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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.73 Bogotá July/Sep. 2020

https://doi.org/10.7440/res73.2020.08 

Dossier

La política de seguridad en El Salvador: la construcción del enemigo y sus efectos en la violencia y el orden social*

Security Policy in El Salvador: The Construction of the Enemy and Its Effects on Violence and Social Order

A política de segurança em El Salvador: a construção do inimigo e seus efeitos na violência e na ordem social

Viviana García Pinzón** 

Erika J. Rojas Ospina*** 

** Estudiante del doctorado en Ciencia Política de -PhilippsUniversität Marburg, Alemania. Investigadora y miembro del programa doctoral del Instituto Alemán de Estudios Globales y de Área (GIGA). Últimas publicaciones: “Colombia: Between the Dividends of Peace and the Shadow of Violence”. GIGA Focus Latin America 2: en línea, 2020; “Elecciones, posacuerdo y transición en Colombia”. Iberoamericana 18 (69): 243-248, 2018. viviana.garciapinzon@giga-hamburg.de

*** Estudiante del doctorado en Estudios de Desarrollo de Norwegian University of Life Sciences, Noruega. Últimas publicaciones: “The Gendered Nature of Security in El Salvador: Challenges for Community-Oriented Policing”. Journal of Human Security 15 (2): 70-84, 2019; “Sexualidad y reconocimiento como apuestas a la transformación de la seguritización en El Salvador” (en coautoría). Organicom 15 (28): 105-26, 2018. erika.rojas@nmbu.no


RESUMEN

Pese al fin de la guerra civil y la transición democrática, El Salvador sigue siendo uno de los países más violentos del mundo. Los gobiernos salvadoreños de la posguerra se han empeñado en implementar políticas de seguridad que enfatizan la represión y medidas de “mano dura”, a pesar de su ineficiencia y del hecho de que estas contradicen los acuerdos de paz y su enfoque en la reforma al sector seguridad de 1992. Este artículo analiza la conexión de la política de seguridad con el régimen político que se configuró en el periodo de posguerra, los elementos que apuntalan a la construcción de las pandillas como “enemigo interno” y los efectos de dichas políticas en las formas de ordenamiento social en El Salvador.

PALABRAS CLAVE Democracia; discursos de seguridad; El Salvador; pandillas; políticas de seguridad; violencia

ABSTRACT

Despite the end of the civil war and the democratic transition, El Salvador remains one of the most violent countries in the world. Post-war Salvadoran governments have struggled to implement security policies that emphasize repression and heavy-handed measures, despite their inefficiency and the fact that they contradict the peace accords and their focus on the security sector reform of 1992. This article analyses the connection between the security policy and the political regime that took shape in the post-war period, the elements that underpin the construction of gangs as an “internal enemy”, and the effects of these policies on the modes of social order in El Salvador.

KEYWORDS Democracy; El Salvador; gangs; security discourses; security policies; violence

RESUMO

Ainda com o fim da guerra civil e a transição democrática, El Salvador continua sendo um dos países mais violentos do mundo. Os governos salvadorenhos da pós-guerra vêm se empenhando em implementar políticas de segurança que enfatizam a repressão e as medidas de “mão dura”, apesar de sua ineficiência e do fato de que estas contradizem os acordos de paz e sua abordagem na reforma do setor de segurança de 1992. Este artigo analisa a conexão da política de segurança com o regime político que se configurou no período de pós-guerra, os elementos que apontam a construção das quadrilhas como “inimigo interno” e os efeitos dessas políticas nas formas de ordenamento social em El Salvador.

PALAVRAS-CHAVE Democracia; discursos de segurança; El Salvador; políticas de segurança; quadrilhas; violência

Introducción

En ese contexto, esta Procuraduría ha visto con preocupación los impactos negativos que en materia de derechos humanos han generado las políticas de seguridad pública adoptadas por el Ejecutivo a partir de 2015. El despliegue de intervenciones de gran concentración de fuerza policial y militar en zonas urbanas y rurales del país, la creación de batallones militares y diversos grupos élites policiales en el marco de lo que se denominó Medidas Extraordinarias de Seguridad, junto a un discurso institucional que explícita o implícitamente envió un mensaje de impunidad para aquellos elementos que violentaran la ley, favoreció un aumento de vulneraciones de derechos por parte de miembros de la PNC y del ejército hacia la población [...] La mayoría de estas denuncias fueron por ejecuciones extralegales, amenazas, malos tratos, tortura, detención ilegal e intimidación. (PDDH 2019, 13-14)

Este apartado es parte de un informe de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) de El Salvador sobre ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros de la Policía Nacional Civil (PNC) en el gobierno de Salvador Sánchez Cerén. Con la idea de combatir a las pandillas, el presidente Sánchez endureció las políticas de “mano dura” y fortaleció la participación de cuerpos militares en tareas de seguridad pública. Paradójicamente, el enfoque represivo y la lógica subyacente de lucha contra el “enemigo interno” que sustenta la política de seguridad y las violaciones a derechos humanos denunciadas en el citado informe no sólo contradicen los ideales defendidos por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), partido político conformado por la otrora guerrilla y del que Sánchez Cerén es miembro, sino que replican las mismas prácticas de las cuales miembros del FMLN y, sobre todo, la población civil fueron víctimas durante la guerra contra el régimen (Schultze-Kraft 2005), en la década de 1980 y comienzos de la de 1990. El énfasis en medidas represivas y la militarización también van en contra de la noción de seguridad planteada en los acuerdos de paz de 1992, la cual estaba basada en una visión democrática de la seguridad más orientada a la protección de los ciudadanos, y menos, a la del Estado.

¿Cómo entender esta aparente contradicción? ¿Cómo es que los gobiernos en El Salvador, sin importar su espectro ideológico, insisten en políticas de seguridad de “mano dura” a pesar de su demostrada ineficiencia para resolver los problemas de violencia que aquejan al país? ¿Por qué las reformas del sector seguridad contenidas en los acuerdos de paz no lograron transformar la noción de enemigo interno, que sigue siendo transversal a las nociones de seguridad, y, sobre todo, las prácticas arbitrarias del Estado? El objetivo de este artículo es responder a estos interrogantes a partir del análisis de las características del régimen político salvadoreño y la trayectoria de la política de seguridad desde los acuerdos de paz hasta la actualidad.

Nuestro argumento es que para entender la política de seguridad en El Salvador es necesario considerar su inserción en las lógicas de un régimen híbrido, en el que elementos de democracia formal coexisten con instituciones y prácticas propias de un régimen autoritario (Arias y Goldstein 2010). Si bien los esfuerzos por la pacificación y democratización en El Salvador condujeron a la terminación de la guerra, ello no significó el fin de la violencia, por cuanto no hubo un cambio profundo de las estructuras sociales y económicas (Cruz 2016; Kurtenbach 2012; Moodie 2010; Wade 2016; Wolf 2009 y 2017). Uno de los aspectos centrales de la persistencia de dicha estructura social autoritaria y excluyente es la política de seguridad. Aunque en los acuerdos de paz se plantearon la reforma al sector seguridad y la implementación de una visión de la seguridad acorde a los principios democráticos y de seguridad humana, en la práctica no hubo tal transformación y el enfoque represivo y militar ha continuado caracterizando las percepciones y política sobre el tema. Si en el pasado el enemigo por combatir eran la guerrilla y las comunidades controladas por esta, ahora el enemigo son las pandillas y, de manera creciente, las poblaciones donde estas se asientan. Mientras los esfuerzos del Estado se enfocan en el combate contra este enemigo, poco lugar ha quedado para una discusión sobre políticas de seguridad más integrales y de largo alcance y, menos aún, para considerar transformaciones en factores estructurales como la desigualdad y la exclusión que subyacen a la (re)producción de violencia. En más de dos décadas de implementación, las políticas de seguridad represivas no sólo no han logrado disminuir la violencia, sino que han contribuido a su escalamiento y persistencia. Este fenómeno es una de las facetas más problemáticas de la fallida construcción de paz en El Salvador y expresión de lo que Pearce (2010) ha denominado la formación perversa del Estado en América Latina.

El artículo desarrolla un análisis cualitativo que integra información de fuentes primarias -en particular, entrevistas de las autoras con distintos actores en El Salvador-, discursos, documentos oficiales y literatura secundaria. El texto está estructurado de la siguiente manera: en la primera parte, se expone un análisis sobre el régimen político tras la transición democrática y el fin de la guerra y su relación con la persistencia de la violencia. En la segunda, se aborda la discusión sobre el concepto de seguridad en los acuerdos de paz de 1992 y en la política de seguridad posterior. En la tercera parte, se presenta un análisis sobre las políticas de seguridad contra las maras y sus efectos.

Democracia y Persistencia de la Violencia en El Salvador

En el 2009 el candidato del partido FMLN, Mauricio Funes, fue elegido presidente de El Salvador. Tras diecisiete años de la firma de los acuerdos de paz de Chapultepec y la realización de elecciones democráticas ininterrumpidas desde 1984, el partido de la otrora guerrilla llegaba al poder. Desde la teoría de la democratización y el paradigma de la paz liberal, lo anterior constituye una evidencia clara del éxito del proceso de transición democrática y de la pacificación. No obstante, la promesa de paz y prosperidad representada por las reformas implementadas1 está lejos de ser cumplida. Es así como para ese mismo año, la tasa de homicidios de El Salvador fue de 71,4; según la información más reciente, esta fue de 50 en el 2018 (ver la gráfica 1), lo que convierte al país en uno de los más violentos no sólo de América Latina, sino del mundo. La violencia homicida se suma a una larga lista de problemáticas como la pobreza, la corrupción, la inseguridad y la falta de oportunidades educativas y laborales. Así, mientras que desde la perspectiva internacional el proceso de paz en El Salvador es considerado como exitoso y ejemplar, la percepción de la mayoría de los salvadoreños es distinta.2

Fuente: elaboración propia con datos de UNODC (2020)

Gráfica 1 Tasa de homicidios en El Salvador por cada cien mil habitantes, 2000-2018 

La experiencia de El Salvador, entre otras, ha llevado a señalar las limitaciones del paradigma liberal de paz. De manera general, la idea que subyace en este enfoque es que “el establecimiento de gobiernos democráticos y economía de mercado son el medio principal para proveer paz y seguridad” (Wade 2016, 4). Siguiendo este paradigma, los procesos de paz han concebido la democratización como el camino hacia la paz y se han enfocado en crear las condiciones para la realización de elecciones libres y democráticas. No obstante, contrario a lo esperado, en muchas sociedades posconflicto la implementación de la democracia electoral y las reformas económicas no han logrado transformar las condiciones estructurales de exclusión que contribuyen a la violencia.

En este sentido, las principales críticas formuladas a la paz liberal apuntan al excesivo énfasis dado a la democracia electoral y a la liberalización de los mercados, en desmedro de aspectos tan importantes como el establecimiento de instituciones estatales funcionales, el Estado de derecho, la reconciliación social, la justicia transicional, las condiciones socioeconómicas y las particularidades del contexto local de cada país (Kurtenbach 2012 y 2013; Wade 2016). Tres aspectos permiten explicar las limitaciones del paradigma liberal de paz y la conformación de un régimen que, a pesar de adoptar elementos de una democracia formal, no logró transformar las relaciones autoritarias subyacentes: 1. democracia y élites locales, 2. modelo económico y liberalización y 3. reforma al sector seguridad.

Transición política y élites locales

El proceso de paz en El Salvador contó con el apoyo y la participación significativa de actores externos, mientras que el rol decisivo de las élites y la política local y nacional no fue considerado en su magnitud. Según Wade (2016), entre los actores locales, son las élites las que mayor influencia tienen en la construcción de paz. Sus preferencias se expresan en el proceso a través de su interés en mantener el statu quo, por un lado, y mediante el control de los recursos del Estado y las redes clientelares, por el otro. El atrincheramiento de las élites para hacer frente a reformas que pueden afectar sus intereses es una característica de muchas sociedades posconflicto; esta situación puede llevar al incremento de la polarización o, en el peor de los casos, al retorno de la confrontación armada. En la mayoría de los casos, la interacción entre los sectores en favor de la paz y las élites es una “construcción de paz comprometida”, donde ciertas reformas son aceptadas a cambio de la protección de los intereses de la élite. Como resultado de esta transacción, se produce un régimen híbrido moldeado por la interacción de instituciones liberales e iliberales (Wade 2016).

La historia política de El Salvador ha estado marcada por un régimen político excluyente, por desigualdad y por violencia. “[D]esde 1931 hasta 1979 predominó un pacto tácito de reparto de poder entre elites militares y económicas” (Sanahuja 1998, 162). La alianza entre militares y la oligarquía cafetera se basaba en el rol de los primeros como garantes del orden y la estabilidad en el país, y en el control del poder económico dominante y la política económica por parte de la segunda. Sin embargo, desde la década de 1960 las relaciones de los militares con la oligarquía se fueron deteriorando. El punto de inflexión vino en 1979, cuando un grupo de jóvenes militares intentaron dar un golpe de Estado, hecho que marcó el fin de este esquema de dominación. A ello se sumó la presión internacional por una apertura del régimen y el inicio de un proceso de transformación en la estructura económica del país, el cual pasó de enfocarse en el sector agroexportador al de comercio y servicios. La creación de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) constituye una de las principales transformaciones en la manera en que las élites ejercían el poder. Tras el quiebre del pacto cívico-militar, y en un contexto cambiante, la creación del partido fue la vía mediante la cual la élite logró mantener su dominio político y promover sus intereses económicos, a la vez que implementaba reformas democráticas.

En 1982 se llevaron a cabo elecciones para una Asamblea Constituyente, y en 1984, elecciones presidenciales -las primeras desde 1931-, en las cuales fue elegido Napoleón Duarte, del Partido Demócrata Cristiano (PDC), como presidente. Sáenz de Tejada (2005) afirma que, para varios analistas, son estos dos procesos electorales los que marcan el comienzo de la transición. Sin embargo, con el trasfondo del conflicto armado, en vez de debilitarse, el poder y la autonomía militar se vieron fortalecidos; el balance de poder en las relaciones cívico-militares estaba a favor de los militares. Así, en la Constitución de 1983 se mantuvieron las prerrogativas militares, en especial sus facultades para “garantizar seguridad interna y externa y defender el sistema democrático, la constitución y la ley”. Asimismo, no había posibilidad de una verdadera competencia electoral en un contexto donde las fuerzas de izquierda estaban fuera de la política.

Tras cosechar victorias en las elecciones municipales y legislativas de 1988, ARENA alcanzó la presidencia del país en 1989, con la candidatura de Alfredo Cristiani. Hasta 2009, ARENA estuvo en la presidencia de la república. Este período cubre parte de las negociaciones con el FMLN, la firma de los acuerdos de paz y su implementación, así como las reformas de liberalización económicas. Las élites políticas tradicionales lograron un control sobre las reformas implementadas en El Salvador durante este período, lo que les permitió proteger sus intereses. Esto trajo serias consecuencias para la construcción de paz, desde la negociación de los acuerdos con el FMLN hasta su implementación.

En el caso de la agenda de negociación, la discusión sobre el modelo económico quedó fuera de la mesa. En un contexto estratégico, el FMLN estuvo dispuesto a asumir ese precio, a cambio de la transformación del aparato de seguridad estatal (Wade 2016); de manera que la posibilidad de plantear reformas de fondo en las condiciones económicas quedó excluida. Además, el FMLN aceptó que la Constitución de 1983, creada con una participación limitada de la sociedad, fuera la base institucional de la democracia. De esta manera, las élites locales tuvieron un gran campo de maniobra para limitar y controlar la negociación. En los años posteriores, las administraciones de ARENA postergaron o abiertamente sabotearon la implementación de las reformas acordadas, dado que iban en contra de sus intereses. En consecuencia, instituciones encargadas del sistema electoral (Wolf 2009 y 2017), el aparato judicial y el sector seguridad (Kurtenbach 2012) mantuvieron rasgos propios de regímenes autoritarios. Si bien las reformas implementadas permitieron la transformación del actor armado en un partido político y su participación en la contienda electoral, aspectos sustantivos de la democracia quedaron como una deuda pendiente en El Salvador.

Modelo económico y liberalización

Como se mencionó antes, algunos de los aspectos que quedaron fuera del proceso de paz fueron el modelo económico y las reformas neoliberales. Para las élites, este tema constituyó el bastión a partir del cual lograron proteger sus intereses y mantener el statu quo. Las políticas de reforma estructural disminuyeron la presencia y capacidad del Estado en un momento decisivo de la posguerra y de la transformación del país. Ello impidió que el Estado pudiera estimular el crecimiento del sector formal y ofrecer alternativas de inclusión para los excombatientes, los migrantes y la población desplazada (Kurtenbach 2012). Por otra parte, la política económica no logró mejorar las condiciones de vida de la población ni estimular el crecimiento económico, de manera que las tensiones socioeconómicas fueron exacerbadas. Las condiciones de exclusión económica y desigualdad llevaron al incremento de la migración de salvadoreños hacia Estados Unidos y Europa, fenómeno que había iniciado durante la guerra civil. Las remesas se convirtieron en la nueva base de la economía salvadoreña y en un mecanismo de escape para la conflictividad social. Así, “los recortes en gasto social, desempleo e inflación fueron parcialmente suavizados por el influjo de remesas […] Estas estimularon el crecimiento de negocios en sectores formales e informales y estimularon el desarrollo en ausencia de una política de desarrollo coordinada” (Wade 2016, 134).

Las reformas económicas no lograron transformar la matriz de exclusión histórica que ha caracterizado el orden social en El Salvador. Si bien los cambios en el modelo económico, que consolidaron el paso de una economía basada en la agroexportación a una de comercio y servicios, debilitaron a la élite tradicional y permitieron la emergencia de una élite relacionada con grupos transnacionales, ello no implicó mayor inclusión para la mayoría de la población. Así, este asunto es visto como el gran tema pendiente en el proceso de construcción de paz y como fuente de la violencia actual. Según Nidia Díaz, excomandante del FMLN:

En la implementación de los acuerdos, el tema económico queda rezagado. A la vuelta de la vida había más concentración de riqueza y más polarización económico-social. Esto ha traído una contradicción permanente y la polarización de la sociedad. Sus efectos han llevado a una situación que llamamos “guerra social”, que se expresa en migración, desintegración, maras, el fenómeno de las pandillas, etc. Tiene que ver con lo económico social. Es una deuda que venimos cargando y contradice el espíritu del acuerdo político y la propia Constitución de la República. (Grupo Salvadoreño de Amistad con la Paz para Colombia 2017, 42)

Reforma al sector seguridad

En el corazón de los acuerdos y el proceso de democratización se encontraba la transformación del aparato de seguridad del Estado. La represión y la violencia han hecho parte fundamental del sistema de dominación social en El Salvador (Alvarenga 2006; Bergmann 2015). Desde comienzos del siglo XX, el régimen político había dependido del pacto entre la oligarquía cafetera y los militares. De manera posterior, durante la guerra civil, el Estado cometió un sinnúmero de violaciones de derechos humanos contra la población civil, en el marco de una campaña contrainsurgente que la señalaba como base social de la guerrilla. Así, la reestructuración del sector seguridad se basó en la subordinación de los cuerpos armados a las autoridades civiles, la disolución de los cuerpos de seguridad (Guardia Nacional, Policía de Hacienda y Policía Nacional), la depuración de miembros policiales y militares involucrados en violaciones a derechos humanos, la creación de una Policía Nacional Civil (PNC) de carácter civil y democrático y la adopción de un enfoque de seguridad basado en el ciudadano y la democracia.

Las reformas pactadas no fueron implementadas en su totalidad. Policías y militares acusados de violaciones de los derechos humanos fueron vinculados a la naciente PNC; de hecho, un número desproporcionado de militares fue asignado a cargos directivos en esta institución (Wolf 2017). Asimismo, el crecimiento de la criminalidad en el período del posacuerdo estimuló el uso de soldados en operaciones de seguridad pública y la militarización de la política de seguridad. Para Cruz (2016), el resultado más grave de la reforma fallida ha sido la persistencia de prácticas estatales que contribuyen a la violencia, tales como la violación de límites en el uso legítimo de la fuerza, el empleo de mecanismos extralegales para combatir el crimen y el desorden, y el asocio de agentes del Estado con grupos criminales y escuadrones de la muerte.

Como veremos a continuación, una de las consecuencias de la consolidación de un régimen híbrido ha sido la persistencia de una visión y una práctica de seguridad estado-céntricas que privilegian la represión y conciben como amenaza a un conjunto de ciudadanos que provienen de los sectores más excluidos y vulnerables. Esto sugiere que para lograr una transición en la perspectiva de seguridad se requieren cambios fundamentales en el orden social, aspecto que no ha sido suficientemente considerado en el paradigma de la paz liberal.

La política de seguridad en la posguerra: del ideal de la seguridad humana a la configuración de un nuevo enemigo

Un aspecto clave de la reforma planteada en los acuerdos de paz fueron la doctrina y concepción de seguridad. Contrario a las visiones tradicionales centradas en la seguridad nacional, los acuerdos de paz ampliaron el concepto de seguridad para incluir al individuo. Asimismo, durante las negociaciones se reconocieron el rol partidista desempeñado por las Fuerzas Armadas, la orientación militar de la fuerza policial durante el conflicto armado y las acusaciones de sus vínculos con abusos de derechos humanos (Peñate 2007).

Este reconocimiento fue importante para que las negociaciones se centraran en la reconceptualización de la seguridad y la reforma del sector seguridad, prestando especial atención a la distinción entre defensa nacional y seguridad pública. En los Acuerdos, la defensa nacional fue limitada a la garantía de la soberanía y la integridad territorial bajo la responsabilidad de las Fuerzas Armadas; mientras que la comprensión de la seguridad pública se enfocó en el respeto de los derechos humanos a nivel individual y social, incluidos aspectos económicos, sociales y políticos (Peñate 2007, 48).

Durante el conflicto armado prevaleció una lógica realista, donde la unidad estándar de seguridad es la soberanía territorial del Estado-nación. Esto significa que el Estado es el principal objeto y proveedor de la seguridad (Stern 2001; Echavarría 2010). Desde esta perspectiva, el Estado salvadoreño entiende la seguridad de los individuos en dependencia directa de la sobrevivencia y la seguridad del Estado, lo que justifica el accionar militar en contra de la ciudadanía como defensa legítima de su soberanía. En este sentido, de acuerdo con Lucrecia Molinari (2017), el marco doctrinario que orientó el accionar de las Fuerzas Militares y de Seguridad en El Salvador entre 1961 y 1972 fue la contrainsurgencia. Dentro de esta discusión, la doctrina de contrainsurgencia se puede entender, desde una perspectiva militar, como la defensa de la soberanía del Estado, y desde una perspectiva política, como la defensa de la idea de Estado.

Al analizar esta noción de soberanía del Estado desde perspectivas más críticas de seguridad, y parafraseando a Buzan (1991), se entiende que el Estado existe primero en el plano sociopolítico, antes que en el físico. Aun cuando el Estado depende de un territorio, su existencia se constituye en una idea soportada comúnmente por un grupo de personas. Si se concibe entonces al Estado como una idea, desde esta perspectiva se entiende que la defensa de dicha idea sea la tarea más importante de seguridad del Estado (Echavarría 2010, 52). Tal razón justifica la priorización de la seguridad del Estado y la defensa del territorio sobre la seguridad de los individuos, en caso de que estos pusieran en entredicho la seguridad de ese Estado-nación (Echavarría 2010, 51).

De acuerdo con Molinari (2017), se puede inferir que el primer acercamiento a la doctrina contrainsurgente, en 1961, fue a partir de la necesidad de defender la soberanía nacional de la amenaza guerrillera que representaba Cuba, haciendo alusión a un enemigo externo. Lo interesante del desarrollo de esta doctrina de seguridad, y su relevancia actual, es que el enfoque de enemigo da un giro y la ciudadanía salvadoreña pasa a entenderse como el “enemigo interno”. Este giro se da cuando se pasa de entender a la población civil como “sostén básico de la guerrilla” a “decidido apoyo” (Molinari 2017), lo que justificaría su criminalización y el accionar militar en su contra.

Es importante entender la concepción de seguridad durante el conflicto armado, la noción de amenaza en este periodo de tiempo y la transformación que supuso la reforma al sector seguridad negociada en los Acuerdos, pues la construcción de un “enemigo interno” vuelve a ocurrir a mediados de la década de 1990 con las maras y las pandillas. Nuestro argumento es que con los acuerdos de paz hubo un cambio de doctrina y de enfoque de seguridad, pero no hubo una discusión ontológica de su significado, lo que conllevó que no se cuestionara el carácter discursivo de las definiciones de seguridad y sus implicaciones materiales para este país. Esto llevó a que, fácilmente, se trasplantara la idea guerrerista del “enemigo” a un contexto de posguerra.

Es importante resaltar el significado de la reforma al sector seguridad estipulada dentro de los Acuerdos, en relación con la concepción de seguridad. Esta Reforma estableció un nuevo modelo de seguridad menos orientado al Estado y más enfocado en la protección de los ciudadanos (Peñate 2007). Esto tuvo el efecto de quitarles el poder a los militares. Por lo tanto, implicó una reconceptualización de la seguridad fundada en la democratización, en la que un nuevo paradigma de seguridad centrado en el pueblo reemplazó el enfoque tradicional de defensa y seguridad nacional (Baltazar Laderos, Padilla Oñate y Villalobos García 2016, 86).

En términos generales, la discusión de la seguridad negociada entre el FMLN y el Gobierno de El Salvador hizo eco de la discusión de seguridad que estaba teniendo lugar en contextos internacionales durante la década de 1990. En el contexto internacional, tras el fin de la Guerra Fría, la discusión sobre la seguridad giró en torno a la necesidad de prestar atención a las preocupaciones cotidianas de la gente común y a “centrarse en el individuo como sujeto de seguridad” (Hudson, Kreidenweis y Carpenter 2013, 24).

En esencia, la discusión inicial sobre la seguridad humana, con su nuevo enfoque en el individuo, desplaza la perspectiva tradicional de seguridad centrada en el Estado y basada en la defensa militar y territorial. De manera que amplía el espectro de amenazas a la seguridad para incluir las preocupaciones sobre el desarrollo y los derechos humanos (Hudson, Kreidenweis y Carpenter 2013). Si bien los acuerdos de paz no definieron específicamente la seguridad como “seguridad humana”, el contexto en el que floreció la reforma de este sector y las características que se le atribuyeron la ubicó dentro de este discurso. La seguridad humana es una perspectiva integral que se centra en las experiencias cotidianas de los seres humanos y sus complejas relaciones socioeconómicas dentro de una estructura global (Hudson et al. 2013).

A pesar de las variadas críticas a la amplitud de la definición de seguridad humana y su dificultad para la aplicación de políticas (Paris 2001), es importante reconocer la relevancia del enfoque de seguridad humana, con todas sus deficiencias, para validar el individuo y no al Estado como sujeto de seguridad. En el contexto salvadoreño, es importante reconocer las implicaciones de una negociación que cuestiona el objeto de la seguridad, pero que, al mismo tiempo, da por hecho su objeto y su significado. En otras palabras, si bien los acuerdos de paz entre el FMLN y el Gobierno de El Salvador lograron cuestionar al Estado como el centro de seguridad y sacar a la luz la experiencia de seguridad de la sociedad civil como legítima, no cuestionaron cuál es el significado de seguridad fuera de la definición del Estado. En este sentido, aunque el enfoque de seguridad humana prioriza al individuo sobre el Estado, no genera un cambio en la idea de seguridad misma, sino que sirve para expandir la agenda de seguridad a otros temas no convencionales (Echavarría 2010). Asimismo, cabe notar que el sobre-énfasis en el individuo se ajusta a un modelo neoliberal de desarrollo que, paradójicamente, termina reduciendo las funciones del Estado y debilitando su capacidad de incidencia.

Aun así, en los Acuerdos el alcance del concepto de seguridad se amplió al hacer la distinción entre seguridad y defensa nacional, y al atribuirle a la seguridad aspectos económicos, políticos y sociales; se la piensa como parte de un proceso social en el que el Estado salvadoreño debe ser garante y responsable del respeto a los derechos fundamentales de los ciudadanos, como base de su seguridad (Peñate 2007). La seguridad pública, entonces, se convierte en responsabilidad de una fuerza policial profesional, democrática y orientada hacia lo civil.

Sin embargo, aun cuando los Acuerdos avanzaron en la ampliación de la agenda de seguridad, se enfocaron principalmente en las especificaciones técnicas de la aplicación de seguridad, es decir, la depuración y reducción de las Fuerzas Armadas y la creación de una policía civil (Peñate 2007). La PNC y la nueva Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP) fueron creadas a partir de los Acuerdos e inicialmente entrenadas y asesoradas por diferentes países bajo la Misión de Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL), con un comando para proteger y garantizar los derechos humanos y las libertades (Spence, Vickers y Dye 1995; Vilas 1996).

No obstante, las reformas técnicas se vieron entorpecidas en sus procesos, generando falencias en los procesos de formación policial y la “persistencia de estilos autoritarios” en el desempeño de la nueva policía, a lo que se sumaron nuevas denuncias de violaciones a los derechos humanos (Vilas 1996). Un miembro de la policía del nivel superior, entrevistado en San Salvador en marzo del 2019, explica estas dificultades en el proceso de creación de la PNC, para el que no se cumplieron las cuotas específicas de inclusión de antiguos combatientes, pues el FMLN no alcanzó a cumplir su cuota del 20% (Vilas 1996), y, en lugar de incluir a más civiles, hubo una mayor incidencia de miembros de los antiguos cuerpos de seguridad. Así, se violó el principio de paridad estipulado en los Acuerdos.

La persistencia de “estilos autoritarios” dentro de la policía y, consecuentemente, en la forma en que se desarrollaría la seguridad pública en El Salvador, se puede explicar a partir de la reticencia de las administraciones postconflicto de reformar la policía y desmovilizar la estructura militar, justificándola con la creciente inseguridad experimentada en El Salvador (Spence, Vickers y Dye 1995). Como se mencionó anteriormente, desde 1932 hasta 1979 hubo una alianza entre las élites económicas y los gobiernos militares (Spence, Vickers y Dye 1995, 5). Esta estrecha relación significó una dificultad en la depuración de las antiguas fuerzas de seguridad, que simularon la disolución de la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda, a partir de su completa integración a la nueva Fuerza Militar. Esto, claramente, generó el rechazo y la oposición del FMLN hasta que se logró desmantelarlas. Aun así, como se mencionó antes, al menos unos 1.000 efectivos de estos antiguos cuerpos de seguridad se integraron a la nueva PNC (Spence, Vickers y Dye 1995). La nueva policía, que debía estar conformada por civiles que no tuvieran intereses partidistas ni que hubieran participado en la guerra, en su segundo año de existencia tuvo como subdirector de operaciones a un miembro de la antigua Policía Nacional, Oscar Peña Durán, miembro de la división antinarcóticos (UEA). Esta asignación, aunque pasajera debido a que Peña Durán resignó al cabo de unos meses, marcó el inicio de un pensamiento militarista dentro de la PNC.

Ya cuando el recién adquirido Estado “pacífico” se vio perturbado por una escalada en las tasas de criminalidad y por nuevas formas de violencia no vistas durante la guerra, de nuevo se dio la participación del ejército en los asuntos de seguridad. Como dice un informe de evaluación, “después de doce años de guerra brutal, la paz, si no la tranquilidad, puede darse por sentada” (Spence, Vickers y Dye 1995, 1). El acuerdo de paz consiguió el fin de la guerra, como se supuso, mas no trajo una sensación de paz a El Salvador, y, desde la década de 1990, la problemática de seguridad cambió de naturaleza; la nueva ola de violencia criminal no amenazaba al Estado, sino el bienestar de los ciudadanos. En el periodo de posguerra, la ciudadanía identificó el desempleo y la delincuencia como los problemas más críticos del país; desde entonces el país ha experimentado altos niveles de delincuencia violenta y un aumento en la tasa de homicidios (Hume 2007; Pearce 1998).

Con el aumento de la violencia, los gobiernos de ARENA justificaron el aumento del uso de fuerzas militares en la asistencia a las labores de seguridad desempeñadas por la PNC, aduciendo el tamaño de la PNC, que para ese entonces era un cuarto del de las Fuerzas Armadas (Spence, Vickers y Dye 1995). De esta manera, el foco de la seguridad cambió nuevamente hacia la soberanía del Estado en el territorio y se alejó de las preocupaciones cotidianas de posguerra de los ciudadanos. Así, se justificaron nuevas políticas de seguridad que reflejaban la vieja lógica contrainsurgente de guerra basada en la represión y el miedo.

Podría decirse que El Salvador se convirtió en un país en “paz” de la noche a la mañana, sin una transformación socioeconómica adecuada y con un proceso de construcción de paz ineficiente (Pearce 1998). Lo que esto creó fue la continuación del conflicto social por otros medios, aún violentos, donde las pandillas juveniles se convirtieron en el epítome de esa violencia (Rodgers y Muggah 2009). Las pandillas ya existían en El Salvador como agrupaciones barriales juveniles con incidencia delictiva, que habían surgido en respuesta a problemas sociales desatendidos, como la exclusión social y económica de las juventudes. Sin embargo, en el transcurso de la segunda mitad de la década de 1990, estos grupos fueron influenciados por la deportación de miembros de pandillas originadas en Estados Unidos, lo que generó una transculturación de estilos pandilleriles (Reyna 2017).

En este contexto, el Estado inició un proceso de securitización de los problemas sociales. El concepto securitización explica cuándo un tema se presenta en términos de seguridad y, por lo tanto, llega a representar una amenaza existencial (Hansen 2000) que legitima la violación de los derechos humanos y el Estado de derecho. Las administraciones en el posconflicto afiliadas a ARENA aprovecharon la inestabilidad social para reformular el discurso de seguridad en el país, desviando la atención de las desigualdades sociales, las dificultades económicas, la corrupción gubernamental y la impunidad continua como parte del problema de la angustia social. En cambio, crearon nuevas necesidades de seguridad al reformular las amenazas a la seguridad social en torno a un nuevo enemigo (Hume 2007; Martínez 2017; Rodgers 2009). Esto permitió revertir con éxito el enfoque de seguridad y, al mismo tiempo, mantener una narración individualizada sobre las fuentes de violencia bajo la personificación de un enemigo común.

Por lo tanto, al pensar en la implementación actual de las políticas de seguridad en El Salvador, es muy importante reflexionar sobre la construcción exitosa de las pandillas3 como enemigas de la seguridad, desarrollada durante las estrategias duras de finales de la década de 1990 y principios de los 2000. Porque lo que hizo que estas estrategias tuvieran tanto éxito, en cuanto a la creación de un discurso de seguridad, es que el discurso en sí mismo y las prácticas de seguridad que lo acompañaron “ordenaron la vida social de una manera particular” (Huysmans 1998) y crearon un problema de seguridad que se ha convertido en el problema de la seguridad pública en todos los niveles. Esto ha justificado la priorización del discurso de seguridad pública sobre otras necesidades de las personas. Por lo tanto, como las pandillas se convirtieron en el epítome de la violencia y su imagen se asoció con un problema de seguridad, independientemente de las sucesivas políticas de seguridad integral, la justificación para usar la violencia contra ellas y su posicionamiento como problema número uno para la sociedad ya estaban impresos en el discurso de seguridad y ya estaban afectando la vida de las personas (Huhn, Oettler y Peetz 2006). Allí radica el éxito de las estrategias de “mano dura”.

Políticas de seguridad y pandillas: evolución y efectos

En el posconflicto, la nueva lógica de seguridad necesitaba deconstruir un grupo social y “otrorizarlo” a un nivel que legitimara su opresión y justificara su exclusión social y política, muy similar a la lógica de seguridad durante la guerra y a la noción de una “amenaza comunista” (Hume 2007), lo que lo hizo receptor necesario de la represión. Las pandillas juveniles se convirtieron en candidatas convenientes para personificar la inseguridad, en un contexto social donde las desigualdades estructurales engendran violencia. Estos grupos se transformaron en los enemigos de los buenos ciudadanos (Hume 2007), y así, se justificó la implementación de estrategias represivas y duras contra ellos, como las políticas de “mano dura” y “súper mano dura” sugieren (Martínez 2017). Lejos de dar respuesta efectiva a los problemas de violencia e inseguridad, dichas políticas han contribuido a agudizar el conflicto social y la espiral de violencia (Farber 2016; Hume 2007; Rodgers y Muggah 2009; Jütersonke, Rodgers y Muggah 2009). La tabla 1 presenta un listado general de las políticas de seguridad implementadas en las últimas décadas, haciendo especial énfasis en las que se refieren a las pandillas.

Tabla 1 Políticas de seguridad en El Salvador, 1994-2019 

* Sin embargo, los apartados en la ley que se refieren a la equiparación de la pena por actos preparatorios y en los delitos de apología e incitación pública a los actos de terrorismo son inconstitucionales.

** Arriaza Chicas fue oficial de la Fuerza Armada e ingresó a la PNC tras los acuerdos de paz. Arriaza ha sido investigado por abuso policial, violaciones a derechos humanos y vínculos con el crimen organizado.

Fuente: tomado de Salguero (2016) y complementado con Reyna (2017) y Aguilar (2019).

La estrategia de “mano dura” ha contribuido a la transformación y radicalización de las maras4 para hacer frente y sobrevivir al ataque del Estado (Aguilar 2007, 2016 y 2019; Hernández-Anzora 2015; Reyna 2017; Salguero 2016). Estas transformaciones se evidencian en aspectos tales como su estructura interna, su control de recursos, territorios y poblaciones, y su reorientación en el ejercicio de la violencia. Respecto a la estructura interna, la persecución contra los miembros de las pandillas llevó a un cambio en su apariencia. Contrario a los pandilleros de la década de los 90 o inicios del 2000, quienes se identificaban por sus tatuajes y formas de vestir, los pandilleros actuales han abandonado el uso de símbolos característicos de las pandillas para evitar su fácil identificación. Asimismo, hubo un endurecimiento en las reglas de la pandilla y un aumento en los ajustes de cuenta internos, con el consecuente incremento de violencia (Reyna 2017).

Por otra parte, el encarcelamiento masivo de presuntos miembros de pandillas llevó al acercamiento de miembros de distintas clicas5 y generaciones de pandilleros (entrevista con funcionario de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho [FESPAD], San Salvador, octubre de 2017). Cabe resaltar que las pandillas no cuentan con una estructura vertical ni un mando unificado, sino que su organización sigue un modelo descentralizado, cuya base se encuentra en las clicas, que gozan de bastante autonomía. Sin embargo, las medidas carcelarias permitieron una mayor coordinación entre las estructuras de las pandillas y el desarrollo de cohesión entre miembros de distintas clicas. Un ejemplo de este cambio quedó en evidencia durante la tregua implementada durante la presidencia de Mauricio Funes (2009-2015), cuando los líderes de las pandillas lograron controlar las acciones de estas estructuras y garantizar el descenso en el número de homicidios (Cruz y Durán-Martínez 2016).

En lo concerniente a las formas de control y gobernanza, la política de seguridad incidió en cambios en la captura de rentas y formas de control de territorios y poblaciones. La persecución por parte del aparato policial-militar y del sistema penal llevó a un incremento en los gastos de funcionamiento de la pandilla y a la sofisticación de sus prácticas. A la necesidad de recursos para cubrir las necesidades de sus miembros y garantizar la reproducción de la pandilla (Salguero 2016), se sumaron los gastos por cuenta de pago de abogados, fianzas, sostenimiento de pandilleros en las cárceles y transporte de las familias para las visitas, entre otros (entrevista a investigadora del Servicio Social Pasionista, noviembre de 2017). La principal actividad económica de las pandillas es la extorsión (conocida coloquialmente como “renta”), la cual ha demostrado ser una fuente de ingresos continua y estable para estos grupos, y ha constituido la base de su “apalancamiento operativo” en lo que se puede caracterizar como una economía de carácter parasitario (Salguero 2016, 22). En este sentido, las políticas gubernamentales han tenido como efecto una mayor presión sobre la necesidad de recursos de las pandillas y, con ello, un incremento en las extorsiones y en la búsqueda de nuevas rentas de carácter lícito e ilícito. De acuerdo con Salguero (2016), las pandillas están evolucionando rápidamente hacia una fase predatoria. A esta transformación en lo económico se añaden la adopción de nuevas tecnologías, el intercambio de información entre pandilleros en centros penales e, incluso, la búsqueda de influencia en materia política (Hernández-Anzora 2015).

La represión estatal también ha motivado cambios en las formas de control de la población y en la distribución territorial de las pandillas y la violencia homicida en El Salvador. Así como a nivel interno se produjo un endurecimiento en las reglas y en el control sobre los miembros con el fin de evitar actos de delación, medidas similares fueron aplicadas hacia las poblaciones bajo dominio de estos grupos. Mayor restricción en la movilidad y circulación en territorios controlados por una u otra mara, violencia contra aquellos que fueran considerados colaboradores de la policía, aumento en el cobro de extorsiones y amenazas, y desplazamiento de individuos o familias enteras, son algunos de los efectos que la dinámica de confrontación Estado versus maras ha traído consigo. Respecto a la distribución territorial, las nuevas estrategias de las pandillas les han permitido mayor fluidez y presencia en nuevos territorios (Reyna 2017). La persecución policial también ha generado una suerte de “efecto cucaracha”,6 es decir, el desplazamiento de miembros de pandillas y la consecuente dispersión de dichas estructuras hacia zonas donde no tenían presencia, con el propósito de evadir la presión estatal. El trabajo de Segovia et al. (2016) permite evidenciar un nuevo patrón de violencia en El Salvador, donde se destacan el aumento de la violencia homicida y la presencia de estructuras pandilleriles en zonas rurales, pues hasta años recientes se habían concentrado en espacios urbanos.

Finalmente, otra de las transformaciones en el accionar de las pandillas tiene que ver con la reorientación del ejercicio de violencia. Como ya se mencionó, la violencia interna ha aumentado, motivada por el ajuste de cuentas, así como la violencia contra las comunidades para ejercer mayores niveles de control social. Además, se ha dado una transformación en la visión respecto al enemigo. Tradicionalmente, el blanco de la violencia de las pandillas había sido la pandilla contraria, entendida como el enemigo por combatir. Con la represión estatal, la noción de enemigo por parte de las pandillas se ha ampliado para incluir al Estado. Los ataques de pandilleros contra policías y militares en situaciones fuera de servicio y contra sus familias han sido la principal expresión de esta reorientación de la violencia (Reyna 2017).

Los efectos de las políticas de seguridad y la radicalización de la violencia no se restringen a las maras; también han tenido un efecto en la forma en que el Estado y la opinión pública conciben el problema (Carballo 2016; Huhn, Oettler y Peetz 2006; Wolf 2017). Como ya se mencionó, en el caso del Estado, la visión de la pandilla ha seguido una trayectoria en la que, de ser considerada inicialmente como un problema delincuencial, ha pasado a ser concebida como enemigo público y terrorista (Hernández-Anzora 2016), cambio que ha estado acompañado de la deshumanización de la figura del pandillero (Carballo 2016; Wolf 2017; Aguilar 2019). No obstante, la transformación no se queda ahí. En medio de la implementación de políticas que alimentan la radicalización de la violencia y el crecimiento del antagonismo en la relación Estado vis-à-vis las maras, también se ha ido modificando la visión respecto a las comunidades donde estas últimas tienen presencia y control. Así, en vez de ser vistas como víctimas de las pandillas y de las condiciones de vulnerabilidad social, han pasado a ser consideradas como una parte del problema de violencia y seguridad. Esto ha justificado el endurecimiento en los procedimientos de los comandos conjuntos (policía y militares) en las comunidades bajo control de las maras, así como la estigmatización y criminalización de todos aquellos que habiten en alguno de estos territorios. Permítanos ilustrar este punto con algunos ejemplos extraídos de nuestra experiencia de trabajo de campo en el Área Metropolitana del El Salvador y en áreas urbanas de Sonsonate y Chalatenango. En entrevista a un policía, al indagar sobre la situación y el orden social en las comunidades bajo control de las maras, este afirmó:

Cuando vos vas a una colonia donde están esos cipotes, es decir, las pandillas, tenés que tener cuidado porque el marero no es sólo el muchacho que vos ves parado en la esquina, no, esa abuelita que vos ves en la ventana como que no hace nada, y vos pensás qué tan linda y tan amable, esa es un poste de ellos, ella está ahí para vigilar y ver quién entra y quién sale de la colonia […] Igual pasa con las mujeres, vos no sabes cuál es la mamá o la mujer de un marero, vos no sabes cuál de ellas se encarga de cobrar la extorsión […] cualquiera en la comunidad puede ser parte de la mara, vos ya no sabes cómo distinguir. (Entrevista con funcionario de la PNC, San Salvador, noviembre de 2017)

Estas palabras evidencian que, a los ojos del Estado, las maras no constituyen una estructura conformada exclusivamente por los miembros formales -en su mayoría, hombres jóvenes-; por el contrario, se trataría de una estructura que vincula a miembros de las comunidades en diferentes roles, desde los niños y jóvenes hasta adultos mayores.7 Esta visión sobre las maras y sus miembros justificaría la violencia indiscriminada contra los pobladores de comunidades controladas por pandillas. El simple hecho de residir en uno de estos territorios basta para ser visto como sospechoso por las autoridades.8

Dicha transformación en la visión del enemigo no sólo afecta el discurso y el accionar de las autoridades, sino también la forma en que el resto de la sociedad concibe estas comunidades. En una conversación informal con un poblador de San Salvador, este comentaba cómo se había vuelto una costumbre común entre habitantes de comunidades conocidas por la presencia de maras, el cambiar la dirección de domicilio con el fin de postular a ofertas de empleo, pues si revelaban su lugar de residencia real, lo más probable sería que el empleador los descartara de inmediato: “No importa si vos no sos marero, si la gente sabe que vives en una de esas colonias va a tener miedo de que si te contratan, luego van a venir los mareros a extorsionarlos o a robar” (entrevista con funcionario del Ministerio de Obras Públicas, San Salvador, noviembre de 2017).

Se entiende entonces que el discurso de inseguridad fundado en el miedo hacia las maras como representación del “enemigo interno” no sólo está en la base de las políticas de seguridad, sino que se ha convertido en un elemento central de las formas de ordenamiento de las relaciones sociales en El Salvador. En este sentido, el discurso de inseguridad es causa y efecto de las políticas de seguridad de “mano dura”, las cuales, a su vez, se inscriben en la trayectoria histórica y las características del régimen político híbrido.

Conclusiones

La seguridad en El Salvador no ha dejado de ser una promesa política. Pese al fin de la guerra y la democratización, la violencia sigue siendo un componente transversal en la sociedad salvadoreña. A lo largo de este artículo hemos argumentado que la persistencia de la violencia es resultado de la configuración de un régimen híbrido que combina aspectos democráticos y autoritarios. La política de seguridad es una pieza de la continuidad de los rasgos autoritarios del régimen. A pesar de lo planteado en el acuerdo de paz de 1992 y en la reforma al sector seguridad, las bases de dicha política no fueron modificadas, de manera que siguió reproduciendo la lógica del “enemigo interno”.

Frente a un orden social que sigue marcado por la desigualdad y la exclusión, el discurso de seguridad ha sido usado de forma estratégica para enfrentar las dificultades sociales no atendidas por el Estado. En la base de dicho discurso se encuentran el posicionamiento de un grupo social como un opuesto de la idea de “nación” y su señalamiento como enemigo de la sociedad y del Estado. De este modo, las políticas y estrategias de seguridad represivas son apoyadas por parte de la población, que ya ha naturalizado la idea de “el otro” y concibe las pandillas (y de manera creciente, a todas las comunidades vinculadas directa o indirectamente con ellas) no como ciudadanos, sino como un enemigo. Lejos de resolver el problema, la forma en que ha sido abordado ha contribuido a una transformación del accionar de las pandillas, a la profundización de una visión antagónica entre Estado y pandillas (más civiles involucrados) y al reforzamiento de mecanismos para la continuidad de la violencia.

En 2019, Nayib Bukele asumió la presidencia de El Salvador. Su elección rompió el molde bipartidista (ARENA-FMLN) que había caracterizado el régimen político en El Salvador en el período reciente. Para sus electores, la llegada de Bukele representa una ola de esperanza frente al cansancio y la decepción con los actores políticos tradicionales. La política de seguridad del nuevo mandatario ha dado continuidad al enfoque represivo. Bajo el denominado “Plan de Control Territorial Fase I”, miles de policías y soldados fueron desplegados en las calles de las municipalidades con mayores niveles de violencia. Posteriormente, Bukele anunció medidas de prevención e inclusión social como complemento al énfasis represivo. A finales de 2019, El Salvador terminó el año con una significativa reducción de homicidios. Si bien esto es positivo, no es claro cuál será la continuidad de la política, o si ello puede ser la antesala de procesos de transformación más profundos y a largo plazo.

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* Este artículo es resultado del trabajo colaborativo de las autoras, en el marco de sus respectivas tesis doctorales

1Junto con la democratización iniciada durante la década de 1980 y las reformas macroeconómicas implementadas durante los 90, los acuerdos de paz constituyen un hito en un amplio proceso de transformación en El Salvador, el cual giró en torno a tres ejes: democratización, pacificación y liberalización económica (Kurtenbach 2012; Schultze-Kraft 2005).

2Según un sondeo de opinión en 2011 (IUDOP 2012), 62% de los salvadoreños consideraba que el país estaba igual o peor que antes de la firma del acuerdo de paz; asimismo, 51,5% pensaba que poco o nada de los acuerdos se había cumplido. Los asuntos que los ciudadanos resaltaban como más problemáticos eran la delincuencia y la inseguridad.

3Los grupos más grandes y violentos son la MS-13 y las dos facciones de la pandilla Barrio 18, la 18 Sureños y 18 Revolucionarios. Se estima que las pandillas cuentan con alrededor de 60.000 miembros (International Crisis Group 2017).

4Los términos mara y pandilla se usan indistintamente en el contexto del Triángulo Norte de Centroamérica (Hernández-Anzora 2015).

5El término clica define la unidad básica de la organización de las pandillas, la cual está conformada por miembros que viven en un mismo barrio.

6Bagley (2012) utiliza el término para explicar la dispersión y fragmentación de grupos de narcotráfico. Su nombre se debe a que recuerda a las cucarachas que huyen de una cocina sucia a otras partes para evitar ser detectadas, luego de que la luz haya sido encendida. Así, grupos criminales se desplazan a otras zonas dentro o fuera de un país, a áreas más seguras y con autoridades débiles.

7En una entrevista en el 2015, el entonces ministro de Defensa, David Munguía Payes, señalaba que las pandillas contaban con alrededor de 60.000 miembros activos, más el colchón social de unas 500.000 personas, que suman en torno a un ocho por ciento de la población total de El Salvador (6,2 millones de habitantes). Estas personas están vinculadas directa o indirectamente a las actividades de las pandillas y no necesariamente las apoyan (International Crisis Group 2017).

8Al respecto, ver informes de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos de El Salvador sobre denuncias de abusos por parte de las Fuerzas Armadas en contra de civiles.

Cómo citar: García Pinzón, Viviana y Erika J. Rojas Ospina. “La política de seguridad en El Salvador: la construcción del enemigo y sus efectos en la violencia y el orden social”. Revista de Estudios Sociales 73: 96-108. https://doi.org/10.7440/res73.2020.08

Recibido: 10 de Enero de 2020; Aprobado: 01 de Abril de 2020

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