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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.73 Bogotá July/Sep. 2020

https://doi.org/10.7440/res73.2020.07 

Dossier

El cuerpo de los condenados. Cárcel y violencia en América Latina*

The Body of the Convicted. Prison and Violence in Latin America

O corpo dos condenados. Prisão e violência na América Latina

Libardo José Ariza** 

Fernando León Tamayo Arboleda*** 

** Doctor en Derecho por la Universidad de Deusto, España. Profesor de la Universidad de los Andes, Colombia. Últimas publicaciones: “The Bullet in the Glass: War, Death, and the Meaning of Penitentiary Experience in Colombia” (en coautoría). International Criminal Justice Review 30 (1): 83-98, 2020; “Constitución y Cárcel. La judicialización del mundo penitenciario en Colombia” (en coautoría). Rev. Direito Práx 10 (1): 630-660, 2019. lj.ariza20@uniandes.edu.co

*** Doctor en Derecho por la Universidad de los Andes, Colombia. Profesor de la Universidad Autónoma Latinoamericana, Colombia. Últimas publicaciones: “Retórica garantista y arbitrariedad penal: Análisis de la Sentencia 38.999 del 8 de junio de 2016 de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia”. En Estudios críticos de jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia 7, editado por Ricardo Posada Maya, Fernando Velásquez Velásquez y María Camila Correa Flórez, 175-207. Bogotá: Ediciones Uniandes; Ediciones Ibáñez; Universidad Sergio Arboleda, 2019; “Measuring Crime: Criminality Figures and Police Operations in Colombia, 2017” (en coautoría). Criminalidad 60 (3): 73-93, 2018. fernandoleontamayo@hotmail.com


RESUMEN

En el presente artículo analizamos el sentido y alcance de la violencia carcelaria en el contexto latinoamericano. En el texto mostramos cómo la violencia física es parte central de la experiencia carcelaria en la región. Por un lado, aparece la muerte como manifestación extrema de la violencia penitenciaria. Por otro lado, se encuentra la dureza cotidiana de las relaciones violentas dentro de los penales, la lesión física y el sometimiento a condiciones infrahumanas de reclusión. Estas formas de castigar el cuerpo de los condenados coexisten con un discurso penal abstracto que proscribe las intervenciones sobre el cuerpo. El cuerpo termina por ser, al mismo tiempo, el objeto permanente del castigo hasta el punto de su destrucción y el objeto de protección de un discurso jurídico que fracasa constantemente en garantizarle indemnidad. El discurso jurídico neutraliza la realidad penitenciaria y, con ello, aplaza la toma de decisiones de fondo para conjurar los brutales castigos corporales a los que son sometidos los presos en Latinoamérica.

PALABRAS CLAVE América Latina; castigo corporal; derecho constitucional; derecho penal; prisiones; violencia

ABSTRACT

In this article, we analyze the meaning and scope of prison violence in Latin American. We show how physical violence is a central part of the prison experience in the region. On the one hand, death appears as an extreme manifestation of prison violence. On the other, there is the daily harshness of violent relationships within the prisons, physical injury, and subjection to subhuman conditions of confinement. These approaches to punishing the bodies of the convicted coexist with an abstract penal discourse that outlaws interventions on the body. The body ends up being the permanent object of punishment to the point of destruction and, at the same time, the object of protection of a legal discourse that constantly fails to guarantee compensation. The legal discourse neutralizes the prison reality and, with it, postpones fundamental decisions to avoid the brutal corporal punishment to which prisoners in Latin America are subjected.

KEYWORDS Constitutional law; corporal punishment; criminal law; Latin America; prisons; violence

RESUMO

Neste artigo, analisamos o sentido e alcance da violência carcerária no contexto latino-americano. No texto, mostramos como a violência física é parte central da experiência carcerária na região. Por um lado, a morte aparece como manifestação máxima da violência penitenciária. Por outro, encontra-se a dureza cotidiana das relações violentas dentro das prisões, a lesão física e a submissão a condições infra-humanas de reclusão. Essas formas de castigar o corpo dos condenados coexistem com um discurso penal abstrato que proscreve as intervenções sobre o corpo. Este acaba sendo, ao mesmo tempo, o objeto permanente do castigo até o ponto de sua destruição e o objeto de proteção de um discurso jurídico que fracassa com frequência em garantir-lhe indemnidade. O discurso jurídico neutraliza a realidade penitenciária e, com isso, destrói a tomada de decisão de fundo para evitar os brutais castigos corporais aos quais são submetidos os presos na América Latina.

PALAVRAS-CHAVE América Latina; castigo corporal; direito constitucional; direito penal; prisão; violência

“El Flaco dejó para lo último la cabeza y la arregló sin mirarle los ojos. Bajó los bultos al sótano del Patio Uno, por donde pasan los ductos de La Modelo, un lugar oscuro y frío que ha visto pasar mucho muerto”. Molano (2004, 12)

Introducción

En julio de 2019, otro episodio de la larga historia de violencia penitenciaria estremeció a América Latina. En la cárcel brasileña de Altamira, en el estado de Pará, grupos de crimen organizado se enfrentaron, dejando a su paso casi seis decenas de cadáveres. De las 57 víctimas fatales, dieciséis fueron decapitadas, mientras que las demás murieron quemadas o asfixiadas en medio de un incendio iniciado por los propios internos (“Lo que se sabe del motín” 2019). La batalla entre las organizaciones criminales parecía estar ligada no sólo a los negocios ilícitos conducidos por estas, sino a la lucha por el control interno del centro de reclusión (“Motín en una cárcel de Brasil” 2019). Masacres, desmembramientos, asfixia y calcinamiento expresan con crudeza la magnitud y extensión de la violencia penitenciaria en la región.

La masacre de la cárcel de Altamira no es un evento aislado dentro de la sangrienta historia de los penales brasileros. Hechos similares se habían presentado en la cárcel Anísio Jobim de Manaos, en mayo de 2019 y enero de 2017, así como en Pará III, en Belém, en abril de 2018, y en Roraima, en Boa Vista, en enero de 2017 y octubre de 2016. La suma total de víctimas en estas cinco masacres sobrepasó las doscientas personas, las cuales murieron apuñaladas, decapitadas, descuartizadas, quemadas y asfixiadas. La oleada reciente de violencia penitenciaria en Brasil deja distante la que fue en su momento la peor masacre penitenciaria de ese país, ocurrida en el penal de Carandiru, en São Paulo, en 1992, y en la que murieron 111 internos (Ferreira y Machado 2012; CIDH 2000). (tabla 1)

Tabla 1 Crónica de masacres penitenciarias en América Latina 

Fuente: elaboración propia.

Como puede verse en la tabla 1, el panorama macabro del sistema carcelario en Brasil es un rasgo que comparten muchos países latinoamericanos. En 2018, en la cárcel de Valencia, en Venezuela, más de sesenta personas murieron en un incendio ocasionado durante un motín, y se repitieron así los hechos ocurridos en la prisión de Sabaneta, en la ciudad de Maracaibo, en 1994 (Delgado 1994).1 En Perú, la retoma de los penales El Frontón, Lurigancho y la Cárcel de Mujeres de Santa Barbará dejó un saldo de trescientos internos acribillados, en 1986 (Corte Interamericana de Derechos Humanos 1995). En México, en 2017, más de cuarenta personas murieron en los motines de las prisiones Cadereyta y Acapulco, en hechos similares a los anteriores; esto se sumó a los cuarenta muertos, en 2016, en la cárcel Topo Chico. En 2010, en Chile, la Cárcel de San Miguel reportó ochenta presos muertos por calcinación y asfixia, en circunstancias similares a las que se presentaron en la cárcel de Iquique en 2001, donde veintiséis personas murieron asfixiadas. En Honduras, la Granja Penal de Comayagua y El Porvenir, en 2013, y la cárcel de San Pedro, en 2014, reportaron más de quinientos muertos en hechos similares. En 2005, más de cien personas murieron en la cárcel Higüey, en República Dominicana, también en medio de un motín donde se presentó un incendio devastador (“Los motines carcelarios más graves” 2019).

Este panorama muestra la especial relación entre la violencia y el cuerpo de los condenados en América Latina. En las cárceles latinoamericanas, la muerte espantosa, causada después del tormento físico al que es sometido el condenado, no es el resultado de la pena jurídica impuesta por el Estado. La muerte no es, al menos exclusivamente, el efecto de un ejercicio de poder que desde arriba “hace morir” al condenado (Foucault 2014). Esta violencia proviene desde abajo, desde la propia sociedad de los cautivos, que, en su guerra por el dominio del orden social interno o en medio de protestas por las infames condiciones de reclusión, desata la guerra sin cuartel que asfixia al interno, lo descuartiza, lo calcina y lo mutila. El castigo carcelario aparece así como la expresión total, desmedida y sin fronteras de la violencia que destroza el cuerpo y la mente del condenado.

Pero, por otra parte, la violencia carcelaria también proviene desde arriba y se despliega a través de las condiciones infrahumanas de reclusión que moldean la experiencia penitenciaria en la región. La violación masiva y sistemática de los derechos humanos de las personas presas es una constante a lo largo y ancho del continente (González-Bertomeu 2016). Además de la posibilidad latente de la masacre, los internos deben soportar hambre, hacinamiento, enfermedades y frío durante el tiempo que dura la privación de la libertad. Como se verá más adelante, las autoridades jurídicas reconocen que el castigo penitenciario supone la violación de derechos -así lo declaran-, pero siguen obligando al preso a sufrir sus efectos hasta que su pena se extinga. Al preso se le exige padecer los rigores del hacinamiento, y al mismo tiempo se reconoce jurídicamente la violación de su dignidad.

En este artículo exploramos el sentido y alcance de estas dos formas de violencia carcelaria en el contexto latinoamericano. En el texto mostramos cómo, por un lado, la violencia física hace parte central de la experiencia carcelaria en la región, en el marco de un discurso jurídico que se funda en el abandono de los castigos corporales. Por otro lado, analizamos la manera en que las narrativas jurídico-penal y constitucional liberales se convierten en formas de violencia simbólica que neutralizan la realidad penitenciaria y aplazan la toma de decisiones de fondo para conjurar los brutales castigos corporales a los que son sometidos los presos en Latinoamérica. Para ello, seguiremos la siguiente ruta analítica. En la primera sección presentamos el debate más amplio dentro del discurso penal liberal sobre el problema de la violencia y el cuerpo en el ejercicio del poder punitivo. En dicha sección mostramos las herramientas discursivas que el derecho penal y constitucional han puesto en acción para la neutralización del problema de los castigos corporales que tienen lugar en la prisión. En la segunda parte, exponemos que una característica del castigo penitenciario en América Latina es que las salvaguardas jurídicas que proscriben los castigos corporales coexisten con la posibilidad de la muerte, la lesión y las privaciones de bienes básicos como parte central de la experiencia penitenciaria. A continuación, analizamos los principales rasgos estructurales de los sistemas penitenciarios latinoamericanos y los procesos de intervención judicial que infructuosamente intentan contener la violencia penitenciaria derivada de las condiciones infrahumanas de reclusión, y, con ello, la forma en que los discursos jurídicos permiten fluir la violencia dentro de las penitenciarías de la región. Finalmente, ofrecemos unas breves conclusiones sobre la relación entre violencia, castigo y cuerpo en el contexto latinoamericano.

Violencia y Cuerpo en el Castigo Penal Liberal

“¿Quién al leer los libros de historia no se estremecerá de horror ante los bárbaros e inútiles tormentos que hombres que se llamaban sabios inventaron y ejecutaron con frialdad suma?”.

Beccaria (2011, 203)

Cuando el discurso penal liberal se cuestiona por las formas contemporáneas de castigar, la narrativa de la humanización del castigo aparece en el centro de los argumentos (Ferrajoli 2011; Hassemer 1999). Las narrativas penales liberales parten de una ruptura en la historia moral del castigo, cuyo punto de quiebre se encuentra en la publicación del texto de Beccaria De los delitos y de las penas -original de 1764-. Siguiendo la narrativa de Ferrajoli (2011), cuya forma de representar el cambio de la penalidad está ampliamente extendida en los análisis jurídico-penales liberales, la Europa anterior a la Revolución francesa se caracterizaba por el recurso a castigos corporales como mecanismo para, al mismo tiempo, reafirmar la capacidad del soberano de controlar la violencia estatal y contribuir a la expiación del alma del delincuente a través del dolor físico. Mientras tanto, la Europa posrevolucionaria mostraba un abandono del castigo corporal en respuesta a la nueva concepción del ser humano como sujeto de derechos, a la limitación de los poderes estatales por el pueblo y a la racionalización del uso de la fuerza punitiva del Estado.

La narración esbozada por Ferrajoli -a pesar de su simplicidad en términos históricos y su eurocentrismo, y la romantización de los movimientos académicos y revolucionarios de la época- muestra la forma típica en que el discurso jurídico penal europeo continental y el latinoamericano han concebido el cambio de la penalidad. Para la narrativa del derecho penal, la razón de la existencia de la prisión es que esta, aunque cuestionable, resulta más humana que las formas de castigo premodernas que se encargaban de martirizar el cuerpo. Para la epistemología jurídico-penal, la humanización de las penas era el resultado obligado de la racionalización del poder estatal a través de su sometimiento a la ley.2

A pesar de que las causas de la reducción de los castigos corporales no pueden explicarse, al menos de forma exclusiva, como el resultado de un proceso de humanización de las penas, en el sentido señalado por la academia jurídico-penal liberal, es posible admitir que esto fue una parte relevante del asunto. La explicación de Rusche y Kirchheimer (1984), por ejemplo, sobre la desaparición de las penas corporales como resultado de las mutaciones en el mercado de trabajo, así como los recuentos históricos sobre la emergencia paralela de la fábrica y la prisión (Melossi y Pavarinni 1985), apuntaban a este proceso de abandono del cuerpo como destino del poder punitivo estatal, en el cual las formas jurídicas se adaptaron a esta nueva configuración de la economía política del castigo (Simon 2013). Como lo indica Ignatieff (1978) en su descripción de la emergencia de lo penitenciario durante la Revolución industrial, el dolor y el sufrimiento corporal pasarían a un segundo plano como efecto inevitable de un aparato punitivo racional y humano. La violencia corporal no formaría parte del proyecto penitenciario moderno, bien sea por la existencia de un proceso de humanización, o por el surgimiento de una nueva economía política del castigo.

Aunque la sustitución de las penas corporales puede relacionarse con diferentes procesos, como el surgimiento del sistema económico capitalista (Rusche y Kirchheimer 1984) y el ocultamiento de diferentes formas de violencia (Pratt 2002), o el ascenso de nuevas formas de gobernar poblaciones (Foucault 2014), existen dos aspectos que parecen difíciles de negar: el primero, que el castigo del cuerpo pasó a segundo plano, al menos discursivamente; y, el segundo, que existió un cambio en la penalidad, en el que fue modificada la violencia ejercida por el castigo. En cuanto al primer asunto, aunque es necesario asumir que la cárcel -que fue la forma de castigo que sustituyó la punición del cuerpo- también puede considerarse una aflicción física para los sometidos a ella, el discurso jurídico-penal liberal se encargó de explicar la violencia carcelaria como una forma más adecuada y benévola de castigar el cuerpo. La idea de que las penas fueron humanizadas y el poder punitivo limitado para dar paso a una nueva forma estatal racionalizada en la Europa posrevolucionaria sirvió como vehículo para trasladar el problema del cuerpo a un segundo plano, suplantando así la idea del castigo como aflicción por el discurso de la limitación de derechos como centro de la penalidad (Foucault 2014).

En cuanto al segundo asunto, la metáfora usada por Foucault, que afirma que el surgimiento de la prisión representó una sustitución del castigo del cuerpo por el del alma, es una forma sencilla de entender el problema del reemplazo de la violencia. La sustitución del objeto de la penalidad supone que “el castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos” (Foucault 2014, 20). Para Foucault, el asunto clave de la tecnología penitenciaria es que se ejerce una violencia de menor intensidad, pero de mayor extensión sobre los condenados, a través de un poder que funciona al mismo tiempo contra ellos y a través de ellos. Por un lado, la violencia carcelaria opera contra el sujeto, obligándolo a modificar sus comportamientos, sometiéndolo a una rutina que le es impuesta, confinándolo a un espacio cerrado y privándolo del ejercicio de ciertos derechos. Por otro lado, actúa a través del individuo, reconfigurando su propia subjetividad y volviéndolo parte voluntaria de un engranaje disciplinario de control social. Los fundamentos técnicos y disciplinarios, así como los jurídicos, han hecho “que la prisión aparezca como la forma más inmediata y más civilizada de todas las penas” (Foucault 2014, 267).

Así, que los castigos corporales hayan sido sustituidos por la cárcel no implicó un abandono del castigo del cuerpo, sino una redefinición de la forma en que la pena se relaciona con este. Es precisamente esta tensión la que Garland (2011) denomina el problema del cuerpo en el castigo estatal moderno. Para Garland, la neutralización de la violencia, que el discurso jurídico construyó para justificar la prisión, no negaba que esta fuera una intervención indeseada sobre el cuerpo, sino que era la menos violenta dentro de las diferentes posibles. Precisamente, aunque puede decirse sin más que, en una u otra forma, el derecho es siempre violencia (Benjamin 2001), lo que interesa a nuestro análisis no es sólo el hecho real de la pena como una forma de castigar el cuerpo, sino la manera en que los discursos liberales han transformado y legitimado su ejercicio en los Estados contemporáneos.

Para soportar la visión del castigo como una suspensión de derechos, varios discursos fueron puestos en acción. En primer lugar, el enunciado por Garland, en el que la prisión aparece como el “mal menor” (Garland 2011; Ferrajoli 2011). En segundo lugar, la idea de la pena como un mecanismo de conservación de convivencia en sociedad, antes que como un acto de retribución (Ferrajoli 2011). Y, en tercer lugar, la idea de la pena de prisión como un mecanismo para la rehabilitación de los infractores (Ferri 2006 [1884]). Estas tres narrativas son claves para fundar la premisa jurídico-penal liberal de que la pena de prisión no es un acto de violencia, sino una privación temporal del ejercicio de los derechos, derivada de una acción que pone en peligro o lesiona bienes fundamentales de otros ciudadanos.

La construcción de la prisión como una pérdida temporal de derechos sustituyó el contenido emotivo de la pena para hacerla parecer como una consecuencia racional, previamente pactada, para aquellos que causaran daño a otros. El castigo, otrora concebido como deuda que se pagaba con el ejercicio de una violencia sobre el cuerpo (Nietzsche 2005), se convertía en una privación de derechos que resultaba de la afectación de los derechos de otra persona. La violencia, siempre presente sobre el cuerpo, fue simbólicamente reemplazada por el derecho. La tecnología penitenciaria no sólo ocultó la violencia tras la muralla carcelaria, sino que abandonó el espectáculo violento como componente de la penalidad. La masacre pública del cuerpo pasó a ser una violencia regulada, burocratizada y tecnificada, y ejercida en secreto (Foucault 2014).

El discurso jurídico-penal liberal sirvió como herramienta central de la nueva tecnología del castigo que se puso en acción con la aparición de la prisión. Por un lado, dotó de legitimidad al uso de la cárcel a través de la racionalización de los discursos morales de castigo. Mientras que la sanción penal del régimen anterior a la Revolución francesa aparecía como un ejercicio despótico de la fuerza del soberano que se proyectaba sobre los cuerpos de los condenados de las formas más crudas e infames, la cárcel, como forma de castigo posrevolucionaria, apareció como un mecanismo técnico de rehabilitación que se ofrecía como más humano y eficiente (Beccaria 2011; Foucault 2014). Por otro lado, la enorme tecnificación de la dogmática jurídica permitió situar la administración de justicia y de la prisión en manos de expertos, lo que convirtió el castigo en una herramienta neutral del gobierno legitimada por la cientificidad, antes que un espectáculo grotesco de poder del soberano (Foucault 2014).

La resignificación de la violencia sobre el cuerpo que tuvo lugar con el surgimiento de la prisión, la realidad de los sistemas penitenciarios y su relación con el dolor físico, es relativa y no siempre se corresponde con aquella defendida por el discurso jurídico-penal liberal. Aún más, en el caso de los sistemas penitenciarios latinoamericanos de los últimos decenios, el castigo violento sobre el cuerpo no sólo sigue presente, sino que es parte central de la experiencia penitenciara de la región. Aunque ciertamente el dolor como espectáculo público no aparece como uno de los aspectos centrales de la penalidad latinoamericana, el dolor como factor estructural permanente sí hace parte de la relación típica del cuerpo y los sistemas punitivos señalados.

La aflicción física de los cuerpos en las cárceles de la región no puede considerarse simplemente como una parte usual de los dolores ligados a la privación de derechos en el espacio carcelario (Sykes 1958), sino que es mucho más extendida y brutal. En Latinoamérica, el alma y el cuerpo de los condenados son castigados por igual, y la amenaza de muerte aparece de forma latente como parte central de la experiencia penitenciaria. Estar en la cárcel contiene, entonces, la violencia corporal proveniente de diferentes actores que se manifiesta con la amenaza -y materialización- permanente de muerte y daño físico, y la violencia simbólica del discurso jurídico-penal liberal que neutraliza la realidad cotidiana violenta de lo penitenciario a través de la idea del castigo como pérdida temporal de derechos.

Violencia y muerte en la cárcel latinoamericana

“Cuarto de basuras y lavadero, Patio 4. Aquí se desmembraron los cuerpos, para luego echarlos en bolsas de basura y así mismo sacarlos en camiones que sirven para sacar la basura de la cárcel y llevarlos al botadero de Doña Juana (Bogotá). Otras partes de estos cuerpos fueron a dar a las alcantarillas, como también a fosas comunes”.

Agudelo (2010, 34)

En un artículo reciente sobre la experiencia penitenciaria en Colombia, Parra Gallego y Bello Ramírez (2016) sostienen que el giro de las reformas penales y penitenciarias que apuestan por la modernización de la prisión, el fortalecimiento de la burocracia penitenciaria y el aumento de penas ha hecho de la cárcel un “espacio de muerte”. En dicho espacio se genera una “vacío de legalidad”, en el que la protección del sujeto a través del lenguaje de los derechos y las salvaguardas jurídicas se desvanece ante la violencia desatada por las infames condiciones de reclusión. Parecen sugerir que las prisiones latinoamericanas son espacios de excepción, en los cuales la suspensión de lo jurídico expone a los sujetos a la posibilidad de la muerte. Esta misma tesis es sostenida por Umaña Hernández y Cordero Romero (2019) al estudiar el problema de la distancia entre el discurso jurídico-penal garantista y la muerte en las prisiones en Colombia, y por De Dardel (2015), cuando analiza las estrategias a través de las cuales los prisioneros colombianos intentan resistir “la nuda vida” que el sistema penitenciario les impone.

Aunque la utilización del concepto de nuda vida es cuestionable para describir la relación entre el poder punitivo, la vida y la potencial muerte del prisionero en los espacios penitenciarios -pues el mismo Agamben afirma que “No la cárcel sino el campo de concentración es, en rigor, el espacio que corresponde a esta estructura orgánica del nomos” (1998, 33)-, estos trabajos muestran la necesidad de profundizar en el análisis de la muerte horrorosa en el contexto carcelario de América Latina. El análisis sobre el sentido cultural y contextual de las masacres (Uribe Alarcón 2018), que en su momento fue denominado tanatomanía -en el cual “la forma de crimen marca una parábola progresiva hacia la atrocidad y el sadismo” (Guzmán, Fals Borda y Umaña 2010, 245)-, encuentra en la violencia carcelaria que recae sobre el cuerpo un campo aún por explorar.

Con todo, como lo señalan Ariza e Iturralde (2019) al analizar el papel de la memoria de la masacre en la configuración del orden social penitenciario latinoamericano, el traslado de las formas de destrucción del otro, propias de la violencia exacerbada de la guerra -como la amputación de extremidades o la muerte-, a un espacio estatal institucionalizado y cerrado en permanente disputa hace que el preso se convierta en un enemigo para el propio preso. Los rituales de iniciación en el mundo penitenciario transmiten el conocimiento básico que deben tener los reclusos sobre la convivencia violenta en los patios y la siempre posible destrucción del cuerpo a través del desmembramiento o la muerte, para enseñar a los recién llegados que el sometimiento a las reglas de la convivencia penitenciaria y la admisión de las condiciones infames de reclusión son -o deberían ser- formas de violencia preferibles a la aniquilación total o parcial del cuerpo.

Lo anterior es también un efecto de la extrema permeabilidad (Farrington 1992) de las instituciones penitenciarias de la región, es decir, de su incapacidad para separarse de manera fuerte del mundo exterior y crear un universo institucional cuya vida cotidiana se desenvuelva a partir de su propio arreglo de ritos, normas y relaciones. En la cárcel, el combatiente sigue siendo combatiente, y el narcotraficante sigue perteneciendo a un cartel. Las formas de capital que definían la posición social del sujeto en el mundo exterior son trasladadas al mundo penitenciario (Ariza 2011). Esto no quiere decir que estas afiliaciones subjetivas en el exterior, que coinciden -y en ocasiones superan la identificación colectiva- con el estado temporal de encarcelamiento, sean exclusivas del contexto penitenciario latinoamericano. En otros contextos también se ha documentado la relación entre las pandillas y el gobierno penitenciario (Pyrooz y Decker 2019). De hecho, la vinculación a grupos internos de poder es una estrategia relativamente común de adaptación al encierro (Rocheleau 2015). Sin embargo, lo que resulta peculiar del caso latinoamericano es el cuasi monopolio de la violencia por parte de los grupos organizados de prisioneros que despliegan las labores propias de gobierno penitenciario. Darke (2013) denomina a lo anterior dinámicas penitenciarias informales, es decir, un arreglo en el cual la vida dentro de los muros es gobernada y definida por los propios presos, organizados en un esquema de gobierno perimetral en el que la guardia penitenciaria se retira de los patios para concentrarse en proteger el exterior de la cárcel y evitar las fugas (Ariza 2011). Las normas consuetudinarias que forman la ley del presidio son aplicadas con severidad y prontitud por los señores penitenciarios; desde el cacique o el líder paramilitar en Colombia (Ariza e Iturralde 2019), pasando por el líder de la Mara en la cárcel hondureña (Gutiérrez 2012), hasta llegar al Faxina en las cárceles brasileras (Darke y Karam 2012; Darke 2017), las estructuras de poder internas imponen su violencia ilimitada.

Estas estructuras ilegales de poder que surgen en la prisión cumplen la función ambivalente de controlar y expandir la violencia. En primer lugar, en muchas situaciones, los líderes internos de la prisión logran administrar de manera más o menos exitosa la vida en prisión y, con ello, controlar los brotes de violencia irrestricta en la lucha por los bienes escasos. El poder de los caciques, los líderes paramilitares, los Faxina o los líderes de la Mara depende también de la situación dramática de las prisiones y de la ausencia de capacidad estatal para gobernar lo penitenciario en condiciones aceptables (Darke y Karam 2016; Antillano 2017; Nunes Dias y Salla 2017). La situación inhumana de los presidios favorece el poder de dichos actores y los convierte en administradores de la seguridad y proveedores de los bienes de primera necesidad (Ariza e Iturralde 2018b), y, por ello, estos se encargan también de mantener el statu quo de la prisión. Los propios internos evitan el motín y la reyerta para mantener su poder en el espacio penitenciario, y ello deriva en una tensa paz de los reclusorios latinoamericanos, aun a pesar de sus condiciones infrahumanas. En segundo lugar, dicho control es sólo posible a través de la expansión de formas simbólicas de violencia que reposan en la amenaza permanente de una reacción violenta ante la vulneración de las normas de la cárcel, que a su vez se mantiene vigente a través del ejercicio esporádico, pero devastador, de la violencia entre internos.

Los aún incompletos datos sobre muertes y lesiones en los sistemas penitenciarios de la región muestran este desolador panorama. Es significativo el caso de Venezuela, donde 3.664 internos murieron violentamente y 11.401 más fueron heridos entre 1999 y 2008 (Gracia Morais 2009). En Brasil, se producen alrededor de 1.000 muertes de internos al año (Sanhueza 2015). En Argentina, el 57% de la población penitenciaria reporta haber sufrido diferentes formas de violencia física y sexual (CELIV 2014). En Chile mueren alrededor de cuarenta internos anualmente (Sanhueza 2015), y en Honduras murieron 756 internos entre 2006 y 2012 (CIDH 2013).

Hay que tener en cuenta que las salvaguardas jurídicas no protegen al preso de la violencia desplegada por las estructuras informales de poder y que no existen mecanismos de control para limitar los excesos de su violencia. El orden penitenciario es mantenido brutalmente por los propios internos. Cuando sus formas de gobernar la cárcel se hacen insoportables, se desata la reyerta, que a su paso deja incendios y masacres. Mientras que el motín, junto con las huelgas de hambre, son una forma de resistencia y protesta ante los rigores del encierro (Ross 2010; Ugelvik 2014) y se dirigen fundamentalmente hacia la burocracia penitenciaria, la lucha por el dominio del orden social supone la guerra intestina entre los propios presos. En uno y otro caso, la respuesta estatal es la pacificación por medio de la matanza para alcanzar la seguridad penitenciaria (Neocleous 2019). Estas formas de violencia aparecen como elementos constitutivos de la experiencia penitenciaria de la región. La fuerza estatal ejercida de forma violenta por los guardias; la creación de escuadrones que ingresan a las cárceles en los casos de motines para restaurar el orden penitenciario a través de la muerte; los internos organizados que ejercen su poder a través del miedo, el castigo y la muerte; la permanente amenaza de violencia física ligada a una convivencia en situaciones extremas derivada de la lucha violenta por el control de la cárcel, y la dificultad de acceder a bienes básicos para el sustento cotidiano, entre otras realidades violentas, hacen del castigo corporal una parte central de la experiencia carcelaria latinoamericana. A pesar de los esfuerzos del discurso jurídico penal liberal por ver la cárcel como la menor forma de violencia dentro de las posibles, una mirada al aparato carcelario de la región no sólo genera serias dudas sobre dicha afirmación, sino que muestra que la violencia corporal es un contenido central de la experiencia penitenciaria latinoamericana.

Derecho Penal Liberal, Condiciones de Reclusión y Violencia Jurídica

No es un secreto que la vida penitenciaria supone privaciones y sufrimiento. De hecho, que el castigo tiene un componente retributivo y que implica un nivel de dolor inevitable es un asunto ampliamente aceptado por la filosofía del derecho penal (Ferrajoli 2011). Los esfuerzos dentro de esta tradición han estado dirigidos a definir cuándo el dolor impuesto es inaceptable y se configura una violación de la garantía de que nadie será sometido a penas ni tratos crueles, inhumanos y degradantes (Gray 2010; Dolovich 2009). Desde el punto de vista jurídico, la tarea consiste en analizar en qué medida ciertas condiciones de reclusión suponen que se está infligiendo un sufrimiento inusual, cruel o degradante. El hacinamiento y el no suministro de bienes y servicios básicos como salud, alimentación y agua potable, por ejemplo, son algunos de los temas centrales en los que se ha concentrado el discurso jurídico para intentar proteger al preso de los excesos del poder punitivo.

Desde la perspectiva de los estudios carcelarios, la literatura se ha enfocado en analizar el impacto que tiene el encarcelamiento en los sujetos penitenciarios (Brown 2014). Desde el trabajo pionero de Sykes (1958), se han identificado una serie de privaciones específicas que dan contenido al sufrimiento carcelario y que tendrían un efecto destructor en la subjetividad de los prisioneros. Este autor considera que la pérdida de libertad, la ausencia de bienes y servicios, la privación de las relaciones sexuales, así como la pérdida de autonomía y seguridad, harían la vida en prisión indeseable para los prisioneros y crearían los mecanismos de adaptación para resistir el tiempo en prisión. Las prácticas penales contemporáneas han generado una serie de frustraciones y cargas adicionales como la destrucción de los vínculos familiares y las privaciones sensoriales (Crewe 2011, 512; Simon 2000). La violencia carcelaria, además, marca permanentemente los cuerpos de los prisioneros a través de señales que hacen que lo carcelario permanezca en ellos, como por ejemplo, la pérdida de dientes o las cicatrices fruto de las riñas con otros internos (Moran 2014).

El encarcelamiento también supone la exposición de los cuerpos a un mayor riesgo de daño y contagio. La violación y los asaltos sexuales son algunas de las formas de violencia entre internos (CELIV 2014). Así, los presos se ven expuestos a mayores riesgos de contagio de enfermedades como la infección por el VIH, la hepatitis y la tuberculosis (Adaszko et al. 2017; WHO 2007; OPS 2008). De hecho, como lo señala Simon (2013), el control de las enfermedades y las epidemias dentro de las cárceles ha sido una de las preocupaciones principales en los procesos de intervención judicial. A pesar de la capacidad destructiva del aparato penitenciario, este continúa para alcanzar cada vez a más personas. La reformulación de lo punitivo a través de nuevos discursos liberales que abogan por la expansión del sistema y el endurecimiento de las condiciones de reclusión se ha materializado en el aumento de las tasas de encarcelamiento y hacinamiento en la región. Como lo han señalado varios análisis, el vertiginoso aumento de la tasa de encarcelamiento, que puede verse en la gráfica 1, es una constante de los países latinoamericanos (Hernández Jiménez 2018; Ariza e Iturralde 2018a; Stippel y Serrano 2018), e indica una fuerte apuesta por el endurecimiento de la respuesta penal (Sotomayor Acosta y Tamayo Arboleda 2014; Sozzo 2007). Mientras que la política criminal se enfoca en la criminalización de poblaciones vulnerables, la protección de la seguridad ciudadana en las grandes metrópolis del continente y el fortalecimiento de la capacidad de albergue de los aparatos penitenciarios, la previsión de recursos para garantizar condiciones de vida digna a los prisioneros es mínima (Müller 2016). Así, se crea un gran aparato penitenciario que no logra garantizar condiciones básicas de vida digna (BID 2019).

Fuente: WPB 2020.

Gráfica 1 Tasa de personas en prisión por cada 100.000 habitantes en Latinoamérica, 2000-2019 

A medida que el endurecimiento del sistema penal hace que la capacidad instalada del sistema penitenciario no sea suficiente para responder al aumento de la población reclusa, el efecto más visible que se genera es la perpetuación del hacinamiento. Como lo muestra la gráfica 2, para finales del 2019, a excepción de México, todos los países latinoamericanos presentaron sobrepoblación penitenciaria. Los casos de Bolivia, Guatemala, Perú y El Salvador son especialmente problemáticos, pues la población penitenciaria, cuando menos, duplica la capacidad de los establecimientos de reclusión. Como puede verse en la gráfica 2, la sobrepoblación penitenciaria presenta índices elevados en la región, salvo en el caso de Chile, donde apenas se supera la capacidad de las cárceles para albergar personas.

Gráfica 2 Porcentaje de ocupación penitenciaria en Latinoamérica para diciembre de 2019 

La fuerte presión demográfica a la que están sometidos los aparatos carcelarios en Latinoamérica tiene severas consecuencias dentro de los penales. La principal es que el acceso a los recursos dentro de los centros penitenciarios se realiza de manera diferencial, de acuerdo a la posición de clase del interno, y la carga es trasladada a las familias de los reclusos. Los mercados ilegales internos son el mecanismo que asume la satisfacción de las necesidades básicas, lo que trae consigo formas de poder y dominación que generan violencia carcelaria (Ariza e Iturralde 2018b). El acceso a lugares para dormir -desde una celda, pasando por los pasillos de los pabellones, los baños, e incluso las canchas de fútbol- depende del pago de una tarifa a las organizaciones internas de poder. En Colombia, por ejemplo, debido a la falta de lugares para dormir, en algunas cárceles las personas privadas de la libertad usaban el llamado “pico y placa” para turnarse el uso de las instalaciones, mientras que en otras, los prisioneros se amarraban por el pecho con una cabuya sujetada al techo para dormir de pie (Procuraduría General de la Nación de Colombia 2014). En otros países de la región la situación es similar. Según un informe elaborado por el Banco Interamericano de Desarrollo (2019) en América Latina y el Caribe, en cada celda viven en promedio 45% más personas de las que debería haber, lo que deriva en que sólo un 42% de los internos puedan dormir en una cama. Además, el 20% de los presos no tiene acceso a agua potable suficiente, y al 30% de los presos no se les da atención en salud (BID 2019).

El dramatismo de la situación anterior ha convergido en una creciente juridificación del campo penitenciario; esto es, la utilización del lenguaje jurídico como mecanismo para hacer inteligible la experiencia penitenciaria e intentar resistirla (Garces, Martin y Darke 2013). Esta juridificación tiene dos direcciones que se impulsan mutuamente. Por una parte, los prisioneros han canalizado su descontento por medio de la masiva utilización de mecanismos jurídicos flexibles y expeditos, creados por una estructura de oportunidades legales favorable a la movilización jurídica. Los prisioneros, como colectivo, han encontrado en el derecho una herramienta para movilizar sus intereses y resistir los rigores del encierro (Ariza y Torres 2019). Si bien esto no supone que otras formas de resistencia, como las huelgas de hambre y los motines, hayan perdido vigencia, estas ahora se ven acompañadas de este giro hacia la movilización jurídica de las personas presas.

Por otra parte, y como respuesta a la creciente demanda de protección judicial desde el interior de las prisiones, en la región se han dado diversas intromisiones judiciales en los sistemas penitenciarios. La Corte Constitucional colombiana ha intervenido en el campo penitenciario por medio de tres sentencias que buscan la reforma estructural del sistema, la reducción del hacinamiento y la garantía de condiciones básicas en materia de alimentación, salud y tratamiento penitenciario (Ariza y Torres 2019). Lo mismo sucedió en Argentina con el caso Verbitsky (Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina 2005), y en Brasil y Perú con la declaratoria de estado de cosas inconstitucional en el sistema penitenciario de dichos países (Ariza y Torres 2019).

El derecho, aunque ha logrado controlar una parte de la violencia desatada en los motines por la demanda de derechos canalizando las demandas de la población privada de la libertad a través de los estrados judiciales, también ha servido para neutralizar la cuestión penitenciaria en Latinoamérica. Así como los jefes de estructuras ilegales logran mantener el orden en prisiones con condiciones infrahumanas de reclusión, el discurso jurídico contribuye a que el sistema siga sin explotar. El preso, en lugar de amotinarse y prepararse para morir en las retomas violentas de los penales que fueron descritas anteriormente, recurre a las acciones judiciales para resistir el encierro penitenciario sin poner en riesgo su vida (Ariza y Torres 2019). El precio de esta reducción del terror que parece traer consigo la juridificación del mundo penitenciario es el aplazamiento permanente de la solución de la violencia endémica a la que el cuerpo de los condenados es sometido en la vida cotidiana de la prisión. El discurso jurídico reconoce la vulneración permanente de los derechos humanos en la prisión y empuja a los reclusos a hacer valer sus derechos en los estrados judiciales, pero fracasa en la transformación de las condiciones de encierro en la región.

A pesar de la importancia de este proceso de intervención, la transformación apenas se ha sentido en los patios, mientras que el hacinamiento parece incontrolable y sigue elevada la tasa de encarcelamiento. La violencia penitenciaria es incontenible y muestra que la existencia de un corpus jurídico de salvaguardas contra los excesos del poder punitivo no sólo no logra contener la violencia que destruye desde abajo al prisionero, sino que además produce su destrucción jurídica y política. El discurso jurídico admite que las condiciones de reclusión constituyen una violación masiva y sistemática de los derechos humanos de los internos, pero los mantiene en esa situación hasta que no abandonen la prisión a través de los mecanismos procesales ordinarios o la muerte. La retribución, expresada a través de las condiciones infrahumanas de reclusión, suplanta el fin rehabilitador de la pena y la convierte en violencia velada, pero brutal, que simbólicamente aniquila al prisionero como sujeto de derechos. El cuerpo del sujeto, entonces, es aniquilado materialmente por el orden de la prisión y por el gobierno de la prisión, desde abajo y desde arriba; pero es también destruido por el discurso político y jurídico.

Más allá de los múltiples intentos por reformar los sistemas penitenciarios latinoamericanos, el discurso jurídico ha fracasado, no sólo negándose a estudiar la cuestión penitenciaria como un asunto jurídico penal y dejándola en manos de otras disciplinas sociales, sino aceptando la realidad sin intervenirla. El discurso jurídico acepta la violencia carcelaria y, con la manutención del encierro en condiciones infrahumanas, perpetúa y legitima la situación actual de las penitenciarías en la región. El discurso jurídico, en especial el constitucional, interpreta la cárcel realmente existente desde el punto de vista de los dogmas sobre el significado del castigo dentro de una sociedad liberal. Los enunciados son tan repetidos como conocidos y van desde la reafirmación de la resocialización como función de la pena hasta la dignidad de la persona presa como límite del poder punitivo del Estado.3 Cuando estos enunciados son puestos en funcionamiento, denuncian la opresión de la cárcel, pero aceptan su carácter irremediable, asumen la tragedia y desplazan su solución a un futuro incierto bajo la fórmula de la “reforma estructural”. De esta manera, el discurso jurídico reconoce la violencia carcelaria en todas sus manifestaciones; les dice a los internos que lo que sucede es verdad, que su sufrimiento es real, y cuando lo hace, recuerda y afirma los enunciados básicos a partir de los cuales interpreta el problema sin enfrentarlo. Recompone la lógica interna del discurso jurídico sin tocar el mundo del encierro. Así, el discurso nos recuerda que la detención preventiva debería ser una medida excepcional, a pesar de su uso extendido (Hernández Jiménez 2019; BID 2019); que el derecho penal es mínimo y que por ello debería funcionar como ultima ratio, pese a las enormes tasas de encarcelamiento en la región expuestas antes; que las personas presas no deberían soportar penas y tratos crueles, inhumanos y degradantes, a pesar de la miseria de las prisiones latinoamericanas; en fin, que la cárcel debería respetar los principios que definen a un Estado social de derecho, aun cuando todo lo que sucede en la cárcel parece estar por fuera de dichos principios.

El discurso jurídico penal intenta hacer inteligible la violencia del sistema penitenciario con un discurso que neutraliza el sufrimiento individual y colectivo de las personas presas. La burocratización y especialización de la función jurídica son, entonces, formas de alejar al operador judicial del castigo del cuerpo para hacer parecer que este no existe. Mientras la muerte, el desmembramiento, la convivencia violenta y las privaciones de bienes básicos castigan con fuerza el cuerpo de los condenados, el discurso jurídico penal y el constitucional se aferran a la visión liberal de la limitación de derechos para hacer del castigo una realidad legalmente tolerable en los Estados latinoamericanos.

Conclusión

El castigo corporal es un aspecto central de la experiencia penitenciaria latinoamericana. Por un lado, la muerte, como manifestación extrema de la violencia penitenciaria, aparece como un componente de la convivencia siempre tensa con otros internos, de las dinámicas del orden penitenciario, de la intervención de la guardia carcelaria o de las condiciones estructurales de miseria presentes en los establecimientos de reclusión. Por otro lado, la dureza cotidiana de las relaciones violentas dentro de los penales, la lesión física y el sometimiento a condiciones infrahumanas de reclusión complementan una experiencia en la que el cuerpo es objeto primordial, aunque muchas veces incidental, del castigo penal.

Estas formas de castigar el cuerpo de los condenados coexisten con un discurso penal abstracto que proscribe las intervenciones sobre el cuerpo de los condenados, lo que configura una relación específica entre lo punitivo y el cuerpo en el contexto latinoamericano. El cuerpo es al mismo tiempo el objeto permanente del castigo hasta el punto de su destrucción y el objeto de protección de un discurso jurídico que fracasa constantemente en garantizarle indemnidad. Para los discursos jurídico-penal y constitucional liberal, pareciera que la realidad supera las capacidades del sistema estatal para brindar atención a los derechos de la población privada de la libertad. De lo anterior, parecen testigos los intentos de reforma de lo penitenciario en la región que reconocen la problemática del cuerpo y afirman estar haciendo todo lo posible, dentro del marco legal, para reducir los niveles de dolor. No obstante, el reconocimiento de la violencia a la cual es sometido el cuerpo de los condenados en Latinoamérica es acompañado de la falta de capacidad de las medidas adoptadas para conjurar la violencia extendida de los penales de la región y de la apuesta por mantener en la cárcel a cientos de miles de personas en condiciones infrahumanas.

Así, los discursos jurídico-penal y constitucional obran como mecanismos de violencia simbólica que neutralizan la dramática destrucción del cuerpo que tiene lugar en los sistemas penitenciarios de la región. El cuerpo es protegido jurídicamente y al mismo tiempo es castigado con vehemencia, y, aunque el discurso jurídico enaltece lo primero mientras condena lo segundo, sus efectos reales terminan por tener el efecto inverso, por cuanto convierten la protección jurídica del cuerpo en una simple retórica que favorece la violencia irrestricta contra el cuerpo como un componente fundamental de la experiencia penitenciaria de la región.

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* El presente texto es resultado de dos investigaciones conducidas por los autores. La primera de ellas, denominada “Del patio al barrio. Análisis de los factores explicativos del reingreso al sistema penitenciario y carcelario. El caso del establecimiento ʻLa Modeloʼ de Bogotá”, fue financiada por la Universidad de los Andes; y la segunda, denominada “Dogmática penal y discursos constitucionales: hacia una comprensión de la expansión del derecho penal en Colombia”, fue financiada por la Universidad Autónoma Latinoamericana.

1También, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (2006) condenó a Venezuela por la masacre de 37 reclusos en el penal Retén de Catia, ubicado en la ciudad de Caracas, el 27 de noviembre de 1992.

2Es abundante la literatura que reproduce esta narrativa, pues es parte estándar de la mayoría de textos dirigidos a la enseñanza del derecho en el contexto latinoamericano. Además de los ya citados Ferrajoli y Hassemer, es posible hallar la reproducción de esta narrativa en muchos manuales de derecho penal de la región, así como en las discusiones en España, Alemania e Italia que han influenciado ampliamente la discusión latinoamericana. Con múltiples referencias, puede consultarse también a Ferrajoli (2014) y Leyva Estupiñán y Lugo Arteaga (2015).

3Una buena forma de ver la manera en que el discurso penal se proyecta sobre el mundo penitenciario es la Sentencia T-388 de 2013 de la Corte Constitucional colombiana, donde las fórmulas resocialización, dignidad humana, derechos de los privados de la libertad, limitación del poder punitivo y similares aparecen de forma permanente como vehículos discursivos para la declaratoria del estado de cosas inconstitucionales de las cárceles en el país (Corte Constitucional de la República de Colombia 2013).

Cómo citar: Ariza, Libardo José y Fernando León Tamayo Arboleda. “El cuerpo de los condenados. Cárcel y violencia en América Latina”. Revista de Estudios Sociales 73: 83-95. https://doi.org/10.7440/res73.2020.07

Recibido: 06 de Enero de 2020; Aprobado: 01 de Abril de 2020

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