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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.75 Bogotá Jan./Mar. 2021

https://doi.org/10.7440/res75.2021.05 

Temas varios

Genealogía del pensamiento económico feminista: las mujeres como sujeto epistemológico y como objeto de estudio en economía*

Genealogy of Feminist Economic Thought: Women as Epistemological Subjects and Objects of Study in Economics

Genealogia do pensamento econômico feminista: as mulheres como sujeito epistemológico e como objeto de estudo em economia

Astrid Agenjo-Calderón** 

** Doctora en Economía por la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, España. Profesora asociada en el Departamento de Economía, Métodos Cuantitativos e Historia Económica de la Universidad Pablo de Olavide, España. Últimas publicaciones: “Feminist Economics. Theoretical and Political Dimensions” (en coautoría). American Journal of Economics and Sociology 78 (1): 137-166, 2019; “Género y globalización económica desde la óptica de la Sostenibilidad de la Vida”. Revista Internacional de Pensamiento Político 14: 111-130, 2019. cmagecal@upo.es


RESUMEN

Este trabajo plantea una revisión y sistematización de investigaciones feministas centradas en visibilizar “el otro oculto feminizado” en el discurso económico androcéntrico. Para ello, se realiza un recorrido por la historia del pensamiento económico occidental (desde la Antigüedad hasta el enfoque neoclásico del siglo XX) y por la historia económica. Se busca recuperar a las mujeres como objeto de estudio, prestando especial atención al ámbito privado/doméstico, y también como sujetos epistemológicos al visibilizar los aportes y críticas de mujeres economistas silenciadas en la historia. Se ahondará en ambas áreas de conocimiento de forma interrelacionada, con el fin de buscar espacios de confluencia con los desarrollos de la economía feminista y de aportar en la construcción de la genealogía de esta corriente de pensamiento.

PALABRAS CLAVE: Economía feminista; genealogía; género; pensamiento económico; Norte Global

ABSTRACT

This work proposes a review and systematization of feminist research focused on exposing “the hidden feminized other” in the androcentric economic discourse. To this end, we review both the history of Western economic thought (from antiquity to the neoclassical approach of the 20th century), and the history of economics. Our intention is to recover women as objects of study, paying special attention to the private/domestic sphere, but also as epistemological subjects by rendering visible the contributions and criticisms of historically silenced women economists. Both areas of knowledge will be explored interrelatedly, in order to find common ground with the developments of feminist economics and to contribute to the construction of the genealogy of this current of thought.

KEYWORDS: Economic thinking; feminist economy; gender; genealogy; Global North

RESUMO

Este trabalho apresenta uma revisão e sistematização de pesquisas feministas centralizadas em visibilizar “o outro oculto feminizado” no discurso econômico androcêntrico. Para isso, é realizado um percorrido pela história do pensamento econômico ocidental (desde a Antiguidade até a abordagem neoclássica do século XX) e pela história econômica. Pretende-se recuperar as mulheres como objeto de estudo, prestando especial atenção ao contexto privado/doméstico e como sujeitos epistemológicos ao visibilizar as contribuições e as críticas de mulheres economistas silenciadas na história. Aprofunda-se em ambas as áreas de conhecimento de forma inter-relacionada a fim de buscar espaços de confluência com o desenvolvimento da economia feminista e de contribuir para construir a genealogia dessa corrente de pensamento.

PALAVRAS-CHAVE: Economia feminista; genealogia; gênero; Norte Global; pensamento econômico

Introducción

De forma general, la historia del pensamiento económico occidental sitúa el “surgimiento” de la economía como ciencia en el momento histórico del desplazamiento ideológico hacia la Modernidad, a partir de las posteriores transformaciones producidas por la Revolución Industrial y la transición al capitalismo liberal como nuevo orden socioeconómico emergente (Naredo 2003). Estas transformaciones dieron lugar a que el comportamiento económico pasara a ser considerado como una materia de interés en sí misma y a que apareciera la economía como una disciplina autónoma separada de la moral y de la política, ocupada de los aspectos estrictamente mercantiles en el marco del proyecto científico clásico (Schumpeter 1954). Ello también supuso el paso a una visión de la economía con marcado sesgo antropocéntrico (el ser humano y la razón en el centro, mientras que la naturaleza queda relegada), androcéntrico (la experiencia de un ser humano universal no es conformada por el sujeto ni el objeto de estudio, sino por el hombre blanco, burgués, adulto, heterosexual, sin discapacidad) y eurocéntrico (al tomar como referencia el patrón capitalista moderno y occidental construido en torno al mundo urbano del trabajo en la industria o los servicios). Es a partir de esta concepción sesgada y parcial que los “otros espacios” y los “otros sujetos” que no concuerdan con el modelo sociocultural dominante han permanecido invisibilizados y excluidos de lo económico, dando lugar a una visión profundamente reduccionista y jerarquizada de lo que se entiende por economía.

En este trabajo nos interesa profundizar de forma específica en la deconstrucción de los sesgos androcéntricos, a partir de una tarea fundamental: la visibilización de las mujeres como sujeto epistemológico y como objeto de estudio de la disciplina. Este ha sido, de hecho, uno de los primeros objetivos de la economía feminista (EF): por un lado, “[dar] visibilidad a los trabajos realizados por las mujeres junto a los procesos de desposesión a que han sido sometidos, rescatando su relevancia humana y social, y rompiendo con una historia de marginación y olvido” (Carrasco 2017, 54); y por otro, cuestionar la visión parcial de la economía androcéntrica que no ha tenido en cuenta las actividades llevadas a cabo en las esferas feminizadas asociadas a lo “no económico”.

Existen múltiples investigaciones feministas que han abordado estas tareas por separado. Algunas aproximaciones han tratado de reconstruir la historia del pensamiento económico y recuperar las ideas de algunas economistas silenciadas por la historia (Madden 1972; Folbre 1991 y 2011; Pujol 1992 y 1995; Gardiner 1999; Durán 2000; Mirón 2004; Carrasco 2006 y 2017). Otras han reconstruido la historia económica abordando de forma específica la crítica a la invisibilidad de las mujeres y a las esferas domésticas feminizadas como objeto de estudio (Tilly y Scott 1978 y 2016; Sarasúa 1983; Pesce, Borderías y Bertaux-Wiame 1988; Horrell y Humphries 1992 y 1995; Scott 1993; Borderías, Carrasco y Alemany 1994; Humphries 1995 y 2016; Janssens 1998; Sarasúa y Gálvez 2003; Pérez-Fuentes 2006; Borderías 2009; Humphries y Sarasúa 2012; Addabbo, Arrizabalaga y Owens 2016). El objetivo de este trabajo es ahondar de forma interrelacionada en ambas áreas de conocimiento, ordenar y sintetizar los principales resultados de este conjunto de investigaciones y buscar, a su vez, espacios de confluencia con los desarrollos de la EF como corriente de pensamiento.

Para alcanzar este objetivo, se realiza un recorrido genealógico en el que se cuestiona el surgimiento de diversas creencias económicas que se han instalado en el sentido común y se muestran las historias alternativas y subversivas de su desarrollo. Desde esta técnica genealógica, no nos preguntamos por el origen de las ideas, los valores o las identidades sociales y económicas patriarcales, sino que buscamos mostrar cómo estas emergen como producto de relaciones de fuerza. Así, intentamos vislumbrar las epistemes, los discursos de poder que han estipulado una única forma de conocer en esta disciplina y su sujeto representativo establecido, que excluye sistemáticamente a las mujeres. Con tal fin, el trabajo presenta la siguiente estructura: en primer lugar, se hace un análisis de las mujeres y de “lo feminizado” como objeto de estudio históricamente invisibilizado por la disciplina económica, recuperando reflexiones desde la Antigüedad hasta el enfoque neoclásico del siglo XX. En segundo lugar, se recuperan las voces de mujeres economistas como sujetos epistemológicos en el marco de la primera y segunda ola del feminismo en Europa y Estados Unidos.1 Se trata de voces que han quedado relegadas a un segundo plano por parte de la historia del pensamiento económico, pero que suponen referencias fundamentales para la reconstrucción de la genealogía del pensamiento económico feminista.

A este respecto, es necesario señalar que este trabajo parte de una mirada parcial y situada en el contexto del Norte Global, por tanto, la sistematización realizada no recoge la enorme diversidad de miradas existente en el seno de la EF. Se presta especial atención a autoras españolas, dada la procedencia de quien lo escribe, pero es clave reconocer que en esta tarea de recuperación de genealogía sería indispensable una mayor apertura a referencias de contextos asiáticos, africanos y latinoamericanos. Asimismo, sería crucial desvelar los procesos de subalternización de saberes y prácticas no occidentales y no capitalistas, con el fin de superar la dicotomía que lleva a interpretar los procesos económicos, sociales y políticos de los colectivos subalternos del “Sur” como prácticas vinculadas a activismos, mientras que las prácticas del “Norte” se interpretan como productoras de conocimiento (Medina 2016). De igual manera, resulta importante establecer ciertas cautelas sobre quiénes son consideradas como “mujeres económicas” (y quiénes no) en las investigaciones seleccionadas, tanto en términos de significado como de agencia política y epistémica. Ello implica partir de una comprensión interseccional donde las categorías de género, raza, clase, entre otras, sean entendidas como variables co-constitutivas, sin incurrir en el “salvacionismo de las otras mujeres” (Bidaseca 2010) que no se ajusten a un perfil hegemónico de “mujer occidental trabajadora”.

En suma, para avanzar en la construcción de la genealogía de la EF es necesario cuestionar los propios sesgos eurocéntricos y continuar la elaboración de una contra-historia de esta corriente de pensamiento. Aunque este trabajo no persiga como objetivo central la deconstrucción de tales sesgos,2 sí se considera fundamental señalarlos y reconocer así el carácter situado y parcial del presente texto.

Las mujeres como objeto de estudio de la economía

Pensamiento económico antiguo y medieval

La pretendida génesis de la tradición económica como práctica social, política y reflexiva occidental tiene su origen en la Grecia Clásica (siglos V y IV a. C.). De hecho, economía, el término que ha llegado a nuestros días, proviene de esta época. Etimológicamente procede del griego oikonomia, palabra compuesta por el sustantivo oikos y por el verbo nemo, cuya combinación hace referencia a la buena administración de la hacienda, de lo doméstico, del lugar donde se producía no solo lo necesario para la supervivencia cotidiana, sino incluso el adiestramiento militar y los excedentes con que se pagaba la participación en la vida pública (Durán 2000).

Los trabajos de Durán (2000) y Mirón (2004) abordan el pensamiento económico de esta época y se centran de forma explícita en el análisis de las unidades domésticas de producción y reproducción en la economía antigua. Las autoras rescatan dos tratados fundamentales: el Oikonomikos (escrito en la primera mitad del siglo IV a. C., por Jenofonte) y la Oikosnomia (conjunto de tres libros dispares de la escuela aristotélica, escrito hacia el año 300 a. C.). En Oikonomikos, Jenofonte define la oikonomia como la ciencia o saber teórico “que hace que los hombres puedan acrecentar su hacienda (oikos)” (Mirón 2004, 65), esta última entendida como la totalidad de las propiedades. Como recoge Durán (2000), Jenofonte llevó a cabo un análisis de la familia, del papel productivo de las mujeres y de la gestión de las propiedades agrarias, con una preocupación por las bases materiales de la vida y una separación radical de trabajos y espacios sexuados. Todo esto lo hizo con base en las que se consideraban como diferentes características físicas y mentales entre hombres y mujeres. En dicho tratado se refleja cómo en la ciudad -entendida como comunidad política- toda facultad de decisión política/pública se hallaba en manos exclusivas de los ciudadanos varones mayores de edad, lo cual excluía a la mayor parte de la población. Por otro lado, el oikos, el mundo de adentro, en tanto espacio físico de la casa, era un ámbito eminentemente femenino, donde las mujeres no sólo reproducían y mantenían la fuerza de trabajo, sino que, además, llevaban a cabo actividades económicas esenciales que se elevaban a la categoría de profesión, con importantes consecuencias patrimoniales A este respecto, la imagen esencial que se presenta del matrimonio en la obra de Jenofonte es la de una sociedad económica para el incremento de la propiedad.

En el segundo tratado analizado, Oikosnomia, de la escuela aristotélica, se abordan las relaciones entre el esposo y la esposa, la procreación y la función social y moral del matrimonio, los esclavos y la administración de la hacienda, entre otros. Además, se señalan los valores morales que han de presentar marido y mujer para el conveniente funcionamiento del oikos y para la correcta educación de los hijos: “Aristóteles asume que el varón debe mandar sobre los esclavos, la esposa y los hijos, y la casa debe regirse como una monarquía. Al varón le corresponde la asignación de comida y la educación de los hijos” (Mirón 2004, 91).

Con relación al trabajo, la ideología aristocrática antigua consideró el trabajo manual como inapropiado para hombres libres -a excepción de la agricultura-, pero adecuado y deseable para las mujeres. La reproducción también podía ser considerada una actividad económica en el caso de las esclavas, por la reproducción de la mano de obra, o de las nodrizas libres, que vendían “en el mercado de trabajo sus cuidados y su leche” (Mirón 2004, 77). Al respecto, Arendt (1997) plantea una diferenciación entre labor (labor), trabajo (work) y acción en la Grecia Clásica, que permite aproximarnos a la posición subalterna de lo que actualmente definiríamos como trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, y a la inferioridad social que soportaban los sujetos que realizaban esas actividades.

En general, las autoras anteriormente referenciadas sostienen que la desvalorización tanto de la oikonomia como de las funciones productivas y reproductivas del interior del oikos en el pensamiento económico occidental deriva de la tradicional desvalorización general de las mujeres y de sus actividades; algo que continuará reproduciéndose en siglos posteriores. Concretamente, entre los siglos XI y XV en Europa, las ideas económicas estuvieron fuertemente influenciadas por los teólogos, filósofos y juristas escolásticos, que se basaron en una teología y en una moral hecha desde y para los hombres. Ello contribuyó a la constitución de un espacio social marcado por jerarquías y estructuras basadas en el sexo, lo cual implicó para las mujeres ocupar siempre un lugar de subordinación y marcado por la inferioridad respecto de los hombres. Vale la pena señalar aquí que en las sociedades preindustriales europeas la familia se mantiene como una unidad productiva fundamental, y en ella, las distinciones entre el trabajo de mujeres y hombres no respondían a los patrones actuales: las mujeres también podían trabajar fuera del hogar, si bien, tenían que hacerlo respetando la jerarquía familiar, en un espacio tutelado y en condiciones de lo que era considerado como moral (Cuadrada 2015).

A grandes rasgos, en esta época, los planteamientos sobre la economía seguían siendo abordados en el marco de reflexiones éticas y morales. Así, las aproximaciones a los asuntos económicos se daban con un marcado enfoque normativo (Grice-Hutchinson 1978), que no permitía pensarlos como una disciplina independiente.

Pensamiento económico clásico

No sería sino hasta los siglos XVIII y XIX, cuando la economía aparecería como una disciplina autónoma, separada de la moral y de la política, y, por tanto, como una ciencia. A medida que se producía esta separación disciplinar, también se consolidaba el estrechamiento progresivo de su objeto de estudio, que se asociaba a lo mercantil/monetizado/masculinizado con un marcado sesgo antropocéntrico, androcéntrico y eurocéntrico, tal y como se señalaba en la introducción. Nos interesa destacar aquí la invisibilización sistemática de todo lo que tuviera que ver con el ámbito de “lo otro” feminizado, en una escisión muy cercana a la división público/mercantil y privado/doméstica.

En relación al trabajo, las teorías clásicas se referían exclusivamente al trabajo asalariado, que era el que se consideraba como fuente de valor, y, por tanto, como el que confería la identidad de clase y articulaba el sujeto de lucha (Pérez-Orozco 2014). De hecho, el trabajo fue “dotado de tantos sentidos y funciones sociales que acabó siendo entendido como fin [...] [y] la respuesta favorita frente a todas las problemáticas que aquejan a las sociedades contemporáneas” (Cutuli 2014, 54). Así, el centro del debate económico se situó progresivamente en la creación de trabajo asalariado, mientras que las necesidades sociales eran relegadas.3 En este sistema, mujeres y niños y niñas “se movieron en los límites de lo no-reconocido, de lo marginal, convirtiéndose en una fuerza de trabajo en la sombra, fluctuando según las necesidades del momento, nunca integrados como miembros de pleno derecho dentro del sistema económico imperante” (Cuadrada 2015, 164). Para Adam Smith, considerado como uno de los padres fundadores de la economía, el empleo femenino sólo sería circunstancial y complementario al masculino, ya que la verdadera responsabilidad de las mujeres estaría en el hogar. Para Smith, los salarios de los varones (esposos) debían ser suficientes no sólo para su propio sostén, sino también para el de una familia, mientras que los de las mujeres (esposas) no debían superar lo suficiente como para su propio sustento, “habida cuenta de la atención que necesariamente debía dedicar a los hijos” (Scott 1993, 417). En este sentido, Smith sí reconocía el aporte esencial de las mujeres en la familia a través de la procreación y crianza, y consideraba que la sociedad necesitaba esta esfera de relaciones sociales guiada por criterios éticos y no de eficiencia. Sin embargo, “no creía que los principios del liberalismo debieran hacerse extensivos a las mujeres” (Gardiner 1999, 63), ya que consideraba que estas no debían guiarse por el interés personal, sino que debían enfocarse en el matrimonio y en su labor familiar, indispensable para que los hombres se convirtieran en trabajadores productivos y contribuyeran así a la “riqueza de las naciones”. Pero, por supuesto, tal actividad no contemplaba remuneración económica.

Para los autores clásicos, la actividad doméstica era considerada como un dato invariable, irrelevante (un trabajo improductivo que caía en el terreno de lo no-económico, bien porque no generaba mercancías, o bien por su alto componente de servicios, es decir, no material) y una forma de organización económica que no permitía la especialización, ni el intercambio, que no se movía por el interés egoísta sino por el altruismo. La actividad doméstica era, por tanto, un trabajo superable mediante el nuevo paradigma de mercado (Gardiner 1999). El economista inglés David Ricardo sí reconocía la reproducción de la fuerza de trabajo como un proceso social -y no como un mero factor productivo-, que constituía una parte fundamental de la reproducción del capital, pero solo incluía en sus consideraciones la función que cumplen de los bienes salariales, excluyendo el trabajo doméstico.

Tanto Ricardo como Marx concentran la atención de su análisis económico en los aspectos distributivos, es decir, en cómo y cuánto se apropia cada clase social del total de rentas generadas por la economía. Marx recurría a una teoría del valor-trabajo que explicaba cómo se crea este, quiénes aportan a ello y cuánto se apropian de los resultados obtenidos. La preocupación central sería, por tanto, el análisis del proceso de generación, extracción y distribución del excedente, guiado por un interés científico en la explotación del trabajo asalariado y en la apropiación del plustrabajo por parte de los propietarios de los medios de producción (conflicto capital-trabajo). Por fuera de su análisis quedaba el trabajo doméstico realizado en el hogar y cualquier conflicto potencial entre mujeres y hombres era subsumido a la retórica de los intereses de clase (Hartmann 1981; Carrasco 2006).

Esta revisión nos muestra cómo las teorías de los economistas clásicos formaron parte de los discursos legitimadores de la división sexual del trabajo en la Europa del siglo XIX, en los que también intervinieron las asociaciones obreras, el incipiente catolicismo social e incluso los teóricos higienistas. Lo que se discutía no era tanto la función de las mujeres como trabajadoras, sino la conveniencia, moralidad e incluso la licitud de sus actividades asalariadas, y la incompatibilidad de estas actividades con las nociones de feminidad y/o maternidad de la época. Estos discursos conformaron una “ideología de la domesticidad de las mujeres” (Scott 1993) que concebiría la división sexual del trabajo (hogar/fábrica) como una división natural del mismo. Sin embargo, como muestran investigaciones históricas feministas recientes (por ejemplo, Humphries 1995 y 2016; Sarasúa y Gálvez 2003; Borderías 2009; Humphries y Sarasúa 2012), tal división era totalmente irreal e interesada para mantener la subyugación de las mujeres. Pérez-Fuentes (2006, 535) sintetiza algunos de los resultados más relevantes de tales estudios:

  • El modelo de división sexual del trabajo en el que el varón es el responsable económico del hogar no parece extensible a los sectores populares, ni en la transición al sistema fabril ni en las siguientes etapas de la sociedad industrial, ya que las mujeres también trabajaban de forma remunerada siempre que sus hogares lo necesitaran.

  • Las tasas de actividad de las mujeres, incluidas las casadas, tanto en el mundo urbano industrial como en el agrario, eran mucho más altas de lo que recogen los recuentos oficiales. Las mujeres dedicaban largas jornadas a la agricultura o trabajaban fuera de sus casas ya fuera en el trabajo fabril -como pequeñas comerciantes y buhoneras-, o como trabajadoras eventuales -niñeras o lavanderas-. Esto significa que el modelo de evolución de la actividad femenina contemporánea, tradicionalmente representado con una U a lo largo del siglo XIX, es cuestionable.

  • Lejos de existir un único modelo de comportamiento laboral femenino, las experiencias de las mujeres han sido muy diferentes en función, por un lado, de los condicionamientos que actúan sobre la oferta, como los factores económicos de necesidad del grupo familiar, peso de las cargas reproductivas, transmisión de la formación como patrimonio familiar, factores culturales relacionados con la importancia que se da en cada momento histórico a las funciones de esposa, madre y ama de casa, entre otros. Por otro lado, también estaban condicionas por los intereses de la demanda, como por ejemplo el desarrollo tecnológico, la política de costes salariales, las formas de organización de la producción, la tradición incorporada, etcétera. A ello habría que incorporar otros ejes de análisis de jerarquización social tales como la raza, el origen rural o urbano, la discapacidad, entre otros.

  • Las mujeres, como personas que ofertan trabajo, estaban menos condicionadas por las cargas reproductivas de lo que se ha defendido hasta el momento por la historiografía clásica. La participación de las mujeres casadas en los mercados de trabajo dependía más del nivel salarial del marido que del número de hijos. Las estrategias adaptativas de los hogares con esposas y madres con trabajos remunerados eran muy diversas y afectaban la edad y la intensidad del matrimonio, así como la fecundidad y las pautas de co-residencia -presencia de abuelas o de parientes femeninos, por ejemplo-.

  • Los ingresos derivados de la participación de las mujeres en mercados regulares de trabajo o en la economía sumergida han sido determinantes para la supervivencia y el ahorro de los hogares de los sectores populares. Consecuentemente, las necesidades de supervivencia del grupo familiar justificaban otros comportamientos ajenos al discurso dominante de la domesticidad.

Pensamiento neoclásico

Esta ideología de la domesticidad se consolidó en el siglo XX con los primeros autores marginalistas, quienes argumentaban que el lugar de las mujeres era el hogar y que cuando realizaban un trabajo remunerado, no merecían recibir el mismo salario que los hombres (Pujol 1992; Barker y Feiner 2004). Los supuestos implícitos eran similares a los de los autores clásicos (Pujol 1995): todas las mujeres se casan y tienen hijos; todas las mujeres dependen económicamente de un familiar varón; todas las mujeres son (y deben ser) amas de casa, dadas sus capacidades reproductivas; las mujeres son improductivas en la fuerza de trabajo industrial; las mujeres son agentes económicos irracionales, impropios y en quienes no se puede confiar para tomar las decisiones económicas correctas.

A pesar de estos pensamientos, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial un número creciente de mujeres casadas de clase media en Estados Unidos y Europa abandonaron el ámbito doméstico socialmente asignado para incorporarse a la fuerza de trabajo (Benería, Berik y Floro 2015). Como consecuencia, una nueva generación de economistas comenzó a aplicar las teorías y conceptos neoclásicos para explicar este fenómeno. Por ejemplo, Jacob Mincer (1962), explicaba por qué las mujeres se sumaban a la fuerza laboral en grandes números si las familias se encontraban en situaciones económicas favorables. Para ello, aplicaba un modelo de costes de oportunidad. Según este autor, ello se debía al “efecto sustitución” generado por el coste de oportunidad de permanecer en el hogar (Benería 2004). Este modelo reduccionista contrastaba enormemente con las complejidades abordadas. Por ejemplo, Betty Friedan (1963), en su obra La mística de la feminidad, detallaba la opresión y los frustrados anhelos y aspiraciones de estas amas de casa con dedicación completa en la sociedad suburbana estadounidense. El problema común de estas mujeres (“el problema que no tiene nombre”, en términos de Friedan), se derivaba de la mística existente en torno a la feminidad hegemónica y a los intereses que el capitalismo extraía de ella, lo cual no podía resumirse en un mero coste de oportunidad. Como señala Benería (2004), el contraste entre los trabajos de Friedan y Mincer puede tomarse como un símbolo de la labor que a los autores neoclásicos aún les quedaba por hacer, si realmente querían introducir las cuestiones de género en el análisis económico.

En los años 70, un aporte desde el pensamiento neoclásico centrado de forma explícita en el análisis de los hogares es la “nueva economía de la familia”, con Gary Becker como máximo exponente junto a otros teóricos del capital humano. Cabe señalar que esta aproximación se haría desde una óptica reduccionista y economicista que no tendría en cuenta las desigualdades estructurales de género, en la que la familia se analiza como un individuo que busca su propio interés de la forma más eficiente hacia fuera, manteniendo un comportamiento altruista hacia dentro, lo cual anulaba la posibilidad de conflicto en su seno. Las contribuciones de Becker llevaron a enfatizar en la importancia de las decisiones familiares y a reconocer e incorporar el trabajo doméstico en la explicación de los modelos neoclásicos de oferta de trabajo. Se señalaba que las inversiones que los individuos hacían en su capital humano estaban necesariamente precedidas de las inversiones que hacían las familias, lo que permitía que cada miembro se especializase en aquello para lo que tuviera una ventaja comparativa. En este sentido, los hombres se especializaban en el trabajo de mercado y las mujeres en el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado.

A partir de esta especialización, los modelos se centraron en explicar la discriminación de las mujeres en el ámbito laboral: si las mujeres tenían menores salarios que los hombres se debía a que habían invertido menos en su capital humano -educación y experiencia-. A su vez, esa menor remuneración repercutía en su coste de oportunidad diferenciado con respecto a los hombres y, por tanto, otorgaba sentido a la decisión de las mujeres de especializarse en el trabajo doméstico. El argumento era, por tanto, circular: las mujeres cobraban menos porque estaban especializadas en el trabajo doméstico, y se especializaban en él porque cobraban menos en el mercado. Para salir de la circularidad los autores recurrían a un argumento completamente esencialista: las mujeres tienen ventaja comparativa en ciertas tareas por el hecho mismo de ser mujeres, independiente de que esto luego se refuerce por las distintas inversiones en capital humano que hacen (Agenjo-Calderón y Gálvez 2019). De esta forma, la división sexual del trabajo adquiría una racionalidad científica, sin tener en cuenta que se trataba de una aproximación completamente estática, que no contemplaba ni el cambio de las necesidades de las personas y las familias a lo largo del tiempo, ni la penalización a lo largo del ciclo vital que ello imponía en la autonomía de las personas especializadas en el trabajo doméstico, en caso de ruptura de esa unidad armoniosa (Blau, Ferber y Winkler 2001). Este modelo beckeriano de discriminación “por gusto” evolucionó hacia los modelos de discriminación estadística en contextos de información imperfecta o asimétrica (Agenjo-Calderón y Gálvez 2019), en los que no obstante se mantenían incólumes los mismos supuestos androcéntricos que impedían avanzar en la comprensión última de la discriminación por género (Elson 1991; Jacobsen 1994; Humphries 1995).

En general, los modelos neoclásicos que se preocuparon por la posición de las mujeres han seguido lo que Harding (1986) denominaba como una estrategia metodológica de “agregue mujeres y mezcle”, que no solucionaba las restricciones del marco analítico androcéntrico y sus supuestos fundamentales. Ante este panorama, las críticas feministas no se hicieron esperar. Entre los temas que estas críticas trataron, pueden resaltarse los trabajos sobre las preferencias exógenas, la racionalidad, la capacidad individual de decisión o el papel del mercado como generador de soluciones óptimas para todas las personas (al respecto, pueden verse: las obras de Ferber y Nelson 1993 y 2003; Borderías, Carrasco y Alemany 1994; Carrasco 1999, 2006 y 2016; Gardiner 1999; Barker y Kuiper 2003; Benería 2004).

Las mujeres como sujeto epistemológico

La primera ola: las pioneras de la EF

A partir del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, las reivindicaciones económicas de las mujeres son más contundentes, fundamentalmente en materia laboral y derechos de propiedad, entre otros. En los primeros escritos se pueden encontrar los orígenes de lo que posteriormente constituirían discusiones y planteamientos sostenidos por la EF más reciente. En estos planteamientos, las teóricas no solo no aceptaban la situación económica y social de las mujeres como un hecho “natural”, sino que ponían en discusión el hecho de que desde el pensamiento económico se estuviese legitimando y silenciando una situación ajena a las leyes económicas, que respondía a razones ideológicas de dominio patriarcal. Estas ideas fueron debatidas en un contexto de vindicación igualitarista, sufragismo y feminismo liberal, donde primaban las nociones propias de la Ilustración, tales como la emancipación a través de la educación, la racionalidad, la pretensión de universalidad, el carácter abstracto y el mérito. Estos debates económicos giraban en torno a: la situación social de las mujeres y a los niveles de pobreza que era siempre mayores para ellas; la igualdad en derechos, particularmente, el derecho al empleo; la igualdad salarial y el reconocimiento del trabajo doméstico; la falta de sostén para el cuidado de los hijos e hijas; los sistemas de protección de la infancia; las leyes de maternidad; el derecho a la propiedad de las mujeres casadas, entre otros (Carrasco 2006).

A continuación, recuperamos algunas de las autoras que desafiaron al pensamiento económico y político en el siglo XIX, siguiendo recopilaciones de referencia como Carrasco (2006 y 2016) y Perdices y Gallego (2007). En primer lugar, destacamos a Priscilla Wakefield (1751-1832), quien cuestionaba las ideas de Adam Smith por no integrar en su análisis el trabajo de las mujeres -tanto mercantil como doméstico- y por no abordar el tema de la exclusión de las mujeres de los trabajos mejor remunerados, lo cual las forzaba a vivir en la pobreza y ejercer la prostitución. A este mismo respecto, Ada Heather-Bigg (1855-1944) concluiría, más adelante, que los hombres no se oponían a que las mujeres trabajaran, sino a que ganaran un salario. De esta manera, protegían el monopolio de devengar sueldo y de ser los detentores del poder que ello representa en el ámbito familiar.

Harriet Taylor (1807-1858) y John Stuart Mill (1806-1873) intentaron integrar el pensamiento feminista de la época en sus discursos económicos, al rechazar los supuestos en los que se basaba el planteamiento patriarcal de otros economistas clásicos. En su opinión, las instituciones y leyes patriarcales eran residuos de un orden social obsoleto y obstaculizaban el progreso económico y social. Mill identificó las interconexiones entre la subordinación de las mujeres en el matrimonio y las restricciones impuestas a su acceso al empleo, las cuales se perpetuaban por el temor de los hombres a que las mujeres rechazasen el matrimonio como vocación principal y así perder su poder sobre ellas: “Creo que solo se insiste en sus deficiencias en otros ámbitos para mantener su subordinación en la vida doméstica; porque la generalidad del sexo masculino todavía no puede tolerar la idea de vivir con una igual” (Mill 1970; citado en Gardiner 1999, 67). Por su parte, Harriet Taylor cuestionaba la idea de que la posición económica y social de las mujeres fuera natural y, en contraposición, la identificaba como un constructo social cuyo fin es mantener el poder social masculino. Desarrollaba así un análisis precursor de la naturaleza de la hegemonía de la ideología patriarcal (lo que, más de un siglo después, se conocería como la categoría o análisis de género), denunciando que esta era utilizada para justificar la división sexual del trabajo y para mantener a las mujeres en una posición de sumisión frente a los hombres. De esta manera, negaba la posibilidad de que las medidas propuestas desde los gobiernos liberales pudieran cambiar la situación de poder entre los sexos: “sería contradictorio que un gobernante emancipara a aquellas personas que controla, ya que iría contra sus propios intereses” (Gardiner 1999, 67).

Por otra parte, Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), en el contexto estadounidense, argumentaba que la independencia económica y la especialización de las mujeres eran los fundamentos para la mejora del matrimonio, la maternidad, la industria doméstica y la situación racial. Según señala Carrasco (2016), esta autora, junto con Helen Stuart Campbell (1839- 1918), fueron pioneras en plantear y discutir la idea de que la actividad que tiene lugar en los hogares es también trabajo y que, por tanto, los hogares no solo son consumidores, sino también productores.

En el contexto francés, Victoire Daubié (1824-1874) abordó de forma específica las preocupaciones sobre el bienestar económico y social de las mujeres. La autora analizó los problemas sociales y económicos que llevaban a las mujeres a situaciones desesperadas de pobreza, y planteaba la existencia de un fuerte nexo entre el orden económico y los códigos morales y civiles de la época que atentan contra mujeres, niños y niñas. Concluía que eran necesarios tres tipos de reformas para cambiar la situación de las mujeres: “equiparar los salarios femeninos a los masculinos cuando ambos realizan iguales trabajos; abrir nuevos campos de trabajos para las mujeres además de los ya feminizados como era la industria textil; y eliminar la desigualdad en derechos entre mujeres y hombres” (Carrasco 2006, 6).

Para el caso inglés, Clara Elizabeth Collet (1860-1948) centró su investigación y sus obras posteriores en el estudio sobre diferentes situaciones sociales que vivían las mujeres, especialmente entre aquellas con mayores niveles de formación. Collet fue una de las primeras especialistas en analizar los salarios de las mujeres y las condiciones y características del empleo femenino, con investigaciones que fueron muy relevantes en su época. Otra autora inglesa, Barbara Leigh Bodichon (1827-1891), trabajó sobre la igualdad en derechos de propiedad, igualdad como derecho fundamental y la libertad. Entendía que el derecho individual al empleo era la forma para que las mujeres alcanzaran la independencia y la igualdad dentro del matrimonio, sencillamente porque ellas, sus hijos e hijas debían alimentarse. Así, criticaba la práctica de que los empleos mejor valorados y remunerados fueran reservados para el dominio masculino, lo cual, si bien les permitía ganar mayores salarios, en ningún caso aseguraba una mayor productividad. Con ello se desafiaba el poder patriarcal y la doble moral de la época: “se sostenía que era perjudicial para las mujeres trabajar a cambio de dinero y sólo debían hacerlo en casa o en actividades caritativas; pero simultáneamente se aceptaba que las mujeres de clases bajas tuviesen un empleo; además, mal remunerado” (Carrasco 2006, 6). Los hombres controlaban los empleos mejor pagados y recibían un “salario familiar” que los convertía en los principales proveedores de dinero del hogar, lo cual reforzaba su estatus dominante en la familia. En esta larga lucha por la igualdad salarial, se destaca el papel de Millicent Garret Fawcett (1847-1929):

[…] lo que las mujeres necesitan para conseguir la igualdad salarial con los hombres es libertad de entrada a las industrias y oficios cualificados y las oportunidades para una mejor formación profesional, además de la organización de las mujeres en sindicatos, o en los de los hombres, o en los suyos propios, y el poder político, es decir el sufragio femenino, para apoyar sus reivindicaciones industriales. (Citada en Perdices y Gallego 2007, 47)

En el ámbito salarial y en el terreno del sindicalismo y el cooperativismo, se encuentran las obras de la socialista inglesa Beatrice Potter Webb (1858-1943), que dejaron una fuerte impronta (Perdices y Gallego 2007). Al interior de las asociaciones obreras de mujeres era difícil formular soluciones, pues también se aceptaba como natural e inevitable el hecho de que siempre tendrían que ser empleadas de segunda clase, cuyos cuerpos, capacidades productivas y responsabilidades sociales, las hacían incapaces del tipo de trabajo que les proporcionaría reconocimiento económico y social en tanto trabajadoras de pleno derecho. Muchas mujeres socialistas suscribían la tesis de que la emancipación de las mujeres era imposible dentro del sistema capitalista. También eran conscientes de que para sus camaradas y para la dirección del partido “la cuestión femenina” no era precisamente prioritaria, sino que más bien era una mera cuestión de superestructura que se solucionaría automáticamente con la socialización de los medios de producción.

El socialismo marxista prestó atención a la crítica de la familia y la doble moral,4 y la relacionó con la explotación económica y sexual de la mujer, e insistió en las diferencias que separaban a las mujeres de las distintas clases sociales. Así, aunque las socialistas apoyaban tácticamente las demandas de las sufragistas, también las consideraban enemigas de clase. En la burguesía -la clase social ascendente- las mujeres se encontraban enclaustradas en un hogar que era, cada vez más, símbolo del estatus y éxito laboral del varón, y experimentaban con creciente indignación su situación de ser consideradas propiedad legal de sus maridos y su marginación de la educación y las profesiones liberales; marginación que, fuera del matrimonio, las conducía inevitablemente a la pobreza. Clara Zetkin (1857-1933) fue pionera en el ámbito del socialismo en cuanto a la emancipación de las mujeres, la lucha por la igualdad de derechos y el derecho al voto. Es especialmente recordada por promover (junto a Käte Duncker) la creación del Día Internacional de la Mujer Trabajadora en la Conferencia de Mujeres Socialistas celebrada en Dinamarca en 1910. Es fundamental destacar aquí también las obras de Rosa Luxemburgo (1871-1919), quien no se centraba de forma explícita en la “cuestión de la mujer”, aunque era perfectamente consciente de ella y así lo reflejaba en su obra.

Otros debates de la época giraron en torno al nuevo valor de la maternidad y las políticas familiares, que estarían en la base de las primeras reivindicaciones por un salario para las amas de casa a finales del siglo XIX. Algunas autoras lo defendían con el objetivo de garantizar la libre maternidad y el reconocimiento de su valor social, y otras como protección para sus hijos e hijas. Sería la francesa Hubertine Auclert (1848-1914) quien lo propondría en 1879 y quien se haría promotora de que las mujeres se declararan en huelga fiscal hasta que fuera concedido el derecho al voto (De Martino y Bruzzese 1996).

A inicios del siglo XX, las preocupaciones feministas tuvieron cabida en los trabajos de economistas neoclásicas que plantearon muchos interrogantes con respecto a las limitaciones de los modelos estándar. Un ejemplo fue Mary Paley Marshall (1850-1944), quien disentía de su marido Alfred Marshall sobre ciertos puntos relacionados con el papel de la mujer en el mundo laboral, académico y en la sociedad. Autoras posteriores fundamentales en esta discusión fueron Hazle Kyrk (1886-1957), Elizabeth Ellis Hoyt (1893-1980) y Margaret Reid (1896-1991), quienes compartían el interés por convertir la producción doméstica y el consumo familiar en objetos de investigación -su conceptualización y sus formas de medición y valoración-, con el fin de diseñar políticas públicas que mejoraran las condiciones de vida y de consumo.

Hazle Kyrk fue directora de la tesis doctoral de Margaret Reid y ya en la década de 1920 había iniciado una línea de investigación para medir la contribución económica de los hogares a la economía nacional. Por su parte, en su obra de 1934 Reid criticó la ceguera de la economía neoclásica por no incluir en sus análisis las economías no mercantiles. La autora intentaba medir el trabajo del hogar, “porque consideraba que no hacerlo suponía no entender sus contribuciones al PNB y no comprender la participación de las mujeres en los mercados” (Pérez-Orozco 2006, 91). Para ello, propuso una definición de trabajo conocida hoy como el “criterio de la tercera persona”, la cual continúa siendo muy utilizada (y al mismo tiempo muy discutida) en el seno de la EF actual. Para esta autora, la producción doméstica hacía referencia a:

[…] aquellas actividades no remuneradas que son realizadas por y para los miembros [del hogar], cuyas actividades pueden ser sustituidas por bienes mercantiles o servicios remunerados si circunstancias tales como los ingresos, las condiciones del mercado y las inclinaciones personales permiten que el servicio sea delegado a alguien de fuera del hogar. (Reid 1934, 11)

De esta manera, expuso un criterio de delegabilidad que sentaría las bases de un importante debate sobre la conceptualización del trabajo. No obstante, Reid fue marginada por los economistas de estos años, y no sería sino hasta la década de 1980 cuando sus contribuciones serían reconocidas, “aunque no por la economía neoclásica sino especialmente por las economistas que consideran que el trabajo realizado en los hogares forma parte de la economía” (Carrasco 2016, 208). Entre las primeras obras que harían referencia a ello estarían, por ejemplo, El ama de casa: crítica política de la economía doméstica de María Angeles Durán Heras en 1977 o Conceptualizing the Labor Force: The Underestimation of Women's Economic Activities de Lourdes Benería en 1981. Estas obras también plantean el germen de discusiones en torno a las herramientas de medición del trabajo en censos o encuestas de población, encuestas de uso de tiempo o cuentas satélite de los hogares, que se empezarían a instalar a nivel internacional en las siguientes décadas.

La segunda ola

La literatura considera que la EF se consolida a principios de la década de 1990, a partir de la creación, de la International Association for Feminist Economics (IAFFE), en 1992, en EE. UU., al igual que de toda una serie de asociaciones y grupos de estudio en distintos países y la publicación de la revista Feminist Economics desde 1995. No obstante, ya en la década de 1960 la expresión “economía política feminista” era utilizada, principalmente, por las economistas feministas en el seno de la Union for Radical Political Economics (URPE, creada en 1968), entre ellas Lourdes Benería, Heidi Hartmann, Marianne Hill, Marilyn Power, Laurie Nisonoff, Paddy Quick y Nan Wiegersma. Estas economistas se centraron en el estudio de la estructura económica y política de la sociedad, motivadas por el contexto de luchas políticas por los derechos civiles y el consiguiente crecimiento de un amplio movimiento radical de oposición a: el imperialismo, el materialismo, el consumismo, la ética del triunfo, la represión sexual, el sexismo, el racismo y otras formas de opresión social asociadas al capitalismo. Según Fraser (2009), lo verdaderamente nuevo en las autoras de la segunda ola fue el modo de entretejer tres dimensiones de la injusticia de género analíticamente específicas: la económica, la cultural y la política. Estas teóricas se negaban a identificar la injusticia exclusivamente con la mala distribución entre clases sociales y abrieron el restrictivo imaginario economicista al politizar lo personal y la vida cotidiana, pues incluyeron no solo asuntos como las tareas domésticas, sino también la reproducción, la sexualidad y la violencia contra las mujeres. Asimismo, fraguaron una mirada interseccional que expandía los ejes que podían albergar injusticias, sin limitarse a la clase y al incluir la raza, la sexualidad, la nacionalidad, entre otros. En suma, ampliaron el concepto de injusticia para abarcar tanto las desigualdades económicas, como las jerarquías de estatus y las asimetrías de poder político, gestando así la idea de que la subordinación de las mujeres era sistémica y se basaba en las estructuras profundas de la sociedad.

En el marco de la segunda ola se abordaron debates cruciales para la EF, tales como los que giraron en torno al “modo de producción familiar” (Delphy 1982) o la denominada “economía emocional” (Beasley 1994). En ellos se analizaba la relación de las mujeres con la economía desde el hogar, intentando ofrecer una epistemología sexual de la economía, elaborada desde el punto de vista de las mujeres, las relaciones sexuales y la esfera privada/del hogar. Asimismo, el feminismo marxista ahondaba en el “debate sobre el trabajo doméstico” a partir de las contribuciones de autoras como Benston (1969), Morton (1971) y Himmelweit y Mohun (1977), cuya innovación fundamental no era metodológica (cómo medir el trabajo o la producción doméstica), sino de contenido, situado en una doble vertiente teórica y política (Pérez-Orozco 2006). Por un lado, buscaban aclarar el estatuto analítico del trabajo doméstico, base material de la opresión de la mujer, y, por otro, se cuestionaban cómo resolver dicha base material de opresión mediante una estrategia de emancipación.

Durante estas décadas también se abordó el debate sobre los vínculos entre patriarcado y capitalismo, reproducción y producción, y entre patriarcado, hogares y mercado de trabajo, a partir de las obras de autoras como Federici (2013 [1975]), Dalla Costa (1977) y Mies (1986). La idea central era que “el trabajo doméstico no solo produce valores de uso, sino que es una función esencial en la producción de plusvalía” (Dalla Costa 1977, 39). Esta consideración supuso un punto de inflexión en la manera de entender el trabajo de las mujeres en los hogares: “de ser un servicio para los hombres, una actividad realizada ʻpor amorʼ, un supuesto deseo de las mujeres de ser la ʻperfecta casadaʼ, se llega a establecer por primera vez que la supervivencia del sistema capitalista depende de un trabajo -el doméstico- ʻproductorʼ de plusvalía” (Carrasco 2017, 60). Es decir, las feministas comenzaron a visibilizar el expolio que hacía el sistema capitalista con el trabajo realizado desde los hogares. De esta manera, lo entendieron como un nexo que debía permanecer oculto para, facilitar, por una parte, el expolio del trabajo no asalariado por el capital y, por otra, para posibilitar formas de distribución de la renta, la riqueza y el tiempo de trabajo muy desiguales de acuerdo al sexo/género (Carrasco 2017).

Hay que destacar aquí las “teorías de los sistemas duales” (denominadas así por Young 1980 y elaboradas por autoras como Mitchell 1971, Rowbotham 1974, Hartmann 1979 y 1981, Eisenstein 1979 y O'Brien 1981), las cuales partían de la idea de Engels de que el análisis materialista de la vida inmediata reflejaba la producción de los medios de existencia (al que corresponde el modo de producción capitalista, la esfera de lo público) y la reproducción de los seres humanos (modo de reproducción, el patriarcado, la esfera privada) (Pérez-Orozco 2006). Sin embargo, entendían que estas categorías eran ciegas al sexo (Hartmann 1979), por lo que planteaban la necesidad de una teoría dual, es decir, con una doble aproximación: “un análisis marxista para comprender el capitalismo y un análisis feminista radical para entender el patriarcado” (Pérez-Orozco 2006, 89). En términos generales, estas teorías enfatizaron la vertiente de comprensión de las estructuras de relaciones que generan formas de desigualdad específicas de género y clase, por encima de los procesos económicos y la redefinición de los conceptos económicos.

Esta última cuestión sí fue abordada de forma específica por el posterior “enfoque producción-reproducción”, desarrollado en los trabajos de Edholm, Harris y Young (1977), Molyneux (1979), Benería (1981), Bryceson y Vuorela (1984), Humpries y Rubery (1984) y Carrasco (1991). El elemento distintivo de este enfoque sería la pretensión de conceder a la organización social de la reproducción humana la misma importancia conceptual y analítica que a la producción asalariada. Es decir, los entiende como subsistemas constitutivos de un sistema social, relacionados entre sí como entidades teóricas separadas con una cierta autonomía relativa, estructurados bajo distintas relaciones y condiciones de reproducción (Carrasco 2017), cuya conjunción permitía la conformación de un determinado modo de existencia humana (Bryceson y Vuorela 1984).

Como señala Carrasco (1991, 303), en el enfoque producción-reproducción “la reproducción de la vida humana, integrada dentro de la reproducción social, es el objetivo último, la condición de posibilidad de la reproducción de cualquier sistema social”. Sin embargo, este enfoque aún reproducía la dicotomía público-privada, al acentuar la separación de los dos ámbitos (reconociendo que los trabajos son actividades diferentes y separadas que se realizan de forma paralela). Esto en términos de esta autora, desvirtuaba la realidad y no permitía escapar de la dimensión patriarcal. Por tanto, no solo era necesario recuperar y nombrar esa parte invisibilizada de la realidad para darle un significado propio, sino tratar de trascender estas dicotomías mediante conceptos transversales (Pérez-Orozco 2006). Esta es la búsqueda que ha caracterizado los posteriores desarrollos de la EF en torno a nociones como el aprovisionamiento social o la sostenibilidad de la vida, entre otros (Picchio 2001; Carrasco 2001; Power 2004; Pérez-Orozco 2006 y 2014), cuyos enfoques continúan hoy en proceso de construcción.

Reflexiones finales

En síntesis, este trabajo se propuso abordar una sistematización de los esfuerzos que autoras feministas han llevado a cabo para visibilizar “el otro oculto feminizado” en el pensamiento económico androcéntrico. Para ello, por un lado, se abordó el análisis de las esferas económicas feminizadas (asociadas a lo doméstico) en el marco del pensamiento antiguo y medieval, hasta el enfoque neoclásico del siglo XX, poniéndolo en diálogo con los estudios que proponen una reconstrucción de la historia del trabajo de las mujeres en los espacios público y privado. Por otro lado, intentó dar voz a mujeres economistas en el contexto de la primera y de la segunda ola del feminismo en Europa y EE. UU., que en la disciplina han sido relegadas a un segundo plano como sujetos epistemológicos.

El objetivo de este artículo fue el de ahondar de forma crítica e interrelacionada en ambas áreas de conocimiento (historia económica e historia del pensamiento económico) y buscar, simultáneamente, espacios de confluencia con los desarrollos de la EF como corriente de pensamiento propia. Con ello, se ha aportado a la construcción de la genealogía de dicha corriente, no en la búsqueda de los orígenes o la construcción de un desarrollo lineal de la misma, sino en la aproximación a la procedencia y emergencia de discursos que rompen con el androcentrismo económico, en varios momentos históricos ocurridos en el contexto del Norte Global. Esta es, por tanto, una aproximación parcial y situada que puede aportar una base inicial para la comprensión de la complejidad de los desarrollos actuales en el marco de la EF, asumiendo que es necesario seguir visibilizando las contribuciones cruciales que en las últimas décadas se vienen realizando desde visiones feministas no hegemónicas.

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* El presente trabajo forma parte de la tesis doctoral de la autora, titulada “Economía Política Feminista: genealogía, enfoque sistémico de la sostenibilidad de la vida y aproximación a la economía mundial” y defendida en 2019 en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, España.

1El paradigma de las olas del feminismo es ampliamente utilizado en el conjunto de las Ciencias Sociales. Según este paradigma, la primera ola suele identificarse con los movimientos de finales del siglo XIX y principios del XX; la segunda con el resurgimiento del feminismo a partir de los años 60; la tercera desde finales de los años 80 y principios de los 90; y la cuarta ola, desde los inicios del nuevo milenio. No obstante, no todas las teóricas feministas comparten esta periodización. Adicionalmente, como plantea Medina (2016), dicho paradigma es objeto de críticas desde los feminismos descoloniales, puesto que consideran que este hace referencia fundamentalmente a una genealogía occidental y, por tanto, a una construcción eurocéntrica del feminismo como epistemología vinculada al pensamiento ilustrado, liberal e igualitarista.

2Un primer paso en este camino puede verse en Agenjo-Calderón (2016).

3Sobre la centralidad del trabajo y la historicidad de dicha categoría pueden verse, entre otros, los aportes de Karl Polanyi (2003).

4Tal y como lo discutió Friedrich Engels en 1884 en El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, el origen de la sujeción de las mujeres no estaría en causas biológicas —la capacidad reproductora o la constitución física—, sino sociales. En concreto, se encuentra en la aparición de la propiedad privada y en la exclusión de las mujeres de la esfera de la producción social.

Cómo citar: Agenjo-Calderón, Astrid. 2021. “Genealogía del pensamiento económico feminista: las mujeres como sujeto epistemológico y como objeto de estudio en economía”. Revista de Estudios Sociales 75: 42-54. https://doi.org/10.7440/res75.2021.05

Recibido: 08 de Abril de 2020; Aprobado: 09 de Julio de 2020

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