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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.69 Bogotá jul./sep. 2019

https://doi.org/10.7440/res69.2019.05 

Temas varios

La batalla por la narrativa: intelectuales y conflicto armado en Colombia*

The Battle for Narrative: Intellectuals and Armed Conflict in Colombia

A batalha pela narrativa: intelectuais e conflito armado na Colômbia

Iván Garzón Vallejo **  

Andrés Felipe Agudelo ***  

** Doctor en Ciencias Políticas por la Pontificia Universidad Católica Argentina. Profesor asociado en la Universidad de La Sabana, Colombia. Últimas publicaciones: “La verdad posible. Esbozo de una teoría heterodoxa de la memoria y la verdad histórica en la justicia transicional”. Análisis Político 93: 149-168, 2018; “Dworkin and Religious Beliefs as a Right to Ethical Independence”. Telos 183: 253-255, 2018. ivan.garzon1@unisabana.edu.co

*** Magíster en Ciencia Política por la Universidad de los Andes, Colombia. Profesor asistente en la Universidad de La Sabana, Colombia. Últimas publicaciones: “Reelección presidencial y oposición legislativa en Colombia 2002-2014. ¿Suman todos, pierden muchos?” (en coautoría). Izquierdas 48: 106-125, 2019; “El accidentado camino del Estatuto de la Oposición en Colombia” (en coautoría). En Elecciones presidenciales y de Congreso 2018. Nuevos acuerdos ante diferentes retos, editado por Fredy A. Barrero, 243-274. Bogotá: Fundación Konrad Adenauer, 2019. andres.agudelo@unisabana.edu.co


RESUMEN:

En el marco del proceso de paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas (CHCV) propuso doce lecturas sobre el origen, el desarrollo y los efectos de la guerra en Colombia. Tal informe permite rastrear la disputa por la narrativa del conflicto, en la que chocan una visión rupturista amalgamada con la justificación de la violencia y una visión reformista que se amalgama a su vez con la crítica de la violencia del sistema político y la historia del país de los últimos sesenta años. A partir del análisis de tres lugares comunes históricos, esto es, el Frente Nacional como sistema antidemocrático, las causas objetivas de la violencia y el altruismo revolucionario, el texto describe cómo el revisionismo de estos lugares comunes inclina la balanza en favor de la tesis reformista.

PALABRAS CLAVE: Colombia; conflicto armado; intelectuales; memoria colectiva; violencia política

ABSTRACT:

Within the framework of the peace process between the Colombian Government and the FARC guerrillas, the Historical Commission of the Armed Conflict and its Victims (CHCV for its acronym in Spanish) proposed twelve readings on the origin, development and effects of the war in Colombia. This report allows us to trace the dispute over the narrative of the conflict, in which a rupturist vision amalgamated with the justification of violence collides with a reformist vision that amalgamates in turn with a critique of the violence in the political system and the past sixty years of Colombian history. Analyzing three historical truisms, namely the National Front as an undemocratic system, the objective causes of violence and revolutionary altruism, the text describes how the revisionism of these truisms tilts the balance in favor of the reformist thesis.

KEYWORDS: Armed conflict; collective memory; Colombia; intellectuals; political violence

RESUMO:

No âmbito do processo de paz entre o Governo colombiano e a guerrilha das FARC, a Comissão Histórica do Conflito Armado e suas Vítimas (CHCV) propôs doze leituras sobre a origem, o desenvolvimento e os efeitos da guerra na Colômbia. Tal informe permite rastrear a disputa pela narrativa do conflito, na qual uma visão de ruptura amalgamada com a justificativa da violência se choca com uma visão reformista que se amalgama, por sua vez, com a crítica à violência do sistema político e à história do país dos últimos sessenta anos. A partir da análise de três lugares comuns históricos -isto é, o Frente Nacional como sistema antidemocrático, as causas objetivas da violência e o altruísmo revolucionário-, o texto descreve como o revisionismo desses lugares comuns inclina a balança a favor da tese reformista.

PALAVRAS-CHAVE: Colômbia; conflito armado; intelectuais; memória coletiva; violência política

Estos hombres se consideran a sí mismos mentes independientes, cuando en realidad se dejan llevar como borregos por sus demonios interiores y por su sed de aprobación por parte de la voluble opinión pública. Mark Lilla (2004, 179)

Introducción

La permanencia en el debate público de las ideas que justifican la violencia como método explica, entre otras cosas, la prolongación del conflicto armado en Colombia. A esto se añade, aunque sea verdad de Perogrullo, la voluntad guerrera de las organizaciones insurgentes de mantenerse, aun en contra de toda evidencia histórica, en la búsqueda de una revolución que en América Latina devino en una utopía irrealizable después de los procesos de desmovilización de las guerrillas del Cono Sur y de Centroamérica (Pizarro Leongómez 2017, 40-48).

Durante las negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC se creó la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas (CHCV) con el objetivo de examinar las causas, el desarrollo y los efectos de la confrontación bélica en Colombia. El resultado fueron doce ensayos y dos relatorías escritos por intelectuales que aportaron una pluralidad de enfoques y explicaciones sobre la guerra que el país ha padecido.1 Desde una visión crítica del recurso a la violencia como herramienta política, este texto indaga sobre los principales lugares comunes que justifican la lucha armada y se enmarcan en las narrativas sobre el conflicto en Colombia. El revisionismo de estos lugares comunes cuestiona a su vez la interpretación rupturista de la historia política del país y sugiere una interpretación reformista de esta, sin que ello suponga saldar, sino más bien explicar, lo que se puede llamar una “colisión de hermenéuticas”.

Los dirigentes políticos, las empresas ideológicas y los intelectuales que justificaron el recurso a las armas o se inhibieron de rechazarlo explícitamente han tenido responsabilidad en el hecho de que en Colombia no se haya podido afianzar una cultura cívica de rechazo incondicional de la violencia política, al punto que algunos estudiosos consideran que uno de los ingredientes de la longevidad del conflicto armado “es que durante un largo período el recurso a la lucha armada había sido considerado como ʻnormalʼ por amplios sectores de la izquierda colombiana” (Pécaut 2017, 281). A contracorriente de los compañeros de ruta de la revolución por las armas, un puñado de personajes públicos de distintas tendencias políticas evidenció un valor civil ejemplar al tomar distancia de tal ambiente ideológico y reivindicó la posibilidad de hacer reformas políticas y sociales de manera pacífica.

En Colombia existe, como en cualquier país que debe afrontar un pasado violento, una tensión entre dos lecturas histórico-políticas de las últimas décadas: por un lado, una visión reformista de las instituciones colombianas, que, sin omitir las debilidades del establecimiento político y de las prácticas democráticas, se ha decantado por un análisis evolucionista positivo. Y por otro lado, una lectura rupturista de la historia nacional tendiente al escepticismo sobre los principales cambios institucionales, considerados siempre como insuficientes, y que legitiman -abierta o indirectamente- una solución radical frente al sistema político.

Los intelectuales que han suscrito una visión reformista de la historia han criticado el uso de la violencia como recurso político de los grupos insurgentes y paramilitares, así como su uso ilegítimo por parte del Estado. Por el otro lado, los defensores de la visión rupturista han tendido a justificar -con variadas razones- la violencia política, en especial de las guerrillas, desde la década de los sesenta hasta la actualidad. Por ello, el objeto de este trabajo es el papel que los intelectuales le otorgan a la violencia política en las narrativas sobre el conflicto armado.

En medio de la disputa, y a modo de “trincheras” de cada bando, están los “lugares comunes de la historia”, es decir, interpretaciones más o menos aceptadas sobre acontecimientos históricos que posibilitan la construcción de narrativas críticas o justificadoras del accionar violento de los grupos armados. La crítica y justificación de la violencia exigen un debate público riguroso (Bernstein 2015, 41) que sea la base de la construcción de narrativas sobre el pasado violento, y que, además, en el contexto del posacuerdo se torna imprescindible en la construcción de una cultura política de paz y convivencia. Para ello, y como propósito cívico, tomar distancia nos permitirá luchar contra la violencia y promover la tolerancia (Žižek 2014, 9).

La estructura del texto es la siguiente: primero, se expone el papel de la CHCV en el marco de las negociaciones de La Habana como espacio en el cual se identificarán la narrativa reformista y la narrativa rupturista. Segundo, se describen tres lugares comunes presentes en las relatorías de la CHCV, a saber: el Frente Nacional como sistema antidemocrático, las causas objetivas de la violencia y el altruismo revolucionario. Tercero, se propone una reflexión crítica sobre el papel de los intelectuales en la construcción de las narrativas.

El campo de batalla: la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas

La creación de la CHCV fue un paso fundamental en el marco de las negociaciones de La Habana. No es la primera vez que en Colombia un grupo de intelectuales es convocado por el gobierno para estudiar las violencias. Basta recordar que en los gobiernos de Alberto Lleras y de Virgilio Barco se crearon grupos de expertos con propósitos similares, y en general, desde 1958, el país ha sido prolijo en la conformación de comisiones de estudio de la violencia política (Jaramillo 2014). Sin embargo, por primera vez una guerrilla pudo designar discrecionalmente a un número de intelectuales para que aportaran su perspectiva sobre el conflicto.

El extenso informe final de la CHCV recibió dos críticas recurrentes: la primera, de orden metodológico, y la segunda, de carácter histórico. Al parecer, con el ánimo de darle voz a la narrativa insurgente -un hecho novedoso en la historia de los procesos de paz del país-, se planteó una metodología segmentada para la representación de cada actor en la mesa de negociaciones. Así las cosas, los intelectuales seleccionados por la insurgencia parecerían haber acordado previamente la periodización de sus informes, lo que puso en entredicho la polifonía de narrativas. En palabras de Daniel Pécaut, uno de los participantes en la CHCV:

Había pocas posibilidades para que los informes ofrecieran el esbozo de un análisis histórico de conjunto que, ciertamente, hubiera podido tener en cuenta los desacuerdos inevitables y normales, pero que también hubiera podido sentar las bases para debatir puntos precisos. Los informes se convirtieron en una demostración de que los relatos son irreconciliables y en una reproducción, por esa vía, de la dinámica del conflicto. Si estos trabajos estaban orientados a prefigurar el diagnóstico de una “Comisión de la verdad”, en el marco de una reconciliación, el fracaso es evidente. La única contribución al proceso de paz ha sido ofrecer un ejemplo de lo que no hay que hacer. (2017, 421-422)

La segunda crítica consiste en que, al fragmentarse los equipos de expertos en representación de las partes, se generó un “diálogo de sordos” entre los intelectuales involucrados. Uno de los resultados de ello fue la reproducción de lugares comunes sobre el conflicto armado que, a fuerza de repetición y ausencia de falsación -para usar el concepto de Popper-, han devenido en narrativas herméticas.

En referencia al tema, Eduardo Posada Carbó sostuvo que era “oportuno cuestionar algunos de los lugares comunes y estereotipos que tienden a dominar el discurso sobre la realidad colombiana” (2007, 288), toda vez que el papel de los intelectuales es fundamental para la interpretación histórica, pero también como derrotero político en el presente. El inconveniente radica en que en Colombia, al igual que en el ámbito occidental durante el siglo XX, ha pervivido “un discurso adverso a las instituciones democrático-liberales, y propiciador de ese clima de opinión confuso y deslegitimador que ha tendido a dominar el debate público en las últimas décadas” (Posada Carbó 2007, 289-290).

En la misma línea, Jorge Giraldo Ramírez explica que:

El esquema mental hegemónico durante gran parte del periodo que inició con la emergencia de las organizaciones guerrilleras, a mediados de la década de 1960 hasta hoy, estuvo dominado por cuatro rasgos: la justificación sumaria y expedita del recurso a la violencia como medio para dirimir contiendas sociales y políticas; la subestimación del derecho positivo y de la legalidad en general, en nombre de normas y valores que surgen de cosmovisiones particulares; la marginalidad del paradigma democrático como modelo de resolución pacífica de las diferencias y los conflictos políticos; y la escasa importancia atribuida a la vida humana como valor supremo o como fundamento de la sociabilidad. (2015, 148)

Daniel Pécaut ha denominado a la reproducción de lugares comunes una “vulgata” sobre la violencia que conecta procesos históricos disímiles como las guerras decimonónicas con la Violencia bipartidista y el conflicto armado actual. La generalización histórica no sólo es imprecisa, sino que suele venir acompañada de la omisión de otros hechos, por ejemplo:

Ni el desarrollo económico, ni la urbanización, ni la secularización o, dado el caso, la atenuación de la autoridad de la Iglesia y la competencia de nuevas iglesias evangélicas, parecen dignos de ser incluidos en esa trama. La vulgata pretende asociar historia y memoria y no se preocupa de hecho por las periodizaciones, que son fundamentales en la construcción de la historia, ni por los modos de construcción de la memoria. El relato legendario de las FARC o las utopías revolucionarias del ELN son retomados como matrices, tanto de la historia como de la memoria. (2017, 436-437)

De esta manera, la construcción y reproducción de los lugares comunes por parte de sectores de la intelligentsia colombiana no responden solamente a un ejercicio reflexivo o dialéctico, sino que, además, hay justificaciones intelectuales, políticas y morales que subyacen a tales narrativas e intervienen en la esfera pública y en los ámbitos de deliberación ciudadana.

Las armas: los lugares comunes del conflicto armado en Colombia

Los lugares comunes tienen una condición ambigua: son el cemento de las relaciones cotidianas, un espacio familiar que se habita con toda naturalidad y complacencia, que evita dar razones de cuanto se dice, pero que, al mismo tiempo, son dichos o fórmulas que no dicen nada nuevo sino lo que todos creen saber (Arteta 2012, 9-10). Por eso, reemplazan el saber y dejan de lado los contextos en los que surgen los sucesos (Pécaut 2017, 437).

En su propósito de identificar aquellas fórmulas en la cultura política colombiana que justificaron teóricamente la violencia, Jorge Giraldo Ramírez enlista la mezcla de elementos discursivos leninistas, nacionalistas, populistas y católicos que inflamaron el ambiente político desde 1960. Lo anterior tuvo efectos nocivos, tales como la infravaloración de la legalidad y de las vías democráticas para la resolución de los conflictos. Con su capital simbólico, los intelectuales influyeron en la reproducción de esquemas mentales que simplificaron las causas del conflicto y, de este modo, contribuyeron indirectamente a su persistencia, dificultando la construcción de un consenso ético y cívico en contra de la violencia como recurso válido de la política (Giraldo Ramírez 2015 y 2018). Paradójicamente, la ausencia de dicha crítica contribuyó a que “no haya habido necesidad de recurrir a grandes ideologías o justificaciones ʽcientíficasʼ para que se difundan las prácticas atroces” (Pécaut 2017, 241).

Probablemente el principal lugar común del conflicto armado es el del Frente Nacional (1958-1974). Dicho periodo histórico ha sido interpretado de modo general como una etapa antidemocrática, represiva y excluyente de la oposición política, propiciado por un pacto oligárquico orquestado por los partidos tradicionales que aisló y reprimió las disidencias políticas y estigmatizó la protesta social a través de un Estado de sitio permanente.

Según Renán Vega, durante este periodo “se establece un pacto bipartidista excluyente y antidemocrático que para mantener a raya la inconformidad popular recurre a la represión, al Estado de sitio y a la contrainsurgencia, lo que explica el crecimiento del aparato militar del Estado” (2015, 410). Sergio de Zubiría coincide con dicho planteamiento, aduciendo una crisis “del sistema político colombiano; podemos denominar al periodo como la ʽrepública permanente del Estado de sitioʼ; las diversas manifestaciones del descontento y la protesta social se incrementan; los canales institucionales para enfrentar la protesta social están bloqueados” (2015, 354). Y en el mismo sentido, Jairo Estrada replica el lugar común que invita a pensar que el cerramiento sistémico, indefectiblemente, debía terminar en el levantamiento armado:

En medio de la prolongación de cierre del régimen político y de su reproducción electoral, del establecimiento de un régimen de excepcionalidad permanente a través del Estado de sitio, caracterizado como de “democracia restringida” y como respuesta a ello, mas también como expresión de la autonomía del movimiento político y social, se asistió al surgimiento de múltiples expresiones de la insurgencia social y de la rebeldía popular, con proyectos políticos y reivindicativos claramente definidos. (Estrada 2015, 280)

De igual forma, para Víctor Moncayo, aunque el Frente Nacional permitió “algunas expresiones de acceso a corporaciones públicas de sectores políticos de oposición, incluido el Partido Comunista (PCC), su alcance no permite conclusiones de valoración positiva del funcionamiento democrático, pues el sistema representativo tenía los mismos rasgos de corrupción, clientelismo y fraude” (Moncayo 2015, 51). Continuando con el argumento, José Ruiz señala sobre el Frente Nacional que “el bipartidismo institucionalizando y monopolizando el poder del Estado, generó la configu ración de formas ʽilegalesʼ de participación política que se abrieran paso. Un ejemplo de esta práctica lo es el Decreto 0434 de 1956, por medio del cual se proscribió el Partido Comunista Colombiano” (Ruiz 1997, 84).

En síntesis, los autores señalados reiteran el lugar común sobre el Frente Nacional como un periodo hegemónico de democracia restringida y excepcionalidad que marginó a sectores sociales y políticos, que, finalmente, terminarían recurriendo a la vía armada debido al “cerramiento sistémico”.

Por otro lado, sociólogos como Pécaut han calificado esta explicación como “simple” en términos teóricos, que, por lo demás, supone el desconocimiento de que “los primeros años de este periodo fueron una edad de oro para los movimientos sociales y las organizaciones políticas de oposición” (Pécaut 2017, 188). Asimismo, para el historiador Marco Palacios es necesario matizar: “Los regímenes democráticos por limitados que fueran, como el de Venezuela o de Colombia que venían de superar las dictaduras de Rojas Pinilla y Pérez Jiménez, o los de Costa Rica, Chile y Uruguay, no podían ponerse al lado de la dictadura batistiana” (2012, 77). Y Jorge Orlando Melo, si bien señala el déficit del Frente Nacional en materia de reformas sociales y el aumento del costo de vida, sostiene que este cumplió el objetivo principal del arreglo político, puesto que la violencia entre liberales y conservadores desapareció y bajaron sustancialmente las tasas de homicidio (2018, 242-244). Dicho categóricamente por un académico norteamericano, con el Frente Nacional los colombianos encontraron “la fórmula para eliminar la violencia partidista” (Karl 2018, 29).

Un aspecto relevante que suele pasarse por alto en este lugar común histórico es la confusión de tres periodos radicalmente distintos, a saber: la dictadura de Rojas (1953-1957), el pacto frentenacionalista (1958-1974), y los gobiernos de López (1974-1978) y Turbay (1978-1982), posteriores al pacto entre los partidos tradicionales. En una mescolanza de lugares comunes se confunde la represión ejercida por los militares rojistas, a todas luces menor cuantitativa y temporalmente en comparación con las dictaduras del Cono Sur, con la democracia restringida establecida por las fuerzas tradicionales durante dieciséis años y la “mano dura” de los gobiernos liberales de López y Turbay, evidenciada en las reprimendas policivas contra las manifestaciones sociales en 1977 y en la creación del Estatuto de seguridad.

El lugar común extiende los efectos del pacto político a los años posteriores a 1974 para poder sostener que “el sistema político-institucional que nos rige ha permanecido prácticamente estático, apegado a los lineamientos definidos para el periodo del Frente Nacional” (Silva Luján 1986, 25). Esto ignora el desmonte progresivo del Frente Nacional a partir de la reforma política de 1968, que “reinstituyó el voto de mayoría simple en el Congreso, permitió la participación electoral de todos los partidos y eliminó la paridad en el Legislativo, a nivel municipal y departamental en 1970 y a nivel nacional en 1974” (Hartlyn 1993, 22). También ignora la participación legislativa de agrupaciones de izquierda democrática (Firmes, Unión Nacional de Oposición y Unión Patriótica) y de las disidencias de los partidos tradicionales (Nuevo Liberalismo) a partir de los setenta.

Otra imprecisión repetida por el lugar común sobre el Frente Nacional consiste en asumirlo como un régimen autoritario, un aspecto que ha sido controvertido por varios autores desde hace décadas. Por ejemplo, para Hartlyn, “Colombia podría caracterizarse mejor como una democracia limitada, de tipo consociacionalista, y no como una variante de autoritarismo” (1993, 13), lo que coincide con la postura de Pécaut según la cual “la asimilación a una variante del ʽEstado autoritarioʼ me parece sin justificación. No veo, en el caso colombiano, los elementos de un corporativismo estatal, ni de una ‘burocracia’ pública claramente autónoma, ni de una ideología de construcción ʻdesde arribaʼ de la sociedad” (1989, 13).

Así, el lugar común según el cual el Frente Nacional fue un periodo “cerrado y autoritario” desconoce que dicho pacto político cumplió su principal propósito: pacificar las disputas políticas entre liberales y conservadores que databan desde mediados del siglo XIX y cuyos principales momentos bélicos fueron la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y la Violencia (1948-1958). Además, dicho lugar común suele omitir el origen democrático del pacto, esto es, que surgió con un plebiscito que obtuvo el apoyo de más del 80% de los ciudadanos capacitados para votar (De la Calle 2012, 135) y que arrojó como resultado 4.169.294 votos en favor del Frente Nacional, 206.864 votos en contra y 20.738 votos en blanco (Hartlyn 1993, 89).

Cabe añadir que, además, durante este periodo las disidencias políticas dentro de los partidos se fortalecieron y emergieron nuevos actores políticos. Los ejemplos más destacados son el MRL (Movimiento Revolucionario Liberal), liderado por Alfonso López Michelsen; la ANAPO (Alianza Nacional Popular) de Gustavo Rojas Pinilla, y el Frente Unido, del sacerdote Camilo Torres. El último ejemplo resulta llamativo porque suele exponerse como una muestra de la irremediable salida hacia la violencia a través de las guerrillas, pero poco se mencionan las garantías que tuvo para su surgimiento y la fragmentación del movimiento político por la falta de consenso entre las diferentes posturas que intentó reconciliar, así como por la paulatina y dramática radicalización de su líder (Luning 2016, 129-143).

Según el lugar común, el Frente Nacional fue el marco del levantamiento de grupos insurgentes como el ELN y el EPL, y además su incapacidad para resolver las necesidades sociales de las poblaciones marginales habría contribuido al surgimiento de las FARC. Sin embargo, lo anterior está lejos de sustentar una relación causal entre el pacto político y la justificación para el uso de la violencia como método, toda vez que:

El Frente Nacional fue ideado principalmente para poner fin a los viejos conflictos bipartidistas. Desde ese punto de vista, fue un éxito total: hacia mediados de los años sesenta, liberales y conservadores ya no resolvían sus discrepancias por medio de violentas agresiones. Sin embargo, el Frente Nacional no logró convocar en realidad a la nación en su conjunto. Muy rápido, una oposición cada vez más numerosa y radical sintió que el acuerdo había dejado de lado los intereses de otros sectores. El clima de efervescencia que se vivía en muchos lugares del planeta avivó la agitación en el país. La aparición de varios movimientos guerrilleros fue muestra de ello. (Arias Trujillo 2013, 117)

Con la instauración del Frente Nacional, el Partido Comunista Colombiano (PCC) fue reintegrado a la contienda democrática, pues había sido ilegalizado durante la dictadura de Rojas Pinilla. Sin embargo, “aquí debe subrayarse cierta singularidad del PCC en el panorama de los comunistas latinoamericanos. Aunque en la década de 1960 los partidos de Venezuela y Guatemala también habían avalado coyunturalmente la opción guerrillera, sólo el PCC quedó amarrado a la fórmula precubana de la ʽcombinaciónʼ” (Palacios 2012, 95). A pesar de no sufrir una persecución directa por parte del Estado, casi una década después de su retorno a la legalidad, en 1966, los comunistas reafirmaron su postura de apostar por la vía armada y por la competencia democrática al mismo tiempo, un infeliz matrimonio que traería trágicas consecuencias.

El compromiso intelectual de muchos de sus miembros con la lucha armada explica por qué el PCC sostuvo un vínculo directo con las FARC, a quienes desde Bogotá veían como una “reserva militar estratégica”, en el marco de una lucha prolongada. La sumisión de los comunistas colombianos a las directrices de los soviéticos fue una de las razones que terminaría distanciando a los líderes del partido de los miembros de las guerrillas, a pesar de que muchos líderes guerrilleros se formaron políticamente en la Unión Soviética. La distancia entre los líderes del PCC y el Secretariado de las FARC permite comprender el aislamiento político del grupo insurgente, su anacronismo en términos ideológicos y, también, la pervivencia de la violencia en el conflicto que busca su justificación ideológica en un marxismo atávico:

Que la revolución no haya contado ni cuente con grandes ideólogos nacionales no contradice la existencia de ese clima intelectual dominado por el marxismo-leninismo […] El marxismo no fue la única fuente de inspiración de la violencia revolucionaria pero sí tal vez la más significativa. Y tuvo un enorme impacto en la vida académica colombiana durante la segunda mitad del siglo XX. En todo caso, es necesario advertir que, inspirados o no por las doctrinas marxistas, amplios grupos de intelectuales adoptaron discursos deslegitimadores de la democracia que, implícita o explícitamente, legitimaban el recurso a las armas. (Posada Carbó 2007, 242)

La irresponsabilidad narrativa del PCC también repercutió en sus filas pues “la pretensión de jugar simultáneamente en el plano legal e ilegal, en un contexto de guerra sucia creciente, condujo a la muerte de miles de militantes” (Pizarro Leongómez 2004, 94).

Un segundo lugar común propio de la interpretación histórica rupturista concierne a la declaración de existencia de las “causas objetivas del conflicto armado”, cuyo sustento teórico está enraizado en las teorías críticas de la política. Para Giraldo Ramírez, este lugar común tuvo tres efectos nocivos:

Primero, permitió que se difundiera la impresión de que los agentes políticos no eran responsables de los desastres de la guerra porque estaban empujados por esos factores objetivos. Segundo, porque cundió la falsa especie de que el progreso social paulatino del país podía conducir al apaciguamiento. Y, tercero, se convirtió en el criterio rector de las negociaciones de paz. (2015, 163)

La justificación de la violencia en razón de las causas objetivas trajo como consecuencia la omisión o atenuación del horror sufrido por las víctimas del conflicto. De este modo, flagrantes violaciones de los derechos humanos y el DIH -como el secuestro-, o fenómenos de alto impacto en la salud pública y la convivencia ciudadana -como el narcotráfico-, han sido abordados en análisis teóricos con condescendencia, cuando no abiertamente pasados por alto.

Por ejemplo, la participación de la guerrilla en el negocio del narcotráfico se habría limitado a “la extracción de rentas, sobre todo a través de la tributación en algunas de las etapas del proceso de producción” (Estrada 2015, 308). Esta explicación omite que los altos ingresos del grupo insurgente no podrían provenir de una sola etapa, toda vez que el mercado del narcotráfico exige establecer vínculos estrechos con grupos criminales. Y así, se soslayan evidencias, como que en 1993 los ingresos de las FARC “provenientes de la venta de la cocaína fueron de USD 92,6 millones, y ganó USD 11,5 millones por la venta de heroína. Desde aquel momento, y hasta los primeros años del siglo XXI, las FARC fueron el mayor exportador de cocaína en Colombia” (Henderson 2012, 212).

Algo similar ocurre con los secuestros ejecutados por los grupos al margen de la ley. Según las cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH 2014), las FARC ejecutaron cerca de 8.644 secuestros entre 1997 y 2007; no obstante, este tema no recibió ninguna mención en los ensayos de Fajardo, De Zubiría o Vega. Por su lado, Estrada anota que el fortalecimiento de la insurgencia en Colombia en los noventa “no puede ser explicad[o] de manera simplista y distorsionada por el acceso a recursos producto de la extorsión, el secuestro, el narcotráfico y el reclutamiento forzado. Tal apreciación sería válida en el caso de organizaciones mercenarias” (2015, 302).

En esa misma línea argumentativa, el sacerdote Javier Giraldo Moreno sostiene que los medios de comunicación han instigado ideas erradas de la realidad, como que las FARC han violado sistemáticamente los derechos humanos, ante lo cual sugiere que:

La democratización de los medios podría ayudar a que esas supuestas verdades se esclarezcan mediante un debate honesto, en el cual los mismos integrantes de las FARC puedan defenderse ante el tribunal de la opinión pública, que es el más efectivo actualmente dado el colapso de la justicia, pues estigmatiza y sacraliza por la sola repetición incesante de consignas de odio o de fanatismo, sin fundamento alguno en la realidad. (2015, 244)

Sobre el tema del secuestro en particular, algunas voces han denunciado un estruendoso silencio sobre este atroz delito. Para Pécaut, “la práctica de los secuestros ha quedado en silencio como si se inscribiera en una lógica de guerra ʻnormalʼ, movida por objetivos políticos que justificara” (2017, 223), mientras que para Marco Palacios existe un “relativismo moral en relación con uno de los recursos más nefastos del conflicto armado: el secuestro” (Palacios 2012, 154).

El discurso de las causas objetivas como factor justificador de la violencia tuvo su auge durante los ochenta y principios de los noventa. En primer lugar, fue adoptado como insumo para las negociaciones de paz entre el gobierno de Belisario Betancur con las guerrillas, evento que tendría como nefastos corolarios el fin de la tregua con las FARC y la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19. En segundo lugar, programas de gobierno como el Plan Nacional de Rehabilitación, implementado por el gobierno de Virgilio Barco, reconocieron la precariedad de las instituciones y buscaron, de alguna manera, la superación de las condiciones estructurales; en palabras de González: una “concepción despolitizada, centralizada y tecnocrática de paz, centrada en la inversión en obras de infraestructura, pretendía, por conducto del PNR, romper el aislamiento geográfico y el marginamiento de las regiones afectadas por el conflicto armado, así como arrebatar las bases sociales a la guerrilla” (2014, 392). En tercer lugar, se convirtió en un lugar recurrente en las discusiones de la Asamblea Nacional Constituyente que decretó la Carta Política de 1991 (Lemaitre Ripoll 2011), la cual propició una apertura democrática que incorporó las demandas de distintos sectores políticos y sociales del país (Alianza Democrática M-19 y EPL), en el marco de una normatividad más liberal y pluralista. Sin embargo, estos avances institucionales no afectaron la radicalidad discursiva y las narrativas exculpatorias de las organizaciones guerrilleras, como se evidenció en los diálogos de Tlaxcala (1992), El Caguán (1999-2002), y en los fallidos intentos de negociación con el ELN.

En síntesis, la narrativa del lugar común de las causas objetivas de la violencia está basada en una postura política intransigente que parte de la crítica radical al modelo político y económico y subestima el reformismo en materia económica, política y social (Giraldo Ramírez 2015, 162-163). Aunado a ello, el parroquialismo de algunos intelectuales criollos los llevó a soslayar las transformaciones globales que ocurrieron tras la caída del Muro de Berlín, específicamente, las lecciones que dejó el fracaso del “Socialismo real” en decenas de países, para no mencionar el derrumbe progresivo del socialismo del siglo XXI en el país vecino.

Ahora bien, en la batalla por la narrativa que se dio en la CHCV se puede evidenciar la distancia que se sobredimensiona entre un Estado -el Leviatán imaginario de Palacios (2012)- y las manifestaciones radicales de los civiles. Se omite que “desde el Estado se pueden cumplir tareas democratizadoras (en Procuraduría, Consejerías de Paz y de Derechos Humanos), que por lo demás no implican abandono en los quehaceres intelectuales, y a la inversa, desde la insurgencia se pueden alimentar y de hecho se alimentan actitudes, prácticas y visiones despóticas de la sociedad” (Sánchez 2003c, 99).

El discurso de las causas objetivas tuvo efectos considerables en la justificación ideológica de las guerrillas durante la década de los noventa. Ante la ruptura que generó la Constitución de 1991 en la izquierda, que planteó una frontera clara entre un ala radical y otra democrática, grupos insurgentes como las FARC continuaron sosteniendo el marxismo como fundamento ideológico, pero se privilegió el factor militar sobre el político, lo que explica, en parte, sus éxitos operacionales, así como su deliberada renuencia a adelantar un proceso de paz serio durante los gobiernos de Ernesto Samper y Andrés Pastrana.

Al dogmatismo cerril de las organizaciones comunistas habría que sumarle el rígido verticalismo administrativo, que armonizó con “el elitismo de la cultura política colombiana. Su partido, organizado en anillos concéntricos (simpatizantes, militantes, cuadros, dirigentes), podía considerarse una expresión del dominio jacobino sobre las ʽmasasʼ” (Palacios 2003, 159). Lo anterior se evidencia en la inmovilidad administrativa de organizaciones como el PCC, que sostuvo a Gilberto Vieira White en la Secretaría del partido entre 1947 y 1991, o las FARC, dirigidas por “Manuel Marulanda” entre 1964 y 2008, año de su muerte.

Esto no sólo subraya la paradoja del verticalismo organizacional de agrupaciones que discursivamente propenden a la toma de decisiones horizontales o a un modelo de democracia “desde abajo”. También es muestra del anquilosamiento del enfoque de las “causas objetivas” con el que los comunistas y sus compañeros de ruta hicieron una lectura hermética e irrefutable del país durante décadas, ignorando los fenómenos que cambiarían paulatinamente el rostro de la nación, como la apertura democrática de 1991, la consolidación de un Estado social de derecho o el aumento demográfico, que, entre otras cosas, pondría a las ciudades -y no el campo- como los puntos nodales para el crecimiento económico.

El dogmatismo de la élite comunista (legal e insurgente) encontró un parteaguas institucional en 1991, puesto que el PCC se diluiría en otras organizaciones políticas en la democracia, mientras que las FARC, fortalecidas por el crecimiento militar y económico desde la VII Conferencia en 1982, se desligarían totalmente de este en la VIII Conferencia, en 1993. En consecuencia, la guerrilla privilegió el aspecto militar sobre el ideológico: “se toma la decisión de construir un ejército guerrillero capaz de propinarle a las Fuerzas Militares derrotas con un claro y contundente valor estratégico. Para ello, se crean los bloques de frentes, los comandos conjuntos en el ámbito regional y el comando general destinado a dirigir la nueva ofensiva militar contra el Estado” (Pizarro Leongómez 2004, 96).

Un efecto de lo anterior sería la ampliación de la brecha entre la insurgencia y los movimientos sociales, lo que explica que las guerrillas “siempre han sido políticamente débiles y marginales en lo que solemos llamar el nivel nacional” (Palacios 2003, 356), pues, salvo excepciones, no generaron lazos significativos con organizaciones cívicas y sociales. La postura militarista dentro de las guerrillas a finales del siglo pasado es la muestra de un autoaislamiento derivado de una visión rupturista y excesivamente radical de la realidad nacional.

El lugar común de las causas objetivas de la violencia permite interpretar los fracasos en las negociaciones de paz entre los distintos gobiernos y los grupos insurgentes en las últimas décadas en Colombia, ya que “se invirtió la lógica de los procesos de paz en los cuales la paz negativa es la que antecede a la paz positiva” (Giraldo Ramírez 2015, 163). Lo anterior, por tanto, explica cómo el dogmatismo doctrinario que buscaba un cambio sistémico desde una mesa de diálogo contribuyó a que los esfuerzos por encontrar una salida a la confrontación armada no surtieran efecto, a pesar de las considerables variaciones en el sistema político colombiano desde 1991. El nudo gordiano de una agenda de negociación basada en premisas ideológicamente herméticas tuvo dos consecuencias: los diálogos se utilizaron como plataforma de propaganda política y terminaron en la ruptura de confianza entre las partes. A manera de ejemplo, en 1998 las FARC “no solo tenían en mente el fortalecimiento propiamente militar, sino también la creación de un partido, y de un frente de masas como complementos necesarios para una futura insurrección popular” (Pizarro Leongómez 2017, 315).

El tercer lugar común que abordaremos son el sacrificio y la heroicidad con los que se han leído la vida y las acciones de los combatientes insurgentes en Colombia, es decir, la idea del altruismo revolucionario. Los casos del Che Guevara, Camilo Torres, Antonio Larrota o Jaime Bateman evidencian que el romanticismo es un rasgo occidental que se permite concesiones con los actos violentos (Giraldo Ramírez 2015, 165).

La convulsa década de los sesenta en el país queda reflejada en las siguientes palabras de Palacios que aglutinan dos de los lugares comunes aquí descritos:

El paradigmático bolchevique pasaba al museo de cera y en su lugar emergía un nuevo prototipo de revolucionario: el cuadro político citadino que en el campo era el guerrillero, ejemplo viviente de integridad moral, lucidez intelectual, (“un jesuita de la guerra”) y audacia militar (“el guerrillero es su propio general”). Este hombre renacido debía ganarse a los campesinos del lugar. El análisis de las “condiciones objetivas” a partir de un diagnóstico fino de la estructura de clases y más concretamente de la lucha de clases en cada país y cada momento histórico y político quedaban sepultados bajo los postulados de una técnica insurreccional cruda. (2012, 76)

El mito fundacional de las FARC fue el ataque desproporcionado de las Fuerzas Armadas a las llamadas “Repúblicas Independientes”, en 1964. La simbología fariana se parapetó en la represión estatal como principal motivo para el levantamiento armado. A lo anterior se le añadieron la estampa de guerrillero heroico de Manuel Marulanda Vélez y el reencauche del discurso nacionalista del M-19 inspirado en la figura de Simón Bolívar, en especial de su faceta subversiva y antinorteamericana. Así lo plantea el Centro Nacional de Memoria Histórica:

La elaboración guerrillera de imágenes y argumentos que justifican la rebelión es permanente, y han apuntado a presentar a las Farc como víctimas del Estado, entre estas acciones se cuenta: la agresión contra Marquetalia, el aniquilamiento de la UP, el bombardeo contra Casa Verde, las acciones paramilitares apoyadas por agentes del Estado, etcétera. Sin pretender negar que esos episodios, y unos más que otros, hayan sido agresiones, lo cierto es que su recuerdo colectivo tiende a promover una violencia obligada, defensiva o de respuesta de la guerrilla contra el Estado, lo que se traduce también en la imagen de una insurgencia víctima de la fuerza abusiva o excesiva del mismo. (2014, 19)

El 9 de diciembre de 1990 el presidente César Gaviria ordenó bombardear Casa Verde, un centro de reunión política de las FARC en el departamento del Meta. El ataque coincidió con las elecciones de los delegatarios de la Asamblea Nacional Constituyente. La supuesta coincidencia llevaría agua al molino del lugar común de la heroicidad: “el bombardeo de Casa Verde quedó en la imaginación de muchos como el momento en que el gobierno de Gaviria renunció de veras a la paz, por lo menos con las FARC y el ELN” (Lemaitre Ripoll 2011, 136). Valencia Villa, por su parte, sostiene que:

El simbolismo del episodio no podía ser mayor: en las ciudades y poblaciones una mayoría precaria de ciudadanos sellaba la suerte de la constitución del 86 y abría paso al experimento constituyente más audaz de nuestra historia, en las montañas de La Uribe, al sureste de Bogotá, militares y guerrilleros escalaban nuevamente el conflicto armado. (2012, 209)

Para las FARC, el bombardeo a Casa Verde significó una Marquetalia contemporánea, punto coincidente con algunas posturas intelectuales que soslayan las diferentes etapas de esta guerrilla (1964 y 1990), los principales cambios institucionales, las capacidades militares de los bandos, y que, sobre todo, continuarían replicando los lugares comunes que establecen la violencia como respuesta lógica a la represión del Estado. Son notables las diferencias entre los ataques de Marquetalia y Casa Verde. El primero, acaecido en las montañas del Tolima, hostigó a grupos campesinos dispersos que darían origen a la guerrilla de las FARC. En 1964 las cuadrillas de autodefensa no tenían una plataforma política ni militar que amenazara a las instituciones; en contraste, en 1990 la guerrilla consolidaba un plan de expansión con cerca de cincuenta frentes en el territorio nacional, que fue precedido por unos diálogos de paz fracasados y por la creación de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar.

Si bien los contextos políticos en los que se enmarcaron los ataques son distintos, tienen un punto en el que coinciden: el espectro político se amplió para la participación de actores que estaban levantados en armas. Ejemplos de lo anterior es que antes del ataque a Marquetalia, Manuel Marulanda había trabajado como inspector de carreteras (Molano 2016) y que el bombardeo a Casa Verde coincide con el proceso de desmovilización de otros grupos insurgentes como el M-19, el EPL y el Quintín Lame.

Una figura representativa del romanticismo revolucionario es el sacerdote Camilo Torres. En los ensayos de Estrada y Molano, la figura del cura guerrillero sale a flote en el marco de la exposición de los hechos más relevantes de la década del sesenta. Molano detalla el vínculo de Torres con el estudiantado en Bogotá, su decisión de unirse al ELN y su influencia en otros sacerdotes que luego engrosarían las filas de ese grupo guerrillero. De Zubiría incluye a Torres como un pensador latinoamericano que nutre las reflexiones de su texto. A manera de contraparte al lugar común que se ha forjado alrededor del sacerdote guerrillero, Posada Carbó sostiene que:

Su legado simbólico es no obstante devastador, al alimentar cierto destino de falsa fatalidad para la nación: esa supuesta imposibilidad del reformismo que le da entonces luz verde a la revuelta armada. El suyo es un mensaje de “idealismo auténtico” y “entrega total” a la causa que, en lenguaje bíblico, sólo puede conducir a la desesperación fanática. Su figura y su martirio motivan además las ligeras generalizaciones contra el “país político” que dominan el lenguaje de tanto intelectual. (2007, 241)

Las expresiones artísticas y literarias tampoco se han escapado de caer en el lugar común de la visión romántica del rebelde. En una afamada obra sobre los líderes del M-19, Patricia Lara relata su intención de entrevistar al creador de ese grupo insurgente, Jaime Bateman:

Le dije que yo quería escribir un perfil suyo […] que no sólo mostrara a los miles de hombres y mujeres que deciden gastar sus vidas en recorrer caminos colmados de privaciones en los cuales, siempre perseguidos, en algún recodo los espera la cárcel, la tortura, el destierro, el dolor y, casi siempre, la muerte, raras veces una victoria; un perfil que además retratara al hombre de carne y hueso que a pesar de llevar veinte años haciendo la guerra, todavía no había olvidado reír, bromear, cantar, bailar, amar… supongo, pero que ya no podía llorar. (2014, 24)

Sin importar el lugar ideológico de origen o la justicia de su causa, Marulanda el comunista, Camilo el cura guerrillero o Bateman el socialista armado, el romanticismo que rodea a estas figuras se mantiene vigente. El paso del tiempo no ha impedido que las figuras revolucionarias en Colombia conserven su capital simbólico e inspirador de idílicas aunque imposibles insurrecciones. La veneración romántica de estas figuras también ha tenido variaciones que pueden resumirse de la siguiente manera: en primer lugar, tras sus muertes trágicas (Torres en combate, Marulanda por una enfermedad y Bateman en un accidente aéreo), sus imágenes se han “limpiado”, en el sentido de que hoy se destacan más sus acciones, palabras y escasa obra sobre la decisión voluntaria que los llevó a tomar las armas con la certeza de que esa y no otra era la solución política. Lo llamativo es que estas figuras ya no sólo son tomadas como actores del conflicto, sino que, gracias al rol que se les ha otorgado desde las tribunas académicas, los medios de comunicación y el discurso de los líderes políticos, han empezado a ser valoradas como figuras intelectuales; la publicación de sus notas, apuntes y entrevistas recientemente es una muestra de ello.2 Es decir, gracias al tratamiento intelectual que han recibido, son percibidos en la opinión pública también como referentes ideológicos, y, en este sentido, no sólo protagonistas sino también artífices de la memoria histórica.

Los combatientes: intelectuales, poder y violencia

Los intentos por negociar la paz entre el Estado colombiano y los grupos insurgentes datan desde la creación de la primera Comisión de Paz, a finales del gobierno de Julio César Turbay (Pizarro Leongómez 2017, 67), y han marcado la historia reciente del país, incluso más que la guerra (Giraldo Ramírez 2018). En idas y vueltas, se desmovilizaron las guerrillas del M-19, el EPL, el movimiento Quintín Lame y las FARC.

Pero como la paz no sólo requiere DDR (desarme, desmovilización y reinserción), la CHCV puso sobre la mesa las ideas que explican nuestro destino. Y al hacerlo, demandó el concurso de un grupo de intelectuales colombianos para la interpretación y explicación del conflicto armado poniendo, de este modo, en la misma mesa, el asunto de la responsabilidad. Los antecedentes institucionales de la CHCV se remontan hasta la Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la Violencia, de 1958, y pasaron por la II Comisión de Estudios sobre la Violencia, de 1987, y el Grupo de Memoria Histórica, de 2011 (Jaramillo 2011a; Jaramillo 2011b), lo que la situaba en una tradición de aprendizaje acumulado.

Tales iniciativas hermenéuticas ubican a los intelectuales en la primera línea de la batalla por las narrativas sobre el pasado de la nación, pues en ellos recae la responsabilidad de la interpretación y la comprensión del público de las causas y los efectos de las violencias padecidas durante décadas. Esta batalla por las narrativas del conflicto armado enfrentó, a grandes rasgos, y acaso sin proponérselo, a dos grupos: los reformistas y los rupturistas. El puente conceptual entre ambos es el papel de la violencia como método político, lo que ha generado dos tendencias propias de cada bando: los reformistas han sido críticos de la violencia, mientras que los rupturistas han explicado su uso desde una perspectiva justificadora de las vías de hecho para la solución de los conflictos. ¿Qué explica que unos y otros asuman compromisos tan dispares?

En el intelectual, en cuanto hombre ilustrado que asume posturas públicamente, se da una dialéctica entre el compromiso y la responsabilidad. Judt recurre al contraste entre aquellos que se comprometieron con causas injustas y aquellos que supieron tomar distancia y tuvieron el coraje intelectual y la iniciativa moral de atestiguar en contra de la traición de su compromiso: Georges Bernanos, Margarete Buber-Neumann, George Orwell, Arthur Koestler, Ignazio Silone y Czesław Miłosz (Judt 2014, 33). Una profusa literatura ha abordado casos emblemáticos de intelectuales europeos que durante el siglo XX apoyaron públicamente regímenes tiránicos, y, con ello, pusieron su autoritas al servicio de una potestas injusta. Son múltiples las razones de tal compromiso y de su renuncia voluntaria a su función crítica, la cual es casi un tópico de la literatura sobre el papel de los intelectuales en las sociedades modernas (Todorov 1993; Said 2006; Sánchez 2003b). No obstante, lo que los delata es su incoherencia, ya sea temporal -quienes reniegan de aquello que otrora defendieron- o simplemente teórica y ética: se muestran despiadados con las debilidades de las democracias y al mismo tiempo indulgentes con los mayores crímenes, a condición, sentencia Raymond Aron, de que se los cometa en nombre de las doctrinas correctas (2011, 19).

Es difícil -y tampoco es el propósito del texto- explicar la atracción, e incluso la fascinación, que la violencia ha ejercido sobre algunos intelectuales. Ciertamente no existe una única causa o motivación de por qué tal compromiso puede ponerse en función de regímenes históricos tiránicos o de causas injustas. En cualquier caso, ello no elimina la responsabilidad personal, aunque esta puede soslayar el carácter contingente, instrumental o coyuntural que tal opción supone. Ahora bien, la justificación y crítica de la violencia no son únicamente una discusión histórica o erudita. De hecho, Bernstein advierte que nuestra época podría muy bien llamarse la era de la violencia porque las representaciones reales o imaginarias de la violencia son ineludibles (2015, 28). En cualquier caso, la literatura sobre esta materia ofrece algunas explicaciones que nos permiten esbozar unas respuestas.

Raymond Aron, por ejemplo, hace hincapié en el hecho de que tales intelectuales tenían fe en la violencia como único medio capaz de forjar el porvenir (2011, 62), mientras que Isaiah Berlin señala que:

La mayor parte del recelo hacia los intelectuales en la política proviene de la creencia, no del todo falsa, de que a causa del deseo de ver la vida en forma simple y simétrica, depositan demasiada fe en los resultados benéficos de aplicar directamente a la vida conclusiones extraídas mediante operaciones de alguna esfera teórica. Y el corolario de esta confianza excesiva en la teoría, corolario por desgracia muchas veces corroborado por la experiencia, es que si los hechos -es decir, el comportamiento de los seres humanos vivos- son recalcitrantes a ese experimento, el experimentador se irrita e intenta cambiar los hechos para que se ajusten a la teoría, lo que en la práctica equivale a una vivisección de las sociedades para que se conviertan en aquello que la teoría declaró se deberían convertir como resultado del experimento. (2001, 121)

Así como la fascinación del poder tiene su parte, el temor a la soledad y el aislamiento también hacen lo propio. Por ello, Walzer advierte que “el crítico reta tanto a amigos como a enemigos; está sentenciado a medias a la soledad intelectual y política” (1993, 20); mientras que Todorov, luego de aseverar que el intelectual moderno representa el papel del tábano o del aguijón en la sociedad, hace la salvedad: “si no teme demasiado padecer la suerte de Sócrates” (Todorov 1993, 269).

Aunque intuitivamente se pueda sospechar que las motivaciones materiales y económicas no son inmunes a la atracción de los intelectuales por la violencia -y sus réditos-, no entraremos en este espinoso terreno. Nos centramos, por ello, en un plano espiritual y teórico, porque asumimos tácitamente que tal opción también obedece a una mezcla difusa de razones, emociones y pasiones. Y, en efecto, así como a los críticos sociales los mueven la pasión por la verdad, la ira contra la injusticia, la simpatía por los oprimidos, el temor a las masas, la ambición de poder o un deseo desinteresado de bienestar para la humanidad (Walzer 1993, 26-27), asimismo, los motivos que impulsan a la crítica los pueden mover también al silencio y la aquiescencia (Walzer 1993, 30). Sin embargo, la traición o abdicación de su función, tantas veces denunciada, se explica por la atracción que ejerce sobre los intelectuales el poder, “la más peligrosa de las tentaciones críticas”, toda vez que imaginan que el partido será el próximo gobierno y se ven a sí mismos como funcionarios capaces por fin de dar a sus críticas una fuerza práctica (Walzer 1993, 30).

Eduardo Posada Carbó señala que en “las democracias modernas, además -caracterizadas por el papel que representa en ellas la opinión pública-, los intelectuales son figuras centrales, aunque a veces de modesto y ambiguo protagonismo, pero con la capacidad para influir sus avances y retrocesos” (2007, 288). En ese sentido, los intelectuales se juegan su responsabilidad en tres campos: el moral, el político y el intelectual (Judt 2014, 28-34). Por esto mismo, la tensión entre compromiso y responsabilidad se presenta también en estos tres terrenos. En el político, tiene que ver con las opciones públicas adoptadas por el intelectual en cuanto ciudadano con una tribuna privilegiada. En el moral, se define por las opciones que oscilan entre el bien y el mal, lo correcto e incorrecto, lo justo e injusto. Sin embargo, la responsabilidad más característica del hombre de ideas se relaciona con “las cosas sobre las que estudiosos, escritores, novelistas, periodistas […] eligen pensar y en las que invierten sus energías para comprender” (Judt 2014, 34), esto es, en el terreno intelectual. Ello se explica precisamente porque “los intelectuales toman las ideas más en serio que cualesquiera otros hombres, y esta seriedad les permite articular intereses y deseos que sólo pueden ser vagamente sentidos por los no intelectuales” (Coser 1980, 12). Pero al mismo tiempo explica por qué si el intelectual es aquel que juzga lo real según la medida de un ideal, si renuncia a los valores, si se desinteresa de lo real, abdica de su propia función (Todorov 1993, 266), esto es, señalar, advertir y denunciar aquello que, como la violencia, contradice los principios de una sociedad decente.3

La complejidad propia del conflicto colombiano implica retos mayúsculos para los intelectuales, siendo el principal la explicación sobre el papel de la violencia como un método político prolongado durante varias décadas, ya que “el fenómeno de la violencia no puede ser plenamente comprendido si no se lo lleva al ámbito de las justificaciones. La violencia no es un hecho bruto y desnudo, sino que está inscrita en un ámbito de justificaciones” (Hoyos 2002, 103).

La Constitución Política de 1991 significó un punto de inflexión institucional en Colombia, quizás el principal hito para los intelectuales de visión reformista, que propició la apertura democrática y promovió una cultura política liberal y pluralista. Uno de los efectos que generó el cambio constitucional fue la publicación de una carta abierta de destacados intelectuales, encabezados por Gabriel García Márquez, en la que se criticaba el recurso de la lucha armada. Sin embargo,

[…] el rechazo abierto de la violencia revolucionaria por los más destacados intelectuales del país no significó simultáneamente la aceptación general de la legitimidad del Estado, ni el reconocimiento de las tradiciones liberales y democráticas de la sociedad colombiana. La actitud todavía prevalente en algunos círculos notables es la de equiparar la ilegitimidad de la guerrilla con la del Estado. (Posada Carbó 2007, 258)4

En ello coincidía Gonzalo Sánchez, para quien uno de los inconvenientes es “el déficit de intelectuales en los actores armados, y no lo ocultemos, idéntico déficit en el Establecimiento. Intelectuales por doquier escépticos aún con los contrapoderes. Por eso hoy andamos en una guerra sin política y una política sin ideas” (2003a, 15).

Hace sesenta años, el filósofo Cayetano Betancur advirtió algo que resultó ser anticipador: “el hombre de letras colombiano abusó de sus armas dialécticas y retóricas […] por su boca no hablaba ʻel logosʼ, signo de la razón, sino el truhan o el demagogo”, y con ello, “se echó a perder esa vieja tradición de los intelectuales en la cultura occidental de estirpe latina, en que todos fueron, en alguna medida, moralistas” (2010, 275).

Conclusiones

Los diálogos de La Habana permitieron cerrar uno de los capítulos más extensos y sangrientos del conflicto armado colombiano: el enfrentamiento entre las fuerzas estatales y la guerrilla de las FARC. Al mismo tiempo abrieron un debate sobre las justificaciones ideológicas de la confrontación bélica de mayor duración temporal en Occidente. La responsabilidad política entraña también un juicio histórico, en el que los intelectuales desempeñaron un papel importante en el que, trayendo a colación la reflexión de Gutiérrez Sanín sobre las oposiciones en Colombia, “Aceptaron -no todas, no siempre- vínculos con actores ilegales como parte de su sentido común operativo. Con frecuencia, estos vínculos implicaron la incitación a la violencia organizada, o la práctica de ella” (2015, 401).

Ciertamente, la condescendencia con la violencia no es exclusiva de algunos intelectuales. En 2003, el Informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) advertía que “sin que aprueben los métodos de la guerrilla, simpaticen con ella o hayan siquiera oído sus discursos, también es indudable que muchos colombianos profesan una ideología justiciera o cultura de reivindicación más o menos explícita o borrosa” (PNUD 2003, 41-42). Con esta importante salvedad, los planteamientos anteriores nos permiten redondear las ideas sobre el papel de los intelectuales en las narrativas del conflicto armado colombiano.

En primer lugar, existe una vibrante discusión en Colombia sobre la narrativa del conflicto armado, en la que chocan una visión rupturista y una visión reformista del sistema político y la historia del país de los últimos sesenta años. Amalgamadas con ambas están, por un lado, la justificación de la violencia (que se amalgama con la visión rupturista) y, por el otro, la crítica de la violencia (que se amalgama con la visión reformista).

En segundo lugar, explicamos tres de los principales “lugares comunes” que, a fuerza de repetición y de su simplicidad analítica, han servido como plataforma para la justificación de la violencia como recurso político durante décadas en Colombia, muchas veces ignorando o soslayando la pervivencia de las tradiciones liberales, las prácticas democráticas, las reformas institucionales, los cambios sociales o el contexto internacional. El Frente Nacional, las causas objetivas del conflicto y la heroicidad romántica de los rebeldes son lugares comunes que alimentan lo que Palacios (2012) ha denominado el “Leviatán imaginario” en Colombia. La autorreferencialidad de los grupos alzados en armas, sostenida en buena parte por el narcotráfico y la criminalidad, ha recibido validaciones ideológicas, creando una amalgama de razones y justificaciones que pueden evidenciarse en algunos informes de la CHCV.

La CHCV significó una oportunidad, quizá incipiente pero oportuna, para que la sociedad colombiana discuta el problema de los medios justificables e injustificables de la política, una discusión que Rodolfo Arango resumía de la siguiente manera:

El déficit de legitimidad política del Estado no puede, sin embargo, superarse mediante el déficit de legitimidad política de los grupos armados, así ello intente remediarse mediante la invocación de la importancia de sus fines: la lucha por la justicia social y contra la discriminación y el terrorismo de Estado. En esto precisamente radica la mayor bancarrota de la cultura política colombiana: un número apreciable de personas y grupos sociales están persuadidos de la justicia de sus fines, por lo que no escatiman en la legitimidad de los medios empleados para alcanzarlos. (2002, 18)

Los aciagos tiempos en los que imperaban sentencias de tipo “Nos vemos dentro de 10.000 muertos” (“La paz herida” 2015) entre los negociadores de paz parecerían haber quedado atrás, y el contexto político del posacuerdo invita a pasar la página a pesar de las violencias remanentes y anacrónicas.

Al pasar la página, los campos de batalla son racionales, plurales y controversiales, y sus escenarios son la memoria, la verdad histórica, la justicia, el perdón y la reconciliación (Garzón Vallejo 2018). Los principales contendores ya no son el militar, el guerrillero o el paramilitar, sino los ciudadanos, los intelectuales y las empresas ideológicas -medios de comunicación, iglesias, universidades, organizaciones de la sociedad civil-, quienes desde su rol en el país construyen narrativas y explicaciones sobre el pasado que condicionarán la forma como afrontaremos el futuro.

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Cómo citar: Garzón Vallejo, Iván y Andrés Felipe Agudelo. 2019. “La batalla por la narrativa: intelectuales y conflicto armado en Colombia”. Revista de Estudios Sociales 69: 53-66. https://doi.org/10.7440/res69.2019.05

* Este artículo es un producto del proyecto de investigación “La paz asediada. Discursos religiosos y violencia política en Colombia”, financiado por la Dirección General de Investigación de la Universidad de La Sabana, Colombia.

1Los expertos designados por el Gobierno fueron Eduardo Pizarro Leongómez, Daniel Pécaut, Jorge Giraldo Ramírez, María Emma Wills, Francisco Gutiérrez, Gustavo Duncan y Vicente Torrijos; mientras que los designados por las FARC fueron Víctor Moncayo, Jairo Estrada, Sergio de Zubiría, Renán Vega, Javier Giraldo, Alfredo Molano y Darío Fajardo. Los textos están disponibles en la página web de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz: http://www.altocomisionadoparalapaz.gov.co/Documents/informes-especiales/resumen-informe-comision-historica-conflicto-victimas/index.html

2En la actualidad pueden conseguirse con cierta facilidad textos como Cuadernos de campaña, de Manuel Marulanda Vélez; Diario de Marquetalia, de Jacobo Arenas, y Los sueños y las montañas, de Arturo Alape.

3Los intelectuales no son los únicos seres humanos incoherentes entre lo que piensan y lo que hacen. Sin embargo, hemos construido imaginarios de filósofos, escritores y novelistas, considerados comúnmente “de otro mundo, como monjes preocupados por el ámbito de lo etéreo. Perdidos en ideas abstractas, viviendo aparentemente en una torre de marfil, se considera que trascienden el egoísta interés ordinario. Y ciertamente trascienden la crueldad. Pero ¿se mantuvieron siempre por encima de la motivación sórdida?” (Sherratt 2015, 19-20).

4Habría que añadir que otro punto de quiebre para la intelectualidad colombiana fue el Frente Nacional, pues con el pacto político de 1958 se superan las visiones de filiación partidista y religiosa de la política y se da paso al surgimiento de “un intelectual genuinamente moderno, definitivamente divorciado de sus antecedentes ʻmísticosʼ y particularistas” (Uricoechea 2003, 135).

Recibido: 04 de Julio de 2018; Aprobado: 11 de Diciembre de 2018

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