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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.72 Bogotá Apr./June 2020

https://doi.org/10.7440/res72.2020.02 

Temas varios

Concretos deseos de (in)movilidad. Migraciones indígenas y arquitectura de remesas entre lo comunal y lo transnacional*

Concrete Desires of (In)mobility. Indigenous Migrations and the Architecture of Remittances between the Communal and the Transnational

Concretos desejos de (i)mobilidade. Migrações indígenas e arquitetura de remessas entre o comunal e o transnacional

Andrea Freddi** 

Alejandra Carreño*** 

Leopoldo Martínez Mérida**** 

** Doctor en Scienze Psicologiche, Antropologiche e della Formazione, mención Antropología, por la Università degli Studi di Torino, Italia. Académico del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de los Lagos, Chile. Últimas publicaciones: “Comunidad, alcaldía y radio. Cambio y conservación del liderazgo indígena en el Guatemala posguerra”. Revista Antropologías del Sur 5 (9): 91-112, 2018; “ʻTocar puertasʼ. Potere indigeno, ONG e sviluppo nel Guatemala post-guerra”. ANUAC 7 (1): 89-115, 2018. andrea.tnom@gmail.com

*** Doctora en L’interpretazione. Letteratura italiana, Letteratura Comparata, Semiotica e Comunicazione Simbolica, Antropologia, Etnologia e Studi Culturali por la Università degli Studi di Siena, Italia. Investigadora del Programa de Estudios Sociales en Salud del Instituto de Ciencias e Innovación en Medicina (ICIM) y la Facultad de Medicina-Clínica Alemana de la Universidad del Desarrollo, Chile. Últimas publicaciones: “La ciudad mestiza: paisaje andino y migraciones indígenas en la región de Arica y Parinacota, Chile”. Revista de Geografía ESPACIOS 15 (8): 47-66, 2018; “Migraciones y Mestizajes: Conceptos y debates para la aproximación teórica a la salud en contextos interculturales” (en coautoría). Cuadernos Médico Sociales (58) 4: 7-17, 2018. carrenoalejandra@gmail.com

**** Profesor de Educación Primaria, Universidad San Carlos, Guatemala. Director de la Escuela Chipoclaj, Todos Santos, Huehuetenango, Guatemala. leopoldoadrian21@gmail.com


RESUMEN

Las comunidades indígenas de Guatemala han sido históricamente presentadas como sociedades de origen rural, cuya forma de organización política y social se basa en la mantención de vínculos comunitarios o comunales. Sin embargo, desde hace varias décadas, estas sociedades se han hecho parte de masivos procesos migratorios que las han vuelto partícipes activas de una de las dimensiones estructurales del proceso de globalización: el transnacionalismo. Este artículo se propone analizar la transformación de una comunidad indígena, Todos Santos (Guatemala), desde el punto de vista de las nuevas formas de reinventar el espacio comunal a través de la arquitectura local que está siendo intervenida por los migrantes con acceso a las remesas. La recreación del imaginario de lo global a través de casas y construcciones que representan la odisea de la migración es analizada como parte de las estrategias que generan las comunidades indígenas para negociar con los fenómenos globales de los que son partes activas. Este análisis nos invita a reflexionar sobre los vínculos comunales y transnacionales de los grupos indígenas, que se reflejan en las formas concretas que están adquiriendo los espacios habitados por ellos.

PALABRAS CLAVE: Arquitectura popular; comunalismo; comunidad local; Guatemala; migración de retorno; población indígena; remesas; transnacionalismo

ABSTRACT

The indigenous communities of Guatemala have historically been presented as societies of rural origin, whose form of political and social organization is based on the maintenance of community or communal ties. However, for several decades, these societies have been part of massive migratory processes that have made them active participants in one of the structural dimensions of the globalization process: transnationalism. This article aims to analyze the transformation of an indigenous community, Todos Santos (Guatemala), from the perspective of the new ways of reinventing the communal space through the local architecture that is being intervened by migrants with access to remittances. The recreation of the imaginary of the global through houses and constructions that represent the odyssey of migration is analyzed as part of the strategies that indigenous communities generate to negotiate with the global phenomena of which they are active parts. This analysis invites us to reflect on the communal and transnational links of the indigenous groups, which are reflected in the specific forms taken by the spaces they inhabit.

KEYWORDS: Communalism; Guatemala; indigenous population; local community; popular architecture; remittances; return migration; transnationalism

RESUMO

As comunidades indígenas da Guatemala têm sido historicamente apresentadas como sociedades de origem rural, nas quais a forma de organização política e social se baseia na manutenção de vínculos comunitários ou comunais. No entanto, por várias décadas, essas sociedades se tornaram parte de processos de migração massivos que os tornaram partícipes ativos de uma das dimensões estruturais do processo de globalização: o transnacionalismo. Este artigo tem como objetivo analisar a transformação de uma comunidade indígena, Todos Santos (Guatemala), a partir do ponto de vista das novas formas de reinventar o espaço comunal por meio da arquitetura local que está sofrendo uma intervenção dos migrantes com acesso a remessas. A recriação do imaginário do global através de casas e edifícios que representam a odisseia da migração é analisada como parte das estratégias geradas pelas comunidades indígenas para negociar com os fenômenos globais dos quais elas fazem parte ativamente. Esta análise nos convida a refletir sobre os vínculos comunais e transnacionais dos grupos indígenas, que são refletidos nas formas concretas que os espaços habitados por eles estão adquirindo.

PALAVRAS-CHAVE: Arquitetura popular; comunalismo; comunidade local; Guatemala; migração de retorno; população indígena; remessas; transnacionalismo

Introducción

Lo primero que llama la atención de un recién llegado a la comunidad de Todos Santos (Guatemala) son las estrellas y las barras de la bandera de Estados Unidos. Están por todos lados: sobre las cornisas de cemento que decoran las nuevas casas construidas en la aldea El Rancho; pintadas en las paredes exteriores de los recién inaugurados cibercafés; en las tumbas de los que murieron en tierra extranjera; en las Toyota Hilux que trepan los caminos polvorientos; o en las desgastadas camisas de los que vuelven de la milpa. Se encuentran también en los espacios domésticos: junto a altares votivos; cubriendo una lavadora inutilizada; en el fondo de una fotografía que retrata familiares lejanos; o en los trapos chamuscados que se usan en la cocina. Es una presencia a veces llamativa y ostentosa, otras veces discreta e inesperada, pero siempre cargada de significados. Su presencia hace pensar en la ilimitada capacidad de expansión del capitalismo, y en la fascinación seductora de los patrones globales de consumo. Incluso, puede resultar desalentador constatar la adopción entusiasta del símbolo inequívoco del imperialismo, relacionado con regímenes militares que han masacrado a la población indígena guatemalteca. La bandera es el emblema de una nación donde los mismos todosanteros son reducidos a desechos humanos, cuerpos valorados únicamente a partir de la cantidad de dólares que pueden generar, y que viven recluidos en la ansiedad del fracaso y en el temor a la deportación. El ambiente que se vive, sin embargo, produce todo, menos una sensación de derrota. El símbolo estadounidense es integrado en objetos tan cotidianos y profanos que la hegemonía cultural parece ser una interpretación insuficiente (véanse las imágenes 1, 2 y 3).

En lugar de un pueblo dependiente y derrotado, quien visite este municipio del occidente de Guatemala (departamento de Huehuetenango), se encontrará con un lugar abismalmente vivo, lo que se refleja en su naturaleza caótica. Con una población de 35.000 personas, de la que un tercio vive temporalmente en Estados Unidos, lo primero que impresiona de Todos Santos es la cantidad de gente ocupada comprando y vendiendo, arreglando hoyos en la calle y construyendo casas, comiendo en los comedores y yendo a la escuela. Los dos bancos tienen a menudo largas filas frente a sus puertas de entrada, especialmente los días en que se reciben remesas (véase la imagen 4). El nuevo edificio destinado a la venta de planes telefónicos, construido junto a la iglesia colonial, está siempre atestado de clientes que se funden con la circulación de motos, camionetas, taxis rurales y camiones con mercancías o ganado. El tráfico se regula con gritos y bocinas, mientras vehículos y autobuses de segunda mano expulsan humo negro por sus tubos de escape. En Todos Santos, la mayoría de la población es maya mam y, a pesar de ser históricamente considerados custodios de las tradiciones indígenas, hoy en día parecen empeñados en hacer crecer su pueblo, en sentido vertical y horizontal. Las nuevas casas de concreto, que en menos de veinte años han redefinido completamente su apariencia, son de dos o más pisos de altura y ocupan aquellos espacios abiertos que antes pertenecían a los patios, a los corrales, a las huertas e incluso a la milpa. El pueblo es una obra perpetua, alimentada por los dólares que llegan desde el “Norte”. El resultado de esta urbanización repentina e improvisada es la conversión de un pueblo rural escasamente poblado en la imitación de una ciudad, cada vez más bulliciosa. La arquitectura sin arquitectos y la urbanística sin árbitros han impuesto un estilo urbano desordenado que pone a la población y las autoridades frente a problemas y necesidades propios del crecimiento urbano: tráfico, contaminación ambiental, redes de agua potable y electricidad, ampliación del sistema de alcantarillas y sistemas de administración de basura. El crecimiento de Todos Santos contrasta con la postal nostálgica que se mantiene en cantones del norte, como Tzi’pak, en las laderas del cerro Tui’ Coyga, donde la migración a Estados Unidos no es tan masiva y las casas siguen siendo de adobe con techos de paja, y rodeadas por el verdor espeso de los bosques de los Cuchumatanes.

Frente a este contraste, resulta imperioso preguntarse: ¿qué es lo que está pasando en comunidades indígenas como Todos Santos? ¿Cómo interpretamos estas rápidas y radicales transformaciones que tensionan lo comunal con lo transnacional? ¿Qué significan las banderas estadounidenses por todas partes y el ingente crecimiento de casas de remesas? ¿Son una reproducción subalterna de la modernidad occidental, o sólo una caricatura de esta? El presente artículo se propone analizar la transformación de una comunidad indígena centroamericana que participa activamente en la migración transnacional, desde el punto de vista de las nuevas formas de reinventar el espacio comunal a través de la arquitectura local que está siendo intervenida por los migrantes con acceso a remesas. Los datos provienen de la investigación doctoral del primer autor, realizada entre 2011-2015 en la Universidad de Turín (Italia). Durante estos años, se realizaron quince meses de trabajo de campo multisituado (Marcus 2001) en Todos Santos Cuchumatán y en California, destino habitual de las migraciones maya mam en Estados Unidos. Los datos empleados en este artículo proceden principalmente de los doce meses trascurridos en Guatemala, durante los cuales se llevó a cabo la investigación a partir de la observación participante: el primer autor vivió con continuidad en el pueblo, hospedado por una familia local. También se aplicaron entrevistas abiertas y semiestructuradas, que fueron analizadas por los dos primeros autores con la técnica de análisis temático (Creswell 2014). Las entrevistas usadas en esta instancia proceden principalmente de informantes adultos de género masculino, en algunos casos líderes comunitarios; por lo tanto, la perspectiva reportada refleja su punto de vista. Sin embargo, para este trabajo fue crucial la información procedente de la vida cotidiana en el pueblo, conseguida por medio de conversaciones informales y participación en las actividades públicas y privadas de sus habitantes. Estos conocimientos, que proceden de una amplia gama de informantes de todos los géneros y edades, son los que plasman la comprensión del lugar y orientan las entrevistas. El registro visual se realizó entre 2011-2019 gracias a la participación del tercer autor, habitante del municipio de Todos Santos.

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 1 Bandera 

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 2 Tumba 1 

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 3 Tumba 2 

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 4 Mujeres haciendo fila frente al banco un día miércoles, cuando se retiran las remesas 

Indígenas migrantes

Los estudios sobre el tema concuerdan en que las migraciones desde los altiplanos occidentales de Guatemala hacia Estados Unidos empezaron a principios de los años 80, a consecuencia de persecuciones políticas (Foxen 2007; Montejo 1999; Popkin 1998). Los primeros todosanteros en moverse hacia el “Norte” fueron los habitantes de Ixcán, una zona selvática cercana a la frontera con México. Allí, en los años 70, el Gobierno promovió una política de colonización de tierras baldías y asignó terrenos a campesinos indígenas procedentes de todo el país. Aquí, en marzo del 1982, tuvo lugar una de las más conocidas masacres perpetradas por el ejército guatemalteco, cuando este abrió fuego sobre la población civil en Cuarto Pueblo (Falla 1993; Manz 2004). Esto causó el éxodo de los supervivientes hacia México, donde fueron reubicados en campos de refugiados (Aguayo Quezada y O'Dogherty 1986). Desde allí, algunos de ellos, con la idea de encontrar mejores oportunidades laborales, y siguiendo los flujos migratorios mexicanos, entraron en los Estados Unidos. Ahí empezaron a vivir “en la sombra”, como dice Leo (Chavez 1991) sobre la experiencia de la ilegalidad del migrante: trabajando como jornaleros agrícolas u obreros de la industria avícola, al margen del Estado y de la ciudad, y con el miedo constante a ser detenidos por la “migra” o a ser asaltados por las pandillas que controlan las calles en los barrios donde pueden permitirse residir (Stephens 2007).

Con el fin de la Guerra Fría, y luego con los Acuerdo de Paz de 1996, el ejército se retira de las comunidades y el modelo neoliberal que lo reemplaza vuelve las fronteras más porosas, lo que genera que el flujo de migrantes crezca exponencialmente. Entre 1999 y 2003, las migraciones alcanzan su nivel más alto (Burrell 2005, 17), y, a partir de 2008, empiezan a decrecer con la crisis económica global, la disminución de las posibilidades de trabajo y las complicaciones del viaje, debido al aumento del control de la frontera, rígidamente repartida entre policías y narcos (Martínez 2010). Se trataba esencialmente de una migración “irregular” o “sin papeles” que cuesta a un campesino indígena aproximadamente cinco mil dólares, repartidos sobre todo entre los dos coyotes que tiene que contratar. El primero suele ser un vecino de la comunidad, un migrante experimentado que hace rendir sus contactos y conocimientos del territorio. Este lo lleva a través de la frontera entre Guatemala y México, y lo acompaña a lo largo de este último país hasta llegar al desierto de Sonora. El cruce de este espacio árido, que da acceso a los Estados Unidos, dura en promedio cinco noches, y el encargado es otro especialista passeur que conoce las rutas viables del desierto.

Una de las causas que muchos reportes sobre el tema consideran detonante de la migración indígena hacia el “Norte” es la crisis del precio del café a finales de los años 90 (OIM 2003; UNICEF y OIM 2011, 44). Si bien este fenómeno fue determinante, quizás sería mejor hablar, siguiendo a (Taracena Arriola 2010, 17-18), de una progresiva desestructuración de la vida campesina, que considera una variedad más amplia de factores. El genocidio de los años 80 corroyó el tejido social de los municipios indígenas, y las soluciones neoliberales de los 90 -las tímidas políticas multiculturales y el asistencialismo de las ONG- no crearon condiciones estructurales favorables a la integración económica. Las condiciones de vida en las áreas rurales fueron, además, agravadas por el nuevo modelo económico impulsado en el periodo de posguerra, basado en el extractivismo minero y en el cultivo de agrocombustibles de exportación (Bastos y De León 2015; Yagenova 2012). No obstante, la disolución del Estado militar permitió mayor movilidad y empujó a las masas campesinas empobrecidas a buscar empleo en el extranjero. En fin, para entender las causas de la migración hay que agregar también la percepción generalizada de la inseguridad, ocasionada por el impresionante crecimiento, en los años posteriores al fin de la guerra civil, de la tasa de homicidios y linchamientos relacionados con el tráfico de drogas y con las maras -las pandillas juveniles de las zonas urbanas- (Benson y Fisher 2009; Camus 2012; Grassi 2015; Levenson 2013; Snodgrass Godoy 2002).

La migración desde Todos Santos empezó como una migración masculina, de hombres jóvenes que dejaron el pueblo entre los 16 y los 35 años. Sin embargo, hoy están en fase creciente tanto la migración femenina -conformada por mujeres que alcanzan a sus familiares o maridos en Estados Unidos- como la migración infantil, fenómeno que ha tenido mucha relevancia en años recientes (Jones 2017). Una vez que llegan a su destino, los migrantes deben encontrar suficiente dinero para cumplir con tres ineludibles obligaciones financieras: saldar la deuda acumulada para pagar el viaje, cubrir los gastos cotidianos y empezar a enviar las elevadas cantidades de dinero que sus familias esperan, es decir, las remesas (Stoll 2010). Estas migraciones son frecuentemente una empresa familiar: a pesar del afán individual y épico que adquieren las narraciones de quienes emprenden sus aventuras en el “Norte”, ninguno puede realizar el viaje por fuera del alcance de una sólida red de relaciones familiares y comunitarias. Esta red se manifiesta, por un lado, de forma material, a través de los préstamos de dinero que posibilitan el viaje, y, por el otro lado, de forma simbólica, por los deberes y valores comunitarios que los migrantes deben seguir respetando para mantenerse vinculados con su grupo social. Es por esto que el migrante indígena todosantero vive en una condición de deuda, financiera y moral, que debe ser recompensada a través de las remesas, con las cuales se moderniza la infraestructura de la comunidad, se dinamiza su economía y se financia la realización de fiestas ceremoniales, cuyos principales protagonistas son justamente los migrantes. El protagonismo de los migrantes en la vida social del pueblo es atestiguado por la cantidad creciente de retornados -ya sea por deportación, o por decisión- que adquieren posiciones de liderazgo dentro de la comunidad; incluso, han llegado a postularse como alcaldes (Freddi 2018).

Los dólares que financian estas relaciones de reciprocidad proceden de los trabajos que encuentran en el “Norte”: en Michigan, entran a la industria alimentaria; en California, se convierten en maestros de obras y jardineros; y en varias zonas agrícolas del país son contratados como jornaleros recolectores. En el negocio de la construcción, los todosanteros que viven en Bay Area de San Francisco reciben entre 9 y 18 dólares por hora. Esto significa que los que tienen trabajo fijo logran pagar su deuda rápidamente y mandan hasta 1.000 dólares mensuales a Guatemala. Normalmente, como ha sido revelado por Manuela (Camus 2008), en las comunidades vecinas de San Juan Ixcoy y Santa Eulalia, un migrante tarda un año en extinguir su deuda, y dos años para financiar la construcción de su casa.

Una comunidad campesina relativamente aislada, y que hasta el final de la guerra civil (1996) vivía esencialmente de los productos de la milpa, de los escasos ingresos del trabajo estacional en las fincas de la zona costera y del pequeño comercio de los mercados rurales, se encuentra así proyectada en las periferias de las grandes metrópolis estadunidenses y envuelta en un proceso de urbanización repentina e improvisada. Es oportuno profundizar en estas contradicciones, primero, desde el punto de vista teórico, de manera que el problema de estudio pueda ser planteado con claridad; después, desde el punto de vista empírico, para ahondar en la arquitectura de remesas de Todos Santos.

Transnacionalismo y comunalismo

El estudio de las migraciones ha tradicionalmente adoptado una óptica que entiende las trayectorias como movimientos unidireccionales desde comunidades de origen hacia comunidades de destino. Igualmente, desde el punto de vista temporal, ha tendido a centrarse en la neta división entre un momento pre-migración y un momento post-migración. Con el concepto transnacionalismo se buscó superar los límites evidentes de ambas visiones y subrayar el rol de mediación que cumplen los migrantes al ser considerados actores liminares que tienden a permanecer en un espacio de transición, en el que se enfatizan el rol de la simultaneidad, la reversibilidad y la reciprocidad de los intercambios que establecen entre lugar de origen y lugar de destino (entre otros, Appadurai 1991 y 1996; Glick Schiller, Basch y Blanc-Szanton 1992; Hannerz 1996; Kearney 1995; Levitt 2001; Massey et al. 1993; Ong 1999). El debate sobre el transnacionalismo invita, por lo tanto, a concentrarse no sólo en las variables económicas y políticas que impulsan la movilidad, sino también en los componentes sociales, culturales, simbólicos y afectivos que alimentan su acción. A través del espacio transnacional, el migrante busca poner en práctica estrategias con el objetivo de aumentar su estatus y mejorar sus condiciones de vida, evadiendo los vínculos sociales, políticos y jurídicos de ambos Estados. Si en un primer momento esto permitió rescatar la agencia del migrante, en un segundo momento contribuyó al surgimiento de análisis que han sacado a la luz el impacto dramáticamente desestabilizante de las relaciones transnacionales. La condición de liminaridad del migrante permite, por un lado, una movilidad táctica entre los intersticios del sistema, pero, por el otro, también implica convivir con el peso de dar sentido al “ilegítimo” abandono de la familia y de la comunidad, y, al mismo tiempo, a la “ilegítima” presencia en un país extranjero (Sayad 2002), donde los migrantes son marginados y criminalizados en cuanto illegal aliens (De Genova 2005). Estas interpretaciones, que invitan a prestar mayor atención al marco histórico-político que propicia los “flujos” globales, van en línea con las consideraciones del “giro de las movilidades” (Glick Schiller y Salazar 2013; Sheller y Urry 2006), que inserta las migraciones transnacionales dentro de un continuum de dinámicas de “viaje y residencia” (Clifford 1997). Los límites y alcances de tales dinámicas, definidos por un conjunto de parámetros globales y locales, plasman nuestra experiencia subjetiva del mundo.

Las redes transnacionales crean también dependencia en las remesas. El costo de la tierra se infla, se acumulan las deudas, aumenta la desigualdad interna y se da una reestructuración de necesidades y expectativas en línea con el consumismo creciente (Stoll 2013). Se genera, así, una necesidad de dólares, a la cual se responde con más migración, lo que crea un círculo vicioso donde la opción migratoria ya no es sólo una manera de salir de la miseria, sino un factor causante de esta.

Un elemento central de la movilidad transnacional son justamente las remesas. En ellas se concentran las dimensiones materiales, simbólicas y afectivas de la migración; a través de ellas se expresan los deseos y las aspiraciones de los migrantes y de sus familias; nos narran sus éxitos y fracasos. En Guatemala, la centralidad de las remesas resulta evidente si se miran los datos económicos. Las remesas han reemplazado la exportación de café como una de las principales fuentes de ingresos, y, a nivel regional (Huehuetenango), compiten con otros sectores también en crecimiento: narcotráfico, contrabando y tráfico de personas. Se calcula que en Todos Santos, un tercio de la población, alrededor de 10 mil personas, reside en los Estados Unidos; en promedio, cada familia tiene uno de sus miembros viviendo en el extranjero. Según los registros, en 2008 los migrantes mandaron al pueblo 10.774.600 dólares, lo cual significa que cada familia receptora de remesas (el 79% del total) pudo contar con un promedio de 3.169 dólares en un año (UE 2009). Estos datos, producto de una encuesta encomendada por la Unión Europea, destacan además que el dinero fue destinado principalmente al consumo cotidiano, y sólo en parte (25%) fue invertido. Dentro de las inversiones, el primer lugar lo ocupa la construcción de la casa, que en los reportes sobre el impacto económico de las remesas se valora como inversión improductiva, debido a que no permite generar otras ganancias. Sin embargo, los dólares viajan acompañados de un conjunto de características inmateriales igualmente decisivas: deseos, expectativas, patrones de consumo, etcétera (Levitt 2001). Estas contribuyen a transformar la vida social y las subjetividades locales; desestabilizan jerarquías intergeneracionales, lógicas de poder y autoridad, y roles de género; y reformulan las maneras colectivas de imaginar y de representar la comunidad.

Las casas de los migrantes, con su aspecto firme y macizo, puestas frente a la precariedad de las vidas transnacionales, son una excelente metáfora de la doble naturaleza, material y simbólica, de las remesas: la materialización de la tensión entre viaje y residencia. También, son la forma concreta que toma la “ideología del retorno” (Foxen 2007; Moran-Taylor y Menjívar 2005), y la red de vínculos familiares que la migración implica. En cuanto tal, el vínculo entre migración y construcción de casas se ha estudiado en varias partes del mundo (Lozanovska 2015). En una investigación centrada en el caso de un municipio rural de Jalisco (México), la historiadora de la arquitectura Sarah (Lynn Lopez 2015) habla de la creación de un “espacio de remesas”, conformado por el nuevo paisaje urbano que la arquitectura de remesas propicia, y de la manera en que dicho paisaje es vivido y significado (ver las imágenes 5 y 6). Las prácticas y las narrativas que conforman tal espacio son parte de lo que ella define como remitting as a way of life, que subraya cómo las conexiones transnacionales que se crean a raíz de la migración envuelven las múltiples dimensiones de la vida social de familias y comunidades involucradas. Con respecto a este modo de vida, (Sandoval-Cervantes 2017) destaca las implicancias afectivas y las temporalidades vinculadas con las casas de remesas. Centrándose en particular en aquellas construcciones inconclusas que caracterizan el paisaje de una comunidad indígena oaxaqueña en México, el autor habla de la dimensión afectiva del “optimismo cruel”. Las casas no terminadas y en ruinas serían los lugares donde se concentran la frustración de las expectativas a futuro y el fracaso de los sueños de prosperidad y de superación que marcan el imaginario del “Norte” y la ideología del retorno.

Ahora bien, el considerable impacto que las remesas tienen sobre las comunidades rurales ha sido ampliamente estudiado, aunque, si nos referimos al área Norte-Centroamericana, los estudios conciernen mayormente a México y, en menor medida, a Guatemala. Lo que interesa de forma particular en esta instancia es abordar un aspecto al cual no se le ha dedicado suficiente atención. Se trata de la relación que se establece entre el espacio transnacional forjado por las remesas y las prácticas comunales propias de una comunidad indígena. A pesar del aumento de las migraciones indígenas, sigue vigente un imaginario que vincula la identidad maya con una dimensión de introversión, resistencia y conservación del pasado. Por lo tanto, cabe preguntarse: ¿cómo se reconfiguran los lazos de reciprocidad materiales y simbólicos que definen la pertenencia a un conjunto comunitario indígena, frente a un rápido y radical proceso de transformación transnacional? ¿Cómo conviven el modo de vida de las remesas y el modo de vida indígena campesino?

La forma en que los grupos indígenas imaginan y representan su comunidad ha sido uno de los tópicos que al menos cuatro generaciones de antropólogos (Chance y Taylor 1985) han estudiado desde que Eric (Wolf 1957) la definiera como una forma de “democracia de los pobres”, una entidad campesina, cerrada y corporativa forjada por relaciones directas, íntima introversión y voluntad colectiva en tensión con los poderes hegemónicos. Las diversas posiciones que han emergido en el debate coinciden hoy con el concepto de comunalismo para comprender el funcionamiento de las sociedades indígenas contemporáneas. Esta aproximación propone una reflexión sobre la gestión y protección de los bienes comunes, entendidos, en sentido material y simbólico, como instrumentos primarios de resistencia a los impulsos individualistas del capitalismo neoliberal (entre otros, Caffentzis y Federici 2014; Gutiérrez 2015, Linsalata 2015; Zibechi 2015). Según Gladys (Tzul 2015 y 2016), que estudia las formas del comunalismo indígena en el departamento de Totonicapán, en Guatemala, existe una “trama comunal” que históricamente produce formas de gobierno local y defiende y maneja los recursos territoriales. El sistema comunal indígena es la condición propia de la vida social maya, y se basa en mecanismos de vínculo y reciprocidad como a) la democracia participativa, puesta en acto constantemente en las asambleas comunitarias como contrapeso a los esquemas de la democracia normativa; b) el trabajo comunitario, que se presta sin compensación económica; c) la gestión de los bosques y del territorio municipal, y, con ello, el control de recursos cruciales como el agua y la leña; d) las fiestas ceremoniales como espacio ritual de articulación de la vida asociada. Esta aproximación tiene el valor de no presuponer la existencia de una esencia o una identidad ancestral. La trama comunal, según Tzul, es un proceso histórico mutable, constelado de conflictos y contradicciones internos. Considerando que lo transnacional es parte estructural de las nuevas formas de la comunidad indígena guatemalteca, ¿cómo se relacionan estos flujos migratorios con la construcción de lo comunal, con la construcción de un espacio común, con la narración material de quienes son hoy en día los todosanteros? ¿Puede una comunidad ser transnacional y comunal a la vez? Para esbozar respuestas a estas preguntas es necesario prestar atención a los productos más visibles de la migración.

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 5 Casa de remesas en entorno rural 

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 6 Paisaje de casas de remesas 

Casas de remesas: deseos de (in)movilidad

El proceso de fabricación de las casas de remesas, los materiales utilizados, los motivos estéticos elegidos, serán ahora analizados para ofrecer una idea vívida de cómo los flujos transfronterizos impulsan la realización de los inmuebles, y, al mismo tiempo, del modo en que los patrones foráneos son apropiados, resignificados y puestos al servicio del mantenimiento de un horizonte de vida comunal.

“Yo volví a Todos Santos después de dos años en el ʽNorteʼ, por pura nostalgia. Pensaba que me iba a quedar un par de meses y después iba a volver a migrar, pero ya no lo necesitaba. He recibido muchas ofertas de trabajo. Había tanto trabajo, que no podía tomarlo todo y se lo pasaba a mi hermano”. Estas son las palabras de David,(1) maestro de obras, y uno de los constructores más solicitados de Todos Santos. Durante su estancia en los Estados Unidos viajó, en un primer momento, a lo largo de todo el país, en busca de posibilidades de empleo como jornalero en el sector agrícola; después, se asentó en el estado de Nueva York, donde encontró trabajo en una fábrica de vidrios. Su objetivo siguió siendo el de siempre, es decir, volver a su pueblo para ejercer la profesión que su padre le enseñó: maestro constructor. Por eso, nunca ha dejado de recolectar imágenes: fotos de revistas, catálogos de ferias de la arquitectura, publicidades de empresas constructoras y fotografías que él mismo ha ido tomando. Sus dos años en el “Norte” han sido el equivalente a un magíster en arquitectura de remesas. Ahora, de vuelta en Todos Santos, cuando en la noche llega a visitarlo un paisano para ofrecerle un trabajo, David suele sorprenderlo extrayendo de su armario una carpeta repleta de imágenes de casas y materiales de construcción. Cliente y maestro permanecen largo tiempo sentados para negociar: tratan de combinar las exigencias del mandante, que a menudo está ausente; las sugerencias ofrecidas por las fabulosas fotos de David y los límites del presupuesto disponible. Sucesivamente, el maestro de obras visita el lugar para medir la superficie disponible, y con base en eso elabora un primer boceto, con la estimación de los costos y de los tiempos de realización. Después de una nueva ronda de negociaciones, si el migrante patrocinador da el visto bueno, los trabajos pueden empezar. Con el dinero anticipado, David hace el pedido de los materiales y contrata un equipo de albañiles, cuyo sueldo varía según la experiencia. Si la casa se construye en la cabecera, es deber del maestro de obras ofrecer vivienda y comida a los trabajadores que proceden de las aldeas más lejanas. Normalmente, se arriendan habitaciones compartidas en los albergues del centro, o una casa disponible de propiedad de amigos o familiares. Para ahorrar dinero, David suele hospedar a sus trabajadores en su propia casa, en una parte que está en proceso de ampliación. Se trata de un espacio amplio y desnudo, sin rellenos en las paredes, que es convertido en sala de dormir, con camas improvisadas y telas de nailon usadas para tapar las ventanas todavía sin postigos. Los tres tiempos de comida diarios son preparados por la hermana de David, quien recibe a cambio una remuneración.

La construcción de una casa pone en marcha una máquina socioeconómica, cuyo funcionamiento depende de las interacciones entre tres sujetos: migrante patrocinador, intermediario local -que es a menudo familiar del primero- y maestro de obras. Junto con el dinero, el migrante manda instrucciones detalladas sobre cómo construir la casa: número de pisos, materiales, decoraciones de la fachada y colores. Estas indicaciones, que pueden ir acompañadas de fotos procedentes de los Estados Unidos que sirvan como ejemplo de lo deseado, son reportadas al maestro de obras, quien, como ya se ha visto, puede sugerir cambios con base en la viabilidad o sus preferencias. Durante el proceso de construcción, es el familiar intermediario quien adquiere protagonismo. Este suele ser una mujer -madre, hermana o esposa del migrante-, y la centralidad de su trabajo de mediación ejemplifica algunas de las principales implicancias de género de la arquitectura de remesas: la ausencia de los hombres empuja a las mujeres fuera de la esfera doméstica, y les otorga responsabilidades públicas vinculadas con la realización de los proyectos para los cuales son destinadas las remesas (Piedrasanta Herrera 2010). El familiar intermediario supervisa las obras, gestiona el dinero y controla que el resultado esté a la altura de las expectativas. Es su responsabilidad dar solución a contratiempos y obstáculos cotidianos que inevitablemente la construcción de una casa lleva consigo, en especial cuando depende de una economía tan precaria y de competencias tan informales. Por estas razones, el familiar intermediario tiene un rol crucial en la realización del producto final, cuyo proceso creativo se configura como flexible y polifónico.

La transformación más evidente que aporta la arquitectura de remesas tiene que ver con los materiales de construcción y la subdivisión de los espacios. Las paredes de las nuevas casas son fabricadas preferiblemente de block -ladrillos de cemento de producción industrial-, mientras que las columnas portantes son de hormigón armado. Las construcciones tienen generalmente dos o tres pisos de altura. Las casas de remesas de un solo piso están pensadas para seguir expandiéndolas hacia arriba, apenas esté disponible el dinero. El techo es normalmente una terraza plana, desde donde salen desordenadamente las barras metálicas de la armadura, las cuales no son removidas para permitir, eventualmente, levantar un piso más, y, mientras tanto, son usadas para tender la ropa (véase la imagen 7). El contraste con las casas tradicionales es chocante, especialmente cuando ambas colindan en la misma calle (véase la imagen 8). Las casas de concreto conviven junto con las de adobe, de un solo piso, con techo inclinado de tejas de terracota y con puertas y ventanas de madera talladas. Las viviendas tradicionales de los mayas del altiplano tienen el piso de tierra o de cemento pulido, y presentan internamente uno o dos ambientes comunicantes. En este último caso, la cocina se encuentra aparte del cuarto para dormir. En las casas tradicionales el baño está ausente, o en algunos casos es reemplazado por letrinas o duchas externas a la casa. En las casas de remesas, en cambio, se observa la incorporación de ambientes novedosos: living-comedores, habitaciones individuales, baños multifuncionales, tinas, bañeras y pasillos. Los nuevos ambientes que revolucionan la manera de concebir los espacios caseros de Todos Santos se mezclan con elementos tradicionales refuncionalizados. El chuj, o temazcal -antiguo baño de vapor mesoamericano-, aparece también en las casas de remesas, pero ahora se construye en block, en lugar de bajareque, y se ubica en la terraza o en los balcones. Originalmente, se encontraría en el patio, espacio abierto delimitado por las casas de las familias nucleares perteneciente a un mismo núcleo patrilocal, y un ambiente fundamental en la vivienda tradicional. En el patio, junto al chuj, están la pila, el corral de gallinas o pavos, el almacén de madera y el secadero de maíz. Uno de los cambios más radicales de la arquitectura de remesas es, justamente, la eliminación del patio, a pesar de que las actividades que lo requieren no hayan desaparecido (véase la imagen 9). Los elementos relacionados con este ambiente se encuentran ahora resituados en una estructura que privilegia un eje vertical. Se trata ahora de aprovechar los espacios exteriores disponibles: los balcones delimitados por barandillas de cemento realizadas con moldes o las terrazas superiores. También se colonizan los espacios interiores. Se pueden observar, por ejemplo, cocinas con elementos novedosos como la isla con mesa y encimera o con quemadores eléctricos, usadas para almacenar leña. Es frecuente, también, ver grandes casas de concreto que mantienen una habitación adyacente de adobe o de madera que sirve como cocina tradicional, lo que permite cocinar directamente sobre el poyo a fuego vivo. Pequeños cuartos interiores de difícil empleo sirven como hogar provisorio para el cerdo, que será sacrificado para preparar los tamales de la Navidad; y no faltan las lavadoras, cuyas principales usuarias son las gallinas, que allí depositan sus huevos (Bastos y Camus 2010).

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 7 Casas de remesas en construcción 

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 8 Casa de remesas y casa de adobe 

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 9 Secado de maíz en una casa de remesas 

Sorprende constatar la desnudez de estos espacios en su interior. Es fácil encontrar cuartos con pavimento de piso flotante que reproduce el parquet o el mármol más brillante; o elaboradas instalaciones de luces y refinados postigos que no tienen más mobiliario que un colchón tirado en el suelo. Otras habitaciones, igualmente bien adornadas, son ocupadas únicamente por una televisión o un equipo de música, y, en algunos casos, un altar con una Virgen de Guadalupe o un san Simón. El aspecto higiénico y producido de estos ambientes exteriores contrasta con las manchas de lodo y la capa de polvo que el clima y el ambiente inevitablemente introducen en el interior.

Muchas de las casas de remesas están deshabitadas, a la espera del regreso de los migrantes que las mandaron a construir. Otras son usadas únicamente como lugares de reunión; en otros casos, son destinadas para las asambleas comunitarias. Es bastante común que, en espera de poder ser habitados, estos edificios alberguen actividades comerciales: tiendas de alimentos, librerías, ventas de celulares y equipos electrónicos, ferreterías, cafés internet, bancos, cooperativas, agencias de microcrédito, farmacias, cantinas y comedores. Estas casas se transforman, así, en el centro de la vitalidad económica generada por la migración: prestan sus paredes a la publicidad de las compañías telefónicas, sus puertas desbordan de mercancías, y aumentan la oferta de servicios e infraestructuras. Reproducen aquel ambiente mercantil y heterogéneo propiamente urbano que, al ojo del observador externo, contamina irreversiblemente el carácter bucólico del paisaje rural.

En realidad, los espacios interiores de las casas de los migrantes son secundarios; lo que cuenta realmente es la fachada. Es en ella donde la arquitectura de remesas concentra sus mayores esfuerzos creativos, dando forma a productos hechos para que la colectividad los lea como la representación de la experiencia del migrante y de sus sueños de gloria. Se observa aquí una sobrecarga decorativa que apunta, por un lado, a una estética ya estandarizada, y, por el otro, a la constante búsqueda del detalle excéntrico. Columnas y arcos de cemento dan forma a balcones y barandas; tejas de materiales plásticos enmarcan ventanas, cercos y pilares; azulejos y mosaicos adornan bordes y esquinas creando decoraciones recurrentes en las paredes. Las construcciones más atrevidas presentan torres y agujas, que buscan dar la impresión de castillos y mansiones neoclásicos.

Se trata entonces de una arquitectura sin arquitectos, ni ingenieros. El maestro de obras, que es el especialista más calificado, tiene competencias adquiridas directamente en el terreno, y aun así, no siempre es contratado. Muchos todosanteros migrantes prefieren encargar la construcción de su casa sólo a sus propios familiares. Se avanza por ensayo y error, de acuerdo con la larga trayectoria mesoamericana de arquitectura vernácula, donde es el campesino mismo quien se encarga de la construcción de su propia casa. Lo que sorprende es la continuidad de tal recurso cultural, así como su adaptabilidad a un contexto transnacional que pone a disposición materiales más duraderos y sugiere modelos residenciales estructuralmente más articulados. De esta forma, la arquitectura de remesas puede permitirse prescindir del saber técnico hegemónico que se aprende en instituciones académicas de las que la población indígena es excluida de una manera sistemática. Es, por ende, una arquitectura que incomoda (Taracena Arriola 2010), por su absoluta libertad, por ser y estar fuera de lugar, por alejarse de la imagen estereotipada de belleza pastoral indígena, la misma imagen cuya destrucción es ahora condenada por muchos intelectuales extranjeros y nacionales, políticos y funcionarios de ONG. Dicen que “las casas de remesas estropean el paisaje” cuando surge el tema, y sus quejas suenan mucho a lo que Renato (Rosaldo 1989) llama “nostalgia imperialista”: el modo en el que Occidente se relaciona con los espacios destruidos por su dominio colonial; una forma de limpiarse la conciencia y omitir responsabilidades y silencios. A nuestro parecer, considerando los históricos influjos comunales y transnacionales que viven estos grupos, la arquitectura de remesas es parte de las elaboraciones híbridas del mestizaje latinoamericano. Las voces de los que lamentan su carácter imitativo e improvisado recuerdan los reproches inquisitorios de los misioneros de la época colonial, escandalizados al constatar que la religión católica había sido “pervertida” por la inconstancia de los nuevos fieles (Viveiros de Castro 2011). Hoy, como antes, las poblaciones indígenas juegan con los recursos simbólicos a disposición, aquellos ya en dotación y aquellos recién adquiridos. Saliendo de la idea de pureza que parece obsesionar a Occidente, experimentan y crean algo nuevo. Los constructores indígenas se apropian de saberes y formas de aquel mundo que han visitado y vivido desde una posición subordinada, y los utilizan dentro de lógicas residenciales locales.

Estas innovaciones culturales son, además, un reflejo del mismo rol de Occidente: por un lado, el cemento que trepa en las majestuosas vertientes de los Cuchumatanes hace pensar en la “suciedad tirada en el rostro del mundo” (Lévi-Strauss 2004); por el otro, las yuxtaposiciones irreverentes relativizan las verdades de Occidente y sacan a la luz su arbitrariedad y sus potenciales usos alternativos.

Las fuentes de inspiración de estas viviendas son algunos de los lugares símbolo de Occidente: bancos, centros comerciales y aeropuertos. En particular, no deja de sorprender el uso insistente del cristal azul reflectante para dar cuerpo a vidrieras o a ventanas de estilo victoriano, típico de San Francisco. En general, como afirman Santiago (Bastos y Manuela Camus 2010), hay un exceso de materiales brillantes, higiénicos y pulidos, usados con el fin de crear una intencionada impresión de frialdad. Se busca reproducir el aspecto aséptico de los lugares que representan la vanguardia del poder económico, tales como los centros comerciales, las gated communities, los restaurantes en franchising y los polos financieros. La elección de los materiales y de los detalles decorativos representa una deliberada toma de distancia del adobe y de la madera. Los todosanteros desean emanciparse de aquella sobriedad rural, idealizada como ecológica y elegante, y, sin embargo, percibida localmente como síntoma de pobreza y precariedad. El “amor al cemento” no es producto de la ignorancia, ni del mal gusto, como dicen algunos críticos nostálgicos. Es una prueba tangible de la superación de la pobreza y de la obtención de aquel nivel de prosperidad material que recompensa las dificultades y los sacrificios de la migración. La disponibilidad de canales materiales y mediáticos que favorecen los contactos trasfronterizos, lo que se ha llamado transnacionalismo desde arriba (Portes, Guarnizo y Landolt 2003), ha dado a los todosanteros acceso a la movilidad y, como observa (Taracena Arriola 2010), ha vuelto el deseo posible. El transnacionalismo desde abajo, las redes hábilmente tejidas por ellos mismos, han tratado de satisfacer tales deseos, y continúan, así, alimentándolos. Estamos frente a una revolución de las aspiraciones, de la ambición compartida y realizable de entrar en el mundo del consumo masivo. La población indígena desea tener los mismos servicios que tienen los ciudadanos norteamericanos, los mismos bienes de lujo que han observado en sus casas. Quieren agua caliente, televisiones, equipos de música y computadores. Ellos no parecen eximirse de la tensión entre el buen vivir indígena y el paradigma progresista de vivir bien, y vivir bien significa reproducir en su propia comunidad de origen las condiciones de bienestar que en los Estados Unidos sólo han podido observar como espectadores, sin llegar, ni de lejos, a participar en ellas.

Los migrantes indígenas se están dotando, con sus propias manos y según sus criterios, de lo que siempre se les ha reprochado ausente, lo que el Estado nunca les ha dado y que las organizaciones humanitarias sólo han prometido: el desarrollo y la modernidad. El volumen y la fachada de las casas de remesas buscan demostrarle a la comunidad que la migración está orientada a satisfacer esa ambición colectiva, que el recorrido migratorio ha tenido éxito y que abandonar a la familia y a la comunidad no es sólo un capricho guiado por una voluntad de afirmación personal, sino que también tiene un sentido comunitario. Retomando la idea de la migración como rito de paso (Turner 1986; Van Gennep 2002), se puede considerar que la casa de remesas exhibe al grupo la conclusión del pasaje, y, en consecuencia, la nueva condición adquirida por la persona iniciada, quien a su regreso está capacitada para cumplir con los deberes sociales de un miembro adulto de su comunidad. Esta demostración, dada la forma en que la comunidad indígena se imagina actualmente, significa adquirir, por medio de la migración, la capacidad de transportar a la propia comunidad dentro de la modernidad.

Todos Santos se está desarrollando, ahora tenemos turismo, tenemos restaurantes, tenemos hoteles, tenemos escuelas donde los niños aprenden el español. La gente vive en grandes casas de concreto, y antes […] púchica, puras chozas de lodo y paja. Todo fue muy rápido, desde que la gente empezó a viajar a los Estados. Entonces, podemos decir que Todos Santos ha mejorado.

El texto anterior es una afirmación de don Andrés, un anciano líder de la Iglesia católica local. La opinión de don José con respecto a los cambios introducidos por los dólares es parecida:

Nosotros antes teníamos una casa chiquitita, de adobe, chiquita, pobre. Antes no había block, puro lodo y paja. Pero ahora todo cambió. ¡Mirá vos, el pueblo! Y esto fue con los esfuerzos de nuestros hijos que se fueron al “Norte”. Cuando yo era patojo, iba a la costa a pizcar café, y bueno […] ¡nos trataban como esclavos, hombre! La chamba era bien dura y el billete bien bajo. Ahora están los Estados Unidos y podemos avanzar algo, vivir un poco mejor.

La entrevista a don Mario, candidato a alcalde en las elecciones de 2011 y en las de 2015, se realiza dentro de su nueva casa de remesas, a pesar de que no es la casa donde vive. Don Mario aprendió a trabajar el vidrio en los Estados Unidos, y supo traer instrumentos y competencias a su propio pueblo, y, así, se convirtió en el principal proveedor de ventanas de la arquitectura de remesas de Todos Santos. Su casa es un monumento a su actividad: se ve como una única gran ventana de tres pisos, un enorme espejo que, según donde se mire, refleja el verde de las montañas o el gris del nuevo rostro urbano del pueblo (véase la imagen 10). Terminada la entrevista, nos invita a mirar el pueblo desde su ventanal y sugiere la interpretación que debemos dar al espectáculo: “Mire, todas las casas nuevas, todas las casas en construcción. Yo estoy orgulloso de mi gente. Es una alegría que mis paisanos hayan conseguido todo esto gracias a su trabajo y a sus esfuerzos” (véase la imagen 11).

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 10 La casa de don Mario 

Fuente: Leopoldo Martínez Mérida.

Imagen 11 Trabajo terminado 

Las palabras de Mario, dirigidas a su comunidad y pronunciadas con orgullo desde el balcón de una casa construida con remesas, permiten entender con más claridad la apreciación colectiva de las construcciones de block, y nos ayudan a mirar con ojos distintos el elemento más desconcertante: la bandera de Estados Unidos. Como sostiene Manuela Camus (AECID 2010, 62-63), la bandera, más allá de ser un símbolo nacionalista, es un objeto de marketing en los contextos transnacionales, una mercancía que genera una ganancia y que, por lo tanto, permanece a disposición del que la compra. Esta es su fuerza y a la vez su debilidad: permite su expansión más allá de las fronteras de EE. UU., pero se expone al uso que de ella hacen los consumidores. En Todos Santos se puede encontrar manchada de lodo en la camisa arrugada del campesino, convertida en un objeto trivial de la cocina, diseñada en la fachada de casas incompletas, o junto a nahuales y decoraciones floreales. Es una bandera que puede ser despojada de su carácter ceremonial, que puede ser reciclada y humanizada. Puede ser usada, por ejemplo, para narrar la migración como una táctica de afirmación personal, como un sacrificio hecho para beneficiar a la familia o a la comunidad. En este sentido, expresa el sentimiento de agradecimiento hacia los Estados Unidos, lugar donde el migrante ha vivido la fase liminar de un rito de pasaje que lo ha hecho miembro adulto de su comunidad, capaz de mejorar sus propias condiciones materiales y elevar el estatus en su tierra de origen.

Arquitectura de remesas: entre lo transnacional y lo comunal

A nuestro parecer, la arquitectura de remesas es parte de los efectos visibles que la dimensión transnacional de las comunidades indígenas está produciendo en sus territorios. Frente a ella, se pueden proponer tres niveles de interpretación. 1) Las casas de los migrantes son, en primer lugar, la narración individual de la experiencia migratoria, lo que se evidencia en los detalles estéticos que el migrante recupera de Estados Unidos y reproduce en sus espacios domésticos. Es como si su casa, sus ropas, y hasta sus tumbas, llevaran un recuerdo de la experiencia de migración, y la resignificaran dentro de otro contexto, lo que evoca aquella parte de su existencia que han vivido o todavía están viviendo en un lugar lejano. Es la concreción del deseo del retorno; el hogar que, a pesar de estar vacío, representa el compromiso del regreso, la promesa tangible de su pertenencia al lugar que lo vio nacer. 2) Las casas de remesas son también la narración de un esfuerzo colectivo que enorgullece al pueblo; son el monumento al triunfo de sus propios miembros. Esto nos habla de la voluntad de hacer convivir lo nuevo con lo antiguo, del difícil e insistente intento de crear y recrear una comunidad en el espacio transnacional de la migración. Como atestiguan las palabras de Andrés, José y Mario, la iniciativa individual del migrante es reconducida como un instrumento de beneficio colectivo. La separación y la ausencia de quien parte son legítimas solamente en la medida en que los migrantes aportan “modernidad” a sus familias y a su comunidad, pues traen dólares, proyectos y nuevas formas de construir lo comunal. En este proceso colectivo no existe una reprobación moral respecto a la condición legal con la que se realiza el viaje; no se reprocha al migrante transgredir las leyes de los Estados Unidos. La sanción moral se aplica al migrante que transgrede vínculos y deberes comunitarios, que olvida a sus hijos o no manda remesas a su madre o esposa. Si bien la migración a Estados Unidos crea una mayor estratificación social al proporcionar posibilidades de enriquecimiento inéditas en la historia de la comunidad, los inevitables conflictos que eso trae son suavizados por estos mecanismos de deudas, vínculos y reciprocidades. De hecho, los migrantes que cumplen con mandar remesas de beneficio familiar y colectivo, o que patrocinan las fiestas rituales, reciben poder y prestigio a cambio de su sacrificio, como atestiguan los numerosos migrantes retornados por deportación que ocupan relevantes cargos políticos y ceremoniales en Todos Santos (Freddi 2018). Se puede ser un criminal en el “Norte” y un héroe en el pueblo, si se ha sabido poner a disposición de lo comunal los frutos de la propia experiencia de viaje. 3) Por último, la reorientación de deseos y aspiraciones locales implica, sin duda, una asimilación de categorías hegemónicas y una forma de participación de las comunidades indígenas en un proyecto de modernidad que fue diseñado sobre la base de su propia exclusión (Escobar 2012; Ferguson 1999). Creemos, sin embargo, que las dos claves de lectura anteriores logran relativizar esta última, pues evidencian cuán reductivo es interpretar las casas de remesas únicamente como una reproducción subalterna de la modernidad occidental. De hecho, la asimilación es selectiva y apunta a mantener vínculos comunitarios, y, con ellos, un horizonte de sentido compartido que legitima la vida en común. Las fronteras se cruzan en búsqueda de recursos para mantenerlas, para que la comunidad se pueda seguir reproduciendo, aun en el contexto transnacional, en un frágil equilibrio entre cambio y conservación.

Ahora bien, esto no es nada nuevo en las comunidades maya de Guatemala. Esta contradictoria mezcla de asimilación/resistencia, esta capacidad de “indigenizar la modernidad” (Appadurai 1996), tiene una continuidad histórica impresionante. John (Watanabe 2006, 67) afirma que controlar a las comunidades indígenas durante el periodo colonial fue más difícil para las autoridades en el momento en que su alteridad empezó a ser expresada a través de formas coloniales. El cristianismo indígena mesoamericano, esta síntesis híbrida de elementos católicos y nativos, de santos y elementos naturales sacralizados, ha sido, por años, el sistema cultural de referencia del comunalismo corporativo de los pueblos de indios y de los municipios. Existe un “entramado comunal”, como lo define Gladys (Tzul 2015), que produce formas de gobierno locales y defiende el territorio. El sistema comunal indígena, basado en mecanismos de vínculo y reciprocidad, es la dimensión más propia de la vida social maya. A la luz de los datos que hemos presentado, consideramos que las casas de remesas se inscriben en la continuidad histórica de estos vínculos, y, al igual que el resto de ellos, no están exentos de conflictos ni peligros. Defender el control del sistema comunal ha sido una necesidad estratégica a lo largo de la historia indígena. Bajo esta premisa han negociado con las autoridades coloniales, con el Estado cafetalero, con la clase media ladina, con los predicadores católicos y evangélicos, con los militares, con la guerrilla, con la Cooperación Internacional y con las transnacionales mineras. La autoridad indígena siempre se ha desempeñado como un broker (Wolf 1957), un intermediario, un sujeto capaz de estar en los dos mundos, de conocer y asimilar las lógicas de los poderes dominantes para ponerlos a disposición de la reproducción de su propia comunidad (Esquit 2010), para mantener una fisionomía comunitaria y local sin dejar de participar en el devenir de la historia. El migrante es sólo la última encarnación de este delicado trabajo de intermediación: él desafía dificultades y peligros para adquirir aquellos recursos de los cuales es estructuralmente excluido, y los pone a disposición de un proyecto individual y de vida social que sigue siendo culturalmente específico y distinto. En este sentido, las casas son el intento concreto del migrante maya de emanciparse de la condición de “doble ausencia”, para usar el concepto de (Sayad 2002), y afirmar su presencia en el mundo, allá donde los fragmentos de su vida y de sus identidades adquieren un sentido coherente y reconocido colectivamente.

Conclusiones

En este recorrido por los efectos que tiene la creación de un espacio transnacional marcado por la arquitectura de remesas sobre las propias comunidades indígenas de origen, hemos querido constatar la necesidad de superar, por una parte, la visión de la migración como sólo pérdida o afirmación de una derrota imperialista. Por otra parte, también es necesario evitar caer en una visión romántica de la comunidad indígena y de su capacidad de resistencia a las corrientes globales y neoliberales, que la retrata como reducto de armonía y convivialidad con el medio ambiente. Ambas visiones, a nuestro juicio, cometen el error de imponer un punto de vista único y externo sobre una realidad mucho más compleja y contradictoria de lo que hasta hoy se ha querido representar. Las comunidades indígenas centroamericanas están insertas en el corazón de procesos globales, como lo es el transnacionalismo, que es enfrentado a partir de mecanismos que pueden parecer contradictorios y hasta moralmente incomprensibles, pero que guardan una lógica perfectamente coherente con su propia visión de lo comunal. En este contexto, la construcción de casas de remesas, si bien refleja valores importados desde Estados Unidos como los imaginarios de vivienda y de consumo propios del mundo global, también es parte de una serie de obligaciones comunitarias que migrantes y retornados deben cumplir, en la medida en que busquen mantener o mejorar su lugar dentro de la propia comunidad. Este proceso de poner los frutos de la migración a disposición de la comunidad puede considerarse parte de lo que (Tzul 2015) ha llamado la “trama comunal”, en la medida en que la apropiación de elementos foráneos se hace de modo selectivo y en línea con patrones estéticos y lógicas performáticas comunales. Es ahí, en la “puesta en trama” de la migración, a través de banderas que conviven con nahuales, a través de vidrios templados que conviven con la cálida policromía propia de los tejidos indígenas, en espacios que son construidos siguiendo lógicas locales que subvierten las normas globales, es ahí donde la comunidad demuestra su concreta capacidad de ser comunal y transnacional a la vez.

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1Los nombres de las personas entrevistadas son seudónimos.

Cómo citar: Freddi, Andrea, Alejandra Carreño y Leopoldo Martínez Mérida. 2020. “Concretos deseos de (in)movilidad. Migraciones indígenas y arquitectura de remesas entre lo comunal y lo transnacional”. Revista de Estudios Sociales 72: 18-32. https://doi.org/10.7440/res72.2020.02

* Este artículo es resultado de una investigación en el marco del Doctorado en Scienze Psicologiche, Antropologiche e della Formazione de la Universidad de Torino, financiada por la beca doctoral que otorga la Fundación San Paolo de Italia a los programas de postgrado de UNITO. Agradecemos a los revisores anónimos y al equipo editorial de la Revista por haber contribuido con sus valiosos aportes a mejorar el contenido y la presentación de este artículo. Agradecemos también a la familia Martinez Mérida de Todos Santos por su invaluable amistad y hospitalidad.

Recibido: 15 de Junio de 2019; Aprobado: 27 de Noviembre de 2019

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