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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.70 Bogotá oct./dic. 2019

https://doi.org/10.7440/res70.2019.02 

Dossier

Reinvenciones de lo común: hacia una revisión de algunos debates recientes*

Reinventions of the Common: Toward a Revision of Some Recent Debates

Reinvenções do comum: rumo à revisão de alguns debates recentes

Matías Leandro Saidel** 

** Doctor en Filosofía Teorética y Política por el Istituto Italiano di Scienze Umane, Italia. Investigador Adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)/Universidad Católica de Santa Fe (UCSF) y Profesor de Filosofía Política en la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina. Últimas publicaciones: “ʻVivas y desendeudadas nos queremosʼ. Notas sobre la economía de la deuda y la guerra contra las mujeres en el capitalismo neoliberal latinoamericano”. Res Publica. Revista de Historia de las Ideas Políticas 21 (3): 585-602, 2018; “Biopolítica y gubernamentalidad: dos conceptos para problematizar el poder e interpretar el neoliberalismo”. Revista Ecopolítica 21:17-37, 2018. msaidel@ucsf.edu.ar o matiaslsaidel@gmail.com


RESUMEN

Este trabajo busca pensar lo común en un desplazamiento de lo filosófico a lo político. Se inicia con contribuciones de Jean-Luc Nancy y Roberto Esposito para pensar lo común en términos ontológicos e impolíticos. En seguida, se comentan la teoría de la tragedia de los comunes de Garrett Hardin y su refutación por parte de Elinor Ostrom y otros. Más adelante, se aborda la nueva ola de cercamientos de los comunes y la posibilidad de su reinvención a la altura de los desafíos políticos, económicos, sociales y ambientales del siglo XXI. Para ello, se comentan las reflexiones de Hardt y Negri y de Dardot y Laval, quienes teorizan políticamente lo común enfatizando la dimensión de la praxis instituyente.

Palabras clave:  Común; expropiación; nuevos cercamientos; praxis instituyente; tragedia de los comunes.

ABSTRACT

This article seeks to think of the common in a shift from the philosophical to the political. We begin with the contributions of Jean-Luc Nancy and Roberto Esposito to think of the common in ontological and impolitic terms. Next, we comment on Garrett Hardin's theory of the tragedy of the commons and its rebuttal by Elinor Ostrom and others. Further on, we tackle the new wave of enclosures of the commons and the possibility of its reinvention to meet the expectations of the political, economic, social and environmental challenges of the XXI century. To this end, we comment on the reflections by Hardt and Negri, and Dardot and Laval, who theorize the common in political terms, emphasizing the dimension of instituent praxis.

Keywords:  Common; expropriation; instituent praxis; new enclosures; tragedy of the commons.

RESUMO

Este trabalho busca pensar o comum em um deslocamento do filosófico ao político. Inicia com contribuições de Jean-Luc Nancy e Roberto Esposito para pensar o comum em termos ontológicos e impolíticos. Em seguida, são comentadas a teoria da tragédia dos comuns de Garrett Hardin e sua refutação por parte de Elinor Ostrom e outros. Mais adiante, são abordadas a nova onda de cerceamentos dos comuns e a possibilidade de sua reinvenção à altura dos desafios políticos, econômicos, sociais e ambientais do século XXI. Para isso, são comentadas as reflexões de Hardt e Negri, e de Dardot e Laval, os quais teorizam politicamente o comum, com ênfase na dimensão da práxis instituinte.

Palavras-chave:  Comum; expropriação; novos cerceamentos; práxis instituinte; tragédia dos comuns.

Introducción

En las últimas tres décadas, lo común se ha transformado en uno de los conceptos y dimensiones clave tanto para el pensamiento filosófico como para las prácticas sociales y políticas. En un contexto signado por el fracaso de los grandes proyectos socialistas, y frente al avance del neoliberalismo como racionalidad gubernamental propia del capitalismo contemporáneo (Foucault 2008; Dardot y Laval 2013) -con sus lógicas privatizadoras, individualizadoras, empresariales y desposesivas-, tanto desde la filosofía como desde la teoría jurídica, las ciencias sociales y los movimientos políticos, se asumió como tarea repensar lo común como una dimensión de la existencia ampliamente ignorada, o bien tergiversada, por la filosofía moderna, como una forma de propiedad y/o de gestión de los recursos por fuera de la oposición entre lo público y lo privado, y como un terreno de experimentación de prácticas políticas radicalmente democráticas no centradas en el Estado y la representación. En ese sentido es que, teniendo en cuenta que lo común puede ser fruto de una genealogía muy profunda, y a la vez objeto de novedosas aproximaciones académicas y políticas, hablamos de una reinvención de lo común.

En lo que sigue, propongo esbozar un recorrido que permita pensar lo común vinculando aportes de distintas disciplinas y realizando un desplazamiento de lo filosófico a lo político. En un primer momento, retomaremos el debate que se dio fundamentalmente en torno a la deconstrucción del concepto de comunidad en Francia e Italia desde principios de los años ochenta del siglo XX y en la década sucesiva, y comentaremos algunos aportes de Jean-Luc Nancy y Roberto Esposito, que piensan lo común en términos ontológicos. En seguida, recuperaremos el debate en torno a la tragedia de los comunes y la refutación de dicha teoría desde las ciencias sociales y, en especial, desde la economía política. En ese marco, especificaremos conceptualmente la diferencia entre los dos sentidos que esconde en su seno la noción tradicional de commons: los bienes comunes, ya sea materiales o culturales, y los comunes, caracterizados como instituciones sociales formadas por un recurso, junto con sus reglas de compartición y de gobierno. En ese marco, retomaremos el diagnóstico, por un lado, de la existencia de una segunda ola de cercamientos de los bienes comunes y, por otro, de la posibilidad de una reinvención de los comunes a la altura de los desafíos políticos, económicos, sociales y ambientales del siglo XXI. Para ello, nos valdremos de las reflexiones de Hardt y Negri y de Dardot y Laval, en un intento de pensar lo común como la posibilidad de vislumbrar un porvenir más allá del capitalismo neoliberal, que instituye nuevas formas de cooperación, autogestión y autogobierno.

De la deconstrucción de la comunidad a la ontologización de lo común

Algunos de los terrenos privilegiados en los que tuvo lugar un replanteamiento radical de lo común fueron las filosofías francesa e italiana de las últimas tres décadas, fuertemente atravesadas por la ola deconstructiva que se expandió por Europa en los años 1980. En ese momento, Jean-Luc Nancy realiza un giro copernicano en la interpretación del concepto de comunidad, en una Europa asediada por la sombra, no sólo del fracaso del comunismo como experiencia emancipatoria, sino también de los nacionalismos, los racismos, los fascismos y, en especial, la experiencia nazi, que había puesto la noción de Volksgemeinschaft ( 1 ) en el centro de su política racista y eliminacionista. En efecto, luego de dichas experiencias la palabra comunidad, sobre todo en el ámbito alemán, había abandonado el centro de la escena filosófica y política para retornar hacia los años 1980 en sus versiones comunitaristas, al estilo norteamericano, en sus debates con el universalismo liberal, o como comunidad ideal de la comunicación, en términos de Apel y Habermas.(2)

Lejos de implicarse en el debate que se desarrollaba en la filosofía política norteamericana y alemana de la época, Nancy buscará efectuar una deconstrucción radical de cualquier figura de lo común que pueda estar asociada a una obra, a una identidad plena, a cualquier idea de fundamento o esencia comunitaria. Nancy entiende que lo totalitario en las concepciones humanistas de la comunidad radica en su inmanentismo, en su vocación de realización histórica, en la mitificación de un origen que debe ser recuperado y realizado, en la idea de que la comunidad puede ser moldeada como una obra de arte por el accionar humano. Por el contrario, lo que las investigaciones de Nancy irán poniendo de manifiesto es la imposibilidad de esa comunidad, en la medida en que remite a una condición ontológica inherente a toda singularidad y de la que no se puede disponer a voluntad.

Después de su deconstrucción de cualquier tipo de concepción operativa, inmanentista, voluntarista y esencialista de la comunidad, Nancy propondrá pensar la ontología, de nuevo, a partir del coestar (Mitsein), de la coexistencia (Mitdasein), e, incluso más sencillamente, a partir del con (mit). En ese sentido, revirtiendo el orden de la exposición ontológica de la obra fundamental de Martin (Heidegger, Ser y tiempo 1997 [1927]), Nancy señala que el Mitsein y el Mitdasein no son condiciones existenciales que se sobreañaden al carácter del Dasein como ex-sistente, sino que lo configuran como tal. Dicho de otro modo, el con no es algo que se agrega al ser, sino que le es consustancial: no hay ser que no sea con otros. La existencia no sólo está referida siempre a un exterior, sino que siempre implica relación, com-partición (partage) (Nancy 2006). Esto vale para cualquier cuerpo, cualquier materia separada que no puede constituirse en su singularidad, si no es a partir de su relación diferencial con otros cuerpos (Nancy 2003), y en especial para el Dasein, que es un ser constitutivamente ex-puesto, en una existencia compartida. De hecho, esta filosofía del con-tacto es una filosofía de la finitud, donde los momentos más propios del Dasein, como el nacimiento y la muerte, son a su vez los que lo expropian de toda posibilidad de clausura sobre sí (Nancy 2000). Lo más propio se transforma, así, en lo más impropio, en una lógica de la extimidad ( 3 ) que es constitutiva de toda existencia (Nancy 2006).

Además de los aportes de Maurice (Blanchot 1983) a la figura de una comunidad inconfesable, que privilegia lo ético por sobre lo ontológico, y de Giorgio (Agamben 2001 [1990] y 2006), que elabora una consideración ontológica de la singularidad cualquiera como protagonista de una comunidad mesiánica -en la que no se comparte ninguna condición previa más que la propia pertenencia-, y donde las singularidades co-inciden, será Roberto (Esposito 2003 y 2005) el que dialogue más abiertamente con Nancy, replicando su gesto de pensar primero una noción de comunidad imposible, para luego interrogar ontológicamente esa nada en común. Esposito establece un diálogo explícito con la tradición de la filosofía política moderna, a la que le atribuye un carácter marcadamente inmunitario, pero elabora su reflexión ontológica sobre la comunidad a partir de la etimología del vocablo latino communitas y su oposición polar con la immunitas. Communitas se compone de cum (con) y munus, un concepto polisémico que remitía en la Antigua Roma tanto a onus (una obligación o deber), officium (una carga pública) y donum (un don). Sin embargo, sus análisis lo llevan a sostener que el munus remitiría a algo así como un don obligatorio (2003).

Este análisis etimológico sirve para varios propósitos: en primer lugar, permite comprender que lo que se comparte en la communitas, lo que acomuna a los sujetos, no es ninguna identidad ni ninguna esencia. Que lo que se comparte no es algo positivo, sustancial, sino una falta, una nada. La comunidad no puede basarse en ninguna identidad porque es constitutiva de cualquier posibilidad de decir yo. Esto implica que la comunidad no es algo que depende de la voluntad de uno o varios individuos. Al contrario, esa obligación de donar(se) impide a cualquier sujeto cerrarse sobre sí mismo, lo descentra y lo expone al contagio de la relación. Por eso, la comunidad está desobrada (Nancy 2000), es una comunidad negativa, impolítica (Esposito 2003). En ese sentido, si las filosofías comunitaristas entienden la comunidad como un gran sujeto formado por un nosotros o al que pertenecemos, la perspectiva espositeana señala que lo común es lo que interrumpe cualquier dialéctica entre el sujeto como fundamento metafísico del conocimiento, del orden político y de la ciudadanía (subjectum), y como sujetado a un orden del cual es efecto y al que no puede resistirse (subjectus). Dialéctica que, por otra parte, es constitutiva de las filosofías que van a pensar lo común y lo político en términos de contrato. Ahora bien, el contrato es precisamente lo opuesto al don. Mientras que el contrato remite a la figura inmunitaria del intercambio, que en su faz soberana se transforma en una relación de protección y obediencia, el don remite a la figura comunitaria de la exposición recíproca (Esposito 2003). Por eso, la línea principal de la filosofía política moderna niega lo común, el vínculo riesgoso entre los seres humanos, sacrificando la vida a su conservación.

Insistimos en esta figura del contagio porque, precisamente, es aquello que los dispositivos inmunitarios erigidos por la modernidad buscan impedir a toda costa, encerrando a cada singularidad en su individualidad. Nancy nos recuerda que la figura del individuo, como una parte indivisible, atómica, sin relación, es insostenible, porque todo átomo y todo individuo forman parte de un mundo y todo mundo es mundo común (Mitwelt).(4)

El individualismo es un atomismo inconsecuente: se olvida de que la cuestión del átomo es la de un mundo. Por ello la cuestión de la comunidad es la gran ausente de la metafísica del sujeto, vale decir -individuo o Estado total- de la metafísica del para-sí absoluto: lo que también significa la metafísica del absoluto en general, del ser como ab-soluto, perfectamente desprendido, distinto y clausurado, sin relación. (Nancy 2000, 17)

En ese sentido, Esposito señala que la modernidad atraviesa distintos umbrales inmunitarios que van transformando lo común en su contrario: lo propio. Si en un primer momento existen una serie de filtros categoriales que van mediando esa lógica inmunitaria, como la soberanía, la propiedad, la libertad negativa, la seguridad, etcétera, estas mediaciones irán desapareciendo hasta producir una relación inmediata entre la vida de las poblaciones y el poder político. Dicho proceso va de la mano de una reducción de lo común a una propiedad biológica compartida, que tiene su expresión política en el racismo biologicista, precisamente aquel en el cual se basó la concepción nazi de la Volksgemeinschaft (Esposito 2006). En ese marco, Esposito interpreta al nazismo en términos de una radicalización del sistema inmunitario, que llega a atacar al propio cuerpo que busca defender, como sucede en las enfermedades autoinmunes. Sin embargo, una biopolítica afirmativa no sería posible deshaciéndose totalmente de las barreras inmunitarias ni recurriendo a una nueva filosofía de la trascendencia. Para Esposito, habría que pensar la posibilidad de una inmunidad común en el terreno inmanente de la vida, como sucede, por ejemplo, con la experiencia de la gravidez, donde el feto se desarrolla debido a la diferencia y el conflicto con el sistema inmunitario de la madre (Esposito 2005).

En síntesis, estas propuestas ontológicas muestran que si se parte de lo propio, como sucede desde la modernidad con el individualismo posesivo y las filosofías del contrato social, por un lado, y con políticas identitarias como los nacionalismos y fascismos, por otro, se pierde de vista lo común. Por eso mismo, la urgencia por interrogar la especificidad de lo común deriva de exigencias que son externas a la propia filosofía, que se vuelve una ontología crítica e histórica de nosotros mismos, de nuestro presente (Foucault 1993). Dicho presente está signado por una etapa neoliberal del capitalismo, donde los dispositivos de poder buscan hacer impensable una relación que no parta del autointerés maximizador de los individuos, ahora transformados en capitales humanos en incesante competencia, y que, por ende, se declare la imposibilidad de pensar otra economía y otra política. Es justo en ese punto donde la deconstrucción de la interpretación triunfante de lo común y el reconocimiento de su especificidad y sus potencialidades -en cuanto dimensión de donación y alteración compartida- pueden encontrarse fructíferamente con una reflexión en torno a los commons desde el pensamiento social y económico, y su recuperación y sistematización en una filosofía política de lo común. En ambos casos, se muestra la posibilidad de pensar otra economía, otra política, y, por ende, otra forma de vida, a partir de arreglos institucionales que permitan reinventar lo común como principio organizador de la vida social y política.

El debate en torno a los (bienes) comunes: más allá de la tragedia

Al mismo tiempo que las reflexiones ontológicas sobre lo común iluminaban su carácter de exposición y donación recíproca, se estaba desarrollando un debate en términos económicos, políticos y jurídicos en torno a la viabilidad de los bienes comunes y de las instituciones encargadas de regirlos, donde también estaba en juego, implícitamente, la posibilidad de deconstruir la lógica individualista del Homo economicus neoliberal y reconocer lo común como dimensión constitutiva de la vida social.

Es esta dimensión común la que se pierde con el advenimiento de la modernidad y el cercamiento de los comunes, lo que involucra no sólo privatización de tierras y recursos comunales, sino también la destrucción de la autonomía de los pobres, las mujeres y los pueblos colonizados. Dichos comunes estaban muy extendidos en todas las naciones, conjugando dimensiones jurídicas, políticas y económicas.(5) En ese sentido, del mismo modo que en Inglaterra la Carta de la Foresta de 1217 (Contemporánea de la Carta Magna) garantizaba el acceso y uso a los bienes comunes a quienes no tenían propiedad privada, en la tradición hispánica encontramos en las Siete Partidas del rey Don Alfonso el Sabio (de 1265), vigente hasta el siglo XIX, una condensación de

[…] la nutrida tradición ibérico-romana en materia de aprovechamientos colectivos, aunando bajo la expresión de la pertenencia comunal: a) las cosas que comunalmente pertenecen a todas las criaturas del mundo (el aire y las aguas de la lluvia y el mar y su ribera); b) los ríos, puertos y caminos; c) las cosas que apartadamente son del común de cada ciudad o villa (esto es, las fuentes, las plazas, los ejidos, los montes y las dehesas y todo lugar semejante que sea establecido y otorgado para provecho comunal de cada ciudad, villa, castillo u otro lugar). (Míguez Núñez 2014, 16-17)

Esta legislación tuvo su aplicación supletoria en Hispanoamérica, donde la propiedad comunal y los bienes comunes quedan reconocidos en “La Recopilación de las Leyes de los Reynos de las Indias de 1680” (Míguez Núñez 2014, 16-17).

En ese marco, en el Bajo Medioevo español existen las comunidades como instituciones jurídico-políticas que poseen cierta autonomía política, administran la propiedad común de la tierra (Rubinstein 2005, 22-23) y las mencionadas cosas de aprovechamiento colectivo (Míguez Núñez 2014, 16-17). Ello se ve reflejado en el Vocabulario español-latino de Nebrija (1495), donde no sólo aparece la voz “común cosa” como adjetivo, que traduce la voz latina communis o publicus y “comunal” como algo que pertenece al común, sino también el sustantivo “común o comunidad” como traducción de commune.

Estos antecedentes jurídico-institucionales y terminológicos son importantes en la genealogía de los comunes contemporáneos, en la medida en que evidencian implícitamente la relación entre un asunto o cosa (res), un colectivo que los posee y utiliza (común o comunidad) y reglas jurídicas que garantizan dicha posesión o uso. En ese sentido, en el ámbito académico y político hispanohablante se suele referir al procomún (Benkler 2003 y 2015),(6) o bien a los comunes (Dardot y Laval 2015; Coriat 2015; Federici 2018; Méndez de Andés 2015; Subirats y Rendueles 2016),(7) como equivalentes al inglés commons. Un ejemplo del primer uso lo encontramos en la traducción de Benkler (2015, 98): “El concepto ‘procomún’ alude a una específica forma institucional de estructurar el derecho de acceso, uso y control de los recursos”. Por su parte, la presentación del dossier de Economistas sin Fronteras sobre “El procomún y los bienes comunes” señala, en línea con la genealogía comentada, que “son las prácticas que se nutren tanto de los aprendizajes de los antiguos comunales como de las nuevas formas de mirar a los comunes las que en el fondo dan carta de naturaleza a todo el movimiento de carácter más institucional y académico en torno a la reflexión sobre la economía de los comunes” (2015, 5). En el mismo dossier, Méndez de Andés define como “comunes a la manera de gestionar en común los recursos colectivos que permite establecer principios de cooperación, intercambio y explotación al margen del mercado” (2015, 31). Según el Observatorio Metropolitano de Madrid, en el cual participa la autora,

[…] con el uso del término “comunes” […] nos referimos a un sistema de gestión de recursos que engloba tanto a las propiedades comunales como a los bienes comunes o recursos de dominio público y al modo de gestión de estos bienes y a las comunidades que los gestionan. En este aspecto, los comunes beben tanto de la tradición de los commons históricos ingleses como de las estructuras de propiedad comunal que todavía sobreviven tanto en España como en otras partes del mundo. (2012)

De Andés señala al respecto que “Los comunes están, por tanto, formados por el conjunto de tres elementos: el propio recurso (material o inmaterial), la comunidad de sujetos que generan y sostienen la producción y reproducción del recurso y el modo de gestión, como marco normativo, sea reglado o no reglado” (Méndez de Andés 2015, 33).

En este sentido, designaremos bienes comunes a aquellos bienes, ya sean materiales -como el agua, el aire o un bosque- o inmateriales -como el conocimiento, la cultura, etcétera-, sobre los cuales nadie puede reclamar un derecho de propiedad o de uso exclusivos.(8) Por otra parte, distinguimos a los comunes como el todo formado por “un recurso + una comunidad + un conjunto de protocolos sociales” (Bollier 2016, 25). Es decir que, si bien algunos bienes se prestan más que otros a ser poseídos o gestionados de manera colectiva, y algunos resultan más fácilmente apropiables que otros, dichos bienes no son comunes por alguna característica intrínseca, sino porque son instituidos como tales, porque existen reglas institucionales, formales o informales, positivas o consuetudinarias, que hacen que dichos bienes sean comunes.

Ahora bien, el debate en torno a los commons iniciado en los años sesenta del siglo XX no sólo dejaba de lado esta dimensión institucional, sino que además partió de la confusión entre lo que los economistas suelen distinguir como bienes comunes (no exclusivos y rivales) y bienes públicos puros (no exclusivos ni rivales). En La tragedia de los comunes, el biólogo Garrett (Hardin 1968) se proponía mostrar que el libre acceso a los (bienes) comunes en un mundo limitado lleva necesariamente a una tragedia, dado que no hay incentivos para que los individuos cuiden el recurso. En el artículo en cuestión, Hardin plantea el problema de la superpoblación en términos similares a los propuestos antes por Robert (Malthus 1999), quien sostenía, ya en 1798, que el crecimiento de la población era geométrico o exponencial, mientras que no sucedía lo mismo con los alimentos, motivo por el cual había que fomentar el ahorro en las clases populares, para las cuales la política de ayuda era contraproducente. Si bien en Hardin (1968) el problema ecológico es muchísimo más complejo de lo que Malthus podría haber avizorado, su razonamiento y sus conclusiones no son del todo disímiles. Para explicar su teoría, Hardin toma como ejemplo el pastoreo de ovejas, y señala que, en un pastizal abierto, la decisión racional de cada pastor sería la de introducir la mayor cantidad de ovejas posibles, dado que el beneficio de cada oveja adicional es privado, mientras que el costo es compartido. Esto conduciría a la sobrecarga del pastizal y a su agotamiento. Al llevar este argumento al terreno demográfico, si cada familia es libre de decidir cuántos hijos quiere tener en un mundo de recursos finitos, este se volverá inhabitable por falta de alimentos, contaminación ambiental, aumento de la pobreza, etcétera.

Como vemos, la teoría de Hardin no sólo es hija de una época donde la ecología y la sostenibilidad del crecimiento demográfico emergen como preocupaciones internacionales, sino que además está emparentada con la figura del free rider, tema desarrollado por Mancur (Olson 1965) en torno a la lógica de la acción colectiva,(9) y con el dilema del prisionero de la teoría de los juegos, donde las decisiones son tomadas de manera individual sin poder conocer las decisiones del resto de los actores, lo que lleva a resultados subóptimos (Ostrom 2011). En ese marco, Hardin estaría demostrando que, a contrario sensu de la providencial metáfora smithiana de la mano invisible, en estos casos las decisiones y acciones que son racionales a nivel individual llevan a un resultado irracional a nivel colectivo. Para Hardin, este problema requeriría un cambio en nuestro modo de actuar, pero no puede resolverse de manera técnica ni tampoco apelando a la conciencia de la gente. Por ello, propone la “coerción mutua, mutuamente acordada” entre la mayoría de los afectados, lo que podría significar que el Estado regulara estos bienes comunes, o bien, su privatización, ya que, en ese caso, cada uno cuidaría de que su pastizal se hiciese sustentable en el tiempo.

Sin embargo, las teorías de Hardin fueron adoptadas casi exclusivamente por el ambientalismo de libre mercado (Padilla Zalacaín, en Gordillo 2006), quien va a proponer la mercantilización y la privatización de los bienes comunes como el único modo de protegerlos, haciendo honor en parte a las propias preferencias del autor, que quedan más claras en textos posteriores. Por ejemplo, en Lifeboat Ethics (1974), Hardin explica por qué las naciones ricas no deberían ayudar a los pobres ni permitir la inmigración, y señala que la metáfora adecuada para nuestra ética no es la de la nave espacial, en la que todos compartimos un mismo destino, sino la del bote salvavidas. Dicho bote serían las naciones ricas de cuyos recursos quisiera beneficiarse el 75% de la humanidad que naufraga en la pobreza. Pensar que todos compartimos el mismo destino, o utilizar un criterio marxista de justicia (a cada cual según sus necesidades), llevaría a la tragedia de los (bienes) comunes. Así lo afirma el autor:

El error fundamental en la ética de la nave espacial […] es que conduce a lo que llamo “tragedia de los comunes”. Bajo un sistema de propiedad privada, las personas que poseen propiedad reconocen su responsabilidad de cuidarla, porque si no lo hacen pueden sufrir. Un granjero, por ejemplo, no va a permitir más ganado en un pastizal que lo que su capacidad de carga permite […] Si un pastizal se transforma en un bien común abierto a todos, el derecho de cada uno a usarlo puede no corresponderse con la responsabilidad correlativa de protegerlo […] Sólo el reemplazo de un sistema de los comunes por un sistema responsable de control ha de salvar la tierra, el aire, el agua y las zonas de pesca oceánicas. (Hardin 1974; traducción propia)

Como vemos, aquí la propuesta pasa centralmente por la privatización de los recursos como único modo efectivo de protegerlos. En cualquier caso, frente a la tragedia de los comunes, sólo cabe apelar a la propiedad privada o a la pública.

Sin embargo, el modelo de Hardin ha sido refutado tanto a nivel histórico como teórico. En el primer aspecto, la tragedia de los comunes no se debió a un fracaso intrínseco sino a su expropiación por parte del Estado y el mercado a través de continuos cercamientos que dieron nacimiento al capitalismo y continúan hoy (ver infra). A nivel teórico, la refutación más destacada por su difusión y sus alcances ha sido la de Elinor Ostrom y su escuela.

En efecto, Elinor Ostrom, quien en 2009 fue galardonada con el Premio Nobel de Economía, comenzó a trabajar en los años setenta del siglo XX en torno a los comunes y publicó en 1990 un libro decisivo sobre la materia, donde se preguntaba por las condiciones de viabilidad económica a largo plazo de los recursos naturales administrados colectivamente (Ostrom 2011). En ese marco, la autora muestra que Hardin se equivocaba al suponer que las personas actúan siguiendo únicamente sus propios intereses. Por otra parte, Ostrom sostiene que los interesados pueden establecer acuerdos para la gestión de lo que llama common-pool resources (recursos de uso común). Hardin supone, erróneamente, como en el dilema del prisionero, que los agentes no pueden comunicarse y establecer acuerdos acerca de cómo usar un recurso compartido. En ese sentido, Hardin confunde el libre acceso con recursos de uso común. En estos últimos, no sólo la apertura no es indiscriminada, sino que los acuerdos entre los apropiadores son los que permiten su gestión. En términos de la tipología de bienes elaborada por la ciencia económica del siglo XX, los bienes comunes son no exclusivos, pero sí rivales, es decir, son bienes cuyo acceso es difícil de limitar y donde lo que se agrega o sustrae afecta al resto, por lo cual es necesario que se establezcan reglas de acceso y de uso.

Pero esto no es todo. Como indica David (Harvey 2011), la tragedia señalada por Hardin parece tener que ver más con la propiedad privada, que con los comunes. En ese sentido, sostiene que si el ganado del que nos habla el biólogo hubiese sido poseído en común, la metáfora no funcionaría y sería evidente que el núcleo del problema radica en la propiedad privada del ganado y el comportamiento de maximización de la utilidad. Además, existe un problema de escala: Hardin usa una metáfora local para pensar un problema global, cuando las instituciones para una gestión adecuada de los bienes comunes varían con la escala. En ese sentido, Harvey nos recuerda, en el mismo sentido de Ostrom, que lo que aprendemos de la organización colectiva de economías solidarias de pequeña escala, en términos de propiedad común, no puede trasladarse a soluciones globales sin recurrir a formas jerárquicas anidadas de toma de decisiones. De hecho, el geógrafo sostiene que problemas globales como los medioambientales no pueden resolverse con iniciativas locales. En esos casos, como puede ser el de la protección de la Amazonia, para Harvey se impone a menudo algún tipo de cercamiento, donde la autoridad pública pueda evitar que los intereses económicos privados a corto plazo acaben con la biodiversidad (Harvey 2011, 102). De hecho, la mayor parte de los Recursos de Uso Común (RUC) estudiados por Ostrom en su libro de 1990 son de una escala que va desde los 2 hasta los 15.000 apropiadores. En ese marco, Ostrom identifica los principios de diseño de los arreglos institucionales que permitieron y permiten una gestión compartida exitosa, tales como barreras grupales definidas, congruencia entre las reglas de apropiación y provisión, y las condiciones locales, los arreglos sobre la decisión colectiva, el monitoreo efectivo, las sanciones graduadas, los mecanismos de resolución de conflictos, el reconocimiento de los derechos de los apropiadores para organizarse, las entidades anidadas para los RUC que forman parte de sistemas más amplios (Ostrom 2011, 148).

Cabe notar que, para Ostrom, lo que está en juego no es necesariamente la propiedad del recurso, que puede ser pública, privada o colectiva, sino su gestión. Los RUC son administrados colectivamente siguiendo una serie de reglas aceptadas por los participantes. De allí, la importancia de la gobernanza democrática y compartida como un modo de garantizar la sustentabilidad.

Por otra parte, si bien Ostrom está pensando, inicialmente, al igual que Hardin, en bienes escasos, tales como pasturas, pesquerías o tierras, en las últimas décadas se han vuelto decisivos los comunes inmateriales, del conocimiento o culturales. En especial, con la digitalización, los productos no son agotados por la sobreutilización. Estos suelen requerir mucha inversión en la ideación y el diseño, pero pueden ser reproducidos a un costo marginal casi nulo (Rifkin 2014). Más que una tragedia, estos bienes suponen una comedia de los comunes, según el principio “mientras más, mejor”. Por ejemplo, mientras más gente escucha un tema musical, ve un video en internet o usa un programa informático, más valor tiene este producto. Pero esto vale también para la producción del bien: un programa informático o un proyecto de investigación son más complejos y eficientes mientras más gente contribuya en ellos. En ese sentido, si hay alguna tragedia, esta es producida por la propiedad intelectual, la cual crea escasez artificialmente y, de esa manera, pone en riesgo la innovación (Hardt y Negri 2011). De hecho, una de las formas que adquiere la tragedia de los anticomunes es la maraña de patentes que hacen imposible el avance del conocimiento, por ejemplo, en la investigación biomédica (Heller 1998).

En este sentido, Hess y Ostrom señalan que el conocimiento generalmente es considerado un bien público porque, una vez que alguien descubre algo, es difícil excluir a la gente de ese conocimiento (no exclusivo), y porque los conocimientos no se agotan porque más gente los use (no rival) (2008, 9). Sin embargo, dado que nuevas tecnologías y reglas jurídicas permiten capturar lo previamente incapturable, este bien público se transforma en un RUC que “necesita ser gestionado, monitoreado y protegido para asegurar su sustentabilidad y preservación” (2008, 10; traducción propia). Por eso, sosteníamos al comienzo de este apartado que lo que define a un bien como común no es su naturaleza, sino el marco institucional, las reglas jurídicas, las tecnologías disponibles, las prácticas sociales, etcétera (Vercelli y Thomas 2008). Un común existe cuando hay no sólo un recurso compartido sino también una comunidad que establece reglas de acceso y de compartición (partage) y que tiene la capacidad de ponerlas en funcionamiento (Coriat 2015). Por eso, Hardin se equivocaba al sustancializar los recursos y asumir un conjunto de necesidades y comportamientos como universales. El comportamiento del Homo economicus neoclásico, que daría lugar a la tragedia de los comunes, está lejos de ser universalizable. Este tipo de teorizaciones ignoran la existencia de distintos tipos de comunes y de diversas formas de producir, distribuir, apreciar y consumir recursos comunes que son culturalmente determinados. En ese sentido, Vandana (Shiva 2003) señala que la escasez o abundancia de un recurso no es un hecho de la naturaleza, sino producto de la cultura.

Volviendo a la cuestión de los bienes comunes inmateriales, es a partir de su análisis que el camino de Hess y Ostrom se cruza con el del movimiento de la cultura y el software libres, y el acceso abierto. Dichos movimientos forjaron instituciones jurídicas como la General Public License (GPL), Copyleft y Creative Commons (Coriat 2015). En este caso, hay una subversión del derecho de propiedad, ya que, en lugar de ser un modo de excluir, se transforma en una garantía para el acceso y modificación del bien, como puede ser un programa informático de código abierto. En ese sentido, Richard (Stallman 2002), impulsor de la GPL, señala que el copyleft usa las leyes de copyright para mantener el software libre. Para Fabianne (Orsi 2015), esto implica la posibilidad de reconquistar el derecho de propiedad para los comunes, como un modo de imposibilitar la exclusión. Esto va en línea con lo señalado más arriba por Ostrom: lo que determina que un bien sea un RUC no es tanto el derecho de propiedad, que puede ser común o no, sino el de uso y los modos de su gestión. Incluso, la propiedad intelectual puede garantizar, en casos como el del copyleft, el libre uso y acceso al bien.

Como vemos, toda esta reflexión apunta a la importancia de la dimensión político-institucional de los comunes como un modo de evitar su mercantilización y poder gestionar autónomamente los recursos compartidos. Los comunes suponen, así, la posibilidad de una forma de cooperación y autogobierno por fuera del binomio Estado-mercado, donde lo común no es algo dado sino producido por un sujeto colectivo, que se va formando a su alrededor. Pero esos comunes están amenazados por los viejos y nuevos cercamientos.

Los nuevos cercamientos de los comunes

Como decíamos, la tragedia de los comunes no sólo contiene importantes errores a nivel teórico-conceptual, sino que además podría ser usada para pensar un producto no del libre uso de los recursos, sino de su privatización. En ese marco, si el primer gran cercamiento de los comunes descrito y teorizado por (Marx refiere a “la llamada acumulación originaria” 1974)(10) que permitió el advenimiento del capitalismo industrial, en las últimas décadas asistiríamos a un nuevo proceso de cercamientos, que abarca nuevas áreas geográficas y productivas.

En efecto, el “primer” movimiento de enclosures que se dio en toda Europa entre los siglos XV y XIX tenía como eje central el cercado de terrenos y la eliminación de los derechos de uso consuetudinarios de los pobres sobre determinadas tierras y sus frutos, considerados propiedad comunal y gestionados por formas de autogobierno. El cercamiento de las distintas formas de propiedad comunal en Europa, junto con la legislación que reprimía con penas sanguinarias el vagabundaje y el hurto, obligaron a los campesinos a desplazarse a las ciudades y transformarse progresivamente en el moderno proletariado urbano, elemento subjetivo sin el cual no hubiese sido posible el capitalismo industrial.(11) Para Marx, a ese pecado original del capitalismo debería seguirle, al menos en las metrópolis capitalistas, una forma de acumulación basada en la reproducción ampliada del capital. Sin embargo, a lo largo de estos siglos hemos asistido permanentemente a la introducción forzosa de nuevos espacios a la producción capitalista mediante la violencia y el pillaje.

En ese sentido, en las últimas décadas presenciamos una segunda ola de cercamiento de los comunes (Bollier 2016; Rifkin 2014), que se puede definir, de manera amplia, como una pérdida de accesibilidad a determinados recursos (Hess 2008) a los que se tenía acceso colectivamente. En ella, no se trata sólo de la privatización de bienes naturales y la sobreexplotación de recursos no renovables, sino también de la privatización de servicios, tales como la salud, la educación, el acceso a la vivienda, y de los bienes inmateriales, en especial con la extensión de los regímenes de patentes y derechos de autor al área del conocimiento e, incluso, de la vida, lo cual ha producido un fenómeno como la biopiratería (Shiva 2002). En efecto, la extensión de las patentes y de los derechos de propiedad intelectual a los recursos genéticos y vivientes acaecida en las últimas décadas, y que dio impulso a las biotecnologías, representa un verdadero cercamiento o privatización de los bienes comunes biológicos e intelectuales (Rifkin 2014; Shiva 2003), posibilitado por la ausencia de un marco legal que proteja la integridad de los sistemas de saber indígenas (Shiva 2002), a los que el derecho internacional vigente considera como parte de la “naturaleza” y no del “ingenio humano”. Esto se ve agravado por la extensión del tiempo de los derechos de autor para las creaciones artísticas, las obras científicas, la información académica y los medios digitales, producto de una alianza entre empresas multinacionales y Estados en torno a los derechos de propiedad intelectual, lo cual favorece la obtención de rentas, por encima de la innovación y la difusión de los conocimientos y del bienestar humano.

Esta nueva ola de cercamientos tiene que ver, además, con las distintas formas de extractivismo que se han desarrollado en las últimas décadas en torno al auge del capital financiero, la acelerada explotación de recursos naturales y las nuevas formas extractivas que se dan alrededor de los datos en las plataformas digitales (Mezzadra y Neilsson 2015; Srnicek 2017; Hardt y Negri 2017). Este movimiento de cercamientos puede definirse como “una dinámica global y difusa de expropiación de recursos comunes, con la consiguiente transferencia de prerrogativas del dominio colectivo al del mercado” (Coccoli 2013, 14; traducción propia), que tiene además como efecto la reedición del éxodo masivo de las poblaciones del campo a la ciudad, lo que precariza aún más la existencia de los sectores subalternos.

Por ello, los comunes de hoy luchan no sólo contra los enclosures del pensamiento y la creación constituidos por los derechos de propiedad intelectual (Coriat 2015), sino también contra los enclosures físicos, ya que el acaparamiento y privatización de tierras comunales y públicas, la privación del acceso y la contaminación de los bienes comunes materiales continúan acelerándose (Ince 2014; Harvey 2007). En este marco, como resultado de dicha mercantilización de los bienes comunes a través del impulso de agencias internacionales a la privatización y a los monocultivos de exportación, en las últimas décadas hemos asistido a la pérdida de soberanía alimentaria por parte de comunidades y naciones, a la vez que crecen la producción agropecuaria y la frontera agrícola a escala mundial.

Todo ello se relaciona con lo que David Harvey llamó acumulación por desposesión, como un modo de pensar la especificidad que revisten los métodos de la acumulación originaria en un contexto que ya estaba atravesado por el capitalismo. Este concepto remite a prácticas que

[…] comprenden la mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión forzosa de poblaciones campesinas […] la conversión de formas diversas de derechos de propiedad (comunal, colectiva, estatal, etc.) en derechos exclusivos de propiedad privada […]; la supresión de los derechos sobre los bienes comunes; la mercantilización de la fuerza de trabajo y la eliminación de modos de producción y de consumo alternativos (autóctonos); procesos […] coloniales, neocoloniales e imperiales de apropiación de activos (los recursos naturales entre ellos); y, por último, la usura, el endeudamiento de la nación y, lo que es más devastador, el uso del sistema de crédito como un medio drástico de acumulación por desposesión. […] la extracción de rentas de las patentes y de los derechos de propiedad intelectual, y la disminución o la anulación de varias formas de derechos de propiedad comunes (como las pensiones del Estado, las vacaciones retribuidas, y el acceso a la educación y a la atención sanitaria) ganados tras generaciones de lucha de clases. (Harvey 2007, 175)

Estos procesos han sido característicos del capitalismo neoliberal, sobre todo en regiones como la latinoamericana, sometida a una presión constante hacia la mercantilización de los bienes comunes y los recursos públicos, lo cual generó una reprimarización de las economías ligadas a un extractivismo depredador (Seoane 2013). En ese marco, hemos asistido a una fuerte expansión de actividades hidrocarburíferas, mineras, y de la frontera agrícola, en detrimento de bosques nativos y tierras comunales bajo la presión de la violencia y el endeudamiento masivo (Lazzarato 2013). Por ello, si bien esta segunda ola de cercamientos se asocia muchas veces con lo inmaterial, no debe olvidarse que fenómenos como el acaparamiento de tierras se han acelerado de manera constante en las últimas décadas (Dell’Angelo et al. 2017), y que este proceso de desplazamiento y sometimiento de poblaciones ha involucrado grados inusitados de coerción.(12)

De allí la importancia de nociones como acumulación por desposesión y un concepto ampliado de extractivismo (Gago y Mezzadra 2015), ya que permiten conectar las distintas dinámicas del despojo y de los cercamientos a nivel material con las estrategias del capitalismo financiero global y las nuevas formas en que se produce valor en la actualidad. Es precisamente sobre este punto que volveremos en el próximo apartado, para analizar cómo, en el terreno mismo de la producción, deben ser pensadas las resistencias y alternativas a los cercamientos, lejos de cualquier idea de una autonomía de lo político. En este sentido, Vandana Shiva señala que “si la globalización es el enclosure final de los comunes [nuestra agua, nuestra biodiversidad, nuestra cultura, nuestra salud, nuestros alimentos, nuestra educación, etcétera,] recuperar los comunes es el deber político, económico y ecológico de nuestra época” (en Dardot y Laval 2015, 110). Coincidiendo con esta apreciación, Federici afirma que “en la política de los comunes” está en juego “el reparto de la riqueza, la toma colectiva de decisiones y una revolución en nuestra relación con los otros y con nosotros mismos” (2018, 104).

Hacia una política de lo común

Al inicio de este trabajo señalamos que los autores impolíticos buscan pensar lo común desde una ontología de la inoperatividad, ajena a toda determinación sociológica, económica o política. Por eso, si bien estos aportes ontológicos nos hicieron avanzar de manera enorme en la dirección encaminada a pensar lo común por fuera de toda lógica identitaria, sustancialista y sacrificial, también cabe reconocer los límites de una perspectiva puramente ontológica e impolítica acerca de lo común, que se mantiene al margen de las disputas jurídicas y políticas respecto a los bienes comunes.

En ese sentido, nos parecen especialmente relevantes tanto la perspectiva de Hardt y Negri como la de Dardot y Laval, puesto que se hacen cargo de pensar lo común teniendo en cuenta las producciones acerca de los bienes comunes y las problemáticas ligadas a su institución y apropiación, pero dándole una inflexión filosófico-política de mayor alcance. Ambas perspectivas permiten pensar los (bienes) comunes en el capitalismo neoliberal más allá de la lógica de la desposesión, a la vez que articulan una filosofía de lo común que pone la producción y la praxis en primer plano.

En ese marco, Hardt y Negri definen lo común como todo aquello que es producto y a su vez condición de posibilidad de la cooperación social. Ello implica, por un lado, una filosofía y una política que ya no privilegian el desobramiento, la desactivación, la interrupción de la obra sociotécnica, sino una ontología de la producción biopolítica de lo común y de la plena afirmatividad del ser. Asimismo, a las indagaciones foucaulteanas sobre la biopolítica y la gubernamentalidad y al diagnóstico deleuziano sobre las sociedades de control, Hardt y Negri añaden un estudio de las nuevas formas de producción y extracción del valor producido por el trabajo biopolítico y de mercantilización de lo común, actualizando el diagnóstico marxiano para pensar el capitalismo posfordista o cognitivo.

Es justo en ese terreno donde señalan los límites de pensar al neoliberalismo exclusivamente en términos de desposesión, concepto que serviría para evidenciar el saqueo o distribución regresivos de la riqueza ya existente, pero no para explicar cómo se produce nueva riqueza, algo consustancial al capitalismo (Hardt y Negri 2011, 271-272). Por eso, los autores van a pensar la nueva composición orgánica del capital centrándose en lo que entienden por producción y explotación biopolíticas, donde el general intellect, la principal fuente de productividad, ya no estaría concentrado en las máquinas, sino en el trabajo vivo. En ese sentido, las formas actuales de producción ponen al común en su centro, en la forma de códigos, afectos, relaciones, lenguajes, símbolos, formas de vida, y en la producción de la subjetividad misma del productor.(13) El capitalismo cognitivo o informacional necesita para su desarrollo de altos grados de libertad y de acceso abierto al común por parte de los productores, puesto que supone una forma de producir cada vez más descentralizada, abierta y colaborativa. En ese marco, cuando se producen trabas a la circulación de ideas e informaciones, como sucede con la propiedad intelectual y su tragedia de los anticomunes, se hace más difícil la innovación, que es precisamente la piedra angular de la producción inmaterial y de la generación de plusvalía en el capitalismo cognitivo.

En este sentido, los autores teorizan nuevas formas de explotación en el terreno biopolítico, a las que caracterizan como una expropiación de lo común. Este tipo de explotación se daría en términos más parecidos a la subsunción formal que a la real, ya que el capital no organizaría la producción como en la etapa fordista, sino que se limitaría a succionar valor desde el exterior. En un marco de relativa autonomía práctica del trabajo cognitivo y abundancia de los productos informacionales, el capital no organizaría tanto la producción como la escasez, entorpeciendo las posibilidades de cooperación a través de nuevos cercamientos de los comunes para obtener rentas. Dicha renta, generada por lo que los economistas llaman externalidades positivas,(14) sería un mecanismo de captura y mistificación de lo común. En ese sentido, a diferencia de cuanto sostiene el discurso dominante, el lugar de la libertad ya no es la propiedad privada, que pone trabas a la innovación y libertad, sino lo común, que permite el libre acceso, el libre uso, la libre interacción y la libre expresión (Hardt y Negri 2011, 286-288).

En este marco, la producción biopolítica se vuelve un terreno de luchas decisivo por el control y la autonomía de los procesos de producción de subjetividad, entre la red descentralizada de singularidades colaborativas que los autores llaman multitud y las lógicas expropiadoras y soberanas del Imperio (Hardt y Negri 2000). Los autores caracterizan al nuevo poder soberano global, al que llaman Imperio, como una red descentralizada de mando que se vale de mecanismos de control que modulan las subjetividades productivas y la multitud como un conjunto de singularidades que producen lo común y que, por lo tanto, pueden compartir y cooperar sin abandonar sus diferencias. Dichas singularidades no remiten a un ser común, pero tampoco a un impolítico ser o estar-en-común, sino a la tarea de hacer el común, una autotransformación colectiva que no requiere ningún sujeto fundante: “La multitud se hace a sí misma componiendo en el común las subjetividades singulares que resultan de este proceso” (Hardt y Negri 2011, 14).

En ese marco, lo común es un concepto central para explicar el funcionamiento de la producción de valor y de la acumulación en el capitalismo actual, y de las luchas por superarlo, sin ninguna añoranza por el viejo socialismo estadocéntrico. En ese sentido, frente al tono defensivo que puede adquirir la preservación de bienes comunes tradicionales, o incluso instituciones de la etapa fordista, el paradigma de lo común elaborado por Hardt y Negri no se limita a defender lo común, sino a producirlo, promoverlo e instituirlo. Para ello, la multitud pone en práctica una serie de capacidades que serán fundamentales a la hora de la transformación política basada en la participación y la autonomía (Hardt y Negri 2011, 185).

Sin embargo, la perspectiva de estos autores parece exagerar el rol de las tendencias del capitalismo cognitivo hacia la autonomía y la exterioridad de la multitud productiva con respecto al control por parte del capital. Quizás habría que considerar de qué manera los productores interiorizan las formas de ser, pensar y desear que la gubernamentalidad neoliberal instaura a través de dispositivos como el marketing y, fundamentalmente, el management, y cómo estos mismos dispositivos ponen el deseo de cooperación colectiva al servicio de la valorización del capital (véanse Hochschild 2012; Deleuze 1991; Boltanski y Chiappelo 2010; Zara 2005; Dardot y Laval 2015).

Esto es reconocido por (Dardot y Laval 2013), quienes estudian profundamente los dispositivos de la racionalidad gubernamental neoliberal, que se basa en la norma de la competencia, que es transversal a todo tipo de organizaciones, en las cuales se produce una configuración específica de subjetividades empresariales, y donde el Estado es un actor clave en la neoliberalización de la sociedad y en la privatización de lo común. Es precisamente este diagnóstico sobre el capitalismo neoliberal el que conduce a un pensamiento de lo común.

En ese marco, destacan de manera explícita, en línea con toda la tradición que ha retomado la indagación sobre los comunes, la distancia que existiría entre lo común, lo público y lo privado, donde la propiedad pública, lejos de proteger lo común, parece una forma colectiva de propiedad privada reservada a la clase dominante, que puede disponer de ella a su antojo, en detrimento del resto de la población (Dardot y Laval 2015, 19). Esto se hace evidente con las privatizaciones de bienes, empresas y servicios públicos, cuyos dueños, en realidad, son los ciudadanos, que nunca son consultados ni resarcidos por dichas expropiaciones; al contrario de lo que sucede cuando se expropia a un privado (Mattei 2011). Por eso, no es casual que lo común se haya erigido en principio de los combates y movimientos que se vienen oponiendo al neoliberalismo desde hace dos décadas, y se oriente hacia una reapropiación colectiva y democrática de espacios acaparados por los oligopolios privados y los gobiernos (Dardot y Laval 2015, 110-111).

Para “refundar el concepto de común de forma rigurosa” (Dardot y Laval 2015, 22) se haría necesaria una crítica del dominium, la propiedad privada, que ya no es sólo un dispositivo para extraer goce del trabajo ajeno, sino algo que, al avanzar indiscriminadamente sobre los terrenos necesarios para la reproducción de la vida, amenaza las condiciones de toda vida en común y de la vida en cuanto tal.

Al igual que Hardt y Negri, y en línea con lo que señalamos en los apartados anteriores, para los franceses no se trata de reconocer bienes que por sus propias características serían inherentemente comunes, sino de comprender de qué manera, en su acción conjunta, los seres humanos instituyen comunes mediante reglas sociales, técnicas y jurídicas, que pueden favorecer o no las prácticas cooperativas en este terreno. De hecho, la especificidad de esta perspectiva consiste en pensar lo común en términos de una praxis instituyente, que va de la mano con la coobligación entre quienes participan en una misma actividad, y que supone el establecimiento explícito de derechos de uso de lo inapropiable. En ese marco, sostienen que la praxis no depende de un sujeto dado de antemano, sino que es “producción de su sujeto por auto-alteración del actor en el curso mismo de la acción” (Dardot y Laval 2015, 497).

Es a partir de esta noción de praxis instituyente que los autores tratan de pensar lo común como principio político que surge de las propias luchas de los movimientos que buscan anudar forma y contenido, desconfiando de los poderes instituidos y manteniendo unidos el ideal democrático y las formas institucionales que se adoptan. En este sentido, lo común sería una construcción política que conduce a introducir en todas partes la forma institucional del autogobierno. Asimismo, la política de lo común buscaría reorganizar la sociedad haciendo del derecho de uso el eje jurídico, en detrimento de la propiedad (Hardt y Negri 2015, 524). En ese marco, lo político no puede escindirse de lo social-económico, que sería una “escuela cotidiana de la codecisión” (2015, 27).

En este sentido, lo común se funda en una actividad o una tarea compartida y no en una condición ontológica. Lo común estaría en la línea del koinonein aristotélico; para Aristóteles, “son los ciudadanos quienes deliberan en común para determinar qué conviene a la ciudad y qué es justo hacer” (Dardot y Laval 2015, 29-30). Son las prácticas renovadas del uso de lo común las que plasman su institución continua (2015, 309). Por ello, los autores concuerdan con Heidegger y Arendt, para quienes nuestra condición de estar-en-el-mundo es primera respecto al coestar (2015, 315). Precisamente porque afirman la política por encima de la ontología, los autores basan su propuesta en el “actuar común” -y no en el actuar en común-, en cuanto acción que instituye lo común y se hace cargo de él. Por eso, en cierta manera, invierten la propuesta ontológica de Nancy, y en especial la de Esposito. Al igual que este último, los franceses también se valen de la etimología de communitas, pero no para destacar el deber ni la deuda existenciales, sino el munus, en cuanto tarea, actividad de carácter público. La coobligación nacería de compartir una misma tarea o actividad, y no es algo que nos esté ontológicamente dado. En ese sentido, lo común sería tanto una cualidad del actuar como lo que este actuar instituye, por lo que “la actividad de institución de lo común sólo puede ser común” (Dardot y Laval 2015, 319). En ese marco, lo común configura un principio político que anima la institución de formas de autogestión y autogobierno entre sujetos que están unidos por una obligación recíproca que surge de la actividad conjunta.(15)

Conclusiones

A lo largo de este trabajo, hemos revisado algunos debates en torno a lo común teniendo en cuenta aportes de distintas tradiciones disciplinares. En primer lugar, hemos recuperado una vía filosófica de acercamiento a lo común, que nos ha permitido pensarlo por fuera de las lógicas sustancialistas, identitarias y excluyentes de las distintas tradiciones comunitaristas, que confunden lo común con lo propio, y sin recaer en el individualismo posesivo que se impone últimamente bajo la lógica del capital humano y la autoempresarialidad. Desde una ontología de la exposición y la relación, lo común aparece como una condición que nos antecede y nos expropia de toda posibilidad de pensarnos como sujetos cerrados.

En segundo lugar, luego de precisar conceptualmente lo que entendemos por comunes, hemos problematizado su supuesta tragedia (Hardin 1968). Para ello, hemos retomado los aportes de (Ostrom 2011), quien mostró tempranamente que los comunes no estaban condenados a un destino trágico, dado que los supuestos de los que partía Hardin eran erróneos. En la medida en que la gestión de los comunes tiene que ver con formas institucionalizadas de cooperación y de acuerdos entre los productores y/o apropiadores, de ellos depende la capacidad de hacer que un determinado recurso sea sustentable en el tiempo.

En tercer lugar, hemos señalado que la tragedia real de los comunes no tiene que ver con su insustentabilidad intrínseca, sino con los procesos históricos de cercamiento, tanto aquellos que dieron origen al capitalismo industrial como los que afectan hoy a la propiedad material e intelectual. Así, el neoliberalismo ha sido interpretado como una segunda gran ola de cercamientos que se extiende a nuevos terrenos, a los que introduce en la lógica capitalista mediante una mezcla de coerciones armadas, presiones políticas y disposiciones jurídicas.

En cuarto lugar, yendo más allá de la lógica de la desposesión de la riqueza existente, nos adentramos en dos perspectivas teóricas que piensan lo común en términos de praxis política, vinculándola con el ámbito de la producción económica. Por un lado, lo común aparece como condición y resultado de la producción social, que se transforma en una escuela de codecisión. En conjunto, aparece aquí la centralidad de una praxis instituyente, que implica una apuesta por pensar que lo que nos obliga de manera recíproca no es una condición ontológica, sino una praxis compartida. Es esta lógica de la reciprocidad y la coactividad la que se encuentra en el centro de un pensamiento auténticamente político de lo común que no parte de ningún presupuesto identitario de pertenencia. La praxis implica una actividad que, a la vez que modifica el mundo, altera al sujeto que la lleva a cabo.

En este sentido, el texto intentó mostrar que la defensa y promoción de lo común aparecen, tanto en el plano filosófico como en el político y el económico, como una alternativa a las lógicas desposesivas y gubernamentales del capitalismo neoliberal, conjugando la búsqueda de un mundo más igualitario, económicamente, ecológica y socialmente sustentable, y radicalmente democrático, ya que son los propios participantes quienes construyen esa trama de lo común sin esperar que las soluciones vengan del binomio Estado-mercado. Por eso mismo, la política de lo común no se justifica sólo en términos de eficiencia, como sucede en Ostrom, sino también en términos de emancipación, igualdad y justicia.

De todos modos, al evaluar los alcances y limitaciones de estas nuevas formas de autogobierno, debemos tener presente su factibilidad en términos de escala, poder y subjetividades sociales predominantes.

Por un lado, si bien la escala no parece un problema irresoluble en los comunes informacionales, en el ámbito material existen problemas globales que no pueden ser resueltos con iniciativas locales y sin alguna autoridad global capaz de imponer sanciones. De hecho, se necesitarían organismos internacionales con mayor poder de imposición y autónomos respecto a los intereses capitalistas, para poder hacer respetar los acuerdos relativos a la protección de bienes comunes globales como el medioambiente. Ello, junto con la necesidad de protección jurídica que necesitan los bienes comunes, incluso a escala local, pone de manifiesto que lo común no puede prescindir de algún tipo de relación de complementariedad con lo público y lo privado (Bollier 2016).

Por otro lado, las formas de poder gubernamental contemporáneas no sólo han dado lugar a una empresarialización de las existencias, en las que la competencia resulta la norma según la cual nos relacionamos, sino que incluso logran, mediante las nuevas técnicas de gestión en el espacio productivo y de marketing, que la cooperación sirva para maximizar el rendimiento y la rentabilidad de los trabajadores, junto con la explotación del trabajo gratuito de los prosumidores. De allí que el management actual reconozca la importancia de lo común e introduzca modalidades de coopetición (Dardot y Laval 2015), mientras que la sharing economy se transforma en un modelo de negocios y en fuente de creación de nueva riqueza privada.

Sin embargo, reconocer los límites actuales de lo común y advertir que no todos los comunes son anticapitalistas no implica negar sus potencialidades. En ese sentido, hemos intentado mostrar que lo común representa el principio político más potente en la actualidad para construir una alternativa al neoliberalismo, en la medida en que es capaz de articular para un proyecto emancipatorio una serie de subjetividades y movimientos político-sociales altamente heterogéneos sin remitir a ninguna esencia o identidad excluyente, a ninguna trascendencia y a ninguna teleología, y, por ende, sin reeditar formas sacrificiales de comunidad. Por eso mismo, sostenemos que lo común representa un terreno de luchas decisivo entre las lógicas expropiadoras, desposesivas y gubernamentales del capitalismo neoliberal -que buscan privatizar lo común mediante diversos dispositivos de captura- y una praxis colectiva e instituyente -que construye aquí y ahora una forma de vida alternativa, un nuevo tipo de relación con los otros, con la identidad, con la propiedad, con la producción y con la naturaleza-.

En definitiva, frente a la mercantilización de todo lo existente impuesta por el capitalismo neoliberal y su vocación de destruir cualquier alternativa económica y política a lo dado, y frente a la imposición de la racionalidad gubernamental neoliberal en todos los ámbitos institucionales públicos y privados, la política de lo común invita a retomar la responsabilidad política y la reciprocidad como ejes para la construcción, aquí y ahora, de un mundo en el que muchos mundos sean posibles.

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Cómo citar: Saidel, Matías Leandro. 2019. “Reinvenciones de lo común: hacia una revisión de algunos debates recientes”. Revista de Estudios Sociales 70: 10-24. https://doi.org/10.7440/res70.2019.02

* El artículo se nutre de investigaciones desarrolladas en el marco del trabajo como Investigador Asistente, y luego Adjunto, en el CONICET sobre lo común en el capitalismo neoliberal, y del trabajo realizado en 2018 como becario de la Fundación Carolina/Universidad Complutense de Madrid. Agradezco a los evaluadores anónimos por ayudarme a mejorar la calidad del texto con sus observaciones.

1Volksgemeinschaft (literalmente “comunidad del pueblo”) fue un concepto central de la doctrina nazi en términos de una comunidad orgánica, unificada y jerárquicamente organizada, y donde el interés de cada individuo está subordinado al de la nación y la raza. Dicha comunidad racial debía estar dispuesta a ir a la guerra y sacrificarse en aras del predominio sobre las razas inferiores y el mejoramiento de la propia raza.

2En Teoría de la justicia (1971) John Rawls propone una filosofía neocontractualista que busca establecer, mediante un experimento mental, los principios que cualquier grupo de seres racionales se daría a sí mismo en una situación imaginaria (llamada posición originaria), donde cada miembro se encuentra bajo un “velo de ignorancia”, es decir, desconoce su lugar en la sociedad, lo que da lugar a una concepción de la justicia como equidad. Por su parte, Habermas (1981) y Apel (1976) actualizan la filosofía práctica kantiana en términos de un a priori lingüístico, caracterizando la comunidad ideal como basada en un procedimiento de argumentación racional, donde estarían incluidos virtualmente todos los sujetos racionales capaces de discurso y acción. En respuesta al universalismo, trascendentalismo, racionalismo, individualismo y atomismo que estaban en la base de las teorías liberales, surgirán una serie de críticas agrupadas bajo el rótulo de comunitaristas, realizadas por autores como Walzer (1983), MacIntyre (1984), Taylor (1989) y Sandel (1982), que reintroducen nociones de inspiración aristotélica y hegeliana para pensar un sujeto situado, formado por una comunidad con tradiciones culturales concretas y valores compartidos positivamente como el patriotismo. Si para los primeros la comunidad es instituida de manera voluntaria, para los segundos, la comunidad forma a los sujetos, por lo cual el problema central no sería la justicia, sino la identidad.

3La noción de extimidad proviene del psicoanálisis lacaniano, donde lo más íntimo está en el exterior del yo.

4Sobre este asunto, Heidegger señaló: “En virtud de este estar-en-el-mundo determinado por el ‘con’, el mundo es desde siempre el que yo comparto con los otros. El mundo del Da-sein es un mundo en común [Mitwelt]. El estar-en es un coestar con los otros. El ser-en-sí intramundano de éstos es la coexistencia [Mitdasein]” (1997 [1927], 144).

5Como señala César Rendueles, “los comunes son una realidad casi universal en las sociedades preindustriales” (Subirats y Rendueles 2016, 16). Míguez Núñez señala que “los commons en Inglaterra, los communaux en Francia, la Allmende o la Mark en territorios germánicos, los baldíos y las tierras comunales en España, los ejidos y la comunidad indígena en Latinoamérica, reflejan modalidades alternativas a la titularidad individualista de matriz romana y la edificación de categorías de aprovechamiento de los recursos naturales construidas desde abajo, es decir, por sus directos interesados” (2014, 17).

6El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) señala que procomún deriva de provecho común y lo define como “utilidad pública” (RAE 2019).

7El DRAE define, por un lado, el adjetivo “común” en relación con un bien, “Dicho de una cosa: Que, no siendo privativamente de nadie, pertenece o se extiende a varios”. En cuanto sustantivo, algunas de sus acepciones son: “Todo el pueblo de cualquier ciudad, villa o lugar” y “Comunidad, generalidad de personas” (RAE 2019).

8Como veremos, en algunos casos, los bienes en cuestión son de propiedad común, y en otros pueden ser públicos o privados, pero lo decisivo es que estén gestionados en común o abiertos a un uso más o menos libre por parte de una comunidad determinada, y donde ningún individuo se arroga la exclusividad.

9En dicho texto, Olson intenta mostrar que un individuo racional sólo contribuirá al grupo en la medida en que pueda obtener un beneficio privado de este. En ese marco, el free rider (polizón) es aquel que busca aprovecharse individualmente de los recursos generados por las contribuciones de los demás sin pagar los costos de su producción o mantenimiento.

10Este es el nombre del capítulo 24 del primer libro de El capital de Marx, donde explica el violento proceso de cercamiento de los bienes comunes que fue condición de posibilidad del capitalismo industrial; el permitir la concentración de la propiedad de la tierra y generar una masa ingente de seres humanos sin otro medio de sustento que su capacidad de trabajo.

11Esta es sólo una parte de la historia. Como recuerda Federici (2015), el proceso de enclosures no tiene que ver únicamente con la guerra contra los pobres en Europa, sino también contra las poblaciones no europeas sometidas a esclavitud para proveer de materias primas y metales preciosos a las metrópolis, y contra la autonomía de las mujeres, reducidas a tener que efectuar, además de la jornada fabril, un trabajo reproductivo no remunerado, sin el cual no existirían mano de obra que explotar ni, por ende, capitalismo industrial.

12Por ejemplo, bajo el disfraz de la guerra contra las drogas en países como Colombia y México (Paley 2018).

13Según Federici, la teorización del trabajo afectivo de Hardt y Negri recupera la noción de trabajo emocional de Arlie Hochschild, despojándola de su tinte de género. En efecto, Hochschild elabora dicha noción basándose en el estudio de un sector de servicios (como el de las azafatas) donde se venden experiencias, emociones y estados mentales, se trata con personas, en vez de cosas, y donde el trabajo físico y mental se conjuga con el rol clave del trabajo emocional y sus efectos subjetivos. “Este trabajo requiere inducir o suprimir sentimientos para sostener el semblante exterior que produce el estado mental apropiado en otros […] Este tipo de trabajo llama a coordinar mente y sentimiento, y en ocasiones recurre a una fuente del yo que honramos como profunda e inherente a nuestra individualidad” (Hochschild 2012, 7; traducción propia). Federici sostiene que mientras que para Hochschild “las mujeres son los sujetos centrales del trabajo emocional” y han realizado siempre ese trabajo, la tesis negriana de una generalización del trabajo afectivo y de la feminización del trabajo invisibiliza las diferencias de género, la explotación específica del trabajo reproductivo realizado por las mujeres y las luchas desarrolladas en dicho terreno (Federici 2017, 192).

14Por externalidades positivas entendemos los beneficios indirectos que se obtienen de la acción de uno o más agentes sociales y económicos, mientras que las negativas serían los perjuicios que se producen cuando un agente les transfiere a otros algunos de sus costos. Ejemplo de lo primero sería la recuperación de barrios que estaban abandonados y aumentan su valor porque los vecinos instalan allí centros culturales o deportivos. Ejemplo de lo segundo es la contaminación de un río por parte de las fábricas, que le transfieren así a la sociedad en su conjunto el costo de conseguir agua limpia y de purificar dichas aguas.

15Si bien no podemos entrar aquí en detalles, algo similar puede encontrarse en lo que Gutiérrez Aguilar define como un horizonte político comunitario-popular, donde se conjugan la reapropiación de la riqueza colectiva y la posibilidad de decisión colectiva sobre ella, y la política en femenino, que defiende lo común, dispersa el poder y “habilita la reapropiación de la palabra y la decisión colectiva sobre asuntos que a todos competen porque a todos afectan” (2017, 62).

Recibido: 01 de Octubre de 2018; Aprobado: 30 de Abril de 2019

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