron una profunda modificación de las relaciones comerciales internacionales. A partir de los años 1930, muchos países erigieron barreras proteccionistas, lo que redimensionó los precios relativos de bienes primarios e industriales, y las guerras rompieron gran parte de los vínculos comerciales establecidos. En este contexto, varios gobiernos latinoamericanos empezaron a implementar políticas nacionales de desarrollo para promover su industrialización y sustituir los productos que ya no podían adquirir de los centros industriales. Por lo tanto, lo que más tarde se denominaría “sustitución de importaciones”, inicialmente fue una reacción espontánea al contexto global, que careció de una fundamentación teórica (Bielschowsky 1998, 14; FitzGerald 1998, 47; Prebisch 1998 [1949], 65; Sunkel 1998, 232-233).

La recuperación del sector agrícola europeo después de la Segunda Guerra Mundial y la persistente protección de este sector por los países desarrollados restringían seriamente las posibilidades de exportaciones agropecuarias de América Latina. El efecto más inmediato en los países latinoamericanos fue la disminución palpable de divisas para la importación, pero en términos más generales quedó en evidencia la vulnerabilidad derivada de la inserción desventajosa en la división internacional del trabajo como exportadores de materias primas, herencia del pasado colonial (Briceño Ruiz 2007, 19; Prebisch 1998 [1949], 65). Por consiguiente, varios países intensificaron sus esfuerzos de industrialización conforme a las propuestas de la recién formada Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) (Prebisch 1998 [1949], 66). A pesar de que las economías más grandes -Argentina, Brasil, Chile y México- habían tenido éxito considerable con la sustitución de importaciones en ciertas industrias, se alcanzó un momento en el que el potencial de crecimiento se vio restringido por los estrechos límites de los mercados nacionales. En ese contexto, varios países suramericanos buscaron intensificar la cooperación y la CEPAL recomendó el fomento de la integración económica regional para apoyar los procesos de industrialización nacionales (Bielschowsky 1998, 14, 41; Briceño Ruiz 2007, 22-26; Prebisch 1959, 5; Tavares y Gomes 1998, 213).

En aquel contexto, a finales de los años 1940 comenzó a establecerse en América Latina un vínculo entre integración regional e industrialización, dos ideas que en algunos períodos estuvieron más íntimamente ligadas que en otros. Pero ¿cuáles eran las posturas dominantes acerca de la industrialización regional en el viejo regionalismo, en el regionalismo abierto y en los regionalismos del siglo XXI y cómo las moldeaban los conflictos entre diferentes grupos sociales? El propósito de este artículo es proveer un resumen que demuestra, para cada período analizado, qué fomentaba y qué obstaculizaba la relación entre ambos. En otras palabras, se realiza un análisis de los promotores y oponentes de la agenda de integración productiva en la teoría y en la práctica, y se examina cuáles fueron los principales logros de y los obstáculos para la implementación de políticas industriales coordinadas o comunes. Con este objeto, hace falta introducir algunas consideraciones respecto a los objetivos y las lógicas dominantes de procesos de integración regional en América Latina.

En general, los procesos de integración regional se pueden diferenciar de acuerdo con los objetivos principales que persiguen. El enfoque comercialista, en la tradición de David Ricardo y Jacob Viner, busca fomentar la integración mediante el libre comercio, mientras que la vertiente desarrollista -inspirada por Friedrich List y John Maynard Keynes- aspira a promover además el desarrollo industrial de los países afiliados (Becker 2006, 17-21). A lo largo del siglo XX y a inicios del siglo XXI, proyectos de integración regional en América Latina se caracterizaron por la lucha entre estas dos lógicas de integración. Este artículo traza las principales líneas de conflicto en diferentes períodos de la historia latinoamericana reciente. La investigación se basa en el análisis de documentos originales y literatura secundaria provenientes de los distintos períodos. Primero se discuten el auge y la crisis del viejo regionalismo y la influencia de las posturas desarrollistas-estructuralistas de la CEPAL en él. Después se realiza un análisis del surgimiento del nuevo regionalismo (o regionalismo abierto), a inicios de los años 1990, en el cual dominaron políticas de apertura comercial. Por último, se analizan las experiencias del Mercado Común del Sur (MERCOSUR) y de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), que reforzaron en los años 2000 las actividades para fomentar la integración productiva entre sus economías.

Industrialización e integración regional en el pensamiento temprano de la CEPAL: un amor profundo

A finales de los años 1940, el secretario general de la CEPAL, Raúl Prebisch, analizó en el texto “El desarrollo económico de América Latina y algunos de sus principales problemas” (1949) el funcionamiento del comercio internacional, así como la inserción de los países latinoamericanos en la división internacional del trabajo. Prebisch concluyó que América Latina figuraba entre la periferia, la cual se caracterizaba por la concentración en la exportación de materias primas. En cambio, los centros industriales comerciaban mayoritariamente con bienes manufacturados. Según la teoría neoclásica de comercio internacional, esa división del trabajo internacional era la más eficiente, dado que exigía de cada país especializarse según sus ventajas comparativas. No obstante, Prebisch (1998 [1949], 65-82) observó que los beneficios del progreso tecnológico industrial de los centros no llegaban a la periferia. A partir de dicha observación dedujo la necesidad de promover la industrialización de los países latinoamericanos mediante políticas de sustitución de importaciones dirigidas por el Estado.

En 1959, la CEPAL publicó el documento “El Mercado Común Latinoamericano”, que fue coordinado por Raúl Prebisch. En el documento se expresa la preocupación por el lento crecimiento de las economías latinoamericanas, que no permitiría absorber la creciente mano de obra, y por la baja tasa de exportaciones que causó la restricción externa.1 Estos problemas eran vinculados a los límites a que habían llegado los procesos de industrialización nacionales. Particularmente en las economías más grandes, las políticas de sustitución de importaciones habían sido exitosas en crear industrias de consumo. No obstante, la especialización racional en esas ramas y la penetración en industrias de capital y bienes de consumo duraderos sólo parecían posibles al ampliar el mercado y al intensificar el intercambio latinoamericano. Así, un mercado latinoamericano común debía fomentar la industrialización. No obstante, el documento destaca que la “industrialización no es un fin en sí misma, sino un medio eficiente para acrecentar la productividad media y por tanto el nivel de vida de la población” (Prebisch 1959, 5).

Para la CEPAL, la creación de un mercado común latinoamericano debía darse de forma gradual. El primer paso consistiría en el establecimiento de una zona preferencial comercial y de un arancel externo común, previsto en un plazo de diez años. El objetivo más importante de la propuesta era “ofrece[r] una alternativa a la política de sustitución de importaciones: adquirir en otros países latinoamericanos bienes industriales que antes se importaban del resto del mundo, pagándolos con un incremento de exportaciones” (Prebisch 1959, 7). Asimismo, el comercio de productos agrícolas en la región -y, con ello, los incentivos para la especialización y tecnificación en ese sector- debía aumentar. La diversificación de las exportaciones e importaciones debía reducir la vulnerabilidad externa de las economías latinoamericanas2 (Prebisch 1959, 7-11).

La propuesta aspiraba a ofrecer a las economías latinoamericanas la posibilidad de aprovechar las economías de escala, así como las ventajas de especialización y complementación industrial (Prebisch 1959, 55). Por tanto, los productos más importantes para la sustitución de importaciones en el mercado regional debían ser aquellos cuya producción se podía concentrar regionalmente y que ofrecían muchas oportunidades de especialización, a saber, la producción de maquinaria, productos químicos y automóviles, y el procesamiento de acero, cobre y combustibles (Prebisch 1959, 68-69). Mientras que el Estado -por la falta de un sector privado suficientemente desarrollado- se concebía como el principal promotor de estas estrategias de industrialización, se pensaba que el mercado común también podía “estimular al empresario latinoamericano a penetrar resueltamente en estos nuevos campos de producción, tanto mediante la ayuda técnica como mediante la colaboración financiera” (Prebisch 1959, 9). Al mismo tiempo, el mercado común debía aumentar la capacidad receptiva de capital extranjero, que se consideraba necesario para participar en el progreso técnico de los centros y promover la modernización de las economías latinoamericanas o “su gradual avance hacia líneas cada vez más complejas y difíciles de producción” (Prebisch 1959, 12).

A fin de no crear un mercado común fraccionado se exigía la aplicación del principio de la nación más favorecida, que extendería automáticamente concesiones de negociaciones bilaterales a los demás países del mercado común (Prebisch 1959, 13). Se preveían excepciones para el Programa de Integración Económica del Istmo Centroamericano, para países de desarrollo incipiente y para arreglos de especialización o complementación industrial (Prebisch 1959, 13-16). Además, el tratamiento diferencial de los países menos desarrollados podía consistir en rebajas o eliminaciones de derechos unilaterales, así como en una “amplia ayuda técnica y financiera para desarrollar industrias y otras actividades relacionadas con el mercado común” (Prebisch 1959, 17). Esto implicaba localizar nuevas industrias en el mercado común no sólo por el criterio de la economicidad, sino en distintas zonas, para que el ingreso se distribuyera más equilibradamente. De tal manera, se quería evitar que los países pequeños desarrollarían un déficit comercial en el mercado común (Prebisch 1959, 71-73).

El viejo regionalismo y la industrialización común

Antes de que las propuestas de la CEPAL se elaboraran, ya habían surgido iniciativas de gobiernos nacionalistas que iban en una dirección parecida. Por ejemplo, el Plan Pinedo, promovido en 1940 por Argentina, principalmente aspiraba a la firma de un acuerdo de libre comercio con Brasil, pero contenía la idea de crear un mercado regional para apoyar la especialización y racionalización de las industrias, así como para contrarrestar la creciente influencia de Estados Unidos en América del Sur. Briceño Ruiz (2007, 22-23) indica que “el Plan era un antecedente del pensamiento autonomista industrializador de la CEPAL”. No obstante, el Plan nunca fue aprobado, a causa de la resistencia tanto de la oposición como de la élite gobernante. Asimismo, el intento de fundar la Organización Económica Grancolombiana fracasó, entre otras razones, por la oposición de Estados Unidos. Otro ejemplo fue el Acta de Unión Económica Argentino-Chilena, que en 1953 el presidente argentino Perón buscó establecer junto con el presidente chileno Ibáñez, y al que pretendían integrar a Brasil. No obstante, las Fuerzas Armadas brasileñas y la oposición al presidente Vargas rechazaban una integración más íntima del Cono Sur. El respaldo de Vargas a esta Acta fue una razón fundamental para su impeachment. Con la caída de Vargas en 1954, la lógica comercialista llegó a ser dominante en la región. Brasil aspiraba a fomentar la integración con sus países vecinos a través de la intensificación del comercio mutuo. Por ello, decidió revisar los tratados bilaterales existentes con Argentina, Chile y Uruguay. Los cuatro países optaron por negociar en bloque y acabaron pronunciándose a favor de la creación de una zona de libre comercio de la América Meridional, que se convirtió en un antecesor de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) (Briceño Ruiz 2007, 22-26).

Cuando en la segunda mitad de los años 1950 se empezó a debatir el establecimiento de un mercado común latinoamericano, los países del Cono Sur se oponían a una integración que fuera más allá de una zona de libre comercio. La CEPAL, en cambio, abogaba por un mercado común, según las líneas generales presentadas en el subcapítulo anterior. Al principio, México respaldaba la propuesta de la CEPAL y también movilizaba técnicos para concretarla. No obstante, al darse cuenta de la alianza de los países meridionales, México tomó el camino de Brasil. De esta manera, seguía apoyando retóricamente una integración más profunda, pero en la práctica reforzaba su orientación hacia el mercado interno, pretendiendo atraer inversión extranjera directa (sobre todo de Estados Unidos) y aplicando medidas proteccionistas contra los demás países. Los países más pequeños favorecían el mercado común, porque veían el potencial para promover sus procesos de industrialización, pero pronto quedaron desilusionados por las dificultades que se presentaban al negociar su tratamiento diferencial. Además, Estados Unidos trabajaba en contra de la CEPAL y sus iniciativas, pues la consideraban una competencia para la Organización de los Estados Americanos y temían las exigencias de una América Latina unida (Briceño Ruiz 2007, 26-34 y 58-59; Tavares y Gomes 1998, 215).

En consecuencia, existía una línea divisoria entre los países que defendían un enfoque comercialista hacia la integración económica y otros que lo veían como una oportunidad para promover su desarrollo en el marco más amplio de la región. El primer grupo estaba integrado por las economías más grandes y desarrolladas, que tenían, por el tamaño de sus mercados, la oportunidad de lograr cierta especialización y racionalización de sus procesos productivos, aunque el aprovechamiento de economías de escala también estaba limitado para ellos. Los países más pequeños tendían a un enfoque desarrollista, que valoraba los potenciales de un mercado común, mientras recibían un tratamiento diferencial (Becker 2006, 17-21; Briceño Ruiz 2007, 37-38). No obstante, es importante destacar que también dentro de los mismos países rivalizaban intereses, por ejemplo, entre los capitales comerciales e industriales, o entre los capitales de orientación nacional o transnacional (Briceño Ruiz 2007, 58-59). En el plano teórico, Becker (2006, 22) lo explica por las luchas entre grupos sociales (sobre todo, entre diferentes fracciones de la burguesía) para imponer su estrategia de acumulación preferida en la región.

¿Un amor sólo de palabras? Las experiencias de la ALALC y del MCCA

En 1960, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) se creó “como una desviación tangencial del magno proyecto de establecer el gran mercado común latinoamericano ideado por Prebisch, […] pero con el objetivo final explícito de transitar también hacia esa meta última” (Magariños 2005, 8). Sin embargo, el convenio constitutivo de la ALALC correspondía básicamente a un tratado multilateral de comercio, que carecía de una dimensión de cooperación industrial (Briceño Ruiz, Quintero y Ruiz de Benítez 2013, 15; Magariños 2005, 11). Más tarde se firmaron algunos acuerdos de complementación industrial no muy significativos. Eso también se debió a que Estados Unidos y las instituciones financieras internacionales se negaron a financiar tales proyectos en el marco de la integración regional (Teubal 1968, 88-90). Es más, surgieron críticas que alegaban que esos pocos acuerdos habían beneficiado primordialmente a las empresas transnacionales que operaban en la región (Briceño Ruiz, Quintero y Ruiz de Benítez 2013, 28).

Aparte de ello, los países miembros más pequeños se quejaron de que los “tres grandes” - Argentina, Brasil y México- lucraban beneficios desproporcionales del proceso de integración, dado que habían incrementado su volumen de comercio regional mucho más que los otros países (Magariños 2005, 12; Söderbaum 2015, 14). Según Magariños (2005, 12-14), esta tendencia “constituía un obstáculo mayor a la concreción de un mercado libre”, así como la resistencia de los empresarios locales en todas las naciones, por la más aguda competencia que hubiera creado. En general, a causa de los conflictos entre las vertientes comercialista y desarrollista, así como entre los promotores y oponentes del proceso de integración, todo tipo de coordinación de políticas, o bien de los aranceles, o bien de la planeación nacional, se complicaba tanto, que la viabilidad de tales políticas se empezó a cuestionar:

Una debilidad básica de la doctrina de la CEPAL parece haber sido una falta de realismo respecto de los grupos sociales que tendrían a su cargo la promoción del proceso de industrialización y el cambio social en América Latina. Tal como se presenta en la actualidad la visión de CEPAL parece haber sido formulada en un “vacío socioeconómico”. (Teubal 1968, 90)

A causa de ello, los países más pequeños reclamaron una estrategia más radical, que aspiraba a la industrialización planificada en conjunto (Söderbaum 2015, 14), como la había propuesto la CEPAL.

También en 1960 se creó otra iniciativa de integración latinoamericana a nivel subregional: el Mercado Común Centroamericano (MCCA), entre Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, al que luego se afiliaría Costa Rica, en 1963. El MCCA buscó implementar una política industrial común mediante el Régimen de Industrias Centroamericano de Integración (RICI), pero finalmente sólo tres industrias se implementaron a través de este programa. Como el éxito fue marginal, los países establecieron el Sistema Especial de Actividades Productivas, que era económicamente más liberal y beneficiaba a las empresas transnacionales. De tal manera, se pervirtió la propuesta de la CEPAL, que quería fomentar un desarrollo industrial independiente de los grandes centros (Briceño Ruiz 2007, 55; Briceño Ruiz, Quintero y Ruiz de Benítez 2013, 15-16; 28). Dabène (2012, 8) destaca además el papel de Estados Unidos, que intentó (y finalmente logró) convencer a los Estados centroamericanos de que no necesitaban industrias integradas, dado que ello sólo iba a promover la creación de monopolios. Esa experiencia fue otra muestra de que las restricciones para la industrialización (común) en América Latina no eran todas de índole interna. Sea como fuere, el MCCA se paralizó a partir de 1969, debido a la Guerra del Fútbol entre El Salvador y Honduras.

El intento de aprender de antiguos errores: la experiencia del Pacto Andino

El intento más avanzado de implementar las propuestas de la CEPAL fue el Pacto Andino. Este esquema de integración surgió cuando la ALALC y el MCCA ya estaban en crisis y, por ende, en clara delimitación de estas iniciativas (Dabène 2012, 10). Además, las presiones de Estados Unidos ya se habían moderado en aquel período. En 1969, los países miembros firmaron el documento de fundación, el Acuerdo de Cartagena (Pacto Andino 1969), cuyo objetivo principal fue modificar la estructura industrial del bloque. Primero, el acuerdo fijó el tratamiento preferencial de los países de menor desarrollo (Bolivia y Ecuador), así como la creación de un sistema institucional que apoyaría técnicamente la planificación subregional y procuraría la equidad. Segundo, el tratado reflejó la idea de la CEPAL de iniciar un desarrollo industrial planificado a nivel regional. Los Programas Sectoriales de Desarrollo Industrial (PSDI) debían constituir la columna vertebral de este proceso (Dabène 2012, 9-10; Salgado 1998, 3-4). Para la superación de la estrechez de los mercados nacionales “se pretendía continuar con el principio de la especialización en la producción, el cual comprendía la producción de un bien de manera exclusiva por uno de los países miembros, su libre comercialización en la región, y la aplicación de un arancel externo común frente a terceros países” (Briceño Ruiz, Quintero y Ruiz de Benítez 2013, 17). No obstante, se preservó el objetivo de exportar al mercado mundial cuando fuera viable. A principios de 1971 se aprobó adicionalmente el Régimen Común para el Capital Extranjero (Decisión 24), que reguló las inversiones extranjeras y constituyó, al lado de los PSDI, otro pilar central del Pacto Andino (Dabène 2012, 9-10; Salgado 1998, 6).

Mientras que el Pacto Andino logró aumentar dentro del bloque el comercio de productos manufacturados no tradicionales, la implementación de la programación industrial fue menos exitosa. Los gobiernos de Chile y Colombia siempre fueron más favorables a políticas de libre mercado que los otros países, que defendían una posición más dirigista. Por tal razón, las negociaciones se caracterizaban por dificultades a este respecto. Después de extensas discusiones se eligieron cuatro sectores industriales para la planificación, en el marco de los PSDI. En 1972 se aprobó el primer programa sectorial en la industria metalmecánica, el cual se tuvo que renegociar tras la adhesión tardía de Venezuela, en 1973. En 1975, el segundo programa se creó en la industria petroquímica, y en 1977 siguió el Programa de la industria automotriz. Por último, en 1980 se autorizó el programa siderúrgico (Briceño Ruiz 2007, 269-278). No obstante, la implementación enfrentó fuertes complicaciones.

Salgado (1998, 6-7) y Briceño Ruiz (2007, 269) coinciden en que los PSDI eran probablemente la parte constitutiva más importante del Pacto Andino, pero a la vez era la más compleja en cuanto a su realización. Esto se debía a que existían dos posiciones irreconciliables acerca de los PSDI. Mientras que la fracción estructuralista del capital industrial apoyaba las políticas dirigistas del Pacto Andino, la fracción liberal rechazaba el involucramiento del Estado en la industria (una posición que se correspondía con los intereses de Estados Unidos). Esto afectó los PSDI, que se caracterizaron por incumplimientos y por no lograr distribuir los beneficios de manera justa entre todos los miembros, a pesar del tratamiento diferencial de Bolivia y Ecuador (Salgado 1998, 7). Al respecto, Briceño Ruiz, Quintero y Ruiz de Benítez sostienen:

La imposibilidad de lograr un mínimo común denominador entre estas dos tendencias causó una pérdida de apoyo político a las propuestas de ISI, y en consecuencia, al modelo de integración del Pacto Andino y su ambición de impulsar programas regionales de industrialización. (Briceño Ruiz, Quintero y Ruiz de Benítez 2013, 18)

Así, a inicios de los años 1980 el Grupo Andino todavía no había llegado a un arancel externo común, y la programación industrial estaba descreditada (Salgado 1998, 7).

El cuestionamiento del amor incondicional: la revisión del pensamiento cepalino

Entre 1950 y 1980, las propuestas de la CEPAL influyeron de manera significativa en el diseño de las políticas económicas de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos. De todos modos, ya durante los años 1960 surgieron las primeras críticas en cuanto a las consecuencias sociales de las políticas de industrialización. Los salarios reales no crecían de modo suficiente como para incrementar la demanda efectiva, la distribución de los ingresos se hacía cada vez más desigual y el desempleo aumentaba. Estas observaciones llevaron al cepalista Aníbal Pinto a la formulación de la tesis de la “heterogeneidad estructural”, que constataba que los frutos del avance tecnológico no se distribuían de manera equilibrada y que la industrialización sólo modificaba la heterogeneidad estructural existente sin superarla (Pinto 1970; Bielschowsky 1998, 35-36).

En términos económicos, persistía la vulnerabilidad externa, y la estrategia ISI (Industrialización por Sustitución de Importaciones) incluso parecía empeorar los problemas de la balanza de pagos. Además, la industrialización se había concentrado en la producción de bienes de consumo, que beneficiaron sobre todo a la élite (Palma 1978, 908). Por último, la creciente integración del capital extranjero con las economías latinoamericanas “pone fin a las ilusiones de un capitalismo autónomo y al carácter democrático y progresista de la burguesía industrial, […] y provocó fisuras teóricas en el seno de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL)” (Osorio 2004, 129-130). Esas observaciones provocaron un debate acerca de la noción de dependencia dentro y fuera de la CEPAL, del cual surgió la Escuela de la Dependencia, e influyeron también en los esquemas de integración en la región.

A partir de 1973, según Dabène (2012, 3-4), surgió una segunda ola del viejo regionalismo en América Latina, que se destacaba por su moderación. La decepción por los resultados de la liberalización comercial dentro de la región y las políticas de industrialización llevaron a la reducción de las expectativas y al abandono de la rigidez de los programas de integración. En consecuencia, en 1980 la ALALC se convirtió en la ALADI, que todavía promovía la complementariedad industrial, pero favorecía actividades del sector privado para ello (Dabène 2012, 11). Finalmente, el estallido de la crisis de deuda y la crisis económica de los años 1980 causaron el desprestigio de las propuestas de la CEPAL, quedando olvidadas sus ideas acerca de la industrialización regional (Briceño Ruiz, Quintero y Ruiz de Benítez 2013, 18). Programas de ajuste estructural, que incluían severas medidas de austeridad, sustituyeron las políticas dirigistas, también en el ámbito industrial, y posiciones nacionalistas y proteccionistas se debilitaron con las reformas. Los efectos para el sector industrial de los países latinoamericanos fueron devastadores (Briceño Ruiz 2007, 109-110; Fajnzylber 1998 [1990], 843).

El regionalismo abierto y la transformación productiva con equidad: el reacercamiento después de la crisis

Después de la “década perdida” de los años 1980, caracterizada por la liberalización, la desregulación y las privatizaciones, la CEPAL retomó a inicios de los años 1990 el tema de la industrialización del estructuralismo (Fajnzylber 1998 [1990]) y lo vinculó con el concepto de “crecimiento con equidad” promovido por el Banco Mundial. La reactivación del pensamiento estructuralista y su sintonización con las propuestas del Banco Mundial asentaron los fundamentos del neoestructuralismo. En el documento “Transformación productiva con equidad: la tarea prioritaria del desarrollo de América Latina y el Caribe en los años 1990” (1990), coordinado por Fernando Fajnzylber, se mencionan las siguientes tareas para América Latina, en un nuevo período de mayor competitividad internacional:

[D]e un lado, es preciso fortalecer la democracia; de otro, hay que ajustar las economías, estabilizarlas, incorporarlas a un cambio tecnológico mundial intensificado, modernizar los sectores públicos, elevar el ahorro, mejorar la distribución del ingreso, implantar patrones más austeros de consumo, y hacer todo eso en el contexto de un desarrollo ambientalmente sostenible. (CEPAL 1998a [1990], 858)

En ese contexto, la industrialización se presentó como columna vertebral de la transformación productiva, dado que sólo ella tiene las capacidades de absorber y difundir el progreso técnico. Al mismo tiempo, se insistió en la necesidad de abandonar “el estrecho marco sectorial en que se la ha abordado” (CEPAL 1998a [1990], 861). La tarea consistía en mejorar los vínculos entre el sector industrial y los sectores agrícola y de servicios para optimizar la integración del sistema productivo y, por ende, la productividad. Además, se argumentaba a favor del desarrollo del sector privado, lo cual el Estado debía respaldar (CEPAL 1998a [1990], 869). No obstante, las propuestas acerca de políticas industriales concretas permanecieron a un nivel poco preciso, en comparación con períodos anteriores.

En ese periodo resurgen tendencias a fomentar la integración regional, parcialmente como reacción al regionalismo económico en otras partes del mundo (Briceño Ruiz 2007, 109). Mientras que durante los años 1980 había prevalecido cierto escepticismo hacia esquemas formales de integración regional en América Latina, durante los años 1990 se firmaron varios acuerdos de comercio preferencial (CEPAL 1998b [1994], 910), se relanzaron esquemas de integración como el Pacto Andino y se iniciaron nuevos proyectos como el MERCOSUR. Sin embargo, todo ello se dio bajo una filosofía integracionista dominada por el liberalismo comercial, en la tradición de Jacob Viner, que veía la integración sólo como fase temporal antes de la apertura total. El “nuevo regionalismo” o “regionalismo abierto” buscaba aprovechar las ventajas de la cooperación regional para mejorar su inserción en el mercado mundial. La idea de formar un mercado común latinoamericano para respaldar la industrialización quedó completamente olvidada (Briceño Ruiz 2007, 109-110, 114-116; Salgado 1998, 32).

La CEPAL observaba en aquel período la coexistencia de dos tendencias en pro de la integración. Una se expresaba en tratados comerciales multilaterales y de regulación de inversiones, es decir, era el resultado de actuación política (regionalismo), mientras que la otra era la consecuencia de la intensificación de los flujos regionales, ocasionada por las políticas de liberalización (llamada por la CEPAL integración “de hecho”). En el documento “El regionalismo abierto en América Latina y el Caribe: La integración económica al servicio de la transformación productiva con equidad” (1994), que fue coordinado por Gert Rosenthal, la CEPAL se planteó la tarea de reconciliar estas dos tendencias. El regionalismo abierto debía complementar las políticas de apertura, pero al mismo tiempo debía apoyar la modernización tecnológica y el incremento de la competitividad de las economías latinoamericanas, como fue concebido en la “transformación productiva con equidad” (CEPAL 1998b [1994], 908-911).

Con el fin de cumplir las tareas apenas mencionadas se consideró necesario fomentar la integración productiva. Únicamente la ampliación de los mercados y la intensificación de los vínculos entre empresas, sectores e instituciones a nivel subnacional permitirían el desarrollo de ventajas competitivas en sectores de acción regional. Ello, a cambio, iba a facilitar el aprendizaje y el desarrollo tecnológicos. Asimismo, se planteó la necesidad de incrementar la economicidad de las industrias sustitutivas mediante la eliminación de medidas proteccionistas. Se deberían convertir en industrias exportadoras, que podrían dar sus primeros pasos en el mercado regional antes de exponerse al mercado global. Arreglos o políticas sectoriales debían crear sinergias de integración, pero “al servicio de empresas que dese[ab]an aprovechar los beneficios potenciales de la integración”. Además, se propuso la flexibilización de estos, a fin de eliminar obstáculos para el libre comercio y la libre circulación de inversiones (CEPAL 1998b [1994], 912; 916-917).

También se exigió que, frente a la integración, el Estado adoptara un rol diferente al que había tenido durante el viejo regionalismo, generando una “práctica de intervención gubernamental más selectiva” (Bielschowsky 1998, 56). Aun cuando se reconoció la necesidad de la intervención estatal en algunos sectores, el Estado debía asistir al sector privado, en vez de realizar las actividades él mismo (Briceño Ruiz 2013, 21). En general, la cooperación entre sectores públicos y privados se debía intensificar, y expandir el apoyo a las pequeñas y medianas empresas. Para la promoción de la innovación se destacaba la necesidad de mantener vínculos con países extrarregionales. Finalmente, se propugnaba la necesidad de mejorar el funcionamiento de los mercados y de los arreglos institucionales “para obtener de la liberalización comercial todos los beneficios que ésta puede ofrecer” (CEPAL 1998b [1994], 916-918).

Aunque Briceño Ruiz destaca la originalidad de la CEPAL en vincular la transformación productiva con el regionalismo abierto, observa que “[e]n la realidad, estas políticas están ausentes en buena parte de los esquemas en marcha, con la posible excepción del Mercosur” (Briceño Ruiz 2007, 116-117). Salgado (1998, 32), en cambio, sostiene que el Grupo Andino parecía inspirarse en las propuestas de la CEPAL durante los años 1990. No obstante, el Grupo Andino -con el Protocolo de Quito de 1987- había debilitado formalmente los instrumentos de política industrial común y había terminado con el estricto multilateralismo, lo que hacía optativa la participación en acuerdos de complementación industrial (Dabène 2012, 23; Salgado 1998, 8-9).

En consecuencia, el regionalismo abierto produjo resultados ambiguos. A diferencia de las décadas pasadas, el intercambio comercial intrarregional creció sustancialmente en esta fase y se establecieron con éxito varias zonas de libre comercio y una unión aduanera (Briceño Ruiz 2007, 110). A la vez, se abandonaron metas que habían sido importantes en fases anteriores, como la reducción de la dependencia de la región o el tratamiento especial de los países menos desarrollados para disminuir las asimetrías intrarregionales (Briceño Ruiz 2007, 110; 121), lo que generó severas críticas de los países pequeños miembros del MERCOSUR (véase abajo). Si bien fue la primera vez en la historia que la sociedad civil adoptó un papel más activo en procesos de integración regional, exigiendo la protección del medioambiente y de los derechos laborales, fueron los grupos empresariales privados quienes mostraron un interés especial en el nuevo rumbo de los procesos de integración (Briceño Ruiz 2007, 111-112).

El regionalismo latinoamericano del siglo XXI y la revitalización de la política industrial: ¿un amor reavivado?

A inicio del nuevo milenio la hegemonía comercialista neoliberal empezó a erosionar. A nivel global, esto se observó en la reivindicación de políticas industriales a nivel nacional (Stiglitz, Yifu Lin y Monga 2013) y, posteriormente, también a nivel regional. Una contribución fundamental para promover ese debate vino de Ha-Joon Chang, quien en 2002 publicó su obra Kicking Away the Ladder, donde demostró que todos los países actualmente denominados “desarrollados” habían aplicado políticas proteccionistas hasta crear una base industrial estable. Chang arremetió contra el libre comercio y se pronunció a favor de medidas proteccionistas y de la aplicación de políticas industriales (véanse también Chang y Grabel 2004; Chang y Andreoni 2016). Simultáneamente, en varios países latinoamericanos la creencia en las políticas de libre mercado se había desvanecido. En ese contexto, se adoptaron algunas de las premisas del pensamiento neoestructuralista, elaborado por la CEPAL durante los años 1990. También la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) participó en el nuevo debate, discutiendo el potencial de la cooperación regional para fomentar el desarrollo (UNCTAD 2007).

Este giro en la evaluación de intervenciones estatales también se expresó en algunas vertientes del regionalismo latinoamericano del siglo XXI. Briceño Ruiz (2013) identifica tres ejes. Por un lado, perduraba el nuevo regionalismo, en la forma de un eje de integración abierta, representado por México en el marco del TLCAN, por la mayoría de los países centroamericanos y, más tarde, por la Alianza del Pacífico, formada en 2011 por Chile, Colombia, México, Perú. Por otro lado, el eje revisionista de Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay, actuales miembros del MERCOSUR. Finalmente, los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) -Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua, Venezuela y seis Estados caribeños- pertenecían al eje antisistémico. Mientras que los países del eje abierto no mostraban interés en establecer políticas industriales comunes, el MERCOSUR y el ALBA tenían previsto implementar programas para el desarrollo industrial (sub)regional. Ese empeño debe comprenderse en el contexto político prevaleciente. En casi todos los países del MERCOSUR y del ALBA, presidentes de izquierda o centroizquierda habían llegado al poder en la segunda mitad de los años 2000, tras una serie de victorias electorales de fuerzas progresistas. La diferencia más grande entre el eje revisionista y el eje antisistémico era que el primero se inclinaba al postneoliberalismo, el cual estaba estrechamente vinculado al neoestructuralismo cepalino. El segundo proclamaba una orientación socialista, dirigida en la retórica contra el sistema capitalista de producción. En la teoría de la integración, ambos se discutían bajo los términos de regionalismo “post-liberal” (Sanahuja 2012) o “post-hegemónico” (Riggirozzi 2011), pero solamente al ALBA se le adhirió la etiqueta “contrahegemónico” (Benzi 2016). A continuación se analizarán sus experiencias.

La integración productiva en el marco del MERCOSUR

Durante pocos años, entre 2008 y 2012, todos los Estados miembros del MERCOSUR tuvieron gobiernos de centroizquierda. A nivel nacional, Argentina, Brasil y Uruguay perseguían una estrategia neodesarrollista, en cuyo marco se aplicaban algunas ideas neoestructuralistas de la CEPAL (Briceño Ruiz 2013, 18; Katz 2016). Por ejemplo, se revalorizó el papel del Estado en la economía y, con ello, se rehabilitó todo tipo de política industrial (al menos en el discurso político). En Argentina y Brasil, este proceso se basó en la redistribución de la renta proveniente de la venta de materias primas (Katz 2016). A nivel regional, los cambios políticos nacionales iniciaron lo que Riggirozzi (2011, 10) denomina la “repolitización del MERCOSUR”. El MERCOSUR se fundó en 1991 bajo la influencia del regionalismo abierto y tenía una orientación comercialista, aunque originalmente había nacido de acuerdos sectoriales entre Argentina y Brasil (Granato 2016, 390). Durante los primeros años 2000, en el nuevo contexto político se problematizaron las asimetrías prevalecientes dentro del MERCOSUR (Granja 2013, 4). Para enfrentar ese desafío se incluyeron aspectos sociales y productivos en la nueva agenda del MERCOSUR, es decir, hubo intentos de sustituir la lógica comercialista por una lógica más desarrollista. En ese marco, el tema de la integración productiva ganó relevancia.

Las crisis económicas en Brasil, Argentina y Uruguay habían iniciado un proceso de reflexión acerca de los efectos de las políticas económicas de corte neoliberal. En ese contexto, Néstor Kirchner y Lula da Silva acordaron en el Consenso de Buenos Aires (2003) la necesidad de incluir aspectos sociales en el MERCOSUR y de promover la complementariedad productiva (Briceño Ruiz 2013, 16; 25). En el mismo año, Bittencourt (2003) presentó una propuesta para la complementación productiva industrial en el MERCOSUR. El debate entonces partió de la suposición de que la integración regional podía incentivar el desarrollo industrial de la región. En cuanto a la reducción de las asimetrías dentro del MERCOSUR, se estableció en 2005 el Fondo para la Convergencia Estructural del MERCOSUR (FOCEM). Además, se creó el Grupo de Integración Productiva (GIP), que debía formular un programa de política industrial común para el MERCOSUR. Asimismo, en las cumbres MERCOSUR del 2006, el tema de la integración productiva tuvo alta relevancia (Granato 2016, 386-391; Granja 2013, 4-6).

Briceño Ruiz (2013, 22) denomina esa nueva orientación “regionalismo productivo”. Según este autor, se basó en una combinación entre el estructuralismo latinoamericano de la CEPAL y el estructuralismo francés, que buscaba fomentar la transformación productiva a través de la integración regional solidaria. En el MERCOSUR, ese pensamiento llevó a la aprobación del Programa de Integración Productiva (PIP), en el 2008. El PIP debía aumentar la complementariedad de las economías mercosureñas. A nivel horizontal, el PIP aspiraba a reducir las asimetrías. Por un lado, a través de la integración de Pequeñas y Medianas Empresas (PYMES; apoyadas por un fondo de garantías creado en 2008) en cadenas de valor nuevas y ya existentes; por el otro, a través de la inclusión de los países más pequeños en las cadenas productivas. Los objetivos principales incluían la creación de nuevas ventajas competitivas, posibilitadas por la modernización de la industria, la inserción más favorable en el mercado mundial, la facilitación del comercio y el establecimiento de nuevas cadenas de valor regionales. Otras metas previstas eran la capacitación de los recursos humanos y la cooperación en investigación y desarrollo, así como la transferencia de tecnología. Aparte de ello, se decidió fundar el Observatorio Regional Permanente sobre Integración Productiva en el MERCOSUR (ORPIP) para generar y distribuir información sobre el desarrollo industrial en la región. A nivel vertical, el PIP proveía la organización de Foros de Competitividad y proponía una variedad de iniciativas sectoriales de integración productiva (MERCOSUR 2008, 5-8).

En una publicación del 2011, Porta (2011, 160-161) señala que la lógica nacionalista de los gobiernos neodesarrollistas probablemente iba a impedir la implementación exitosa del PIP. Según él, la integración productiva pertenecía a la agenda utópica del MERCOSUR. Briceño Ruiz (2013, 24-25), en cambio, critica a los que llaman pura retórica a los intentos de integración productiva. Él insiste en que, en algunos ámbitos, por ejemplo, muebles y madera, se habrían dado pasos notables. Esto es congruente con Granato (2016, 392), quien menciona “lentos pero desafiantes avances”, mientras que destaca que las asimetrías dentro del MERCOSUR se tendrían que reducir para iniciar la transformación productiva. Molinari y de Ángelis (2016, 18) comprobaron que los efectos de la política industrial común fueron limitados y se concentraron en cadenas de valor tradicionales, a saber, la industria automotriz (Argentina y Brasil) y la agroindustria (Paraguay y Uruguay). En efecto, esto es poco satisfactorio, dado que este no fue el objetivo de este programa.

Hay diferentes acentos en la explicación de los resultados limitados de la política industrial común. Por un lado, y como ya se ha mencionado, muchos investigadores coinciden en que pocas de las medidas previstas se implementaron (entre otros, Granato 2016; Porta 2011). Por el otro, solía existir un problema en la coherencia con otras políticas aplicadas. Bajo el neodesarrollismo, los gobiernos nunca abandonaron las políticas macroeconómicas de toque neoliberal. Las políticas sociales y productivas se intentaron implementar adicionalmente (Briceño Ruiz 2014). De tal manera, los objetivos y medidas de política industrial entraron en contradicción con los de otros ámbitos políticos, lo que redujo su efectividad, y en algunos casos significó su inaplicabilidad. Aumentando la complejidad, la política industrial común depende de la coherencia política entre diferentes Estados, por ejemplo, con referencia a la política monetaria. Esto complicó mucho la implementación efectiva de medidas de integración productiva en el MERCOSUR. Además, el neodesarrollismo favoreció alianzas estratégicas entre la burguesía nacional, empresas transnacionales y el Estado (Briceño Ruiz 2013, 29). Estas alianzas cuentan ya con una base frágil dentro de los diferentes Estados. A nivel intrarregional, el número de actores involucrados se multiplica, y con ello se intensifican las tendencias centrífugas, que perjudican la perdurabilidad de los consensos establecidos.

La complementación productiva de las economías del ALBA

A diferencia de los gobiernos del MERCOSUR, en el ALBA no prevalecieron ilusiones de que las burguesías nacionales iban a promover la industrialización (Briceño Ruiz 2013, 33). El eje antisistémico del regionalismo latinoamericano aspiró a promover la industrialización común a través de políticas industriales, que no debían fomentar el sector privado sino la creación de empresas estatales. Mientras que el ALBA en sus inicios sólo enfocaba la esfera comercial en términos económicos, en 2009 se produjo un giro hacia la promoción de la complementación productiva para apoyar el objetivo de incrementar las relaciones comerciales entre los países del ALBA. Un grupo de trabajo se instituyó para elaborar una propuesta encaminada a “proveer la Alianza de una base económica no dependiente del petróleo” (Benzi 2016, 87). Este objetivo se quiso alcanzar a través de la creación de una Zona Económica de Desarrollo Compartido, “para impulsar el comercio y la complementación económica-productiva en el marco del ALBA TCP3” (ALBA-TCP 2009, Artículo I.1).

La estrategia del ALBA implicó la creación de empresas estatales, controladas por varios Estados, para enfrentar las Empresas Transnacionales. Las llamadas Empresas Grannacionales (EGN) debían encontrarse en manos de dos o más Estados y debían cumplir funciones vitales para el desarrollo socioeconómico de los países del ALBA, por ejemplo, en los ámbitos de la salud, la educación, la producción alimenticia, la energía, la minería, el transporte o la industria. Las EGN debían operar en ámbitos estratégicos para los países del ALBA, los cuales se definieron en los Proyectos Grannacionales (PGN) (ALBA-TCP 2007 y 2008; Eder 2016, 103-106). Esto significa que se trató de un enfoque vertical hacia la política industrial, que declaró ciertos sectores como estratégicos y quiso promover su desarrollo con recursos asignados por los Estados (mayoritariamente, Venezuela).

En 2012, los países del ALBA aprobaron el Acuerdo para la Constitución del Espacio Económico del ALBA-TCP (ECOALBA-TCP). La idea básica fue constituir una “zona económica de desarrollo compartido interdependiente, soberana y solidaria, destinada a consolidar y ampliar un nuevo modelo alternativo de relacionamiento económico para fortalecer y diversificar el aparato productivo y el intercambio comercial […]” (ALBA-TCP 2012, artículo 1). Esto se quería lograr a través de la coordinación de las políticas económicas de los Estados miembros, así como de la especialización de cada país en la producción de ciertos bienes. El artículo 2 fijó el tratamiento diferenciado y solidario de los países más pobres (ALBA-TCP 2012, artículo 2, 24). Aparte de ello, se proyectó la creación de nuevas cadenas productivas entre los países del ALBA (artículo 5), el incremento de la generación y agregación de valor dentro de las economías del ALBA (artículo 6), la promoción de la especialización territorial (artículo 7) y la creación de las ya mencionadas EGN (artículo 8).

Una investigación sistemática (Eder 2016) concluyó que el ALBA retomó y adaptó ideas del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) y de la agenda de “autosuficiencia colectiva” promovida por el Movimiento de Países no Alineados (MNOAL). Considerando lo que hasta ahora se ha discutido en el artículo, se puede suponer que el pensamiento de la CEPAL y la experiencia del Pacto Andino también tuvieron cierta influencia. De todos modos, la posición de los gobiernos del ALBA se diferenciaba de los últimos, dado que no tenían ilusiones en el papel modernizador del capital privado. Al mismo tiempo, la propiedad privada de los medios de producción no se cuestionaba de modo sistemático. Por ello, tampoco se puede hablar de un sistema de integración regional socialista, partiendo de la idea de que el socialismo supone el control estatal o colectivo de los medios (centrales) de producción.

El ALBA, al igual que los casos anteriores, no tuvo mucho éxito con la implementación de su política industrial común. Sólo unas cuántas Empresas Grannacionales empezaron a operar, y con la crisis económica actual quedaron paralizadas. ECOALBA-TCP todavía no ha entrado en vigor (y parece que esto ya no va a suceder) (Eder 2016). A diferencia del MERCOSUR, la política industrial en el ALBA enfrentó el desafío de que todos los Estados miembros tenían sólo una débil base industrial y economías con déficits estructurales. Incluso el Estado más grande, Venezuela, había experimentado una acelerada desindustrialización desde los años 1990, además de una creciente concentración en la exportación del petróleo. De ello surge la pregunta de cómo una efectiva reindustrialización entre varios países en vías de desarrollo se puede organizar, y si la cooperación/integración regional es suficiente para ello (Eder 2016, 107). El tamaño y el estado de las economías involucradas no permitieron alcanzar la complementariedad aspirada. Fue necesario intensificar los flujos comerciales con países del Norte global, porque de otro modo hubieran faltado bienes esenciales. Por ejemplo, Bolivia firmó un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y con la Unión Europa al formar parte del ALBA (Benzi 2016, 88-89). En general, la experiencia del ALBA evidencia el dilema de la Cooperación Sur-Sur. Si los países menos desarrollados intentan desarrollar estructuras económicas que son independientes del Norte Global, en muchos casos no logran crear industrias propias sostenibles, ya que para ello necesitarían el apoyo de aquellos de quienes se quieren autonomizar.

Conclusión

Con referencia a marcos de periodización más generales (Dabène 2012; Söderbaum 2015), este artículo examinó la relación entre integración regional y políticas de industrialización en América Latina. Comprobamos que durante largos períodos los dos fenómenos estuvieron íntimamente vinculados. Cada ola del regionalismo latinoamericano tenía su modo específico de responder al desafío de promover el desarrollo industrial de la región. La preocupación constante por la interacción entre estos dos procesos se encuentra reflejada en el pensamiento elaborado y difundido por la CEPAL. Esta institución fue muy activa en el plano teórico a lo largo del período examinado y adaptando flexiblemente sus ideas a las circunstancias cambiantes. El estructuralismo cepalino fue un punto de referencia importante para proyectos pertenecientes al viejo regionalismo, y desde los años 1990, el neoestructuralismo ha influido sobre distintos gobiernos en el diseño de su cooperación regional.

No obstante, la investigación también indicó que siempre hubo una brecha grande entre la teoría y la práctica. Durante largos períodos se reconocieron en el plano teórico las ventajas de implementar políticas industriales a nivel regional, pero en la realidad, muchas iniciativas finalmente no se realizaron, y de las medidas implementadas, pocas fueron exitosas. Mientras que las propuestas de la CEPAL servían de inspiración para proyectar la política, el grado de aplicación variaba mucho. Ello lo pudimos examinar a partir de los ejemplos de la ALALC, el MCCA y el Pacto Andino. No obstante, en los últimos diez años, el MERCOSUR y el ALBA parecen haber repetido tal experiencia. Desde la perspectiva científica, nos interesó indagar una explicación a este fenómeno. A lo largo del artículo intentamos demostrar que dicha explicación tiene que ver con tres factores interrelacionados: los intereses divergentes de diferentes grupos sociales, las asimetrías de poder existentes y la vulnerabilidad externa resultante del estado dependiente de los países latinoamericanos.

El problema de reconciliar diferentes intereses en la formulación e implementación de programas de política industrial se ha discutido mucho durante los últimos años. En referencia a ello, Khan (2010) sostiene que un acuerdo político (“political settlements”) entre las élites gobernantes es una precondición para la implementación efectiva de política industrial a nivel nacional. Chang y Andreoni (2016, 26) indican que, si las políticas industriales están dirigidas claramente a pocos sectores, o sólo a algunas empresas, es más fácil identificar ganadores y perdedores. Esto suele estimular conflictos. Desde esta perspectiva, se evidencia aún más por qué las políticas industriales comunes crearon resistencia y no fueron muy exitosas.

Asimismo, a nivel regional el número de actores involucrados o afectados de un modo directo o indirecto por políticas de industrialización se incrementa. Puede que un programa industrializador goce de amplio apoyo en una nación, pero enfrente resistencia de grupos sociales en otras. Además, a nivel regional altera la configuración de las relaciones de poder. Tendencialmente, el capital se encuentra en una posición más favorable que los trabajadores, y las empresas grandes (transnacionales y nacionales) cuentan con condiciones mejores que las pequeñas y medianas empresas (Becker 2006). Esta reconfiguración del poder a escala regional suele producir consensos menos amplios y, por ende, menos estables en el ámbito de la política industrial. A la vez, relaciones de dependencia no existen sólo a nivel global, sino también dentro de las regiones. La fuerza económica de los países más grandes (potencialmente) concede poder a sus gobiernos y a otros actores, como a sus empresarios, lo que puede dar como resultado actividades subimperialistas (Bond 2016). Por consiguiente, el establecimiento de un consenso estable a nivel regional a favor de una agenda industrialista parece ser una tarea en extremo difícil, si no imposible. Esto lo confirman los ejemplos analizados.

Desde 1950, el viejo regionalismo prevalecía en América Latina. Este pretendió fomentar el desarrollo de la región a través del incremento de los flujos comerciales intrarregionales y la industrialización por sustitución de importaciones, la cual implicaba políticas industriales sectoriales. La CEPAL propuso que estas se complementaran con iniciativas industriales a nivel regional, apoyadas por la creación de un mercado común latinoamericano. Aunque, en términos retóricos, muchos gobiernos respaldaron esta propuesta, se abrieron en cada esquema regional y subregional líneas divisorias. Por un lado, los países más avanzados en su proceso de industrialización y dotados de mercados más grandes mantuvieron un enfoque comercialista, que los países con economías más pequeñas y menos desarrolladas no compartían. Por el otro lado, aparecieron conflictos entre diversos grupos del capital en los diferentes países, dependiendo de si estaban orientados hacia el mercado interno o hacia la exportación. Estos conflictos paralizaron la implementación de proyectos de fomento industrial a nivel regional o subregional. En consecuencia, aunque en el plano teórico los procesos de integración regional y de industrialización estaban estrechamente vinculados, en la práctica su relación fue mucho más conflictiva.

En el siguiente período, durante el regionalismo abierto de los años 1990, los esquemas de integración latinoamericanos se reorientaron hacia la promoción de las exportaciones y se caracterizaron por un enfoque comercialista. En aquella fase, la política industrial común no pareció encajar con el curso neoliberal. La intervención del Estado se redujo a la corrección de fallas del mercado, lo que explicaba el foco en una política industrial horizontal -de tener alguna-. Las propuestas que la CEPAL elaboró en esa década, representando las bases del neoestructuralismo, no ganaron fuerza sino hasta el nuevo milenio.

El análisis de las experiencias de los esquemas de integración “post-liberales” del siglo XXI demostró que, incluso cuando en todos los países afiliados prevalece una orientación desarrollista, la ejecución de una política industrial común puede fracasar. En el caso del MERCOSUR, las lógicas neodesarrollistas nacionales no siempre armonizaron con la estrategia regional. En última instancia, la coalición desarrollista a nivel regional careció de la fuerza para implementar el programa acordado. Aparte de ello, la irrupción de la crisis económica mundial en 2008 obstaculizó la implantación del PIP. Los problemas del ALBA fueron fundamentalmente diferentes y más típicos de un proyecto de Cooperación Sur-Sur. La alta vulnerabilidad externa, los escasos recursos para promover las políticas de industrialización, el retraso tecnológico, la ineficiencia burocrática y la corrupción, así como la dependencia del precio de materias primas en el mercado mundial, caracterizaron este proceso de integración y obstruían la implementación de las iniciativas planeadas.

Como resultado, la formulación -y aún más la implementación- de política industrial común en esquemas de integración regional en América Latina se ha complicado por razones muy diversas, aunque parece que el amor entre los dos nunca ha cesado de existir.

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Cómo citar: Eder, Julia. 2019. “Integración regional y políticas de industrialización en América Latina: la historia de un amor conflictivo”. Revista de Estudios Sociales 68: 38-50. https://doi.org/10.7440/res68.2019.04

* Quiero agradecer a los dos evaluadores anónimos de este trabajo por los comentarios y las valiosas sugerencias, así como a los organizadores y los participantes del simposio 18/21 “Relaciones internacionales y procesos de integración regional en América Latina: teoría, historia y procesos actuales”, en el 56° Congreso de Americanistas (ICA), 19 de julio de 2018, Universidad de Salamanca, por el debate y las recomendaciones.

2Por lo tanto, la CEPAL no abogaba por un regionalismo cerrado, como reiteradamente se le ha reprochado.

3TCP es la sigla del Tratado de Comercio de los Pueblos, que todos los países del ALBA firmaron en el 2009. Entonces, TCP se agregó a la abreviatura oficial, pero incluso algunos documentos oficiales del ALBA lo omiten.

Recibido: 31 de Mayo de 2018; Aprobado: 10 de Septiembre de 2018

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